TRENES*
A mi padre,
maquinista de la línea Sur (Ferrocarril Roca)
Hubo una vez un
país
largo
largo como un
sueño
absurdo de
absurdidades
sin caminos y
sin tiempos
Hubo en el país
los trenes
traqueteando
sinsentidos
con un rumbo
dislocado
fuera de su
propio rumbo
Cómo entender
que los rieles
señalaran
siempre afuera
Cómo aceptar
traqueteos
renegando de la
tierra
Los trenes se
fueron yendo
siempre
buscando ese río
tan plata como
la muerte
tan ancho como
el olvido
Hubo entonces
una ausencia
de pueblos por
los andenes
que fueron
muriendo pueblos
cuando se
fueron los trenes
Cómo crecer si
los rieles
señalaron
siempre afuera
Cómo sentirnos
la patria
si negábamos la
tierra
Y este país que
hubo habido
se fue muriendo
de trenes
Hoy andamos
estaciones
de fantasmas y
de duendes
que extrañan un
traqueteo
de pueblo por
los andenes
*De María
Silvia Paschetta. mariasilviapaschetta@yahoo.com.ar
CUANDO
PASABA EL TREN... (Y TAMBIÉN EL TRANVÍA...) *
Aunque nos
quede la duda, si después de haber estado formulando comunicaciones referidas
al tema al que también en esta comunicación nos referiremos, durante mas de
tres décadas y media, no resulta ello redundante; nos sentimos motivados a
seguir predicando al respecto, habida cuenta que vienen asomando a la vida
nuevas generaciones que no vivenciaron lo que nosotros.
Así como
recientemente hemos descubierto que en la lengua sánscrita, no sólo existen el
singular y el plural, sino también el dual. Así, se nos ocurre que una cosa es
el pasado que uno vivió y otra el pasado que uno no vivió y del que ya no
existen las personas que vivieron ese pasado. Tal vez podríamos incluir una
surte de categoría intermedia, para categorizar aquellos que uno conoció, pero
ya no están, que conocieron lo que uno no vivió y que ellos sí o se lo contaron
los que lo vivieron.
Todo esto viene
a colación, en el caso de lo que consideramos uno de los problemas
estructurales de la Argentina cual viene siendo el referido a los
ferrocarriles.
En el año 2012
que pasó, se cumplió medio siglo, de la publicación del documento, que
constituiría el argumento racional para destruir el sistema de transportes que la
Argentina se había dado a partir de 1857, fecha de comienzo del funcionamiento
del ferrocarril en la Argentina. Si bien uno no puede estar anoticiado de todo
lo que se publica, al menos nosotros no nos enteramos que hayan habido
manifestaciones al menos escritas, sobre los efectos desestructuradores de la
aplicación de lo que se conoce como "Plan Larkin".
Para las nuevas
generaciones -que son en especial las destinatarias de esta comunicación- ese
Plan, así denominado por el general norteamericano que lideró su confección,
fue el esquema director de la desarticulación del sistema ferroviario argentino
y de su complemento la navegación de cabotaje fluvio - marítimo, con el
deliberado propósito de permitir la aceleración exponencial del complejo
caminero- automotriz, que ya había iniciado su tarea desestructuradora a partir
de la ley 11658 de Vialidad de 1932.
Lo paradojal y
lo contradictorio de este proceso-una suerte de parábola de las desventuras
argentinas- es que tanto la ley de 1932, como el plan de 1962,habían sido
precedidas por una ley de 1907, que imaginada para beneficiar a las empresas
ferroviarias de capital extranjero, terminaría sobre todo a partir de la crisis
mundial de 1929, por capitalizar al transporte automotor que seria quien lo
desplazaría traumáticamente, sin que mediaran intentos serios de
compatibilización, si es que ello hubiera sido posible.
En una de las
tantas comunicaciones que sobre el tema hemos formulado, aludíamos al
ferrocarril como un componente de la cultura argentina. Va de suyo que ello
incluía a las actividades políticas y a las económicas Lo ferroviario era
tan significativo en el pasado argentino que se interpenetraba con todas las
actividades de las que formaba parte inescindible. Y esta interpenetración, en
nuestra opinión, es la que impide análisis de lo perpetrado al sistema
ferroviario y de ultima al acontecer argentino, atento quedan al descubierto,
actitudes o bien contradictorias o bien contraproducentes. Podría decirse que
resulta "políticamente incorrecto" dejar en evidencia que algunos que
pasan por héroes pasen a categoría villanos y viceversa. Más de uno se nos ha
enojado cuando señalamos ese tipo de comportamientos, que contradicen creencias
ya afianzadas por prédicas interesadas. En ese sentido los mentores e
implementadores del "Plan Larkin" (que llegaron a influir en la
década del 90 cuando Menem - Cavallo-Kogan, llevaron ese plan hasta sus últimas
instancias),se preocuparon para que no se difunda tu tarea predatoria. Pero
seriamos injustos si circunscribiéramos a esos grupos toda la responsabilidad.
Hubo mucha complicidad, por defender lo indefendible como por acompañar
acrítica o ingenuamente campañas que eran funcionales a la minimización del
ferrocarril, del tranvía y del cabotaje marítimo fluvial. Las universidades
están incluidas en esos acompañamientos.
Pero claro
está, devino una acumulación de situaciones que a pesar de las ventajas
intrínsecas del complejo ferro-tranviario y de cabotaje, el país se cubrió de
rutas pavimentadas y el automotor en sus múltiples aplicaciones devino en un
factor, que fue considerado como síntoma de modernidad, no importando los
costos múltiples, como el despilfarro de combustible, el impacto ambiental, la
descapitalización y que los accidentes que causan tiene un costo estimado, por
los empresarios del seguro de alrededor de 1,75 % del Producto Bruto Interno,
con lo que se cuantifican los siete mil muertos promedios en accidentes de
transito y una mayor cantidad de heridos. Dicho sea de paso esa luctuosa
secuela, incrementa el costo de los seguros.
Y a pesar de
esos datos, que no es de extrañar sean poco divulgados, se da amplia difusión a
planes para construir mas autopistas (como el plan prohijado por Laura) y que
tiene cabida en la Legislatura Nacional.
En fecha relativamente
reciente la autora argentina Roxana Kreimer, publicó un libro "La tiranía
del automóvil”, basado en la novela "Crush" de 1985. Ese meduloso
trabajo(que obviamente no tiene la difusión que merece) cala hondo en las
motivaciones que han llevado a la variante consumista del automóvil particular,
que viene siendo la base desde la cual las personas concretas han sumado su
cuota de responsabilidad en esta pandemia argentina, que también se ha dado, en
países donde la industria automotriz norteamericana y sus correspondientes
europeas, expandieron sus mercados acompañadas de la industria de
construcciones viales, complemento imprescindible para perpetrar ese problema
estructural argentino y continental.
En pocas
palabras, para que el complejo caminero automotriz impusiera su mercado hubo
que destruir el sistema de transporte preexistente o reducirlo a su mínima
expresión Claro esta que ello se hizo con las premisas de un combustible
artificialmente barato,
previo a
la crisis petrolera de 1973, y previo al comienzo de toma de consciencia
de la variable ambiental que comenzara a insinuarse a partir de la Conferencia
de Medio Ambiente de Estocolmo de 1972.
