*Obra de Cecilia
Aguado.
Villa Gesell.
Argentina.
SÓLO VIENTO Y
CENIZAS.*
Algo ocurrió en
la orilla de la angustia,
en el perfil
desnudo de la magia...
algo que
engendró en mí una sed oscura,
que estalló en
un enjambre de tizones
y me encendió
los sueños,
como
lámparas...
... algo que
estableció en mis cicatrices
todo un
abecedario de crepúsculos
y pájaros, y
lunas hechizadas.
Fue cuando el
corazón, demente, ciego,
restauró el
universo y las fogatas,
cuando escogió
tu risa entre otras risas,
y avasalló con
ella la nostalgia,
y empecinó tu
nombre de arrecife
contra oleajes
de antiguos espejismos
encabritando el
miedo en las entrañas.
Es cierto que
tus pieles no fingieron,
que mis penas
jamás te amordazaron,
que no
existieron pactos ni promesas
en tu henchido
velamen de palabras,
pero yo,
militante de delirios,
sobreviviente
de íntimos naufragios,
combatí cada
duda, cada grieta,
cada asfixia de
musgo, cada lágrima,
con todos los
insomnios en racimo,
con toda la
indulgencia amotinada.
Entonces
foresté, con mis colmenas,
tu territorio
de guijarro y zarzas,
diseminé mi
polen en tus huellas,
aluciné en las
fauces del azogue,
un cálido
follaje de reflejos
por las
arquitecturas de las máscaras.
Así fue como
obtuve este silencio,
este botín de
harapos, de migajas,
este amor sin
amor, este sollozo
que saquea mis
noches amarillas
y quiebra mi
vergüenza a dentelladas.
Así fue como
obtuve estos despojos
donde anidan el
viento y las cenizas,
este azul
simulacro de horizontes
que ha parido
el olor de la distancia,
y la certeza de
saber que ahora,
a pesar del
esfuerzo y las batallas,
esta torpe
parodia de ternura
ya no nos sirve
amado,
para nada.
*De NORMA
SEGADES-MANIAS.
La extraña*
*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
DESPUÉS DE
TANTOS MESES, el paseo vespertino era una rutina más, un invariable deambular
por las calles del barrio y los parques cercanos.
La costumbre
traza itinerarios. Así, aunque uno se dejase ir al azar, los propios pasos se
amoldaban a la monotonía grisácea de las aceras y conducían siempre a los
mismos destinos, a idénticos regresos.
Salvo
esporádicos encuentros con algún vecino o intrascendentes conversaciones
accidentales, nunca sucedía nada.
Pero esa tarde
de martes —lo mismo podría haber sido viernes o domingo; así de plano era mi
horizonte por esa época— hubo un cambio.
Como tantos
otros días a lo largo del tedioso e inacabable periodo de convalecencia, yo
había salido a caminar por el barrio. Ya de vuelta, intentaba introducir la
llave en la puerta para entrar en el viejo edificio donde vivía, cuando vi a la
chica. Algo en ella me llamó la atención, y por eso me quedé mirándola, con
cierta curiosidad.
Cuando llegó a
mi lado, se quedó allí parada, como esperando que terminase de abrir de una vez
la puerta para poder entrar en el patio. Así lo hice, invitándola con un gesto
a franquear el umbral, cosa que hizo con bastante celeridad y sin el mínimo
sonido, como si estuviese formada de brumas o de la intangible esencia de los
sueños. Luego, se demoró un poco junto a los buzones, aunque sin abrir ninguno
de ellos. Por un momento, pensé que tal vez fuese una repartidora de
publicidad, aunque deseché tal idea al observar que no llevaba un solo papel en
las manos.
Pasé junto a
ella, musitando un sordo «hasta luego» que no recibió respuesta (cosa harto
común en este inicio del XXI) y comencé a subir los cuarenta y ocho escalones
que me separaban de mi casa, de la temible e inquebrantable soledad tan
arduamente edificada a lo largo de los últimos diez años.
No tardé en
percibir sus pasos leves, indecisos, a mi espalda. Cada vez más convencido de
que ella no pertenecía al edificio, temí que me hubiese venido siguiendo, que
tratase de robarme (unos días atrás le había sucedido algo así a una vecina del
segundo) pero ese pensamiento me resultó absurdo. La chica era delgada y no muy
alta. Calculé que no pesaría más de cincuenta o cincuenta y cinco kilos.
Resultaba difícil pensar en ella empuñando una navaja o una jeringuilla.
Deseché tal
visión y seguí subiendo con lentitud, con esa lentitud que da el cansancio, ese
cansancio nacido de la repetición infinita de los actos cotidianos. Cuando por
fin llegué junto a la puerta de mi casa, ella también se detuvo, detrás de mí,
a menos de un metro de distancia, mirando al suelo y en silencio.
Me sentí
incómodo. No sabía si meter la llave en la cerradura o dar media vuelta y bajar
de nuevo los cuarenta y ocho escalones; o quizá encararme con ella y preguntarle
por el significado de su persecución o de su estancia allí. Ninguna opción me
satisfizo. Tenía la certeza de errar, independientemente de lo que finalmente
decidiese hacer.
Muy despacio,
esperando que fuese ella quien se viese obligada a tomar una u otra decisión,
metí la mano en el bolsillo del pantalón y demoré unos segundos infinitos en
encontrar el llavero. Luego, con una casi ceremoniosa parsimonia, seleccioné la
llave indicada y la introduje en la cerradura, girándola dos veces y abriendo
finalmente la puerta, sin prisa, con aparente calma (pero mis entrañas eran un
campo de batalla, un entrechocar de sensaciones contrapuestas sin solución
posible).
Cuando ya
estaba en el interior de mi vivienda, me giré un poco para comprobar su reacción.
Seguía allí, al otro lado del umbral, inmóvil, mirándome con esos ojos verdes,
profundos, como esperando una invitación (me recordó, no sé por qué, esas
historias de vampiros, en las que el vampiro no puede entrar en una casa sin el
correspondiente permiso del que la habita).
Mas su mirada
no albergaba un ruego, ni una pregunta. Nada. Sus ojos eran un remanso de aguas
tranquilas. Como si su presencia allí afuera, justo al otro lado de la puerta,
fuese lo más natural del mundo.
