*Dibujo de Erika
Kuhn.
TE QUIEREN MATAR
OTRA VEZ ELENA*
Te quieren
matar otra vez Elena
y nada podemos
hacer por tí.
Lo quieren
hacer con pedacitos de vidrio
con rosas de
cianuro
con palabras
amargas y tenues como el cilantro.
Elena
yo solo soy un
poeta
que mira crecer
tus pezones
te voltea
te besa el
cuello
y dibuja en tu
espalda un pez de oro.
Pero te quieren
matar otra vez Elena
y yo sólo soy
un poeta
un tarambana
un vendedor de
sueños
un comprador de
Coca Cola
que ve cómo te
sacan las uñas
y no tengo una
palabra
una mínima
palabra que te defienda
que te haga
huir
de esos que te
quieren borrar del mapamundi.
Elena
yo solo soy un
poeta
y salgo por los
mercados a comprarte flores silvestres
pero ya en los
mercados no venden flores silvestres
y por las
noches salgo al reino del neón
para besarte
para bailar
para inventar
una nueva constelación
y te llamo por
los nombres secretos
__esos nombres
de guerra, en esas guerritas mundiales
que fueron
nuestros besos y abrazos __
Salgo a gritar
las claves que sólo tú conoces
_ Sagitario con
luna en los labios
_ Animalito
dormido
_ Odalisca
_ Venadito
rebelde
Y nadie
responde Elena. Ahora ya sé que podemos morir por amor aunque los periódicos lo
llamen Suicidio,
Depresión
social y otras palabras horribles Elena, que desde tu casa de silencio y
madreselva no puedes oír.
Yo solo soy un
poeta
que intenta una
catedral de palabras
un cuchillo de
viento
un acto de
magia
algo que te
salve de la muerte
y volvamos a
aquellas guerritas mundiales
que fueron
nuestros besos y abrazos
y comprábamos
un pan enorme
una guitarra
y había una
canción que hablaba de un unicornio azul
que se había
perdido
y yo te
desnudaba en silencio
y comenzaba a
buscarlo en la sombra de tu vientre
en el
nacimiento de tus nalgas
en las líneas
de tu mano izquierda
llovía
tocaban a la
puerta
sonaban allá
afuera unos disparos
y nosotros ahí
__ en esa guerrita mundial __
Y tú me
preguntabas Qué es ese ruido?
¿Qué es ese
tropel? y yo te contestaba:
Es un Unicornio
que vuelve, Elena.
Ahora son otros
los tiempos
las cifras
los
sobrenombres
y del cielo cae
lluvia ácida.
Los hijos de
puta de entonces ya no son los mismos
tienen otros
hijos
el cabello
blanco
más dinero
y más hijos de
puta que aquellos días en que inventábamos una primavera
en nuestro
cuarto
y yo llamé a tu
sexo Flor de Agua, Mariposa de Aire.
Pero yo solo
soy un poeta Elena
y te quieren
matar
lo quieren
hacer con pedacitos de vidrio
con rosas de
cianuro
con palabras
amargas como el cilantro
Yo solo soy un
poeta
que intenta una
catedral de palabras
un cuchillo de
viento / un giraluna
un acto de
magia / una fiesta
y esto no es
suficiente
para salvar a
una mujer que se llama Elena.
Y vengo aquí
con ustedes
humildemente
para que me
presten una canción
un revolver /.
Una flor amarilla
un algo / no sé
que me permita
volver a las guerritas mundiales
con Elena
al ruido de los
besos
a comprar un
pan enorme
y una guitarra.
Yo solo soy un
poeta
ayúdenme
De todos modos
se los aviso
quieren matar a
Elena otra vez
y lo quieren
hacer con pedacitos de vidrio
con rosas de
cianuro
con palabras
amargas como el cilantro.
Yo se los
aviso.
*De Reynaldo
García Blanco. regabla@cultstgo.cult.cu
¿TE APAGARÁS CON LA LUZ TÚ TAMBIÉN, COMO LOS PÁJAROS?