Y notemos que
esta conferencia es posterior a 1962 y obviamente a 1932 (que dicho sea de paso
fue el ultimo año que los ferrocarriles de capital inglés en la Argentina,
dieron dividendos a sus accionistas). Es decir que a las nuevas generaciones
todo esto suena muy extraño, cuando no desconocido, merced al ocultamiento
interesado, de lo que descalifican posturas como las que aquí se traslucen,
motejándolas de "nostalgiosas", o propias de quienes ya en la
ancianidad, creen que todo tiempo pasado fue mejor.
Y justamente
para aventar esas descalificaciones, y ponderar el perjuicio ya ocasionado y
las posibilidades de reversión futuras, se hace necesario consignar que los
cánones técnicos indican la superioridad de la eficiencia del transporte por
agua y del por vía férrea en relación al automóvil. Y esto se hace más
ostensible con la desaparición y carencia de combustibles fósiles ya instalada
en el planeta.
Y a esa
eficiencia energética, cabe agregar un ingrediente pocas veces mencionado: El
transporte en cuanto actividad que implica desplazamiento físico de personas,
mercaderías y correspondencia es una actividad deficitaria, que solo se
justifica por el resto de las actividades que valga la redundancia
"transporta" y son esas actividades las que deben enjugar o acarrear
el costo del transporte que no se autofinancia. Una vez más eso se hace más
evidente ante la carencia de carburante e induce a la búsqueda de alternativas.
Ello lleva también a cuestionar la viabilidad del transporte particular. La
cotidianidad demuestra que el transporte colectivo debe ser subsidiado. Y debe
recordarse que existe la alternativa del transporte público considerado como
una prestación directa gubernamental. Cabe aquí la polémica interminable sobre
si los servicios públicos deben ser prestados directamente por el Estado o
deben ser concesionados al sector privado. La experiencia muestra ventajas y
desventajas para ambos. Pareciera que los controles del Estado a sus propias
actividades o a las actividades concesionadas son muy vulnerables. El
ferrocarril administrado por el Estado o por concesionarios privados, ha sido
objeto de objeciones. Aunque lo que falla no es el medio de transporte sino las
actividades de fiscalización, evaluación y monitoreo, que por estos tiempos
viene evidenciando ser una suerte de "talón de Aquiles" de la
organización gubernamental, en todo el planeta.
Como utilizamos
en nuestra exposición, la recursividad (ya persuadidos que el orden de los
factores no altera el producto y que en la parte esta anidado el todo),
queremos consignar que no emitimos este mensaje, aunque no podemos descartar
que lo recepten, aquellos que están en la materia. Creemos que el
"hablando entre convencidos", a veces encapsula las
comunicaciones y de lo que aquí se aspira es concientizar a las nuevas
camadas que no vivieron lo que nosotros vivimos en su fase terminal y que
recibieron mensajes interesados, generados por los "intereses
creados" por el complejo automotor-camino pavimentado.
Nuestra
comunicación si bien hace énfasis en lo retrospectivo, no soslaya lo
prospectivo. Es más, de ese pasado, extraemos el material para postular la reconstrucción
de la matriz de lo transportes argentinos, con obvias proyecciones a la matriz
energética y de las comunicaciones. Una matriz que pivotee sobre el
ferrocarril, el tranvía, la navegación interna, el empleo de la tecnología
dirigibles (LTA) y la complementación de la tracción a sangre animal y humana,
todo ello facilitado con los desarrollos tecnológicos, posibilitadores de
alternativas otrora impensadas.
No nos
olvidamos del ferrocarril (y de la navegación interna) en cuanto ingrediente de
la cultura argentina. En este punto se percibe como mas impactante el
componente ferrocarril quedando relegado el componente del cabotaje marítimo
fluvial y casi invisibilizado lo que fue considerado en su momento casi como un
apéndice del ferrocarril: nos estamos refiriendo al telégrafo.
Alguna vez
leímos, en un libro acerca de los conceptos de "encrático" y de
"acrático". Esos conceptos de los sociólogos belgas Michaud y Marc,
aludían que una cosa, son las percepciones de los acontecimientos desde el
poder (encráticas) y otras cuando son percibidos desde fuera del poder
(acráticos). Entendemos que en materia antropológica o etnológica esta
distinción, aunque algo gruesa nos resulta muy fecunda, ya que en palabras
llanas una cosa es la visión que tienen los que "están arriba",a
veces coyunturalmente y otra la percepción de los "que están abajo".
Mas allá de las distintas alternativas interpretativas o teóricas, y de que
esto sea aplicable a todo el quehacer humano, lo que nosotros percibimos de
nuestras vivencias de lo que nos contaron y de lo que estudiamos, es que en
materia ferroviaria las cosas se vivieron muy diferente según se estuviera
"arriba" o en el "llano". No es de sorprender que lo que se
genere desde "los arribas", es decir desde los aparatos formales
desde donde se asignan los valores autoritativamente, se tomen decisiones, que
aplicadas a la cotidianidad de "los de abajo", sean resignificadas o
como alguien dijo "fagocitadas".
Esto no
significa que mas de una vez, hubiesen posturas contraproducentes, aunque se
podría argumentar que las mismas fueron protagonizadas por esas personalidades
que perteneciendo a "los de abajo" pero queriendo ,a veces a
cualquier precio, estar lo mas cerca posible de "los de arriba",
fueron cómplices de la desestructuración del sistema de transportes argentinos.
Venimos
mencionando fechas; 1857, 1907, 1929,1932, 1962, 1972, 1973, los noventa.
Desde abordajes
mas cercanos a lo antropológico y a lo folclórico, los tiempos tienen una
significación distinta a los de la Economía, la Sociología o la Ciencia
Política.
Así, cabe
señalar que estamos casi a un siglo del momento de esplendor de los
ferrocarriles, no solo en Argentina, sino en el planeta. En poco tiempo habría
de producirse con el estallido de la Primera Guerra Mundial, lo que
constituiría un punto de inflexión en el acontecer planetario, y que se
"llevaría puestos" entre otras cosas a la hegemonía ferroviaria, así
como al desarrollo alcanzado por la navegación interna. Pareciera (insistimos
pareciera) que estos procesos se dieron en la Argentina en forma exacerbada.
Si bien los
ferrocarriles comenzaron a funcionar en Argentina en 1857, seria a partir de la
federalización de la ciudad de Buenos Aires, que habría producirse el
crecimiento exponencial de las vías férreas. Treparon desde los 2.500
kilómetros a los 33.000 kilómetros en 1913. Si bien la red alcanzó los 45.000
kilómetros hacia 1944, muchas de las líneas construidas a partir de 1914, ya
estaban planeadas para esa fecha, llegándose incluso a no construirse algunas
sobre todo a partir de 1934.
Imaginemos en
términos generacionales o de vidas cotidianas, que implicaba el paso del tren
cotidianamente a partir de 1857. Consignemos que prácticamente hasta la década
del treinta, el ferrocarril, allí donde no había acceso a barcos, tenía un
monopolio de hecho. Casi todas las personas y casi todas las mercaderías se
transportaban por tren.
