*
Dice que no
sabe porque la verdad al tocarla, en ese mismísimo instante se quiebra, no
sabe, decíamos, por qué razón estuvo tan seguro de que la Rubia tenía que ver
con ese monstruo tambaleante que hacía música de otros mundos, mundos que se
podían caer en el mundo. Que por algo había descubierto aquella mirada de
hipnosis, aquellas quejas continuadas, la histeria desatada por su aparición en
la escuela, sus negaciones. Mientras estaba en la cama sentía que se le rompían
las piernas de furia. Había llevado la computadora portátil y la había colocado
sobre la sábana, para ver si de esa forma, escribiendo, lograba serenar su
rabia. Ella se había ido a dormir al suelo de su escritorio, llevándose una
manta y él la había dejado. Que se fuera a dormir adónde le viniese en gana si
era su gusto, él no renunciaría a la cama. Que se fuera de la casa, si así lo
prefería y no le importaba si la casa se la habían ofrecido a ella por su trabajo
de enseñanza en Las Víboras, también él estaba allí como escritor y tal vez era
la primera vez que habían visto a un escritor de Buenos Aires, un escritor
reconocido.
Se le comprimía
el cerebro, o el lugar donde estaba el cerebro se le volvía temblor, vidrios
rotos temblando en el cerebro, se le encendían los puños o el lugar donde
estaban los puños se le volvía de fuego, los dedos cerrados en el fuego y por
momentos le surgía esa mirada espeluznante de algunos pájaros: parecía que iba
a reír, pero era la boca la que se torcía.
El Perro llegó
pronto, siempre llegaba. No iba a perderse la escena, fuera le dijo Montaner y
después vino la Rubia y dijo no le grités al Perro, hijodeputa y Montaner dijo
cuando te vas a morir que hace mucho que espero y lo dijo casi dulcemente y la
Rubia dijo basura de mierda y lo dijo casi dulcemente y Montaner dijo te
acostás con ese harapiento o te cagás de las ganas de hacerlo y la Rubia dijo
te vas de aquí esta misma noche y él gritó y ella gritó , y el se hubiera
quitado el pensamiento con un ruido en las sienes, y el Perro ladraba de gozo y
saltaba de un extremo al otro del cuarto
(el Perro
pensaba hacemuerte, hacemuerte aquí, hacemuerte, yo estaba como loco y se me
repetían esas dos palabras formando una sola en la cabeza, Hacemuerte, así como
si dijera hace calor, hace frío, y quería escribirlo en la pared, y miraba al
Perro y pensaba esos son pensamientos del Perro, no son mis pensamientos, o es
el Oscuro el que le pone pensamientos al Perro o es la luna, porque había una
enorme luna pegada en la ventana o era mi mujer que decía algo de la luna y que
la luna hacía la muerte, así como si dijera que hacía el amor)
entonces
Montaner se levantó de la cama de un salto y le pegó en la cara a la Rubia y
después en la mandíbula, en los pechos, en el vientre. Ella se quedó en el
suelo llorando, mordiendo la alfombra como hacía el Oscuro, extendiendo los
brazos. El Perro ladraba excitado por la violencia, ladraba a la Rubia y a
Montaner, alternativamente y también a la cama, a las paredes, al techo.
Montaner sacó al Perro del cuarto, cerró con llave y le puso un pie en la
cabeza a la Rubia. Hablá de una vez, le decía y ella respiraba como si se
ahogara, y la fue arrastrando hasta la escalera, para que la cabeza golpeara en
los escalones.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
(Fragmento
de "El que lee mis palabras está inventándolas", novela de Liliana
Díaz Mindurry, La Letra Eme, 2014)
EL HORIZONTE ES UN OJO QUE SE INCRUSTA EN SU PECHO…
LA PERLA DE LOS
SUEÑOS*
*Por Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
En aquellos
tiempos el pueblo no sólo estaba dividido por las vías del tren, sino por los
altos hinojales que crecían en ese perímetro que abarcaba casi todo el centro
del pueblo y que era llamado (y lo era): terreno del Ferrocarril. Motivo por el
cual, crecían los hinojos hasta cubrir la estatura de un ser humano, por más
alto que fuera. El cruce “al otro lado” como se llamaba al de las vías era
cubierto por tres pasos a nivel. Pero la gente armaba por otros lugares
sinuosos senderitos para no caminar tanto. Había, sí, al centro un camino
abierto que iba desde la Estación del Ferrocarril hasta la cerealera de la
familia Sáenz de Arregui y la farmacia del Negro Peñaloza.
No se podían
cortar esos yuyos, la Comuna no tenía ingerencia y menos la Provincia.
Eran terrenos
fiscales, como se les llamaba. Luego cuando la Nación se desentendió por una
decisión política de todos ellos se armó un hermoso parque que aprovechan sobre
todo los muy jóvenes y los jóvenes. Pero el precio fue altísimo: desde 1975
dejó de pasar el tren de pasajeros que hacía el trayecto Rosario-Río Cuarto y viceversa.
