*Obra de FREAK-ARTS. - Katrin Thomsen
*
al poeta le
crecieron alas.
hay que tener
cuidado cuando al poeta le crecen alas.
porque cuando
eso ocurre
cuando al poeta
de pronto le crecen alas
ya no anda en
bicicleta
no toma
colectivos
no camina hasta
la escuela
cuando le
crecen alas ya no entra a las almacenes
entonces no
sabe cuánto le sale al hombre
el vivir
cotidiano
no conoce el
precio del pescado
ni el precio
del pan
como vuela tan
alto no ve la represión en las calles
ni llega a leer
por culpa de la altura
las consignas
que se agitan en las banderas del pueblo.
al poeta le
crecen alas y ni la lluvia lo moja ya
porque anda por
encima de las nubes
y se va a
lugares tan lejanos
y no vuelve
sino a principios de mes
a buscar el
cheque o el pago en efectivo
por los libros
vendidos
en las ferias
literarias.
cuando al poeta
le crecen las alas es un híbrido
deja de
pertenecer a la raza de los que se despiertan
en plena noche
fría
para tomar un
par de mates
antes de ir a
la fábrica
o a la oficina.
cuando al poeta
le crecen alas hay que tener cuidado.
qué pena más
espontánea
un poeta que no
camina la calle
que no conversa
con los caballos
que no sabe que
el negocio inmobiliario
le está
comiendo el hígado al setenta y pico por ciento
de sus
hermanos.
pero ya no es
humano.
el poeta alado
es un híbrido
mira la
literatura
su propia
literatura detrás de los vidrios
ve su nombre en
los escaparates.
dice en latín
cosas tan lindas que a uno le dan ganas
de llorar
árboles con todas sus hojitas
a medio caerse
sobre la vereda/
EL PEQUEÑO INFINITO DE LA VIDA…
*
Me tiene sin
cuidado
la forma en que
vestís
Aquí en el aire
la ropa sobra.
Aunque no está
de más decirte
te sienta bien
el blanco
*De Marcela Lokdos. lokdos1@yahoo.com.ar
DEJA VU*
El niño ha
llegado con pasos vacilante.
Duerme la
ciudad en un credo extranjero.
Puede describir
uno a uno los colores de la calle.
Busca. No sabe
lo que busca.
A quien busca.
Porque. Sobre todo porqué
Tiene amor,
lumbre, palmeras y fulgores.
¿Qué habría de
buscar?
En sus
piernitas flacas se anuda la tristeza.
Desamparo.
Orfandad hermana. Partidas.
No conoce esta
comarca extraña.
Pero está
seguro, ya estado allí.
Conoce las
bocas de sus calles.
Sus ojos
somnolientos. Sus pasos.
Un olor
desconocido lo estremece.
Remueve sus
entrañas. Sacude, agita. Vibra.
Es un olor
frutal, a hembra. A duraznero en flor.
Se reconocen al
instante.
Son parte de
una leyenda arcana.
Se adhieren
como hiedras.
Penetran en las
profundas grietas.
Rómulo es Remo.
Lo lame, lo
acuna, lo acurruca en su pelaje oscuro.
El niño se
prende de los pechos duraznos.
Se hace pájaro.
Liba, muerde, muere.
Cierra los
ojos, paladea, goza, orina.
Ah, el sabor es
tan dulce como lo es la vida.
Se refugia en
las suaves colinas.
Ha llegado a su
puerto. Ya ha estado allí.
No importa si
el hoy es solo ahora.
*
Me guardaré tus
ojos
que están en
todas partes
y el rumor de
cabellos
bailando sobre
el mar.
Me queda tu
sonrisa,
la lágrima
furtiva, tu calor.
Me queda tu
perfume
y un pedazo
pequeño de aquel inmenso amor.
Fuiste ilusión,
esperanza, mi amiga,
el pañuelo, la
risa, la alegría.
