*Obra de Claudio Uzal. ©
Gijón.
Uno de diez*
En cierto
minuto quieto de la vida,
exploré a mi
alrededor y los conté,
esos, los
diversos rostros que reían
y probé mirar
más allá de sus ojos.
Reduje así las
multitudes del orbe,
a un grupo en
que pudiera reflejar
aquello que
atiné en mis caminos
y aún
insistiría, errando al ocaso.
Serian diez
personas y dos de ellas
tan dueñas de
su propio pobre ego
que anublaban
apenas mis miradas
y no quise
azogarme en ese espejo.
Otras dos
tasaban a todo el mundo,
con la misma
vara y legal romana,
cuchicheaban
entre sí, ni confiaban
como si no hubiera
aún un mañana.
La quinta, que
aducía ser la media,
hería de
orgullo todo lo que tocaba
como el rey
aquel que bebía del oro
y sin embargo
ya estaba maldecido.
Estaban las
siguientes, extraviadas,
una, en un amor
no correspondido,
otra en
pasiones que correspondían
pero ajena a
todos los sentimientos.
Seguía el
indiferente, el sujeto nulo,
gélido y
calculador, pero ya muerto,
y el soberbio,
mi principal enemigo,
de todos es el
que más herida causa.
La última
persona que vi me amaba,
una sola en el
mundo, única especie.
sus ojos tenían
la certeza de conocer
lo que impulsa
el latir de un corazón.
En cierto
minuto quieto de la vida,
exploré a mi
alrededor y los conté,
esos, los
diversos rostros que reían
y probé mirar
más allá de sus ojos.
*De Jorge
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
EN EL OCULTO LATIDO DE LOS RAMAJES DEL MUNDO…
Bosque*
esta inocencia
de animal
buscando un
hilo
para bordar el
bosque.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
GLORIA*
*Por Miguel
Crispín Sotomayor. arcomar@cubarte.cult.cu
Entre las cosas
que recuerdo con mayor agrado están las vacaciones escolares que disfruté
durante la infancia y los primeros años de la adolescencia. Mis meses favoritos
coincidían con el final del curso escolar y del año. El resto del tiempo lo
pasaba en un mar de fantasías, esperando que llegara el momento en que se
cerrara temporalmente la puerta del colegio para irme a la finca de la abuela
Alberta, ubicada a menos de un kilómetro del barrio Cuatro Caminos, a dos del
pueblito La Prueba y a unos 30 de Santiago de Cuba.
Montar a
caballo, cazar, pescar e ir de gira al río y a los arroyos que estaban dentro
de la finca; disfrutar del circo ambulante que acudía los domingos a La Prueba,
acompañado de un tiovivo; y comer “ayaca”*, frituras de maíz, empanadas y carne
de puerco asada, eran fantasías que se convertían en realidad y lo más cercano
que yo conocía como paraíso.
Sin embargo, no
siempre ese paraíso se comportaba como era de esperar y otra cosas se convertía
en el acontecimiento más importante y recordable del período vacacional. En el
verano del año 1959 lo fue, sin duda, el regreso de Gloria al caserío Cuatro
Caminos.
Una parte de la
historia de ella la escuché, en esa época, de boca de los hombres más viejos
del lugar y otras las conocí por las quejas y maldiciones de las mujeres que de
una manera u otra se vieron involucradas, pero pude presenciar todo cuanto
ocurrió el día de su retorno.
Cuentan quienes
la tuvieron como vecina, que nunca fue de una belleza tal como para volver loco
a ningún hombre, pero su presencia los trastornaba y por algún magnetismo los
atraía hacia su entrepierna sin importarles las consecuencias; que casados y
solteros la perseguían como hembra en celo dispuesta a recibirlos y que varios
de los más jóvenes perdieron la virginidad dentro de ella. Algunos creen que un
lunar al lado de la boca, dos labios gruesos que siempre parecían llamar y la
fuerza con que sus caderas balanceaban las flores estampadas en su falda,
pudieron ser la causa de tantos desatinos. Otros, que dicen haberla conocido
íntimamente, aseguran que era el olor y el calor que desprendía su cuerpo. No
había brujería ni plegaria ni promesa a santo alguno que apaciguara su cuerpo y
llevara la paz a los hogares de Cuatro Caminos.
Había pasado
más de un año desde aquella mañana en que no la vieron desde muy temprano
barriendo el patio y el pequeño jardín del bohío en que vivía con Seledonio, su
padre, y tampoco en el resto del día ni en los sucesivos.
