lunes, mayo 05, 2014

LAS VOCES SE ALEJAN EN EL AIRE HACIA LA NADA...

 
 
 
*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
 
 
 
 
 
 
 
 
¿QUIÉN?*
 
“Las voces se alejan en el aire hacia la nada”
Anónimo
 
 
 
¿Quién pedirá?
 
Por el indio milenario que dormita en las esquinas
y  por el negro que no sabe su apellido.
 
Por los mineros enterrados en el fondo de las minas
y los labriegos que cultivan las orillas del camino.
 
Por el obrero que enriquece su miseria.
 
¿Quién pedirá?
 
Por la mujer que vende el alma para salvar el cuerpo
y por el niño que cuelga de la falda de la madre.
 
Por el anciano que muere en un rincón.
 
¿Quién pedirá?
 
Por el soldado que asesina a sus hermanos
y el gobierno que le ordena asesinarlos.
 
Por las bombas que matan en lugar equivocado.
 
¿Quién pedirá por mí
y las ansias de justicia?
 
 
*De Miguel Crispín Sotomayor. arcomar@cubarte.cult.cu
-Tomado del poemario “Las campanas doblan por los vivos” (2013)
 
 
 
 
 
 
 
 
LAS VOCES SE ALEJAN EN EL AIRE HACIA LA NADA…
 
 
 
 
 
 
FRESNOS*
 
 
 
Loca furia de engendrar un fresno.
No importa si la abeja ya ha partido.
El aguijón candente, el colibrí.
Después de todo el polen regresa con el viento....
Quiero un fresno para colgar mis miedos.
Mis deserciones, mis ausencias.
Quiero un fresno que brote por mis ojos.
Las ninfas no temen a las víboras.
Un fresno, solo un fresno, quiero.
Él ha partido y se ha llevado el fuego.
Me dolían los huesos hasta quemar el alba, lo se.
¿Pero acaso el dolor es patrimonio de los muertos?
¿Qué importa si la noche es una hormiga negra?
El sol es un vidrio amargo que raspa.
Que pena furibunda. Que lástima.
Que manía cobarde: Quedarte, irte. Volver. Partir.
Perro sarnoso relamiendo su herida.
Yo, detrás de la puerta, esperando.
¿Acaso no sabías de mis zapatos rotos?
¿Nunca pensaste que mi lluvia era leche?
¿Que en tus manos besaba las palmas de mi padre?
¿No pensaste que hay gente que vive por inercia?
¿Qué es una puta mentira la luna de cristal?
Ambos sabíamos, el vinagre y la llaga.
Los perros flacos. Los niños sin color. La impudicia.
Esto, amor. No es llamado, ni reclamo, ni grito.
Tengo el mar en mis parpados, en mis vísceras, el mar.
Nada quiero de vos. Un fresno, solo un fresno, quiero.
 
 
*De Amelia Arellanoamelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 

La manzana verde*

 
*De Guillermo Camacho. info@auroraboreal.dk
 
Llevaba, no lo recuerdo bien, quince, tal vez veinte años pintando. Era mi vida. Había empezado a pintar porque donde crecí, al lado de mi casa, había una tienda y el tendero pintaba. Era un pintor nato que detrás del mostrador, mientras atendía, entre el azúcar, las aspirinas, el aceite y la goma de mascar, tenía todo un taller de pintura improvisado. Bastidores, pinceles, óleos...
El hombre se llamaba Catalino Esquivel, un viejo encantador que cuando la gente entraba y le pedía media libra de arroz, se levantaba del lienzo, despachaba la media libra de arroz. Cobraba, daba el vuelto y volvía a concentrarse en su pintura hasta el siguiente cliente que le gritaba "Don Catalino media docena de huevos" y así transcurrían todos los días desde que abría la tienda hasta que la cerraba bien entrada la noche.
Yo no debía tener más de siete u ocho años. Me iba en las tardes a la tienda de don Catalino y lo observaba pintar. Veía cómo este monstruo de la pintura transformaba la realidad en otra realidad que me dejaba maravillado. Debo a don Catalino mi interés por la pintura. Por culpa de él nunca me interesé por el fútbol como todos en mi cuadra.
Llegaba a la tienda y apoyaba mi mentón en la vitrina a la que escasamente alcanzaba, y el olor a trementina y óleo me transportaba a sus lienzos y a sus pinturas.
Cuando empecé a tener uso de razón, empecé a pintar sobre tablas con acuarelas y con el tiempo descubrí que don Catalino me había revelado la magia de la técnica al óleo.
Todas mis horas se invertían entre la tienda de don Catalino y mis dibujos, acuarelas, pasteles y óleos. A veces me daba por esculpir barro y greda. Me hice adolescente y ya había pintado las paredes de mi cuarto y el techo. El cura del barrio me autorizó para pintar ángeles en la iglesia y me vi forzado a estudiar a Rafael y a Velázquez. Copié motivos.

