*Obra de Claudia Marting.
Rosario.
Argentina.
EN CAMINO*
Me pregunto
cuántas incertidumbres
llevaré conmigo
cuando parta,
cuánto mundo no
habré visto…
qué orfandad de
palabras quedará
en los poemas
no escritos.
A veces trae el
desvelo
inquietudes
disfrazadas
que no
entiendo. Me cuestiono
si supe vivir,
y si puedo
transitar ese
camino con andar leve.
Redimida de
cargas inútiles,
sólo con el
sentimiento.
Y la certeza de
mi aprendizaje:
saber que el
milagro es constante
en cada flor
que se abre,
en el sol, la
lluvia, el aire.
- si vemos
brillar estrellas
hace siglos
extinguidas...-
tal vez como
ellas nuestros destinos.
Somos parte del
juego y del enigma.
Al final del
sendero
alguien espera.
Le llevo en mi
equipaje
el corazón
absolutamente
desguarnecido.
*De Miryam Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
SOMOS PARTE DEL JUEGO Y DEL ENIGMA…
ACERCA DE LA ALDEA.*
Conserva un
suave gesto de abandono, /
los rasgos de
la ausencia / prisioneros en óvalos de viejos relicarios / como aquel rizo
opaco que nadie reconoce. /
Es un rostro
entre azogues, /
una fotografía
en tonos sepias de algo que ya no existe, /
que jamás ha
existido / salvo en la desmemoria de encajes, / terciopelos, / abanicos de
nácar, / peinetones, / zarcillos. /
Hacia la
plenitud de los cereales, /
el sur le
extiende su actitud de pan, / de lluvia sin cerrojos; /
le entrega sus
corolas de ceniza, / su estambre de humo espeso. /
El sur es una
dalia advenediza que enciende lejanías / por donde migran ángeles y dioses /
tal y como si fueran hojas secas en el advenimiento del otoño./
Hacia el norte
acontece el reino del delirio, /
el perfil de un
silencio que aúlla como ortigas / o eclipses / o cigarras; /
como el vientre
desnudo de los cardos reclamando otro cáliz, / otro estambre desde donde parir
las soledades, / la impenetrable angustia de la sed y la espina.
Hacia el norte
sucede el seco territorio del olvido. /
Las espadas
vinieron a fundarla en medio de sus ríos. /
La pensaron
albatros, golondrina. /
Ella tuvo
actitud de mariposa. /
En las manos
cruzadas sobre el pecho / retiene el mismo gesto desvalido / de quien ya no recuerda
las sílabas estrictas / que aluden a la luz de la esperanza, / conjuran
algoritmos / o naufragios. /
El gesto
desolado de quien clausura cielos y horizontes / con urdimbres de espesas
telarañas / impidiendo a los duendes sobrevolar la tarde, / custodiar las
palomas, / amparar los follajes de campanas./
Por eso /
cuando trepan las auroras sobre la arboladura de los templos, /
cuando el reloj
del claustro amnistía los trinos con su dedo de sombra, /
cuando las aves
nacen al arrullo, / al hambre cotidiano; /
escarba con las
uñas debajo de los sueños / en busca del idioma que la nombra / por su nombre
de santa. /
El nombre que
tatuaran las leyendas en registros, archivos y sepulcros. /
Las espadas
llegaron a fundarla en medio de la nada. /
La pensaron
camelia, / siempreviva. /
Ella escogió lo
efímero y salvaje, / la silvestre humildad de las verbenas. /
*De NORMA SEGADES-MANIAS.
JUEGO DE
LETRAS*
Tenía todo
preparado. Los folios, a la izquierda. Bolígrafos, dos de cada color −rojo,
azul y negro−, a mi derecha. El ordenador, en el centro. La silla, muy cerca de
la mesa, con el cojín para los riñones, dos paquetes de cigarrillos y un vaso
de whisky con hielos. Así me imaginaba la mesa de un escritor, aunque todo
revuelto. Caótico.
Mezclé los
bolígrafos con las hojas. Se cayeron folios y bolígrafos. Les di una patada.
Escritor maldito, me dije con sonrisa diabólica. Encendí un cigarrillo, que
saqué de uno de los paquetes de Marlboro que había comprado esa mañana. Imaginé
que me entrevistaban, para El País o El Mundo, y puse posturas de gran
intelectual; ahora con la mano izquierda, en la frente, apretando las sienes,
ahora con el cigarrillo en la boca intentando decir algo ingenioso tras la tos.