Imposible
precisar el tiempo que duró esa escena. Yo la miraba, interrogándola con los
ojos, sin cesar de hacer difíciles conjeturas acerca de sus motivos, esperando
que dijese algo, tratando de convencerme de la conveniencia de cerrar la puerta
y dejarla allí con su insoportable silencio y su corta melena rubia y el
misterio abisal de sus pupilas que no cesaban de mirarme. Ella sólo aguardaba
un gesto.
Lo malo de
tomar decisiones es que siempre hay que elegir un camino y desechar todos los
demás. Uno nunca sabe qué hubiera pasado de haber hecho otra cosa. Resulta
frustrante la sospecha de haber elegido la peor opción. Por eso, no cerré la
puerta, pero tampoco la invité a pasar. Di media vuelta, me adentré en el
recibidor y dejé que fuese ella quien se viese obligada a decidir.
No dudó ni un
instante. De reojo, comprobé que, desde el interior, cerraba tras de sí con
mucha delicadeza, como tratando de evitar el mínimo ruido. Sonreí.
EL SENTIR DE LA
LLANURA*
Yo que te quiero sin asco
te quiero como a mi dueña.
Llanura santafesina.
Felipe Aldana
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
El sentir de la llanura como
todo sentimiento a mí me resulta muy difícil conceptualizar.
Como todo aquello que de algún
modo pertenece al mundo subjetivo carecerá de razón, en mi caso solamente,
hablo por mí, mirarlo con la frialdad de un entomólogo.
Gente más inteligente que yo, lo
hará con más solvencia e incluso pertrechado de una elocuencia de la cual
carezco.
Y en cuanto al segundo término,
llanura, ¿qué me dice el diccionario?
Llanura: igualdad de la superficie de
algo. Extensión de terreno generalmente dilatada, que no presenta diferencias
de altura.
¿Pero específicamente, de que
hablamos cuando hablamos de llanura?
En mi caso, rápidamente me
figuro una tierra plana, verde, esplendorosa de árboles, surcada por grandes
ríos, por arroyos, espejadas de lagunas que visitan patos, garzas y cigüeñas
muy grandes.
Mi adorable maestra de quinto
grado nos decía que Santa Fe era una de las pocas provincias que no tenía
un solo, pequeño promontorio.
Claro que en ese tiempo nosotros
no sabíamos qué eran los promontorios, duda que nos fuera despejada rápida y
didácticamente por esa santa que desasnaba ese pequeño grupo inquieto de
indóciles gandules.
Valoré nuestra vegetación cada
vez que me alejé un poco de esta tierra.
Ya en el seco sur de España, que
tiene en Sevilla esa tierra amarillenta que sin embargo alegran los largos
olivares, o en el sur del mundo, es decir, Tierra del Fuego, donde los
arbolitos no pasan de metro y medio cuando están a la intemperie y están como
peinados por los feroces vientos. O como las serranías cordobesas con su
vegetación más mezquina o el mismísimo norte nuestro, provincial digo, con sus
espinillos raquíticos. Plantita hueca el espinillo que tanta desazón me
produce, porque donde ellos aparecen es porque falta el agua y predicen todos
los desiertos.
Yo podría decir como mi maestro
don José Pedroni, la Santa Fe de la vegetación frondosa, tierra que quiero y no
tengo por qué abandonarla.
Con lo dicho hasta aquí habrá
quedado claro qué connotación tiene para mí la palabra Llanura.
Es decir aquella que nos compete
más emotivamente, la de estas tierras feraces que están entre las mejores
del mundo y que un grupo pionero y señero donde están seguramente nuestros
mayores regó con su sudor y su lágrima seguramente sin los beneficios
económicos que llegarían con la mecanización del agro.
Cuando yo pienso en la
llanura pienso en el paisaje donde me crié, pleno de sol, de vida al aire
libre, con lo benévolo de mi destino que hizo que no sufriera sobre ella como
mis abuelos y mis padres sino que la gozara con mis sentidos, la disfrutara
años sin ser dueño de un palmo de tierra, que veía en el vuelo del pájaro, que
reina tan libre por el aire, su celebración pacífica.
Cuando conocí en los setenta al
gran poeta, Manuel José Castilla, me preguntó de donde venía.
Apenas le contesté me dijo algo
desilusionado, “ah, vos chango sos del Sur. Tierra fea aquella, muy
chata, apenas para la tristeza. Tan lejos de mi casa. Cuando me aproximo a tu
provincia me siento triste. Me consuela saber que allí tienen un gran poeta, se
refería a Pedroni. Vos sos –concluyó- de la civilización del
trigo”.
Como pude me defendí diciendo
que yo opinaba lo contrario y que eran puntos de vista o, como son los
gustos o las preferencias, algo realmente opinable. Junto con un abrazo me dio
la razón.
Es decir, mi argumento sobre mis
preferencias es fácilmente rebatible, pero sigo pensando igual después de
cuarenta años.
Y redoblo la apuesta porque la
llanura, esta llanura mía me llena de gozo.
Esta llanura con su esplendoroso
verde, con su sol magnífico, con el vuelo alto de los patos que en formación
marcial buscan los cañadones lejanos para pasar la noche entre los
juncales húmedos, el concierto acuático de las ranas, la persistencia del
grillo, el vuelo gritón de los teros y el asabanado vuelo de la garza mora o la
cigüeña que sombrea con sus alas el alfalfar verdoso con sus numerosas
florcitas blancas y ese mar ausente de mariposas amarillas que abrieron para
siempre la puerta de todos los veranos.
Esta llanura que llevo en mí
“sacramente, como la custodia lleva la hostia”, al decir de Güiraldes, la que
fue escenario de mi crecer y el de mis amigos en un minúsculo lugar de esa
vastedad desmesurada, con un grupo heterogéneo de casas que surgen queriendo
capear esa intemperie, hecha de soles, de silencios, de aprendizajes modestos,
mínimos, y por qué no, fundamentales, donde uno es un pequeño,
insignificante abrojo queriendo sostenerse en la sucesión de los días y las
tardes que percude el polvillo de tierra de todos los eneros, desde aquellos
primigenios días en que éramos solamente proyectos de hombres y amagos de
sueños cuando la vastedad reinaba pero también la sombra propicia de los
fresnos, de los copiosos paraísos, del lluvioso sauce o de aquella casuarina
oscura que nos cuidaba, solitaria, en el rincón más alejado de todos los
caminos.