Fuiste la piel,
la palabra, mi Guadiana,
la caricia, la
noche al fin del día.
Fuiste la ola
que siempre regresaba,
fuiste mi mar
repleto de misterios,
fuiste el poema
de aquellos días serios
y todo aquello
que yo necesitaba.
Tengo caricias
azules en mi cama
y en un cajón,
montones presencias.
Tengo el
recuerdo de todas tus esencias.
Serás por
siempre mi hembra y mi dama.
Con sabor a
pistachos*
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
Aquella tarde, el destino me llevó frente a la puerta del pub El
Golem. Tenía sed y me dispuse a entrar en él. Recordaba oscuramente que alguien
me había hablado de aquel local describiéndolo como uno de esos lugares en los
que puede encontrarse un ligue fácil. Pienso ahora que tal vez me decidí a
pisar aquel antro a causa de la pelea que esa misma mañana había tenido con
Laura, mi amante.
En el interior reinaba una tenue iluminación, acorde con lo
esperado. Bajé cuatro escalones y me encaminé a la barra. Aún perduraba en mi
boca el agradable sabor salado de los pistachos con que me había obsequiado mi
amigo Enrique durante nuestra entrevista, apenas unos minutos antes. En el
momento exacto en que el camarero, con la habitual amabilidad, me preguntaba
qué iba a tomar, tuve un sobresalto. Al fondo, justo enfrente de mí, acodada en
la barra y conversando con un hombre, se hallaba mi ex mujer. Ella jamás me
perdonó que la abandonase. Suponía (acertadamente) que la había dejado por
otra. Si me veía, se iba a armar una buena. Concluí que tenía que salir de allí
lo antes posible. Con inusitada rapidez mental, inventé un nombre y una cita:
—¿El señor Luis Alberto Castillo, por favor? Me citó aquí...
Cuál no sería mi confusión al escuchar la respuesta del camarero.
—Sí, un momento, por favor —después se dirigió a un hombre
elegante, vestido con traje gris. Tenía el pelo cano, su expresión era serena y
fría. Me miró sin prisa y luego vino hacia mí. Sentí que estaba penetrando en
un mundo mágico o pavoroso, pero en cualquier caso, desconocido, y por lo
tanto, atrayente.
—¿Lo envía Mur? —preguntó a bocajarro. Yo dudé un segundo, pero ya
el tipo, con un veloz gesto, había puesto en mis manos un sobre cerrado. Siguió
hablando—. Debe llevar esto a la calle Padell. ¿La conoce? —asentí y él
continuó—. Es en el Nº 10, en el sótano. Allí le espera Andrés Gil. Sólo a él,
en persona, ha de entregarle este sobre. A cambio, recibirá un paquete que
usted habrá de llevar al lugar que él le diga. No tome apuntes. Use tan solo su
memoria. Nada de papeles comprometedores. ¿Me entiende? Nuestra causa podría
fracasar. Confío en que sabrá llevar esto con discreción. Me gusta su aspecto.
Yo, claro, ignoraba a qué causa se refería, pero he de admitir que
aquella confianza, de la que me sentía inmerecido destinatario, y sobre todo la
última frase de aquel hombre, me persuadieron de llevar a cabo sin dilación la
misión encomendada. Se me ofrecía la oportunidad, quizá única, de vivir una
aventura, tal vez peligrosa. ¿Quién hubiese dudado? Estreché su mano y conseguí
salir de allí sin que Rosa (mi ex) se apercibiera de mi presencia.
Caminé resuelto por la avenida Ortiz hasta llegar al barrio en el
que se hallaba la calle Padell. El Nº 10 no parecía más siniestro que cualquier
otro edificio de aquella calleja donde apenas llegaba la luz solar. El timbre
del sótano no funcionaba y golpeé con suavidad la raída hoja de madera. Me
abrió un hombre de unos cuarenta años, desaseado y un poco calvo.
—¿Qué quiere? —preguntó con descortesía.