Ahora, alguna formación de carga cruza el pueblo y con su pitar agónico en la
alta noche nos llena a los más grandes de una nostalgia acumulada como
una pátina oscura de pintura superpuesta en una superficie de madera muerta.
Esta somera y
melancólica descripción surge de una charla con mi amigo Pepe Donati, quien
vivía “del otro lado” y me dice que se cruzaba los domingos hasta nuestro Club
que tenía un cine en la esquina, que se llamaba La Perla, fundado por don José
Sorribas, natural de Beravebú. Para las gloriosas matinés donde el muchachito
salvaba a la chica de las garras del malvado antes del the end consabido. Yo
también era habitué a esas funciones de cine, a esas películas de las cuatro de
la tarde.
Ese cine fue
posteriormente comprado por el Club Huracán, pero el edificio “pintado de color
cremita” precisa mi amigo Pepe, fue demolido en la década del sesenta
para levantar una sala de teatro más monumental y ostentoso. Tanto que cierta
vez fue visita en una gira nada menos que don Atahualpa Yupanqui. Era el
año 1965. Yo ya vivía en Rosario pero de casualidad estaba de visita en mi casa
paterna, y obviamente fui al espectáculo. En el intervalo fue al bar a tomarse
un vasito de vino. Aprovechando que estaba solo, con mi amigo Tago Sánchez nos
arrimamos para pedirle que nos firmara una foto que allí mismo habíamos
comprado y que era la de don Ata en un cartón ordinario.
Ante nuestra
sorpresa, nos dijo muy amablemente
-Después
muchachos, después - Pero ese “después” no vino nunca.
Tago tenía 17
años y yo 19.
Cuando apuró el
último traguito que le quedaba del vaso, y antes de volverse para seguir el
espectáculo, nos dijo.
-Qué lindo
teatro ¡Deberían cerrar todos los de los pueblos vecinos y deberían usar
sólo este. Creo que lo dijo con sinceridad y no para quedar bien con nosotros.
Imposible saber
o asegurar cuántos grandes artistas lo visitaron por aquellos años y en
toda la historia del Teatro, pero son datos que a mí se me escapan, porque yo
ya no estaba el pueblo.
Hoy resulta
casi un escándalo comentar el movimiento que tenían aquellos clubes populares
de los pueblos, los jóvenes que nos escuchan no sé si llegan a dimensionarlo,
siquiera a creer en nuestras palabras que repiten sólo la mera y exclusiva
verdad.
La realidad es
que el mundo era infinitamente más inocente que ahora, esa inocencia que se
perdió para siempre, aquel mundo de pasiones módicas y de sueños que se podían
cumplir porque no tenían demasiadas aspiraciones, y tal vez cabían en una sola
noche donde uno, adolescente, soñaba con una artista lejana, tan lejana, tan
inalcanzable que uno se podía permitir enamorarse hasta el delirio y que ese
nombre no le sería suspirado ni siquiera a la almohada. Mucho menos comentar
entre los amigos que se podían burlar de aquello que para uno guardaba como un
secreto de estado.
Y seguramente
todo ese sueño salía de esa pequeña pantalla en blanco y negro, que regalaba
ilusiones apenas el operador apagaba las luces y ese rectángulo luminoso se
llenara con esos ojos inmenso de la actriz de turno, que a partir de esos
momentos y hasta que la cambiáramos por otra, nos iba a quitar todos los
suspiros. Es más, iba a transformarnos de tal modo que uno podría hasta tratar
de sobresalir en la escuela, cosa que casi siempre nos tenía sin cuidado.
Claro que no
éramos conscientes que el verdadero dolor nos esperaba, no muy lejos tal vez de
allí, cuando el objeto de nuestro deseo fuera real, de carne y hueso, pero
mientras ignoráramos el dolor que nos esperaba, bien podíamos soñar con esa
bella actriz, que era la más bella del mundo y que nos sonreía desde esa
pequeña pantalla del cine La Perla.
UNA BODA*
* Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
una huella serpenteante de
pequeños
cráteres de arena conduce hacia
el desierto.
Michael Ende. El espejo en el espejo.
Todos saben que nunca asisto a
las bodas.
Aunque no por ello dejan de
enviarme invitaciones. Algunas, de lo más extravagantes. Los escenarios
elegidos también son diversos: Iglesias tradicionales, juzgados, templos
decadentes y ya abandonados, ayuntamientos, locales dedicados a otros cultos,
incluso una vez recuerdo que el enlace se celebraba en una vieja ermita
construida en lo alto de una montaña, a la que sólo se podía acceder tras una
caminata de cuatro kilómetros cuesta arriba y bajo el sol. Esto último, al
menos, despertó mi simpatía y, con la pertinente nota declinando la invitación,
envié un profuso ramo de flores, no todas ellas, según me hizo notar la
empleada de la floristería, apropiadas para la solemne ocasión. Mándelas no
obstante, respondí. Todas las flores son hijas de la tierra. Y a ella
tornarán un día, como nosotros mismos, ninguna merece ser discriminada durante
el brevísimo periodo que le ha sido dado para mostrarse al mundo.