Conocí a Sarita una tarde de lunes mientras pintaba con tiza en el piso de un parque una obra inspirada en un autor desconocido del medioevo.
Sara me había contemplado en silencio desde atrás, en absoluta calma, las dos o tres horas que estuve zambullido en mi aventura de regalarle al parque una de mis espontáneas obras que me iban lentamente forjando como pintor, que en ese momento todavía no me atrevía a reconocer en mí aunque era lo único que deseaba en la vida y lo único que me interesaba. Pintar, pintar ángeles, dioses, caballos, personajes del medioevo, caras, rostros, autorretratos. Todo era tema que yo había visto y aprendido de don Catalino a transformar en mi realidad, en la vista por mi ojo.
Estaba dando los últimos toques a mi fresco del piso de la cancha de aquel parque, cuando uno de esos aguaceros bogotanos se descuajó y corrí a resguardarme en el primer árbol que encontré. Ahí estaba ella, embobada mirándome.
Vimos llover en silencio uno junto al otro. Yo la veía pero también veía como el agua iba borrando mi obra de tiza del pavimento.
– Si no te hubiera visto pintarla no creería que hubieras sido capaz de hacerlo – me dijo.
Desde esa tarde Sara ha sido mi testigo y seguramente el mejor crítico de mi obra. Nos casamos al poco tiempo y empecé a trabajar en una agencia de publicidad mientras asistía a la facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional y seguía pintando y aprendiendo todo lo que podía de pintura.
Don Catalino Esquivel nos sirvió de padrino de bodas. Pero muy pronto descubrí el amargo trago de la realidad, que vivir de la pintura no era tan fácil como resultaba pintar. Había que pagar arriendo, comer... Pronto nació Mafer, llegó Chagall, él siempre estuvo por ahí, nuestro perro maravilloso, que me acompañaba en el estudio mientras pintaba en las madrugadas con un frío tenaz. Él me indicaba con una mirada como aprobando o desaprobando este brochazo o aquella pincelada.
Empecé a pintar toros y corridas. Simultáneamente empezaron a nacer mis personajes. El retrato de Ernesto, la serie de los sátiros en aguarrás, los personajes de Escorpión, los clarinetes de Camachín, la Gitana, las Adivinadoras, La mujer del Pez. El Entierro de Don Catalino Esquivel un lunes en el cementerio Central quedó inmortalizado. Me gastaba hasta lo que no tenía en telas y en óleos. Mafer crecía, Sara empezó con los telares y la marquetería. Y yo con la publicidad para las multinacionales de turno diseñándoles estuches de sus productos que a ellos los enriquecían más y a nosotros nos daban para comer y pagar el arriendo permitiéndonos mantenernos a flote. En el fondo, me las arreglaba como don Catalino para seguir pintando mientras cobraba y daba el vuelto para regresar en las madrugadas a lo profundo de mi estudio en la mansarda helada, con Chagall como único testigo mudo, a seguir pintando. El pintor en mí seguía floreciendo a pesar de trabajar de Freelance con los departamentos de marketing de avanzada de las empresas multinacionales, pero del marketing del arte no tenía ni idea.
Mis amigos cercanos también pintaban. Entre nosotros nos juntábamos con ansiedad a mostrarnos nuestros trabajos, a hablar de arte. A admirar a los monstruos de nuestra escena local. Que Marta Traba dice que Manzur es un dios. Que Manzur había recibido a un tal en su taller. Que Villegas estaba pintando como nunca. Que Riveros iba a exponer en la galería clave del Bosque Izquierdo. Que la Kalachnik era la más cotizada del mercado.
Llevaba, no sé, dieciocho, tal vez veinte años pintando cuando pude realizar mi primera exposición seria e individual en una galería.
Eventualmente, o mejor dicho esporádicamente, vendía o regalaba uno que otro de mis cuadros. Mi ego subía y venía un período extraordinariamente productivo. Pájaros, ícaros que se escapaban de laberintos con alas hechas con cera cuya única ambición era llegar al sol, clarinetes y muchos instrumentos musicales de viento. Y, por supuesto, el circo con todos sus personajes y animales ambulantes maravillosos me empezaron a robar las ideas. Chagall veía cómo brotaba toda mi "era cobalto nocturna", producto de pintar con luz artificial. Empezaron las ventas a personajes destacados de la vida nacional. Primero un cantante. El primero en encargarme un trabajo sin ninguna presión.
– Maestro, pinte lo que quiera y véndamelo. –
Así también iban naciendo esas grandes amistades forjadas alrededor de mi arte. Un arlequín en un formato de tres por cuatro metros me desgarró el alma durante unos meses. Le cambié el rostro unas ocho veces, y si no me creen, pregúntenle a Chagall. Hasta que no estuve satisfecho no lo llamé.
La galería del Diners Club me invitó a una exposición y vendí todos los diecisiete cuadros de la muestra, al precio que yo dije.
