*Obra de Claudia
Marting.
Rosario.
Argentina.
Encuentros
inesperados *
El aire es frío
y te acompaña mientras las puertas abren sus hojas de alta tecnología. El
ronroneo eléctrico de las escaleras te lleva a la terraza, donde puedes
observar el cielo contenido, a la ciudad que no entiende de tristezas, de
mañanas huérfanas de sol, llenas de bostezos. Entras al baño para verte en el
espejo, tu rostro aburrido te asusta y acercas las manos al despachador de
papel, como si la sola proximidad fuera suficiente para comprender el complejo
mecanismo que deja en libertad las toallas. Sales del baño justo cuando la luz
se convierte en una escala de grises; la observas detenerse en las tazas de
café, en los ojos de la mujer que contempla las rebajas de una boutique.
Deambulas por el piso reluciente. Entras a la tienda de mascotas y te solidarizas
con los descoloridos canarios, con las tortugas amontonadas en una piedra, con
los peces que inventan nuevas formas de nadar en su cárcel perpetua. Sales de
la tienda con pensamientos tristes y eso te lleva a sentarte en una banca, a
tratar de imaginar los pensamientos de la chica que reparte propaganda. Su
sonrisa perfectamente ensayada hace que te levantes de tu asiento. Pasas junto
a un mapa, pero prefieres seguir tus instintos y caminas sin rumbo entre
anuncios luminosos, entre gente de vidas planeadas y boletos de
estacionamiento. Encuentras un poco de consuelo cuando llegas a la fuente;
algunas monedas están en el fondo, y piensas en los deseos que formuló la gente
al aventarlas. Buscas en los bolsillos y sacas una pequeña moneda plateada, la
pasas entre los dedos mientras dejas que alguna vana esperanza llegue a tu
mente. Al no presentarse ninguna, la colocas en tu uña como una piedra lista
para ser impulsada por una catapulta. Inicias la cuenta regresiva. Cuando el
momento cumbre se acerca, sabes con exactitud lo que vas a pedir. El pulgar se
acciona como un resorte y la moneda gana altura, gira sobre su eje varias veces
hasta que se zambulle entre las burbujas que custodian el chorro de agua.
Después de flotar unos instantes, tu deseo convertido en moneda desciende entre
vaivenes. La travesía no termina al hacer contacto con el fondo, porque una vez
ahí, es impulsada por las corrientes surgidas de las entrañas de la fuente.
Después de superar las intersecciones de los mosaicos, se detiene junto a otra
moneda similar en tamaño aunque de color dorado. Sonríes porque tu deseo se
está cumpliendo. En ese momento la mujer de la moneda dorada, que había lanzado
sus pensamientos al agua minutos antes que tú, sabe que algo está pasando, que
debe regresar inmediatamente al centro comercial. Vas por un café de máquina,
le pones mucha azúcar y regresas a tu lugar junto a la fuente. Mientras esperas
la conclusión del deseo, la mañana congrega más nubes, se disfraza de tarde. Un
empleado del centro comercial pasa frente a ti, lo llamas, te mira extrañado
cuando mencionas algo sobre los encuentros inesperados.
EL ECO DE UN CANTO CANCELADO…
HORMIGAS*
Dedicado a mi
amigo Eduardo Francisco Coiro y su Revista.
Esa mujer ha
sido paridora de hormigas en la sangre.
No mira hacia
atrás. No, no esta vez.
Entre epitafios
guarda perfiles de dársena añorada....
Salvo las lunas
de sus pechos.
Es un gemido de
campanas en el páramo. Un polvo de abedules.
-No. Niña no la
mires. Que no piense que pronuncias su nombre-
Déjala que mire
al mundo de reojo. Detrás de sus ojos yace el miedo.
Para que volver
a paisajes malheridos.
Sus manos son
de una marioneta. De un payaso triste.
Ella. Ella
misma ha cortado el dedo. Una y otra vez. Y vuelve. Crece.
Crece y le
apunta exactamente el punto vital de sus soles.
Suele ser un
fusil. Un vidrio roto. Un falo enhiesto.
Yo he visto
caminar al hombre por su cuerpo.
A veces viene
en rojo. En zafiro. En aullido de amapolas.
Y la camina.
Anda y desanda. En oblicuo. En vertical. En gotas.
El puñal apunta
su pubis y explota entre el verdor de sus cabellos.
-Déjala, niña.
Déjala que cante. Una nana de menta azucarada-
Deja que crea
que hay un niño en sus brazos.
Después de
todo, corazón mío.
Ella lleva un
hombre de fuego y hormigas en su sangre
*
El quiebre
caótico,
mudo,
los restos
virutas
de un cuerpo
triturado.
