martes, noviembre 25, 2014

EL HORIZONTE ES UN OJO QUE SE INCRUSTA EN SU PECHO…



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Dice que no sabe porque la verdad al tocarla, en ese mismísimo instante se quiebra, no sabe, decíamos, por qué razón estuvo tan seguro de que la Rubia tenía que ver con ese monstruo tambaleante que hacía música de otros mundos, mundos que se podían caer en el mundo. Que por algo había descubierto aquella mirada de hipnosis, aquellas quejas continuadas, la histeria desatada por su aparición en la escuela, sus negaciones. Mientras estaba en la cama sentía que se le rompían las piernas de furia. Había llevado la computadora portátil y la había colocado sobre la sábana, para ver si de esa forma, escribiendo, lograba serenar su rabia. Ella se había ido a dormir al suelo de su escritorio, llevándose una manta y él la había dejado. Que se fuera a dormir adónde le viniese en gana si era su gusto, él no renunciaría a la cama. Que se fuera de la casa, si así lo prefería y no le importaba si la casa se la habían ofrecido a ella por su trabajo de enseñanza en Las Víboras, también él estaba allí como escritor y tal vez era la primera vez que habían visto a un escritor de Buenos Aires, un escritor reconocido.
Se le comprimía el cerebro, o el lugar donde estaba el cerebro se le volvía temblor, vidrios rotos temblando en el cerebro, se le encendían los puños o el lugar donde estaban los puños se le volvía de fuego, los dedos cerrados en el fuego y por momentos le surgía esa mirada espeluznante de algunos pájaros: parecía que iba a reír, pero era la boca la que se torcía.
El Perro llegó pronto, siempre llegaba. No iba a perderse la escena, fuera le dijo Montaner y después vino la Rubia y dijo no le grités al Perro, hijodeputa y Montaner dijo cuando te vas a morir que hace mucho que espero y lo dijo casi dulcemente y la Rubia dijo basura de mierda y lo dijo casi dulcemente y Montaner dijo te acostás con ese harapiento o te cagás de las ganas de hacerlo y la Rubia dijo te vas de aquí esta misma noche y él gritó y ella gritó , y el se hubiera quitado el pensamiento con un ruido en las sienes, y el Perro ladraba de gozo y saltaba de un extremo al otro del cuarto
(el Perro pensaba hacemuerte, hacemuerte aquí, hacemuerte, yo estaba como loco y se me repetían esas dos palabras formando una sola en la cabeza, Hacemuerte, así como si dijera hace calor, hace frío, y quería escribirlo en la pared, y miraba al Perro y pensaba esos son pensamientos del Perro, no son mis pensamientos, o es el Oscuro el que le pone pensamientos al Perro o es la luna, porque había una enorme luna pegada en la ventana o era mi mujer que decía algo de la luna y que la luna hacía la muerte, así como si dijera que hacía el amor)
entonces Montaner se levantó de la cama de un salto y le pegó en la cara a la Rubia y después en la mandíbula, en los pechos, en el vientre. Ella se quedó en el suelo llorando, mordiendo la alfombra como hacía el Oscuro, extendiendo los brazos. El Perro ladraba excitado por la violencia, ladraba a la Rubia y a Montaner, alternativamente y también a la cama, a las paredes, al techo. Montaner sacó al Perro del cuarto, cerró con llave y le puso un pie en la cabeza a la Rubia.  Hablá de una vez, le decía y ella respiraba como si se ahogara, y la fue arrastrando hasta la escalera, para que la cabeza golpeara en los escalones.



*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
 (Fragmento de "El que lee mis palabras está inventándolas", novela de Liliana Díaz Mindurry, La Letra Eme, 2014)