Detesto las bodas. Una boda
–dice Silvio WJ- es el acontecimiento social donde se concentra la mayor
cantidad de idiotas por metro cuadrado. No es que sean idiotas siempre –explica-;
lo son, con obstinada insistencia, mientras dura el evento. Gente que se siente
obligada a mostrarse sonriente, como si en realidad hubiese un motivo. Gente
que saluda con la mayor y más fingida cordialidad a otra gente totalmente
desconocida, burbujas que un instante flotan en la superficie para hundirse de
nuevo en la inmensa vorágine del anonimato sin haber llegado siquiera a
pronunciar su sentencia, aquella para la cual fueron creadas. En la
conversación, inevitable en cualquier reunión prolongada, abundan los lugares
comunes, la intrepidez oratoria y el aburrimiento. Realmente me repugna todo
ese circo: el protocolo de fingir que nos interesa el suceso y cuanto con él se
relaciona, de verse casi obligado a esgrimir frases estándar, del tipo No
has cambiado nada desde la última vez, que ellas interpretan como un halago
cuando en realidad se trata de una crítica bastante ácida, porque lo normal
sería haber cambiado, haber evolucionado, y en cambio, helas ahí,
sonrojadas y satisfechas a causa del presunto piropo recibido, y en verdad tan
huecas y lineales como siempre. No se nos podrá acusar de haber mentido. Pero
no hay que alarmarse: Toda palabra dicha en uno de estos eventos es barrida
junto con las colillas de los cigarros y los restos de comida, ni rastro
quedará de lo uno ni de lo otro, brisa imperceptible que pasó, haciéndonos
sentir apenas un leve escalofrío; ni eso, ya no nos acordamos.
A veces, sin embargo, no tengo
otro remedio que ir: Cuando se trata de un familiar o un amigo, palabra ésta
que un día también perderá del todo su sentido. En esos casos, extraigo el
disfraz de su lugar en el fondo del armario, me acomodo en su interior lo mejor
que puedo, coloco en mi rostro la sonrisa apropiada para que nadie pueda
distinguirme entre la multitud y, durante el tiempo imprescindible, adopto los
modales convenientes. Después, con un pretexto cualquiera (nada es del todo
inverosímil cuando a nadie le importa), me retiro. En general, agradezco
que el restaurante donde se celebra la comida o cena esté cerca de un río. La
contemplación de la corriente, ya sea desde un puente o desde la ribera,
contribuye a limpiar los restos del fatigoso episodio: Imágenes ya en
descomposición, frases truncadas, risas fingidas, poses; sombras, en suma,
reflejadas en el muro inmaterial y milenario.
La última vez, lo recuerdo como
si fuese hoy, no había río alguno. Tuve que ir caminando hasta casa para
despejar mi mente, tal era la cantidad de despropósitos y estupideces que
habían violado mis oídos. Aun así, la caminata (algo más de cinco kilómetros),
resultó excesivamente corta. Horrorizado aún, me tumbé en el sofá con los ojos
cerrados y un disco de David Anthony Clark (Terra Inhabitata, claro) sonando a
través de los auriculares. Sólo después de un buen rato pude recuperarme. Me
prometí no volver a dejarme arrastrar hacia ese abismo.
Por eso mismo, resulta más bien
extraño que hoy esté preparándome para acudir, una vez más, a la ceremonia. No
sabría explicar (aun si hubiese de hacerlo) los motivos. Ni siquiera conozco
los nombres de los contrayentes. La invitación llegó hace un mes, en un sobre
de color azul, sin membrete ni remitente. Sin franquear. El cartero, al
preguntarle, me miró con gesto altivo y aseguró no saber nada del asunto. Si
bien al principio pensé que se trataba de una broma, con el paso de los días se
fue apoderando de mí ese sentimiento de fatalidad que me ha llevado a cometer
los mayores disparates, pero que, al mismo tiempo, me ha permitido ver en
ocasiones el rostro descubierto de la vida -tan distinto en el fondo a esa
máscara doliente y cotidiana-, el bello rostro que tan fácil resulta amar
porque tiene el inconmensurable valor de lo irrepetible.
Para evitar ese desasosiego,
metí el sobre en un cajón de mi escritorio. A pesar de los años cumplidos, de
las inequívocas repeticiones -parece mentira- aún no hemos aprendido que esa
táctica sólo sirve para olvidar cosas que hubiésemos olvidado de todos modos y
sin el menor esfuerzo, por carecer de importancia alguna. En el presente caso,
como en todos, el encierro reforzaba aún más la presencia impalpable de la
carta, le concedía la solidez de lo inquietante, la hacía aun más patente por
el vacío dejado en el lugar donde debería estar y, sin embargo, no estaba. Se
convirtió en una incómoda obsesión, como esas cancioncillas que, a veces,
aunque las detestemos, se nos quedan pegadas en la memoria sin motivo aparente
y resuenan dentro de nosotros durante horas. La música, al final, siempre cesa,
pero la invitación se dibujaba constantemente en mi cabeza, hasta en sus más
difusos detalles. Cuando al fin la saqué de allí y la coloqué sobre la mesa del
salón, apoyada en el florero, la sensación angustiosa desapareció. Sin embargo,
ya era demasiado tarde. Algo que no era yo había decidido por mí.