D E S P L O M E
*
Hablaba del efímero sendero
coagulado de nata,
de flores matinales en orilla
como espuma
destinadas a sentarse con el
árbol de nísperos
hipnotizado por el aire.
Hablaba de ti,
ángel de pan coronado
tres cabezas infantiles
sofocadas en la sombra,
trampas aciagas desembocaban tu
zurda.
Hablaba del cigarrillo
escurrido en los pies como
señuelo
ofrendado al muro inclinado de
carne humana;
dos rodillas tiernas arrullando
pequeños clavos.
Hablaba de los mares de tierra
furtiva dominados
y del vástago de acero que
vistió nuestra sangre.
…
Ese sabor herido, a flores
machacadas en mi boca,
P A P Á.
(Y espero tu llegada como se
espera un oasis
en el infierno*).
(*) S. Vanégas Coveña
(*) S. Vanégas Coveña
*De Natalia Lara. cpc.larag@hotmail.com
Puerto Ordaz, Venezuela
© 2013 Natalia Lara. TODOS LOS
DERECHOS RESERVADOS
***
SIN CUENTA
CARAS DE MONEDA
(Fragmento del
prólogo)
“Sin cuenta
caras de la moneda. Hay nociones sobre las que es muy difícil explayarse porque
representan categorías demasiadas “altas”, La Patria por ejemplo, que durante
la guerra de las Malvinas coronó los discursos militares y civiles de aquellos
años, fue moneda malversada por el poder dictatorial. En el anverso de ese
triunfalismo que terminó en derrota, están las víctimas. “Cuando florezcan
la madreselvas” las encuentra en una de esas regiones dejadas de la mano de
Dios, que han sido también abandonadas por quienes las gobiernan y representan.
En esos parajes entre los cerros, bajo la noche estrellada o en el algarrobo
añoso, hay una verdad, sin embargo que persiste en sobrevivir, la de quienes
todavía preservan nobleza, generosidad, sabiduría. Ese mundo es de las mujeres,
si en el texto hay un "alegato” es sobre la vulnerabilidad de la mujer en
la guerra y su perpetuo renacer del dolor y en la resistencia. Solo el amor, el
encuentro amoroso, conmovedor en los “Sin nombre”, enaltece al hombre y a la
mujer, pero a costa de la pérdida...
TUNUNA MERCADO
CUANDO FLOREZCAN
LAS MADRESELVAS*
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
La Juana mira
la tierra yerma, conjugación de pajas, lagartijas y piedras. La Juana… ¿La Juana
qué?... Solo la Juana.
En este lugar
las mujeres adquieren identidad y significación por el hombre: La hija de don
Braulio, La Negra del Juan, La viuda de Jacinto. La mujer del Lucio. La madre
del Tito. La señora de don Alberto.
La mujer “es”
en función del hombre.
Las mujeres de
estas serranías también le pertenecen a la tierra: La Juana de la loma, la
Juana de la Quebrada del cóndor, la Juana del talar.
Pareciera que
en estos parajes las mujeres no piensan , no sienten, solo hacen: La Juana que
hace tortas, la Juana que cuida cabras, la Juana que vende quesillos, la Juana
– que como un hombre – cuchillo en mano peleó con un león.
La Juana… La
Juana de nadie, la Juana de los jarillales, la Juana pródiga como la tierra que
cuando la fecunda florece en retoños.
Especie de
hembras sin macho. Su madre no tuvo hombre, su abuela tampoco. La palabra padre
parece haber desaparecido de sus diccionarios.
Todas las
mujeres de la familia tuvieron “chancletas” menos ella que lo tuvo al Pedro.
Crecieron
desconfiadas hacia los hombres, el político, el bolichero, el patrón, ni en los
curas confiaban.
No eran
religiosas pero eran mujeres de profunda fe, en la vida, en la naturaleza, en
ellas mismas. Rezaban a su modo y tenían sus propias prácticas religiosas:
“cortar el granizo” con un cuchillo, con una cruz de sal, exorcizar el “mal de
ojo” o la envidia, matar una víbora en semana santa, hacer la señal de la cruz
al mate, pedir la bendición, hablar con Dios antes de acostarse.
Con respecto a
la salud, tenían la misma concepción: todas las mujeres parían en la casa. Para
los problemas de salud acudían a la generosidad de la naturaleza, mastuerzo,
para la tos. Gárgaras de llantén para el dolor de garganta. Hierba del venado
para los problemas renales. Carqueja y ajenjo para el hígado. Hierbas diversas
para la digestión: peperina, poleo, menta, cedrón. Usillo para el corazón.
Hierba de pollo para el empacho. Sen para la constipación. Palan-palán para las
quemaduras y heridas diversas.
El ajo tenía
usos diversos, podía servir para la tensión arterial, para la indigestión, para
“el estómago sucio” o para los parásitos.
Curaban el
empacho, ya sea con la cinta o tirando el cuerito y luego haciendo en la
espalda una cruz con ceniza.
También el
buche de avestruz deshidratado se usaba en distintas prácticas medicinales.
Iban pasando
estos conocimientos de generación en generación y con la experiencia iban
sistematizando nuevas conceptualizaciones: Leche de burra para la tos convulsa,
baños de agua de romero para contrarrestar los males. Poner la escoba detrás de
la puerta para que se vayan las visitas indeseables, predecir quién vendría a
la casa, si se caía un cuchillo vendría un hombre. Si caía una cuchara una
mujer.
También
predecían el tiempo por el cielo, las nubes. Los animales domésticos, los
pájaros, de ese modo tomaban sus recaudos.
También tenían
sus propias prácticas de medicina veterinaria: Curar de la mancha, de la sarna,
del embichamiento, del mal de las pezuñas.
La Juana sorbe
los mates en silencio.
¿Para qué
hablar sola?
En la noche
estrellada, sentada al amparo de un algarrobo añoso, mira la cruz del sur, las
siete cabrillas. Las tres marías… y piensa… y recuerda.
¿Recuerda o es
su sangre india que surge a borbotones como un oasis y que en el desierto de su
soledad, necesita un escape y este escape toma la forma de recuerdos? Viene a
su memoria una presencia amada: su abuela. La abuela María, de inconfundibles
raíces indias, su larga trenza renegrida que era una delicia ver como se
extendía en dos negras cascadas sobre su espalda.