EL HORIZONTE ES UN OJO QUE SE INCRUSTA EN SU PECHO…










LA PERLA DE LOS SUEÑOS*


*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar



En aquellos tiempos el pueblo no sólo estaba dividido por las vías del tren, sino por los altos hinojales que crecían en ese perímetro que abarcaba casi todo el centro del pueblo y que era llamado (y lo era): terreno del Ferrocarril. Motivo por el cual, crecían los hinojos hasta cubrir la estatura de un ser humano, por más alto que fuera. El cruce “al otro lado” como se llamaba al de las vías era cubierto por tres pasos a nivel. Pero la gente armaba por otros lugares sinuosos senderitos para no caminar tanto. Había, sí, al centro un camino abierto que iba desde la Estación del Ferrocarril hasta la cerealera de la familia Sáenz de Arregui y la farmacia del Negro Peñaloza.
No se podían cortar esos yuyos, la Comuna no tenía ingerencia y menos la Provincia.
Eran terrenos fiscales, como se les llamaba. Luego cuando la Nación se desentendió por una decisión política de todos ellos se armó un hermoso parque que aprovechan sobre todo los muy jóvenes y los jóvenes. Pero el precio fue altísimo: desde 1975 dejó de pasar el tren de pasajeros que hacía el trayecto Rosario-Río Cuarto y viceversa. Ahora, alguna formación de carga cruza el pueblo y con su pitar agónico en la alta noche nos llena  a los más grandes de una nostalgia acumulada como una pátina oscura de pintura superpuesta en una superficie de madera muerta.
Esta somera y melancólica descripción surge de una charla con mi amigo Pepe Donati, quien vivía “del otro lado” y me dice que se cruzaba los domingos hasta nuestro Club que tenía un cine en la esquina, que se llamaba La Perla, fundado por don José Sorribas, natural de Beravebú. Para las gloriosas matinés donde el muchachito salvaba a la chica de las garras del malvado antes del the end consabido. Yo también era habitué a esas funciones de cine, a esas películas de las cuatro de la tarde.
Ese cine fue posteriormente comprado por el Club Huracán, pero el edificio “pintado de color cremita” precisa mi amigo Pepe, fue  demolido en la década del sesenta para levantar una sala de teatro más monumental y ostentoso. Tanto que cierta vez fue visita en una gira nada menos que  don Atahualpa Yupanqui. Era el año 1965. Yo ya vivía en Rosario pero de casualidad estaba de visita en mi casa paterna, y obviamente fui al espectáculo. En el intervalo fue al bar a tomarse un vasito de vino. Aprovechando que estaba solo, con mi amigo Tago Sánchez nos arrimamos para pedirle que nos firmara una foto que allí mismo habíamos comprado y que era la de don Ata en un cartón ordinario.
Ante nuestra sorpresa, nos dijo muy amablemente
-Después muchachos, después - Pero ese “después” no vino nunca.
Tago tenía 17 años y yo 19.
Cuando apuró el último traguito que le quedaba del vaso, y antes de volverse para seguir el espectáculo, nos dijo.
-Qué lindo teatro ¡Deberían cerrar todos los de los pueblos vecinos y  deberían usar sólo este. Creo que lo dijo con sinceridad y no para quedar bien con nosotros.
Imposible saber o  asegurar cuántos grandes artistas lo visitaron por aquellos años y en toda la historia del Teatro, pero son datos que a mí se me escapan, porque yo ya no estaba  el pueblo.
Hoy resulta casi un escándalo comentar el movimiento que tenían aquellos clubes populares de los pueblos, los jóvenes que nos escuchan no sé si llegan a dimensionarlo, siquiera a creer en nuestras palabras que repiten sólo la mera y exclusiva verdad.
La realidad es que el mundo era infinitamente más inocente que ahora, esa inocencia que se perdió para siempre, aquel mundo de pasiones módicas y de sueños que se podían cumplir porque no tenían demasiadas aspiraciones, y tal vez cabían en una sola noche donde uno, adolescente, soñaba con una artista lejana, tan lejana, tan inalcanzable que uno se podía permitir enamorarse hasta el delirio y que ese nombre no le sería suspirado ni siquiera a la almohada. Mucho menos comentar entre los amigos que se podían burlar de aquello que para uno guardaba como un secreto de estado.
Y seguramente todo ese sueño salía de esa pequeña pantalla en blanco y negro, que regalaba ilusiones apenas el operador apagaba las luces y ese rectángulo luminoso se llenara con esos ojos inmenso de la actriz de turno, que a partir de esos momentos y hasta que la cambiáramos por otra, nos iba a quitar todos los suspiros. Es más, iba a transformarnos de tal modo que uno podría hasta tratar de sobresalir en la escuela, cosa que casi siempre nos tenía sin cuidado.
Claro que no éramos conscientes que el verdadero dolor nos esperaba, no muy lejos tal vez de allí, cuando el objeto de nuestro deseo fuera real, de carne y hueso, pero mientras ignoráramos el dolor que nos esperaba, bien podíamos soñar con esa bella actriz, que era la más bella del mundo y que nos sonreía desde esa pequeña pantalla del cine La Perla.









UNA BODA*



* Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com



una huella serpenteante de pequeños
cráteres de arena conduce hacia el desierto.
Michael Ende. El espejo en el espejo.