Su desaparición
dio lugar a diversos rumores: “que si se había ido a vivir al Rantel con uno de
la familia Carbonell”; “que Seledonio, avergonzado, la tenía encerrada dentro
de su finca en un “vara en tierra”*; “que cualquier día aparecería muerta en
alguna cañada”. Hubo hasta quienes aseguraron que la noche anterior había
pasado un guardia rural y ella iba montada en las ancas de su “quarter
horse” y otras tantas versiones, con que las mujeres del entorno pensaban
haber encontrado la paz y los hombres el desconsuelo. Ninguna cierta.
A las dos
semanas de estar ausente, Rosa, la hija mayor del farmacéutico de La Prueba y
única amiga que se le conocía, llegó a Cuatro Caminos agitando una carta
por encima de su cabeza y gritando a toda voz: “Es de Gloria y está
en La Habana”. En poco tiempo todo el vecindario conocía lo que le interesaba
de la carta. En ella decía que desde su adolescencia, a cualquier hora del día
o de la noche, había tenido un macho encima solo por placer y para complacer,
por lo que había decidido irse lejos y sacarle provecho a lo que durante
demasiado tiempo había estado dando gratis, y terminaba: “Estoy bien, en uno de
los bayú del barrio Colón, haciendo todo el tiempo lo que más me gusta sin que
nadie me critique y además, gano dinero.”
El día y la
hora en que regresaba se supo por Ñico, un botero que hacía regularmente viajes
entre Santiago de Cuba y La Prueba, y el comentario de este fue suficiente para
que se decretara el estado de alerta entre los vecinos.
Desde el
momento en que Gloria se bajó del carro en el entronque del camino con la
carretera, empezaron a correr las voces que señalaban el sitio por donde
iba pasando: “ Llegó a la curva de los Milanés”, “ Está frente a la casa de
Trigilio y Agustina”, “ Se acerca a la entrada de Domínguez”… y en
sentido contrario a ella se iban aproximando vecinas y curiosos a la cerca que
separaba la casa de Seledonio del camino, para quien ya nada alteraba su rutina
de vestir guayabera blanca, pantalón de caqui y pasar la mañana
sentado en un taburete junto a la puerta del bohío.
Gloria caminaba
despacio, segura y con la vista al frente como si ya conociera de antemano y en
nada le importara las habladurías ni la desconfianza de las vecinas, que de
inmediato achicarían la soga a sus maridos y alertarían a sus hijos de los
daños que provocaban las enfermedades venéreas. ¿Será descarada? ¿Qué
sinvergüenza? dirían éstas, sin la menor tolerancia.
Al llegar a la
entrada de la que había sido y volvería a ser su casa se detuvo y mirando
a los congregados removió su falda estampada como para disipar el calor que
guardaba e improvisó, en tono profesoral, unas palabras para quienes la
“recibían”:
“He vuelto-
dijo- los tiempos han cambiado. Las putas, las criadas, los chulos y los ricos
están por acabarse y yo estoy muy vieja para empezar otro trabajo o ir a una
escuela a estudiar como propone el gobierno”. Y agregó en tono irónico,
conciliador o misericordioso: “mis vecinas, no tienen de qué preocuparse.
Lo que hacía cuando estaba aquí ya lo he hecho demasiado y no siempre por mi
gusto, por lo que no abriré más ninguna de mis puertas al público. El que no
tenga como aliviarse, que se busque una yegua o use sus manos.” Se
volteó, atravesó el jardín, se abrazó a su padre y juntos penetraron en el
bohío.
El sorprendente
“discurso” enfrió los ánimos de las mujeres que se habían preparado para
hacerle la guerra y desmayó el apetito de quienes recordaban y pretendían
volver a obtener sus favores sexuales. No hubo aplausos, solo algunos
comentarios de aprobación por parte de las mujeres y alguna que otra risita de
incredulidad por parte de los hombres. Luego, el grupo se fue disolviendo en
silencio y con menos prisa que con la que se había formado.
Pasaron los
años y aquélla mujer, que había regresado en una de mis vacaciones de verano,
siguió el destino que anunció aquel día. Desde entonces y hasta su muerte, en
1997, nadie pudo censurarle el menor desliz en su conducta, se integró a las
actividades sociales de la comunidad y llevó una vida tranquila, en la finca
que heredó del padre.
En ninguna
casa, en ninguno de los caminos que partían o llegaban a los Cuatro Caminos se
volvió a hablar de la “otra” Gloria.
* Ayaca:
maíz tierno molino y sazonado, envuelto en hojas de la propia mazorca y
hervido.
* Vara en
tierra: techo de dos aguas con una pequeña puerta de entrada, que descansa
directamente sobre la tierra.
