*Obra
de Walkala. Luis Alfredo
Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal. Walkala:
un homenaje in memoriam
A pesar de ser
febrero*
Madre, estoy
zurciendo los recuerdos
como tú lo
hacías con los dobleces del invierno.
Préstame el
hilo azul, el de tus silencios,...
alcánzame los
verdes, debo cavar la tierra
de los dormidos
sueños y dejar mi semilla,
la que tú no
creías que germinaría...
Consígueme un
hilo blanco para las iniciales
de su pañuelo,
el de mi padre, que iba y venía
de su sudor, al
nuestro.
Madre, que
estoy zurciendo los recuerdos
necesito una
manta que me abrigue
y cubra la semilla
que germinó... y florece.
Todavía tengo
frío a pesar de ser febrero.
*De Miryam Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
COMO UN ÁRBOL ESPERANDO EL OLVIDO…
GARZAS Y TEROS*
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Primero vi volar una bandada de
garzas muy blancas hacia las lagunas lejanas. Pensé que hacía rato no las veía
sino sólo en mi memoria. Lo notable es como inician el vuelo. Lo hacen
pesadamente, o al menos es esa la impresión que dan y luego van ganando altura,
aunque nunca toman demasiada, ni lo hacen en grupos tan grandes. Raramente
vuelan solas, a menos que se hayan perdido de la bandada, cosa que remedian
rápidamente.
Esa mañana mi amigo Mario
cumplió con la promesa de llevarme a ver los nuevos bañados.
En rigor, la instalación de las
antiguas cañadas y la aparición de otras, gracias a las grandes lluvias
que cayeron sobre la zona luego de años poco llovedores y aun de sequías.
Motivo por el cual los canales que drenan el agua de los campos estaban un poco
descuidados, ganados por la maleza y entonces se producen las
inundaciones de los campos más bajo primero y luego de otros que nunca se habían
inundado sino excepcionalmente como ahora.
Los caminos rurales están todos
anegados, motivo por el cual debimos dejar la chata bastante lejos del primer
espejo de agua y mirar como pudimos la maravilla de las especies que volaban
hacia allí o partían hacia lugares más lejanos cuando nos vieron con esa
certera vista que tiene todo animalito volador.
Había un verdadero hervidero de
ellos que buscarían alimentos en los pequeños peces, caracoles y otro bicherio
que es la colonia numerosa que habita estos cañadones y en épocas de
inundación, se reproducen extraordinariamente y del mismo modo también las aves
acuáticas que se hacen un festín con ellos.
Esta vez me llevé una agradable
sorpresa con la inmensa cantidad de garzas que hacia añares no veía. No se si
debo decir tal vez que estos animalitos son blancos (ardea alba es su nombre
científico) producen en mí desde los lejanísimos tiempos, en que con mi padre o
con mis tíos trasegábamos las cañadas que estaban delimitadas y eran casi
institución, es decir como si aquellos tiempos también hubieran tenido un
orden, respondían a un sistema que ni las inclemencias ni los temporales
modificaban. Estaban las cañadas de Compañy, la más cercana y motivo de
regocijo para la pesca o el baño según la época, la de la Portada , la de
Wollenweider, y las que respondían al antiguo establecimiento
Maldonado, y que tenían números, por lo que yo deduzco, representaban la
separación interna en parcelas y una producción diversificada en
ganadería, agricultura, apicultura, granja y otros que olvido.
Entonces los bañados más famosos
eran el Noventa y el Veintidós, donde ahora Martín Gallucer construyó un lugar
sobre el antiguo puente de madera y bautizó Puerto Martín, que es una
fascinante reserva de especies ictícolas y avícolas que es un orgullo
para la zona. La tendencia actual, digámoslo con crudeza, es secar los
campos para sembrar soja.
Que a alguien se le haya
ocurrido esa especie de extravagancia en su propio campo no es un dato menor.