EL VALLE DE LOS
LIRIOS*
- Inédito para
Inventiva Social-
La conocí en un
orfanato, acaso en un hospicio.
Un sepulcro
inconcluso. Arenas movedizas.
Un serpentario.
Un prostíbulo. Una iglesia.
Musitó
serenamente, en voz azur, silente.
Susurró de
ausencia y niños disecados.
De la soledad
del gusano, padre nuestro.
Me habló
quedamente. Al oído.
Me subyugó, al
instante. Como en aquel enero.
Yo contesté
llorando:
Ven, amada,
embriágame la boca.
Pon en ella el
color de los lirios.
Hunde mis ojos
en tus oquedades.
Apriétame.
Amárrame. Agriétame.
No dejes que me
escape, soy la mujer de Loth.
Ya todos han
partido. Las madreselvas negras.
Los perros
flacos, los azules potros.
Han huido las
aldeas despobladas de peces.
Ven, no ceses,
degüéllame los fresnos.
Márcame con tus
dientes, dulcemente.
Estoy cansada
amor. De bocas agrias.
De dardos
pestilentes. De hospitales.
De la morfina y
de drogas de oro.
Llévame a la
tierra de cipreses.
Todo lo que se
me ha legado lo he cumplido.
La norma, la
ley, las normas, los relojes.
He mamado de
los pechos de la loba.
He besado con
ardor, los labios helados del Bautista.
He bebido
cicuta y miel con Judas.
Barrabas ha
yacido en mi lecho.
He buscado,
agua, solo agua.
En los
parapetos de mi sangre.
En pilas
bautismales. En artesas.
Y no hay
dioses, ni demonios, ni ángeles caídos.
Hasta el Río de
Heráclito está frígido.
Tampoco está la
niña, ni las trenzas, ni pechos desangrados.
Ni líneas
circulares. Ni el semen de los soles negros.
No, no te
detenga mi humana, mi vulgar tristeza.
Ven amada,
bésame en la boca.
Pon en ella el
valle de los lirios.
De los lirios,
el valle.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
EL HOMBRE QUE
HABLABA DE CABALLOS*
Fernando Clérici, i.m
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Al hombre lo recuerdo con su
atuendo de trabajador rural; bombachas, camisa de tela resistente, gruesas y de
color verdoso, calzando alpargatas siempre y en la cabeza una boina pelusienta
y cuando se la quitaba para sentarse a comer, una calva brillaba en su
cabeza perfecta.
Se había casado con una
cuñada suya, viuda, que tenía dos hijas de su hermano, la cual era dueña
o arrendaba una chacrita minúscula.
Como no les daba para vivir
tenían que salir a juntar maíz cuando era la época y algunas otras tareas de
las chacras vecinas, incluida en la de otro hermano donde de muy chico lo
conocí.
Con esta mujer tuvo una hija, a
quien bautizó María Eva, ya que su condición, su identidad, estaba marcada
fuertemente por su peronismo visceral y auténtico.
Como carecía de casi todo,
incluso de radio, un vecino suyo, lo invitaba a oírla algunas noches aunque
éste fuera radical, pero no alteraba esa condición los gestos de buena
vecindad. Esta generosidad llegaba al extremo que debía compartir los discursos
de Perón, a lo cuales el hombre calvo era muy afecto, como es obvio suponer.
Esa bondad primaba por sobre las ideas políticas, algo al parecer, muchas veces
difícil de entender.
En esa chacra donde por
primera vez lo vi por circunstancias ajenas a mi voluntad, ya que allí
coincidían algunos matrimonios, entre ellos mis progenitores, me llamó la
atención cierto aire juvenil y cómplice que tuvo del primer momento conmigo.
En aquellos tiempos, la gente
mayor nos trataba casi como a objetos, así que cuando un mayor ponía su
atención en nosotros nos sentíamos halagados y lo seguíamos con fidelidad cuasi
canina.