Debajo de la
piel
vos
temblando.
El olor de las
flores*
Cerré la puerta
suavemente
como otras
tantas veces
y me alejé en
silencio.
Siempre viví
cerrando puertas
o viéndolas
cerrarse tras de mí:
Puertas
entrecerrándose implacables
como una
barricada ante mis ojos.
He aprendido
que cada despedida
es el eco de un
canto cancelado.
Que una mirada
al borde del andén,
el gesto de una
mano que se pierde
o un avión
despegando
son heridas que
nunca cauterizan.
Es necesario
entonces
cerrar las
puertas con tristeza
y alejarse
despacio hacia poniente
en busca de
otros soles, de otras Ítacas
de otros ríos y
aldeas
allende el
horizonte de los días.
Mas no es fácil
caminar cuando se sabe
que el olor de
las flores no regresa.
-De Destierro
MAÑANA, EL HOY
MEJORARÁ*
Como a tantas
generaciones, se nos cayeron las palabras de las manos y quedaron
irremediablemente maculadas.
Ya no hubo
forma de recomponer el héroe quebrado en fragmentos, de repintar la deslucida
felicidad, de recuperar la honestidad así sin sentirse un tonto, esa palabra
honestidad que rodó debajo de una pila de papeles sucios y cáscaras de naranja.
No hemos tenido
desde entonces más que recuerdos de bellos conceptos que fueron hecho y vida en
el pasado, pero son hoy, para nosotros, nostalgia y recuerdo. Nada es lo que
fue, las frutas se nos pudren en los árboles.
Cuántas veces
he leído “somos enanos en hombros de gigantes”, gigantes los antepasados,
gigantes aquellos hombres y mujeres de proporciones épicas, gloriosos en un
ayer iluminado como un cielo que tiene la llama viva del atardecer glorioso y a
la vez es ocaso de tiernos, intimistas dorados.
Cuántas veces,
al través de los libros y las épocas, hemos escrito la decepción de ver a una
juventud sumida en la desintegración y la desidia, mientras que nos
enorgullecemos de las indudables virtudes de nuestros abuelos. Nuestros abuelos
trabajaron de sol a sol, se esforzaron, sacaron adelante a sus hijos,
construyeron y sembraron, no como estos jóvenes que tienen todo servido pero
son débiles, inconstantes, desagradecidos.
Pero quien
añora un pasado feliz e impoluto añora lo que visto de lejos, engaña. El río
Paraná en un día de sol y desde el puente, es celeste, brillante, reluciente de
reflejos cristalinos. Espeja el cielo. Desde la orilla, sin embargo, es marrón
como todo río que transita pesado y meandroso por la llanura. Y el río es
siempre el mismo río, pero no obtenemos la misma impresión desde distintos
observatorios.
Así, no vemos
en nuestros días más que la corrupción y el desorden, mientras que suponemos
que hubo un pasado, alguna vez, en el que las cosas eran justas y razonables.
El río espeja el cielo, hacemos que el reflejo de ese pasado nos muestre lo que
deseamos, lo que necesitamos ver.
Recuerdo un
extenso panegírico de la primera mitad del siglo veinte, de la vida simple, los
fuertes valores, la seguridad de los niños jugando en la calle, de la luz en
los hogares que no expulsaban a sus viejos ni se desintegraban en divorcios, la
comida saludable en cocinas llenas de frascos de vidrio, los juguetes de trapo,
la blanca mesa enharinada para amasar, los patios con malvones, la solidez de
las maderas macizas en los muebles hechos para durar varias generaciones. En
fin, que uno acuerda y se solaza en una visión de la vida como fue y como
debería ser. Por debajo, sin embargo, de tanta maravilla, por debajo del
reflejo del cielo, del celeste prestado por el cielo, esto es, por la pátina
que pone la evocación sobre los hechos concretos, podríamos referirnos a esa
primera mitad del siglo con dos guerras mundiales, hornos crematorios, las
mujeres sometidas, los pobres analfabetos, los judíos y negros denigrados,
despreciados los inmigrantes, miles de niños trabajando en los campos y las
fábricas, comunidades aborígenes pereciendo, padres de familia tiranos y
violentos con su esposa y su prole. Todo estuvo allí, también, junto a las
navidades con cintas y las alegres comparsas.