POMPEYA*
En el oculto
latido de los ramajes del mundo
infrinjo la
esencia de la noche remota
mis vísceras
anuncian una danza relegada
en los balcones
de ensueños tu cabellera salina.
Depongo la
investidura y me muestro huérfana
de ideologías
ceñidas al hielo de la sombra
por el deseo
henchido de reconciliar tu carne
y amarrar mis
sudores a los tuyos.
Sé que crepitas
al otro lado del espejo
que mi cuerpo
sorbes en un haz de luz
y que parado
sujetas solitario y desnudo
la perennidad
de mi inmanencia
salpicada en
ti.
…
Recuerda que
resbalo en todos tus confines
y te amamanto
bajo el Vesubio.
*De Natalia
Lara. cpc.larag@hotmail.com
EMBRIAGUEZ *
“El
escepticismo es la embriaguez del atolladero”.
CIORÁN, EMILE
M-
Todas las
muertes anteriores.
Todas, el
hombre, las hizo bajo discretas sombras.
Casi en
penumbras. En atolladeros.
Fueron
incuestionables. Indemostrables.
Solo él lo
sabía.
Hubo rumores de
las muertes, en cuclillas.
Algún dios
testarudo también dudó.
El resto afirmó
que todo era mentira.
El, cara de
plomo afable.
Besaba día a
día el espejo.
(Excepto los
días muy nublados llevaba gafas)
Hambre de sexo
y fotofobia.
A su forma,
amaba su desnudez oscura.
Cuando
derramaba sus ubres relucientes.
Sus grandes pezones
le recordaban a su madre.
A uvas maduras,
A cabras. A preñez de yegua.
Le embriagaban
la noche y sus manzanas de oro.
Deliraba por su
rosa lívida de carbón y litio.
El temblor de
palomas en sus muslos negros.
Olvidó el
lucero del alba.
La mujer era un
cardumen de abejas al sol.
Era luz, pura
luz atroz y amor amargo.
Llegó a dudar
de si mismo. De su cordura.
Escéptico.
Loco. Sin salida.
Por eso, por
eso, la mató. A plena luz del día.
A plena luz del
día, la mató.
Dicen, que
cuando el espejo se oscurece la besa.
A escondidas,
frenético, la besa.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
La Venus de
Euston Road*
*Por Juan
Forn
Si sonaban las
alarmas antiaéreas en las calles de Londres durante la guerra, se sabía que el
mejor refugio antibombas era el sótano de Faber & Faber, que tenía buena
luz y una estantería de buenos libros. Allí descubrieron los pintores de la
pandilla de Lucian Freud a una chica preciosa que vivía justo enfrente del
galpón que usaban de atelier. La llamaron la Venus de Euston Road y la
cortejaron tupido, pero les ganó de mano el gordo Cyril Connolly, que se la llevó
como secretaria para su revista Horizon. La chica se llamaba Sonia y era tan
despierta y lanzada que pronto empezó a mandar cartas en primera persona del
plural a los escritores famosos que colaboraban en la revista (“Creemos que su
texto es demasiado largo & falla en el principio & agradeceríamos lo
enmendara –adjuntamos estampillas para el reenvío”–). Al final de la guerra, el
gordo Connolly volvió un día de sus habituales almuerzos de cinco horas con un
personaje inesperado: su viejo compañero de colegio Eric Blair, que había
abandonado la casta de los privilegiados para convertirse en George Orwell, la
molesta e insobornable conciencia moral de Inglaterra, el paladín de la
integridad, el pobretón George Orwell. “Ahí tienes lo que mantiene funcionando
a Horizon”, dijo Connolly, señalando a Sonia. Orwell la invitó a tomar una
copa, le habló de su soledad crónica (su esposa había muerto dejándolo con un
bebé adoptado, acababan de diagnosticarle tuberculosis) y le propuso
matrimonio. Sonia prefirió irse a París enviada por Horizon a fichar autores
para la revista.