Este hombre calvo, este hombre
bueno no exento de inocencia tenía –según entendí con los años- dos pasiones
excluyente: su peronismo y la minuciosa atención que la provocaban los
caballos. Me hablaba largamente de ellos. De sus pelajes, de su condiciones, de
su alzada y de sus remos, de su cabeza, que los hacía nobles o no. Obvio que
tanto amor debía tener una razón: también amaba las cuadreras que –es seguro-
más de una vez lo habrían dejado sin un peso.
En las épocas de las juntadas
de maíz se le había asignado la responsabilidad de preparar el fuego y encargarse
del asado del mediodía, para lo cual abandonaba el rastrojo un buen rato antes
que el sol cayera de plano, débil, por que era invierno, sobre la hilera de los
sauces que fungían de acompañantes del camino que llegaba a la chacra desde un
camino interior, conducto obligado hasta la tranquera hacia el camino real que
conducía a nuestro pueblo hacia el oeste y en sentido contrario hacia otros. Yo
era ayudante en esa tarea. Un buen rato antes, munido de un pequeño canasto
acarreaba marlos desde la troja donde se almacenaban como excelente combustible
para las cocinas económicas y en especial para los asados. Dicen los
entendidos, entre los cuales cuento a mi padre, que le daba un gusto muy rico,
muy especial a la carne.
Al clarear, cuando ya los juntadores
y las juntadoras iban hacia el rastrojo que los esperaba con esas heladas
pampas, con las chalas que cortaban las manos como navajas, con los yuyales que
mojaban como un río, las traicioneras espinas del chamico, la sorpresa
del tapiquí con su lluvia, la chinchilla que se mete en la
carne. Yo sabía que todo eso los esperaba. Hacía allí también iban mis padres y
por todos ellos yo sentía una gran pena.
Antes de enfilar hacia el
trabajo, con un grupo de bolsas vacías sobre uno de los hombros, el hombre
calvo a quien todo el mundo conocía como Nando me llamaba aparte y me
recomendaba, como a un adulto.
-Compañerito, téngame listos los
marlos.
-Si compañero Nando, respondía
yo, un poco orgulloso de mi misión.
Cuando el sol estaba llegando
bajo esa hilera de sauces nuevos yo ya tenía media docena de canastos volcados
al lado de una carretilla dada vuelta.
Cerca de las casitas de los
perros que estaban atados con una gran cadena, un ovejero alemán que respondía
al nombre de Capitán y otro negro, inmenso con feroces ojos detrás de
unas ojeras de pelo amarillo, cuya raza olvidé, pero se llamaba León, se
ponía un largo tablón apoyados sobre unos arados en desuso, unas sillas
alrededor y la sombra propicia de unos sauces muy viejos era todo el escenario
donde almorzaría la gente que venía de la juntada.
Aunque yo estuviera distraído,
jugando tal vez con los cuzcos que libremente corrían bajo los árboles, yo
sabía que Nando se acercaba porque siempre andaba silbando y tenía una
manera particular de hacerlo, algo identificatorio diríamos. También tenía una
rara habilidad para encender el fuego y que no se por qué no se apagaba.
A veces faltaban marlos y me
pedía “una corridita hasta la troja, vos que sos livianito”, me pedía. Ponía la
carne con la devoción y la justeza de un científico y cuando ya la sangre
goteaba sobre las brasas, venía la pregunta o el pedido de rigor.
-Nando, habláme de caballos.
Y él, con un entusiasmo
estudiado, metía una mano en el bolsillo de su bombacha bataraza, sacaba una
tabaquera y papel para armar un cigarrillo. Lo hacía con mucha parsimonia, con
el suspenso que él sabía –como buen narrador oral- dosificar y no sin antes
echar una bocanada de humo en el aire brillante bajo el sol que caía en la
llanura comenzaba su relato.