Me miro en el espejo. La
transformación se ha producido sin incidentes. Ahora ya puedo marcharme. Al
cerrar la puerta de casa, y mientras bajo las escaleras, me asalta una molesta
sensación de ingravidez. Me sorprendo al reparar, quizá por vez primera, en el
rostro sereno de la portera del edificio. Aunque sus ojos reflejan una tristeza
cuyos motivos se me escapan, son hermosos. En su juventud debió ser una
mujer linda, pienso. Parece ir a decirme algo, pero sólo me mira con esos
ojos enormes, se queda un instante en suspenso, como tratando de hallar las
palabras exactas, acaso palabras que no conoce o que se le han olvidado, y
luego, impotente, se da la vuelta y desaparece en el interior de la
portería, provocándome, sin que atine a discernir el motivo, una sorda
melancolía.
La boda es en otra ciudad. Un
estremecimiento me recorre de arriba abajo al tomar el tren. Eso me sucede
siempre desde que un buen amigo (a cuya boda no pude acudir para no cometer un
imperdonable anacronismo) me dejó leer algunos de sus cuentos, en los cuales el
tren no es un lugar tan idílico como pueda parecer a un viajero ocasional. Es
sólo un momento. En cuanto el cuerpo se acomoda, la sensación opresiva
desaparece. En cualquier caso, no conviene dormirse. Uno nunca sabe dónde va a
despertar. El viaje es corto y el paisaje, amable. El trayecto me resulta
relajante, pero agradezco su conclusión. Antes de salir de la estación, entro
un momento en los lavabos y echo un vistazo a mi aspecto. El traje no se ha
arrugado. Me ajusto el nudo de la corbata (un extraño se ajusta el nudo de
la corbata, ahí en el espejo) y salgo al exterior, donde amenaza lluvia.
No conozco el lugar, así que
detengo un taxi y le doy la dirección. El taxista me mira, o para ser exactos,
mira mi reflejo en el retrovisor. Parece algo desconcertado, pero se encoge de
hombros y partimos. Calculo que no tardaremos mucho en llegar, es una ciudad
pequeña. Después de algunos giros y rotondas, percibo que estamos alejándonos
del centro. Luego, tomamos una estrecha carretera en dirección al norte. Muy
pronto los edificios desaparecen de la vista. El lugar, deduzco, está en las
afueras, o tal vez en una pequeña aldea cercana. El viaje es corto. Al
detenernos, no puedo evitar un gesto de sorpresa. A nuestra derecha no hay más
que una sucesión de campos de cultivo que se prolonga hasta el horizonte. A la
izquierda, el panorama sería idéntico, a no ser por una larga nave, tal vez un
viejo almacén, que se extiende paralela a la carretera. Parece abandonada. El
taxista vuelve a mirarme por medio del espejo. Aquí es, dice. Contemplo
los ajados muros y los campos circundantes. Demasiado real para ser una broma
de mal gusto. En las bromas, todo es más o menos correcto excepto uno o dos
detalles, que desentonan. Ahí radica la gracia. Pero aquí existe una
uniformidad en el despropósito. Hay algo desagradable en todo esto. Lo más
sensato sería pedirle al conductor que diese media vuelta, volver a la
estación, tomar el tren, olvidar la existencia de este lugar y este día. Sin
embargo, pago la carrera, no sin añadir una generosa propina, desciendo del
automóvil y cruzo la carretera desierta. Por el rabillo del ojo, distingo la
sombra del taxi poniéndose de nuevo en movimiento, dando la vuelta y acelerando
rumbo a la ciudad. Juraría que los ojos del conductor siguen fijos en mí
mientras se va alejando, como si fuese incapaz de entender lo que aquí sucede o
como si estuviese tratando de indicarme algo con esa mirada, algo que él
sabe pero que yo, por algún motivo secreto, no puedo comprender. Muy
pronto, el auto desaparece tras una curva, dejándome tan sólo esa extraña
sensación.
Al internarme en el camino de
tierra que conduce a la enorme construcción, me remango un poco el pantalón,
pero es inútil: Mis pasos levantan pequeñas nubes de polvo que luego flota en
torno a mí hasta quedarse pegado en mis ropas. Fue una mala idea no pedirle al
taxista que me acercase, al menos, hasta la puerta de la nave, si es que la
hay. Un poco antes de llegar al final del muro, escucho voces, ecos, no sé si
resuenan en el interior o al otro lado del edificio. Giro la esquina y puedo
ver la fachada, que da al norte. Al otro lado de la nave distingo numerosos
coches aparcados. Reconozco algunos, aunque no me molesto en tratar de recordar
a quién pertenece cada uno. En la fachada, hay un portón verde, abierto de par
en par. Junto a él, algunas personas charlan. Reconozco a mis primas. Por lo
tanto, debe tratarse de una boda familiar. Trato, inútilmente, de evitarlas.
