*Obra
de Walkala. Luis Alfredo
Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal. Walkala:
un homenaje in memoriam
La ardillita*
La vida
ese rayo impredecible
que se proyecta en la muerte
cubre su andar
entre el fruto y la mata
y se silencia
La vida
ese andar incesante
que se torna perdido
cuando al cruzar
desvaría
y se retiene.
Sonríe al vacío
clama a las nubes
cava con arpegios de trigales
Pelar una manzana
y dársela,
mojar las manos
en la niebla
y bajarlas
lentamente
hasta que suenen.
Su pomposa cola
asiente
abanico de velas y petardos
que me detenga
en cada poro:
amado mío,
aun duermes.
*De Marta Zabaleta. mzabaletagood@gmail.com
© Londres, 25 de nov.2003.
ESE RAYO IMPREDECIBLE…
VEINTICUATRO
MINUTOS DE SILENCIO*
*De Alfredo
Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
"Un
cortado", contesto y, apenas el mozo se aleja, vuelvo a abstraerme del
bullicio del bar en el que me he refugiado huyendo de la lluvia. Me concentro
de nuevo en el paisaje de la calle, en el vaivén nervioso de los transeúntes
que, enmarcados fugazmente por los enormes ventanales, realizan apresuradas
maniobras para evitar los efectos del súbito temporal que ha agrisado la
mañana.
El escándalo de
una taza al romperse contra el suelo en el otro extremo del salón me lleva a
desviar la mirada por unos segundos hacia el interior del bar. Al hacerlo, mis
ojos chocan en forma imprevista contra la pareja que está sentada en una mesa
cercana a la mía. Me asombra verla, o más bien comprobar con tardía lucidez que
ya estaba allí cuando llegué. Mis ojos miopes me tienen acostumbrado a
jugarretas sensoriales de este tipo; sin embargo, intuyo de inmediato que aquí
hay algo más, algo que excede mis dificultades visuales. Porque si bien es
cierto que no había visto a la pareja, no menos cierto es que tampoco la había
escuchado. Sí, esa es la cuestión: no los he escuchado hablar. Por reflejo,
miro mi reloj. Calculo que debe hacer unos cinco minutos que estoy aquí. Cinco
minutos durante los cuales ese hombre y esa mujer no han emitido un sólo
sonido.
El mozo me trae
el café. Le echo azúcar, lo revuelvo, bebo un sorbo. Miro de nuevo hacia la
calle pero no logro desentenderme de mis vecinos. Me pongo entonces a
observarlos con discreción. Él está recostado levemente en el respaldo de su
asiento. Ella, en cambio, está apenas inclinada hacia adelante, las manos sobre
la mesa, a ambos lados de su taza. Los dos están mirando hacia afuera, a través
del ventanal. Tienen toda la apariencia de esas parejas que salen los sábados
por la mañana a pasear por el centro. Treintañeros, estimo.
Termino mi café
y miro la hora: siete minutos. No hay caso; la pareja no pronuncia siquiera
monosílabos. Me viene a la memoria una película argentina con Pepe Soriano que
vi en mi adolescencia, más concretamente una escena terrible en la que el
matrimonio está cenando en medio de un silencio tan exasperante que se vuelve
casi una presencia más en la mesa. Recuerdo haberme quedado azorado,
preguntándome cómo una pareja podía llegar a semejante grado de descomposición.
Pienso también en un cuento (que al final nunca terminé de escribir) donde la
protagonista decide separarse la noche que va a cenar con su marido y descubre
que, si no conversan entre ellos como lo hacen las otras parejas que están en
el restaurante, es sencillamente porque ya no tienen nada que decirse. Abandono
las digresiones cinematográfico-literarias y regreso al ahora: doce minutos.
Trato de
imaginar el porqué de ese silencio tan desolador. Podría pensarse que los
abruma un problema; quizás la existencia de un familiar enfermo, o la noticia
reciente de una tragedia que los golpeó muy cerca. Pero no. No es preocupación
ni tristeza lo que emana de esos rostros. Tampoco dolor. Podría pensarse
entonces que están peleados. Tal vez discutieron un rato antes de que yo me
sentara. O tal vez se están reencontrando después de una discusión para
reconciliarse y han descubierto que no podrán hacerlo. Pero no, tampoco es
enojo lo que revelan esas facciones imperturbables. Es tedio, un profundísimo,
insondable tedio.
Quince minutos.
Entiendo que no tienen ninguna obligación de hablar (no soy precisamente la
persona más indicada para cuestionar la escasa locuacidad ajena). Pero se nota
que están desinteresados el uno del otro, que no disfrutan de su mutua
compañía. No se toman las manos, ni se sonríen. Su silencio, entonces, no queda
redimido por el goce de ver juntos cómo llueve.
Diecisiete
minutos. Recuerdo un caso similar del que también me tocó ser testigo
involuntario. Era otro bar, otra ciudad, y era de noche. En la mesa contigua
había una pareja que casi no hablaba. El hombre estaba entretenido mirando un
teléfono celular presumiblemente nuevo y se limitaba a hacer cada tanto algún
comentario sobre las virtudes del aparato. La mujer le contestaba con desgano,
ostensiblemente aburrida. Recuerdo que ella levantó los ojos y se encontró con
los míos. Debió haber adivinado que me parecía atractiva, porque desde ese
mismo instante empezó a desplegar los gestos propios del coqueteo inconsciente:
juguetear entre los dedos con el colgante que adornaba su garganta, retorcerse
la punta de los cabellos como al descuido, acomodarse la melena con un
movimiento suave de la cabeza. Cada tanto se volvía con disimulo hacia mí; era
evidente que clamaba por una mirada masculina que la devolviera a su condición
de mujer deseable. No parece, sin embargo, el caso de la pareja que tengo ahora
cerca de mí. No se miran entre ellos, pero tampoco miran a nadie.
Diecinueve
minutos. Conozco parejas que, de tan sociables, dan la impresión de no querer
estar a solas el uno con el otro. Es como si necesitaran imperiosamente la
presencia de los demás para no hastiarse, para no tener que afrontar el riesgo
de un encuentro sin máscaras. Me pregunto si será ésta una de ellas, y la
verdad es que me cuesta imaginarlos charlando animadamente con alguien, o
riéndose a carcajadas en medio de un grupo de amigos. Hay un aura de
inocultable fastidio con la vida o consigo mismos que ronda sobre sus cuerpos
inmóviles.
Veintidós
minutos. La lluvia ha cesado. Los paraguas se cierran y la peatonal recobra el
aspecto que presentaba media hora atrás. Llamo al mozo. La pareja, no.
¿Entonces no entraron, como yo, para guarecerse del diluvio? El tomar algo en
un bar, ¿formará también parte de sus salidas? Parecen estar allí sin la más
mínima convicción, sin saber muy bien el motivo. Quizás sea esta su rutina de
todos los sábados por la mañana pero, en ese caso, ¿por qué la reiteran? ¿Qué
invisible pero inflexible mandato los obliga a cumplirla, si es evidente que no
la disfrutan?
Pago. El mozo
comenta risueño algo acerca del clima y se va. Miro mi reloj: han pasado
veinticuatro minutos. Espío por última vez a mis vecinos. Por un momento,
especulo con la caprichosa posibilidad de esgrimir una excusa endeble sólo para
hablarles y poder oir sus voces. El pudor me obliga a desechar la idea de
inmediato. Me pongo de pie, paso junto a ellos. Salgo.
Frente a la
puerta del bar, un hombre cruza la calle de manera imprudente y el conductor
que casi lo atropella le dedica una grosera reprimenda. El peatón retruca el
insulto y sigue su camino como si nada.
Comienzo a
remontar la peatonal, sintiendo que me sumerjo lentamente en un mar surcado por
otras, muchas, infinitas, irreparables variantes de la incomunicación.
*Publicado en Crónicas
del Hombre Alto. Editorial Palabrava. Santa Fe. 2013.
GUARDANDO EL
JARDÍN DE LAS HESPÉRIDES*
Mis cabellos
matan el sol. Son negros mis cabellos; negros como la boca del traidor, como la
nariz de un perro en el bosque, negros son como el centro de tus ojos.
Mis cabellos
son negros.
Diría que
ensortijados, diría que espléndidos en su derrame móvil sobre mi espalda y mis
hombros desnudos. La belleza lisa y bruñida de cada cinta de resumida oscuridad
es un fustazo de dicha nunca apropiada, nunca gozada por mortal.
Ah mis
cabellos. Ondulo mi cintura blanca, tiendo acuáticos brazos fantasmagóricos.