Diana
y León*
*De Elsa Hufschmid. elsifumi@yahoo.com.ar
En un lugar,
perdida entre los viñedos, estaba la finca. Allí vivía con mis abuelos. Mis
padres habían muerto en un accidente y yo, con la escuela secundaria recién
terminada y mis flamantes 17 años, encontré un refugio de paz y amor nunca
imaginado.
Mis primeros
amigos, una pareja de galgos, Diana y León, con ellos aprendí a correr entre
las líneas de los viñedos.
Altos,
elásticos, unían sus cuatro patas en unas carreras geniales, perdidos en el
horizonte tras una imaginaria liebre que solo ellos verían, dejándome
extenuado, cara al cielo, buscando recomponer mi aliento. Al cabo de diez
minutos, volvían hasta mí en loca carrera que frenaban en un revuelo de hojas
secas y tierra y se echaban cuan largos eran a la espera de mi decisión de
seguir.
Últimamente
notaba que Diana llegaba más cansada y tardaba en seguirnos. Se lo comenté al
abuelo.
Está preñada la
Diana, contestó, dentro de dos semanas tendremos cachorros.
¡Hey León,
vamos a ser papá!
Pasaron los
días, Diana ya no nos acompañaba. Se sentaba en sus cuartos traseros, incomoda
por su panza y nos quedaba mirando, y allí mismo la encontrábamos cuando
volvíamos.
Una madrugada,
la voz, algo cascada, del abuelo me despertó.
Tenemos
problemas con la Diana, dijo.
Salté de la
cama, eché un abrigo sobre mis hombros y fui detrás de abuelo hasta el galpón.
Allí estaba
Diana, echada sobre unas lonas, los ojos inquietos, los pelos del lomo
erizados, lamiendo desesperada un bulto húmedo que asomaba entre sus patas
traseras.
Me parece que
el cachorro está muerto y no puja para salir, dijo abuelo. Llamé al veterinario.
Éste vivía a 5 kilómetros, demoraría en llegar y Diana necesitaba ayuda.
Alguna vez en
el cine había visto un parto y me propuse, con el atrevimiento de mi juventud,
ayudar al nacimiento.
Hablándole muy
quedo a la perra, tomé el bulto suavemente y le di pequeños tirones. Un gemido
de Diana y el bulto salió de su encaje, detrás, aprovechando el esfuerzo, nació
otro.
Tratando que la
perra no se diera cuenta, abuelo tomó el primer bulto inerte y con una seña me
invitó al patio. Este está muerto, dejémosla sola, ella sabe como seguir.
Quédate cerca y vigilá, voy a traerte un vaso de leche caliente.
León, que
esperaba en la puerta del galpón, me hizo compañía.
Cuando el sol
iluminaba con fuerza los viñedos, me asomé. Diana acostada cuan larga era
amamantaba cinco inquietos y bellos galgos. Levantó la cabeza, me miró y siguió
durmiendo, reponiendo fuerzas.
El ruido de
pisadas la alertó, era el abuelo. La perra hizo un movimiento extraño, lo miró
gruñendo y mostrando los dientes, se acurrucó sobre sus crías como en defensa.
Hey Diana es el abuelo! Éste se paro en seco y le habló, Diana que pasa? Soy
yo. La perra volvió a gruñir y un ladrido duro y alerta salió de su garganta.
Abuelo avanzó un paso hablándole pero solo consiguió que Diana se levantara
vivamente produciendo un desparramo de galguitos. Abuelo volvió sobre sus pasos
alejándose. Quieta Diana, quieta, no voy a tocarte los cachorros, perdóname,
pero el que te llevé ya estaba muerto.
Abuelo, te
parece que Diana te entiende? Cree que le vas a llevar un hijo?
Si mi querido,
ella entiende, y aunque vos no te diste cuenta me vio cuando llevé el bulto
anoche y le va a costar mucho perdonarme. Cuando los cachorros crezcan y
ella vea que se arriman a mí y juegan confiados recién me va a devolver su
confianza, mientras tanto deberé tener paciencia. Hace mucho tiempo que conozco
estos perros, son muy inteligentes y muy fieles pero las hembras son muy
celosas de sus crías.
