*Obra de Cecilia
Aguado.
Villa Gesell.
Argentina.
TRES POSTALES
SICILIANAS*
La calle de
Giovanna
Por la calle
larga que va
al cementerio
vive Giovanna,
en cuyo
jardín
amplio creció
un cacto
que superó
la altura de
los techos.
Triste
se va poniendo
esa
calle
después de su
casa,
paso
a paso. Es la
calle, sin
más,
por la que
todos pasan,
ricos
y pobres del
pueblo, un
buen día.
Escombros
a Giovanna
Longo
Algunos
prefieren no
acordarse,
pero las fotos
sepias
del año
’43 lo dicen
todo:
tropas
en las calles;
casas
demolidas
y cuerpos
tendidos
en poses
tristes,
lastimosas.
Gela,
Caltanissetta,
Acate
y los campos
de olivos. Un
año
largo,
de pan duro, de
sombras gruesas
y de escombros.
Tarde en
Messina
Llovizna tras
el vidrio
mientras
sorbo mi café y
miro
el gato
negro que
duerme en
el sillón.
La gente agacha
la
cabeza
y cruza la
avenida
apresurando
el paso.
Todo puede
verse
desde este bar
de sillas
vacías y de un
entrañable olor
a guiso.
La costa, el
puerto,
están
a sólo unas
cuadras
de esta esquina
donde se
detienen los
tranvías
que dejan una
ausencia
tibia
flotando en la
llovizna.
Así,
como de una
escena
vaga de
Fellini,
son el umbral y
las
puertas
viejas y
abiertas de
Sicilia,
que algunos
recuerdan
con pañuelos.
*De Eduardo
Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
A LA CRUDEZA DE LA VERDAD…
TIEMPO Y
LLANURA.*
“El tiempo, de existir era lento
como una miel dorada”, escribió Manuel José Castilla, para siempre.
¿Y qué era para nosotros en
aquellos tiempos, el tiempo? Algo en lo que seguramente nunca pensamos porque
para pensar en “el tiempo” se necesitan años vividos y éramos todos puro
presente en la edad primigenia en que quiero instalar –desde el hoy- este relato.
Creo que fue Borges quien ha
escrito que a cierta hora de la tarde, más concretamente en el crepúsculo, el
campo quiere decirnos algo. Si uno se pone a oír con la atención abierta el
sonido de los cientos de insectos misteriosos que son como las voces eternas de
esa llanura que nos desampara y nos cobija.
Y si uno sabe oír, es seguro que
desentraña todo ese aparente murmullo que nos pone calma sobre nuestros nervios
que destruye la ciudad.
Pero están también las voces de
aquellos animalitos que van a dormir en las orillas de las cañadas cuando no
son sino los batracios, es decir los sapos y las ranas que brindan la
noche en un concierto poco afortunado, con un descontrol y total desafinación
que sin embargo, cuando uno se acostumbra, ya a altas horas de la noche produce
una entrada apacible en el sueño blando que nos desaparece del mundo, por
algunas horas benéficas y reparadoras.
Muchos de nuestros grandes
escritores han dejado páginas magníficas sobre qué significa esta llanura que
marea como un mar, según supo afirmar Sarmiento. Hudson, por ejemplo, que la
conoció llena de pájaros “como ya no quedan sobre la tierra”, o los
otros que agregaron el sufrimiento humano enseñoreando sobre todo: Gudiño
Kramer, Saer, Güiraldes, Manauta, Eandi, Pedroni, Carlino, Vecchioli. O el que
le agregó sus grandes cuotas de melancólica ternura, es decir el gran Haroldo
Conti.
Entonces si uno suma a los
recuerdos más remotos, tan lejanos que su inasibilidad se debe reponer casi con
un esfuerzo de imaginación se ve o se mira a sí mismo, según, inmerso en ese
espacio siempre llano en un orden de orfandad.
El recorrido nuestro en ese
entonces estaba circunscripto a las tareas o la actividad de los mayores.
Acompañarlos en sus trabajos, incursiones de caza y pesca o simples paseos
o desplazamientos, en el caso de mi padre o mis tíos y rara vez en un vehículo
que no fuera tracción a sangre, o meramente a pie. Estaba también el
desplazamiento nuestro, con los amigos siempre dispuestos al asombro de una
aventura nueva, que incluía la cacería de pájaros o la prueba de la pesca
cuando las lluvias enriquecían los cañadones trayendo en ellas mojarritas,
bagres y “viejas del agua”, y de vez en cuando un pacú barroso que
ensanchaba la olla del guiso nocturno, dispuesto con amorosa mano de madre
hacendosa, capaz de hacer milagros con el esplendor de su quinta orgullosa de
existir en ese barrio humilde gracias a al industria de sus manos.