Observo con fascinación mi sombra arbórea y móvil. Y aguardo.
Junto a mis
hermanas aguardo, y guardo la puerta del jardín donde los hombres no tienen
cobijo.
Yo guardo y
aguardo y espero.
Te espero.
Con los ojos
del corazón te veo, y no con los del peligro. Detrás de los párpados, detrás de
los velos te añora mi frágil corazón de hembra sola.
Te llama mi
anhelo. Transparentes vahos de deseo te atraen hasta la puerta que no debes
cruzar, que no debo permitir que cruces.
Sé que vendrás.
Sé que por
tierra y agua marchas hacia mi destino. Y que más pronto que tarde tu sombra
dibujará tu belleza sobre mi tierra yerma. Aquí estarás para cumplir la promesa
de la muerte y las espadas. No ruego otra baraja ni otros dados.
Sé que vendrás.
Me basta.
Sé que puedo
recorrer tu cuerpo duro con mis manos, que puedo atrapar el hombre con mi boca
anhelante. Pero sé asimismo que la dicha está contaminada de brevedad, que la
fugacidad de la carne tibia se transformará en piedra contra mis senos
ansiosos. Te matará mi amor, amor. Mi fatal mirada.
Mi amor te
transformará en estatua de piedra. Sólo la dicha de contenerme en tus ojos es
mi anhelo, y tal dicha, lo sabemos, sería tu sentencia. Mis cabellos de
serpiente se retuercen y anudan en deseo e ira.
Mi amado,
debieses comprender que Medusa te ama aunque mi amor confluya con la muerte. No
será para nosotros la ternura. Morir o destruir al objeto de mi amor, tal es la
torpe suerte que me ha tocado.
Perseo, dejaré
que me decapites y te ufanes de tu hazaña.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
La noche boca arriba*
*De Julio Cortázar
Y salían en ciertas épocas a cazar
enemigos;
le llamaban la guerra florida.
le llamaban la guerra florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró
a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al
lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve
menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre
los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando,
no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba
entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el
choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina.
Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado...";
Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida.
Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales
palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida.
Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies
se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche.
Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta.
Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta.
Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y
en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo.
Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de
la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza.
Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha.
Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales.
Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían
por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el
choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina.
Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado...";
Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida.
Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales
palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida.
Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies
se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche.
Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta.
Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta.
Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y
en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo.
Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de
la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza.
Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha.
Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales.
Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían
por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
ACERCA DE LA
SOMBRA*
Hubo una edad
en que la sombra / consumaba las noches con tanta alevosía / que emigraban los
sueños a lomos de encubiertos colibríes / y las brujas antiguas, / negras,
verdes, desnudas, / saciaban su apetito de amapolas / arrastrando los tallos a
la profundidad de los estanques. /
Hubo una edad
en que la sombra / liberaba sus hordas de murciélagos en la orilla del miedo, /
en que las clavelinas calzaban sus cegueras / y el huerto se cubría con un
manto de oscura desmemoria / y asfixiaban el aire los plantíos con aliento a alhelíes
putrefactos. /
Hubo una edad
en que la sombra / cobijaba las fauces de los lobos / y sus ojos ardientemente
rojos acechando detrás de la maraña. /
Durante aquella
edad de las tinieblas la traición anidó en los corazones / y los elfos se
fueron por caminos de esporas / hacia los viejos pórticos tallados en la
piedra, / a la hora del solsticio. /
Por encima del
viento / solían escucharse los aullidos de ciertos tulipanes / y en todos los
rincones oscilaban las lámparas, / llamas fantasmagóricas, / luces en lejanía
cargadas por los trasgos del silencio / cuando salían a emboscar los nombres
que fueran pronunciados entre dientes / por quebradas ortigas. /
Al eco de sus
pasos levantaban el vuelo las lechuzas / y el insomnio tensaba los pestillos /
y andaban los batracios arrastrando obediencias / sobre matas de césped
engañoso o penachos de hierbas. /
Y aunque el
espejo no los reflejara / y olieran a crueldades o a lágrima encendida / no
resultaba fácil dar con ellos / para despedazarlos cuando lo dispusieran los
hechizos. /
Fue el tiempo
de la furia destrozando azucenas. /
Fue el tiempo
de los odios / horadando gladiolos, geranios, pensamientos con su rabo de
espinas. /
Cuando la
hostilidad saqueaba los capullos. /
Cuando las
demenciales madreselvas rasgaban la esperanza, / cubrían sus cabellos y gemían.
/
Hasta que una
impaciencia / la luna se detuvo a lloviznar ceniza en los senderos / y entonces
fue posible capturar la textura de sus huellas, / repatriar las pisadas, /
suspenderles el alma sobre las nomeolvides. /
Hubo una edad
en que la sombra / se abrió como una dalia de pétalos altivos. /
Y reinó en las
honduras de los huertos. /
Antes que
amaneciera. /
*De NORMA
SEGADES-MANIAS.
COMO UN LEÓN*
*De Haroldo Conti.
Todas
las mañanas me despierta la sirena de la Ítalo. Ahí empieza mi día. El sonido
atraviesa la villa envuelta en las sombras, rebota en los galpones del
ferrocarril y por fin se pierde en la ciudad. Es un sonido grave y quejumbroso
y suena como la trompeta de un ángel sobre un montón de ruinas. Entonces abro
los ojos en la oscuridad y me digo, cuando todavía dura el sonido,
"Levántate y camina como un león". No sé dónde escuché eso, porque a
mí no se me hubiera ocurrido, tal vez en la tele, tal vez a un pastor de la
escuela del Ejército de Salvación, pero eso es lo que me digo cada mañana y
para mí tiene su sentido. "Levántate y camina como un león"
La vieja me pregunta siempre en qué diablos estoy pensando. La pobre vieja lo pregunta porque en realidad cree que no pienso en nada. Sin embargo tengo siempre la cabeza tan llena de cosas que no me sorprendería si un día de estos salta en pedazos. Estoy seguro de que si la vieja supiera lo que pienso realmente se caería de espaldas. Digo esto justamente cuando oigo el sonido que pasa sobre mi cabeza, porque a nadie que me mire se le puede ocurrir que me anden tantas cosas por la mollera. Sin embargo, somos una familia de pensadores. Mi padre, con todo lo pelagatos que era, pensaba y decía cosas por el estilo y tal vez fue a él a quien escuché algo semejante.
A veces, como ahora, me despierto un poco antes de que suene la sirena. Tendido en la cama, con la cabeza metida en la oscuridad, me parece como que estuviera sobre una balsa abandonada hace tiempo en medio del mar. Entonces pienso en todas las cosas de la vida. Como si estuviera muerto o bien a punto de nacer. Aunque en cualquiera de esos casos no pensaría nada, se entiende, pero quiero decir como si estuviera a un lado del camino, no en el camino mismo, y desde allí viera mejor las cosas. O por lo menos lo que vale la pena que uno vea.
Mi madre se acaba de levantar y se mueve en la penumbra de la cocina. Desde aquí veo su rostro flaco y descolorido iluminado por la llamita zumbadora del calentador. Parece el único ser vivo en toda la tierra. Yo también estoy vivo pero yo no soy nada más que una cabeza loca que cuelga en la oscuridad.
Pienso en mi hermano, por ejemplo. Hace un par de meses que lo mataron. El botón vino y dijo con esa cara de hijo de puta que ponen en todos los casos, que había tenido un accidente. El accidente fue que lo molieron a palos. Fuimos en el patrullero mi madre y yo hasta la 46 y allí estaba mi hermano tendido sobre una mesa con una sábana que lo cubría de la cabeza a los pies. El botón levantó la sábana y vimos su cara, nada más que su cara, debajo de una lámpara cubierta con una hoja de diario. No solté una lágrima para no darles el gusto y además no se parecía a mi hermano. En realidad, no creo que haya muerto. Mi hermano estaba tan lleno de vida que no creo que un par de botones hayan podido terminar con él. No me sorprendería que aparezca un día de estos y de cualquier forma, aunque no aparezca nunca más, lo cual no me sorprendería tampoco, para mí sigue tan vivo como siempre. Acaso más. Cuando digo que pienso en él en realidad quiero decir que lo siento y hasta lo veo y las más de las veces no es otro que mi hermano el que me dice eso de que me levante y camine como un león. Desde las sombras. Las palabras suenan dentro de mi cabeza pero es mi hermano el que las dice.