Bueno pero no
te preocupes León me va a acompañar en mis cacerías y vos tendrás mucho trabajo
con estos cinco cachorros que te van a enloquecer con sus juegos.
Mientras tanto
me conformo con tener a mi lado a León.
*
Es hora de
reconocer
que nunca me
van a crecer los pies
para alcanzarte
Tarde voy o
tarde vengo
el reloj no
habla a mi favor
y mi bolsillo
es el único lugar
donde me siento
a salvo
Ojos para que
los tengo
manos para que
las llevo
si todas las
puertas parecen iguales
No supe prender
en mi vientre
ningún indicio
de extravagancia
ni mis muñecas
saben girar
al ritmo del
vuelo de un pájaro
Solo dispongo
de una maleta
con la llave de
un cielo
que me
pertenece
Y el amor...
el amor no
parece comprender la lluvia
de mis
cerraduras
ni a mi silueta
ofreciendo besos
al universo que
descubro
en tu azulejo.
La dama del
sombrero rojo*
¿Qué será
la dama del
sombrero rojo
bajo el velo?
¿Ave del
paraíso?
¿Será de dragón
su fuego
camuflado
entre
puntillas?
¿Será la suma
voraz de todo miedo?
¿Sólo madre,
y sus ubres
cándidos
surtidores de nácar?
¿Será loba?
Padecerá su
hambre
debajo de la
luna?
¿Será gorrión?
¿Mariposa
nocturna
amanecida entre
dos hojas de cuaderno?
Mujer que velas
de rojo
¿te apagarás
con la luz
tú también,
como los
pájaros?
*De Martha
Valiente. puertopegaso@gmail.com
Henry, su
manifiesto inventariado*
Usted, que se
dice escritor de lo escrito,
-ya que si osáramos entrar en el fangoso terreno de lo escribido
debería ser llamado “escribidor”-
Usted, entonces, que se dice escritor, hágalos hablar,
Crúcelos entre sí, involúcrelos en el argumento,
Hágalos partícipes, hombre,
Aunque más no sea: ignórelos,
Súmelos, réstelos, ampútelos, exprímalos,
Aplástelos y confúndalos,
Asfíxielos, abduzca la porción rubí de sus discursos, abárquelos,
Hágalos sonar, reír, cantar, sacúdalos dentro de un frasco,
Hágalos hablar, coincidir, coexistir,
Eso, coexístalos, que hablen, hombre,
Que entre ellos, que alrededor de ellos, que a sus espaldas y dentro de ellos,
Se arme un gran rumor, un quilombo, una concurrencia,
Como un concierto, de la soledad de los solos nacerá la música,
Ni más ni menos, el elemento común, lo mágico, el instante,
De las partes nacerá el todo,
Cuando haya caos seremos,
-ya que si osáramos entrar en el fangoso terreno de lo escribido
debería ser llamado “escribidor”-
Usted, entonces, que se dice escritor, hágalos hablar,
Crúcelos entre sí, involúcrelos en el argumento,
Hágalos partícipes, hombre,
Aunque más no sea: ignórelos,
Súmelos, réstelos, ampútelos, exprímalos,
Aplástelos y confúndalos,
Asfíxielos, abduzca la porción rubí de sus discursos, abárquelos,
Hágalos sonar, reír, cantar, sacúdalos dentro de un frasco,
Hágalos hablar, coincidir, coexistir,
Eso, coexístalos, que hablen, hombre,
Que entre ellos, que alrededor de ellos, que a sus espaldas y dentro de ellos,
Se arme un gran rumor, un quilombo, una concurrencia,
Como un concierto, de la soledad de los solos nacerá la música,
Ni más ni menos, el elemento común, lo mágico, el instante,
De las partes nacerá el todo,
Cuando haya caos seremos,
*De Leonardo
Pez. leonardopez@gmail.com
Una maldita
pastoral*
*Por Juan
Forn
En 1999, la
revista Time la eligió desde su tapa como la canción más importante del siglo
XX, “la Marsellesa de la lucha contra la segregación racial”, pero sesenta años
antes, cuando Billie Holiday la estrenó, la opinión había sido levemente
diferente: en un pequeño suelto, la revista lamentaba que la politización
hubiese llegado al jazz, e incluso daban a entender que Billie Holiday la
cantaba y la había grabado sin entender la letra. La letra decía: “Un fruto
extraño cuelga de los árboles del galante Sur / un cuerpo negro que se balancea
en la brisa como en una pastoral / los ojos saltones, la boca en una mueca / el
aroma dulzón de las magnolias y la carne quemada / que a los cuervos les gusta
picotear / a la lluvia empapar y al viento balancear / es el fruto de una
amarga cosecha”. Se refería a una foto que había aparecido con escándalo en un
diario en 1939: mostraba el cadáver de un negro ahorcado y carbonizado colgando
de un árbol en medio del campo.