—Traigo esto —respondí enseñándole el sobre. En ese instante me di
cuenta de que no sabía el nombre de quien me diera tal sobre. No obstante, dije
con aplomo—. ¿Es usted Andrés Gil?
El hombre me hizo entrar sin haber contestado. “¿Es de parte de
Mur?”, dijo. Me sorprendí diciendo que sí. Él, entonces, pasó a otra habitación
y tras un largo minuto de incertidumbre, volvió a salir con un paquete algo
menor que una caja de zapatos. “Calle Grao, 21, 4º A”, murmuró mientras me
abría la puerta.
La calle Grao estaba al otro lado de la ciudad. El hombre me había
aconsejado que cambiase un par de veces de autobús para asegurarme de que nadie
me seguía. Así lo hice. Cuando por fin llegué ante la fachada del Nº 21, ya era
noche cerrada. A pesar de ello, el portero aún estaba en su puesto, como algún
insobornable centinela de leyenda. En el cuarto piso me esperaba el hombre con
el que hablara en el pub. Me saludó con efusión y me invitó a una copa.
Sentados en un aterciopelado sofá, frente
a un reloj de brillante péndulo, charlamos de fútbol y mujeres, del
sistema, del incesante compás de los relojes y de las oportunidades perdidas.
Me gustaba el sonido de su voz, suave y cálida, pero poderosa a la vez. Noté
que me iba adormeciendo y me sentí ingrato al pensar que me habían narcotizado.
Desperté (o creí despertar) al escuchar el ruido de un disparo.
Aunque lo mismo podía ser un recuerdo, ya que tenía ese sonido clavado en mi
memoria como algo lejano, acaso de otro sueño u otra vida. Pero ahí estaba, en
mi mano, esa pistola, aparentemente recién disparada. Ahí estaba, frente a mí,
desnuda, Rosa, yacente en una cama, con el pecho destrozado por un balazo y los
ojos abiertos y mirándome sin sorpresa. Tal vez oí el sonido de una puerta que
se cerraba. Tal vez sólo lo imaginé. Con la mente vacía, ofuscado por el miedo
y la incomprensión, registré la casa, pero allí estábamos Rosa, callada para
siempre, y yo, confuso y atemorizado. Después, todo ocurrió muy deprisa. Me
vestí. Llegó la policía, alertada por un vecino. Rodearon el edificio. Me
conminaron a entregarme sin resistencia. Lo hice, sin poder evitar que me
golpearan. Me encerraron en una celda. Llamé desesperado a Enrique y le rogué
que me buscase un abogado.
El letrado, al conocer la historia, se rió. “Soy su abogado”, dijo,
“a mí debe contarme la verdad”. Repetí mi historia y finalmente se enfadó.
La investigación fue rápida y concluyente. Los hechos habrían sido
estos: Rosa y yo nos habríamos citado en su apartamento (me maldije por no
haber sabido que ese era su apartamento); luego, yo habría adquirido un
revólver, asistiendo a la cita con intención de matarla. Habría llevado a cabo
el asesinato después de hacerle el amor, dato confirmado por el forense.
Ni mis obstinadas negaciones ni la
verdad, que me cansé de repetir, sirvieron para convencerlos de mi
inocencia. Todo obraba en mi contra. Dos clientes de El Golem declararon
haberme visto hablando con el camarero unos segundos antes de que éste lo
hiciese con Rosa. Él afirmó que, en efecto, yo le había dado un mensaje para
ella, cuyo contenido se había perdido en su memoria, ya que esta situación se
repetía con mucha frecuencia en aquel lugar. Otro testigo afirmó haber visto
salir a Rosa pocos minutos después de haberme ido. Además, la pistola no tenía
otras huellas que las mías y jamás antes había sido disparada. Andrés Gil
resultó ser un traficante de armas y chivato habitual. Por sí mismo acudió a
declarar y confirmó haberme vendido la pistola sin conocer el uso que yo había
de darle. El portero del Nº 21 de la calle Grao me había visto subir unos tres
cuartos de hora antes de oírse el disparo, con un paquete mal disimulado bajo
la americana. Me sentí derrotado, inseguro de mí mismo. ¿Cómo podía demostrar
mi inocencia cuando yo mismo no sabía con certeza lo que había pasado?