Pocas cosas hay en el mundo tan insulsas como una conversación con ellas.
También veo a dos o tres antiguos compañeros de juergas, lo cual me sorprende
un poco. Al percibir mi presencia, sus sonrisas se ensanchan ostensiblemente.
Me saludan con una cordialidad que considero excesiva, aunque no les preste
demasiada atención. Las voces se multiplican al acercarme a la entrada. El
interior está alfombrado y lleno de gente. Docenas de lámparas inundan de
claridad el ámbito, sólo el techo y las paredes quedan velados por una tenue
cortina de penumbra. Hay flores por todas partes -aquí, en medio de este
desierto, el contraste aún resulta más evidente-. Al fondo, en un discreto
segundo plano, están los fotógrafos, esperando el momento de ponerse a disparar
sus cámaras. Me resulta chocante reconocer a la mayoría de los invitados. Es
algo infrecuente, máxime cuando uno intenta vivir apartado del mundo. Me
gustaría preguntar quiénes son los novios, pero sería una imprudencia. Temo
hacer el ridículo, puesto que no sé si todo el mundo recibió la misma
invitación o, por el contrario, finalmente sí fui objeto de una broma. Por eso
miro a uno y otro lado con disimulo, a pesar de los constantes saludos, abrazos
y palmadas en la espalda, que me impiden concentrarme en mi objetivo. Oigo
palabras que no me molesto en descifrar, me siento guiado por manos y cuerpos
que se arremolinan alrededor. Todo esto me marea un poco.
Las manos, las risas, las
palabras, me conducen, sin que sea capaz de advertirlo, hasta el lugar central,
allí donde la iluminación resulta aún más deslumbrante. Distingo, encima de una
plataforma elevada a la que se accede mediante dos amplios escalones, una
especie de altar (¿un altar destinado a sacrificios rituales?). Por un
momento, siento como si formase parte del reparto de una película de Luis
Buñuel y no pudiese hacer nada, salvo representar mi papel lo mejor posible. Me
sorprendo esperando el eco de un grito de pánico en alguna parte, pero es sólo
una ilusión. En las bodas no hay pánico, sólo alegría, no importa ya si
verdadera o falsa. De repente, al lado del altar aparece un individuo alto y
serio. No tiene aspecto de sacerdote. Sospecho que se trata de un simple
funcionario, su rostro muestra el inexpresivo cansancio propio de ese gremio.
Viste un traje negro que parece muy antiguo. El rostro y el traje, sin embargo,
son extrañamente compatibles. Si esto fuese una película, pienso, él
sería Anthony Perkins; un Perkins con disfraz de Bartleby.
A mi lado (no me había dado
cuenta antes) se encuentra el menor de los hermanos de mi difunto padre, un
hombre bajo y de mirada pícara, cuyo nombre no logro recordar. Bajo su fino
bigote, una sonrisa muy expresiva me abre las puertas de la comprensión. Justo
entonces, la gente que hay a mi alrededor se mueve unos pasos hacia atrás y el
pasillo central se despeja. Mi tío hace un gesto. Ante mi sorpresa, nosotros no
nos movemos. Se hace el silencio y, sólo un instante más tarde, la música
comienza a sonar. Es un tema de Luis Delgado, del disco El hechizo de
Babilonia. Exquisita ironía. Parece un mensaje, y tal vez lo sea. Desde
el fondo de la nave, la novia avanza hacia donde estamos. No hubiera hecho
falta mirarla, pero aun así, lo hago. Sus ojos sonrientes, sus labios húmedos,
confirman mi sospecha. Sé que se detendrá junto a mí y después el estirado
funcionario nos dirigirá una serie de palabras inútiles y nos hará una pregunta
simple. Sé cuál será la respuesta. Es impensable pronunciar otra palabra. Por
un momento, me aferro a la esperanza de estar soñando.
Mas no es un sueño. El sudor que
corre por mi frente es real, como lo son el polvo de ahí afuera y las risas
forzadas de los invitados. Antes o después, tenía que suceder. Prometí no
recaer e incumplí la promesa. Por eso, sé que cuando todo esto acabe, cuando
pase la ceremonia y termine el convite y no consiga encontrar un río junto al
que recuperar la armonía, cuando finalmente llegue a casa (que inevitablemente
será otra) e intente quitarme la máscara, podré comprobar, sin asombro, que
esta vez no es como las otras, que esta vez la máscara y el rostro son una
misma cosa, conglomerado inerte que no cede ante estirones ni arañazos. Será
sólo una anécdota verificar que mi querida colección de música, en efecto, ha
desaparecido.
CUADRATURA DE LA
ESPERA*
La mujer se
resquebraja en besos.
Se agrieta. Se
abre. Es barro. Pedernal. Solario.