A titulo que
anécdota personal, reveladora de esas situaciones, relatamos lo siguiente:
Nuestro abuelo materno (fallecido en 1992) nos contó una vez que él, casi
niño, había sido "postillón" en las diligencias que tenían llegada y
salida en el puerto de La Paz, en la provincia de Entre Ríos. Confesamos que
pensamos al oír ese relato (nuestro abuelo había nacido en 1906) que se trataba
de un gran "bolazo"(fábula). Más resulta que en 2004, hicimos una
visita a esa ciudad que mencionamos, y allí descubrimos que el ferrocarril
recién había llegado allí en 1938...
Hemos tenido la
oportunidad de escuchar de gente que ya no está entre nosotros, acerca de como
incidía en sus vidas cotidianas, el funcionamiento del ferrocarril. Coincidía
con lo que nosotros habíamos vivenciado cuando niños y aun adolescentes. En esa
adolescencia se pudo en marcha el Plan Larkin, aunque de esa época recordamos la
gran huelga ferroviaria, de 1961, que luego comprenderíamos que se trataba de
una reacción a dichos designios. Con la perspectiva del tiempo esa huelga forma
parte de las acciones contraproducentes que a la postre facilitaron la
desarticulación del sistema. Lo mismo acontecería cuando en 1991, algunos
gremios del sector, reivindicaban esa huelga, mientras Menem hacia suyo el
espíritu del Larkin, con su "Ramal que para, ramal que se cierra",
asesorado por instrumentadores anteriores del plan, como Ovidio Zabala y Jorge
Kogan.
En esos tiempos
cercanos a 1962, la euforia de la industria automotriz, para la que el Larkin
era funcional, insumía el entusiasmo y el ahorro de muchísimas familias
argentinas. No se colegia que los puestos de trabajo que generaban las
montadoras (que llegaron a ser 23), eran de menor volumen que los puestos de
trabajo que comenzaban a destruirse con un costo humano, que nadie se ha tomado
el trabajo de ponderar y que tipifica, a nuestro juicio el carácter de
"crimen de lesa humanidad".
Nos hemos
preguntado muchas veces, ante la opinión ostensible en sentido de lo negativo
que fue "el sacar los trenes",los porqués de esa pasividad
generalizada (con las excepciones casi minoritarias provenientes de los gremios
ferroviarios).En los comienzos de esta comunicación algo hemos insinuado y
procuramos no ser ofensivos aunque no disimulamos las actitudes equivocas y
contradictorias que coadyuvaron a lo que Juan Carlos Cena califica como
"ferrocidio".
Tal vez la
gente creyó que como los trenes pasaban, desde las épocas de hasta sus
tatarabuelos, el sistema había pasado a ser como una suerte de componente de la
naturaleza, como las plantas y los pájaros que se renuevan incesantemente.
Podrá padecer candoroso o ingenuo lo que expresamos pero esa es la impresión
que nos fue quedando. Por demás de tomaba como algo fatal la desaparición de
los servicios y eso se mezclaba confusamente con el progreso que implicaban los
caminos pavimentados, los camiones, los ómnibus y los coches particulares, y
las camionetas...
El ferrocarril
se redujo a su mínima expresión (y no hablemos del sistema de cabotaje). Así el
esquema de organización del territorio, establecido hacia 1914, habría de
experimentar a partir de 1962,un proceso de destrucción, a nuestro juicio de
carácter estructural. Esa desestructuración fruto de políticas públicas
(acciones afirmativas como les laman ahora) fue perpetrada por gobiernos
constitucionales, pseudoconstitucionales y de facto. Las actitudes en contrario
en esas instancias fueron neutralizadas por la corriente principal.
Ínterin, el
panorama planetario cambió a partir de 1973 y pronto comenzó a hablarse
del "redescubrimiento del ferrocarril".Por lo que hemos mencionado,
el ferrocarril argentino llegó en estado de desarticulación al siglo XXI.
Hablar del
presente seria de un proselitismo del que renegamos, atento nos repugnan tanto
los oficialismos sistemáticos como las oposiciones sistemáticas.
Sí, queremos
expresar que lo prospectivo en el ferrocarril como componente de las matrices
de transporte y energética, debe ponderar lo precedente. A pesar de todo, la
desarticulación no ha sido total, restan vestigios que bien pueden ser
pródromos del futuro.
Sean pues estas
consideraciones una suerte de botella al mar a las jóvenes generaciones a las
que se ha "vendido" una versión nostálgica de los tiempos cuando
pasaba el tren. De cuando pasaban los tranvías. De cuando los barcos llegaban
con su carga de emociones a los puertos del litoral marítimo y fluvial. Que las
bellas artes se hallan hecho eco de esas vivencias emotivas es una prueba del
la impronta cultural de lo que aquí esbozamos con todas las limitaciones
inherentes a lo monográfico. Muchas veces esa variante estética ha sido usada
de modo que se la considere "una trampa de la nostalgia".Lo
acontecido con los trenes, con los tranvías y los barcos (y quizás con los
hidroaviones), es parte de un ominoso pasado que debe revertirse, sin que haya
impunidad, aunque sea post mortem, para los artífices de tanto desaguisado.
(Salvador do
Sul, Río Grande do Sul, Brasil, 19 de de junio de 2013)
EL VIEJO TREN*
Por estas
mismas vías
pasaba el viejo
tren.
Desde las
brumosas factorías
los obreros lo
saludaban
como a una
aparición de lo lejano
con los sueños
y los ojos.
Por estas
mismas vías,
atravesando
barriadas
somnolientas y
alambradas,
pasaba el viejo
tren
echando densas
bocanadas
contra el cielo
como un duende
que va rasgando
el silencio
con un eco
dolido
de trombón y
clarinete.
Por estas
mismas vías,
poco antes del
amanecer,
pasó como una
estrella
repentina,
pañuelo de gasa
al cuello,
ancho sombrero
y barbilla
siempre levantada,
la bella Chick
Lorimer,
con una pequeña
maleta,
un perfume, un
libro,
y como una
exhalación
de lo
innombrable.
Por estas
mismas vías
pasaba el viejo
tren.
*De Eduardo
Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
Brooklyn, N.Y.;
junio de 1998.
El cielo entre
durmientes*
*De Humberto
Costantini
Ni un alma por
la calle. Como si el sol de la siesta cayendo a pique y después derramándose
por todos lados, hubiera empujado a bichos y gente a quién sabe qué escondidos
refugios, adonde el sol no puede penetrar, pero ante los cuales se queda
montando guardia, rabioso y vigilante como un perro en acecho.
Por la calle
vamos Ernesto y yo. Hace cinco minutos, un silbido me arrancó de la sombra de
la glicina y me mostró entre dos pilares de la balaustrada un rostro enrojecido
y contento. No hubiera sido necesario que me dijera "¿salís?" con un
grito breve y exacto como un pelotazo. Yo lo estaba esperando, o mejor dicho yo
estaba esperando un pretexto cualquiera para dejar aquella modorra del patio
adonde me llegaban ruidos lejanos e incitantes entreverados con el aleteo de
algún mangangá.