También pienso en el viejo pero con menos frecuencia. También él está muerto. Mejor dicho, él sí que está muerto. Si lo veo alguna vez apenas es un rostro borroso y melancólico que se inclina sobre mi cama o, de pronto, se vuelve entre la gente y me pregunta, como la vieja, en qué diablos estoy pensando. Él me lo preguntaba de otra forma, con una sonrisa blanda y cariñosa como si viera más allá del tiempo. Mi padre fue un vago, no cabe duda, pero sabía tomar las cosas y creo que éstas andarían mucho mejor si la gente las entendiera a su manera. Claro que mi madre se tuvo que romper el lomo pero yo creo que de cualquier modo esos tipos tienen un lugar en la vida y hay bastante que aprender de ellos por más que mi padre jamás se propusiera enseñarnos nada. Además mi madre nunca se quejó de él y por mucho tiempo fue la única que pareció comprenderlo.
Si me olvido de mi padre, es decir, si nunca alcanzo a verlo de cuerpo entero y menos vivo e intenso como a mi hermano, sin embargo hay algo de él en cada cosa que me rodea, en toda esa roñosa vida como la llaman, y si veo algo que los otros no alcanzan a ver es justamente por allí está mi padre. Yo no sé qué pensará los otros, digo los miles de tipos que viven en la villa, que sudan y tiemblan, que ríen maldicen en medio de todo este polvoriento montón de latas, pero lo que es yo no lo cambio por ninguno de esos malditos gallineros que se apretujan a lo lejos y trepan hasta los cielos del otro lado de las vías. Aquí está la vida, la mía por lo menos. Esta es una tierra de hombres, con la sangre que empuja debajo de su piel. No hay lugar para los muertos, ni siquiera para los botones. Y cuando a veces me trepo al techo de algún vagón abandonado y desde allí contemplo toda esa vida que se mueve entre las paredes abolladas de las casillas o los potreros pelados o las calles resecas me parece que contemplo una fiesta. Los trenes zumban a un lado con toda esa gente borrosa pegada a las ventanillas, los coches y los barcos corren y resoplan del otro, los aviones del aeroparque barrerán el cielo con sus motores a pleno, la vela de un barquito cabecea sobre el río, un chico remonta un barrilete, una bandada de pájaros planea en el filo del viento y en medio del polvo y la miseria un árbol se yergue solitario. Ahí está mi padre. En todo eso.
La vieja se vuelve y mira hacia la oscuridad donde estoy acurrucado. Entonces veo solo su sombra como si mi madre se borrara y quedase nada más que un hueco. Ella piensa que estoy dormido y trata de que aproveche todo el tiempo.
Hay veces que no pienso en nada y la miro a ella simplemente porque es la única manera de ver a mi madre. Está sola en el mundo. Mi padre se fue primero, luego mi hermano y un día u otro me tocará a mí. Ella lo sabe.
Otras veces pienso en los muchachos. Tulio, el Negro, Pascualito. Caminan delante de mí, sobre las vías. Gritan y se empujan, aunque no escucho nada. Sus caras mugrientas brillan debajo de la luz pero yo estoy en las sombras y cuando quiero hablarles se alejan velozmente. Flotan en el aire como globos y se alejan. Trato de pensar en cada uno por separado y entonces parecen otros tipos.
El hermano de Tulio era amigo de mi hermano y aquella noche se salvó por un pelo. Mejor dicho, por un montón de ellos porque estaba con la Beba en una casilla del barrio Inmigrantes. Así y todo, atareado como estaban los sintió venir, los olió más bien, saltó por la ventana y se perdió en la noche. Después que se fueron, lo buscamos con el Tulio. Estaba metido en la caldera de una vieja "Caprotti" arrumbada en un desvío del San Martín. El Tulio le llevó un paquete con comida y los pantalones que había dejado en la casilla. El preguntó por mi hermano y dijo un par de cosas sobre la puta vida que retumbaron en el vientre de la "Caprotti". Después desapareció de la villa. Hace unos meses de esto.
Bueno, es así como se marchan todos. Un día u otro. De cualquier manera, por uno que se va hay otro que llega. Las villas cambian y se renuevan continuamente. Son algo más que un montón de latas. Son algo vivo, quiero decir. Como un animal, como un árbol, como el río, ese viejo y taciturno león. Como el león, justamente. Lo siento en mi cuerpo que crece y se dilata en las sombras y de pronto es toda la gente de las villas, toda esa gente que empieza a moverse en este mismo momento y no se pregunta qué será de ella el resto del día y menos el día de mañana sino que simplemente comienza a tirar para adelante.
Mi madre abre la puerta. Mi madre y las cosas aparecen cubiertas de ceniza. La propia llama del calentador se opaca y destiñe. Es el día.
—¡Lito!...¡Arriba, Lito!
Me levanto a los tumbos, no precisamente como un león, sino como un perro vagabundo al que le acaban de dar un puntapié en el trasero. Parado en medio del cuarto, con el pelo revuelto y la vejiga a punto de estallar, tiemblo y me sacudo hasta el último hueso.
La vieja me mira y antes de que abra la boca me empiezo a vestir. Cuando se le da por hablar no termina nunca. Yo sé cuándo está por hablar y además sé lo que va a decir. Por lo general, es inútil tratar de atajarla y creo que, después de todo, eso le hace bien. En realidad no me habla a mí ni a nadie en particular sino que simplemente habla y habla. Y así parece más sola. Cuando vivía el viejo era toda una música.
Un buen jarro de café de malta y un pedazo de galleta me devuelven la vida y la cabeza se me llena otra vez de ideas. Afuera los trenes pasan con más frecuencia y la casilla tiembla toda entera. Eso me alegra también. Me parece que en cualquier momento vamos a saltar por el aire y no sé por qué eso me alegra. Después me pongo el maldito guardapolvo, meto otro pedazo de galleta en la maldita cartera y me largo para la maldita escuela.
Las villas todavía están envueltas en la niebla y aquello parece el comienzo del mundo, cuando las cosas estaban por tomar su forma. Las casillas oscilan como globos, las luces brotan por los agujeros de las chapas como ramas encendidas, las ventanillas de los trenes puntean velozmente la penumbra, se estiran como goma de mascar y más allá se reducen a un punto sanguinolento, después de montar la curva. La cabina de señales del Mitre, algo más arriba, cabecea igual que una chata arenera y si uno no conociera el lugar la tomaría justamente por eso. Uno chorro de chispas y, un poco más abajo, una llama anaranjada que rebota en un tramo de vías se desplazan lentamente siguiendo el perfil oscuro de una "catanguera". Una luz roja cambia a verde y un número de color salta en el aire. Hay luces por todas partes pero solo sirven para confundirlo a uno. Al fondo, el lívido resplandor de Retiro se desvanece con el día y, más atrás aún, tiemblan y se encogen las luces de la ciudad. Del lado de la costa, la espiral encendida del edificio de Telecomunicaciones, los focos empañados de los automóviles que bailotean como un tropel de antorchas, los mástiles y las grúas de la dársena y, por encima de todo, las chimeneas de la usina que se empinan sobre la mugrienta claridad del amanecer.
Una luz roja cambia a verde y un número de color salta en el aire. Hay luces por todas partes pero solo sirven para confundirlo a uno. Al fondo, el lívido resplandor de Retiro se desvanece con el día y, más atrás aun, tiemblan y se encogen las luces de la ciudad. Del lado de la costa, la espiral encendida del edificio de Telecomunicaciones, los focos empañados de los automóviles que bailotean como un tropel de antorchas, los mástiles y las grúas de la dársena y, por encima de todo, las chimeneas de la usina que se empinan sobre la mugrienta claridad del amanecer.
Levanto la cabeza y respiro hondo el áspero alimento del río. Entonces todo eso se me mete en la sangre y me siento vivo de la cabeza a los pies, como un fuego prendido en la noche.
El viejo del Tulio camina unos pasos más adelante con un paquete debajo del brazo. Trabaja en la dársena B con una grúa móvil de 5 toneladas. Sale al amanecer y vuelve casi de noche. El domingo, como no puede estar sin hacer nada, la muele a palos a la vieja. El Tulio se mantiene a distancia y si duerme pone un montón de tarros entre la puerta y la cama. Cuando el viejo se calma se sienta en la puerta de la casilla y toma mate hasta que la cara se le pone verde. Nunca le oí hablar una palabra, ni siquiera cuando se enfurece.