Y mi amigo Mario Compañy, que
sabe de mi placer por estos lugares, y que él desde luego comparte, me ha
querido obsequiar con este paseo que para otro puede ser modesto pero a mí me
sacude hasta la fibra más íntima, porque repone en mi imaginación aquellos
días en que la perspectiva de salir de pesca y de caza me ponía muy ansioso y
expectante.
Volver de aquellas incursiones
cargados de bagres o moncholos o viejas del agua o mojarritas era todo un
acontecimiento. Estas entradas a los bañados podían ser en carácter de
acompañante de algún mayor o ir en alegre barra bullanguera, lo cual era mucho
más interesante. Pedía las cañas prestadas a mi padre que estaban atadas
en un tirante de la vieja galería, buscaba un frasco de vidrio con tapa que
seguramente me proveería mi madre, tomaba la pala de punta y sacaba una paladas
de tierra donde aparecían multitud de lombrices y alguna isoca blanca y gorda
que obsequiaba dispendiosamente a la pareja de teros que al olor de la
tierra dada vuelta o al de las lombrices, no sé, venía a robármelas. Aclaro que
esos teros, eran por decirlo así, domésticos. En nuestra incursiones rurales de
caza con mi padre, a veces, nos traíamos algún pichón, mi madre los criaba a
pan con leche y carne picada y cuando le crecían las alas le cortaba las plumas
de una y eso no le permitía volar, No salían nunca del perímetro entejidado,
pero si notaban la puerta abierta se tomaban las de villadiego, como decía mi
madre.
La razón por la cual mi padre
les tenía cariño a estos animalitos era eminentemente práctica porque
decía que eran muy vigilantes, y tenía razón, cuando algún extraño pasaba o
entraba a la casa gritaban. En el acto ladraba el perro. Esa respuesta podía
ser a la inversa. Al ladrido le podía suceder la gritería de los teros. Lo extraño
es que con ninguno de nosotros lo hacía. Habrá que creer en cosas que los
animales manejan y que a nosotros se nos escapan. De las tantas cosas de la
naturaleza de las cuales no tenemos idea.
Y cuando mi madre picaba la
carne para el tuco de los domingos, día de tallarines, ellos se venían al ruido
del golpe del cuchillo sobre la tabla, aunque estuvieran en la otra punta de la
quinta, con esas largas y finitas patas que tienen y se hacían presentes
en la cocina a recibir un puñadito de excelente carne cruda.
Eran mansitos, pero como dije
antes no desaprovechaban la oportunidad de la libertad si la tenían a mano.
De vez en cuando pasaba
volando muy bajo una bandada de teros y se acercaban en brutal griterío, como
invitándolos a huir. Ellos contestaban y corrían, pero una de sus alas no le
respondía. Entonces se resignaban.
Se me ocurre pensar ahora que
tal vez este sea el destino de casi todos nosotros (dicho borgeanamente).
Para terminar: acabo de escuchar
Garzas viajeras, el tema de Aníbal Sampayo, en la increíble voz de José
Larralde. Para recomendar.
AZOGUE Y FALTA*
El azogue se
colocaba detrás de los cristales para que la límpida superficie duplicase el
universo. La falta es eso que no está, que podría estar, que quizás alguien
puede darme para que algo se complete o enriquezca.
Los ojos de
Marilyn Monroe, los ojos de María Callas, los ojos de James Dean. No tanto los
ojos como las miradas, esas miradas que cautivaron, atraparon, mantuvieron en
vilo los corazones, la atención, la memoria de un público que se sintió mirado,
abarcado, estremecido.
Dicen que la
Callas podía cortar la respiración de todo un auditorio, un inmenso auditorio,
cuando abría los ojos y los fijaba con intolerable fijeza en los espectadores.
Hemos visto esa sensual forma de ver con los párpados entrecerrados de Marilyn,
y la desafiante mirada de James Dean que hacía suspirar a las adolescentes,
temblar a las ancianas.