En el sótano
del Tabou, donde Juliette Greco servía copas y Boris Vian tocaba la trompeta,
frecuentó a Camus, Bataille, Lacan y Marguerite Duras y conoció al amor de su
vida, Maurice Merleau-Ponty, el único filósofo que sabía bailar. El flechazo
fue mutuo, él la visitaba en Londres y la recibía en París, pero se negaba a
dejar a su mujer. Luego de cuatro años de esta rutina, Orwell reaparece en la
vida de Sonia. Es casi un muerto en vida: su hermana se ha hecho cargo del bebé
y él ha gastado las energías que le quedaban escribiendo una novela que piensa
titular 1984 y cuyo personaje femenino está basado en ella. Orwell está en el
hospital, Sonia va a visitarlo diariamente. El le habla de la Policía del
Pensamiento de su novela, ella le dice que así eran las monjas de su internado:
nadie tenía derecho a ningún secreto, a ningún pensamiento propio. Le dice que
por eso escupe cuando ve una sotana por la calle y se acuesta con quien quiere
y su bebida favorita es el Campari, la verdadera sangre de Cristo. Orwell
vuelve a pedirle casamiento (“Tengo 46 años, cinco dientes postizos, várices en
las piernas y esta maldita tos. Sólo te pido honestidad y humor”). Ella cree
que realmente puede curarlo, si se lo lleva a los Alpes suizos. Le dice que él
le dictará sus libros y ella tomará nota y que el aire de montaña hará el
resto. Ella misma compra su anillo de compromiso con un cheque por regalías que
le da él. Pero cuatro días antes de partir, Orwell muere. El casamiento duró
menos de tres meses. Por la delicadeza del estado del paciente, marido y mujer
podían verse sólo una hora al día, y ninguna si Sonia se pescaba un resfrío,
cosa que ocurrió y le impidió estar junto a él cuando murió.
Sonia fue a
refugiarse a Francia, con su amiga Marguerite Duras. Merleau-Ponty iba a
visitarla a escondidas, pero seguía negándose a dejar a su mujer. Sonia volvió
a Londres y Connolly le avisó que Horizon iba a cerrar. Un buen amigo de ella,
Michael Pitt-Rivers, cayó preso en una redada de homosexuales. El asunto era un
escándalo: Pitt-Rivers era de la nobleza y además era un don de Oxford. Sonia
aceptó casarse con él para librarlo de los rumores, pero después se
autoconvenció de que podía “curarlo”. El matrimonio duró poco: Pitt-Rivers
prefirió ejercer libremente su sexualidad fuera de Inglaterra, le cedió su
coqueta casita de Londres y le pidió el divorcio. En esa casa recibió Sonia la
noticia de la muerte de Merleau-Ponty y tuvieron lugar sus dos intentos de
suicidio y la decisión posterior que le ganó la mala fama que padeció hasta su
muerte: ser en cuerpo y alma la viuda de Orwell.
Los ingleses
pueden ser tremendos cuando quieren, y fueron tremendos con ella. Nunca le
perdonaron que se hiciera llamar Sonia Orwell, en usufructo de fama ajena (si
no quería usar su apellido de soltera ni el de Pitt-Rivers, la portación de
apellido que le correspondía era Blair). Además, la acusaban de alcoholismo,
promiscuidad y derroche de la fortuna que habían empezado a dar Rebelión en la
granja y 1984, convertidos por la Guerra Fría en explosivos best-sellers, como
metáforas del totalitarismo. Lo significativo es que la santificación de Orwell
se debió en gran parte a Sonia: a ella le pidió antes de morir que evitara que
se escribieran biografías sobre él (temía que le pasara lo que él mismo había
criticado a Gandhi) y a ella se quejó con amargura del tiempo que había perdido
haciendo periodismo en lugar de escribir más libros. Sonia creía lo contrario,
estuvo diez años seleccionando de una montaña de notas de prensa, cartas,
cuadernos y borradores, y en 1968 publicó un tomazo formidable que tituló The
Collected Essays of George Orwell y demostró, con esa suma de papeles
dispersos, los alcances del pensamiento y la pluma de su marido. Hasta entonces
nadie en Inglaterra ponía a Orwell a la altura de los verdaderamente grandes;
fue Sonia la que corrigió el error, y el establishment literario no se lo
perdonó: canonizaron a Orwell y la crucificaron a ella.
Si la CIA hacía
una versión propagandista de Rebelión de la granja y bombardeaba con ella los
países comunistas, era culpa de Sonia. Si el hijo adoptivo de Orwell, ya
adulto, vivía modestamente en un pueblo perdido de Escocia, era culpa de Sonia.
Si se ocupaba de que Jean Rhys, Ivy Compton-Burnett y J. R. Ackerley no pasaran
necesidades en sus últimos años (Sonia les hacía enviar desde Harrods la
mermelada, el té y el gin favorito de cada uno de ellos y les organizaba
almuerzos con escritores famosos para levantarles el ánimo), la acusaban de dar
la espalda a los verdaderos necesitados, como hubiera querido Orwell. Si se
hacía cargo de la viuda y los hijos de Connolly era porque sólo le importaban
sus amigos bienudos. Si prohibía biografías era porque no quería quedar mal
parada.