El pasado fue,
el presente es, el futuro será, y la gente sigue cometiendo abominaciones y
actos de una majestad redentora. Siempre estamos al final de los tiempos,
siempre estamos en la disolución de la sociedad, en el trastocamiento
generalizado de las costumbres. Porque el mundo muta y se recompone como las
fantásticas composiciones aleatorias de los caleidoscopios, y nosotros, subidos
al filo del hoy, queremos que la máquina deje de girar, que la escena se fije
en un único instante que corresponde a la brevedad de nuestras pobres vidas.
Y somos tan
héroes, tan cobardes, tan traidores, tan generosos y tan humanos como siempre,
enanos sobre enanos o gigantes sobre gigantes, qué más da, depende de quién
mire y desde cuál atalaya.
*
La celebración
de la noche de Sant Joan - dice Espinás - es una fiesta que, según parece tiene
su origen en unas civilizaciones muy anteriores a la nuestra.
El sentido de
la fiesta era alegrarse por la llegada del verano, de la plenitud solar, porque
el día más largo del año antes era el 24 de junio, y no el 21, como ahora. Pero
los entendidos afirman que en la conmemoración coincidían una diversidad de
creencias y rituales muy diversos y no relacionados únicamente con la luz y con
el fuego.
En cualquier
caso, la noche y el día de Sant Joan era un momento del año en el que muchos
componentes de la naturaleza eran tocados por la magia. Las aguas, por ejemplo.
Y las plantas. De la capacidad mágica de las plantas se habla poco actualmente
y la magia no tiene nada que ver con las propiedades, curativas de unos
determinados vegetales ni con su valoración dietética.
En una canción,
"Une jolie fleur", Brassens hace hablar a un enamorado, que, en una
de las estrofas finales, dice:
"Pero
llegó el día que ella se fue
dejándome en el
alma un daño funesto
y todas las
hierbas de Sant Joan
no me han
podido curar de esta peste..."
Las hierbas
para el dolor de barriga y otras dolencias físicas siguen siendo solicitadas,
pero sospecho que nadie va ya a recoger hierbas contra el mal de amor.
Afortunadamente, las antiguas creencias sobre la magia de las plantas no se han
perdido del todo.
Hace unos años,
de viaje por el País Vasco, llegué a Solaurren, un vecindario de cuatro o cinco
casas rurales, y cené y dormí en la de Frances Gorostiza, una divertida mujer
vasca que había nacida en California, hija de un emigrado.
Cenábamos en el
porche, la noche era silenciosa y oscura en aquel rincón de valle. Vi que
habían colgado en la pared un curioso manojo vegetal: una rama de fresno, dos
ajos y unas flores ya secas. La señora me lo explicó: "Este ramo tan
singular se cuelga en las casas por Sant Joan, para que mantenga alejadas a las
brujas y dé prosperidad. Cuando Sant Joan vuelve, se pone uno nuevo".
¿Cree todavía
Frances en la magia de las plantas? Lo que es seguro es que cree en su papel de
transmisora de una cultura hecha de gestos que vienen de muy lejos.
Los que esta
noche coman un poco de coca o enciendan una bengala, no estaría mal que
pensaran que, a su manera, se conectan con unos rituales tan antiguos como la humanidad.
¿Resistirá? *
Lo conoció en
la playa, era un hombre suave e intenso, tuvieron un hijo, trabajaron,
leyeron, escribieron, escucharon música, vieron cine. Nunca se
cansaron, el niño los dejaba dormir, soñar, todo era limpio de fluidos.
Hasta aquel día
en el que se desconectaron las máquinas.
Las máquinas
que eran el mundo, el hombre, el niño, los viajes, la música
Ese día, sola,
tuvo que abrir las ventanas, antes recibían todo por el agujero que luego
soldaban, para evitar, robos, contagios, dolores.
Ese
día, rodajas de sol suculentas la parten.
Como
un golpe, la vida.
Don Joaquín*
Parado a un costado del
mostrador de la librería lo veo a Don Joaquín, según dicen va por los 95 años.
Tan pintoresco el hombre
con su sombrero negro alpino.
Juega en su patio de la
memoria.
Recita publicidades de
su época:
- "5 de pan, 5 de vino y 20
de queso El Peregrino."
- "Casa Muñoz, donde un
peso vale dos".
- "Sastrerías Braudo, la casa de los dos
pantalones".
- "Casa La Mota... Donde se viste Carlota".
Cuando ve entrar a una
mujer linda se emociona y canta:
“Donde veo una pollera
No me fijo en el color;
Las viuditas, las casadas o solteras,
Para mí son todas peras
En el árbol del amor…”
Luego vuelve a quedarse quieto
como una estatua, y al rato se va dando la mano a los presentes con su saludo:
"lo felicito por conocerme".
Sombras*
¿No veis, de
vez en cuando, alguna sombra que cruza?