Quien nada dice
permite que el otro diga. Quien ofrece oscuridad pone en la imaginación todas
las claridades.
Ellos, que no
veían, que compartían una miopía que les desdibujaba el mundo, enfocaban la
imperfecta mirada un poco más atrás, más lejos, más profundamente. Sin ver,
proporcionaban la hermosa ilusión a los otros de ser vistos en una intimidad
perfecta y desnuda. Miradas que no ven, pero que se dejan mirar. Como los ojos
inmóviles de las antiguas fotografías que nos siguen atentamente por el cuarto
de paredes empapeladas, como los ciegos ojos de las estatuas, como los ojos
ciegos de los barnizados retratos al óleo, de los daguerrotipos que han sido
hechos para que, mirándolos, nos miremos. Ojos espejo, estanques vacíos que
reflejan los cielos que los observan.
Nada decían,
sus ojos. Poco veían, esos ojos. Pero se dejaban mirar y confeccionaban sabiamente
el ardid de azogues y pozos que duplican las lunas. Creaban las tramoyas
necesarias para que lo difuso abarcase a cada uno personal, punzantemente.
Hay quien
utiliza el ardid de lo intangible para el engaño, y miente interés en esa
mirada crepuscular que no nombra y puede, por lo tanto, ser apropiada por cada
incauto que se siente amado, incluido, protegido por la particular
preocupación, falsa preocupación, del encantador de serpientes que lanza su red
para atrapar adoradores, quizás votantes. El vacío discurso que diestramente
permite que cada uno escuche lo que desea oír, los vacíos rostros gigantescos
en los carteles.
Pero quedémonos
con los ojos de Marilyn, de James Dean, de la Callas. Guardemos la crepuscular
maravilla de ser mirados por quien no ve, la excepcional cualidad del lenguaje
de decir más para quien lee, de uno, que está leyendo, que de quien escribe. No
siempre es horroroso que las palabras sean polisémicas o que los sonidos
resuenen en cada cabeza con diferentes ecos.
Esas miradas
estaban hechas para ser miradas, y para estremecer por reflejo de los anhelos
de los espectadores. Y las canciones, las canciones están hechas para que otras
voces las enriquezcan, y mi espíritu, este, mi espíritu, está hecho para que el
tuyo le preste luz.
REFLEJO*
Esquiva sonrisa
escondida detrás del espejo,
donde los ojos
no miran
donde el rostro
no encuentra luz,
ni reflejo
y el cuerpo
camina rumbos de cenizas
esculpidas en
el silencio:
Pensamientos al
acecho
torturando la
piel de la conciencia,
y los recuerdos
abrasados escapan,
por las grietas
del tiempo, intoxicados
exhalan:
y exhalan.
Una rosa
marchita temblorosa,
extraviada
entre los pliegues de las sábanas,
llora espinas
y vela el
cadáver de su savia,
y los pétalos
caen
y el aroma
termina
detrás del
espejo
su sonrisa
esquiva.
PASAJERA*
- No me gustan
las despedidas - había dicho mi amigo Luis.
Después me
abrazó con impaciente levedad y se alejó hacia la calle, sin volver el rostro,
sin mostrar la menor emoción. Dejando atrás los reflejos de los innumerables
cristales, salió de la estación y se dirigió con prisa hacia el aparcamiento.
Sonreí. Le conocía bien. Las separaciones le resultaban tan dolorosas como a
cualquier otro, pero le molestaba emocionarse. Por ese motivo, siempre que era
capaz de prever algún conato de abrazos prolongados y frases empalagosas,
escapaba a la situación alegando una prisa que no siempre era fingida. Por otra
parte, apenas faltaba un mes para que comenzase la nueva temporada: la rutina
de los entrenamientos, el descubrimiento de las virtudes y de los defectos en
los jugadores nuevos, la épica de los partidos, los problemas con la
directiva... Y ahí íbamos a estar un año más, codo con codo, lidiando con
jugadores, directivos y árbitros, empeñándonos en sacar adelante al equipo,
sufriendo acaso alguna decepción en forma de final perdida, llenándonos de
orgullo cada vez que alguno de nuestros jugadores llegaba a las ligas
superiores. De ahí, del esfuerzo común, provenía nuestra amistad. A través de
la enorme cristalera, vi pasar su auto, lanzado ya hacia la costa.