Hay otros tipos que caminan en la misma dirección. Salen de las calles laterales y se juntan a la fila que marcha en silencio hasta el portón de entrada. Mientras tanto los grandes tipos duermen allá lejos en su lecho de rosas. ¿Dónde oí eso? Si un día se decidieran a quedarse en la villa así suenen todas las sirenas del mundo a un mismo tiempo no sé qué sería de esos tipos. Tendrían que limpiar, acarrear, perforar, construir, destruir, armar, desarmar o tirar la manga y por fin robar con sus tiernas manitos de maricas. Pero la pobre gente no lo entiende. Todo lo que piden de la vida es un pedazo de pan, una botella de vino y que no se les cruce un botón en el camino.
Otra fila de chicos y mujeres hace cola frente a una de las canillas. Veo al Pascualito con un par de tachos en las manos. Lo saludo.
El Pascualito lustra zapatos en Retiro, el Tulio vende diarios en una parada de Alem y el Negro junta trapos y botellas en las quemas y cuando llega el verano vende melones y sandías en la Costanera. A veces lo acompaño a las quemas y gano unos pesos. Al Negro le gusta lo que hace. Tira como un condenado del carrito y al mismo tiempo grita o canta sin parar. Hay que verlo. También me gano unos pesos abriendo las puertas de los coches en Retiro hasta que aparece un botón. Hay muchas formas de ir tirando hasta que llegue el día pero a la vieja no le gusta que haga nada de eso. A cada rato me da una lata bárbara sobre el asunto. Quiere que termine la escuela, lo mismo que mi hermano, y aunque no entiendo muy bien el motivo no tengo más remedio que darles el gusto. La pobre vieja entretanto se rompe el lomo limpiando casas por hora. Eso me envenena las tripas porque mientras ella deja el alma yo estoy en la escuela calentado un banco.
El Negro pasa tirando del carrito con el gordo Luján que es el cerebro del asunto, como se dice, y por lo tanto no tira del carrito sino que fuma y piensa en grandes cosas. Agacho la cabeza y me pego a las casillas porque me revienta que me vean con el guardapolvo y la cartera como un nene de mamá.
La avenida está llena de camiones que esperan hace días para descarga en los silos. Las colas llegan hasta la villa y si no se meten adentro es porque no están seguros de salir enteros. El Beto tiró más de un año con un par de gomas Firestone . 12.00-20, catorce telas de nylon, si bien se pasó cerca de un mes en la caldera de la "Caprotti" mientras los botones daban vuelta de la villa de arriba abajo. Siempre que veo los camiones me acuerdo del Beto, es decir, que me acuerdo de él todos los días. No por las gomas, aunque me acuerdo de eso también, sino porque desapareció de la villa en un "Skania Vabis" hace dos años. Se escondió en el acoplado cuando salió del puerto y vaya uno a saber dónde mierda fue a parar. La verdad que no es mala idea. Si no fuera por mi hermano ya lo hubiera hecho hace rato.
Las chimeneas de la usina giran lentamente y cambian de lugar mientras uno camina. Son cinco en total pero nunca estoy seguro porque es difícil verlas cinco de una vez. La gente se desparrama al llegar a la avenida Antártida y yo doblo hacia la escuela cuyas casillas asoman un par de cuadras más adelante entre un grupo de áborles. La gente se desparrama al llegar a la avenida Antártida y yo doblo hacia la escuela cuyas casillas asoman un par de cuadras más adelante entre un grupo de árboles cubiertos de cenizas. Apenas las veo se me hace un nudo en la barriga. No dudo, o por lo menos no discuto, lo cual además sería perfectamente inútil con la vieja, de que la escuela sea algo tan bueno como ella dice, pero todavía dudo mucho menos de que yo sirva para eso. Es cosa mía y de ninguna manera generalizo. A esta altura creo que ni la misma gorda lo pone en duda y estoy seguro de que se sacaría un peso de encima, de los pocos que pueden quitarse entre los muchos que le sobran, si alguna de estas mañanas no apareciera por allí. La gorda es la maestra. El primero o segundo día puso su manito sonrosada sobre mi cabeza de estopa y dijo que haría de mí un hombre de bien. Parecía estar convencida y a la vieja se le saltaron las lágrimas. Al mes ya no estaba tan segura y a la vieja se le volvieron a saltar las lagrimas, claro que por otro motivo. Esta vez le fijo, con otras preciosas palabras, se entiende, que yo era un degenerado. Eso quiso decir, en resumen.
La cosa saltó algún tiempo después, el día que la gorda me encontró espiando por le ventilador del baño de las maestras. Por suerte no era yo el que estaba espiando en ese momento sino el Cabezón que, parado sobre mis hombros, estiraba el cogote todo lo que le daba. Al Cabezón lo echaron sin más trámites y ahora pienso si no le tocó la mejor parte.
Desde entonces el tipo se da la gran vida y en cierta forma lo sigo teniendo sobre los hombros, sobre la misma cabeza diría yo. Ya estuvo en la 46 por hurto y daño intencional.
Esa vuelta vino mi hermano. A él no se le saltaron las lagrimas, por supuesto, sino que escuchó en silencio y con palabras corteses dijo que se iba a ocupar del asunto. Estaba vestido cojo para impresionar, con el anillazo ese en el dedo y el pelo brillante como la carrocería de un coche. Era para verlo.
Después que la maestra terminó de hablar (creía que no paraba nunca) mi hermano saludó como un señor y luego, siempre con los mismos ademanes discretos, me llevó a un lado, entre los árboles. Allí me tomó por el cuello y me rompió los huesos con un dedo atravesado sobre los labios cada vez que yo iba a gritar. No sé cómo lo hozo, porque no podía poner mucha atención, pero cuando terminó no se le había movido un pelo.
Después que me sacudí el polvo me puso un brazo sobre los hombros y caminando juntos me empezó a hablar sobre la vida. Yo ni siquiera respiraba y le decía a todo que sí. Hablaba como un pastor o por lo menos como el viejo en sus mejores momentos. Su voz sonaba áspera y contenida, pero había cierta tristeza en su expresión. Es lo que más recuerdo.
Espero a que me soplara los mocos y entonces me hizo prometer que iba a terminar la escuela así tardase mil años. Yo lo miré brevemente en los ojos y dije que sí. No tenía más remedio, pero de cualquier forma lo dije de corazón.
Y es eso lo que cada mañana me trae hasta aquí. Cuando tengo ganas de pegar la vuelta, lo cual es un decir porque las tengo siempre, veo su rostro por delante y hasta escucho su voz.
—¿Quedamos, Lito?
Yo vuelvo a decir que sí con la cabeza y entro en la escuela.
Desde que lo mataron, porque eso fue, la gorda me trata algo mejor. En realidad no sabe qué hacer. Ella quería sacar de mí un hombre, pero aquí el hombre viene solo y en todo caso con un hermano así no necesito de más nadie. Por otra parte no sé qué diablos entiende ella por un hombre, sea de bien o de cualquier otra cosa, y no creo que haya conocido a ninguno hasta que apareció mi hermano.
Trato de aprender lo que puede pero la mayor parte del tiempo la cabeza se me vuela como un pájaro. Vuela y vuela, cada vez más alto, cada vez más lejos. No es para menos. La vida zumba y se sacude ahí afuera y yo estoy metido aquí dentro esperando el día que salga y salte sobre ella como mi hermano, es decir, como un león. Cada vez lo entiendo mejor.
En este momento veo a través de la ventana la trompa de la vieja "Caprotti" dormida sobre las vías y allá va mi cabeza.
Mi padre sintió siempre una gran admiración por esas moles de fierro. Vivía aquí mucho antes de que aparecieran la villa y creo que trabajó un tiempo en el ferrocarril. Nunca entendí esa manía del viejo, pero de cualquier manera terminé por cobrarle aprecio a toda esa chatarra. Supongo que él no las veía inútiles y ruinosas como yo las veo. En su cabeza soplaban como en sus mejores tiempos. Muchas veces, sentados sobre una pila de durmientes, me habló de ellas así como yo pienso o hablo de mi hermano, del Baldo, de todos lo que se fueron. Tal vez por ahí lo entienda. Así conocí la "Caprotti", no este montón de fierro sino aquella soberbia maquina que competía con las famosas "2.000" del Central Argentino. La "Garrat", con doble ténder y la caldera al centro, la "Mikado", que no conocí y por lo tanto me parece más fabulosa todavía y de la que mi padre hablaba con verdadera emoción temblando todo entero como si la locomotora pasara en ese momento delante de él a cien por hora aventando trapos y papeles. Las 1.500, las "capuchinas", las 100. A medida que hablaba el viejo iba levantando presión y estoy convencido de que al último veía las maquinas verdaderamente. Yo no veía nada por más que forzara la vista, pero me contagiaba esa loca alegría y trataba por lo menos de imginarme todo el ruido y la vida de aquellas viejas locomotoras que corrían por su cabeza.