Todos saben que nunca asisto a las bodas.
Aunque no por ello dejan de enviarme invitaciones. Algunas, de lo más extravagantes. Los escenarios elegidos también son diversos: Iglesias tradicionales, juzgados, templos decadentes y ya abandonados, ayuntamientos, locales dedicados a otros cultos, incluso una vez recuerdo que el enlace se celebraba en una vieja ermita construida en lo alto de una montaña, a la que sólo se podía acceder tras una caminata de cuatro kilómetros cuesta arriba y bajo el sol. Esto último, al menos, despertó mi simpatía y, con la pertinente nota declinando la invitación, envié un profuso ramo de flores, no todas ellas, según me hizo notar la empleada de la floristería, apropiadas para la solemne ocasión. Mándelas no obstante, respondí. Todas las flores son hijas de la tierra. Y a ella tornarán un día, como nosotros mismos, ninguna merece ser discriminada durante el brevísimo periodo que le ha sido dado para mostrarse al mundo.
Detesto las bodas. Una boda –dice Silvio WJ- es el acontecimiento social donde se concentra la mayor cantidad de idiotas por metro cuadrado. No es que sean idiotas siempre –explica-; lo son, con obstinada insistencia, mientras dura el evento. Gente que se siente obligada a mostrarse sonriente, como si en realidad hubiese un motivo. Gente que saluda con la mayor y más fingida cordialidad a otra gente totalmente desconocida, burbujas que un instante flotan en la superficie para hundirse de nuevo en la inmensa vorágine del anonimato sin haber llegado siquiera a pronunciar su sentencia, aquella para la cual fueron creadas. En la conversación, inevitable en cualquier reunión prolongada, abundan los lugares comunes, la intrepidez oratoria y el aburrimiento. Realmente me repugna todo ese circo: el protocolo de fingir que nos interesa el suceso y cuanto con él se relaciona, de verse casi obligado a esgrimir frases estándar, del tipo No has cambiado nada desde la última vez, que ellas interpretan como un halago cuando en realidad se trata de una crítica bastante ácida, porque lo normal sería haber cambiado, haber evolucionado, y en cambio, helas ahí, sonrojadas y satisfechas a causa del presunto piropo recibido, y en verdad tan huecas y lineales como siempre. No se nos podrá acusar de haber mentido. Pero no hay que alarmarse: Toda palabra dicha en uno de estos eventos es barrida junto con las colillas de los cigarros y los restos de comida, ni rastro quedará de lo uno ni de lo otro, brisa imperceptible que pasó, haciéndonos sentir apenas un leve escalofrío; ni eso, ya no nos acordamos.
A veces, sin embargo, no tengo otro remedio que ir: Cuando se trata de un familiar o un amigo, palabra ésta que un día también perderá del todo su sentido. En esos casos, extraigo el disfraz de su lugar en el fondo del armario, me acomodo en su interior lo mejor que puedo, coloco en mi rostro la sonrisa apropiada para que nadie pueda distinguirme entre la multitud y, durante el tiempo imprescindible, adopto los modales convenientes. Después, con un pretexto cualquiera (nada es del todo inverosímil cuando a nadie le importa), me retiro. En general, agradezco que el restaurante donde se celebra la comida o cena esté cerca de un río. La contemplación de la corriente, ya sea desde un puente o desde la ribera, contribuye a limpiar los restos del fatigoso episodio: Imágenes ya en descomposición, frases truncadas, risas fingidas, poses; sombras, en suma, reflejadas en el muro inmaterial y milenario.
La última vez, lo recuerdo como si fuese hoy, no había río alguno. Tuve que ir caminando hasta casa para despejar mi mente, tal era la cantidad de despropósitos y estupideces que habían violado mis oídos. Aun así, la caminata (algo más de cinco kilómetros), resultó excesivamente corta. Horrorizado aún, me tumbé en el sofá con los ojos cerrados y un disco de David Anthony Clark (Terra Inhabitata, claro) sonando a través de los auriculares. Sólo después de un buen rato pude recuperarme. Me prometí no volver a dejarme arrastrar hacia ese abismo.
Por eso mismo, resulta más bien extraño que hoy esté preparándome para acudir, una vez más, a la ceremonia. No sabría explicar (aun si hubiese de hacerlo) los motivos. Ni siquiera conozco los nombres de los contrayentes. La invitación llegó hace un mes, en un sobre de color azul, sin membrete ni remitente. Sin franquear. El cartero, al preguntarle, me miró con gesto altivo y aseguró no saber nada del asunto. Si bien al principio pensé que se trataba de una broma, con el paso de los días se fue apoderando de mí ese sentimiento de fatalidad que me ha llevado a cometer los mayores disparates, pero que, al mismo tiempo, me ha permitido ver en ocasiones el rostro descubierto de la vida -tan distinto en el fondo a esa máscara doliente y cotidiana-, el bello rostro que tan fácil resulta amar porque tiene el inconmensurable valor de lo irrepetible.
Para evitar ese desasosiego, metí el sobre en un cajón de mi escritorio. A pesar de los años cumplidos, de las inequívocas repeticiones -parece mentira- aún no hemos aprendido que esa táctica sólo sirve para olvidar cosas que hubiésemos olvidado de todos modos y sin el menor esfuerzo, por carecer de importancia alguna. En el presente caso, como en todos, el encierro reforzaba aún más la presencia impalpable de la carta, le concedía la solidez de lo inquietante, la hacía aun más patente por el vacío dejado en el lugar donde debería estar y, sin embargo, no estaba. Se convirtió en una incómoda obsesión, como esas cancioncillas que, a veces, aunque las detestemos, se nos quedan pegadas en la memoria sin motivo aparente y resuenan dentro de nosotros durante horas. La música, al final, siempre cesa, pero la invitación se dibujaba constantemente en mi cabeza, hasta en sus más difusos detalles. Cuando al fin la saqué de allí y la coloqué sobre la mesa del salón, apoyada en el florero, la sensación angustiosa desapareció. Sin embargo, ya era demasiado tarde. Algo que no era yo había decidido por mí.