Si la fortuna de la puntería
paterna agregaba alguna noche una o dos libres de más iban a parar en grandes
frascos preparados al escabeche, por la falta de heladera, se conservara
comestible un tiempo más. En este trabajo la sabía ayudar mi padre. Como en la
ardua tarea de embotellar salsa de tomates, con los que no se consumían y se
dejaban madurar ex profeso. Se le agregaba sal, albahaca, ajo y algún otro
condimento y se lo tapaba con un corcho al que había que asegurar con unos
hilos fuertes que mi padre coronaba con su fuerza porque el contenido ejercía
una presión que a veces expulsaba ese corcho y la salsa era expulsada
hasta el techo. Ignoro hasta hoy qué era aquello que revolucionaba ese
contenido tan rojo. A veces, cuando la cosecha familiar había sido óptima
se llegaban a embotellar cien recipientes de vidrio.
Este relato que viene de lejos y
que no deja –no puede dejar- de lado el tiempo y su paso sobre los hombres, las
mujeres y las cosas, estuvo cierta vez en un lugar concreto de esa gran
llanura, que no era sino ese espacio y ese paisaje, chatos, enclavado por así
decir, solamente en una memoria que quiere ser recurrente y minuciosa pero que
no llega a ser obsesiva.
Imposible no ponerse a pensar
qué pasa con la llanura cuando está puesta en uno con las cosas que el tiempo
carcome con su paso, llena de óxido hasta los recuerdos y deja puesto a orear
bajo el sol de los eneros el resabio de las inundaciones, del paso rápido del
agua caída en esa tormenta de verano que engrosa el caudal de los canales –los
pequeños y los grandes- que drenan el agua que se detiene más de la cuenta
sobre los campos y perjudica los sembrados y hasta el riesgo de malograr las
pasturas de hacienda y caballadas. Esos canales que mejoraron las posibilidades
de rendimiento (el “rinde”, se decía entonces) que aseguraba la subsistencia de
las familias numerosas.
Entonces uno debe recurrir a la
memoria que viene necesariamente envuelta en las enredaderas del tiempo,
poniendo sobre uno y ante sus propios ojos aquellas llanuras que también
atravesaban los carros y camiones con sus cereales hacia los pueblos, que
surcaban esos caminos cubiertos de soles esplendorosos o los huellones de barro
en el mal tiempo, esas llanura con sus pastos y sus sembrados de trigo o maíz o
cebada o cualquier cereal o forraje para animales que se elegía cultivar.
Esas llanuras que han dejado ya
de pertenecernos porque no la transitamos sino con la memoria que sólo intenta
reconstruirla o ayudándose con ella, que pone indefectiblemente
colgaduras del cielo aquella cigüeña inmensa, de un blanco impoluto en
cuyo plumaje se posa el sol de octubre para siempre.
LA POBREZA ES
UNA FIERA CEBADA*
“El amor pide
amor y lo pide sin cesar…lo pide…aun…” (LACAN)
La oscuridad se
acerca rechinando los dientes.
Va al encuentro
de ambos.
Cerrado el
candelabro. Apagada la puerta.
El jinete se
acerca. Temeroso.
... Tan
callado, tan triste, tan él.
Trae los soles
quietos. Solsticios y fogatas.
Tiempo sideral
de su deseo.
La avidez es un
pájaro inquieto
Leve luz,
rescatando sepulcros.
La pobreza es
una fiera cebada,
Azota. Flagela.
Hostiga. Aniquila.
Marchita hasta
los huesos.
Aborta las
cosechas.
“No me
confundas, amor, estoy tan triste”
Tan cansada,
tan desolada, tan ella.
Un arco.
Tembladeral de flechas.
Saetas,
ballestas. Se le va la vida en el resuello.
Babas
Espumarajos. Secreciones.
Ensangrentadas
manos. Besos.
“No temas, amor
mío, que me duele el verde”
El hombre es
una marejada de oro.
La pobreza se
esconde. En granero vacío.
Bajo la mesa.
En el pan duro y en el vino agrio.
En la fiebre,
en la peste. En los excrementos.
En la codicia.
En el becerro de oro.
El hombre y la
mujer avanzan.
Tan resueltos.
Tan osados, tan ellos.
Trenzados.
Entretejidos. Uno.
Tan encuentro.
“Ay amor, es
tan dulce la leche de tus pechos.”
“Amor. Es tan
refugio, y tan sediento, tu cuerpo”
Lejos, muy
cerca del abismo.
