*Obra de Claudia
Marting.
Rosario.
Argentina.
http://www.facebook.com/#!/pages/Claudia-Marting-pinta/313325418684014?fref=ts
Sin prisa*
*Por Lila
Biscia
tengo el
corazón más salvaje que comiste
la boca más
impura
la prolongación
de mis curvas que ansían decir: soy aquello que después olvido
nosotros dos
continuados,
y
mis huesos
que crujen
carne y maldición poética
o la sed
en el devenir
de los besos enroscados tras el cuello y
los cien budas
ayunando
nuestra liturgia amorosa
el deseo que
lame la lluvia,
los gatos tras
la medianera arrumbada
que perforan
transeúntes en la soledad de la noche
una luz
constante
vertiendo un
sol escondido que entre mis muslos muere
por pequeño
un atardecer
que sangra entrega
y dolor
perforaciones
infinitas de saliva y ternura
en una
secuencia de noctilucas dentro de tus ojos
cuando me miran
y mis ojos
abriéndose a la
epifanía de encontrar fluorecencias en tu piel que pide
mi desnudez
sin prisa.
sólo eso.
DELIRIO*
Camino. Por una
calle estrecha y sucia. Oigo risas, pero no veo a nadie. Miro hacia arriba. Un
gato pardo en el tejado. Siempre había pensado en los gatos como seres de otro
mundo que revelan nuestro destino. Quizá este animal tenga algo que decirme.
Debo averiguarlo. Mis brazos en alto, las manos buscando un hueco entre
ladrillos. Los dedos se agarran con fuerza al cemento; trozos pequeños se
incrustan entre las uñas. Ahora mis piernas, primero la derecha; al empujarla
hacia arriba noto algún que otro desgarro, pero sigo subiendo hasta que apoyo
el pie en la pared. Impulso la pierna izquierda hasta llegar a la altura de la
derecha. Alzo la cabeza y oigo el roce de mi pelo contra el muro. La frente, la
piel, algo de sangre. Los párpados, el tabique nasal. Ya está, veo el tejado,
pero no al gato. Debo avanzar. Risas, otra vez las risas. Brazo derecho hacia
arriba. Los dedos se arquean en forma de garra. Siento como se abre la carne
entre las uñas y la arena penetra en mi piel herida; noto la humedad y ese olor
salvaje. Me duele y me agrada a la vez. Sé que voy a lograrlo. ¡Lo lograré! El
cuello, venas rígidas. Ahora la otra mano, hacia delante, sin miedo, más, más,
ahí, ahí. Las piernas, solo quedan las piernas. Debo estar cerca. Gato, gatito,
espera que voy. Una pierna, esa pierna, sí, ya está. La otra, cuidado con el
pie, agárralo bien, no, no puedo, mis manos, se van, se van.
Caras, muchas
caras. Voces, bocas, ojos grandes que se acercan. Quizá me pregunten algo. No,
se dirigen a otra persona. Me mareo, las voces giran y giran. Lo he visto, sí,
con la túnica blanca. Aquí, aquí, estoy aquí, no te vayas. Es Él y viene a
salvarme. Las lágrimas corren por mis mejillas, no se ha olvidado. Me suben sus
discípulos, me llevan hasta Él.
Blanco, todo
blanco. Parpadeo. Más blanco. Mi brazo, un tubo y un frasco con líquido
transparente. Me froto los ojos, mis manos tiemblan. La puerta está cerrada, no
se oyen ruidos. Este silencio me aprisiona el estómago, no puedo pensar. Y el
olor a limpio se va pegando al pelo. Me tiemblan las manos, me tiemblan mucho.
Hay una grieta en el techo. Empieza en el techo y llega hasta el suelo de la
pared de enfrente. Puede que por el otro lado siga la grieta, que la habitación
esté dividida en dos y yo también esté siendo seccionado. Mi cuerpo partido en
dos por una línea invisible, quizá no tan invisible. Oigo voces fuera. La
puerta, que se abra la puerta. Las voces se esfuman.
Hay poca luz.
Las cortinas se mueven ligeramente hacia dentro. Son blancas. Las sábanas
también, huelen a lejía. Odio este olor. Repugnante, vomitivo. Me queda poco
suero, va cayendo muy despacio. Me habrán destrozado la vena, no tienen
cuidado. Temblores, malditos temblores. Y nadie viene, la puerta sigue cerrada
y no hay ruidos ni se oyen voces fuera. No me queda casi suero, no sé si gotea
o se ha acabado. Una gota, su reflejo. Gota incansable, monótona, que se hace y
deshace tomándose a sí misma como patrón, que se dibuja y desdibuja, repitiéndose,
sin poder hacer nada por evitar su goteo, sin poder cambiar su estructura, su
existencia como gota. Cierro los ojos con fuerza, aparto mi mirada dirigiéndola
a la ventana. Me fijo en el movimiento de la cortina, lento, sereno. Va
meciéndome, los párpados caen. La ventana sigue allí, pero sueño que la estoy
soñando. Me siento más ligero, me levanto sin esfuerzo, y aunque tengo el suero
unido al cuerpo por el brazo, parece que el tubo que une mi cuerpo al frasco se
alarga, se alarga mucho, como si estuviera en el espacio y esa cuerda elástica
flotase, y siento que ese trozo de plástico es lo único que me une a la vida.
