*Obra de Walkala.
-Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
TRES ESTACIONES
Y UNA MENOS*
I. ESTACIÓN DE
LOS FUEGOS.
Un joven se
masturba, en un estanque con agua congelada.
La mujer,
detrás de cristales rosados, lo mira.
El fuego de la
escarcha, la quema.
La alondra se
abre como fúlgido puñal.
II. ESTACIÓN DE
LA SOMBRAS
Un hombre
inclinado, sobre su fatiga.
Escribe sus
ficciones.
La mujer,
detrás de un vidrio empañado lo mira.
Siente que la
sombra que la refleja no es de ella.
III. ESTACIÓN
DE LA ENVIDIA.
Un varón, le
recuerda a su padre.
Juega con sus
perros, amorosamente.
La mujer,
detrás de unos vidrios húmedos.
Levanta las
orejas y mueve la cola.
IV. ESTACIÓN
DEL CALVARIO
La mujer
prohibida. Desnuda en la hierba.
Yace, más
triste que la muerte.
El hombre,
detrás de unos vidrios espejados.
Se observa a si
mismo.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
¿SERÁ ENTONCES LA AUSENCIA MI PATRIA VERDADERA?
HOTEL ANTIGUO*
*Eugenio
Montejo
Una mujer a
solas se desnuda,
pared por
medio, en el hotel antiguo
de esta ciudad
remota donde duermo.
Abren las sedas
un rumor disperso
que se mezcla
al follaje
de los helechos
en el aire.
Se oyen llaves
que giran en un cofre,
jadeos
ahogados, prendas,
la inocencia de
gestos solitarios
que beben los
espejos.
A su tiempo la
noche se desnuda
y las calles
apiladas se doblan
en un vasto
ropaje
con la fatiga
de un final de fiesta.
Una mujer a
solas tras los muros,
unos pasos, un
oscuro deseo,
hasta mí llega
de otro mundo
como alguien
que he amado y que me habla
desde un ataúd
lleno de piedras.
-Eugenio
Montejo nació en Caracas en 1938. Poeta, ensayista y docente. Fue
cofundador de la “Revista Poesía” de la Universidad de Carabobo, de su país. En
1998 recibió el Premio Nacional de Literatura, y en 2004 el Premio
Internacional Octavio Paz. En 1974 se editó su ensayo La ventana oblicua y en
1983 su trabajo El taller blanco. Entre sus poemarios se destacan: Muerte y
memoria (1972), Algunas palabras (1976), Trópico absoluto (1982), Alfabeto del
mundo (1986) y Partitura de la cigarra (1999). Falleció en Valencia, aquejado
por el cáncer, en 2008.
*Fuente: Un
manojo de flores siempre vivas. Antología breve de poesía latinoamericana.
Selección de Eduardo Dalter.
Minotauro al
sol*
A J.L.B.
¿Será entonces
la ausencia
mi patria
verdadera?
¿Será la arena
inmóvil
el único
paisaje?
El laberinto no
es como contaban
las antiguas
leyendas.
Es sólo una
extensión interminable,
un cielo gris
sin puertas;
sólo tiempo y
distancia,
entrevisiones
de algo que
nunca está,
esperanzas
truncadas
y un viento
frío. Ecos
de nombres ya
olvidados.
Cierto: No hay
muros, pero
la libertad es
también un espejismo.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De Por si
mañana no amanece
La pluma
adjetiva*
Si sólo pudiera
alivianar mi pluma
hacerla
volátil,
sutil, delicada
nada perversa.
Viene cargada
de peso
es cortante,
punzante,
acusadora.
Cómo aliviar mi
pincel
para escribir
poesía
si lleva
colores
del óleo firme
de mis penas
habidas.
*De Cecilia
E. Collazo. psic_collazo@hotmail.com
-De Poética
Despiadada . Editorial Imaginante 2013
*
¿Qué sería
de nosotros,
si un día
yo te abriera
el corazón?
Si pudieras
ver,
en carne viva,
ese lugar
oscuro
donde habito,
ese rincón,
árido y hostil
donde
suelo
flagelarme
con alguna
felicidad...
¿Abrirías
para mí
las puertas
de tu infierno?
¿Me mirarías
con piedad?
*De MARIANA
FINOCHIETTO.
El grito de la
mandrágora*
Nosotros
jugábamos en el campito, a veces era a la pelota, a veces cavábamos
trincheras y las naranjas eran granadas que volaban sobre yuyos crecidos. Había
árboles achaparrados, una alambrada vencida que nos permitía un ingreso con
amenaza de invasión al lugar prohibido.
Cada tanto era
el hallazgo de un sapo, la persecución desde lejos y temerosa de una iguana
prehistórica. Y las nenas que hacíamos tortitas de barro y poníamos la mesa de
latas oxidadas sobre el redondo tocón de un árbol talado hacía décadas.
El lugar no era
por completo tranquilizador, pero en eso estaba parte del encanto. Solos no
íbamos. Cruzábamos el hueco del perímetro en bandada parloteante, de a tres o
de a cinco, a veces más; cuando el sol legalizaba con sombras definidas esa
amenaza que se manifestaba en los atardeceres y se afianzaba por las noches.