Consulté el
reloj. Aún faltaban quince minutos para la salida del tren que debía tomar.
(Tomar un tren - pensé - lo mismo que quien toma café o un aperitivo) Volví a
comprobar mi billete; apuré el cortado que se enfriaba sobre la barra de la
cafetería; compré algunos diarios; me dejé mecer por una apacible nostalgia.
Había terminado
mi semana. L´ Estartit quedaba ahora allá atrás, arrinconado en los estantes de
la memoria. Quedaban pequeños detalles, instantáneas fugaces que fui atrapando
y colocando cuidadosa, ordenadamente, en el archivador de recuerdos gratos: Los
paseos en barca, la inefable calma de las mañanas de pesca, los atardeceres
frente al mar, en la terraza del club náutico o al otro lado del puerto, junto
a la playa... Ahora todo era una bonita película en colores cuyas escenas
desfilaban a cámara lenta, fotograma a fotograma, ante mis ojos agradecidos. La
arena, el inequívoco olor del mar, las islas...
Pero en este
lado, los minutos pasaban implacables. Aferré la bolsa de viaje y bajé las
escaleras, al asalto del tren.
Un andén no
difiere en exceso de cualquier otro. Los de esta estación, sin embargo, me
resultaron particularmente hostiles (porque me alejaban del mar, de las
tranquilas calas, de los inquietantes acantilados, del oleaje y las Medas.
Porque me arrojaban de vuelta a la rutina, al trabajo agotador, al rostro
siempre huraño y desconfiado del patrón, a la inacabable monotonía sonora de la
máquina, a la nave oscura, a los hierros y a tantas cosas que aborrezco y de
las que aún no he aprendido a prescindir)
Mi tren estaba
llegando. Puntual como una calamidad. Silencioso como el sueño. Lento y
poderoso, hizo su entrada en la estación, se detuvo, escupió algunos viajeros,
permitió el abordaje de otros, cerró impasiblemente sus puertas y partió con el
mismo sigilo con que llegara, igual que si estuviese huyendo del bullicio de
las estaciones, buscando acaso el anonimato de los raíles.
Desde mi
asiento, pude contemplar cómo la ciudad se iba diluyendo entre árboles, cómo
los edificios se transformaban en bosque y las calles dejaban paso a los
senderos. "Esta es - pensé - una ciudad de hermosos contrastes. Hay agua,
hay vegetación, aire. Es cuanto se necesita para vivir. Hay asfalto, hay
civilización. Es cuanto se precisa para ser desdichado".
Tratando de
huir de la tristeza que imperceptiblemente comenzaba a embargarme, indagué con
disimulo los rostros de mis escasos compañeros de viaje. Ninguno de ellos
consiguió llamar mi atención. Me resigné a los diarios. Bombardeos en Mostar,
corrupción gubernamental, hambre en alguna parte (o en muchas partes) de África
y en otros lugares de difícil pronunciación, violaciones sistemáticas de los derechos
humanos, no menos atroces violaciones de muchachas solitarias en parques
nocturnos o garajes o zaguanes oscuros, nuevos atentados... Compruebo sin
entusiasmo la fecha, sabiendo de antemano que es inútil. Que la fecha puede ser
la de hoy, pero el horror no es nuevo, es el mismo que se repite sin descanso,
día tras día, sin que nadie mueva un dedo por cambiar el signo de las cosas,
sin que podamos aferrarnos ni siquiera al mínimo consuelo de una remota
esperanza.