La nostalgia es
una línea inquieta que transita su cuerpo.
La recorre. La
cerca. La circunda.
Toca su pecho
izquierdo. La estremece. La agita.
El horizonte es
un ojo que se incrusta en su pecho
En su boca de
durazno partido
Los brazos
defienden lejanías.
Cuadratura de
la espera.
Tibio abrazo y
sangre adolescente.
Jinetes sin
cabeza. Epitafios de flechas que la habitan.
Y los pies…
pasos quietos que esperan:
Crucifico de
rosas arrancadas. Furiosos vientos.
Toros y
caballos desbocados.
Y la mano Ah,
la mano del hombre!
La mano
universal. Madre, nana, infancia desandada.
Arcanas voces
llaman. Padre.
Y se abraza a
la música. Como si fuera un niño.
Un amante. Un
pájaro con forma de corchea.
Y la envuelven
caricias musicales.
Ocultas.
Secretas. Impenetrables.
Y se prenden de
sus pechos, y allí quedan.
La mujer abre
las piernas. Aova.
Y arde en
milagro de barro. Arde.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
*
Aquella tarde,
siempre era por las tardes, admire durante unos minutos su hermosura y el latir
cansado esa venita azul del lado izquierdo de su sien y le pregunte -¿Has visto
alguna vez saltar un tigre de Bengala?- Ante el asombro de la pregunta me miró enajenada
y continuó con su hoja de sudokus. Le referí didáctico: que si hemos visto
primero el mundo como imagen, una fotografía multicolor con infinitos detalles
y luego hemos, poco a poco, extraído las sombras, los vértices y el óxido, esos
accesorios que son la suma de sus efectos especiales –Instintivamente señale
los cuadros y una pequeña repisa de cedro repleta de libros- Si hemos derramado
un millón de lágrimas, tal vez por impotencia un día y caminado bajo una lluvia
tenue o hemos escuchado el latido de un reloj como desesperante carcoma de la
muerte. Si hemos visto alguna vez saltar a un tigre de Bengala –Le repetí con
firme voz- Entonces estamos en condiciones de escribir poesía. Luego le insinué
que si quitaba el 7 tembloroso, ponía en su lugar un 5 y debajo un 2, llegaría
más rápido a la única solución posible en esa tarde.
*De Jorge
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
Pequeña
biografía*
La niña lee en
un patio sin flores, sabe que leer es una gracia, habitarse de lo
lejano. Las palabras entran por los ojos, a veces, y salen por la
boca, después de tocar los oídos y sumergirse en los vaivenes del cuerpo. El
cuerpo esta formado con palabras que lo sostienen, lo abrazan o lastiman.
Biblioteca-
cuerpo -casa, acaso un bosque bordado de cuentos, sueños, cartas, botellas al mar
desconocido. Del patio va al jardín, pequeño infinito. Se pone del lado de
la sombra y de la vida, florecen los jazmines, vuelcan las rosas una
tristeza náufraga. Lo acariciado se rodea, botánica del tacto, paraíso
íntimo, el agua cae, moja los sentidos. Descifra il Manifesto, voces de una
infancia donde era la de la Bohardilla, no la niña en la calle comiendo
chocolates. Da Gracias a la vida, por fin, después de tanto tiempo, como una
flor roja que estalla, puede decir "esta lengua es mía" antes de irse.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
INVENTREN*
Al amigo Coiro, que sueña
trenes.
Lo que vemos desde aquí no es
más que un modesto edificio de una sola planta, con una puerta de madera y dos
ventanas. Se adivina que en otro tiempo estuvo pintado de blanco, pero ahora
toda la fachada está repleta de desconchones y lo que parece ser un impreciso
conglomerado de restos de pintura, con diversos colores mezclados de forma
aleatoria, como lo haría un niño. "Ese estrago no es obra de niños"
dice el Gringo. El Gringo era actor. Vino hace casi treinta años a participar
en una película, descubrió la melancólica noche de nuestras ciudades y la
insondable desnudez de nuestros yermos, y nunca más volvió a su tierra. Desde
entonces vaga por ahí con su videocámara y un ansia insaciable de escenas por
grabar, de mundos por descubrir y relatar.
Si nos acercáramos un poco más,
veríamos que se trata de la oficina ya inútil de un apeadero abandonado, último
residuo de un pasado que se nos va marchando lentamente. Un poco más cerca,
observamos que la puerta, que alguna vez fue verde y ahora es un mero trozo de
madera reseca, ha sido abierta, quizá forzada, y que las ventanas no tienen
cristales. Pensamos que acaso alguien se los llevó para venderlos, o que
estarán esparcidos por el suelo, fragmentados en miles de pequeñas astillas
transparentes que dentro de un rato, cuando el sol esté alto, sembrarán de
reflejos el entorno, multiplicando la aridez de este paisaje.
Nuestros pasos, lentos, resuenan
sobre la calma del amanecer austral mientras nos vamos aproximando a la caseta.