Intuía una conspiración, pero no conocía a nadie que tuviese motivos
para matar a Rosa ni para inculparme a mí en su muerte.
Mi mente se aclaró un poco al conocerse un detalle significativo:
Laura fue vista por el portero y por otros dos hombres cuando salía del Nº 21
de la calle Grao, justo después de oírse el disparo. Al ser interrogada, afirmó
que yo le había enviado una nota citándola en aquel lugar. Al llegar allí, yo
mismo le había abierto la puerta, desnudo. Al descubrir a Rosa tras de mí, me
insultó y se fue. Mientras bajaba las escaleras, oyó el disparo, se asustó y
echó a correr escaleras abajo tratando de pasar desapercibida. Pero eso, para
una mujer como Laura, no resulta fácil. Evidentemente mentía. La policía así lo
determinó y la detuvieron. En cuanto a mí, examiné —a la luz de la soledad de
mi celda— todos los pormenores del caso y fui atando cabos.
En la primera línea de esta narración, hablo del destino. Para nada
influyó el destino en todo esto, eso fue lo que me obcecó antes. Ahora lo veía
todo claro. No fue una casualidad que yo entrara en El Golem aquella tarde. Fui
allí inducido. ¿Por quién? Es claro: por mi amigo Enrique. Fue él quien, en
medio de una borrachera, me habló del pub, lo recordaba ahora con claridad.
Conocía mis gustos literarios. Sabía que no me resistiría a visitar un lugar
con tan sugestivo nombre, menos aun siendo un devoto lector de Gustav Meyrink.
Aquella tarde me invitó a su casa, que está cerca del pub. Estuvimos bebiendo y
luego, cuando se hubo acabado la
cerveza, me ofreció unos suculentos pistachos para provocar mi sed.
También fue él quien me indicó el itinerario que debía seguir para encontrar
una parada de autobús. El itinerario que había de llevarme frente al pub.
Pero ¿por qué Enrique? Creo conocer la respuesta: a Enrique nunca
se le dieron bien las mujeres. En el pasado tuvo una dolorosa relación con una
mujer casada y nunca logró reponerse. Cuando le presenté a Laura, su rostro se
iluminó de admiración. (Aunque ahora, ya juzgado y condenado, sé que no fue eso
exactamente). Según esta hipótesis, ella, ofendida conmigo a causa de la última
discusión, sedujo a Enrique y le propuso un plan, en el que ella cumpliría su
venganza y tendría, por otra parte, la satisfacción de ver muerta a la primera
mujer que amé de veras.
Así que, cuando entré en El Golem, me estaban esperando. Luis
Alberto Castillo no existe (dato confirmado por la policía). Cualquier otro
nombre hubiese servido. De hecho, no es probable que hubiesen previsto mi
actitud al ver a Rosa. Con seguridad, el hombre de bigote cano se habría
acercado a mí por propia iniciativa. Sabiendo de mi instinto aventurero y
romántico, utilizaron un argumento ambiguo (la Causa) con la certeza de que me
dejaría arrastrar hacia mi fatal destino. Ya en el apartamento de Rosa,
pusieron algo en mi bebida. Durante el sueño, me desnudaron y me ocultaron.
Luego llegó Rosa (según el portero, unos veinte minutos más tarde que yo). Fue
seducida o violada por el hombre elegante. Llegó Laura, mataron a Rosa y
pusieron después el arma en mi mano. Cuando despierto, recuerdo el eco de un
disparo y creo que es eso lo que en realidad me ha despertado.
Estos razonamientos me llenaron de odio hacia Laura. Impotente, me
acusé y la acusé a ella de ser mi cómplice. Así, al menos, nos condenarían a
los dos. Su refinada venganza no iba a ser tan dulce como pensaba.