Entre tanto mi pequeña agencia de publicidad creció y creció. Pronto, casi todo el segundo piso de mi casa quedó transformado en taller de publicidad. Los trabajos de freelance explotaron simultáneamente con la facturación. Me llamaban de muchísimas empresas y preparaba lanzamientos y campañas de publicidad de la noche a la mañana que competían con mis horas en el tercer piso, robándole horas al sueño. Sara y Chagall me acompañaban y me ayudaban a realizar los milagros de marketing que ya nos habían permitido adquirir la casa del señor Mora, gracias a una política maravillosa de un banco hipotecario.
Hasta llegamos a comprar un Renault 4, el famoso auto de los colombianos de la época, herramienta vital para poder ir corriendo a las imprentas o los laboratorios de selecciones de color y entregar en las multinacionales los afiches maravillosos que les impulsaban las ventas de sus gomas de mascar o cremas dentales mientras yo cobraba mis tarifas. Hasta compré una colección de máscaras y muchísimas más antigüedades.
Salíamos con Sara y mi hija a recorrer pueblos. Comprábamos clarinetes antiguos, columnas de iglesias de la colonia que se estaban pudriendo en algún garaje. La famosa colección de máscaras a la entrada de la casa empezó a tomar vuelo. Me dio por coleccionar cristales traídos de Europa; faros de yodo y libros perdidos en anticuarios comenzaron a acompañar mi colección de cuadros y las de mis amigos pintores. Junto a los cuadros de Diego, encima de la chimenea, puse mi primera incursión por los caminos del bronce. Un busto en bronce fundido en el taller de Rojas yace aún imponente ahí, encima de mi chimenea, donde me sentaba a escuchar música clásica y a recibir a mis amigos hasta altas horas de la noche. Cuando se iban, subía al tercer piso y pintaba como iluminado por el alma de Don Catalino Esquivel. Todo o casi todo lo he pintado allá arriba en la mansarda donde no subían sino los muy, muy cercanos. Apenas contados con los dedos de mi mano izquierda y aún así me sobraban dedos.
Una mañana recibí la llamada de la galería clave del Bosque Izquierdo. Apenas llegaba a los cuarenta y ya debía llevar fácilmente treinta años pintando.
Realicé una exposición colectiva con unos pintores colombianos que habían vivido exiliados voluntariamente en Berlín y habían vuelto a la patria. Uno de ellos había sido compañero mío no sólo en la facultad de Bellas Artes sino también en los legendarios talleres de David Mansur, el taller de litografía González Cerón y el taller de escultura de Gabriel Beltrán.
Bien claro en el catálogo estaba mi nombre, Fernando Perdomo, con "Pe" mayúscula de Perdomo, pensé orgulloso mientras veía mi apellido. Un catálogo sobrio, elegante, daba una corta pero precisa biografía de nuestras vidas artísticas. Según ellos, talentosos pintores en sus pocos años. ¿Qué sabían ellos de mis tardes en la tienda de don Catalino Esquivel aprendiendo la técnica del óleo? De mis murales en la iglesia, de mis anónimos "guernicas" de tiza en los pisos de la cancha de básquet del parque. De las horas en el taller de Manzur hasta que me aburrí del gran dios. De Sara y Mafer, de las noches heladas en la mansarda pintando hasta que los ojos no me daban más. Hubieran tenido que hacer hablar a Chagall. Pero Chagall como buen perro fiel jamás les hubiera dicho nada.
Creo que era una tarde de lunes. La exposición en la galería clave del Bosque Izquierdo estaba próxima a culminar. Lo vi entrar en la galería y ver toda la muestra. Como perro sabueso miró y olfateó con rapidez, eliminando y filtrando cuadros hasta sólo detenerse ante la calidad. Asombrosamente descartó a los pintores berlineses y su arte. Sorpresa la mía cuando lo vi detenerse más de lo normal ante mi obra y empezar a examinarla con el ojo del conocedor, el de un experto con lupa.
Pensé que por el aspecto debía ser italiano, entre los cincuenta y sesenta años. Pulcramente vestido, con diseños de Cerruti y Armani, de modales ligeramente amanerados, sacó de su bella gabardina color beige una libreta y empezó a hacer apuntes. Me moría de ganas por ver qué escribía. Estuve tentado a correr a decirle que yo era el pintor. Fernando Perdomo con "Pe" mayúscula como en el catálogo. Pero como aquella tarde en la que Sarita me había visto pintar en el piso del parque, me abstuve de interrumpirlo en su labor de reconocimiento, de examen meticuloso. Estaba observando, analizando. Escribía en su libreta frenéticamente. Estuvo en eso una hora, dos horas. Luego habló con una de las propietarias de la galería en italiano y me sonó a música maravillosa. Después partió tan súbitamente como había entrado.
Volví a casa y aunque no le conté ni a Sarita ni a Mafer el episodio, por no querer pecar de vanidoso, sí se lo confesé a Chagall en el tercer piso como a las tres de la madrugada, lleno de orgullo mientras pintaba el único bodegón que he pintado por encargo y que juré que jamás volvería a pintar, así estuviese colgado en una bella residencia en Suiza con una colección privada envidiable y a la diestra de un Obregón y a la izquierda de un Botero.
Pasaron dos semanas de aquel acontecimiento, espectacular para mí, de la galería del Bosque Izquierdo. Había terminado de almorzar y me disponía a subir a mi taller cuando sonó el timbre.