Su cara, que
semejaba la tierra recién arada, con huellas profundas, oscuras, perfumadas.
Su regazo tibio
en donde ella apoyaba su cabeza confiadamente…y su olor… Ah… su olor, a chilca,
a romero a lana de oveja. La imagen de la abuela toma forma y presencia vívida.
Le parece verla debajo de la ramada tendiendo los quesillos de cabra.
Sus pasos
ágiles y livianos denunciaban sus dotes de bailarina. De cuecas saltaditas, de
zambas. Se recuerda a si misma sentadita en el umbral mirando los pies de su
abuela que parecían pájaros.
Tiene un difuso
recuerdo de su madre muerta, ella tendrá cinco o seis años. Fue allí cuando
vino una persona del gobierno aludiendo que era una anciana muy mayor para
hacerse cargo de la niña.
“Que la niña
necesita un hogar… que no hay agua corriente… que no hay baño...”
La respuesta
presta, rotunda y contundente no se hizo esperar.
“Agua hay y más
limpia que la de ustedes - y, señalando los gatos que dormían en el fogón -
Tampoco ellos tienen baño y son mas limpios que muchos cristianos.”
El vuelo raudo
de una estrella fugaz la trae a la realidad y el recuerdo se hace deseo y
urgencia
¿Abuela, donde
estás? ¡Te quiero ahora aquí, conmigo! ¿Desde esa estrella lo estarás mirando
al Pedro? ¿Le habrán entregado los guantes tejidos con lana de oveja?
Dicen que hace
mucho frío allá. Que lo llevaron a defender la patria. El maestro del pueblo
quiso tramitarle la excepción -hijo único de madre sola- pero el Pedro no
quiso.
Aun re suenan
en sus oídos el rasgueo de la guitarra y la copla preferida del Pedro:
“Primero la
Patria
Primero el
honor.
Después de la
patria
Guitarra y
mujer”
La Patria… La
Juana tiene la imagen de la Patria que sale en los libros de lectura del Pedro,
una señora, con vestido largo, con un gorro en la cabeza y descalza.
“Se me ocurre
que a esa señora no le sería fácil trepar lomas, entre pencas y pajas:”
No entiende muy
bien eso de que el Pedro está defendiendo la Patria, debe ser porque es muy
burra. Ya lo decía su madrina:
“Esas manos no
sirven para escribir sino para hacer tortas”
Cuanta razón
tenía la madrina. No pudo pasar de 2º grado.
Recién empezó a
escribir cuando lo hizo el Pedro. Para las cuentas si que era buena, nadie la
jodía, ni en el boliche, ni con el precio de los cabritos o huevos.
Se decía a si
misma “hormiga obrera” y ríe ante el recuerdo ya que el Pedro invariablemente
le contestaba:
“Si, por lo
negra y chiquita”
El término lo
sacó de un diario que servía de envoltura de los jabones y que el Pedro recortó
y lo pegó sobre un almanaque viejo que colgaba de la pared. El texto decía:
“En un
hormiguero bien organizado, las hormigas reinas son pocas
Y las hormigas
obreras muchísimas. Las reinas nacen con alas y
pueden hacer el
amor. Las obreras, que no vuelan ni aman,
trabajan para
las reinas... Los zánganos…“
Y el texto se
interrumpía por que faltaba un pedazo de papel.
Ella una sola
vez fue reina, pero había nacido para obrera. Pensó en voz alta:
“Tampoco quiero
zánganos en la casa.”
“El Pedro si
que me salió inteligente”
Sus ojos se
iluminan como carbones el si llegó a 7º grado y ¡hasta llevó la bandera!
En lo más
recóndito de su corazón sabe que salió a “él” ¿Cómo olvidar esos ojos negros
con un fondo de cielo azul?
Con orgullo que
da poder, piensa que es la única poseedora del secreto: Ni el mismo sabe que es
su padre.
El Pedro nunca
peguntó. Nunca la cuestionó.
Se da cuenta
que ha anochecido y no ha entregado los cabritos, ni levantado los huevos de
las gallinas. Tenía que hacerlo si o si sino los zorros se apropiaban del
producto.
Camina con
prisa hacia lugares que conoce solo ella: Entre los pajonales, detrás de las
casas, debajo de un viejo carro que sirve de gallinero, en el hueco de un viejo
horcón, en una caja de cartón, dentro del galpón.
Coloca
cuidadosamente los huevos en su delantal, convertido en improvisado cesto y se
dirige al rancho. Guarda los huevos en un tarro y regresa al exterior.
La luna alumbra
tanto que proyecta sombras a su paso… como fantasmas. Fantasmas lunares que
ella conoce y no teme. Sí, en cambio, otros que rondan por su cabeza. Mueve la
cabeza como para deshacerse de los pensamientos molestos.
Mira la luna y
recuerda su infancia y en ella la luna con la virgen, el niño Jesús y el
burrito.
Entrega los
cabritos a las madres, estos se reconocen y se buscan mutuamente, un coro de
balidos quiebra el silencio de la noche.
La soledad del
monte pesa y sin el Pedro mucho más. Es mas hondo el silencio en las quebradas
y la casa cruje por el viento sur.
“Solita mi
alma”
Sola como los
cerros, como el arroyo, o como esa lechuza que siempre está parada en el poste
del alambrado.
“Dicen que la
lechuzas tren mala suerte”
Ella no lo
piensa así, esa lechuza ha pasado a ser parte de su vida, como el monte, el
viento, los alambrados.
La detiene el
piar desesperado de un pichoncito que ha caído de su nido, lo levanta, lo
acaricia y lo coloca en su nido de ramitas secas. Allí se da cuenta que no está
sola, que no están solos. Ellos pertenecen al monte pero este también les
pertenece.
Además esta
toda su gente, por ejemplo ahora que no está el Pedro, las compras en el pueblo
se las hacen ellos
La Juana baja
solo dos veces al año al pueblo: en la festividad del santo Patrono, el tres de
mayo y el “día de ánimas”, el dos de noviembre.
Entra al cuarto
que sirve de cocina, toma un tarro que hace las veces de balde y llena otro
tarro que está en una hornalla de la cocina “económica” que tiene en la puerta
de hierro una inscripción: BEUTIN. En la otra hornalla, una pava ennegrecida
con agua hirviendo, cuya tapa tintinea.