Por eso no le
contesté nada y en seguida estuve con él en la puerta. Se sabe que saldríamos a
caminar. Ernesto es así y nuestros doce años no soportan otras tratativas que
ese "¿salís?" liso y directo viniendo de un mechón caído sobre los
ojos, de una transpirada camiseta amarilla y de unas ganas de hacer muchas
cosas que le brillan en la mirada.
Un saludo
"¿qué hacés?" y caminamos. El agua de la zanja, un agua barrosa,
oscura, caliente, cubierta de protuberancias verdes como el lomo de un sapo, se
agita por momentos a impulso de invisibles zambullidas o respira a través de
unos globos lentos, pesados, que levantan nuevas ampollas en su pellejo y hacen
un extraño ruido de glogloteo como si ya estuviera por soltar el hervor.
Caminamos. La
tierra quema en los pies y es lindo sentir ese mordisco cariñoso, de cachorro,
con que la tierra nos juguetea por las pantorrillas. Pero más lindo es no
sentir nada de eso, sino esas ganas locas de meterse en la tarde como en una
selva. ¿No es cierto, Ernesto?
Caminamos. Un
aguacil grande y rojo viene a despedirnos, pasa zumbando a nuestro lado y
siguiendo la línea de yuyos que bordea la zanja llega hasta el puente de la
esquina y vuelve volando a toda máquina amagando un encontrón. —¡A que no lo
agarrás!
Caminamos. Las
cuadras del barrio quedan atrás. Los paraísos se cambian en plátanos y después
otra vez en paraísos. Flechillas, lenguas de vaca, huevitos de gallo. Esta es
otra zanja, no la nuestra. ¿Habrá ranones por aquí?
Caminamos.
¡Aquella montaña! ¡A saltarla! La sangre nos golpea en el pecho y en el rostro.
La vida es una alegría retenida en los músculos y es ese olor a sol, a sudor y
a piel caliente que viene de la ropa de Ernesto.
Caminamos.
Ernesto sabe de muchas cosas. De trabajos, de aventuras, de casas abandonadas y
de extraños nombres de calles. Mientras caminamos me habla. Me cuenta un
disparate y yo me río. Me río como un loco. Me río tanto que Ernesto se
contagia de mi propia risa y empieza a reírse él también. Le salen lágrimas de
los ojos, se aprieta el costado, no puede parar. Yo lo miro y me da más risa
todavía verlo reír. Caminamos tambaleantes, empujándonos, atorándonos de risa.
La risa se nos atropella en la boca, nos crece incontenible por todos lados,
nos acompaña por cuadras y cuadras esa risa sin por qué, como si una bandada de
gorriones enloquecidos nos estuviera siguiendo.
La esquina.
Otra cuadra. La risa. Ladridos detrás de un alambre. Otra cuadra. Magnolias,
jardines, postes del teléfono. Otra cuadra. Las alpargatas de Ernesto levantando
el polvo en las veredas. Otra cuadra. El cielo, la soledad de la siesta, el
silbido de una urraca. Otra cuadra, otra cuadra...
Apoyo de pronto
mi mano en el hombro de Ernesto y señalo el terraplén del ferrocarril. —¡A ver
quién llega primero!
Salimos como
balas. Una ametralladora de pasos y el crujido de los terrones resecos. Oigo el
jadeo de Ernesto y apenas veo su camiseta amarilla pegada a mi costado. Me
pongo enormemente contento cuando dejo de verla y cuando siento que el jadeo va
quedando atrás. Apenas por un par de metros, pero llego primero arriba. Y desde
arriba lo miro triunfante.
Ernesto tiene
la cara negra de tierra y un sudor barroso le forma ríos en la nuca y la
espalda. Yo debo estar igual porque en la manga que me pasé por la frente queda
una gran mancha negra y húmeda.
A Ernesto se le
ocurre caminar por la vía y vamos pisando los durmientes o haciendo equilibrio
sobre los rieles. Lo más lindo son los puentes. Cuando allá abajo vemos la
calle entre los durmientes deslizándose como un río. Algunos son muy altos y
hay que pisar bien para no caerse. Yo camino despacio, aparentando
indiferencia, pero sintiendo en todo momento un ligero vértigo que me obliga a
clavar la vista en mis pies, a calcular cada pisada, hipnotizado por ese lomo de
tierra que se mueve sin cesar debajo mío.
Ernesto, en
cambio, se mueve con maravillosa soltura. Me habla, grita, se da vuelta,
corre... Es imposible seguirlo. Anda por ese andamiaje de hierro, madera,
viento y cielo como por el patio de su casa. No digo nada, pero pienso que
estamos a mano con lo de la carrera.
Llegamos a un
puente de poca altura y como viene un tren decidimos verlo pasar desde abajo.
Descendemos la pequeña cuesta y nos ubicamos a un costado del puente. Oímos el
bramido del tren que se acerca y luego un ruido infernal que hace trepidar toda
la tablazón. Las vías parecen curvarse bajo las ruedas. Un pandemonio de vapor,
chispas, truenos y aullidos que nos sacude hasta las entrañas. La verdad,
sentimos un poco de miedo y deseamos que venga otro tren para reivindicarnos.
Las vías pasan
a menos de tres metros sobre la calle. Con un buen salto es posible alcanzar
los durmientes y colgarse de allí como de un pasamanos. La idea surge como una
pedrada y casi de los dos a un tiempo. Quedarnos colgados cuando pase el tren.
La tarde es un
desierto de sol y tierra enardecida.
El cascabeleo
de algún lejano carro de lechero y el canto metálico de la cigarra no cortan el
silencio, sino que lo hacen más denso aún, más expectante.
Esperamos el
rumor que nos anuncie la llegada de un tren. Los minutos transcurren lentos en
el calor sofocante del reparo que forman las paredes del puente. Se mastica un
yuyo o se sube de vez en cuando a mirar el reverbero distante de las vías.
—A no soltarse,
¿eh?
—No, a no
soltarse.
De pronto
llega. Es apenas un murmullo perdido entre cien murmullos iguales, pero para
nosotros imposible de confundir.
Con cierta
parsimonia nos preparamos. Frotamos las manos en la tierra, ensayamos un salto,
otro salto. Subimos a verlo, ya está cerca.
Tomamos
posiciones.
—¡Cuando yo
diga saltamos!
El silencio,
avasallado ahora por aquel torrente que se agranda y se agranda. Nos miramos y
miramos los durmientes allá arriba.
—A no solt...
—¡Ahora!
Me falla un
salto. Al segundo estoy arriba balanceándome todavía por el impulso. Ernesto ya
está allí, firmemente prendido. Me guiña el ojo. Quiere decir algo, pero no lo
escucho porque un ruido ensordecedor me oculta sus palabras. —¿No quemará la
locomotora?—. Ya viene. Allí está. Hierros, fuego , vapor y un ruido de
pesadilla.
No sabemos cómo
fue. Cuando queremos acordarnos los dos estamos a diez metros del puente,
mirando cómo los últimos vagones se deslizan haciendo oscilar las vías.
La tarde se nos
acuesta entera encima de los hombros. Nos acercamos al puente, cabizbajos,
avergonzados.
—¡Vos te
soltaste primero!
—¡Tenías una
cara de miedo vos!