El autor de la
canción no era negro ni vivía en el Sur. Era judío y comunista y maestro de
escuela en el Bronx. Se llamaba Abel Meeropol. Escribía canciones en sus ratos
libres con el seudónimo Lewis Allan. El día que vio la foto del negro linchado
escribió aquellas líneas, que envió como poema a The New Masses, el diario del
PC norteamericano, y además le puso música y empezó a tocarla en los mitines
del partido. Esas reuniones se hacían los lunes en el Café Society, un bar en
Greenwich Village en cuyas paredes había murales defendiendo la causa
republicana de la Guerra Civil Española y un Hitler simiesco colgando del
techo. El Café Society era uno de los pocos lugares públicos de la ciudad donde
los músicos negros que tocaban de martes a domingos podían entrar por la puerta
principal y no por la cocina. El Café Society fue el primer lugar fuera de Harlem
donde cantó en vivo Billie Holiday. Un lunes que había estado ensayando, el
dueño del café le rogó que se quedara al mitin para oír la canción, a ver si le
interesaba para su repertorio. Billie no pareció muy impresionada pero consultó
con sus músicos y dijo que podía hacerla, aunque no a esa manera blanquiñosa
(Meeropol la tocaba a la manera de las canciones de Brecht y Kurt Weill).
Cuando le presentaron al autor, sólo le preguntó qué significaba pastoral.
El dueño del
Café Society quería que Billie cerrara su show con esa canción, que cuando
sonaran los primeros acordes se apagaran todas las luces del local (menos un
foco que daba en la cara de Billie) y se interrumpiera todo el servicio del
bar, las mesas y la cocina, para impedir el menor ruido. Con el último acorde
del piano ese foco debía apagarse para que Billie desapareciera del escenario,
y nunca volviera a saludar, así los espectadores se llevarían la canción en las
entrañas, sin paliativos. A los músicos les pareció demasiado: Billie la interpretaba
en mitad del show y la banda apenas daba tiempo a la audiencia de reponerse
cuando arrancaba con los primeros compases del tema siguiente. Pero la
estremecedora manera en que la cantaba ella, con los dientes apretados (“como
si destripara cada palabra que salía de su boca”, decía Hal Roach, el baterista
de la banda) corrió como un reguero de pólvora por Nueva York y los shows se
hacían a sala llena.
La Columbia, el
sello que le sacaba los discos a Billie, no quiso saber nada de grabársela,
después del suelto de Time. Pero ella la grabó igual, para un sello mucho más
pequeño, Commodore Records. Los discos de Commodore se vendían a un precio tres
veces más caro que los de los sellos importantes (imposible competir con los
costos) y la canción era muy cortita, así que, para justificar el precio, se le
agregó una obertura instrumental al principio, porque al final no se le podía
agregar nada. En dos semanas se vendieron más de diez mil placas. Los críticos
de jazz la snobearon: Downbeat dijo que no era una canción para el estilo de
Holiday; John Hammond dijo que era lo peor que pudo pasarle artísticamente a
Billie. También desde la comunidad negra se alzaron voces de reproche: decían
que era una canción para blancos progresistas más que para negros, por el precio
del disco, porque sólo se podía conseguir en Nueva York y porque ninguna radio
se atrevía a pasarla. Sin embargo, cada vez que Billie la cantaba (y la siguió
cantando el resto de su vida, aunque sólo en los bises, las veces que le daba
el cuerpo o el alma para hacer bises), los camareros impedían a los oyentes
encender un cigarrillo siquiera.