A pocos metros hay un auto, que parece tan abandonado e inútil como todo lo
demás. El volante y el cambio de marchas han desaparecido, así como tres de las
ruedas. La cuarta está destrozada. También faltan la puerta del conductor y los
espejos. Ese auto tiene un no sé qué de animal herido. De bestia moribunda que
se ha arrastrado hasta aquí a exhalar su último aliento, al lado de las vías
por las que una vez circuló esa especie de hermano mayor: el tren. Pero también
las vías han emigrado a otras latitudes. No queda por allí ni un solo hierro.
Algunas traviesas de madera, uno que otro tornillo enterrado, la hierba seca
marcando el lugar donde antes hubo raíles, como queriendo contar una historia,
una vieja balada de destierros y encuentros.
Dentro del inmueble en ruinas
hay alguien. Se asoma al acercarnos. Es el Marmota. Le llaman así porque
siempre parece estar durmiendo. La realidad es que padece una suerte de
insomnio crónico, que le impide dormir durante la noche. Eso hace que se pase
el día dando cabezadas. Antes la cosa era diferente: El Marmota trabajó, como
todos nosotros, en el ferrocarril. Fueron años dichosos. Uno se pone a contar
anécdotas y no termina. Ganamos algo de plata, hicimos buenos amigos,
recorrimos este país hermoso, vivimos. Luego todo terminó de repente. La casa
donde vivía el Marmota en esa época estaba a unos doscientos metros de las
vías. Cada noche, antes de acostarse, escuchaba pasar el tren de las once, que
iba hacia el norte. Media hora más tarde, con bastante puntualidad, podía
escuchar, a veces ya desde la tibia región del duermevela, el que venía
atravesando la estepa rumbo al sur. Ese era el mejor indicio de que el mundo
seguía marchando, de que todo estaba bien. Después -esto ya lo supo todo el
país por los diarios o la televisión- esa ruta quedó obsoleta y se suspendió el
tráfico. Muchos de nosotros nos quedamos sin trabajo. Aquella primera noche sin
trenes, el Marmota permaneció acostado cara al techo durante horas, esperando,
sin saberlo, el sonido que había venido escuchando y amando desde que tenía
conciencia. El bárbaro silencio no lo dejó dormir. Desde entonces, cada noche
no es más que un reflejo borroso de aquélla, la pesadilla de la que no le es
posible despertar.
Por eso no es extraño que haya
sido el primero en llegar. Nos saluda con un gesto. Nos muestra el interior. Un
armario desgajado y un par de sillas raídas, un tablón de anuncios con cuatro o
cinco chinchetas oxidadas, un botiquín vacío. También hay un diminuto baño con
las paredes desnudas. Habrán aprovechado las baldosas. "No es mucho, la
verdad" murmura el Gringo. "Hay que ser cautos" dice alguien.
"No sabemos bien de qué va esto. Ya se verá".
Todavía falta gente, no sabemos
cuánta. Nos sentamos afuera, en el suelo, a la sombra. Aún no hace calor, pero
es el lugar más agradable para esperar. Fumamos en silencio, con la mirada
perdida en un punto inconcreto, cada uno sabrá qué es lo que ve en esa
intersección imaginaria.
Un rato más tarde aparecen dos
mujeres con un bulto. A lo lejos, parece una especie de alfombra enrollada. Se
oye un susurro: "Son ellas". Caminan despacio, quizá el peso les
impide avanzar más aprisa. Dos de los hombres se incorporan, tiran sus
cigarrillos al yermo donde antes estaban las vías, y van al encuentro de las
mujeres. El tercero sonríe. Hace años que las conoce. Sabe lo que va a pasar,
como si ya lo hubiera visto antes, como si no hubiera hecho otra cosa en su
vida que ver una y otra vez esa misma escena: Se encontrarán a mitad de camino,
o un poco más lejos, allí donde un letrero sujeto con alambre al poste
inclinado todavía indica el nombre del apeadero, y una flecha mínima,
insignificante, señala la dirección a seguir. Después, ellos se ofrecerán a
llevar el pesado fardo. Ellas, educada pero firmemente, rechazarán la
propuesta. Habrá una breve y acalorada discusión. Luego, ellos regresarán a
paso ligero, sin mirar atrás, mientras ellas se van aproximando con lentitud,
saludando con la mano de vez en cuando y parándose a descansar un par de veces.
Cuando llegan, apoyan el fardo
sobre uno de los muros y saludan a todos. Hay sonrisas y abrazos. Queda
olvidado el incidente de unos minutos antes. Somos una misma cosa, las pequeñas
contrariedades no deben afectarnos. Tenemos un objetivo, aunque aún no sepamos
muy bien cuál es. Así pues, nos saludamos y charlamos durante algunos minutos.
En realidad, no sabemos de qué: Lo importante en ese momento es el sonido de
las voces, saber que estamos ahí, que hemos regresado del exilio al que nos
sometimos, o al que no pudimos escapar.