La maestra golpea con el puntero en el pizarrón y vuelvo a la jaula. Pero al rato estoy pensando en otra cosa. Cuando llega el verano me parece que voy a estallar.
Nos largan a las cinco, que en este tiempo es casi de noche. Yo salgo al final de todos porque soy de los más altos, así que me la tengo que aguantar hasta lo último. Paciencia. Apenas dejo la puerta entro a correr como un loco y antes de la cuadra los paso a todos.
Los camiones siguen esperando en la cola y tal parece que no se hubieran movido en todo el día. Yo sé que se han movido, algunos se han ido, pero no creo que los demás les presten la misma atención.
Los coches van y vienen entre los camiones. Algunos pasan que se los lleva el diablo y así fue como lo reventaron al Tito. Recuerdo al Tito porque era mi amigo y además lo vi cuando levantaba por el aire un Fíat 1500, pero revientan uno por mes, cuando menos. Los tipos se ponen nerviosos, Hasta lloriquean, los que paran, pero entre tanto los coches siguen corriendo como si tal cosa y al rato nadie s acuerda. Otros pasan tan despacio que uno puede seguirlos al paso. Llevan la radio encendida y generalmente alguna fulana con las polleras arremangadas. Supongo que esto es saludable, pero los que merecen toda la lastima del mundo son ellos y no creo que les alcance. No les envidio nada. Mal o bien nosotros estamos vivos. Eso es algo que ellos no saben mejor así porque si no se nos echarían encima.
Creo que el tipo aquel se dio cuenta. Precisamente fue por el tiempo que atropellaron al Tito. Había detenido el coche a un costado, no muy lejos del portón, y parecía dormido. Era un Peugeot nuevito con un par de retrovisores sobre el guardabarros que debían valer sus buenos pesos.
Estaba mirando el coche cuando el tipo pareció despertar y me sonrío tristemente, un poco más que los otros. Era un tipo viejo y refinado. Abrió la puerta y dejó que mirara dentro. Luego me preguntó si quería subir y yo, naturalmente, le dije que sí.
Digo naturalmente porque los coches me entusiasman tanto como las locomotoras a mi viejo y si tuviera uno me llevaría todo por delante. Mi hermano apareció un día con un bote impresionante y nos llevó a dar una vuelta. Al Tulio, al Negro, al Tito, que vivía en esa época, al Beto. Fue un gran gesto. Yo iba al lado de mi hermano, con la radio a todo lo que daba. En la Costanera lo puso a cien y después no quise mirar más. Los tipos de los coches no amenazaban con los puños y gritaban cosas que no alcanzábamos a oír, aunque no hacia falta. Mi hermano no los miraba siquiera. Parecía más tranquilo que nunca y como si en realidad no estuviera con nosotros, con nadie en el mundo sino completamente solo sobre el camino a ciento veinte por hora. Me prometí entonces tener algún día un bote como ese. Es lo único que les envidio a los tipos, pero ni con eso me caminaría por ellos.
El tío dio una vuelta por la costanera y al rato yo me había olvidado de él. No veía nada más que aquel paisaje en llamas que corría y saltaba hacia atrás, corría y saltaba y mi corazón saltaba y corría también.
El tipo paró entre los árboles, frente al río, puso la radio muy bajo y después de suspirar un rato comenzó a hablar en un tono relamido sobre cosas que yo no entendí muy bien. Según parece era muy desdichado y la verdad que no tenia necesidad de decírmelo. Se había dado vuelta y me susurraba al oído toda esa desdicha, una desdicha muy particular porque a mí nunca se me hubiera ocurrido que un tipo podía ser desgraciado por todas esas tonterías. Se veía que nunca había pateado la calle con las tripas vacías, ni había tenido que saltar entre los vagones con un par de botones a remolque. El tipo me miraba a los ojos con su cara flaca y descolorida tan cerca de la mía que tenia que torcer la vista para mirarlo. Yo trataba de mostrarme cortes porque, si he de decir la verdad, el pobre coso me daba lastima. Bueno, primero me apoyo sobre la pierna una de sus manos secas y chatas como espátulas. No vi nada de particular en eso aunque no estoy acostumbrado a tales tratos. Luego, sin dejar de quejarse ni de suspirar, deslizo la mano hacia la bragueta y comenzó a frotarme delicadamente. Daba la impresión de que lo hiciera otro, en el sentido de que ni el propio tipo demostraba estar enterado de lo que hacia su mano. Yo me quede duro, lo cual es algo más que una frase porque al rato, y contra mi voluntad, tenia el pajarito firme y tirante como un resorte. Siempre hablando y suspirando el tipo me desabrocho la bragueta y el pajarito asomó la cabeza alegremente. A esa altura yo no sentía disgusto propiamente dicho, pero de repente me acorde de mi hermano. Cuando estoy confundido pienso en el porque sin o me pierdo del todo y a partir de ahí se me ordenan las ideas. Me acorde de mi hermano pues, y entonces vi aquel rostro en toda su mísera y desdichada soledad. Aparte al tipo de un empujón y salte del coche con el pajarito todavía afuera. Me volví del otro lado de la calle y le hice un corte de manga. El pobre tipo me miraba tristemente desde la ventanilla del Peugeot y me sonrió todavía, con la sonrisa más desgraciada del mundo. Entonces, sentí una lastima negra. Hubiera querido sonreírle yo también, pero tal vez no lo habría entendido. Di media vuelta y me fui abrochándome la bragueta.
Son las cinco y media. La gente comienza a volver a casa. Las villas están envueltas en una luz somnolienta. Las chimeneas de la usina cuelgan en medio de una nube de humo que se aplana sobre el río. Los vidrios del edificio de Telecomunicaciones brillan con un resplandor polvoriento. Del otro lado los trenes se evaporan en una mancha anaranjada que borra el paisaje de casillas y galpones hacia el oeste. Grupos de mocosos chillan y corren en los baldíos junto a las vías.
A esta hora las villas lucen mejor que en cualquier otra. No se cuanto durare aquí, pero de quedarme quieto no cambiaría esto por nada del mundo.
Ni la vieja ni los muchachos han vuelto todavía. Dejo la cartera y el guardapolvo que traigo arrollado debajo del brazo, agarro un pedazo de pan y doy una vuelta antes de que regresen.
El viejo del Tulio está sentado a la puerta de la casilla con los pantalones arremangados y el mate en la mano. Un avión del aeroparque pasa tronando sobre nuestras cabezas.
Cruzo las vías y después de bagar un rato entre los galpones y las locomotoras abandonadas me siento sobre una pila de durmientes como hacia cuando estaba el viejo. Naturalmente, me acuerdo de él, y después del Tito o de cualquier otro, por supuesto, de mi hermano. De todos los que se fueron. Es como si estuvieran aquí, a esta hora. Algunos me miran, otros me dicen cosas. Yo les sonrío y a veces les respondo. Sé que tarde o temprano iré tras ellos. Tarde o temprano la vida se me pondrá por delante y saltare al camino. Como un león.
La vieja me pregunta siempre en qué diablos estoy pensando. La pobre vieja lo pregunta porque en realidad cree que no pienso en nada. Sin embargo tengo siempre la cabeza tan llena de cosas que no me sorprendería si un día de estos salta en pedazos. Estoy seguro de que si la vieja supiera lo que pienso realmente se caería de espaldas. Digo esto justamente cuando oigo el sonido que pasa sobre mi cabeza, porque a nadie que me mire se le puede ocurrir que me anden tantas cosas por la mollera. Sin embargo, somos una familia de pensadores. Mi padre, con todo lo pelagatos que era, pensaba y decía cosas por el estilo y tal vez fue a él a quien escuché algo semejante.
A veces, como ahora, me despierto un poco antes de que suene la sirena. Tendido en la cama, con la cabeza metida en la oscuridad, me parece como que estuviera sobre una balsa abandonada hace tiempo en medio del mar. Entonces pienso en todas las cosas de la vida. Como si estuviera muerto o bien a punto de nacer. Aunque en cualquiera de esos casos no pensaría nada, se entiende, pero quiero decir como si estuviera a un lado del camino, no en el camino mismo, y desde allí viera mejor las cosas. O por lo menos lo que vale la pena que uno vea.
Mi madre se acaba de levantar y se mueve en la penumbra de la cocina. Desde aquí veo su rostro flaco y descolorido iluminado por la llamita zumbadora del calentador. Parece el único ser vivo en toda la tierra. Yo también estoy vivo pero yo no soy nada más que una cabeza loca que cuelga en la oscuridad.