En su
autobiografía, Lady sings the blues (que, como es bien sabido, escribió
enteramente un fantasma llamado William Dufty), Billie aparece diciendo que
cuando escuchó “Strange Fruit” por primera vez fue como si la hubiese escrito
ella, que se acordó al instante de cuando su padre murió en la calle de
neumonía porque ningún hospital de Dallas quiso cobijarlo, que la mayoría de
los clubes donde se presentaba le impedían por contrato interpretarla y que las
veces que la interpretó en el Sur la echaron de la ciudad, pero es bien
conocido el comentario que hizo Billie sobre esa autobiografía (“No sé ni qué
digo ahí, no pude ni leer el maldito libro”) y cuánto odiaba el dramatismo que
le adjudicaban. “No hay nada sentimental en mí”, le oyó decir Elizabeth
Hardwick una vez (porque Billie Holiday nunca le hablaba a nadie, siempre
hablaba como si estuviera sola, aunque tuviera siempre gente alrededor, para
servirle whisky, para traerle heroína, para encenderle el cigarrillo, para
vestirla y desvestirla). Cuando le preguntaban de dónde venía el dramatismo que
imprimía a las canciones, contestaba: “Del cuarto frío y oscuro en donde nos
tuvieron esperando hasta que nos dejaron subir a tocar”. Según su pianista Mal
Waldron, Billie esperaba sin hablar con nadie, fumando y bebiendo sorbitos de
whisky, envuelta en un tapado largo de piel en el que parecía una mezcla de
cosaco y de pantera, mientras los músicos rogaban que no se escapara a
inyectarse heroína. A los treinta empezó a preguntarse en voz alta si había
tenido una vida muy larga o muy corta; se lo siguió preguntando hasta los
cuarenta y cuatro. Esos catorce años fueron un prolongado e impúdico derrumbe,
pero ella siempre se obstinó en repetir que no hacía a nadie responsable por
sus elecciones. Al último que se lo dijo fue al policía que la custodiaba a los
pies de la cama de hospital donde murió, porque en 1959 era delito punible
inyectarse heroína, y la moribunda era reincidente y estaba en libertad
condicional. Nueve meses antes del fin, estaba reponiéndose de una condena de
ocho meses en prisión en casa de la poeta Maya Angelou en Harlem, y una noche
le cantó a capella “Strange Fruit” al hijo de su anfitriona. Cuenta Angelou que
cuando terminó la canción y oyó la voz de su hijo preguntándole a Billie qué
significaba pastoral, ella contestó: “Es cuando agarran a un negrito como tú,
le cortan los huevitos, se los meten por la garganta y lo dejan colgando de un
árbol. Eso es una maldita pastoral, querido, y no dejes que nadie te haga creer
otra cosa”.
Mis amigos
poetas*
Mis amigos
poetas
no están con
los famosos en las antologías.
Mis amigos
poetas odian la hipocresía,
le cantan a los
duendes
y se mueren de
pena por la muerte de un niño.
Mis amigos
poetas apoyan las huelgas
y reciben balas
cuando disparan
versos a la policía.
Mis amigos
poetas están en las marchas
y cargan
estandartes del Cristo de La Higuera.
Se oponen a las
guerras y a las oligarquías.
Mis amigos
poetas
jamás tendrán
un Nobel.
*De Miguel
Crispín Sotomayor arcomar@cubarte.cult.cu
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