En los días sucesivos vinieron a verme algunos amigos, entre ellos,
Enrique. Me negué a hablar con él, pero no pude evitar que nuestras miradas se
cruzasen. Fue allí, en el rostro risueño de mi viejo amigo, donde descubrí mi
atolondramiento y mi estupidez. Fue allí, en aquella enigmática sonrisa
victoriosa, donde me di cuenta del infierno al que había arrastrado
injustamente a mi dulce Laura. Porque Enrique, de haber estado yo en lo cierto,
debería haber estado triste; preocupado, al menos. Pero no, él había venido
exclusivamente a escupirme en la cara mi derrota. ¿Entonces?
Finalmente lo he visto todo claro. Ahora sé la verdad. Y este es el
mayor motivo de desesperación, porque jamás podré demostrar una verdad que es
apenas la sombra de una locura, jamás podré salvar a Laura del espantoso
destino al que yo mismo la hube condenado con mis absurdas acusaciones.
Sí, fue Enrique quien sutilmente me indujo a acudir al pub, pero no
por el amor de Laura, sino por el de Rosa. Ella fue la mujer casada que se quedó
clavada en el alma de Enrique. ¡Cómo no lo vi antes! Recuerdo ahora que él nos
visitaba a menudo, y ¡cómo le gustaba que yo le hablase de Rosa! No fue, pues,
una coincidencia que ella estuviese en el pub. Era necesario que los clientes
fuesen testigos del movimiento del camarero al transmitirle un presunto mensaje
mío. Todo fue calculado con exactitud. Llegué al apartamento veinte minutos
antes que Rosa. ¿El tiempo justo para que hiciese efecto el narcótico de mi
bebida? No, eso jamás sucedió. Fui hipnotizado. El hombre de bigote cano me
invitó a tomar asiento frente a
un reloj de brillante péndulo. Él mismo aludió un par de veces a la
belleza de los péndulos. Su voz hizo el resto. Ya hipnotizado, Rosa hizo el
amor conmigo por última vez. Luego llegó Laura, al vernos se sintió herida y se
marchó dando un portazo (al despertar de mi sueño hipnótico, creí oír una
puerta. Fue tan solo el recuerdo de aquel portazo dado por Laura). No había
tiempo que perder: Rosa puso la pistola en mi mano y me ordenó que le
disparase. Lo hice momentos antes de que el portero viese salir a Laura (el
hombre de bigote cano había salido mucho antes). El disparo me despertó. Lo
demás es historia.
Rosa, convencida de que jamás podría amar a otro hombre, decidió
poner fin a su vida, pero sin renunciar a la venganza. Conociendo la adoración
que Enrique le profesaba, lo obligó a ser su cómplice. Quizá dejó que le
hiciese el amor. El hombre del traje gris acaso fuese un amigo de Enrique, que
siempre anduvo obsesionado por los rincones oscuros de la mente y por el
ocultismo. Los demás sólo fueron actores de reparto, tal vez movidos por el
soborno o simplemente desconocedores de la siniestra trama. Finalmente, me
resta felicitar a Rosa, quien supo dar su vida a cambio de mi infierno (y del
infierno de Laura), que ahora es doblemente terrible. No me sería difícil
hallar en alguna frase de Enrique el exacto motivo de mi última discusión con
Laura. También ella se hallaba molesta conmigo (sin duda) a causa de algún
comentario oído entre mi amigo y yo.
Quisiera dar mi vida a cambio de su libertad, pero ahora ya nada es
posible.
Arderemos juntos y la venganza de Rosa será así efectiva a través
de los siglos.