Corre una
gallina rezagada, dormida en la rústica mesa de madera.
Prepara el
mate, saca un pedazo de pan de una caja de madera. Toma unos mates y come el
pan. Esa es su cena.
No ha prendido
el mechero, el vislumbre del fuego ardiendo le permite moverse con comodidad en
el cuarto. Cubre el fuego con ceniza y sale. No cierra la puerta de tablones
cruzados ¿Qué podrían robarle a ella?
Cruza un patio
de tierra y se encamina a la “pieza” que le sirve de dormitorio y de comedor de
recibo.
Una idea le
machaca la cabeza ¡No hay caso! No entiende porque el Pedro se fue tan lejos a
defender la patria.
Prende una
vela, busca con dificultad un ajado diccionario que le regaló una maestra, por
fin encuentra:
“Patria: lugar,
país, tierra donde se vive”
¿Qué tierra
tiene que defender el Pedro si ellos nunca la tuvieron? Siempre ha vivido en
esa casa, allí nació su madre, ella y después el Pedro. No hay papeles. Tierras
fiscales dice el maestro de la escuelita. Deja el diccionario, mientras se dice
moviendo la cabeza:
“Bah, hay
tantas cosa que no entiendo”
Se desviste sin
prisa, se deja abrazar por la manta tejida por su abuela y reza…Reza como ella
sabe hacerlo…Pide por el Pedro. Le pide a la santísima virgen que interceda.
Reza en silencio. Con su cuerpo, con su sangre, con su corazón. Todo un rezo la
Juana.
Afuera los
rayos de luna intentan atravesar los espacios que dejan las tablas de la
ventana. No sabe que hora es cuando se duerme.
Al día
siguiente se levanta apenas clarea.
Lo primero que
hace es traer una vieja radio a pilas y colgarla de una rama del tala.
Se asea en el
patio en una vieja palangana de aluminio, el agua helada pone colores en su
cara morena. Toma un peine que saca de una cola de caballo, disecada y muy
brillante, un peine negro, peina rápidamente su cabello. Se hace una gruesa
trenza y con la misma un rodete que sostiene con horquillas.
Entra en la
cocina, separa la ceniza, coloca unas ramitas secas y sopla hasta que la
llamita se convierte en fogata. Pone le agua para el mate y en otra hornalla
una ollita de “fierro “de tres patas en la que coloca trozos de grasa cortada.
Abraza un
manojo de leños con sus fuertes brazos y prende el fuego en el horno de barro
que está en el patio.
Vuelve y se
sienta en un banquito que en realidad es un tronco cortado con tres raíces que
hacen de patas. Coloca las brasas en un brasero que es un tarro al que se le ha
anexado una parrillita cuadrada. Trae la pava ennegrecida, los implementos del
mate y comienza su primera comida del día.
Hay otra mesa
en el patio, que en realidad es un tablón sostenido por cuatro horcones. La
limpia con cuidado y la seca.
Trae una bolsa
con harina y dispone un poco de la misma sobre la mesa, en forma de corona .En
el centro coloca la grasa derretida que “chirria” ante el contacto con la
salmuera tibia y un trocito de levadura.
La Juana se
transforma cuando amasa. Mete sus manos en la harina suave, acaricia la masa
hasta que está caliente, dispone de trozos alargados que corta con las manos y
en la parte superior le hace dos cruces con un cuchillo mango de madera.
Prueba el horno
introduciendo un papel adentro y cuando considera que la temperatura es apta,
toma una pala de madera con un largo mango y va disponiendo los panes en el
horno. Finalmente tapa la boca con una lata y coloca una piedra grande que la
sostiene.
Al Pedro le
encanta el olor y el sabor del pan casero. Le parece verlo: con el con el pan
caliente, lo huele y con respeto, como una ceremonia sacra, corta un pedazo con
la mano-la abuela decía que no había que cortar el pan con cuchillo- y se lo
lleva lentamente a la boca.
No sabe porque
hace pan hoy, cuando el Pedro no está hace torta al rescoldo.
Mientras el pan
se dora en el horno y el aire se perfuma con olor a jarilla, se entretiene en
sacar las hojas secas de la madreselva caprichosa que pese a sus cuidados no
quiere florecer. Desde que murió la abuela no ha florecido y eso que la cuida
especialmente y le ha ofrecido las flores a la estampa de la virgen dolorosa.
El balido de
las cabras desde el corral , la conecta con sus tareas pendientes, piensa que
hasta sus cabritas ha abandonado por estar cerca de la radio. Le parece que así
está más cerca del Pedro aunque no entienda muy bien el contenido de lo que dicen.
Está confundida
la Juana. Confundida, fundida con el silencio…fundida con las voces de la
radio. Para colmo el Lucho que pasa tras de una yegua arisca la confunde mas,
se dice en voz alta: ¡Que van a pelear con un príncipe…! ¡Jesús! ¡Un príncipe!
...Y viene en avión”
Si el Pedro lo
único que sabe manejar es su cuchillito del monte, lazos y boleadoras.
Que llegan
aviones... mira el cielo y ve revoloteando caranchos…Tengo que ocuparme de los
cabritos, piensa, y se dirige al corral.
Adivina algo en
la mirada de Hilario que viene desde el otro lado de la sierra.
“¿Será idea de
ella o el Hilario da vueltas para bajar del caballo?”
Se baja, y con
aire resuelto se dirige hacia ella, antes de que termine de hablar, siente que
su sangre se ha enfriado, que sus pies han echado raíces profundas que le
impiden moverse: soldados… muertos… mentiras.
“…Mas
mentiras..”
La Juana no
llora. Aprendió que en el monte no sirve llorar.
“Debe haber una
osamenta”
Y señala los
caranchos que revolotean en círculo.
Hilario se dirige
a ese lugar y la Juana al rancho. Toma la mano del mortero y pisa con fuerza el
maíz para la mazamorra.
“Hay que
hachar, sembrar, sacar el pan”
En el huerto
rasguña la tierra con sus manos y con grandes puñados tapa la tierra donde ha
colocado la semilla.
Y trabaja,
trabaja y trabaja.