La puerta de mi
habitación se abre. Una imagen borrosa de alguien que entra. Parpadeo varias
veces seguidas para fijar la imagen y quitar lo nebuloso. En mis ojos el
reflejo de una mujer de blanco. Dice algo de mi ropa. A noventa grados, a
noventa grados. Vine con la ropa muy sucia. ¿Y las pastillas? No me quiere dar
pastillas para dormir, la muy perra. No dirá nada al médico. Está buena la enfermerita,
menudas tetas. No vendrá, no le dirá nada al médico. Otra vez el silencio, el
jodido silencio. Le metería mano, pero mira cómo estás. Una imagen. Mi cara en
el espejo. Mis ojos; los de un perro al que acaban de regañar y no se atreve a
mirar a su amo. Las ojeras, negras, selladas dentro de la carne. Una
maquinilla. La cojo. No puedo. Tiemblo, tiemblo mucho. Mis manos, sin fuerza.
Me escurro, casi me caigo. Unos dedos agarrándose al lavabo. Afeitarme, solo
quería afeitarme.
Anochece. Estoy
a cuatro patas. Camino despacio hasta llegar a un gran charco de agua sucia. Me
tumbo en el suelo, boca abajo. La imagen de mi cara en el agua, el reflejo de
una mirada turbia que ya había visto antes, pero ¿dónde? Acerco mi boca y bebo,
absorbo el líquido marrón con ansia. Miro mi cuerpo y veo una piel desgarrada.
Decido dar marcha atrás y ver qué ocurrió. Cojo un traje del suelo. Introduzco
el pie derecho. La tela se adapta a mi piel, aprieta. Siento un ligero dolor;
las heridas reviven, aferrándose al nuevo material. Ahora el izquierdo. El
traje se estrecha. Gotas de sudor por la cara y el pecho. Meto primero un
brazo, luego el otro, hasta cerrar la cremallera. El traje que me he puesto es
mi propia piel; piel enferma sobre piel enferma. Disfrazado de mí mismo, con
esa capa borrosa adherida al cuerpo, me coloco boca abajo, como un soldado en
el campo de batalla. Brazos doblados, puños al esternón, codos hacia fuera.
Arrastro el brazo derecho y con él, el resto del cuerpo. Después el izquierdo.
Las piernas siguen a esos brazos, aletean, dando impulso a un cuerpo roto.
Puños cerrados. Brazo derecho hacia delante. Brazo izquierdo, brazo derecho.
Brazo izquierdo, brazo derecho. Las piernas detrás, enmudecidas; como títere al
que han cortado los hilos de los pies. Llego a unas ramas secas. Las miro desde
esa posición arrastrada. Allí han quedado trozos de piel. «¿Es esa mi piel?»,
pregunto. Nadie contesta, ni siquiera una voz interior. «¿Es esa mi piel?».
Abro los ojos y solo veo penumbra. El brazo, el brazo. De mis venas sale un
tubo. El suero, sigo con el suero. Tengo escalofríos, noto la humedad, el
cuerpo pegado a la tela, el olor a sal. Veo chorros de agua. Manos que me
sujetan, que me zarandean. Frío. No quiero que me laven. Se lo digo al
enfermero con los ojos. No tengo fuerza. El hombre me sujeta y me lava. «No»,
le digo, «no», pero no me hace caso.
Desde mi cama
oigo a dos médicos hablar de un desconocido cuya voz había retumbado en la
habitación. Siento esa voz resonando en mi pecho. Entran dos personas que me nombran,
dicen ser mis familiares. Los médicos señalan hacia mí, pero ellos pasan de
largo, se dirigen hacia otro enfermo. «¡Os equivocáis! −grito−. Es a mí a quien
venís a ver. ¡Os equivocáis!». Los médicos me sujetan y noto un pinchazo.
Estoy en el
suelo, boca abajo. Me entra aire por algunas partes del traje. Giro la cabeza
para ver el brazo. Bocas pequeñas se abren; la piel que está debajo se
resquebraja, como si tuviera capas de cemento mal dadas. Avanzo. Huele a conejo
muerto. El sudor de mi frente se mezcla con la tierra. Pierna derecha, pierna
izquierda. Me oprimen ramas y troncos partidos. Me sube un olor nauseabundo.
Sigo adelante. El olor gira y gira. El borde de las ramas ara mi piel. Presión
en el cráneo; dos manos lo agarran, hincando uñas de madera. Me deslizo como
una serpiente que acaba de mudar su piel y a la que le cuesta adaptarse al
terreno. Las vértebras del cuello dibujan el camino como anillos de gusano. «No
te pares», me dice una voz débil, ahogada. El polvo se introduce en mis ojos; una
capa fina los nubla. Sigo recto. El traje queda enganchado en ramas. Tiro de él
con fuerza, pero no logro desprenderme. Impulso el cuerpo hacia delante.