La muerte se
balancea en un cordel…y espera”
El alma rusa*
*Por Juan
Forn
Miren esa vieja
mujer que acepta sin chistar el turno noche en una fábrica soviética de
provincias y va de máquina en máquina por ese taller desierto moviendo los
labios inaudiblemente. ¿Saben qué está haciendo? Está recitando para sí los
poemas de su marido. Eso hace hora tras hora, noche tras noche. Tiene en su
cabeza más de mil poemas, y una sola misión en la vida: preservarlos en su
memoria. La única manera de mantenerse con vida que tiene la viuda de un
enemigo del pueblo es hacerse invisible al largo brazo del aparato represor soviético,
y eso viene haciendo Nadiezhda Mandelstam desde que Stalin mandó a su marido a
morir en Siberia en 1938. No puede vivir en ninguna ciudad grande de la URSS,
tiene que huir a la menor señal de que alguien pueda denunciarla, en cada nuevo
destino acepta los trabajos que nadie más quiere y sobrevive malamente,
recitando todo el tiempo para sí, uno tras otro, los poemas de su marido.
Parte de esta
historia ya la conté: el poeta Ossip Mandelstam compuso un epigrama vitriólico
contra Stalin, sus amigos le pidieron horrorizados que no lo repitiese más
(“Eso no es un poema; es una sentencia de muerte en 16 versos”), Stalin se
enteró y lo hizo encarcelar en la Lubjanka y, cuando ya se temía lo peor,
Mandelstam sólo fue desterrado al norte, una condena “vegetariana” (Stalin
aceptó a regañadientes el ruego de Bujarin: “Hay que ser cautelosos con los
poetas; la historia está siempre de su lado”). Mandelstam partió al destierro
con Nadiezhda, pasaron cuatro años de penurias, el plan era que se quebrara
solo, de a poco: le impedían trabajar o le daban encargos humillantes. A fines
de 1937, con la soga al cuello, aceptó lo inaceptable: se sentó a escribir una
segunda oda a Stalin. Quería apurar su condena y quería salvar a su mujer de la
aniquilación. Intentó hacer un poema que dijese lo que era Stalin para él y que
a la vez conformara a las autoridades. “Trató de afinarse como un instrumento,
someterse con toda conciencia a la hipnosis general hasta dejarse embrujar por
las palabras de la liturgia. Un salvaje experimento, por el que quizá yo no fui
aniquilada”, escribió Nadiezhda treinta años después. Mandelstam logró entender
como pocos la lógica del aparato represivo que se estaba construyendo: ya en
1922, poco antes de que se le prohibiera publicar, había sido invitado por
Andreiev a colaborar en “la organización más grande y poderosa de la URSS, y
todo se basará en la palabra, ¿quieres ser uno de los nuestros?”. Hablaba, por
supuesto, de la Cheka, que luego sería el GPU, y luego la NKVD, y luego la KGB.
“Hazte invisible. Si no te ven, si logras que se olviden de ti, acaso
sobrevivas”, le dijo Ossip a Nadiezhda antes de que se lo llevaran a Siberia. Y
eso hizo ella, durante los siguientes treinta años.
Recapitulemos
su vida: tenía veinte cuando se casó y veintidós cuando a su marido le
prohibieron publicar; durante diecisiete años fue la amanuense de cada poema de
él, porque Mandelstam tenía una manera muy particular de escribir, que se
intensificó cuando empezaron a perseguirlo: nunca necesitó mesa, escribía caminando
(si podía, al aire libre; en caso contrario, yendo y viniendo por la
habitación), después le dictaba a Nadiezhda, después escondían esas copias
clandestinas con personas de su máxima confianza, después le hacía recitar a
ella cada poema que se iba acumulando, porque esas copias podían ser
incautadas. Imaginen diecisiete años de poemas acumulándose y después otros
treinta, cuando ya era viuda, repitiendo esos poemas uno por uno, día por día,
para que no se deshicieran en su memoria, hasta que vino el deshielo de
Kruschev y los poemas de Ossip estuvieron a salvo.
Y entonces,
cuando tenía sesenta y siete años, y pesaba apenas cuarenta y cinco kilos, y
tenía que subir cada mañana cinco pisos por escalera los baldes de agua que
necesitara esa jornada, Nadiezhda Mandelstam se sentó a escribir sus memorias,
su versión de los hechos, un relevamiento asombroso de lo que había ocurrido en
Rusia en todos esos años (en qué resquicios se refugiaba la dignidad cuando
todo incitaba a la indignidad) y, a la vez, un testimonio extraordinario de lo
que es vivir al lado de un poeta, respirar el aire que respira, asistir al
momento en que una vibración interna pone en movimiento sus labios y sus
piernas y no cesa hasta que el poema encuentra sus palabras definitivas y se desprende
de su creador. Mandelstam decía que las alucinaciones auditivas eran una
especie de enfermedad profesional para el poeta. También decía: “Canto cuando
la conciencia no me hace trampa”. Por eso sus poemas son todos tan breves, y
tan musicales también, como si cada uno de ellos existiera de antes, como si se
tratara nomás de captar cada una de sus líneas con suma atención, encontrar las
palabras precisas que los formaban y luego eliminar hasta el último vestigio de
hojarasca, para que el poema fuera imposible de olvidar.