Otra vez el
silencio. La sierra sinfín de la cigarra nos chista y se ríe de nosotros.
Estamos agitados, desfigurados por el calor y la excitación pasada.
—Si vos te
quedabas, yo me quedaba...
—Yo también, si
vos te quedabas, yo me quedaba.
Nos tiramos al
suelo para esperar otro tren. La tierra pegándose a la piel mojada. El
reverbero de la calle o quizás las gruesas gotas de sudor que me empañan la
vista. Ernesto hace garabatos con una ramita.
Y el tiempo que
se desliza silencioso sobre las vías como un tren infinito formado por el
latido de nuestros corazones.
La cigarra. Un
gorrión con el pico entreabierto y las alas separadas. Los ladrillos del puente
y allá a lo lejos una pared blanca que nos saluda como un pañuelo.
—Un, dos,
tres... (antes de que cuente veinte aparece), cuatro, cinco...
Silencio. Las
voces de la siesta.
Ahora sí. Es un
tren este. El rumor lejano pero inconfundible. Nos ponemos de pie. Ninguno dice
una palabra. El temor de soltarse y la decisión de permanecer hasta el fin. El
contacto de la tierra caliente en las palmas de las manos.
—¡Cuando yo
diga!
El ruido que
crece segundo a segundo. Ernesto se agazapa para saltar. —¡Ahora!, digo, y salto
con todas mis fuerzas.
El ennegrecido
durmiente queda aprisionado entre mis manos. A un metro de mí, Ernesto se
columpia en el suyo.
El ruido
ensordecedor. La cara roja de Ernesto entre sus dos brazos en alto. Su camiseta
amarilla y su pelo caído sobre la frente.
Terremoto de
hierro, vapor y chispas. El ruido infernal. El puente que se hunde con el peso
del tren. Un miedo espantoso. Pero estamos colgados todavía.
Me doy cuenta
de que estoy gritando a todo lo que doy. Ernesto también grita y patalea y me
mira gritando y pataleando como un loco.
El tren no
termina nunca de pasar. Las ruedas a medio metro de las manos. Una montaña
encima de mi cabeza. El calor, el ruido, Todavía no sé si voy a quedarme hasta
que pase todo. Y grito para darme coraje y también porque es necesario gritar.
Lo veo a Ernesto congestionado, enloquecido, con las venas del pescuezo
hinchadas por los gritos y por el esfuerzo.
Gotas de sudor
se me meten en la boca. –No doy más, me quedo hasta que se quede Ernesto. –No
doy más, me quedo hasta que se quede Cacho..
¿Cuánto faltará
todavía? La cara de Ernesto gesticulando y escupiendo sudor. Sus piernas
tirándome patadas. ¿Cuánto faltará todavía? Grito y lo pateo para hacerlo
bajar. ¿Cuándo faltará todavía? El ruido. La vibración del puente metiéndose
hasta los tuétanos. ¿Cuánto faltará todavía? Los sesos a punto de estallar.
Borrachera de ruido, calor, alaridos y miedo. ¿Cuánto faltará todavía?
* * *
Algo dulce que
nos acaricia los brazos. El tren que se aleja y el cielo azul a pedazos entre
los durmientes.
El silencio que
crece de la tierra. El silbido lejano de la locomotora.
Seguimos
colgados y nos miramos sonriendo.
La tarde canta
en la voz de las cigarras.
¿Te acordás
Ernesto, cómo cantaba?
***
-Humberto
Costantini (Buenos Aires, 1924 - Buenos Aires, 1987) fue poeta, narrador y
dramaturgo.
Costantini
ejerció a lo largo de su vida, junto a su casi secreta labor de investigador
científico, los más diversos oficios: veterinario en pueblos de campaña,
oficinista, corredor de comercio, ceramista, etc. Estas actividades le ayudaron
a profundizar en el conocimiento y los matices que forman las capas medias de
nuestra sociedad, con cuyos caracteres y lenguajes enriqueció su prosa.
Heredero del
grupo de Boedo y de la preocupación social que lo definiera, Costantini
participa y milita en las revistas literarias de izquierda de la década del 50
en las que se manifiesta de manera polémica contra el populismo y el
pintoresquismo naturalista. Es por entonces cuando publica sus primeros
cuentos, de temática realista y estilo expresionista. A lo largo de su obra,
Costantini construye una personalidad literaria definida, la cual se vale de
distintos elementos, como ser los símbolos y las alegorías, los monólogos
interiores de sus personajes, la literatura fantástica, el realismo mágico, el
costumbrismo y hasta la mitología clásica, para abordar la que fuera, en
definitiva, su principal obsesión: la alienación del hombre en una sociedad
hostil. Una de las características de su estilo es la de llevar a sus
personajes a situaciones límite, exasperando la realidad en grotesco.
Costantini fue
una influencia notable entre los jóvenes escritores de la década del 60.
De por aquí
nomás (1958); Un señor alto, rubio, de bigotes (1963); Tres monólogos (1964);
Cuestiones con la vida (1966); Una vieja historia de caminantes (1966) y De
dioses, hombrecitos y policías (¿?) son algunas de sus obras más recordadas.
-De Cuentos
completos 1945-1987, Ediciones RyR, Buenos Aires, 2010.
La Homilía del
Llanto.*
En el ojo
tiembla una
lágrima,
se tensa la
cara,
todo él quiere
llorar
un mundo
muerto;
que lo dejó
solo,
de este lado de
la vida.
Es agudo el
dolor
que suelta la
voz
apretada en la
garganta.
Parece un
quejido su llanto,
de cuerdas
oxidadas
de rieles
viejos
de tren de
carga.
El sufrimiento
le rompe el
pecho,
abre su jaula;
no tiene verbo
y se desarma,
como un antiguo
artefacto
ya sin
palabras.
EL PUENTE DE LA
VIA*
*De CELSO H.
AGRETTI. celsoagr@trcnet. com.ar
Si no
tuviéramos recuerdos,
no tendríamos
conocimientos.
I
El puente
estaba a una docena de cuadras, no más, de dónde vivíamos cuándo éramos niños,
pero a nosotros nos parecía que la distancia era enorrrme, y siempre tentaba
con su sabor de aventura.-
Teníamos
necesariamente que hacer un tramo caminando por las vías, después de andar las
últimas tres o cuatro cuadras del pueblo hasta el paso a nivel donde ahora
estoy parado; contemplando y recordando esas vivencias infantiles, que pasaron
hace ya varias y largas décadas.-
Estoy
justamente en el cruce de la vieja vía con el camino.- El que saliendo del
pueblo va recto al norte, pasando por las chacras sembradas.- El lugar está en
parte casi igual; los grandes eucaliptos viejos, enormes y retorcidos siguen
allí adelante, al borde, a mi izquierda.-
Claro que están
más viejos que entonces, y faltan algunos, tumbados poco a poco por los vientos
de tantas tormentas y algunos talados sin mayor conciencia. También falta
enfrente un gigantesco Ombú, pero allí ahora fue avanzando el borde urbano, por
lo que lo que era campo, hoy son calles vestidas de casas.-
Incluso desde
aquí vislumbro a través de los rugosos troncos y altos pastos la vieja casona
donde entonces íbamos los domingos con Audino, mi hermano mayor, a escuchar los
partidos del campeonato por la Radio, cosa que nosotros aún no teníamos, y allí
vivían varios chicos de la edad de él, primos entre sí, que eran compañeros en
el Colegio.-
Ellos no eran
ni amigos míos, ni compañeros, y hasta les tenía algo de temor, o recelo.