«Inútil, es inútil». Huele a sangre y putrefacción. Las ramas oprimen. «Salir,
quiero salir». Gritos en el pasillo. Una enfermera con la mano en mi hombro.
El frasco del
suero se hincha; parece que absorbe algún tipo de sustancia. Mi brazo, no
siente nada. Una tabla de madera con vetas insensibles a un crecimiento que ha
sido vedado. Los ojos no descansan; globos subiendo y bajando, separándose de
la cueva que los guarda. No quiero tubos de plástico. Me quito el suero. Sale
sangre y ese líquido incoloro. Me incorporo. De mi espalda tiran unos músculos
ya viejos. Me mareo. La distancia entre la cama y el suelo se me hace más
grande. Las rodillas no me sostienen. Caigo al suelo. Brazos doblados, puños al
esternón, codos hacia fuera. Brazo derecho, brazo izquierdo. Brazo derecho,
brazo izquierdo. Me deslizo hasta llegar a la pared de la ventana. Extiendo los
brazos hacia delante. Los dedos se agarran al rodapiés. Las manos buscan el
marco de la ventana. Las uñas en la madera. Doy un impulso. Subo los brazos.
Las rodillas, las piernas. ¡Arriba! Me apoyo en la pared, sujetándome en algo
metálico. Miro al cielo y oigo una voz que me dice: «tírate, tírate».
*De Eva
María Medina Moreno. relojesmuertos@gmail.com
*
Es absurdo
atarse un
agujero a la mano
y pretender
volar
alzado a una
cometa
Si yo hablara
de mi tristeza
diría que es un
agujero
donde podría
caber mi cuerpo entero
y una cometa
y una porción
de cielo
o el cielo en
su totalidad
Pero prefiero
abierta de puños
treparme a las
cometas
y hacerle
agujeros al cielo
con dos ojos,
con dos soles
Feria*
*De Sergio Borao Llop.
sbllop@gmail.com
Poco antes de mediodía, Mariano bajó del tren.
Siguiendo una vieja costumbre, respiró
profundamente. Después de un par de horas encerrado en el vagón, el aire del andén
siempre le parecía delicioso, a pesar de la abundante contaminación existente
en la Ciudad. Miró a ambos lados, como buscando a alguien, a sabiendas de que
nadie podía estar esperándole pero aun así escudriñando todos los rostros,
acaso con una secreta esperanza. Al entrar en la zona acristalada, se miró de
reojo en un espejo, gesto mecánico que nunca lograba convencerle de que su
apariencia era normal, de que no tenía pinta de pueblerino con su traje negro
de catorce años atrás y su camisa blanca recién sacada del armario. Nunca pudo
soportar la corbata, por lo que tampoco la usó en esta ocasión. Naturalmente,
una vez que se vio en marcha, navegando sobre las vías a toda velocidad, le
entraron los remordimientos y tuvo nostalgia de la corbata que nunca fue capaz
de ponerse.
Pero ahora ya estaba en la ciudad. Como en años
anteriores, un joven fornido, tocado con una gorra de visera, se ofreció a
llevarle el equipaje. Como siempre, Mariano rehusó con timidez, recordando lo
que le ocurrió la primera vez que vino a la Ciudad, cuando un joven muy
parecido al que ahora le ofrecía su ayuda desapareció de repente con su maleta
y un hatillo repleto de rosquillas que traía para invitar a los otros
agricultores. En aquella ocasión, por suerte, Mariano llevaba el dinero encima,
por lo que maleta y hatillo fueron encontrados por un anciano a dos manzanas de
la estación y restituidos a su legítimo dueño.
Cuando salió de la estación, miró el cielo sin
nubes, miró la calle, repleta de peatones y de automóviles que atravesaban
raudos la avenida, miró la parada de taxis pensando acaso en tomar uno.
Finalmente, con gesto decidido, echó a andar en dirección al hotel de todos los
años, del que apenas le separaban cuatro o cinco manzanas. Unos pasos más allá,
cuando cruzó el semáforo, ya no recordaba la desagradable impresión de sentirse
extraño en la Ciudad, de saberse un aldeano de paso. En ese momento sintió la
conocida transformación. De repente le parecía que en realidad había vivido
allí siempre, que aquel era su auténtico hogar; aquellas plazas con fuentes y
palomas, aquellas avenidas con olor a gasolina, aquellas calles llenas de
sombra, aquellas esquinas tras las que podía ocurrir cualquier cosa, eran más
suyas que los áridos campos en los que llevaba toda una vida trabajando. «Este
año, este año quizá...» pensó. Mas ahuyentó con un encogimiento de hombros la
idea que estaba formándose en su mente y aceleró el paso para llegar al hotel
con tiempo suficiente para comer algo.