No para, ni
para comer. El anochecer, preludio de un acongojado anuncio de otro día la
encuentra al lado del corral, mirando sin ver, escuchando el repiqueteo de la
lluvia sin oír. El olor a peperina es tan intenso que impregna su cuerpo, pero
la Juana no huele, no aspira, no respira.
Sus alpargatas
deshilachadas se manchan con la sangre que mana de la herida de una espina de
alpataco clavada en un pié que ella no ha advertido.
Los truenos
hacen retumbar los cerros. Los relámpagos delinean nítidamente las formas de la
tarde.
Parada al lado
del palenque la Juana parece la imagen de la desolación. La lluvia tan
esperada, resbala sobre su cara, sabe a sal y a vinagre. Empapa su cuerpo
delgado, delinea sus formas, se adhieren a sus pechos pequeños que parecen
brevas marchitas.
Pasa el
chaparrón y el sol marca una línea curva en el horizonte con los colores del
arco iris. El cielo despide un resplandor rojizo
“Mañana será un
lindo día”
Quién sabe que
fuerza traslada su cuerpo, su materia, al rancho.
No enciende la
radio, la baja del tala y la coloca sobre la mesa de la cocina.
Prende el farol
lo cuelga de un gancho en la pared de barro y guarda el pan en un gran cajón de
madera.
Alimenta los
perros, los gatos e intenta entibiarse por dentro con el mate.
Con el farol en
la mano, arrastrando los pies que pesan como plomo se dirige a la “pieza”. No
apaga el farol.
En el lecho sin
desvestirse ni deshacer la cama, mira el techo de jarilla, sin pestañear, no
sabe a que hora desciende, piadoso, el sueño.
El canto del
gallo la despierta. Saliendo del rancho en la ramada se detiene petrificada:
”¡Ha florecido
la madreselva!”
Siente que una
esperanza grandota le inunda el pecho.
Cuando aparece
en medio del guadal la chata del Turco o sabe que le pasa a sus ojos. Ve todo
nublado. Desdibujan la figura del Pedro levantada en saludo.
Sus pies como
trasformados en pájaros vuelan al encuentro. Toda la Juana florece. Su blusa,
como por arte de magia se infla y sus pequeños pechos semejan dos higos
maduros.
Como fulminada
por un rayo llora, ha comprendido que llorar sirve para que florezcan las
madreselvas.
*
Este día y no
otro.
Este día y su
amanecer de hoy, no otro.
Esta vida, y no
otras cincuenta.
Esta vida y sus
tardes y sus noches.
Este andar
despertando
y este pelo
indomable
y estas manos
preparando el desayuno.
A veces juego a
que soy otra.
En otros días y
vidas y tardes y mañanas.
En donde el mar
esté más calmo
y no necesite
salvavidas ni remos ni timón.
A veces eso se
acaba, digamos, casi siempre...
Porque es esta
vida, no otra, la mía y la tuya.
Y porque estás
vos ahí,
y que lindo
hallarte
y que rico
desayuno me sale esta mañana.
Esta mañana, y
no otra,
Y me mudo a
este día
cargada de
cosas y cositas
que no voy a
limpiar
no voy a
lavandinar
las dejo al
comienzo de la letra
y vos...
*De Paz
Bongiovanni pazbongio@hotmail.com
De paso*
*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
LO PENSÓ así en
el momento exacto en que se apeaba del tren: «nadie hablará de nosotros cuando
hayamos muerto». Intuía o recordaba que era el título de una canción, una
película, un libro… Algo que le venía de remotas regiones de su mente, palabras
difuminadas por la resaca del tiempo que ahora, sin motivo aparente, habían
salido a la superficie para volver a sumergirse en el olvido minutos u horas
más tarde. El hombre ya no era joven. Tenía esa edad indefinida de quienes han
vivido en muchos sitios o —pensémoslo despacio— en ninguno. Por eso una frase
aparecida de repente en su cabeza podría venir de cualquier parte: La edad
mezcla palabras y recuerdos, invenciones y vivencias. Todo es una misma
argamasa que se amontona, informe, en los anaqueles de la memoria.
Pero ¿a qué
venía esa frase justamente ahora? El traje raído, las arrugas delatoras, el
exiguo maletín ¿pueden ser, acaso, la respuesta? El hombre miró al frente. Un
cartelito despintado anunciaba el nombre de la estación: «Ingeniero de Madrid».
Le resultó chocante, porque él había nacido allí, muy cerca de Madrid; en
España, esa España ahora tan lejana como las brumas de un entresueño, que se
van desvaneciendo poco a poco cuando despertamos y de las que, al final, apenas
queda un vago rescoldo, una cicatriz inexistente. Tal vez fue ese detalle —pero
esto lo pensó ahora, mientras contemplaba el letrero—, el nombre de la
estación, lo que le trajo a la mente la frase lapidaria. Porque ¿algún ser vivo
recordaba todavía quién fue exactamente ese ingeniero? Cierto que en algún
libro, en alguna enciclopedia cubierta de polvo, quizá se reflejase no sólo el
nombre, sino incluso también el hecho por el cual este lugar que ahora pisaba
había adoptado ese nombre, que —a pesar de todo— no dejó de resultarle
sumamente curioso. Pero ¿puede una enciclopedia, por exacta y completa que sea,
imitar o suplantar eso que llamamos recuerdo? ¿Son esos artículos, esas
anotaciones, una forma de seguir existiendo en la memoria de las gentes
futuras? Tal vez, pero, en cualquier caso, una forma distorsionada,
infinitesimal. Las biografías las escribe gente viva sobre gente muerta (o
gente muerta sobre gente muerta, que viene a ser lo mismo) y quienes las
escriben no saben nada, absolutamente nada. A lo sumo, una mínima colección de
hechos aparentemente importantes, pero que en realidad son irrelevantes o
anodinos, puesto que no arrojan ninguna luz sobre la persona biografiada… La
única biografía posible la va escribiendo uno mismo, con sus propios actos, y
no queda registro en parte alguna…
Vio las vías
perdiéndose en el horizonte. Las vías del tren sugieren el desencuentro (acaso
también la infinitud del desencuentro) pero en este caso concreto, además, ese
desencuentro resultaba aún más dramático porque dos pares de vías se cruzaban
en este punto para ir alejándose después hacia sus respectivos destinos, líneas
infinitas que jamás volverían a encontrarse. Y este punto, el único lugar en
que esas líneas se encuentran, es una estación erigida en medio de la nada, un
punto perdido entre otros puntos igualmente perdidos o inimaginables.