Incluso los mayores, que se sumaban al grupo, eran para mí extraños. Uno tenía
largos bigotes como ya no se veían, de otra época, retorcidos y puntiagudos. En
esos años tuvo un trágico final este hombre imponente. Una noche lluviosa murió
de un tiro de revólver en la ladrillería que tenían cerca de la amplia casona;
un peón ebrio, de turno en el horno, puso fin a su vida, parece que por
problemas pasionales o tal vez sólo por el vino.
Otro era
tullido y usaba muletas, y era muy apacible y amistoso y a él sí le agarré
mucho cariño. Siempre tocaba las conexiones de los cables con la batería,
cuando la radio chirriaba o enmudecía.
Yo trataba de
tener claro en qué constituía el equipo y cuál era su magia. El receptor, que
en sí era todo un mueble, los cables con sus bornes, la batería o acumulador,
el molinillo de viento que proveía la recarga, y la antena aérea, de altas
picanas como mástiles, con sus riendas y blancos aisladores y el oscilante hilo
de cobre con su bajada. Toda una instalación. Y... , las estaciones estaban a
gran distancia. Se escuchaban pocas y eran casi todas de Buenos Aires, pero
todavía no eran muchas las casas que podían tener una.
Pero no era
sólo la pasión del fútbol ni las tardes de radio, sino recorrer este camino y su
entorno, salir de nuestro pequeño mundo, y alejarnos de las últimas casas del
pueblo, cruzar la vía, y adentrarnos en lo que había más allá. Cruzar la vía
era el comienzo de la aventura. Más allá era otra cosa, el camino era largo,
infinito, y hablaba de otros lugares que conocíamos sí, pero que estaban
cargados de encanto. Hasta ese pequeño tramo era un viaje, un verdadero viaje,
donde pasaban tantas cosas lindas: las llamativas alas pintadas del pájaro que
nos rozó volando, el otro que estaba cerquita en un arbusto del alambrado, o la
liebre que descubríamos en su carrera por las puntas de las largas orejas que
asomaban zigzagueando en los pastos, o de pronto, una perdiz que nos mató de
susto al alzar vuelo casi debajo del pie.- ¡ PPPPRRRR rrrrrr ...!
O la forma de
aquel Tala, con su copa ahuecada y tupida como una techumbre, o aquella rama
perfecta para una honda, o el ulular del viento, la frescura de una sombra, el
flamear de los pastos; o los vertiginosos y traviesos remolinos de verano,
levantando polvo, pastos, y papeles que quedaban girando, y se descolgaban
lentamente del cielo, revoloteando como desilusionados, mientras que del
remolino no quedaba ni rastros...
II
O sea:
contemplo lo que queda y me transporto en el tiempo; mientras piso los rieles
enterrados, soñando. Pero si bien detrás de mí el pueblo se convirtió en ciudad
y el pavimento llega precisamente hasta la vía, hacia el norte el camino sigue
polvoriento; pero en la vía el tren no pasa desde hace muchos años, veinte al
menos.
Aquí el polvo
del camino le puso una capa ya permanente y cada vez más compacta, dura como
una lápida, y triste como una mortaja. A un lado y otro del camino los rieles
abandonados duermen entre el pasto que los ha ido tapando casi por completo, y
por momentos se dejan entrever entre la fronda de la gramilla por el pálido
brillo que reflejan del sol de la tarde en el dorso casi opaco, y más adelante
se adivina la vía y la curva que aquí comienza, redondeada y suave, más por la
memoria que por la evidencia.-
Antes, ese
brillo nos cegaba cuando caminábamos contra el sol, ya que el tren al pasar una
y otra vez los mantenía pulidos como espejos, y la gramilla y otros pastos se
mantenían prolijamente fuera de la franja que formaba la vía con el ancho de
los durmientes a flor de tierra. A cada lado del cruce, en la línea del
alambrado, los guarda-ganados impedían que los caballos, vacunos u otros
animales grandes, ingresaran a las vías por obvias razones de seguridad.
No eran
profundos, pero a nosotros nos atraían y nos demorábamos en pasar pisando, una
y otra vez sobre las rejas, como demostrando el valor que teníamos,
especialmente cuando los domingos estábamos acompañados por los demás chicos,
con los que solíamos ir a jugar. Hoy están tapados en tierra, o quizás ni estén
allí, porque no se ven ni rastros, al menos a simple vista.
III
Hacia el este
del paso a nivel, la Estación quedaba a unas veinte cuadras, y la vía terminaba
de hacer la curva y seguía recta unas diez cuadras hasta otro paso a nivel;
pero aquello estaba fuera de nuestro alcance, al menos en esa etapa. Aquí
teníamos suficiente. Aquí mismo a la derecha están todavía los galpones de una
fundición de hierro, y enfrente una ruidosa desmotadora de algodón, que nos
tapaba en polvo y humo, además de un constante zumbido de sus extractores,
ventiladores y ciclones, que nos arrullaba y nos despertaba, una u otra.-
Al costado de
la vía, formaban montones los residuos de borra y metal fundido, entre los que
encontrábamos enorme cantidad de municiones de hierro, más o menos redondeadas,
especiales para tirar con las gomeras, que justamente por su peso y su
redondez, aseguraban una trayectoria de verdaderas balas; hoy diría que hasta
sumamente peligrosas… Ese montón de desecho tenía incontables buscadores de
proyectiles, que nosotros almacenábamos para nuestras correrías.-
También era
campo de pruebas, porque la tentación era ver como se tiraba con estos o con
aquellos, y los blancos predilectos eran los aislantes de porcelana del
telégrafo, que bordeaba la vía junto al alambrado. Algunos chicos de nuestra
edad, o un poco mayores eran unos verdaderos inadaptados, capaces de cualquier
maldad, por lo que eso, era una nadería.-
Eso, o matar
inofensivas palomitas, horneros, cuises, etc., que hoy horrorizaría a
cualquiera, aquella vez pasaba desapercibido. Aún no se hablaba de ecología ni
de especies protegidas, y casi, casi, ni de amor a los animales; al menos, no
con la conciencia conque hoy se está asumiendo, y menos a los niños, y menos
que menos a esos niños...
IV
A una calle de
la vía vivíamos nosotros, y ver pasar el tren era una diversión que no menguaba
por más que lo hacíamos todos los días, mañana y tarde. El más interesante era
el tren de carga. No tenía un horario, como el de pasajeros, pero pasaba
después de media tarde y en el invierno, durante la temporada de la caña de
azúcar, íbamos al borde a esperar su paso, y nos solían arrojar cañas enteras o
trozos, y para nosotros eran trofeos tan valiosos, que volver con cierta carga
nos llenaba de gloria.