Me miro en el espejo. La transformación se ha producido sin incidentes. Ahora ya puedo marcharme. Al cerrar la puerta de casa, y mientras bajo las escaleras, me asalta una molesta sensación de ingravidez. Me sorprendo al reparar, quizá por vez primera, en el rostro sereno de la portera del edificio. Aunque sus ojos reflejan una tristeza cuyos motivos se me escapan, son hermosos. En su juventud debió ser una mujer linda, pienso. Parece ir a decirme algo, pero sólo me mira con esos ojos enormes, se queda un instante en suspenso, como tratando de hallar las palabras exactas, acaso palabras que no conoce o que se le han olvidado, y luego, impotente, se da la vuelta y desaparece en el interior de la portería, provocándome, sin que atine a discernir el motivo, una sorda melancolía.
La boda es en otra ciudad. Un estremecimiento me recorre de arriba abajo al tomar el tren. Eso me sucede siempre desde que un buen amigo (a cuya boda no pude acudir para no cometer un imperdonable anacronismo) me dejó leer algunos de sus cuentos, en los cuales el tren no es un lugar tan idílico como pueda parecer a un viajero ocasional. Es sólo un momento. En cuanto el cuerpo se acomoda, la sensación opresiva desaparece. En cualquier caso, no conviene dormirse. Uno nunca sabe dónde va a despertar. El viaje es corto y el paisaje, amable. El trayecto me resulta relajante, pero agradezco su conclusión. Antes de salir de la estación, entro un momento en los lavabos y echo un vistazo a mi aspecto. El traje no se ha arrugado. Me ajusto el nudo de la corbata (un extraño se ajusta el nudo de la corbata, ahí en el espejo) y salgo al exterior, donde amenaza lluvia.
No conozco el lugar, así que detengo un taxi y le doy la dirección. El taxista me mira, o para ser exactos, mira mi reflejo en el retrovisor. Parece algo desconcertado, pero se encoge de hombros y partimos. Calculo que no tardaremos mucho en llegar, es una ciudad pequeña. Después de algunos giros y rotondas, percibo que estamos alejándonos del centro. Luego, tomamos una estrecha carretera en dirección al norte. Muy pronto los edificios desaparecen de la vista. El lugar, deduzco, está en las afueras, o tal vez en una pequeña aldea cercana. El viaje es corto. Al detenernos, no puedo evitar un gesto de sorpresa. A nuestra derecha no hay más que una sucesión de campos de cultivo que se prolonga hasta el horizonte. A la izquierda, el panorama sería idéntico, a no ser por una larga nave, tal vez un viejo almacén, que se extiende paralela a la carretera. Parece abandonada. El taxista vuelve a mirarme por medio del espejo. Aquí es, dice. Contemplo los ajados muros y los campos circundantes. Demasiado real para ser una broma de mal gusto. En las bromas, todo es más o menos correcto excepto uno o dos detalles, que desentonan. Ahí radica la gracia. Pero aquí existe una uniformidad en el despropósito. Hay algo desagradable en todo esto. Lo más sensato sería pedirle al conductor que diese media vuelta, volver a la estación, tomar el tren, olvidar la existencia de este lugar y este día. Sin embargo, pago la carrera, no sin añadir una generosa propina, desciendo del automóvil y cruzo la carretera desierta. Por el rabillo del ojo, distingo la sombra del taxi poniéndose de nuevo en movimiento, dando la vuelta y acelerando rumbo a la ciudad. Juraría que los ojos del conductor siguen fijos en mí mientras se va alejando, como si fuese incapaz de entender lo que aquí sucede o como si estuviese tratando de indicarme algo con esa mirada, algo que él sabe pero que yo, por algún motivo secreto,  no puedo comprender. Muy pronto, el auto desaparece tras una curva, dejándome tan sólo esa extraña sensación.
Al internarme en el camino de tierra que conduce a la enorme construcción, me remango un poco el pantalón, pero es inútil: Mis pasos levantan pequeñas nubes de polvo que luego flota en torno a mí hasta quedarse pegado en mis ropas. Fue una mala idea no pedirle al taxista que me acercase, al menos, hasta la puerta de la nave, si es que la hay. Un poco antes de llegar al final del muro, escucho voces, ecos, no sé si resuenan en el interior o al otro lado del edificio. Giro la esquina y puedo ver la fachada, que da al norte. Al otro lado de la nave distingo numerosos coches aparcados. Reconozco algunos, aunque no me molesto en tratar de recordar a quién pertenece cada uno. En la fachada, hay un portón verde, abierto de par en par. Junto a él, algunas personas