Cuando
Nadiezhda pudo volver a Moscú y dejar de ser invisible, en los años en que
escribía sin decirle a nadie las seiscientas páginas de sus memorias (que
tituló Contra toda esperanza: contra toda esperanza de que sus compatriotas
alcanzaran a ver alguna vez la enormidad de lo que habían padecido), se le
empezaron a acercar tímidamente personas que habían guardado clandestinamente
originales de Mandelstam que en su momento habían sido rechazados en revistas y
editoriales. También se le acercaron sobrevivientes del gulag, que habían visto
a su marido antes de que muriera en Siberia. Uno de ellos le contó que, en el
calabozo de los condenados a muerte en Kolymá, estaban arañadas en la pared dos
líneas de un poema suyo y que Mandelstam estuvo “contento y tranquilo unos
días” cuando lo supo. Nadiezhda le pide al veterano de Kolymá que repita los
versos. “¿Será posible que yo aún exista realmente / que esto que llega es la
muerte verdadera?”, recita él. Nadiezhda entiende al instante la reacción de su
marido: ella también ha sentido alivio al constatar que el poema no había
padecido las deformaciones habituales que producía el boca en boca. Poco antes,
en sus memorias, cuenta que iba en un colectivo lleno en Moscú que saltó al
pasar por un pozo; ella se agarró del brazo de la persona que tenía al lado
para no caerse y, al darse cuenta de que era otra viejita igual de esmirriada e
inmaterial que ella, le pidió perdón con vergüenza, pero la otra viejita le
contestó: “No es nada. Las mujeres como usted y como yo somos de hierro”. Dice
Joseph Brodsky, que llegó a conocerla bien en esa época, que la última vez que
la vio fue sentada fumando en un rincón de la ínfima cocina que habitaba en
Moscú: “Era invierno y estaba haciéndose de noche a las tres de la tarde y lo
único que se llegaba a ver era el leve resplandor de la brasa de su cigarrillo
y de sus ojos. El resto, el diminuto cuerpo encogido bajo un chal, el óvalo
pálido de su rostro y su cabello ceniciento estaban sumidos en la oscuridad.
Recordaba a los restos de un gran incendio, unas ascuas que se encienden si las
tocas”.
El sol hace su
fiesta en un sabor*
Dame pan madre,
dame pan
No te
pido sólo el alimento,
sino los
pájaros que se esconden en la miga,
las solitarias
gotas negras del dolor
y los trasiegos
azules de aquel júbilo
que a veces me
anegara.
Gocho Versolari
El sabor del
inicio toma cuerpo, redondo como el mundo, una frutilla o cereza o brizna de
tomate o ají, dona el rojo-rosado, el color con el que nos prendemos a la vida.
Cuerpo
derramado o duro: Brie, azul, sardo, con alguna pimienta que complejiza la unidad
perdida.
La maravilla
del sabor, alejando la dulzura primera con gotas de cognac o veteados por el
tiempo, nos vuelca en el desamparo ¿o lo desnuda?
¿El arte un
intento de hermosear la herida?
A veces los
paraísos se palpan con las papilas del lenguaje.
*De Cristina
Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
LOS HOLGADOS
MUROS DEL TEMPLO DEL LLANTO.*
El camino es lo
bastante extraño,
Fuera del
laberinto nada existe,
La vida termina
y comienza aquí,
y aún así,
camino por el sendero
de las
ilustraciones desoladas.
Un frío viento
conduce nubes
por debajo de
un cielo purpúreo,
mientras
nuestra esencia entra
en fulgurante
trance;
introducción
hacia lugares remotos,
y
repentinamente, el templo del llanto,
frente a mi
cápsula óptica;
el templo del
llanto en donde
gobierna lo
ilimitable y transpira matices,
una tenue
lluvia acre impacta mi rostro
vinculándose
con mi pesadumbre del alma.
Ostentosos
jardines, tierras irrigadas,
y seres
exóticos jamás antes vistos,
seres preñados
de luz, serenidad,
parajes del
empíreo,
lugar de los
mil seis lagos,
y uno de ellos
descubre sus secretos,
aparentemente
infinito,
pero después de
corto tiempo, se aprecian
intactos magnos
pueblos perdidos
en los holgados
muros
del templo del
llanto.
A Nietzsche o
prohibido escupir en el mundo*
La locura o la
fe
la verdad o la
fe:
elegí
El temor a la
locura o la fe:
elegí
El temor a la
locura y a la crudeza de la verdad
o elegí
la cocción de
la fe.
*De Rolando
Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
***
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