Tiré la ceniza, que cayó dentro y fuera del cenicero. Cogí el vaso de whisky.
Lo moví, circularmente, necesitaba oír el clic, clic de los hielos. Me lo llevé
a la nariz y bebí. No me gustó el sabor, tampoco el del tabaco, pero daba un
toque especial, de artista.
Dejé que el
cigarrillo se consumiese, que los hielos se deshicieran y me acerqué el
portátil. Los dedos en el aire, como pianista al comienzo de un concierto.
Estaba en tensión; demasiada tensión para una buena escritura. Le di dos sorbos
al whisky. El nombre del personaje. Ricardo. Me gustaba, tenía fuerza. Ricardo
Corazón de León. Ricardo III.
Di a la «r»;
una, dos, tres veces. Mantuve el dedo presionado. Las erres fueron uniéndose
hasta llenar la pantalla. Las borré. Pensé en lo difícil que era escribir. Solo
sentarse frente a una pantalla tan blanca atemorizaba; parecía que las
palabras, las ideas, huyesen, como esas erres que ya había borrado.
Antes de
retirar el ordenador y probar con el papel, di a la «r» y la guardé como
documento. Me hizo gracia mi hazaña, que celebré con caladas al cigarrillo y un
buen trago de whisky. Cogí folios y el bolígrafo negro. «Espalda recta, ojos al
frente», me dije acordándome de la mili, «al objetivo». El objetivo era
escribir algo, lo que fuese, aunque estuviera mal escrito. Sentir que a un
sujeto sigue un verbo, que los complementos se van arrimando a la frase, que a
una frase sigue otra, que hay armonía entre ellas, que van casi de la mano.
Encendí un cigarrillo y contemplé el humo. Cuántas veces había soñado
desaparecer de una manera tan elegante. Adquirir esa materia volátil.
Cómo empezar.
Ricardo, a sus treintaicinco años. Horrible. Ricardo, hombre sincero y robusto.
Hombre sincero y robusto. ¡Dios! Las taché. Los críticos lo reprobarían.
Mientras pensaba en el argumento, dibujé erres; mayúsculas, minúsculas,
alargadas. Cuando me cansé, arrugué la hoja y la tiré a la papelera. Hice una
buena canasta. Apagué cigarrillo y portátil, y fui al baño.
Mientras me
subía los pantalones, me vi en el espejo. Tenía más ojeras. Lo blanco de los
ojos con venas rojas. Me dolía la garganta. Saqué la lengua; amarillenta. No
quise seguir indagando.
Miré por la
ventana del salón, mientras pensaba en la tontería que había hecho guardando un
documento solo con la letra «r». Me reí. En el piso de enfrente, vi al viejo
que hablaba dirigiéndose a un reloj de pared. Recordé que había imaginado que
era viudo y que ese reloj antiguo sería un recuerdo de su mujer, como si ese
objeto fuera la imagen personificada de ella. Me pregunté si hablaría todas las
noches dirigiéndose a él. Quizá queden conversaciones pendientes, o le eche
cosas en cara. Puede que le cuente lo que hace cada día, cómo va el país, algún
cambio en el barrio, la ampliación del metro, la muerte de algún conocido. Si
tienen hijos, le comentará cómo les va en el trabajo, con sus mujeres, cómo van
creciendo los nietos.
El reloj de
pared, pensé. Una abuela que se llevase mal con su nieta podría dejárselo en
herencia. Este podría llegar en una caja de contrachapado, pintada de negro,
que le recordase el féretro de su abuela. Símbolo: reloj de pared−abuela. Como
símbolo podría meterse en muchas historias, menos macabras. Desde que le
dejaron la «caja» la nieta no sale de casa y, aunque sabe lo que es, no se
atreve a abrirla. El desenlace: la nieta puede quedarse velando al reloj,
contándole todo el daño que le ha hecho. Muy parecido a Cinco horas con Mario.
Descartar.