charlan. Reconozco a mis primas. Por lo tanto, debe tratarse de una boda familiar. Trato, inútilmente, de evitarlas. Pocas cosas hay en el mundo tan insulsas como una conversación con ellas. También veo a dos o tres antiguos compañeros de juergas, lo cual me sorprende un poco. Al percibir mi presencia, sus sonrisas se ensanchan ostensiblemente. Me saludan con una cordialidad que considero excesiva, aunque no les preste demasiada atención. Las voces se multiplican al acercarme a la entrada. El interior está alfombrado y lleno de gente. Docenas de lámparas inundan de claridad el ámbito, sólo el techo y las paredes quedan velados por una tenue cortina de penumbra. Hay flores por todas partes -aquí, en medio de este desierto, el contraste aún resulta más evidente-. Al fondo, en un discreto segundo plano, están los fotógrafos, esperando el momento de ponerse a disparar sus cámaras. Me resulta chocante reconocer a la mayoría de los invitados. Es algo infrecuente, máxime cuando uno intenta vivir apartado del mundo. Me gustaría preguntar quiénes son los novios, pero sería una imprudencia. Temo hacer el ridículo, puesto que no sé si todo el mundo recibió la misma invitación o, por el contrario, finalmente sí fui objeto de una broma. Por eso miro a uno y otro lado con disimulo, a pesar de los constantes saludos, abrazos y palmadas en la espalda, que me impiden concentrarme en mi objetivo. Oigo palabras que no me molesto en descifrar, me siento guiado por manos y cuerpos que se arremolinan alrededor. Todo esto me marea un poco.
Las manos, las risas, las palabras, me conducen, sin que sea capaz de advertirlo, hasta el lugar central, allí donde la iluminación resulta aún más deslumbrante. Distingo, encima de una plataforma elevada a la que se accede mediante dos amplios escalones, una especie de altar (¿un altar destinado a sacrificios rituales?). Por un momento, siento como si formase parte del reparto de una película de Luis Buñuel y no pudiese hacer nada, salvo representar mi papel lo mejor posible. Me sorprendo esperando el eco de un grito de pánico en alguna parte, pero es sólo una ilusión. En las bodas no hay pánico, sólo alegría, no importa ya si verdadera o falsa. De repente, al lado del altar aparece un individuo alto y serio. No tiene aspecto de sacerdote. Sospecho que se trata de un simple funcionario, su rostro muestra el inexpresivo cansancio propio de ese gremio. Viste un traje negro que parece muy antiguo. El rostro y el traje, sin embargo, son extrañamente compatibles. Si esto fuese una película, pienso, él sería Anthony Perkins; un Perkins con disfraz de Bartleby.
A mi lado (no me había dado cuenta antes) se encuentra el menor de los hermanos de mi difunto padre, un hombre bajo y de mirada pícara, cuyo nombre no logro recordar. Bajo su fino bigote, una sonrisa muy expresiva me abre las puertas de la comprensión. Justo entonces, la gente que hay a mi alrededor se mueve unos pasos hacia atrás y el pasillo central se despeja. Mi tío hace un gesto. Ante mi sorpresa, nosotros no nos movemos. Se hace el silencio y, sólo un instante más tarde, la música comienza a sonar. Es un tema de Luis Delgado, del disco El hechizo de Babilonia. Exquisita ironía. Parece un mensaje, y tal vez lo sea. Desde el fondo de la nave, la novia avanza hacia donde estamos. No hubiera hecho falta mirarla, pero aun así, lo hago. Sus ojos sonrientes, sus labios húmedos, confirman mi sospecha. Sé que se detendrá junto a mí y después el estirado funcionario nos dirigirá una serie de palabras inútiles y nos hará una pregunta simple. Sé cuál será la respuesta. Es impensable pronunciar otra palabra. Por un momento, me aferro a la esperanza de estar soñando.
Mas no es un sueño. El sudor que corre por mi frente es real, como lo son el polvo de ahí afuera y las risas forzadas de los invitados. Antes o después, tenía que suceder. Prometí no recaer e incumplí la promesa. Por eso, sé que cuando todo esto acabe, cuando pase la ceremonia y termine el convite y no consiga encontrar un río junto al que recuperar la armonía, cuando finalmente llegue a casa (que inevitablemente será otra) e intente quitarme la máscara, podré comprobar, sin asombro, que esta vez no es como las otras, que esta vez la máscara y el rostro son una misma cosa, conglomerado inerte que no cede ante estirones ni arañazos. Será sólo una anécdota verificar que mi querida colección de música, en efecto, ha desaparecido.