Pienso en mi hermano, por ejemplo. Hace un par de meses que lo mataron. El botón vino y dijo con esa cara de hijo de puta que ponen en todos los casos, que había tenido un accidente. El accidente fue que lo molieron a palos. Fuimos en el patrullero mi madre y yo hasta la 46 y allí estaba mi hermano tendido sobre una mesa con una sábana que lo cubría de la cabeza a los pies. El botón levantó la sábana y vimos su cara, nada más que su cara, debajo de una lámpara cubierta con una hoja de diario. No solté una lágrima para no darles el gusto y además no se parecía a mi hermano. En realidad, no creo que haya muerto. Mi hermano estaba tan lleno de vida que no creo que un par de botones hayan podido terminar con él. No me sorprendería que aparezca un día de estos y de cualquier forma, aunque no aparezca nunca más, lo cual no me sorprendería tampoco, para mí sigue tan vivo como siempre. Acaso más. Cuando digo que pienso en él en realidad quiero decir que lo siento y hasta lo veo y las más de las veces no es otro que mi hermano el que me dice eso de que me levante y camine como un león. Desde las sombras. Las palabras suenan dentro de mi cabeza pero es mi hermano el que las dice.
También pienso en el viejo pero con menos frecuencia. También él está muerto. Mejor dicho, él sí que está muerto. Si lo veo alguna vez apenas es un rostro borroso y melancólico que se inclina sobre mi cama o, de pronto, se vuelve entre la gente y me pregunta, como la vieja, en qué diablos estoy pensando. Él me lo preguntaba de otra forma, con una sonrisa blanda y cariñosa como si viera más allá del tiempo. Mi padre fue un vago, no cabe duda, pero sabía tomar las cosas y creo que éstas andarían mucho mejor si la gente las entendiera a su manera. Claro que mi madre se tuvo que romper el lomo pero yo creo que de cualquier modo esos tipos tienen un lugar en la vida y hay bastante que aprender de ellos por más que mi padre jamás se propusiera enseñarnos nada. Además mi madre nunca se quejó de él y por mucho tiempo fue la única que pareció comprenderlo.
Si me olvido de mi padre, es decir, si nunca alcanzo a verlo de cuerpo entero y menos vivo e intenso como a mi hermano, sin embargo hay algo de él en cada cosa que me rodea, en toda esa roñosa vida como la llaman, y si veo algo que los otros no alcanzan a ver es justamente por allí está mi padre. Yo no sé qué pensará los otros, digo los miles de tipos que viven en la villa, que sudan y tiemblan, que ríen maldicen en medio de todo este polvoriento montón de latas, pero lo que es yo no lo cambio por ninguno de esos malditos gallineros que se apretujan a lo lejos y trepan hasta los cielos del otro lado de las vías. Aquí está la vida, la mía por lo menos. Esta es una tierra de hombres, con la sangre que empuja debajo de su piel. No hay lugar para los muertos, ni siquiera para los botones. Y cuando a veces me trepo al techo de algún vagón abandonado y desde allí contemplo toda esa vida que se mueve entre las paredes abolladas de las casillas o los potreros pelados o las calles resecas me parece que contemplo una fiesta. Los trenes zumban a un lado con toda esa gente borrosa pegada a las ventanillas, los coches y los barcos corren y resoplan del otro, los aviones del aeroparque barrerán el cielo con sus motores a pleno, la vela de un barquito cabecea sobre el río, un chico remonta un barrilete, una bandada de pájaros planea en el filo del viento y en medio del polvo y la miseria un árbol se yergue solitario. Ahí está mi padre. En todo eso.
La vieja se vuelve y mira hacia la oscuridad donde estoy acurrucado. Entonces veo solo su sombra como si mi madre se borrara y quedase nada más que un hueco. Ella piensa que estoy dormido y trata de que aproveche todo el tiempo.
Hay veces que no pienso en nada y la miro a ella simplemente porque es la única manera de ver a mi madre. Está sola en el mundo. Mi padre se fue primero, luego mi hermano y un día u otro me tocará a mí. Ella lo sabe.
Otras veces pienso en los muchachos. Tulio, el Negro, Pascualito. Caminan delante de mí, sobre las vías. Gritan y se empujan, aunque no escucho nada. Sus caras mugrientas brillan debajo de la luz pero yo estoy en las sombras y cuando quiero hablarles se alejan velozmente. Flotan en el aire como globos y se alejan. Trato de pensar en cada uno por separado y entonces parecen otros tipos.
El hermano de Tulio era amigo de mi hermano y aquella noche se salvó por un pelo. Mejor dicho, por un montón de ellos porque estaba con la Beba en una casilla del barrio Inmigrantes. Así y todo, atareado como estaban los sintió venir, los olió más bien, saltó por la ventana y se perdió en la noche. Después que se fueron, lo buscamos con el Tulio. Estaba metido en la caldera de una vieja "Caprotti" arrumbada en un desvío del San Martín. El Tulio le llevó un paquete con comida y los pantalones que había dejado en la casilla. El preguntó por mi hermano y dijo un par de cosas sobre la puta vida que retumbaron en el vientre de la "Caprotti". Después desapareció de la villa. Hace unos meses de esto.
Bueno, es así como se marchan todos. Un día u otro. De cualquier manera, por uno que se va hay otro que llega. Las villas cambian y se renuevan continuamente. Son algo más que un montón de latas. Son algo vivo, quiero decir. Como un animal, como un árbol, como el río, ese viejo y taciturno león. Como el león, justamente. Lo siento en mi cuerpo que crece y se dilata en las sombras y de pronto es toda la gente de las villas, toda esa gente que empieza a moverse en este mismo momento y no se pregunta qué será de ella el resto del día y menos el día de mañana sino que simplemente comienza a tirar para adelante.
Mi madre abre la puerta. Mi madre y las cosas aparecen cubiertas de ceniza. La propia llama del calentador se opaca y destiñe. Es el día.
—¡Lito!...¡Arriba, Lito!
Me levanto a los tumbos, no precisamente como un león, sino como un perro vagabundo al que le acaban de dar un puntapié en el trasero. Parado en medio del cuarto, con el pelo revuelto y la vejiga a punto de estallar, tiemblo y me sacudo hasta el último hueso.
La vieja me mira y antes de que abra la boca me empiezo a vestir. Cuando se le da por hablar no termina nunca. Yo sé cuándo está por hablar y además sé lo que va a decir. Por lo general, es inútil tratar de atajarla y creo que, después de todo, eso le hace bien. En realidad no me habla a mí ni a nadie en particular sino que simplemente habla y habla. Y así parece más sola. Cuando vivía el viejo era toda una música.
Un buen jarro de café de malta y un pedazo de galleta me devuelven la vida y la cabeza se me llena otra vez de ideas. Afuera los trenes pasan con más frecuencia y la casilla tiembla toda entera. Eso me alegra también. Me parece que en cualquier momento vamos a saltar por el aire y no sé por qué eso me alegra. Después me pongo el maldito guardapolvo, meto otro pedazo de galleta en la maldita cartera y me largo para la maldita escuela.
Las villas todavía están envueltas en la niebla y aquello parece el comienzo del mundo, cuando las cosas estaban por tomar su forma. Las casillas oscilan como globos, las luces brotan por los agujeros de las chapas como ramas encendidas, las ventanillas de los trenes puntean velozmente la penumbra, se estiran como goma de mascar y más allá se reducen a un punto sanguinolento, después de montar la curva. La cabina de señales del Mitre, algo más arriba, cabecea igual que una chata arenera y si uno no conociera el lugar la tomaría justamente por eso. Uno chorro de chispas y, un poco más abajo, una llama anaranjada que rebota en un tramo de vías se desplazan lentamente siguiendo el perfil oscuro de una "catanguera". Una luz roja cambia a verde y un número de color salta en el aire. Hay luces por todas partes pero solo sirven para confundirlo a uno. Al fondo, el lívido resplandor de Retiro se desvanece con el día y, más atrás aún, tiemblan y se encogen las luces de la ciudad. Del lado de la costa, la espiral encendida del edificio de Telecomunicaciones, los focos empañados de los automóviles que bailotean como un tropel de antorchas, los mástiles y las grúas de la dársena y, por encima de todo, las chimeneas de la usina que se empinan sobre la mugrienta claridad del amanecer.
Una luz roja cambia a verde y un número de color salta en el aire. Hay luces por todas partes pero solo sirven para confundirlo a uno. Al fondo, el lívido resplandor de Retiro se desvanece con el día y, más atrás aun, tiemblan y se encogen las luces de la ciudad. Del lado de la costa, la espiral encendida del edificio de Telecomunicaciones, los focos empañados de los automóviles que bailotean como un tropel de antorchas, los mástiles y las grúas de la dársena y, por encima de todo, las chimeneas de la usina que se empinan sobre la mugrienta claridad del amanecer.