Nunca de noche al campito. Alguna que otra vez nos quedamos en el crepúsculo,
pero el avance de la oscuridad ponía rostros en las cortezas, sonidos en los
matorrales, y ni siquiera la bulla era tranquilizadora, sonaba falsa, y
terminaban provocándonos más miedo esas nuestras voces forzadas que el silencio
que se adivinaba por debajo.
Entonces cada
carancho a su rancho, desbandada y retorno a las casas iluminadas, a mamá y la
mesa puesta y los deberes todavía pendientes. Calcar un mapa, resolver un
problema esquivo. Y el campito oscuro dejaba de existir porque ya no era el
lugar de juegos sino el lugar donde la muerte se pasea bajo la luz fría de la
luna.
Y una tarde
encontramos al ahorcado.
Nosotros lo
encontramos pendiendo del árbol. Ya no era un ser humano sino una cosa como un
maniquí, algo parecido a una bolsa o un muñeco de trapos.
Vino la
policía, desde la vereda asistimos al enjambre de vecinos y escuchamos al nivel
de las cinturas las historias encontradas que iban formando la historia final
del suicidio, la que se repetiría para siempre; y en la que figuraba una novia
y un abandono, y esa cosa dramática de la juventud.
A los pocos
días estábamos de vuelta. Era nuestro lugar, y aunque vigilábamos el árbol por
el rabillo del ojo en medio del juego de la mancha, nada nos atemorizó, ningún
bulto fantasmagórico se materializó bajo la rama.
Fui yo la que
descubrió la plantita.
Justo en el
lugar, debajo del espacio vacío ahora donde había pendido el hombre. Justo allí
asomaba una ramita vertical, verde y erecta.
Uno de los
chicos nos habló de la mandrágora. Quién se había ocupado de contarle
semejantes historias, no lo recuerdo; pero él nos dijo que antes, cuando
ahorcar a los ladrones o asesinos era una costumbre bastante usual, ocurría que
en el momento terrible de la asfixia el hombre eyaculaba, y tal condenado riego
sobre la tierra producía una planta infernal. La mandrágora.
El sonido de
ese nombre mágico nos enturbió los paladares. Comenzamos a imaginar el bulbo
monstruoso que se gestaba debajo de la superficie, tubérculo con forma humana,
raíz maravillosa y llena de secretos poderes.
Veíamos crecer
nuestra mandrágora, y por esos raros aconteceres ninguno dio en ir con el
cuento a sus padres. Era nuestro secreto.
La ramita
solitaria se abrió en hojas afiladas; oculto por debajo percibíamos con el
estómago el ser enterrado, maligno, hecho de muerte y luna.
Tampoco
recuerdo quién habló por vez primera de la cosecha. Se fue instalando la idea
como aparecen las primeras nubes antes de la tormenta, inadvertidamente, en
forma difusa, hasta que el cielo está cubierto y uno no sabe cuándo desapareció
el último manchón celeste.
Las discusiones
tenían la ingenuidad de nuestros pocos años. Entre los argumentos y las
estrategias aparecían disputas por una figurita, o de pronto se armaba un
picadito con la pelota y la cosecha quedaba momentáneamente olvidada.
Había un grave
problema, y era que al arrancar la mandrágora la planta produce un fuerte
grito, y quien la desentierra muere instantáneamente. Eso decía nuestro amigo,
y para nosotros él era el hechicero y no se cuestionaba la verdad de su
sabiduría. Tampoco dudábamos de que si un hombre le pasaba
el dedo medio
por la palma a una mujer, ésta se le entregaría "mansita mansita";
recuerdo especialmente la expresión porque me hacía ver una mujer como un
perrito panza arriba, la cara borrada, el cuerpo exánime, igual al de las
monjas en éxtasis retratadas en las vidas de santos. Y un mago sostenía su
mano, y le pasaba una y otra vez el dedo obsceno por el hueco ofrecido de la
mano.
Entonces
decidimos traer a un chico de afuera, un extraño, que sin noticia del peligro
nos proporcionase la raíz maravillosa.
Para qué
propósito deseábamos la mandrágora, no lo se. La aventura estaba en la acción y
en la muerte, que justificaban los desvelos.
Confusamente
algunos tejieron aspiraciones fabulosas, diciendo que podríamos vender por
cifras millonarias el prodigio a los gitanos, otros hablaron de la NASA, y
alguno mezcló la historia con los cuentos de hadas, y proponía pedir deseos
como si en vez de una mandrágora hubiésemos hallado la lámpara de Aladino.
Por qué tentar
al destino, la finalidad de lo que haríamos no importaba. Queríamos que
sucediese algo. No sabíamos qué, pero algo.
Uno de los
chicos era de esas familias numerosas y extendidas. En su casa habitualmente
salían colchones de la piecita del fondo, y parientes del campo brotaban de la
nada estacionando un automóvil o una camioneta embarrada y rellenando los
espacios de las habitaciones con voces que hablaban con tonadas raras.