Abrí la puerta y ahí estaba parado con su bella gabardina color beige.
- ¿La casa del Maestro Perdomo? – , pronunció con un ligero y pegajoso acento italiano. Pensé para mis adentros, Perdomo con "Pe" mayúscula.
- En persona, ¿en que puedo servirlo? –
Se llamaba Renato Di Marzio. Galerista y marchante reconocido en Milán y con intereses en galerías de Milán, Quito, Caracas y Nueva York. Se instaló en mi sofá frente a la chimenea, entre mi colección de cuadros, antigüedades, esculturas y clarinetes. Hablamos de todo. Mejor dicho habló, habló, habló de mi obra, de su fuerza, de lo que había sentido, me llamaba maestro, maestro para arriba, maestro para abajo. Chagall le seguía la conversación atentamente y creo que fue el único que realmente captó la importancia y significado de sus afirmaciones. Mi ego había crecido y abrí mi reserva de vino tinto. Dos, tres o tal vez cuatro botellas. Cuando oscurecía lo invité a subir a la mansarda y en pleno le descubrí mi estudio, mis telas, mis obras en dinámico proceso, mis creaciones inéditas en viviente producción.
Cuando terminó de escrutinar mi obra, sacó de la gabardina un sobre. Me lo entregó y mis ojos no podían creerlo.
- Maestro cuéntelos por favor, son treinta mil dólares. –
Equivalía al cincuenta por ciento, el anticipo, el pie por los próximos seis cuadros que pintara. Otro sobre con otra cantidad idéntica, me sería entregado cuando le entregara la media docena de cuadros.
Se despidió con la misma cortesía con la que había llegado. Al darme la mano me dijo,
- Maestro tiene cuatro meses para entregarme los cuadros. –
Cuando se fue, Sara, Mafer, Chagall y yo nos acabamos el vino tinto. Me desperté a los dos días pellizcándome la mejilla, que no lo había soñado. Ahí estaba el sobre. Trescientos billetes de cien dólares. Verdes. Efectivamente no lo había soñado. Me pegué una ducha de agua helada y no volví a aparecer por ninguna empresa multinacional. El teléfono de mi taller de publicidad no paraba de sonar. Sara, que pacientemente lo atendía, me confesó que mis amigos en las multinacionales preguntaban por "Don Perdido" mientras ella les inventaba excusas convincentes.
Yo me había recluido en el tercer piso. Había subido la música de Telemann y algunas de mis antigüedades más cercanas. Sólo salí para comprar material, telas, óleos, pinceles y un caballete nuevo. No volví a bajar. La barba me empezó a crecer y no bajaba ni a comer. Prohibí que nadie, absolutamente nadie subiera a mi buhardilla. Excepto Chagall, que no necesitaba ningún privilegio o permiso especial. Me empecé a malhumorar. Sara y Mafer me preguntaban cómo iba la obra y les pedí el favor que no volvieran a preguntarme jamás por los seis endemoniados cuadros. Me paraba frente a los lienzos y nada ocurría. Ninguna idea me llegaba o me salía del cerebro. En blanco como los lienzos.
Entré en un trance, una especie de fiebre de malaria, los labios se me resecaron, el día llegaba y pasaba y arribaba la noche y cruzaba sin preámbulos o necesidad para detenerse. Chagall subía y bajaba. Yo dormía arriba en mi buhardilla. Bebía vino tinto frente a los blancos lienzos y no se me ocurría nada como le debe suceder también muchas veces a los escritores frente a sus ordenadores, frente a una frase de dos líneas. La ausencia total de ideas, la amnesia, como si nunca hubiera pintado. Don Catalino Esquivel me acompañaba en mis pesadillas. Transcurrió el primer mes y todas las telas que había iniciado estaban de espaldas, contra la pared. Chagall mudo me miraba. Era nuevamente el único que entendía lo que realmente me estaba sucediendo. La inspiración divina se había esfumado aquella noche que Renato salió por mi puerta. El sobre con los treinta mil dólares estaba ahí. Equivalía a un tercio de la hipoteca de la casa. Durante el segundo mes estuve tentado a ir al banco hipotecario y cancelar parte de la hipoteca de la casa como para verme forzado a pintar. Pero no pasaba nada. Empezaba lienzos y bocetos que iban a parar al basurero. Nada me satisfacía. Era como si le hubiera vendido mi alma al diablo. ¡Qué pacto tan horrible y macabro! ¡Qué ironía! Treinta años esperando el reconocimiento, el gran momento, y ahí estaba el sobre como único testigo.
Empecé a odiar a Renato al tercer mes cuando telefoneó desde Nueva York para preguntar por los avances de la obra. Sonó el teléfono del segundo piso, el del estudio de publicidad. Sarita subió y me explicó que era Renato, larga distancia. Que era fundamental pasar al teléfono.
Me llené de valor. Bajé. Tomé el auricular del Ericson negro.
- Hola Renato. Estoy avanzando pero en cuatro meses no los podré tener listos. Necesito por lo menos otros tres meses. –
- ¡Estás loco! –, pero logré convencerlo.
No se trataba de hacer un diseño para un nuevo chicle agridulce o un afiche para una crema dental con bicarbonato de sodio o silicato. ¿Qué se había creído? La intensidad y convicción de mis palabras lo debieron convencer. Finalmente aceptó prolongar mi agonía tres meses más.