CUADRATURA DE LA ESPERA*


La mujer se resquebraja en besos.
Se agrieta. Se abre. Es barro. Pedernal. Solario.
La nostalgia es una línea inquieta que transita su cuerpo.
La recorre. La cerca. La circunda.
Toca su pecho izquierdo. La estremece. La agita.
El horizonte es un ojo que se incrusta en su pecho
En su boca de durazno partido
Los brazos defienden lejanías.


Cuadratura de la espera.

Tibio abrazo y sangre adolescente.
Jinetes sin cabeza. Epitafios de flechas que la habitan.
Y los pies… pasos quietos que esperan:
Crucifico de rosas arrancadas. Furiosos vientos.
Toros y caballos desbocados.
Y la mano Ah, la mano del hombre!
La mano universal. Madre, nana, infancia desandada.
Arcanas voces llaman. Padre.
Y se abraza a la música. Como si fuera un niño.
Un amante. Un pájaro con forma de corchea.
Y la envuelven caricias musicales.
Ocultas. Secretas. Impenetrables.
Y se prenden de sus pechos, y allí quedan.
La mujer abre las piernas. Aova.
Y arde en milagro de barro. Arde.


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar









*


Aquella tarde, siempre era por las tardes, admire durante unos minutos su hermosura y el latir cansado esa venita azul del lado izquierdo de su sien y le pregunte -¿Has visto alguna vez saltar un tigre de Bengala?- Ante el asombro de la pregunta me miró enajenada y continuó con su hoja de sudokus. Le referí didáctico: que si hemos visto primero el mundo como imagen, una fotografía multicolor con infinitos detalles y luego hemos, poco a poco, extraído las sombras, los vértices y el óxido, esos accesorios que son la suma de sus efectos especiales –Instintivamente señale los cuadros y una pequeña repisa de cedro repleta de libros- Si hemos derramado un millón de lágrimas, tal vez por impotencia un día y caminado bajo una lluvia tenue o hemos escuchado el latido de un reloj como desesperante carcoma de la muerte. Si hemos visto alguna vez saltar a un tigre de Bengala –Le repetí con firme voz- Entonces estamos en condiciones de escribir poesía. Luego le insinué que si quitaba el 7 tembloroso, ponía en su lugar un 5 y debajo un 2, llegaría más rápido a la única solución posible en esa tarde.



*De Jorge Lacuadra.  jorgelacuadra@hotmail.com











Pequeña biografía*


La niña lee en un patio sin flores, sabe que leer es una gracia, habitarse de lo lejano.  Las palabras entran por los ojos, a veces, y salen por la boca, después de tocar los oídos y sumergirse en los vaivenes del cuerpo. El cuerpo esta formado con palabras que  lo sostienen, lo abrazan o lastiman.
Biblioteca- cuerpo -casa, acaso un bosque bordado de cuentos, sueños, cartas, botellas al mar desconocido. Del patio va al jardín, pequeño infinito. Se pone del lado de la sombra y de la vida, florecen los jazmines,  vuelcan las rosas una tristeza náufraga. Lo acariciado se rodea,  botánica del tacto, paraíso íntimo, el agua cae, moja los sentidos. Descifra il Manifesto, voces de una infancia donde era la de la Bohardilla, no la niña en la calle comiendo chocolates. Da Gracias a la vida, por fin, después de tanto tiempo, como una flor roja que estalla, puede decir "esta lengua es mía" antes de irse.


*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar











INVENTREN*

Al amigo Coiro, que sueña trenes.



Lo que vemos desde aquí no es más que un modesto edificio de una sola planta, con una puerta de madera y dos ventanas. Se adivina que en otro tiempo estuvo pintado de blanco, pero ahora toda la fachada está repleta de desconchones y lo que parece ser un impreciso conglomerado de restos de pintura, con diversos colores mezclados de forma aleatoria, como lo haría un niño. "Ese estrago no es obra de niños" dice el Gringo. El Gringo era actor. Vino hace casi treinta años a participar en una película, descubrió la melancólica noche de nuestras ciudades y la insondable desnudez de nuestros yermos, y nunca más volvió a su tierra. Desde entonces vaga por ahí con su videocámara y un ansia insaciable de escenas por grabar, de mundos por descubrir y relatar.

Si nos acercáramos un poco más, veríamos que se trata de la oficina ya inútil de un apeadero abandonado, último residuo de un pasado que se nos va marchando lentamente. Un poco más cerca, observamos que la puerta, que alguna vez fue verde y ahora es un mero trozo de madera reseca, ha sido abierta, quizá forzada, y que las ventanas no tienen cristales. Pensamos que acaso alguien se los llevó para venderlos, o que estarán esparcidos por el suelo, fragmentados en miles de pequeñas astillas transparentes que dentro de un rato, cuando el sol esté alto, sembrarán de reflejos el entorno, multiplicando la aridez de este paisaje.