Así sucede
—pensó— tantas veces. Tal vez sólo exista un punto, un único punto en todo el
inimaginable cosmos, donde sea posible el encuentro. ¡Qué dicha, el encuentro!
Y qué tristeza ver alejarse de nuevo los trenes del destino, intuyendo…
Desencuentros…
Si lo pensaba con frialdad y atención, fueron precisamente ellos quienes le
habían traído hasta este lugar, quienes habían de llevarle adónde iba. Pero
¿dónde iba exactamente? No podía recordar el nombre (si es que tal cosa puede
tener importancia en realidad), y no tenía el menor deseo de sacar del bolsillo
el papel donde figuraba. Ya habría tiempo para eso cuando el nuevo tren se
pusiera en marcha hacia el siguiente destino. La vida es una sucesión de trenes
que, en apariencia, nos llevan de un lugar a otro. Sabía que una vez allí tenía
que hablar con un tal Pereira o Pereyra, un portugués o brasileño que también
—por circunstancias desconocidas y que, en el fondo, no importaban— había
venido a dar con sus huesos en ese lugar alejado del mundo y de la historia
(pero —atinó a pensar más o menos confusamente— ¿hay algún lugar que no esté
alejado del mundo y de la historia? De ser así, el tiempo, juez definitivo, ya
vendrá a corregir esa desigualdad momentánea, ese error inocuo). Tampoco
recordaba, hecho anecdótico si lo miramos bien, cómo se llamaba el lugar del
cual venía. De ese triángulo escaleno, sólo el curioso nombre de esta estación
solitaria había echado raíces en su memoria. En la estación no había nadie más.
De nuevo, estaba solo.
Los
desencuentros, sí… Llegan a ser tantos que es imposible recordarlos todos. Y
¿para qué habríamos de recordarlos si sólo pueden producir dolor, desolación?
Amigos que se fueron diluyendo en un pasado cada vez más difuso, amantes cuyos
rostros apenas son una neblina inconsistente, familiares a quienes no había
visto en dos décadas… Y le vino de nuevo esa frase: «Hablar de nosotros después
de muertos —musitó con una sonrisa amarga—. Si al menos alguien lo hiciese
cuando aún estamos vivos, si es que en verdad lo estamos». Si alguien… Porque:
¿Quién le brindó una mano cuando su mundo se desmoronaba? ¿Quién le habló cuando
precisaba una palabra? ¿Quién estuvo ahí en esas horas de amarga e interminable
soledad, o en esas otras de inasumible derrota? ¿Quién, finalmente, vino a
despedirle a la estación —esa otra, ahora disuelta entre las telarañas de un
olvido consciente— veinte años atrás, cuando tuvo que partir para no regresar?
Para no regresar. ¿Amistad? Palabra casi siempre exagerada para definir
relaciones superficiales entre seres humanos. ¿Amor? Ya lo dijo Bécquer: es un
rayo de luna. ¿Fidelidad? Palabra horrible y abstracta. Encierra una falacia.
Un día, no muy
lejano, de esta estación sólo quedarán ruinas, algunas fotos viejas, tal vez
uno que otro recuerdo impreciso como la sombra tenue de un sueño abandonado en
las hondonadas del tiempo. De quienes en ella esperaron alguna vez, de quienes
tomaron un tren o se apearon de otro, de quienes en ese mismo andén conversaron
durante unos minutos, desconocidos atrapados durante un instante en un lugar
que ninguno de ellos eligió, ¿Qué será exactamente lo que quede?
Un vacío tan
grande como el que ahora veían sus ojos, allí en esa estación inconcebible, era
la única respuesta a todas esas preguntas. El hombre suspiró, miró hacia el
cielo gris. El cansancio ya conocido vino a posarse sobre sus hombros. Tuvo que
sentarse. Tal vez se adormeció. Por eso, no podría decir si vio, o sólo los
soñó, a los jinetes que venían cabalgando desde el Sur, lentos, callados,
cabizbajos.
De los dos
jinetes, el más joven se quedó un buen rato mirando al hombre que dormitaba,
sentado en el destartalado banco de madera de la vieja estación. Hizo un gesto
vago de saludo, sin obtener respuesta. Luego miró a su acompañante y preguntó:
—¿Qué estará
haciendo ahí?
Después de un
rato, el otro jinete, un viejo de pelo blanco y rostro endurecido por lluvias y
sequías y noches durmiendo al raso, contestó sin apartar sus ojos del camino:
—Está
esperando.
El joven le
mira, incrédulo.
—¿El tren? Pero
entonces tal vez deberíamos decirle…
—Probablemente
él sabe.
—Pero si
supiera, entonces…
El viejo calla.
Deja que la verdad se vaya abriendo paso en la mente del otro. Sólo cuando ya
casi le han perdido de vista, cuando el hombre desconocido y la estación
abandonada apenas son un recuerdo que se va desdibujando, vuelve a oírse su voz
grave, sentenciosa.
—Hay gente que
va en busca de su destino; y hay gente que espera. Y también hay gente que hace
las dos cosas. Dónde, cuándo, por qué… sólo son detalles circunstanciales,
insignificantes. Y ni siquiera podemos hablar de elección. Caminas durante años
y un día, sin que se sepa el motivo, los pies se niegan y ya no hay
alternativa. Ese hombre —su rostro lo gritaba— se cansó de caminar. Y ahora
espera. Nada más.
Y sin mirar
atrás, los dos jinetes siguen cabalgando, sin apuro, como si en realidad no
fuesen a ningún lugar, como si la única realidad posible fuese el camino que se
extiende bajo los cascos de sus caballos. El silencio se ha instaurado de nuevo
entre ellos, y sobre la escena, ahora, apenas se oye el rumor de la brisa que
recorre, casi con timidez, el inabarcable páramo, rozando al pasar, de forma
leve, todo aquello que aún tiene consistencia y que algún día, pronto, sólo
será una sombra, un apunte inconcreto en los ajados libros de los hombres.
* De la
estación Ingeniero de Madrid hoy no queda nada. Sólo el recuerdo, tal vez.