Luego, por la tarde, tras una brevísima siesta, visitó
la Feria. Sin intención de comprar nada, apenas cumpliendo un ritual tan
antiguo como inútil. Saludó fugazmente a algunos conocidos de años anteriores.
Charló con agricultores venidos de otros pueblos, de otras regiones. Se
interesó sin el menor interés por los pormenores del funcionamiento de alguna
máquina, por el precio del abono, por las innovaciones técnicas. Anotó números
de teléfono, aceptó tarjetas y sonrisas mecánicas de los vendedores, hizo
acopio de folletos informativos, se aburrió en abundancia. Absurdos paseos
entre expositores y corredores iluminados, tediosos minutos cuyo fin no parecía
llegar nunca. Cuando estuvo bien seguro de que algunos paisanos le habían
visto, se despidió con amabilidad del comerciante que en ese momento trataba de
colocarle una buena partida de semillas y tomó el autobús en dirección al
hotel.
Al entrar en la habitación consultó el reloj. Sin
pérdida de tiempo, tomó una ducha, se afeitó, perfumó su piel y sus ropas y
bajó a cenar, solo. Si bien en la aldea toleraba las conversaciones con sus
convecinos, aquí en la Ciudad la sola idea de tener que compartir la misma mesa
le resultaba insoportable, casi ridícula. Aquí, él era otro. O dicho de otro
modo, era él mismo, no el sumiso Mariano que conocían los campesinos, no el
callado Mariano que perdía irremediablemente en las partidas de cartas de la
sobremesa en el café, no el comprensivo Mariano que aceptaba con humildad las
variopintas excusas que su esposa enarbolaba noche tras noche para evitar las
embestidas de su cuerpo ansioso. Aquí, sólo aquí, entre estas calles, podía
volver a ser el muchacho de veinte años que fuera en otro tiempo, aquel que las
almas mezquinas de sus vecinos mataron definitivamente en aquel largo verano
que ya no podía borrarse.
Tras la cena, escasa pero sabrosa, salió a dar un
paseo. Como en años anteriores, se encaminó al barrio de las prostitutas. Sin
la menor vacilación entró en el bar de siempre, tomó asiento en una banqueta
junto al mostrador, miró en torno, pidió una copa de anís y se dispuso a
esperar. Algunas chicas se le acercaron y él las rechazó con suavidad. La mujer
que le había servido el anís le lanzaba de vez en cuando fugaces miradas como
tratando de recordarle de alguna otra ocasión, pero, por más que le miraba, no
conseguía reconocerle. Sin embargo, una sensación de intranquilidad se iba
abriendo paso en su interior. Una joven de unos treinta años, morena, hermosa,
tomó asiento junto a Mariano y se puso a mirarle fijamente.
—¿No vas a invitarme a una copita? —preguntó al
poco rato.
—Me gustaría mucho —respondió él—, pero estoy
esperando a una amiga.
—¿Es más guapa que yo? —dijo la chica fingiendo
sentir celos.
—Las dos sois muy guapas, pero ella y yo somos
amigos desde hace muchos años.
Algo pareció agitarse en los ojos de la chica,
ensombreciéndolos, en el momento en que volvió a hablar.
—¿Quién es? ¿Cuál es su nombre?
—¿Qué más da?
—Dímelo, por favor —el ruego de la joven
desconcertó a Mariano por la extraña intensidad de su voz, por el límpido
brillo aparecido de pronto en sus ojos. La mujer de la barra también se había
acercado con una expresión extraña en su mirada.
—Bueno, aquí le dicen «Visi».
Un repentino silencio se extendió entre ellos. Los
ojos de la chica buscaban apoyo en la camarera, que tragaba saliva con
dificultad y parecía tener algún problema para respirar. Otra de las chicas se
había acercado lo suficiente para oír las últimas palabras y se había quedado
allí, inmóvil, con los ojos fijos en el entarimado, apoyada sin fuerzas en la
barra, amenazando caerse de un momento a otro. Finalmente, cuando ya Mariano
empezaba a preguntarse qué podía significar la extraña actitud de aquellas
mujeres, fue la camarera la que habló, con un hilo de voz que poco a poco se
iba rompiendo en sollozo, dijo:
—La «Visi» se mató hace un mes. Se enteró de que
había cogido el SIDA y no quiso seguir aguantando. Se tiró a las vías... y el
tren, el tren...
No pudo seguir hablando. Un llanto convulsivo e
imparable se apoderó de ella.
Las otras también lloraban, aunque con menor
desconsuelo. Mariano se quedó inmóvil, como ajeno a las palabras que sus oídos
acababan de percibir. Callado e inerte, apoyado en la barra, no terminaba de
admitir la realidad de lo escuchado. Su pensamiento se remontó en el tiempo,
buscando en el pasado lo que el presente le estaba negando, acaso también como
una ineficaz escapatoria a la tragedia sucedida.