Levanto la cabeza y respiro hondo el áspero alimento del río. Entonces todo eso se me mete en la sangre y me siento vivo de la cabeza a los pies, como un fuego prendido en la noche.
El viejo del Tulio camina unos pasos más adelante con un paquete debajo del brazo. Trabaja en la dársena B con una grúa móvil de 5 toneladas. Sale al amanecer y vuelve casi de noche. El domingo, como no puede estar sin hacer nada, la muele a palos a la vieja. El Tulio se mantiene a distancia y si duerme pone un montón de tarros entre la puerta y la cama. Cuando el viejo se calma se sienta en la puerta de la casilla y toma mate hasta que la cara se le pone verde. Nunca le oí hablar una palabra, ni siquiera cuando se enfurece.
Hay otros tipos que caminan en la misma dirección. Salen de las calles laterales y se juntan a la fila que marcha en silencio hasta el portón de entrada. Mientras tanto los grandes tipos duermen allá lejos en su lecho de rosas. ¿Dónde oí eso? Si un día se decidieran a quedarse en la villa así suenen todas las sirenas del mundo a un mismo tiempo no sé qué sería de esos tipos. Tendrían que limpiar, acarrear, perforar, construir, destruir, armar, desarmar o tirar la manga y por fin robar con sus tiernas manitos de maricas. Pero la pobre gente no lo entiende. Todo lo que piden de la vida es un pedazo de pan, una botella de vino y que no se les cruce un botón en el camino.
Otra fila de chicos y mujeres hace cola frente a una de las canillas. Veo al Pascualito con un par de tachos en las manos. Lo saludo.
El Pascualito lustra zapatos en Retiro, el Tulio vende diarios en una parada de Alem y el Negro junta trapos y botellas en las quemas y cuando llega el verano vende melones y sandías en la Costanera. A veces lo acompaño a las quemas y gano unos pesos. Al Negro le gusta lo que hace. Tira como un condenado del carrito y al mismo tiempo grita o canta sin parar. Hay que verlo. También me gano unos pesos abriendo las puertas de los coches en Retiro hasta que aparece un botón. Hay muchas formas de ir tirando hasta que llegue el día pero a la vieja no le gusta que haga nada de eso. A cada rato me da una lata bárbara sobre el asunto. Quiere que termine la escuela, lo mismo que mi hermano, y aunque no entiendo muy bien el motivo no tengo más remedio que darles el gusto. La pobre vieja entretanto se rompe el lomo limpiando casas por hora. Eso me envenena las tripas porque mientras ella deja el alma yo estoy en la escuela calentado un banco.
El Negro pasa tirando del carrito con el gordo Luján que es el cerebro del asunto, como se dice, y por lo tanto no tira del carrito sino que fuma y piensa en grandes cosas. Agacho la cabeza y me pego a las casillas porque me revienta que me vean con el guardapolvo y la cartera como un nene de mamá.
La avenida está llena de camiones que esperan hace días para descarga en los silos. Las colas llegan hasta la villa y si no se meten adentro es porque no están seguros de salir enteros. El Beto tiró más de un año con un par de gomas Firestone . 12.00-20, catorce telas de nylon, si bien se pasó cerca de un mes en la caldera de la "Caprotti" mientras los botones daban vuelta de la villa de arriba abajo. Siempre que veo los camiones me acuerdo del Beto, es decir, que me acuerdo de él todos los días. No por las gomas, aunque me acuerdo de eso también, sino porque desapareció de la villa en un "Skania Vabis" hace dos años. Se escondió en el acoplado cuando salió del puerto y vaya uno a saber dónde mierda fue a parar. La verdad que no es mala idea. Si no fuera por mi hermano ya lo hubiera hecho hace rato.
Las chimeneas de la usina giran lentamente y cambian de lugar mientras uno camina. Son cinco en total pero nunca estoy seguro porque es difícil verlas cinco de una vez. La gente se desparrama al llegar a la avenida Antártida y yo doblo hacia la escuela cuyas casillas asoman un par de cuadras más adelante entre un grupo de áborles. La gente se desparrama al llegar a la avenida Antártida y yo doblo hacia la escuela cuyas casillas asoman un par de cuadras más adelante entre un grupo de árboles cubiertos de cenizas. Apenas las veo se me hace un nudo en la barriga. No dudo, o por lo menos no discuto, lo cual además sería perfectamente inútil con la vieja, de que la escuela sea algo tan bueno como ella dice, pero todavía dudo mucho menos de que yo sirva para eso. Es cosa mía y de ninguna manera generalizo. A esta altura creo que ni la misma gorda lo pone en duda y estoy seguro de que se sacaría un peso de encima, de los pocos que pueden quitarse entre los muchos que le sobran, si alguna de estas mañanas no apareciera por allí. La gorda es la maestra. El primero o segundo día puso su manito sonrosada sobre mi cabeza de estopa y dijo que haría de mí un hombre de bien. Parecía estar convencida y a la vieja se le saltaron las lágrimas. Al mes ya no estaba tan segura y a la vieja se le volvieron a saltar las lagrimas, claro que por otro motivo. Esta vez le fijo, con otras preciosas palabras, se entiende, que yo era un degenerado. Eso quiso decir, en resumen.
La cosa saltó algún tiempo después, el día que la gorda me encontró espiando por le ventilador del baño de las maestras. Por suerte no era yo el que estaba espiando en ese momento sino el Cabezón que, parado sobre mis hombros, estiraba el cogote todo lo que le daba. Al Cabezón lo echaron sin más trámites y ahora pienso si no le tocó la mejor parte.
Desde entonces el tipo se da la gran vida y en cierta forma lo sigo teniendo sobre los hombros, sobre la misma cabeza diría yo. Ya estuvo en la 46 por hurto y daño intencional.
Esa vuelta vino mi hermano. A él no se le saltaron las lagrimas, por supuesto, sino que escuchó en silencio y con palabras corteses dijo que se iba a ocupar del asunto. Estaba vestido cojo para impresionar, con el anillazo ese en el dedo y el pelo brillante como la carrocería de un coche. Era para verlo.
Después que la maestra terminó de hablar (creía que no paraba nunca) mi hermano saludó como un señor y luego, siempre con los mismos ademanes discretos, me llevó a un lado, entre los árboles. Allí me tomó por el cuello y me rompió los huesos con un dedo atravesado sobre los labios cada vez que yo iba a gritar. No sé cómo lo hozo, porque no podía poner mucha atención, pero cuando terminó no se le había movido un pelo.
Después que me sacudí el polvo me puso un brazo sobre los hombros y caminando juntos me empezó a hablar sobre la vida. Yo ni siquiera respiraba y le decía a todo que sí. Hablaba como un pastor o por lo menos como el viejo en sus mejores momentos. Su voz sonaba áspera y contenida, pero había cierta tristeza en su expresión. Es lo que más recuerdo.
Espero a que me soplara los mocos y entonces me hizo prometer que iba a terminar la escuela así tardase mil años. Yo lo miré brevemente en los ojos y dije que sí. No tenía más remedio, pero de cualquier forma lo dije de corazón.
Y es eso lo que cada mañana me trae hasta aquí. Cuando tengo ganas de pegar la vuelta, lo cual es un decir porque las tengo siempre, veo su rostro por delante y hasta escucho su voz.
—¿Quedamos, Lito?
Yo vuelvo a decir que sí con la cabeza y entro en la escuela.
Desde que lo mataron, porque eso fue, la gorda me trata algo mejor. En realidad no sabe qué hacer. Ella quería sacar de mí un hombre, pero aquí el hombre viene solo y en todo caso con un hermano así no necesito de más nadie. Por otra parte no sé qué diablos entiende ella por un hombre, sea de bien o de cualquier otra cosa, y no creo que haya conocido a ninguno hasta que apareció mi hermano.
Trato de aprender lo que puede pero la mayor parte del tiempo la cabeza se me vuela como un pájaro. Vuela y vuela, cada vez más alto, cada vez más lejos. No es para menos. La vida zumba y se sacude ahí afuera y yo estoy metido aquí dentro esperando el día que salga y salte sobre ella como mi hermano, es decir, como un león. Cada vez lo entiendo mejor.
En este momento veo a través de la ventana la trompa de la vieja "Caprotti" dormida sobre las vías y allá va mi cabeza.