Agobiado,
guardé el diario y busqué una revista de humor, tratando de huir de la
espantosa realidad. Con disgusto, con desaliento, comprobé que no tenía
ninguna. Se habían quedado atrás, en el hotel o en casa de mis amigos,
encerradas en el tiempo de las vacaciones, ajenas al devenir del ajetreo,
aparentemente inocentes de las malas noticias que me traían de vuelta a lo
cotidiano.
Estábamos
llegando a Barcelona. De nuevo los enormes bloques de viviendas levantándose a
izquierda y derecha, como otros tantos nichos alineados frente al pálpito cansado
de mis ojos, delatando la presencia de la concentración humana, certificando de
alguna manera el fin del verano.
Luego, los
túneles sumiendo al tren en las entrañas de la ciudad, entre vistosas pintadas
distribuidas por los muros. Alegría o decepción coloreando los rostros de los
viajeros que llegaban al final de su viaje y se apiñaban con sus maletas en los
pasillos, prestos al abandono de los vagones, resignados al inaplazable retorno
a la rutina, de algún modo impacientes por terminar con ese incómodo interludio
que separa el verano del resto de los días.
Lo que siguió
fue un barullo de gentes bajando a los andenes, abrazándose, despidiéndose,
estorbándose, subiendo con prisa, casi con precipitación, a los vagones
detenidos, buscando acomodo para sus maletas y para sí mismos, todo como una
película antigua, de ésas en que los personajes se movían a una velocidad
insólita y casi ridícula, pero nada de ello me pareció gracioso. Por el
contrario, las prisas, el cruce de miradas fugaces, la disimulada lucha por un
determinado asiento, los movimientos de cabeza en busca de una ubicación
idónea, los gritos, las carreras por los pasillos, no hicieron sino contribuir
al desánimo que había ido asentándose en mi alma en los últimos minutos.
Entre el
gentío, me llamaron la atención dos mujeres. Ambas viajaban sin compañía. Una
de ellas era rubia, bonita, de ojos inexpresivos.
No supe si
lamentar o celebrar que pasase a mi lado sin mirarme. La otra no era hermosa,
pero su larga melena negra, sus formas poderosas y un algo exótico en su
rostro, en su atuendo, obligaban a mirarla con detenimiento.
En mal español,
preguntó si el asiento contiguo al mío estaba libre. Me apresuré a ofrecérselo.
Cuando el tren
se puso en movimiento, noté con asombro que el bolso de mano que descansaba en
su regazo se movía. Una diminuta cabeza canina asomó por la abertura. Sonreí
con disimulo ante aquella transgresión de las normas. En ese momento, entró el
revisor en nuestro vagón. Ella me miró con sus enormes ojos negros. Puso su
dedo índice sobre los labios carnosos, pidiéndome silencio, convirtiéndome en
su cómplice, llenándome de una extraña ternura.
Alentado por
ese gesto de confianza, me atreví a contemplarla casi con descaro. Su pelo
basto, muy oscuro, la voluptuosidad de las nalgas, los labios llenos, gruesos,
delataban la raza negra en algún recodo de su árbol genealógico. Todo lo demás
parecía claramente occidental. Cuando por fin el revisor hubo contrastado los
billetes y abandonado el vagón, le ofrecí un cigarrillo, que ella rehusó, y
charlamos. Por sus palabras, supe que venía de Lisboa, que su nombre era
Andrea, que regresaba, como todos, de unas cortas vacaciones junto al mar, que
siempre viajaba con su perrito y que vivía en una pensión desde que se separó
de su novio. Su voz destilaba bondad. Nada dijo acerca de su profesión.