Nuestros pasos, lentos, resuenan sobre la calma del amanecer austral mientras nos vamos aproximando a la caseta. A pocos metros hay un auto, que parece tan abandonado e inútil como todo lo demás. El volante y el cambio de marchas han desaparecido, así como tres de las ruedas. La cuarta está destrozada. También faltan la puerta del conductor y los espejos. Ese auto tiene un no sé qué de animal herido. De bestia moribunda que se ha arrastrado hasta aquí a exhalar su último aliento, al lado de las vías por las que una vez circuló esa especie de hermano mayor: el tren. Pero también las vías han emigrado a otras latitudes. No queda por allí ni un solo hierro. Algunas traviesas de madera, uno que otro tornillo enterrado, la hierba seca marcando el lugar donde antes hubo raíles, como queriendo contar una historia, una vieja balada de destierros y encuentros.

Dentro del inmueble en ruinas hay alguien. Se asoma al acercarnos. Es el Marmota. Le llaman así porque siempre parece estar durmiendo. La realidad es que padece una suerte de insomnio crónico, que le impide dormir durante la noche. Eso hace que se pase el día dando cabezadas. Antes la cosa era diferente: El Marmota trabajó, como todos nosotros, en el ferrocarril. Fueron años dichosos. Uno se pone a contar anécdotas y no termina. Ganamos algo de plata, hicimos buenos amigos, recorrimos este país hermoso, vivimos. Luego todo terminó de repente. La casa donde vivía el Marmota en esa época estaba a unos doscientos metros de las vías. Cada noche, antes de acostarse, escuchaba pasar el tren de las once, que iba hacia el norte. Media hora más tarde, con bastante puntualidad, podía escuchar, a veces ya desde la tibia región del duermevela, el que venía atravesando la estepa rumbo al sur. Ese era el mejor indicio de que el mundo seguía marchando, de que todo estaba bien. Después -esto ya lo supo todo el país por los diarios o la televisión- esa ruta quedó obsoleta y se suspendió el tráfico. Muchos de nosotros nos quedamos sin trabajo. Aquella primera noche sin trenes, el Marmota permaneció acostado cara al techo durante horas, esperando, sin saberlo, el sonido que había venido escuchando y amando desde que tenía conciencia. El bárbaro silencio no lo dejó dormir. Desde entonces, cada noche no es más que un reflejo borroso de aquélla, la pesadilla de la que no le es posible despertar.

Por eso no es extraño que haya sido el primero en llegar. Nos saluda con un gesto. Nos muestra el interior. Un armario desgajado y un par de sillas raídas, un tablón de anuncios con cuatro o cinco chinchetas oxidadas, un botiquín vacío. También hay un diminuto baño con las paredes desnudas. Habrán aprovechado las baldosas. "No es mucho, la verdad" murmura el Gringo. "Hay que ser cautos" dice alguien. "No sabemos bien de qué va esto. Ya se verá".

Todavía falta gente, no sabemos cuánta. Nos sentamos afuera, en el suelo, a la sombra. Aún no hace calor, pero es el lugar más agradable para esperar. Fumamos en silencio, con la mirada perdida en un punto inconcreto, cada uno sabrá qué es lo que ve en esa intersección imaginaria.

Un rato más tarde aparecen dos mujeres con un bulto. A lo lejos, parece una especie de alfombra enrollada. Se oye un susurro: "Son ellas". Caminan despacio, quizá el peso les impide avanzar más aprisa. Dos de los hombres se incorporan, tiran sus cigarrillos al yermo donde antes estaban las vías, y van al encuentro de las mujeres. El tercero sonríe. Hace años que las conoce. Sabe lo que va a pasar, como si ya lo hubiera visto antes, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida que ver una y otra vez esa misma escena: Se encontrarán a mitad de camino, o un poco más lejos, allí donde un letrero sujeto con alambre al poste inclinado todavía indica el nombre del apeadero, y una flecha mínima, insignificante, señala la dirección a seguir. Después, ellos se ofrecerán a llevar el pesado fardo. Ellas, educada pero firmemente, rechazarán la propuesta. Habrá una breve y acalorada discusión. Luego, ellos regresarán a paso ligero, sin mirar atrás, mientras ellas se van aproximando con lentitud, saludando con la mano de vez en cuando y parándose a descansar un par de veces.

Cuando llegan, apoyan el fardo sobre uno de los muros y saludan a todos. Hay sonrisas y abrazos. Queda olvidado el incidente de unos minutos antes. Somos una misma cosa, las pequeñas contrariedades no deben afectarnos. Tenemos un objetivo, aunque aún no sepamos muy bien cuál es. Así pues, nos saludamos y charlamos durante algunos minutos. En realidad, no sabemos de qué: Lo importante en ese momento es el sonido de las voces, saber que estamos ahí, que hemos regresado del exilio al que nos sometimos, o al que no pudimos escapar.