Cuando colgué el auricular vi cómo las lágrimas rodaban por el rostro de Mafer. Mi hija, de doce o trece años, muda, lloraba en silencio.
- ¿Y a ti que te pasa? – le pregunté calmadamente, ésa había sido tal vez la llamada más difícil de mi vida y la había sorteado con magistral autocontrol. Procuré demostrarle a Mafer que la situación estaba bajo total control.
- Papito estas como diez kilos más delgado. –
Tenía razón, ni me había dado cuenta. Sara me convenció de que me afeitara y salimos todos en la "renoleta" a un pueblo de la sabana de Bogotá. En un anticuario compramos desenfrenadamente nuevas máscaras y más clarinetes destartalados. También una nueva caja de vino tinto y pagamos parte de las cuentas atrasadas.
Esa tarde trabajé en los olvidados diseños de publicidad. Luego me dirigí a las empresas multinacionales, más orientado por la necesidad de cobrar cuentas atrasadas que por entregarles los trabajos.
Me recibieron como siempre: cálidamente. Mi amigo Diego me preguntó qué me pasaba. Le confesé, mientras veía atardecer, que era como si le hubiera vendido mi alma al diablo. Como siempre me apoyó y sacó los pagos de algunas facturas atrasadas. Lo suficiente para pagar las cuotas de un mes de la hipoteca de la casa, hacer mercado, pagar el colegio de Mafer y las cuentas más importantes de los servicios.
Volví a casa, destapé otra botella de vino, y me armé de valor después de una agradable cena. Prendí la chimenea y bebí el resto del vino. Subí a las dos de la mañana y esbocé un primer borrador que me dio energías. Bajé al cuarto y dormí con Sara. Le hice el amor como la tarde del parque. Frenéticamente, como cuando tenía quince o dieciséis años. Dormí plácidamente hasta el otro día. Me levanté temprano y subí a pintar mi bosquejo: un unicornio azul. Pinté sin parar, conducido mágicamente por el espíritu de don Catalino Esquivel. Todo un mes hasta que el lienzo estuvo terminado a entera satisfacción. El primer cuadro de la fábrica de Renato estaba listo. Antes, yo pintaba durante seis o siete meses un cuadro. A veces lo dejaba reposar, madurar contra la pared otra buena cantidad de meses hasta que volvía a él y empezaba a retocarlo hasta que una noche maravillosa Chagall y yo bajábamos a dormir satisfechos con esa sensación de haber terminado por fin. Estaba listo.
Pero este cuadro de Renato, este unicornio azul, había sido concebido y había salido mecánicamente. En el fondo sabía que no estaba listo, pero sí lo suficiente como para engañar al tal Renato que creía que se las conocía todas. Saqué cinco mil dólares del sobre. Bajé y se los entregué a Sara.
– Haz lo que tengas que hacer con este dinero. –
Casualmente Renato volvió a llamar. Amenazó con llegar a revisar los adelantos,
- ¡Los avances maestro! –
Le dije que si se aparecía por mi casa antes de lo pactado, le devolvería todo su dinero. Creo que la amenaza surgió efecto porque no volvió a telefonear sino dos meses más tarde cuando tenía otros dos cuadros casi listos. Un retrato de Don Catalino en un rincón oscuro de su tienda y una gitana de ojos tristes a medio definir.
Renato le confirmó a Sara que estaría en Bogotá a la semana siguiente. Habían pasado ocho meses desde aquella noche en que le había vendido mi alma por trescientos billetes de color verde.
Llovía a cántaros. Timbró y entró a la casa con su gabardina color beige como debían ser los recaudadores de impuestos. Esta vez la gabardina no me resultó tan bella. Su rostro me pareció la amplificación de la cara de una rata hambrienta de cloaca de color gris con cola negra. Con movimientos nerviosos y ansiosos por morder.
Quiso subir al estudio y lo paré en seco.
- No Renato, un paso más y muere el trato. –
Subí con calma y bajé los tres lienzos y se los entregué con cara dura.
- Aquí están los primeros tres. –
- Maestro – me dijo en su acento italiano, – son maravillosos. –
Sólo yo sabía que no estaban listos. Pero para él lo estaban. Era como si me estuviera devolviendo parte de mi mano derecha y el conocimiento de la técnica.
- Maestro, ¿y el resto? –
- En otros tres o cinco meses. ¡Tómelo o déjelo todo! –
Antes de que partiera nuevamente, le alcancé el sobre del cual ya había sacado como unos diez mil dólares. Con seguridad le ofrecí el sobre.
- Pero Maestro Perdomo...–
Perdomo con "Pe" mayúscula pensé, aunque por dentro estaba que me moría del susto. Me lo devolvió y me dijo:
- Yo le llamo a mi regreso de Quito. Voy a mi galería La Manzana Verde a inaugurar una exposición. Estaré de vuelta en un unas seis o siete semanas.
Salió por la puerta y yo entré al baño de emergencia. Vomité toda la bilis de un color amarillento con un olor asqueroso. Sara, Mafer y Chagall me abrazaron en silencio durante horas. Me llevaron a mi cama y me acostaron. Llamaron a un médico.
- A este tipo hay que alimentarlo sanamente. Podría ser tifus lo que tiene.
Me mandó una cantidad de exámenes médicos que me parecieron exagerados y que por supuesto no me hice. Al otro día nos fuimos en la "renoleta" a Chía con Mafer, Sara al volante y Chagall atrás conmigo, calentándome las rodillas. Comimos una rica carne con patacones y guasacaca. Y yuca. Ensalada de tomate, aguacate y cebolla. Me sentí mucho mejor. Una cerveza me devolvió el alma al cuerpo.