* * *
Se recordó veinte años atrás, paseando del brazo
de la «Visi» (Visitación Crespo, la hija de Marcelino, por aquel entonces) por las
calles de su pueblo. Tan sólo eran dos adolescentes, caminando sin prisa bajo
la atenta mirada de todas las personas respetables del lugar. Su relación (si
podía llamarse de ese modo) consistía en esos largos paseos vespertinos a la
vista de todo el pueblo, en las cortas y asfixiantes visitas a la casa de los
Crespo los domingos por la tarde, en regalos tradicionales y no menos
tradicionales conversaciones hábilmente dirigidas por la señora Ascensión,
madre de la «Visi». Pero ya en aquel tiempo borroso, Mariano estaba enamorado
de la chica.
Mientras él se pasaba las noches suspirando y
soñando con el día en que pudiese tener por fin a Visitación entre sus brazos,
Ramón, otro de los mozos de su quinta, fue menos sutil y una noche, durante las
fiestas patronales, aprovechando la oscuridad y los efluvios del alcohol y la
música, se la llevó al descampado donde la luz de la luna y las falsas promesas
deslumbraron a la doncella, que de este modo dejó de serlo, con tan mala suerte
que algunos vecinos que paseaban cerca del lugar, por casualidad, no pudieron
evitar ver el deshonroso lance.
Los padres de Visitación la repudiaron, las gentes
de bien le negaron a partir de entonces el saludo. Ramón, por supuesto, evadió
cualquier responsabilidad y escurrió el bulto alegando que la chica no era
virgen y él no iba a cargar con ella por un pequeño desliz. En efecto, la chica
ya no era virgen, pero nadie le dio la oportunidad de explicar que lo había
sido hasta esa noche, lo cual, por otro lado, había dejado de tener la menor
importancia. Hasta Mariano, dolido en su amor propio, se apartó de ella,
abandonándola a su desdicha.
El pueblo entero se había vuelto de espaldas y
Visitación, llena de una inmensa amargura, hubo de marcharse a la Ciudad, sin
más equipaje que algunas prendas de vestir y un billete de tren que su padre se
apresuró a comprar para perderla de vista lo antes posible. Aquel día, Mariano
fue a la estación con intención de despedirse de ella, de ofrecerle su perdón,
de rogarle que se quedase, pero nada de eso ocurrió. Mariano, vencido por la
timidez o el orgullo herido, acobardado por causas que aún desconocía,
permaneció escondido tras unos setos y sólo pudo contemplar, impotente, como la
única mujer que había significado algo en su vida se marchaba para siempre a la
Ciudad, que por entonces era casi lo mismo que decir al extranjero.
La vida en el pueblo no sufrió cambios
significativos. El Paseo había perdido a dos de sus más fieles adeptos. En la
mesa de los Crespo había un cubierto de menos. Eso fue todo. Eso y la
desesperación de Mariano, que no podía soportar la idea de vivir sin amor. Al
principio, incluso pensó en fugarse, en fatigar los caminos y las aldeas en
busca de su amada, pero la ignorancia respecto al posible paradero de
Visitación logró disuadirle por completo. También soñó inmisericordes venganzas
contra Ramón, venganzas que hubo de posponer una y otra vez, debido
principalmente a la diferencia de peso y tamaño entre él y su rival.
El tiempo fue pasando y las heridas fueron dejando
paso, según suele ocurrir, a las feas cicatrices. Mariano, resignado, se dejó
querer por Charito, la hija del alcalde. Con bastante alboroto, se celebró la
boda un domingo por la mañana. A partir de entonces, Mariano se refugió en el
trabajo. Las enseñanzas de su padre y las fértiles tierras que el alcalde había
aportado como dote le convirtieron en uno de los mejores y más respetados
agricultores de la zona. Su afán de mejorar fue lo que, un día cualquiera, le
llevó a plantearse la necesidad de viajar a la ciudad para visitar la Feria,
como hacían otros. A pesar de la inicial oposición de su esposa, cuyo instinto
le decía que ese viaje era peligroso, logró convencerla de que no había otro
modo de modernizar los aperos y herramientas para poder seguir ofreciendo los mejores
productos.
* * *
Mientras apuraba el tercer anís, Mariano salió un
momento de su ensoñación. La chica morena seguía sentada junto a él, sin turbar
su silencio, sólo acompañándole, como una muestra de solidaridad y de duelo. Su
mano suave de largas uñas se posó sobre la de él, en un gesto de ternura. A
pesar de la aparente impasibilidad del rostro, era evidente que el hombre
sufría y que nada, en ese momento terrible, podría mitigar su pena, pero
aquella mano que descansaba sobre la suya era como un asidero, algo a lo que
aferrarse en los peores momentos. No se trataba de la mano lasciva de la puta
Andrea tratando de seducir por el simple contacto o la caricia experta. En esa
hora dolorosa no era más que la mano amiga de Andrea, la mujer, que intentaba
rescatar de las tinieblas a un hombre al que ni siquiera conocía. Esa noche,
sin proponérselo, sin siquiera sospecharlo, Andrea fue Ana, la joven indigente
que le salvó la vida a Thomas de Quincey; fue, como tantas otras, un símbolo,
pero allí no había ningún intérprete de símbolos, por lo que Andrea, para el
mundo, siguió siendo nada más que una prostituta, linda y voluptuosa.