Se me ocurrió
otra historia. Cogí mi cuaderno, me senté en el sillón y escribí: Un hombre
está leyendo. Le molesta el ruido que hace el reloj de pared. Se le hace
insoportable. Ese tictac repetitivo, monótono. Cuando no aguanta más lo tira al
suelo, destrozándolo. Vuelve a leer. No puede concentrarse. Echa de menos ese
ruido que antes le desesperaba. Levanta el reloj y coge los trozos, poniéndolos
en su sitio. Las manillas marcan la hora en que se paró. Once menos cuarto. Se
sienta frente a él y espera a que sea la hora.
Fui a mi
estudio. No quería perder tiempo, tenía que escribir.
Estuve media
hora escribiendo y borrando. Decidí dejarlo. Abrí el único archivo que tenía.
La «r» parecía mirarme con altivez. Me surgió la idea para un relato. Un hombre
escribe. Una hora, cuatro. En la pantalla, una «r». Sigue escribiendo. Las
cinco, las siete. En la pantalla, una «r». Llega la noche. El cuello le duele,
los músculos de los hombros tiran. Necesita un descanso pero sigue escribiendo.
Mañana, mediodía, noche. Solo oye el ruido de sus dedos en las teclas de
plástico. «La historia fluye», piensa y sonríe. En la pantalla, una «r». La
mira, desafiante. «Levantarme, huir». Pero el hombre sigue; sigue escribiendo.
*De Eva María Medina Moreno. relojesmuertos@gmail.com
*
tu olor llegó
en los ferrocarriles
o vino reptando
bajo la tierra
o fue sacudido
por el viento y cayó junto a las raíces
y se hizo flor
se parió piedra
sustantivó el
grito azul del agua
solamente mi
boca creciendo bajo la sombra del eucalipto
solamente mis
manos,
ah, olorosa
mi gota hueso
la sinestesia crepuscular de mi sangre o qué
tu olor llegó
de áfrica en un cajón de frutas
del Asia
oh, olorosa
de la antigua
hendidura de los mares
cayó en esa
gota sementina de luna y diamante y furia
yo estiré el
brazo abrí la carne y esperé
tu olor hizo
sobre mi palma una pirámide oscura
que dejó en mi
lengua
ah, vos,
olorosa,
civilizaciones
antiguas y rosas del futuro
y animales
prehistóricos
que volvían a
abrir los párpados bajo tu sexo /
*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
***
"Hubo una vez un tiempo mágico
un farol encendido".
Yolanda Vale
EL TÚNEL*
Cae de bruces
la tarde
resbalando mi
interior
aleteando besos
sabor medio
luto
corazón nadando
a espaldas
río de muerte
combustión los
huesos.
Humo ocre
exterminador de sesos
pensamiento
lapidado, ceniza
farol oscuro
sin nombre.
As sacrificio
As conciencia
As memoria
¡Hago!
¡Hago!
¡Hago!
(Sin ases bajo
la manga)
Alois retumba
oídos
Alois
resquebraja mis ojos
Alois rebanador
de memoria
Alzheimer
Progreso
Alzheimer
Ovillos
Alzheimer
Lamento
¿En cuál de los
tres encaja mi nombre?
Entreabro la
piel
...... TÚNEL
VACÍO......
*De Natalia Lara. cpc.larag@hotmail.com
Puerto Ordaz,
Venezuela
© 2013 Natalia
Lara. TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
La tonta que ponía la plata*
*Por Juan Forn
En 1942, la
vanguardia parisina había logrado llegar a Nueva York escapando de la guerra.
Para los pintores norteamericanos fue tener a Europa en casa por primera vez:
de Duchamp y Breton a Mondrian y Grosz. Primero fueron a venerarlos. Cuando se
quisieron dar cuenta ya se la estaban midiendo con ellos y descubrieron que los
europeos eran el pasado y ellos el futuro de la pintura. Es famoso el momento
que lo condensa como ningún otro. Ocurrió en la galería de Peggy Guggenheim, un
loft deforme en un séptimo piso de la calle 57, que su dueña puso en manos de
Kiesler, el mago vienés de la escenografía. Kiesler tapió todas las ventanas de
todas las salas, forró todas las paredes de paneles de madera curvados, donde
se expusieron las telas sin marco. Las esculturas estaban en el piso, pintado
de turquesa, o en valijas abiertas que podían convertirse en asientos
improvisados. Se trataba de romper las barreras con el espectador, dejarlo
entrar más. La gente podía tener la obra en la mano. Los artistas andaban por ahí,
hablando entre ellos en francés, a veces discutiendo a gritos, a veces posando
para la posteridad. Nunca se había visto algo igual, la gente iba en manadas.