Volví a mi buhardilla y pinté el cuarto cuadro. Una escena similar del ballet de "Robert Le Diable" , un óleo de Degas de 76,6 x 81,3 cm. Un plagio. En la penumbra, las sombras tomaron forma gradualmente. De las profundidades, con un suave crujido como el del batir de las alas de una polilla, los cuerpos borrosos cobraron vida frente a unas columnas. Una fuerte luz eléctrica brillaba en los arcos haciendo que se destacará en el vacío azul los blancos sudarios de los cuerpos de las mujeres que brillaban con una sensualidad macabra, de una orgía bacanal en la que unas monjas vivas y muertas bailaban alocadamente a la luz de la luna en un monasterio en ruinas.
El colorido, con su simplificado claroscuro, poseía un enfoque monocromático. El grosor de la pintura, especialmente en la parte de las monjas, era lo suficientemente fino como para sugerir el ligero y casi imperceptible movimiento de las fantasmales figuras. En el foso de la orquesta, Camachín tocaba el clarinete. En la primera fila de butacas aparecía el rostro de Diego, mi amigo del alma, y el de Julio Aragón. Este último poniéndose de espaldas al escenario para observar con prismáticos los palcos. Tal vez a él no le impresionaba la maravillosa atmósfera del montaje que siguió atrayendo al Maestro Perdomo (con "PE" mayúscula), en parte porque era un clásico familiar dentro del repertorio de la ópera, y en parte porque mantenía algo de la fuerza romántica original. Era sin duda el tipo de tema que, después de todo, le debía encantar a Renato Di Marzio.
El quinto cuadro fue un tema de una mujer en vestido azul llamativo con el rostro de Sara rodeada y tapada por los objetos que se encontraban en su estudio. Las antigüedades, las columnas de madera, los faros de yodo, un pedazo de clarinete sin llaves.
El cuerpo de la mujer se apoyaba sobre un enorme sillón vacío. El rostro transmitía una sensación de tristeza y soledad como aquella tarde que vi a Mafer llorar en silencio mientras esa maldición de trescientos billetes me consumía centavo a centavo el alma. La pared y el extremo de la cabeza del cuadro generaban un conflicto entre el rojo cálido de la pared de fondo y el azul más frío del vestido que parecía retraerse.
El último cuadro, el sexto, que completaba la cifra maldita era un lienzo en donde una figura de sexo amorfo abrazaba a la muerte echada sobre una sábana de colores similares a los de la gabardina de Renato. Una danza macabra de los muertos que para mi simbolizaba el entierro de Renato y la liberación total del trato maldito. Renato llegó otra tarde de lunes, como si las tardes de lunes estuvieran preescritas en mi carta astral. Se le entregaron los lienzos y los enrolló cual vil mercader, como tapetes.
- Maestro Perdomo, genial, qué quiere que le diga, el comienzo de una fabulosa relación.
Sacó otro sobre con otros trescientos billetes.
- Cuéntelos Maestro.
- No hace falta –, le respondí.
Se metió las manos en el gabán y sacó otro sobre, el cual no le recibí por razones obvias.
- Es el mismo monto pero sólo por dos cuadros.
- ¡No Renato, no ahora. No otra vez ! –
– ¿Perché Maestro Perdomo?"–
No le respondí. Sólo me limité a pensar, Perdomo con "PE" mayúscula. No ahora. No otra vez. Nunca jamás.
Cuando se fue, me miré en el espejo y descubrí que mi bigote estaba canoso y también mis patillas enteras. Me veía como quince años más viejo. Era el costo de pactar con un Lucifer.
Tres semanas más tarde, un correo especial llegó con una invitación a la inauguración de una galería "clave" en Nueva York. Una corta carta escrita en computador en un bello papel reciclado me anunciaba la fecha de inauguración de la muestra y me aclaraba que el propósito de esos boletos aéreos, los pasajes, eran una cortesía de la galería para que me hiciera presente la noche de la inauguración en Nueva York. Jamás le respondí. Los pasajes reposan en una gaveta del taller de marquetería de Sara.
Chagall me acompaña tranquilo a estas altas horas de la noche en mi estudio mientras mi mano se desliza tranquilamente sobre una tela con un millón de ideas que brotan como nunca antes en mi vida. Me acuerdo de don Catalino Esquivel.
Escucho una pieza de jazz, mientras le prometo a Chagall que jamás le volveré a vender mi alma al diablo aunque me haya quedado sin conocer Nueva York o jamás pise las habitaciones de la tan afamada galería La Manzana Verde con sucursales en Milán, Caracas, Quito y Nueva York. Mafer está estudiando psicología en la universidad después de una temporada en Canadá aguantando frío. La marquetería de Sara va viento en popa. Yo nunca más volví a trabajar en publicidad y ahora pinto, pinto de día y de noche mientras veo el boceto de don Catalino Esquivel en su tienda de barrio pintando detrás del mostrador. Si volviera a nacer, volvería a la tienda de don Catalino y seguramente terminaría por tomar la misma decisión. Pintar hasta la muerte.
 