Luego, todos callamos. En el horizonte ha aparecido el Catalán. A esa distancia parece más pequeño, pero así y todo, no pasa desapercibido. Alguien pregunta "¿Se habrá acordado de traer los cuadernos?". Es una pregunta retórica. Todos conocemos la extrema seriedad y eficiencia del Catalán. Resulta extraño verle con traje y corbata en un día como hoy y en un lugar como éste. Al caminar, sus pies levantan pequeñas nubes de polvo que se quedan durante un instante posadas sobre el camino terroso y después se desvanecen como fantasmas inexpertos. Trae una maleta en la mano derecha, una maleta pequeña. Nos sorprende un poco reparar ahora en que los demás no hemos traído equipaje. No pensábamos que fuese necesario, y quizá no lo sea, mas el hecho de ver a uno con una maleta nos hace pensar en ello por primera vez desde que iniciamos esta aventura. Entendemos, porque así se nos dijo, que todo empieza en este lugar y en este día, pero nada sabemos de lo que vendrá luego. "¿Y no es siempre así en la vida?" se pregunta uno de nosotros, imposible saber quién.

Ha ido llegando más gente. Unos charlamos, otros permanecemos callados mientras oteamos la lejanía por si vienen más. La mañana va floreciendo. Nadie mencionó una hora concreta; no obstante, algunos empezamos a estar un poco intranquilos. Aunque nadie va a volver sobre sus pasos, eso no lo dudamos. Así que nos ponemos a esperar. Fumamos y charlamos; caminamos y fumamos, alguien canta por lo bajo. El día va transcurriendo. Hay quien piensa que tal vez sería hora de regresar a su casa; sin embargo, aquí nadie se mueve. No sabemos qué, pero en el fondo todos confiamos –o nos dejamos mecer en ese espejismo- en lo que ha de venir, aunque nos sea imposible cifrarlo o definirlo. Escrutamos la inmensa extensión que se extiende en torno; creemos adivinar, a lo lejos, sombras que se mueven, autos que van o vienen, aunque sabemos que no hay ninguna carretera cercana. Llega la primera penumbra del crepúsculo. Tal vez nos preguntamos si en verdad es posible aún esperar algo. Como un ronroneo creciente, la noche se acerca y nada ha sucedido. Sobre el murmullo, se escucha un rasgueo de guitarra, una voz que entona una milonga, otra que le acompaña. Al otro lado, en el yermo, se repiten los ecos nocturnos de los lugares abandonados para siempre. Entre todos estos ruidos tan familiares, se cuela uno nuevo, inexplicable: Si no fuera imposible, diríamos que se ha oído el traqueteo de un tren en la distancia. "Habrá sido un camión" farfulla una voz, aunque le falta convicción. Un rato después, el sonido se repite. Pedimos silencio. En efecto, hay un rumor, lejano aún, pero inequívoco. Esta vez nadie tiene dudas. Al fin y al cabo, somos todos del oficio. "El viento lo habrá traído desde la ciudad" musitamos, tratando de negarnos esa ambigua ilusión que comienza a asentarse en nuestro ánimo. Sin embargo, aguzamos el oído por si nos es dado establecer de dónde viene; escudriñamos el norte y el sur, el este y el oeste, convencidos de la inutilidad de nuestra solícita vigilancia, y al mismo tiempo con la secreta esperanza de ver aquello que deseamos, distante quimera que nos alzó de nuestros lechos y nos condujo hasta este minuto en el que todo va a tener sentido, o a perderlo. El sonido es real y poco a poco aumenta su volumen. Crece entre nosotros un griterío apagado, hay movimientos inquietos, miradas interrogantes, cierta confusión.

De pronto alguien grita mientras señala un punto luminoso en el sur: "Allí, allí". Ya no es sólo el traqueteo remoto. Ahora lo acompaña una luz que se nos va acercando, una luz que viene del Sur. Desconcertados, nos miramos. Nos gustaría ensayar una hipótesis, fijar con unas pocas palabras eso que está sucediendo y que no tiene explicación, mas nadie dice nada. El sonido se va elevando hasta resultar casi insoportable. El círculo de luz también ha aumentado ostensiblemente su tamaño. No puede ser, pensamos. Pero es: Una locomotora antigua, cubierta por la tierra de todos los caminos, erosionada por todas las lluvias que el mundo ha visto, se acerca, poderosa y desafiante, hacia el lugar en que estamos, hacia este apeadero inútil, hacia este yermo desolado, provocando un rechinar, una agria resonancia, fantástica música que escuchamos con el corazón encogido. Con un chillido de frenos viejos, desacostumbrados, se detiene justo al lado de este barracón donde esperamos, arracimados y anhelantes. Vemos al conductor. Le reconocemos. Era cierto, entonces. Una voz se eleva por encima del murmullo general. La voz, resuelta, garabatea en el aire un pensamiento común: "Vamos subiendo. Es la hora".


*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com







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