Sospeché oscuramente que era prostituta. Tuve ganas de abrazarla. Yo le conté a
grandes rasgos las trivialidades que se suelen confiar a alguien que acabamos
de conocer. (Pero ya intuía que no se trataba de una extraña, que ese gesto
suplicante había tendido un puente entre nosotros, un puente que nos unía y que
nos elevaba sobre el murmullo de las conversaciones a nuestro alrededor,
separándonos de esas otras voces, de esos otros rostros que no formaban parte
de nuestra pequeña isla en medio de las vías) Ella me hablaba de su Lisboa, de
su pasado. Después, la conversación derivó hacia las tópicas generalidades.
Hubo momentos
de cálido silencio, de miradas.
El tren se
deslizaba veloz sobre los raíles acercándonos a la inevitable separación. En
cada pueblecito atravesado, en cada estación, yo le contaba cosas de aquellos
lugares, historias que a menudo inventaba para ver el gesto de maravillada
sorpresa en el rostro de mi amiga, todo en pos de unos minutos más de
conversación, de escuchar una vez más aquella voz con acento portugués que
tanto me relajaba, que conseguía arrullarme llevándome a esa dimensión en la
que todo es aún posible, donde cabe la ilusión de un mañana, de una flor
renaciendo entre los escombros. Otras veces, fue ella quien hizo preguntas, tal
vez por idénticas razones. En un par de ocasiones, pronunció mi nombre,
atándome a su voz, llenándome de felicidad y desazón porque ya Lérida había
quedado atrás y mi ciudad iba acercándose sin compasión. Yo deseaba prolongar
aquel viaje, permanecer allí sentado junto a Andrea que me miraba lánguidamente
y cuyas manos oscuras de larguísimas uñas rojas despertaban mis viejos
instintos primordiales.
Un silencio de
campos vertiginosos corría paralelo allende las ventanillas.
El sol bañaba
los rastrojos y los montes lejanos, pero en el interior del vagón no había más
luz que la que irradiaban los ojos de Andrea, que a ratos parecían estar
buscando algo en el fondo verdoso de los míos. El tren lanzado era una sádica
resta de minutos y yo no encontraba las palabras precisas. Me iba perdiendo
entre explicaciones casi absurdas sobre los cultivos y el clima, disertaciones
inexplicables acerca de la vida en las aldeas de mi tierra y en sus asfixiantes
ciudades y exposiciones sinceras de las maravillas existentes en los tan amados
Pirineos, pero todo ello como un alejamiento a pesar de los cuerpos tan cerca,
de los rostros casi juntos y las manos rozándose en la división de los
asientos. Cada estación era como una siniestra zarpa cayendo sobre mi rostro y
desgarrándome. Uno tras otro, iban pasando los kilómetros, el paisaje se iba
transformando, la angustia crecía hasta límites intolerables. Ya se divisaban,
al fondo, los edificios que marcaban el final de mi viaje, los pétreos
sepulcros verticales que iban a sumirme, de nuevo, en la más insoportable
tristeza. Pensé, deseé, estuve a punto de pedirle que se bajase conmigo, que
renunciase a su Lisboa, que se quedase a mi lado en esta ciudad, que
compartiese mi vida.
En cambio, sólo
atiné a decir: "Estamos llegando a Zaragoza. En medio de aquellos
edificios altos está mi casa" El tren se hundió en las profundidades de la
tierra, bajo el ajetreo de la ciudad; fue reduciendo la velocidad, prolongando
cruelmente los minutos finales, aquellos en los que ya nada es posible. Por
fin, quedó parado entre las luces falsas de la estación. Aun fui capaz de una
última inspiración: No me apearía, seguiría con ella hasta Madrid, o hasta
Lisboa o al fin del mundo. Un beso en la mejilla me separó de Andrea para
siempre. Cuando el tren se puso de nuevo en movimiento, aún pude ver sus ojos
clavados en mi rostro, como formulando una pregunta de imposible respuesta.
Después,
recomenzó el decurso de los días de absoluta normalidad.
Regresé a mis obligaciones,
a la inmovilidad de una vida sedentaria, enmarcada entre las crudas aristas del
trabajo y la soledad.