*Guillermo Camacho. Escritor colombiano. En la actualidad reside en Copenhague.
-Nota del autor: La historia, los personajes, así como todas las situaciones y lugares aquí mencionados, son ficticios. Este relato cuenta, como todos, una historia, que podría haber ocurrido, pero su autor no da fe de que haya sido así. Cualquier parecido con la realidad es amargamente pura casualidad.
-La Manzana Verde enviado a Aurora Boreal® por Guillermo Camacho. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Guillermo Camacho.
 
 
 
 
 
 
Ausencia*
 
 
Vida, descíframe el acertijo.
 
Tiene mi rostro y mi voz
tiene mi altura y mi peso
pero detrás de la frente,
un páramo de abrojo y nieve.
No la encuentro en las palabras.
De su pensamiento, ausente.
La que mira desde lejos
lleva mi nombre.
Y yo,
ausente.
 
 
*De Miryam Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
UNA HISTORIA DE AMOR*
 
 
*Por Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar
 
Trataré de contar esta historia de amor tan fielmente como me fue referida.
Un soldado italiano vuelve a su pueblo luego de haber estado prisionero cinco años en campos austríacos y de haber peleado en su Regimiento de Bersaglieri en aquella guerra que iba a terminar con todas y que ensangrentó a Europa desde el año catorce.
Este muchacho era el mayor de diez hermanos y fue reclutado a los diecisiete años, tenía la mirada altanera y era alto y robusto.
Este muchacho altivo iba a ser luego mi abuelo.
Había nacido en el pueblo de Orsogna, provincia de Chietti, en pleno Abruzzo celeste. Mi madre tenía una foto donde se lo ve de uniforme con ese  gran sombrero aludo, con su pluma inmensa y en el pecho tres medallas como condecoración de guerra.
A la fuente de la plaza principal del pueblo iban cuatro hermanas con sus cántaros a buscar agua todas las mañanas.
Un día Antonio  pasaba con un hermano ambos de a caballo ya que eran campesinos, cruzó la plaza y reparó en una de ellas, que tenía el cabello muy negro y los ojos de un extraño color celeste.
Averiguó el nombre y habló con su padre porque quería casarse con ella.
El padre de Antonio ensilló su caballo y le expuso a su paisano la razón de su visita. Cuando este le preguntó por el nombre, sin vacilar dijo Elisa.
-Ah –le dijo Domingo que así se llamaba mi bisabuelo- pero Elisa es la segunda, y hay que seguir la tradición. Hay una antes, que se case con ella.
Volvió mi otro bisabuelo a consultar o mejor dicho llevarle la decisión del padre de la muchacha de la cual estaba enamorado.
Como la respuesta fue negativa volvió al otro día a ensillar su caballo y negociar el deseo de su hijo. Volvió a exponerle sus razones y antes que siguiera argumentando lo que él ya sabía lo cortó:
-Domingo, Antonito la quiere a Elisa.
-Entonces, no va a poder ser, fue la respuesta abrupta y tal vez inferida por el otro.
Pero estos hombres no contaban con la decisión de un muchacho que casi había muerto de intoxicaciones en un campo de prisioneros y que volvió cuando todos lo daban por muerto.
Una mañana como todas las muchachas fueron a buscar agua con sus cántaros y de pronto ocho jinetes que estaban escondidos detrás de la iglesia irrumpieron en la plaza. Uno de ellos era Antonio, mi abuelo, quien invitó a Elisa a la grupa de su caballo oscuro y fueron saliendo del pueblo. Al llegar a las afueras los otros siete jinetes, es decir sus siete hermanos,  tomaron otro rumbo y los dejaron solos. Antonio al paso lento de su caballo fue hasta su casa donde estaba reunida la familia y allí presentó a su prometida.