Recuerdo las
emociones de la espera. Ver al maquinista o al foguista esconder o balancear
las cañas que nos arrojarían, tras elegirnos; porqué a veces éramos varios los
chicos que esperábamos junto al alambrado. Era todo un juego, para ellos
seguramente divertido, para nosotros, angustioso. Si el tren era largo siempre
había más gente en los vagones o en las chatas, que hacían otro tanto.
Pero no era
necesariamente pareja la cosecha, era más bien cosa del azar. Todos guardábamos
una estratégica distancia uno de otro, asignándonos en el momento un
territorio; y desde nuestra posición aguardábamos expectantes. Ver que se
fijaban en uno y revoleaban el trofeo en nuestra dirección, y caía más o menos
cerca, pero entre las matas de paja brava, y había que encontrarla, a veces
disputándola fieramente con el chico vecino; y otras veces con la poca luz del
ocaso, se terminaban perdiendo y proseguíamos la búsqueda al día siguiente. No
era seguro que la caña nos esperara, quizás el ocasional vecino nos habría
madrugado.
V
Justo enfrente,
cruzando la vía, había una pequeña franja de monte. Un montecito. No tendría
más de media cuadra de ancho, y una cuadra de largo. Pero tenía todos los tonos
de verde, y bastaba para que a nosotros nos pareciera una selva virgen,
inhóspita, y cuajada de peligros...
Aromos,
chañares, espinacoronas, arbustos y enredaderas, tunas con sus tentadoras
frutas, pero erizadas de púas, cardos con sus varas floridas, insectos que
zumbaban, diversos pájaros que anidaban allí, y un sendero bastante sinuoso que
lo atravesaba; en una punta una lagunita, donde solíamos sentarnos por horas,
con mi hermanito menor, Reinaldo, y a veces algún vecinito, a la sombra de los
algarrobos que la bordeaban y hacíamos que pescábamos tirando los
"bogueritos" entre los juncos , mientras observábamos las ranas o los
sapitos, y los caracoles y los rojos racimos de huevos pegados a las pajas
sobre la línea del agua.
Nunca la he
visto seca a la pequeña laguna, ni en tiempos de sequías, y eso que no era más
que un charco. Hoy me parece increíble, pero entonces hasta contemplaba
hipnotizado las larvas de los mosquitos que tras la lluvia pululaban en la
superficie, y minúsculas arañas que tejían redes entre las ramitas de la
orilla.
Llegar al montecito,
entrar en él bastaba para convertirnos en legendarios exploradores, arrojados
cazadores, o valientes e intrépidos personajes como el mismísimo Tarzán de los
monos... Como tenía inventiva fabriqué una pequeña ballesta, con su travesa, su
tensor, su gatillo; y con unas afiladas varillitas metálicas como flechas.
Eufórico, tras
comprobar su funcionamiento y su eficacia, me fui al monte, a la jungla, en
busca de aventuras... Buscaba una pequeña pieza de caza, quizás algo peligroso,
algo que valiera un tiro de mi portentosa ballesta... Tras moverme con cautela
, despacio y sin ruido, al acecho, por más que estuve quieto largo rato, no he
visto nada que se moviera; a no ser una rana verde que saltó entre las ramas de
un árbol bajo y no dudé, casi diría que fue sin querer, disparé la
flecha-varilla y la rana quedó atravesada, ensartada entre las ramas.-
Me quedé duro.
Si le tenía
repugnancia a las ranas y a los sapos, al menos vivos los veía sólo un instante
y a cierta distancia; pero ahora tendría que arrimarme y recuperar la flecha,
pese a todo no estaba dispuesto a perder una de mis valiosas varillas de metal
con un filo tan trabajado, no; para nada. Así que formé de tripas corazón y lo
hice, me sobrepuse al asco, tomé al pobre batracio muerto y le saqué la flecha,
y allí terminó la cacería, y con el estómago revuelto volví a casa. Nunca volví
a tirar ni al blanco con el artefacto, y no supe decir en casa, porque no probé
bocado en la mesa, ese día al menos.-
VI
El puente de la
vía me queda al oeste. Solíamos venir por varios motivos. Indudablemente tenía
su magia. Uno era la pesca. Y de tanto en tanto sacábamos alguna pequeña
tararira, tanto para dejarnos con ganas. Si bien bajo el puente siempre había
agua, y era bastante honda, no era más que un zanjón, que provenía de una
cañada de las cercanías y que solo traía agua cuando llovía, que a su vez
volvía a formarse cañada más adelante en el bajo, antes del puente del camino,
y así sucesivamente.
Una vez,
estando en primer o segundo grado, un compañero, más grande y muy corajudo ya
de pequeño, porqué después estando él siempre era el líder de nuestro grupo; me
convenció que lo acompañara a la casa de uno de nuestros compañeritos de la
escuela que vivía en la zona rural. De ida fuimos por el camino, pero de
regreso dispuso que regresáramos cruzando el bajo, a campo traviesa.-
El asunto es
que había llovido hacía poco y la cañada tenía agua y si bien corría bastante
no parecía honda. Además era como una maraña cruzada de pequeños zanjones y se
podían pasar pisando los islotes que formaban. Todo a pequeña escala. Pero a
poco era más ancha de lo esperado y más correntosa. Los pequeños canales se
hacían difíciles de sortear, y un par de veces caímos y trepamos. Además yo era
más chico y se me hacía difícil.
El no hablaba
de volver.
Era aguerrido.
Pero sentí
realmente miedo y tuvimos momentos difíciles, hasta que finalmente pasamos lo
peor, terminamos volviendo a casa, mojados y temblando. No sé a él, porque era
muy corajudo, pero a mí no se me borró nunca el miedo que pasamos aquel día.
VII
Ir por la vía
hacia el puente era de por sí un paseo.
Tratábamos de
caminar haciendo equilibrio por los rieles y pisar sólo de tanto en tanto el
suelo para mantenerse, ya que los durmientes hacían desparejo el piso, además
llevaba una zanja de desagüe cada dos durmientes a un lado y a otro
alternativamente. Por lo que caminar requería atención y un paso coordinado.
Aunque para
nosotros era un juego.
A la izquierda
había un viejo aserradero, con una playa llena de grandes troncos, o piezas de
madera, que llegaba hasta el borde de la vía. A la derecha había una excavación
profunda, de donde sacaban tierra arcillosa para la ladrillería. Esta era la
misma que correspondía a la casona de los grandes eucaliptos. Era frecuente que
aquí viniéramos a bañarnos en los días de calor, especialmente a la siesta.
Todos sentíamos
temor a que llegara la gente de la ladrillería, aunque estaba la cava al borde
de la vía y además no hacíamos ningún daño. Nos bañábamos desnudos, y sabiendo
lo vulnerables que quedábamos, dejábamos la ropa muy a mano, aunque salir del
agua no era fácil ya que era barrancoso y la arcilla de por sí resbalosa.
En una de esas,
en lo mejor del baño refrescante, sentimos el galopar de caballos y un griterío
que asustaba. Verlos y tenerlos encima fue todo uno. Cada cual salió como pudo
manoteando la ropa y cruzando el alambrado, y por las dudas correr a más no
poder...
Nos vestíamos
mientras corríamos. Tampoco era para tanto. Ellos no habrían estado más que
divirtiéndose, pero nadie se quedó a averiguarlo. Había un chico nuevo en el
grupo. Siempre estaba muy bien vestido.