Durante seis meses de 1942 el espíritu loco del Montparnasse en los años ’20
volvió a vivir en ese loft de Nueva York. La polinización era tan intensa que
Peggy tuvo la idea de hacer una muestra cruzada de “sus” vanguardistas europeos
y los nuevos talentos norteamericanos. Planeaba titularla “Un problema para los
críticos”.
Convocó a
concurso y se puso de jurado junto a Mondrian y Duchamp. Siempre había hecho
eso: rodearse de los que sabían, confiar ciegamente en ellos hasta el momento
en que le venía el pálpito propio, al cual se confiaba, fuese genial o
ridículo. Peggy G. padecía una nariz bulbosa, “fea como el pecado”, y un gusto
igual de desafortunado para vestirse, pero también era muy graciosa y muy
impúdica. Nunca le importó que la consideraran la tonta que ponía la plata,
porque a los veintiún años, recién llegada a París, su tío Solomon el coleccionista
le había dicho: “Comprar arte es lo único que evitará otra guerra”. Vale
aclarar que Peggy era de la rama “pobre” de los Guggenheim: aunque mantuvo
económicamente durante décadas a la anarquista Emma Goldman, a Djuna Barnes y a
toda la familia Breton, el mito que corrió sobre ella en París (que heredaría
setenta millones de dólares) estaba un poco sobredimensionado: lo que heredó
fue una cifra doscientas veces menor, y se pasó la vida haciendo milagros para
que esa platita alcanzara para todos. Porque aplicó al pie de la letra el
consejo del tío Solomon: al heredar, se entregó a su famoso shopping-spree de
“un cuadro por día” con la lista que le hizo el respetado Herbert Read (de la
que ella tachó a Matisse y al Aduanero Rousseau porque no le daban moderno). La
idea era conseguir un palacete en París para poner toda su colección y tener la
casa llena de artistas, porque la idea era vivir ahí y estar siempre
acompañada. Los nazis no le dieron tiempo. Cuando ya estaban a las puertas de
París y el Louvre se negó a almacenar su colección (no la consideraron
“material suficientemente artístico”), ella embaló sus seiscientas piezas en
manteles y frazadas, las fletó a Nueva York caratuladas como enseres domésticos
y se resignó a hacer realidad su sueño en un loft en lugar de un palacio, y en
la ciudad que había abandonado por aburrimiento veinte años atrás (“Lo único
que se puede hacer en NY es trabajar de nueve a seis y beber desde las seis en
adelante”).
A treinta
cuadras de su galería se alzaba el monumental Museo Guggenheim (“el garaje del
tío Solomon”), con su edificio circular todo pintado de blanco y su disciplina
prusiana. Pollock trabajaba en el subsuelo como operario, armando bastidores,
cuando mandó su Stenographic Figure 1942 al concurso convocado por Peggy.
Mondrian pasó un día por la galería a ver los cuadros que habían llegado. Peggy
vio al venerable anciano ir de tela en tela hasta que se frenó ante el Pollock.
Saltó de su silla a explicarle que ese engendro estaba colgado ahí sólo tentativamente,
pero Mondrian contestó: “Si lo que veo en esta tela sale a la luz, va a ser el
nuevo rumbo de la pintura”. Peggy se quedó contemplando el cuadro en silencio;
al día siguiente fue solita al taller de Pollock y le ofreció pagarle durante
un año para que se dedicara sólo a pintar cuadros para ella. Luego anunció a
los diarios que le dedicaría la primera muestra individual de su galería (el
primero de los cuadros famosamente enormes que pintó Pollock fue a parar al
lobby del edificio donde vivía Peggy porque no entraba en la galería).
Mondrian murió
meses después, no llegó a verlo, pero ya había hecho lo suyo. Pollock no volvió
al subsuelo del Guggenheim ni para renunciar; dejó que se enteraran por radio
pasillo de su nuevo status como paladín de la vanguardia. Nueva York empezó ese
día a destronar a París como centro del mundo. Pero Peggy no disfrutó lo que
había generado porque tuvo la peregrina idea de publicar su autobiografía, y
dio pie a que la hicieran pedazos. La gracia mayor de Peggy entre sus amigos
eran sus impúdicas confesiones amatorias. Nunca entendió por qué lo gracioso en
forma oral fue considerado tan vulgar por escrito; lo cierto es que de la noche
a la mañana se convirtió en el bochorno social y artístico de la ciudad. Cuando
todos querían ir a Nueva York, ella partió a Europa con su colección,
incluyendo los doce Pollock.