* * *
El descubrimiento de la Ciudad cambió algo en el interior
de Mariano. La sola visión de los edificios, de las luces, de la gente que
llenaba las calles, los almacenes, los modernos bares, le produjo un cálido
sentimiento de familiaridad, como si finalmente hubiese llegado al sitio que
durante años había estado buscando sin saberlo. El aire olía a gasolina
quemada, a plástico, a humanidad, pero permitía respirar la libertad. Fue como
si jamás hubiese estado en otro sitio, como si los surcos y las semillas y el
sueño inquieto que presagia una aplazada tormenta no fuesen sino el recuerdo de
un cuento oído tiempo atrás y ya casi olvidado.
Aquella primera vez, el tiempo corría vertiginoso.
La Feria estaba muy bien, había muchas máquinas que podrían ahorrar trabajo y
hasta peones, infinidad de artículos que jamás hubiera podido soñar, pero el
hábil agricultor había dejado paso al explorador ávido y la estancia de Mariano
en la Feria fue más bien breve (más tarde, en el tren, durante el viaje de
vuelta, tuvo que estudiar a fondo los folletos para poder explicarle a Charito
las cosas que teóricamente había estado viendo durante todo el fin de semana).
Durante la mayor parte del sábado se dedicó a
recorrer el centro. Visitó grandes almacenes repletos de ropa, objetos de
cocina, artículos deportivos, electrodomésticos y un sinfín de aparatos de
dudosa utilidad. Pero no había tiempo para preguntar a los vendedores por sus
funciones. La Ciudad era enorme, infinita, y sólo disponía de otro día más.
Recorría las calles aspirando el inconfundible aroma, sólo perceptible por
quienes vienen del campo. Se adentró en callejuelas estrechas y en zaguanes
oscuros. Vagó sin dirección y sin memoria por las interminables avenidas
atestadas de gente, de vehículos, de ruido. Se perdió entre setos y glorietas.
Se dejó arrastrar por algo que podía ser una intuición innata. De ese modo
llegó, insólitamente, frente a la puerta del hotel en que se había hospedado.
Pero su ansia urbana no había quedado satisfecha, así que, después de cenar con
algunos convecinos que también se alojaban allí, alegó un pretexto banal o
increíble y volvió a salir al frescor de las calles y al bullicio de los bares
que aún permanecían abiertos.
* * *
¿Cómo no evocar, en ese momento en que ya el
alcohol empezaba a adueñarse de sus recuerdos, el instante preciso en que
divisó a la mujer y creyó reconocerla? Su mano se cerró con fuerza sobre la de
Andrea, que permanecía allí, junto a Mariano, silenciosa y ajena al ajetreo del
bar y a las solicitudes de los clientes.
* * *
Un camarero le había dado unas indicaciones.
Mariano tomó por la avenida, cruzó tres calles y una plaza, giró a la
izquierda, siguió durante unos cien metros y se introdujo por otra calle
lateral, algo más estrecha. Al llegar a una pared que tapiaba el fondo de la
calleja, supo que se había equivocado. Volvió sobre sus pasos. Al desembocar de
nuevo en la avenida, la vio. Incrédulo, la siguió durante un rato. Finalmente
la alcanzó, la tomó de los hombros y se quedó mirándola en los ojos, sin una
sola palabra. Para un espectador casual, la seriedad que reflejaba su rostro
hubiese contrastado, casi brutalmente, con la franca sonrisa que nació en los
labios de la mujer, que se abrazó a él entre agudas exclamaciones y ruidosas
carcajadas.
Habían pasado siete años y Visitación estaba mucho
más hermosa. Un fondo de tristeza en sus ojos la embellecía aún más si cabe.
Allí detenidos bajo el influjo de las luces eléctricas, en medio de la avenida,
ruidosa a pesar de la tardía hora, dejaron deslizarse los segundos sin hablar.
Sus miradas decían más de lo que hubieran podido decir sus palabras. Pero la
gente pasaba junto a ellos contemplándoles con curiosidad. Alguien rompió el
silencio y comenzaron a caminar entrelazados. Tomaron asiento en una terraza,
consumieron algún licor y charlaron. De pronto, la mujer miró el reloj y
respingó involuntariamente. «Debo ir a trabajar» musitó.
El cambio de expresión en su rostro no pasó
desapercibido para Mariano. «¿A trabajar? ¿A estas horas?» preguntó él,
asombrado. Ella esgrimió evasivas, pero al final, ante la insistencia del
hombre, no le quedó otro remedio que confesar la verdad: Servía copas y
alternaba con los clientes en un bar de dudosa reputación. No pudo evitar que
Mariano la acompañase hasta la puerta del local, donde se despidieron con un
beso, no sin intercambiar teléfonos y fijar una cita para el día siguiente.