Es un misterio ya para siempre saber qué hablaron en ese trayecto y si estaban de acuerdo antes del rapto por algún celestinaje o mediación anterior. Mi abuela, las veces que me contó esta historia, ante esta pregunta, me miraba pícaramente y sólo se sonreía, con esos hermosos ojos celestes llenos de luz
Cuando Domingo se enteró. Corrió con su caballo. No sin antes cargar una escopeta. Pero allá se encontró con su ya consuegro de facto, quien lo calmó mansamente:
-Domingo, no hagas locuras. Mejor andá a buscar al cura porque la chica no se va de esta casa.
Esta fue suscinta y apretadamente la historia de amor de mis abuelos maternos.
La primera parte, la más romántica, lo que de todos los modos rescata el amor de dos jóvenes ante las convenciones inútiles.
La segunda parte tiene que ver con esta pampa sufrida, que tal vez un día me atreva a escribir aunque resulte muy triste.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Abuelo José*
 
 
 
Siento tus manos de labrador
Amante de la naturaleza
Con ellas creaste un universo
De uvas moscatel, negras, rosadas
En el verano ellas cubrían de sombra
Para resguardarnos del calor sofocante
 
Tu estampa silvestre y humilde
Del laborioso amante de la tierra
Estabas siempre atento para
Regar en  cada atardecer las rosas
De colores de tu hogar italiano
 
Tus manos deformadas por tanto trabajo
Eran únicas porque contaban tu historia
En sus rastros digitales
Se narraban los laberintos de tu nobleza
 
Querido abuelo José
Tu nieto supo quererte
Escuchando cada anécdota
Cada leyenda, cada utopía
 
El pudo amarte y copiarte
Tus comidas elaboradas caseras
 
Quien no te pedía del barrio
Tu salsa de tomates triturados
Llenos de amor y tan experto
Seleccionando cada fruto
Cada botella y cada tapa
Para degustar en el momento oportuno
 
Te fuiste si es que te fuiste
Dejando tu memoria en tu nieto
En él habitan las enseñanzas
La libertad y el buen gusto
 
Abuelo, abuelito de simpleza
Solidaridad y valentía
 
Te quiero decir que mi hijo
Ha tomado lo mejor de tu persona
Y por ello estás presente
En su cielo y en el mío.-
 
 
-Para el abuelo José. 4/12/2013
 
 
 
 
 
 
*
 
 
La niña sabe que la noche se mete en su cuerpo.
Le pasó ya con el mar y sus ojos primeros.
La niña lee en la noche ese cuento inventado
no conoce qué encierran las letras
da voz a las palabras que imagina saldrían
de los labios de esa madre.
La niña sabe que esa noche que irrumpe
dentro de su cuerpo
es vestido pesado y húmedo de su madre en la calle.
y espera
espera
espera
La niña lee cuentos
de margaritas y azahares
y la noche en su cuerpo.
 
 
*De Paz Bongiovanni. pazbongio@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
El valor de las metáforas*
 
 
 
Ella le pedía la luna, él le traía poemas, pétalos de jazmín, un espejo donde ella vería esa luz plateada y hasta un cheesecake redondo y blanco. Ella golpeaba su zapatos contra el suelo gritando, no quiero otra cosa, dame la luna de verdad.
 
Una extraña escalera sin final frente a la ventana del dormitorio  de la mujer que quería las cosas al pie de la letra, le permitió verlo subir, subir, subir al infinito    y perderse…
Cuando ya no lo vio, lloró lágrimas de cielo porque había empezado a  creer en el valor de las metáforas.
 
 
 
*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
salir del surco
compartir algún delirio
que no le sirva a nadie
un viaje...
en colectivo
las nubes de un amor
o el tiempo subversivo
que espera
tu trazo en una carta
 
 
*De Alejandra Alma.
https://www.facebook.com/alejalma
 
 
 
***
 
 
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