Mi padre sintió siempre una gran admiración por esas moles de fierro. Vivía aquí mucho antes de que aparecieran la villa y creo que trabajó un tiempo en el ferrocarril. Nunca entendí esa manía del viejo, pero de cualquier manera terminé por cobrarle aprecio a toda esa chatarra. Supongo que él no las veía inútiles y ruinosas como yo las veo. En su cabeza soplaban como en sus mejores tiempos. Muchas veces, sentados sobre una pila de durmientes, me habló de ellas así como yo pienso o hablo de mi hermano, del Baldo, de todos lo que se fueron. Tal vez por ahí lo entienda. Así conocí la "Caprotti", no este montón de fierro sino aquella soberbia maquina que competía con las famosas "2.000" del Central Argentino. La "Garrat", con doble ténder y la caldera al centro, la "Mikado", que no conocí y por lo tanto me parece más fabulosa todavía y de la que mi padre hablaba con verdadera emoción temblando todo entero como si la locomotora pasara en ese momento delante de él a cien por hora aventando trapos y papeles. Las 1.500, las "capuchinas", las 100. A medida que hablaba el viejo iba levantando presión y estoy convencido de que al último veía las maquinas verdaderamente. Yo no veía nada por más que forzara la vista, pero me contagiaba esa loca alegría y trataba por lo menos de imginarme todo el ruido y la vida de aquellas viejas locomotoras que corrían por su cabeza.
La maestra golpea con el puntero en el pizarrón y vuelvo a la jaula. Pero al rato estoy pensando en otra cosa. Cuando llega el verano me parece que voy a estallar.
Nos largan a las cinco, que en este tiempo es casi de noche. Yo salgo al final de todos porque soy de los más altos, así que me la tengo que aguantar hasta lo último. Paciencia. Apenas dejo la puerta entro a correr como un loco y antes de la cuadra los paso a todos.
Los camiones siguen esperando en la cola y tal parece que no se hubieran movido en todo el día. Yo sé que se han movido, algunos se han ido, pero no creo que los demás les presten la misma atención.
Los coches van y vienen entre los camiones. Algunos pasan que se los lleva el diablo y así fue como lo reventaron al Tito. Recuerdo al Tito porque era mi amigo y además lo vi cuando levantaba por el aire un Fíat 1500, pero revientan uno por mes, cuando menos. Los tipos se ponen nerviosos, Hasta lloriquean, los que paran, pero entre tanto los coches siguen corriendo como si tal cosa y al rato nadie s acuerda. Otros pasan tan despacio que uno puede seguirlos al paso. Llevan la radio encendida y generalmente alguna fulana con las polleras arremangadas. Supongo que esto es saludable, pero los que merecen toda la lastima del mundo son ellos y no creo que les alcance. No les envidio nada. Mal o bien nosotros estamos vivos. Eso es algo que ellos no saben mejor así porque si no se nos echarían encima.
Creo que el tipo aquel se dio cuenta. Precisamente fue por el tiempo que atropellaron al Tito. Había detenido el coche a un costado, no muy lejos del portón, y parecía dormido. Era un Peugeot nuevito con un par de retrovisores sobre el guardabarros que debían valer sus buenos pesos.
Estaba mirando el coche cuando el tipo pareció despertar y me sonrío tristemente, un poco más que los otros. Era un tipo viejo y refinado. Abrió la puerta y dejó que mirara dentro. Luego me preguntó si quería subir y yo, naturalmente, le dije que sí.
Digo naturalmente porque los coches me entusiasman tanto como las locomotoras a mi viejo y si tuviera uno me llevaría todo por delante. Mi hermano apareció un día con un bote impresionante y nos llevó a dar una vuelta. Al Tulio, al Negro, al Tito, que vivía en esa época, al Beto. Fue un gran gesto. Yo iba al lado de mi hermano, con la radio a todo lo que daba. En la Costanera lo puso a cien y después no quise mirar más. Los tipos de los coches no amenazaban con los puños y gritaban cosas que no alcanzábamos a oír, aunque no hacia falta. Mi hermano no los miraba siquiera. Parecía más tranquilo que nunca y como si en realidad no estuviera con nosotros, con nadie en el mundo sino completamente solo sobre el camino a ciento veinte por hora. Me prometí entonces tener algún día un bote como ese. Es lo único que les envidio a los tipos, pero ni con eso me caminaría por ellos.
El tío dio una vuelta por la costanera y al rato yo me había olvidado de él. No veía nada más que aquel paisaje en llamas que corría y saltaba hacia atrás, corría y saltaba y mi corazón saltaba y corría también.
El tipo paró entre los árboles, frente al río, puso la radio muy bajo y después de suspirar un rato comenzó a hablar en un tono relamido sobre cosas que yo no entendí muy bien. Según parece era muy desdichado y la verdad que no tenia necesidad de decírmelo. Se había dado vuelta y me susurraba al oído toda esa desdicha, una desdicha muy particular porque a mí nunca se me hubiera ocurrido que un tipo podía ser desgraciado por todas esas tonterías. Se veía que nunca había pateado la calle con las tripas vacías, ni había tenido que saltar entre los vagones con un par de botones a remolque. El tipo me miraba a los ojos con su cara flaca y descolorida tan cerca de la mía que tenia que torcer la vista para mirarlo. Yo trataba de mostrarme cortes porque, si he de decir la verdad, el pobre coso me daba lastima. Bueno, primero me apoyo sobre la pierna una de sus manos secas y chatas como espátulas. No vi nada de particular en eso aunque no estoy acostumbrado a tales tratos. Luego, sin dejar de quejarse ni de suspirar, deslizo la mano hacia la bragueta y comenzó a frotarme delicadamente. Daba la impresión de que lo hiciera otro, en el sentido de que ni el propio tipo demostraba estar enterado de lo que hacia su mano. Yo me quede duro, lo cual es algo más que una frase porque al rato, y contra mi voluntad, tenia el pajarito firme y tirante como un resorte. Siempre hablando y suspirando el tipo me desabrocho la bragueta y el pajarito asomó la cabeza alegremente. A esa altura yo no sentía disgusto propiamente dicho, pero de repente me acorde de mi hermano. Cuando estoy confundido pienso en el porque sin o me pierdo del todo y a partir de ahí se me ordenan las ideas. Me acorde de mi hermano pues, y entonces vi aquel rostro en toda su mísera y desdichada soledad. Aparte al tipo de un empujón y salte del coche con el pajarito todavía afuera. Me volví del otro lado de la calle y le hice un corte de manga. El pobre tipo me miraba tristemente desde la ventanilla del Peugeot y me sonrió todavía, con la sonrisa más desgraciada del mundo. Entonces, sentí una lastima negra. Hubiera querido sonreírle yo también, pero tal vez no lo habría entendido. Di media vuelta y me fui abrochándome la bragueta.
Son las cinco y media. La gente comienza a volver a casa. Las villas están envueltas en una luz somnolienta. Las chimeneas de la usina cuelgan en medio de una nube de humo que se aplana sobre el río. Los vidrios del edificio de Telecomunicaciones brillan con un resplandor polvoriento. Del otro lado los trenes se evaporan en una mancha anaranjada que borra el paisaje de casillas y galpones hacia el oeste. Grupos de mocosos chillan y corren en los baldíos junto a las vías.
A esta hora las villas lucen mejor que en cualquier otra. No se cuanto durare aquí, pero de quedarme quieto no cambiaría esto por nada del mundo.
Ni la vieja ni los muchachos han vuelto todavía. Dejo la cartera y el guardapolvo que traigo arrollado debajo del brazo, agarro un pedazo de pan y doy una vuelta antes de que regresen.
El viejo del Tulio está sentado a la puerta de la casilla con los pantalones arremangados y el mate en la mano. Un avión del aeroparque pasa tronando sobre nuestras cabezas.
Cruzo las vías y después de bagar un rato entre los galpones y las locomotoras abandonadas me siento sobre una pila de durmientes como hacia cuando estaba el viejo. Naturalmente, me acuerdo de él, y después del Tito o de cualquier otro, por supuesto, de mi hermano. De todos los que se fueron. Es como si estuvieran aquí, a esta hora. Algunos me miran, otros me dicen cosas. Yo les sonrío y a veces les respondo. Sé que tarde o temprano iré tras ellos. Tarde o temprano la vida se me pondrá por delante y saltare al camino. Como un león.
Apenas*
Una gota de
piel
un roce en la
muñeca
hebras del
cuerpo.
Se oye el ir y
venir. El tiempo:
una tapicería
de dulces jaguares
sobre la seda
del espacio
pequeño del contacto
*De Cristina
Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
***
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