Lo que recién
se supo con su muerte fue que Sonia hacía esas cosas con dinero que sacaba a
sus amigos ricos y que ni un peso de la fortuna que daban los libros de Orwell
iba para ella, o para el hijo en Escocia. Orwell nunca pensó que sus libros
darían plata; antes de morir firmó un documento de plenos poderes a un contador
para que no quedaran deudas en el hospital, y todo el dinero acumulado había
ido a manos de él. Después de una batalla judicial que duró veinte años y le
costó su casita londinense, Sonia logró recuperar los derechos de Orwell, los
cedió enteramente al hijo adoptivo y se fue a morir a París a un departamento
en un quinto piso, sin baño y sin ascensor. Marguerite Duras, la viuda de
Connolly y la de Merleau-Ponty le mandaban dos veces por semana botellas de Campari,
libros y cigarrillos.
¿ME VES?*
Caminar camina
cualquiera, la cuestión es cómo.
Chesterton era
un gran observador, genial diría yo, anotando esos detalles que hacen que uno
se sorprenda y diga "pero claro, si", y uno lo vio mil veces pero no
lo dibujó en su cuadernito.
En uno de esos
misterios del Padre Brown, detective y cura, personaje como Holmes o Monsieur
Poirot, se comete un crimen en un club de caballeros, y pese a la imposibilidad
de la cuestión nadie ha visto al asesino.
Imposible, las
habitaciones estaban ocupadas, el criminal debiese de haber sido invisible para
atravesarlas todas sin ser notado.
Como maligna
espectadora de película de misterio, me regocijo contándoles el final. El Padre
Brown llega a la sorprendente conclusión de que no hay diferencia entre el
oscuro traje de los caballeros, el oscuro traje de los mozos. Nadie repara en
ello, porque les es evidente que las dos clases se diferencian de inmediato. Es
ridículo siquiera pensar que un caballero pueda confundirse con la servidumbre.
Pero, ¿es así realmente?
Pues bien, cuál
es la diferencia entre hombres trajeados y atildados que transcurren los mismos
espacios. La forma de caminar.
Cuando en un
salón había sirvientes, el asesino daba trancos largos, despreocupados, erguido
y un poco echado hacia atrás. Cuando pasaba por la sala de fumadores donde
departían los señores, por ejemplo, daba pasos rápidos y cortos, un poco
encorvado, los brazos junto al cuerpo.
Se había vuelto
invisible.
¿Cómo se
operaba el prodigio? Simple. Uno no nota más que a los de la propia clase. Los demás
son decorado, comparsas, extras.
Ni los mozos ni
los caballeros lo veían, ninguno lo registraba en la memoria.
Consultado un
testigo de un episodio en la calle, el hombre pudo describir a la señora, al
hombre que manejaba el auto, al policía. Cuando debió precisar las notas de un
chico de la calle dijo "qué se yo, era como todos". No recordaba la
ropa, la cara, nada de nada. Si son todos iguales, ¿no?
Y me pregunto
si es esto un reproche o una constatación. No nos engañemos, por más conciencia
social a la que reguemos todas las mañanas aplicadamente, no podemos dejar de
sentir allá en la trastienda que los semejantes son los semejantes, es decir
los que se nos asemejan.
La cosa sería
que las categorías de semejanza se expandieran, que abarcaran a toda la
humanidad, que cuando uno va por la calle pudiese ver a la mujer en el suelo,
no a una aborigen más difusamente marrón, que el nene en el semáforo sea un
niño y no uno de esos limosneros que ya me tienen harto; que cada ser humano
sea eso, un ser humano y no una categoría, un exponente de su estrato.
Sólo así
cambiaríamos algo. Viéndonos al mirar.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Muerde la noche
el fruto
silencioso
y la realidad
se escurre,
ávida y brutal.
La vena
abierta,
los signos
ominosos
de ser una y
ser otra
y nunca yo,
la que sucede
en los días.
Ser y existir
son sinónimos
de un
sarcástico lenguaje.
*De MARIANA
FINOCHIETTO.
*
Era una
compañera de escuela y se llamaba Paulina. Caminaba como distraída del mundo,
con los carteles que le colocábamos en su espalda: "no sirvo para
nada", "estoy loca", por ejemplo, los más suaves. Si supiera que
la recuerdo siempre y que regresa en todos mis cuentos, asoma la cabecita un
poco extraña y diferenciada de todas, en muchos de mis poemas y novelas. Ella
era de otro mundo, de algún paraíso único y absurdo, lejano a nuestras risas, a
nuestra grosería, a mi propio miedo de ser como ella, de otro planeta.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
***
INVENTREN
Próximas estaciones literarias:
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GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS
-Por Ferrocarril Provincial-
-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
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Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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