Pero ése fue un ritual inútil, aunque ella en ese
momento no hubiera alcanzado a sospecharlo. Una hora más tarde, Mariano entraba
por la puerta del Club. Con aplomo, tomó asiento en la barra, solicitó una copa
y buscó a su amiga con la mirada. Sólo unos minutos más tarde se dio cuenta de
que todo podía haber sido un engaño. Quizá ella le había conducido a otro lugar
sospechando lo que planeaba. Quizá a estas horas se encontraba en el otro
extremo de la ciudad. Apuró su copa y pidió otra. Al menos el anís era bueno.
En ese momento, al levantar la vista buscando a la
camarera, vio a Visitación. Bajaba por una escalera, de la mano de un hombre
que casi le doblaba la edad. Sonreía, pero de una forma muy diferente a como le
había sonreído a él un rato antes. Al verle allí sentado, palideció. Se
despidió de su acompañante con un beso mecánico y se acercó a Mariano con un
destello de furor en la mirada.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Sólo quiero estar contigo —respondió él
humildemente.
—Deberías irte. Aquí no hay nada bueno para ti.
—Estás tú. Quiero pasar la noche contigo. Llevo
muchos años esperando esto. Si ha de ser de este modo, así sea. Te quiero
demasiado para que me importe.
Increíblemente, a ella tampoco le importó. Habló
un momento con una compañera algo mayor, volvió junto a Mariano, bebió de su
copa mirándole a los ojos y dijo: «Llévame a tu hotel».
Los detalles de ese primer encuentro carecen de
importancia. Baste decir que a ella le pareció que ésa había sido su primera
vez y que Mariano conoció esa noche el amor físico. (Con su inevitable mezcla
de temor, deseo y algo de desesperación. Nada que ver con los fugaces y
anodinos encuentros con Charito).
Mariano regresó, no podía ser de otro modo, a su
pueblo, a las cosechas, al café, al velado cariño conyugal, a la vida insulsa
del invierno en la aldea. Pero ahora tenía algo: Una isla habitable en medio
del mar de mediocridad y desconsuelo. Una feria que se celebraba anualmente y
que le daba la oportunidad de vivir, siquiera por unas horas, la vida que
realmente hubiera deseado. Desde entonces, sus visitas a la capital se
repitieron cada doce meses. Durante esos dos o tres días que permanecía allí,
Visitación guardaba fiesta y le acompañaba a todas partes. Después, volvía la
rutina y el ciclo de la espera recomenzaba.
A causa de algunos cambios bastante evidentes en
su marido, Charito supo lo que ocurría desde el primer momento, pero algunas
amigas le aconsejaron que hiciera la vista gorda. Al parecer, las escapadas de
los agricultores a la Ciudad eran comunes y, según algunas que se las daban de
modernas, necesarias para preservar la paz en el matrimonio. Así pues,
ignorante de la identidad de la amante de su marido, Charito se encogió de
hombros y toleró, como tantas otras, con idéntica resignación, los viajes de
Mariano.
También la «Visi», según el testimonio de sus
compañeras, sufrió una transformación importante. Seguía siendo la amiga
alegre, pero ahora, además, había en sus ojos un fulgor nuevo. Se la veía
ilusionada, feliz. Dos días al año no son gran cosa, es cierto, pero son mucho
más que nada. Un pequeño remanso donde tomar fuerzas para seguir nadando río
arriba, tal vez hacia ninguna parte, pero nadando a pesar de todo, con ayuda
del recuerdo de la última Feria y la esperanza de la próxima.
Durante catorce años la vida fue eso, un antes y
un después del fin de semana mágico que cada otoño les tenía reservado. En
muchas ocasiones Mariano propuso alargar hasta el infinito esas horas, quedarse
allí, junto a ella, compartiendo su vida, pero siempre los labios de la «Visi»
tapaban los suyos en un cálido beso y no volvía a hablarse del asunto. La
ciudad era el escenario perfecto. Nunca dejaron de sentir que, en el fondo, el sórdido
incidente del pasado era lo que había propiciado su encuentro lejos de las
calles del pueblo. No era posible evitar el sentimiento compartido de que las
cosas jamás hubiesen podido ser iguales entre las viejas casas de la aldea,
bajo los ojos vigilantes y acusadores de los vecinos. La felicidad se hallaba
bajo las circunstancias más extrañas.
* * *
Y ahora, la «Visi» se había marchado. Por segunda
vez se le había ido sin que él pudiera esbozar siquiera una breve despedida. Y
lo peor era esa obstinada voz que, por encima de los efluvios del anís, le
repetía que esta vez era para siempre, que esta vez no iba a tener la suerte de
encontrársela al filo de los años en las calles de la Ciudad.
Se percató de que Andrea estaba hablándole en voz
baja. Supo que las palabras no eran tan importantes como el hecho de que
alguien estuviese pronunciándolas. Notó que lloraba y no trató de evitarlo ni
de ocultarlo. Dejó que las lágrimas corriesen por su rostro mientras el dolor
de la pérdida roía su corazón.