Sombras, sí:
sombras que deambulan a nuestro alrededor; sombras sin nadie que acaso sólo
tratan de atraer nuestra atención para evadirse siquiera un instante a su
funesta condición de espectros dolientes, o esas otras, violadas por los dioses
de la decepción, que intentan rozarnos en su ciego tránsito para arrastrarnos a
ese mundo suyo de irrealidades, o de realidades intangibles que nunca seríamos
capaces de comprender. Pero en todo caso, sombras que habitan entre nosotros
sin desvelar su naturaleza, su nombre, su cifra; sombras que nos conocen y
escuchan los latidos de nuestros corazones, que en las noches insomnes se
acurrucan en los rincones; sombras que sólo toman cuerpo entre los pliegues del
sueño o en los incomprensibles recovecos del tiempo... Sombras que acaso sólo
estén mirándose en el espejo de nuestra inconsistencia, sombras como nosotros:
fugaces sombras que apenas existimos...
-De Prosas
breves
Ella, esa,
aquella*
La mujer sigue
allí, en la misma esquina donde algún día incierto naufragaran sus años que con
seguridad fueron más vegetados que vividos. Nadie la reconoce por su nombre o
apellido, para todos ella es simplemente ella, esa, aquella, cuando no, la
rotosa, la mugrienta, la vieja loca, según la percepción de quienes la
observen. Sobre todo para los afortunados de la vida, esos que suelen sonreír
de costadito en tanto van buscando deficiencias ajenas.
Es comparable a
un despojo, sobreviviente herrumbrado de un tiempo tal vez vivido a tropezones,
imposibilitada para salir de su botella añeja donde los años taponaron su
existencia. Transcurren sus horas entre la monotonía que envuelve lo
repetitivo, circundada por el chasquido agudo de frenadas bruscas y bocinazos
propios de alienados habitantes de una jungla de cemento, que pasan a su lado
ignorando la imagen que refleja tanto patetismo. Ella tararea el Bolero de
Ravel mientras sus huesos se desparraman sobre un escalón de mármol con el que
comparte decrepitud.
Algún alma
piadosa, conmovida por lo armonioso de su voz, deja caer algunas monedas junto
a los pies donde cohabitan callos y durezas como gemas engarzadas en los
herrajes de sus dedos huesudos.
Palomas que
anidan en gárgolas de cemento bajan a picotear las miguitas que se escapan de
su boca desdentada. La mujer, por momentos dormita un sueño estéril,
recurrente, como esperando alguna respuesta que nunca llegó.
Lejos del
lugar, muy lejos, en una dimensión inexplorada donde la sinrazón convive
armoniosamente con la mística, dan la bienvenida a nuevos santos recién
ascendidos que treparon por peldaños de oro con incrustaciones de diamantes,
extraídos de las entrañas de una tierra marginada que no parecería existir si
no fuera por los mapas.
Siguiendo la
teoría científica que afirma que el peso de las almas es muy inferior al de los
cuerpos vivos y prosiguiendo con la lógica no metafísica que indica que en la
bóveda celeste no hace falta riqueza, uno se pregunta por qué esa escalera
apunta hacia arriba y no al contrario como para evitar la existencia de esa
gente en situación de súplica constante.
Los nuevos
bienaventurados, profesionales expertos en ejercicios de abstracción del mundo
real donde han estado, habiendo sido ni más ni menos que eslabones de una
cadena larguísima de responsabilidades no asumidas, por ahí, con suerte, en
algún tiempo dirijan sus miradas hacia abajo. Ojala pudieran hacerlo antes de
que termine el proceso de putrefacción de las almas insensibles que aglutinaron
en su paso por la vida.
Pienso en ella,
esa, aquella, la rotosa, la mugrienta, la vieja loca, mientras espero mi turno
en la cola del banco. Siento como si estuviera padeciendo un brote
alucinatorio. Comienzo a juntar palotes, círculos y semicírculos, tildes,
puntos y comas, los acomodo, los pongo aquí, los saco, vuelvo a ponerlos allá,
los rompo, los dibujo nuevamente, los tacho y los rehago hasta que al fin logro
unirlos como piezas de un rompecabezas del absurdo. Si logro formar la masa
como pretendo, irá a parar al horno donde se cuecen las palabras junto a las
horas de los días desperdiciados.
Mientras tanto
la mujer, como una cosa que dura en el núcleo de la selva cementada, seguirá
esperando como siempre, nada.
*
En tiempo de
los sueños
la niña se
despierta
y trepa por los
labios
de la risa
en tanto una
mujer
dormida en
hilos
pende
del más
absurdo.
***
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