Luego, todos callamos. En el
horizonte ha aparecido el Catalán. A esa distancia parece más pequeño, pero así
y todo, no pasa desapercibido. Alguien pregunta "¿Se habrá acordado de
traer los cuadernos?". Es una pregunta retórica. Todos conocemos la
extrema seriedad y eficiencia del Catalán. Resulta extraño verle con traje y
corbata en un día como hoy y en un lugar como éste. Al caminar, sus pies
levantan pequeñas nubes de polvo que se quedan durante un instante posadas
sobre el camino terroso y después se desvanecen como fantasmas inexpertos. Trae
una maleta en la mano derecha, una maleta pequeña. Nos sorprende un poco
reparar ahora en que los demás no hemos traído equipaje. No pensábamos que
fuese necesario, y quizá no lo sea, mas el hecho de ver a uno con una maleta
nos hace pensar en ello por primera vez desde que iniciamos esta aventura.
Entendemos, porque así se nos dijo, que todo empieza en este lugar y en este
día, pero nada sabemos de lo que vendrá luego. "¿Y no es siempre así en la
vida?" se pregunta uno de nosotros, imposible saber quién.
Ha ido llegando más gente. Unos
charlamos, otros permanecemos callados mientras oteamos la lejanía por si
vienen más. La mañana va floreciendo. Nadie mencionó una hora concreta; no
obstante, algunos empezamos a estar un poco intranquilos. Aunque nadie va a
volver sobre sus pasos, eso no lo dudamos. Así que nos ponemos a esperar.
Fumamos y charlamos; caminamos y fumamos, alguien canta por lo bajo. El día va
transcurriendo. Hay quien piensa que tal vez sería hora de regresar a su casa;
sin embargo, aquí nadie se mueve. No sabemos qué, pero en el fondo todos
confiamos –o nos dejamos mecer en ese espejismo- en lo que ha de venir, aunque
nos sea imposible cifrarlo o definirlo. Escrutamos la inmensa extensión que se
extiende en torno; creemos adivinar, a lo lejos, sombras que se mueven, autos
que van o vienen, aunque sabemos que no hay ninguna carretera cercana. Llega la
primera penumbra del crepúsculo. Tal vez nos preguntamos si en verdad es
posible aún esperar algo. Como un ronroneo creciente, la noche se acerca y nada
ha sucedido. Sobre el murmullo, se escucha un rasgueo de guitarra, una voz que
entona una milonga, otra que le acompaña. Al otro lado, en el yermo, se repiten
los ecos nocturnos de los lugares abandonados para siempre. Entre todos estos
ruidos tan familiares, se cuela uno nuevo, inexplicable: Si no fuera imposible,
diríamos que se ha oído el traqueteo de un tren en la distancia. "Habrá
sido un camión" farfulla una voz, aunque le falta convicción. Un rato
después, el sonido se repite. Pedimos silencio. En efecto, hay un rumor, lejano
aún, pero inequívoco. Esta vez nadie tiene dudas. Al fin y al cabo, somos todos
del oficio. "El viento lo habrá traído desde la ciudad" musitamos,
tratando de negarnos esa ambigua ilusión que comienza a asentarse en nuestro
ánimo. Sin embargo, aguzamos el oído por si nos es dado establecer de dónde
viene; escudriñamos el norte y el sur, el este y el oeste, convencidos de la
inutilidad de nuestra solícita vigilancia, y al mismo tiempo con la secreta
esperanza de ver aquello que deseamos, distante quimera que nos alzó de
nuestros lechos y nos condujo hasta este minuto en el que todo va a tener
sentido, o a perderlo. El sonido es real y poco a poco aumenta su volumen.
Crece entre nosotros un griterío apagado, hay movimientos inquietos, miradas
interrogantes, cierta confusión.
De pronto alguien grita mientras
señala un punto luminoso en el sur: "Allí, allí". Ya no es sólo el
traqueteo remoto. Ahora lo acompaña una luz que se nos va acercando, una luz
que viene del Sur. Desconcertados, nos miramos. Nos gustaría ensayar una
hipótesis, fijar con unas pocas palabras eso que está sucediendo y que no tiene
explicación, mas nadie dice nada. El sonido se va elevando hasta resultar casi
insoportable. El círculo de luz también ha aumentado ostensiblemente su tamaño.
No puede ser, pensamos. Pero es: Una locomotora antigua, cubierta por la tierra
de todos los caminos, erosionada por todas las lluvias que el mundo ha visto,
se acerca, poderosa y desafiante, hacia el lugar en que estamos, hacia este
apeadero inútil, hacia este yermo desolado, provocando un rechinar, una agria
resonancia, fantástica música que escuchamos con el corazón encogido. Con un
chillido de frenos viejos, desacostumbrados, se detiene justo al lado de este
barracón donde esperamos, arracimados y anhelantes. Vemos al conductor. Le
reconocemos. Era cierto, entonces. Una voz se eleva por encima del murmullo
general. La voz, resuelta, garabatea en el aire un pensamiento común:
"Vamos subiendo. Es la hora".
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
***
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