Pagó las copas y se dispuso a marcharse. Andrea,
sin que nadie lo pidiese, le acompañó. Caminaron por las estrechas callejas
donde la noche, dicen, es peligrosa; sintieron el aire fresco demorándose en
sus rostros, tal vez charlaron.
Esa noche, en brazos de Andrea, Mariano consiguió
olvidar el dolor, siquiera durante brevísimos momentos. El alcohol y los besos
de la chica le transportaron a otras noches y a otros besos. Volvió a sentir la
vida bullendo en su interior, el calor y el frenesí de la Ciudad nocturna, la
expectación ante cada umbral por trasponer, el fuego de la carne. Se juró que
jamás regresaría a las noches vacías de la aldea, a la intolerable madrugada, a
la siembra, a las insulsas partidas de cartas, al lecho frío.
Al día siguiente, al despertar, la habitación
estaba desierta. A su lado, entre las sábanas, no había nadie. Mariano
comprendió, suspiró, se levantó, se duchó, hizo la maleta, bajó a desayunar,
pagó la cuenta, caminó hasta la estación, sacó un billete y tomó el tren.
Mientras los campos pasaban vertiginosos al otro lado del cristal, con un gesto
seco enjugó su última lágrima. Sus tierras le esperaban. Habría otros años y
otras ferias. La vida, inconcebiblemente, seguía.
Pero he aquí que en ese instante de suprema
renuncia, Mariano recuerda un detalle que había permanecido agazapado en su
mente. En su mano, de repente, surge un sobre cerrado. Es una carta que la
«Visi» dejó para él. Rasga el sobre, extrae el papel doblado y lee. Su rostro
va adquiriendo una expresión diferente. La resignación desaparece, una
creciente calma va ganando el pecho del viajero, una vaga sonrisa surca de
pronto su cara campesina.
Ignoramos el texto de la carta. Sólo sabemos que
Mariano, después de doblarla cuidadosamente y depositar en ella un tierno beso,
la guarda en su bolsillo, mira por la ventanilla, se incorpora, no se toma
siquiera la molestia de recoger su equipaje y se apea en la primera estación.
Más tarde tomará otro tren que le devuelva a la
ciudad, a la que ahora, definitivamente, pertenece.
*Feria es
parte del libro de relatos “El alba sin espejos” que acaba de publicar Sergio
Borao Llop por el sello eBooks Literatúrame!
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adquirirse a un costo realmente ínfimo a través del siguiente link:
Entre mis
islas*
Entre mis islas
no hay gaviotas,
solo pájaros
sin nombres, sin textura.
Mi corazón solo
se mece en el viento,
como una hoja
sin dueño que se duerme.
Entre islas el
agua es:
tentación para
el que naufraga, delicia del artista,
es un camino de
corales y de pasiones,
un vaivén
cansino y calcáreo de colores,
moluscos
protegidos por mareas de nostalgia.
Entonces digo:
No son árboles,
entre islas,
solo ramas
secas de nostalgias.
No son árboles,
entre islas,
solo nervaduras
de un dios dormido.
Amor de tantra y
tréboles*
La oscuridad
rebelde
encierra
tréboles
en su vientre.
Se acurrucan,
sutilizan sus
veloces
y mágicos
destellos.
Te penetro
con los roces
audaces
de mis dedos.
Estigmatizo con
humedad
tus senos
púberes.
Rueda tu carmín
por mis labios
sin preámbulo,
ni velas.
Eres joven,
luna:
El farol que
alumbra
mi musgo negro
poda, con amor,
tus bustos
místicos,
la muerte, y mi
silencio.
Ven.
Aproxímate.
Acoge en tu
flora
la levedad
de mis deseos.
Permíteme abrir
la cerradura de
tu aura.
Seré humilde
prólogo
en el vaivén
divino
de tu rica
sinfonía.
Escucharás el
preludio
de mi voz
surcar tu monte
como un águila,
salvaje.
Que se sature
el viento
con tus
espasmos.
Ven, reposa
plácida.
Sé mi sombra.
Goza
mi puñal
armónico
en tu alcoba de
suspiros.
Me dices,
te digo,
me besas,
te beso.
Somos,
inconscientes
raíces
humedecidas
en el tántrico
misterio.
Esconderé mi
cabeza
en la hondura
de tu abismo.
Arriba, luna:
Se escuchará el
regreso
del Fénix
cantando sutras.
Ven. Deja que
desnude
tu mandala
secreto;
que beba la
miel
de tus
entrañas. Ven y besa
con tu luz,
besa
mi oscura
niebla, ven
y entonces
luna, entonces
nacerán, al
alba
dos luces, y un
universo.
Objeto*
Soy en mis
sueños nocturnos
objeto de la
mortificación
Raramente no se
apropia ella
de mí cual de
un osito
o la muñeca
preferida
Así, la
mortificación
se entretiene
en sus dominios:
expuesto como
estoy
el chiche soy.
*De Rolando
Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
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