Cuando todos
nos juntamos en el paso a nivel él aún estaba desnudo con las ropas en la mano,
temblaba de miedo, además había dejado el sombrero al borde del agua, y decía
llorando que no podía volver a la casa sin el preciado sombrero. ¿Volver a
buscarlo?... - ¡Ni locos!,- y el grupo se disolvió mientras él aún no lograba
vestirse...
Quedé con él, y
él allí firme, temblando; encima yo lo había invitado...
- ¡Bueno,
vamos! – dije en un arrebato cargado de súbito coraje…
Y nos volvimos
los dos solos. ¡Además los ladrilleros no iban a estar allí esperándonos! La
verdad es que no podíamos estar seguros si se habían ido, porque el borde de la
cava tenía una zona de arbustos, que nos impedía ver hasta que la trasponíamos,
y ahí ya estaríamos adentro...
Pero sí, media
docena de chicos y no tan chicos, estaban con sus caballos aún allí. Nos
quedamos un momento duros, luego usé mi salvoconducto, que esperaba me
sirviera: Yo era conocido de ellos, al menos de algunos. Así que me animé y les
mostré el sombrero en el suelo, y le dije que era de mi amigo, y que veníamos a
buscarlo.
No hicieron
gran cosa, así que alcé el sombrero, los saludé con el sombrero mismo, y
rápidamente me volví alcanzando a mi compañero, que ya se me había adelantado
bastante, y estaba en medio de la vía; y aliviado, me vine riendo porqué yo
creía, que no teníamos que haber disparado de ese modo.-
Al fin me había
portado como un pequeño y valiente quijote.
VIII
Más adelante
había sendas ladrillerías a ambos lados, y aún más adelante el puente. El
puente era de hierro, y ladrillos, de cuando hicieron el ferrocarril. A veces
veníamos a bañarnos, aunque yo siempre conseguí zafar porqué me daba miedo.
Otras a pescar. O solamente a divertirnos. Pero el lugar era fascinante. El
terraplén bajaba en un declive abrupto, con tortuosos caminitos que bajábamos a
trompicones, entre tupidas matas y verdes plantas de ombúes nudosos.
A los costados
había chacras sembradas.
Una siesta de
domingo, muy calurosa, mientras el pueblo quieto y somnoliento, descansaba de
los sudorosos días de la semana; nosotros, media docena de compañeros,
llegábamos una vez más de excursión al puente. A lo lejos, un horizonte azulado
y difuso, que el calor hacía reverberar, se veía como a través de un cristal
ondulado y movedizo; mientras el silencio que nos envolvía contenía un mundo de
pequeños zumbidos, chirridos y silbidos, propios del verano y de la hora, en
que imperaban las chicharras y los pequeños insectos.
Nos sentíamos
felices por estar allí; libres, aventureros, ansiosos…
Unos bajaron
del terraplén antes del puente, y otros lo traspasamos, bajando al otro lado de
la ancha y lagunosa poza, repartiéndonos así las orillas de pesca.
El más corajudo
lideraba como siempre las acciones. Atento por encontrar en qué demostrar su
liderazgo, además de tener una inclinación a vencer obstáculos o pequeños
peligros.
Se le ocurrió
venir a nuestra orilla, atravesando el estrecho pero profundo curso de agua que
bajaba a la cañada; sosteniéndose sobre el alambrado, aunque faltaba algún
poste, y los hilos sólo unidos por las varillas, se balanceaban peligrosamente
a medida que avanzaba. Llegado a la mitad, el alambrado se volcó aún más,
haciéndole casi tocar la espalda en el agua, lo que lo obligó a apoyarse
pisando un trozo de tronco medio podrido, que flotaba junto a camalotes y
deshechos, y la correntada empujaba, manteniéndolo contra lo que quedaba del
inestable tendido…
El tronco, que
era en parte hueco, se hundió en la punta que pisaba, y de la otra comenzaron a
salir víboras en cantidad, tan asustadas como él, subiendo a los camalotes y
palos, y otras nadaron zigzagueantes buscando la costa más cercana.
Gritamos o
saltamos, y corrimos, no recuerdo bien. Sé que después nos organizamos y entre
todos lo ayudamos a salir.
Era el precio
que a veces le tocaba pagar.
IX
A veces cuando
no tenía clases y en casa me permitían, llevaba a mi hermano menor a que me
acompañara. Una mañana de sol pero con mucho viento, volvíamos a casa ya cerca
del mediodía, embelesados con el ondular de las cañas y el silbido de las
ramas, con los mechones de hojas flameando hacia el sur, por efectos del fuerte
viento norte.
Un silbido me
pareció más fuerte y me volví, justo a tiempo para ver casi encima nuestro, la
tremenda mole de la locomotora del tren de pasajeros, que nos pitaba
seguramente desde hacía rato, resoplando vapor y humo negro. Empujé a mi
hermano violentamente a un costado, y yo alcancé a saltar al otro, y desde el
suelo vimos pasar a un metro, semejante monstruo, con su diabólico movimiento
de cigüeñales y de bielas, entre quejidos y bufidos de horrenda bestia
metálica.- Sentados vimos como se alejaba el último vagón, en una humareda y
pitidos anunciando como siempre, que estaba llegando una vez más.
No hablamos en
todo el camino, y el susto no se nos iba por mucho tiempo. No podíamos creer de
lo que nos habíamos salvado. De esto ni una palabra en casa, no sea que nos
merme el permiso para volver otro día.
X
De todo esto me
voy acordando mientras camino lentamente por la vía, o lo que queda de ella,
mirando absorto el piso, los desagües borrados, los rieles semiocultos en el
yuyo, los durmientes que sólo asoman alguna esquina de tanto en tanto, me paro
antes de llegar al puente, me acuerdo de la excavación y me cuesta encontrar el
lugar donde estaría; una irregularidad del terreno, con las barrancas borradas
y cubierta de chañares, todo el terreno aledaño cubierto de ramas, en un
verdadero abandono. Por aquí más o menos habrá sido, cuando el tren casi nos
atropella.
Me siento un
rato y sueño.
Cuando me
incorporo veo semi-enterrada contra el borde de un durmiente, una bolita de
vidrio de colores, un "bochón", como le decíamos entonces..., y no sé
si en serio o en broma, me parece igual al que mi hermano siempre llevada, en
el bolsillo de su pequeño "jardinero". - ¿Puede ser? ¡Claro que no!
¡A quién se le ocurre! - Encontrar una bolita así de aquel tiempo, así sin
más...
Pero no sé, me
quedo pensando en eso, y por las dudas, guardo muy bien el bochón colorido de
vidrio, y me pregunto: - Pero; ¿Y ahora, habrá bolitas así?-
Un poco más y
llego al puente.
Sigue estando,
incluso tiene agua, pero no están los ombúes y un ramerío de espinas cubre los
costados del terraplén.- Espinas y cardos y rameríos enmarañados, después de
dos o más décadas de abandono.-
No es más que
una ruina, nada que ver con aquello.
-CELSO H. AGRETTI.
Avellaneda.
Santa Fe
19 /12 /02
-Del libro
"Los días felices", edición del autor; 2005.
* * *
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