*
Nada del amor
enraíza en
tierra firme
por eso
los sueños
quisieran volar
*De Alejandra
Alma.
https://www.facebook.com/alejalma
MINERVA
MIRABAL*
El 25 de
noviembre de 1960, Minerva Mirabal, defensora del ideal de un gobierno
democrático, muere destrozada a golpes antes de ser arrojada a un precipicio
dentro del vehículo en el que viajaba junto a dos de sus hermanas. Tenía 34
años.
República
Dominicana (La Cumbre)
Morir así, / de
sangre estrangulada.
Impulsada a
empellones por sicarios / que me conducen fuera del camino / para que no presencie
el sacrificio de mis desventuradas compañeras / ni contemple sus crueles
agonías.
Morir así, / de
hueso machacado.
Observando tus
manos de verdugo consumar los rituales de la sombra, / ultimar mi esperanza en
la espesura, / cumplir cada precepto de los odios con mazazos de furia
desmedida.
Morir así, / de
corazón marchito.
De desafiar las
voces del tirano.
De promover
lecturas que entretejan la pura resistencia de los sueños, / desvergonzadamente
transeúnte de mis desvergonzadas rebeldías.
Morir así, / de
libertad llameante.
Cayendo a las
entrañas del abismo / en un vuelo de espanto amortajado.
Culpable de
atreverme a la defensa de tantos ideales prisioneros / entre murallas de
penitenciarías.
Morir así.
Sintiendo que
es inútil empecinar el llanto / o la plegaria / ante este ardor de brazos
indefensos, / párpados tumefactos, / estertores, / gargantas taladradas por el
vómito, / úlceras detonando en las mejillas.
Morir así.
Sabiendo que es
inútil, -en esta latitud del exterminio- / hallar otro refugio que el silencio.
Porque esta
dignidad será estandarte / flameando en el lugar donde la infamia / alza tu
acantilada alevosía.
Minerva
Mirabal.
Ese es mi
nombre.
Soy el rostro
que rondará tus noches / cuando las lunas del remordimiento desborden la
orfandad de tus trincheras / con la memoria de mis cicatrices.
Soy quien
habitará tus pesadillas.
*De NORMA
SEGADES-MANIAS.
*
Puedo engañarme
con la
velocidad de las luces
Y convencerme
que hay seres invisibles
que las empujan
Puedo decir que
las palabras
son mujeres
sabias
besando los
pies de los hombres
que evitan el
lujo de los zapatos
Puedo fingir un
aullido de puerta
y hablar de la
noche
como aquella
sonámbula que va a mover
los picaportes
Pero no puedo
mentir
Ni negar
Que mi pared
repite tu nombre
en cada
ladrillo de cada silencio.
*De Marcela Lokdos. lokdos1@yahoo.com.ar
Pequeño
infinito*
El café, los
diarios, ciertas lloviznas, unas rosas rebeldes, libros en la cama, marchas,
multitudes, la música de los amigos, palabras en red, un silencio
poblado,
algunas callecitas de Palermo, la voz de Cortázar que cuenta, los compañeros
del alma de La República Española, paisajes italianos que caen abruptos para
entregarse al mar, el malecón de Cuba, esas manos que cubren, la belleza del
deseo abriendo la piel, jugar a tocarse con lenguaje; el alivio después que
la piedra del dolor se levanta, pestañas en seda acariciando la noche;
jardines a tientas, una foto olvidada, zapatos viejos, los sueños por venir, la
voz que me dice no te rindas, el infinito pequeño de la vida.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
*
en breve
cruzaron dos
horneros
la hora en que
la vida
se curva
como un signo
de interrogación
*De Alejandra
Alma.
https://www.facebook.com/alejalma
***
INVENTREN
Próximas estaciones:
SALADILLO NORTE
-Por Ferrocarril Provincial-
SAN SEBASTIÁN
-Por Ferrocarril Midland-
-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
Al salir de la Estación de empalme Ingeniero de Madrid, el
Inventren sigue un doble recorrido por vías del ferrocarril Midland
con destino a Puente Alsina, y por vías del ferrocarril provincial con
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-las estaciones por venir en el ferrocarril Midland:
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