París le
pareció muerta y Londres arruinada por los bombardeos, pero en Venecia encontró
a buen precio un palacete blanco frente al Gran Canal, conocido como el Palazzo
Non Finito, porque sus dueños originales se quedaron sin plata para hacerle el
segundo piso. En la terraza de ese edificio petisón tomaba sol desnuda, a la
vista de sus vecinos de ambos lados, la Prefectura y el consulado yanqui. Todos
los atardeceres (“la hora de oro”) salía a pasear en su góndola privada,
mientras dejaba abiertas al público las puertas de su palacio: los visitantes
podía entrar hasta en su dormitorio, donde tenía un hermoso móvil de Calder y
una pared entera dedicada a los estrafalarios pendientes que usaba en sus
orejas. Con el tiempo, los cuadros empezaron a descascararse por la humedad,
los sirvientes iban desapareciendo, sólo se servía sopa de tomate enlatada a
los cada vez más escasos huéspedes y el jardín se iba poblando de pozos donde
enterraba a los histéricos perritos lhasa que fueron su última debilidad
(siempre tenía que tener catorce). El tío Solomon, que nunca le perdonó la
vulgaridad, dejó órdenes estrictas de que ninguna pieza de Peggy se exhibiera
nunca en su Museo, pero Peggy murió última y rió mejor: esperó y esperó hasta
que, a fines de los ’70, ya enterrado el tío Solomon, le ofrecieron el Museo
entero para una muestra dedicada a ella y además la Fundación Guggenheim
anunció con bombos y platillos que a su muerte se haría cargo tanto de la
colección como del palacio, donde terminaron gastando en la restauración de los
cuadros y del edificio la fortuna que Peggy nunca llegó a tener en vida.
LAS PUTAS SE
PINTAN ROJO*
El bramido
regresa. Alga marina y fango.
Detrás, una
cara. Hombre de tinta.
Lo acompañan
otros, muchos…
De dos en dos,
a veces tres.
Llegan por una
rúa insomne.
Pasan por un
frágil puente de madera.
Madrera de
saudades.
No entiendo sus
palabras.
Sus confusos
silencios que me nombran.
Y que gritan.
Que dicen tiza. Azafrán. Zozobra
Campanario.
Infancia que no vuelve.
Siento el olor
a sándalo.
A velas y
antorchas incendiadas.
Rojo sangre
pasión.
No, niña, solo
las putas se pintan de rojo.
Hay un acre
sabor dulce que hostiga, sin parar.
También un niño
ciego.
En mi pecho dos
girasoles negros.
Una caja. Un
ataúd. Un féretro.
No, no. Estoy
viva. No.
Me golpean en
la boca del hambre.
Un hombre
pregunta porque calla Dios.
Y no se que
decirle.
Y callo. Una y
otra vez. Callo.
Baja la frente.
Alarga la pollera.
Ponte zapatos
de arpillera.
Y me muerde una
marea de alas de cigüeñas.
El bramido es una
zarza ardiendo.
No se va con
los hombres.
Vienen de dos
en dos, a veces tres.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com
El precio de los regresos*
Cuando partí no
sabía
el precio de
los regresos.
Ignoraba que
hay monstruos
bajo la
superficie
cuya visión no
puede
soportar la
razón.
Que la luz no
penetra
las simas
abisales
donde el Olvido
acecha.
También
desconocía
que las mareas
traen
decepciones sin
nombre
entre coral y
espuma.
(No sabía
tampoco
que todo viaje
es largo
cuando es en
soledad)
He aprendido
que toda
navegación
esconde tempestades
y crepúsculos
negros;
que la ruta
es un capricho
de los dioses
y el tiempo un
aliado del naufragio.
Pero Ítaca
exige tales pruebas.
No todos los
viajeros
gustarán los
manjares del retorno.
-De
"Arenas de Ítaca"
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
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-Editor
responsable: Lic. Eduardo Francisco
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