** El Pereira
de este relato es mi pequeño homenaje póstumo a Don Antonio Tabucchi,
recientemente fallecido.
-Sergio Borao Llop acaba de publicar el libro de relatos “El alba sin espejos” por el
sello eBooks Literatúrame!
*
Voy por el
desenlace
de otra noche
incierta
y la herida del
pocillo
una vez más, me
duele
No es el café
que se enfría
sino mi rouge
inmóvil
en el borde de
todas las tazas
*De Marcela
Lokdos. lokdos1@yahoo.com.ar
EL METAL DEL
OMBLIGO*
Se escucha el
percutir
de máquinas
saliendo
por esos ojos
de obsidiana
encendida
... como el
llanto
de madera
triste
como voces
de pieles
maduras
entregadas
al fruto del
viento.
Y abrazo
el dedo índice
que he mordido
para verte
dentro
de ese espejo
lleno, oscuro
y silente,
como
masa grávida
que sostiene
los huesos
poliándricos
de tu boca
de mimbre rojo.
Con el sonido
industrial
en el ombligo
levantas
la velocidad
dinámica
de tus labios
echados al
vuelo
del crujir
crujiendo.
Pisas, y grito
de cámaras
decapitan
la música
con la cual
camino
por tus
ineludibles úteros
con lengua
y aire de
forastero.
*De Daniel
Montoly. danielmontoly@yahoo.es
Conjugación*
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
ALGUIEN DEBIÓ
ENTRAR durante la noche y dinamitó el verbo.
Por fortuna,
según se desveló en un primer comunicado, no se trataba de uno de los verbos
mayores, como poseer, dominar o triunfar. Era más bien un verbo cortito, chico,
casi insignificante; obsoleto. Pero así y todo, quizá por pura rutina, a la
mañana siguiente acudieron los académicos, con sus potentes linternas y sus PDA
subvencionadas, para censar los destrozos, tomar las oportunas notas y emitir
el dictamen correspondiente.
La fachada no
había sufrido grandes daños, por lo que la preocupación inicial se disipó en
parte, dejando paso a una disimulada indiferencia.
El interior,
sin embargo, estaba en ruinas.
El presente de
indicativo, en especial la primera persona, sólo podía conjugarse maquillándolo
con abundantes adverbios y adjetivos, lo cual no impedía que se tambalease,
pero le daba una apariencia aceptable, aun cuando a pesar del camuflaje
resultara evidente su decadencia.
Todos los
pretéritos —salvo el perfecto de indicativo, repentinamente convertido en
imperfecto— habían desaparecido. A primera vista, no podía descartarse la
hipótesis del secuestro, pero todo apuntaba a su total aniquilación. Gerundio y
participio lloriqueaban en un rincón, despojados de toda dignidad. Estaba claro
que habían sido objeto de algún tipo de violencia. Más inquietante resultaba el
estado del infinitivo, cáscara hueca sin signos vitales, armazón inútil cuyo
devenir ningún experto se atrevió a pronosticar.
El rostro del
futuro había sido deformado de tal modo que ahora no era más que una máscara
horrible: La mueca del tramposo sorprendido en el instante exacto de seducir a
su víctima.
Evaluados los
daños, y puesto que la reconstrucción no parecía posible (y, según el parecer
de los eminentes sabios, tampoco merecía la pena) se acordó de forma unánime
que lo mejor sería dar unas manos de pintura y elaborar un concienzudo
manifiesto para evitar cualquier reacción adversa de la opinión pública,
reacción que, por otra parte, se valoró como improbable. En poco tiempo —comentó
alguien en voz baja— ya nadie se acordará.
Una vez que
todos hubieron pronunciado sus solemnes frases ante las cámaras de televisión,
cuando el tumulto de barbas, voces graves, preguntas y sentencias fue dejando
paso a la tranquilidad, cuando hasta los últimos curiosos abandonaron la
escena, cuando el silencio se extendió finalmente por la estancia, se escuchó
un levísimo sonido lastimero: Bajo los escombros, herido, magullado,
alicortado, sangrante y olvidado, resonaba, como una flamígera esperanza, el
presente de subjuntivo.
*Sergio
Borao Llop. Nació en Mallén (Zaragoza, España) en 1960 y reside en la
capital zaragozana. Es encuadernador, periodista, poeta y cuentista. Ha
publicado los siguientes cuentos: Las carreteras (Revista Nitecuento, nº 23,
también en Margen Cero); Antología Relatos – Zaragoza, 1990; Feria (Revista
Nitecuento, nº 13); Paisaje sin batalla (Revista Nitecuento nº 16); Espíritu de
la Plaza (Antología Callejón de palabras – Mizar) y en cuanto a poesía
publicada: La estrecha senda inexcusable (poemas) (Poemas Zaragoza, 1990) y
Poemas (Antología Poemas quietos – Mizar).
Entre otros
sitios que mantiene el autor destacamos aquí la web Desiertos que habité, oasis
que entreví.
No distraerme*
Voy a intentar
no distraerme
En las cosas
del pasado y del presente
En una esfera
de cristal voy caminando
Con las tibias
palabras de consuelo de una amiga
Hay flores
multicolores, un gato atigrado
Huelo a
perfumes de miel y vainillas
Con mis
parpados bien abiertos
Miraré solo con
la frente alta a la aventura
Tomaré
solamente los buenos recuerdos
En ese circular
del tiempo que paso
No me distraeré
con mis errores
No dejaré que
susurren mis rencores
Solo buscaré la
armonía de pensarme
Con una paz
interior y silenciosa
No derramaré
lágrimas de desconsuelo
Ni tiraré mis
logros por el piso
Me dejaré
llevar por los aires del poema
En petardos de
flores encendidas
Dejare de lado
el desaliento y la tristeza
Que se irán
flotando por el río
En la magia de
mis amores viviré
Intentando
protegerlos con esmero.
Sólo así te
prometo vida mía
Que transitaré
orgullosa las diagonales
Sin dejar que
la suerte me abandone
Sin tener que
abandonarme a la suerte.
Así entonces
amada vida
Podré decirte
que te quiero
No habrá más
rincones nebulosos
Ni pegajosas
lianas que me aprieten
El aire que
respiro será infinito
Si logro el
milagro de no distraerme.-
*De Azul.
azulaki@hotmail.com
***
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