Hubo un
primito, primo segundo creo, una de esas relaciones por parte del abuelo o la
abuela, vaya a saber qué grado de parentesco, pero a ellos les bastaba con
descender de Adán para ser de la familia.
El chico era un
gringuito de dientes enormes, todo sonrisa y pies descalzos, que andaría por
los seis o siete años y tenía la ingenuidad intacta, la confianza sincera y esa
fidelidad canina hacia los chicos más grandes.
Nos citamos al
atardecer debajo del árbol.
Podría
describir con notas lúgubres el campito, pero en realidad y llegado el momento
fue como si no se jugase nada. En su lugar seguían las piedras que marcaban el
arco para los partidos de pelota, no había espíritus tenebrosos escondidos
detrás de los arbustos.
Alguien le dijo
que arrancase la plantita, así, sin ceremonia ni preparación, y con solicitud
el gringuito aferró el tallo y las hojas, dio el tirón exacto con el que
desmalezaba la quinta de su madre. Todos gritamos. No puedo asegurar que el
aullido aterrador proviniese de la mata arrancada o fuese la unión de nuestros
agudos chillidos infantiles. Después aseguramos haber escuchado el grito, pero
quién sabe.
En la mano
sostenía limpiamente un tubérculo gordo y con ramificaciones que se asemejaba
vagamente a un ser humano.
El nene murió,
pero después. Vuelto al campo supimos que lo tomó una fiebre y apenas duró unos
días. A la raíz la cortamos en pedazos y cada uno se llevó su parte. La porción
que me pertenecía se secó, quedó como una pasa resumida, y fue olvidada en el
cajón de la mesita de luz hasta que se perdió en alguna limpieza. Después
vinieron cocineros televisivos y supe del jengibre.
No hablamos más
del asunto. La magia se niega a acontecer con claridad, y nos permite darla al
olvido y la duda. Afortunadamente.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Soy (somos) *
Soy (somos)
todo lo que ya he leído,
lo sabes tú, mi
querido y viejo amigo.
Al recorrer
juntos todas las palabras,
declaras mi
camino de pulso y letras.
Como el actor
que declama ese verso,
frente al
cráneo del bufón de su niñez,
así mis manos
frente al libro abierto,
son la espada
mellada o la impostura.
He sido
Athanasius Pernath en Praga,
probando el
sombrero de Athanasius Pernath.
Y Lord Jim ya
convertido en leyenda,
acarreando los
dos cañones sobre su espalda.
He sido ese
primer oficial Starbuck,
en su mano la
pistola y el destino del Pequod.
Y el orgulloso
príncipe Sandokan,
en las últimas
luces del atardecer en Mompracem.
He sido Aronnax
retorciendo mis dedos,
al ver el
hundimiento del último barco sin nombre.
¿Qué sombríos
pensamientos tendría Nemo?
¿Qué dolor y
que destino oscuro, su tripulación?
He sido el
poderoso profesor Challenger,
emocionado ante
la fauna insólita de Maple White.
Y hasta
Jonathan Harker, en el Borgo,
huésped o
prisionero en ese castillo transilvano.
Y Robinson
mirando el pie desnudo en la arena.
Y Miguel
Strogoff llorando, su injusta ceguera.
Y Sherlock
Holmes en el 221B de Baker Street
Y Long John
Silver, contando todas sus guineas.
He visto
también la rosa tatuada en la mano,
del hombre en
esa tarde bochornosa en Wisconsin.
Y esas dos
flores blancas ya marchitas
que el viajero
a través del tiempo extrajo de su bolsillo.
Soy (somos
siempre) las páginas de un libro,
¿Me entiendes
ahora, mi querido y viejo amigo?
Y en la
declinación de los colores de esta tarde
leerás mi poema
y me encontrarás en ese espejo.
*De Jorge
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
LA SALVAJE
ESPERANZA*
*Gonzalo
Arango
Eramos dioses y
nos volvieron esclavos.
Eramos hijos
del Sol y nos consolaron con medallas de lata.
Eramos poetas y
nos pusieron a recitar oraciones pordioseras.
Eramos felices
y nos civilizaron.
Quién
refrescará la memoria de la tribu.
Quién revivirá
a nuestros dioses.
Que la salvaje
esperanza sea siempre tuya,
querida alma
inamansable.
-Gonzalo
Arango nació en Andes, Antioquia, Colombia, en 1931. Poeta, narrador y
autor de encendidos manifiestos. Fue el hijo menor de una familia muy numerosa.
En 1958 fundó con otros jóvenes poetas colombianos el movimiento poético
Nadaísta, el cual tuvo importante repercusión, inclusive en el continente.
Entre otros libros, se cuenta Obra negra (1974), que incluye una amplia selección
de poemas y narraciones. Murió en 1976 en un accidente automovilístico en la
localidad de Tocancipá, en su país.
*Fuente: Un
manojo de flores siempre vivas. Antología breve de poesía latinoamericana.
Selección de Eduardo Dalter.
*
"que la
lluvia te acaricie con la sensualidad de su cuerpo y te insinúe la piel de lo
que escribe en el agua"
*De alejandra
alma. almaalma3h@gmail.com
***
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