Sé que nada es
perdurable. Que todo es un tren que viaja incansable entre las innumerables
estaciones, deteniéndose efímeramente en alguna de ellas, atravesando otras sin
ruido y arrebatando miradas de nostalgia, suspiros. Sé que la vida no es sino
un compendio de recuerdos, un asombrado catálogo de estaciones que fuimos
dejando atrás. Pero ahora que el tiempo ha pasado, el recuerdo de aquel viaje,
de Andrea, vuelve a mí con insistencia, tiñendo de melancolía los atardeceres,
y llevándome incomprensiblemente a ese banco del andén, desde el que, cada
tarde, contemplo con atención el tránsito engañoso de los trenes.
*De Sergio Borao Llop sbllop@gmail.com
HUMO PERFUMADO*
Bebo sola leche
de amarga noche.
Recluida a
oquedades.
Oigo
desgarrarse la noche en madera.
Añoro las
vigilias en veleros.
Inmensos mares,
cascabeles al alba.
Alas de un pez
de greda.
Noche desnuda.
Aguacero
burbuja anillo de agua.
El espejo
austral no tiene rostro.
El pliegue de
la frente es un zanjón abandonado.
Lejos el
pueblo, la lámpara y el ladrido del huerto.
Nadie lame mi
mano.
Desde las
terrazas de la luna interrogo a los astros.
Nadie parece
oír.
Hay un
sobresalto en el umbral de las mareas.
Un hombre se da
vuelta. Tiene rostro de lobo.
En su mirada
hay un pájaro tallado.
Me ovillo en su
hombro izquierdo.
Y allí
descanso.
Bebo leche de
cabra.
Lavo mis
vestidos. Quedo vestida de agua.
Oigo
desgarrarse la noche.
Cubre mi cuerpo
en humo perfumado.
Sentidos*
Una mesa con
vista al mar, con oído al mar, con tacto al mar, con olor a mar, con gusto
a mar, en el Pacífico ecuatoriano. El pescado, una corvina ligeramente
apanada, parece un príncipe que se pone una capa de mariscos bordados,
los rosas camarones y langostinos junto a las ostras que brillan brillan
y juegan al crujiente contraste. El agua, los pájaros, un poco antes los
delfines apareciendo y desapareciendo. Lo natural y simple que de tan raro se
vuelve exótico, contrasta con otras playas. Un gusto suave y rotundo se pierde
en el cuerpo. La memoria rescata la comunión, el momento sagrado en que nos
entregamos al paisaje.
Árbol de niebla*
*Olga Orozco
¿De dónde esta
tristeza que me llega
cómo un último
amor,
como la débil
rebelión de la tierra
por sus
lluvias,
por las lianas
azules de sus nieblas?
No sé si de la
muerte de aquellas dulces hojas,
en las que el
viento busca todavía
La pálida
ternura del estío.
No sé si de ese
día en que el otoño
abandonó su
rostro sobre un río,
perdido en la
congoja.
No sé desde qué
cielo tanta sombra
asomada a mi
pecho entre la pampa,
cuando mi vida
vuelve como el llanto
a su antiguo
paisaje, a sus antiguas voces
que crecen como
hiedra desde el sueño.
¿Cómo no amar
entonces
la libertad tan
triste de los médanos,
el deseo de mar
con que se duermen
mirando hacia
otro cielo,
donde el
recuerdo tiene solamente
la eternidad
del trébol?
¿Cómo no amar
la angustia de las piedras,
sometidas sin
lucha
al inútil
retorno de la hierba,
al invencible
polvo,
a ese lejano
muro donde el tiempo
se disgrega
desnudo, sosteniendo
las huellas de
mis manos?
Alguien me
llama aún por sus desiertos
por el aire
sombrío que se inclina
al desolado
oeste;
mientras yo
estoy aquí,
con mis
pequeñas muertes como un árbol
esperando el
olvido.
-Revista Canto
N° 2 agosto 1940
***
INVENTREN
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