*Dibujo de Erika Kuhn.
LLUVÍAME*
”Dos cuerpos
frente a frente son a veces navajas y la noche relámpago”.
OCTAVIO PAZ
Traigo para vos
todos los destierros del mundo.
Un manojo de
destierros irredentos.
Mi expatriación
de mar. Exilio de agua que no llega.
Trébol de
cuatro hojas que no encuentro.
Traigo toda la
furia de los vendavales.
Lluvia que
purifica. Limpia. Expía.
Lava sangre de
inocentes y manos de traidores.
Desborda rabia.
Arrasa, quema.
Roca fluida que
enciende la memoria.
Hombres y
mujeres. Sol resistiendo piedras.
-Adentro
llueve, amor, y hay sol-
Y dolía el
destierro como duelen los malvones en flor.
Y temblabas en
ella y ella temblaba en vos.
Y giraban como
noria seca y triste.
Hasta quemar
los brazos, se abrazaban.
La distancia no
es barrera para los condenados.
Y derribaban
mitos con la boca seca.
Y ensayaban
pasos en un ritual de cicatrices.
Y la muerte
esperaba en la puerta.
Y se fundían
como tronco a la llama.
Y ardían en
vida y supervivencia.
Intercambiaban
celdas y saliva.
Y se amaban,
como nunca se amaron.
La muerte era
solo una simple circunstancia.
Un pájaro
nocturno posado en la azotea de los sueños.
Y la vida, otra
vez, aobaba** en otro cuerpo.
Otro cuerpo que
desanda los pasos.
Un Sur que
llora en tango y en violines.
Una concavidad
que te espera y te busca y te encuentra.
Y te halla,
hasta temblar. Hasta temblar, te halla.
Allá. Aquí. En
el Sur.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
** No es error
ortográfico, ni de tipeo.
ANTES QUE LA PIEL SE VUELVA PIEDRA…
Acerca de la poesía argentina/ Un apunte personal*
Creo que desde siempre tuve una
relación muy singular con la poesía argentina, y que en no pocos momentos me
fue maravillando o me dejó pensando. Recuerdo, y cada tanto releo, aquellos
poemas de Enrique Molina que se suceden en su reverberante antología Hotel
pájaro, editada en 1967. También, en aquellos distantes años así como en
éstos del nuevo siglo, no deja de atraerme la poesía de Alejandra Pizarnik en
sus distintos libros, sobre todo aquella que se abre en Los trabajos y las
noches, editado en 1965. Por otra parte, Raúl Gustavo Aguirre, con sus Señales
de vida, de 1962, y Edgar Bayley, con su “es infinita esta riqueza
abandonada” siempre me tuvieron en sus cercanías, o como lectores que
siempre hallan un brillo más, o una certeza más en sus poéticas. Todo ello
además de algunos poemas de José Portogalo, de Juanele Ortiz, de Raúl González
Tuñón, de Romilio Ribero, de Miguel Ángel Bustos y del siempre vital Oliverio
de Persuasión de los días, libro que desde siempre entendí como una
crítica inspirada hacia los tiempos de la impiadosa Década Infame nacional.
Claro que hay más ejemplos que a menudo me revolotean, y que me puedo olvidar de alguno, o de algunos, de aquellos o de estos tiempos, no así de las letras de algunos tangos de Homero Manzi, de Discepolo, y de Celedonio Flores. Creadores cada uno, en fin, de una poética tan genuina y entrañable como sustentada. Y de estas cercanas décadas, asimismo, se fue imponiendo en mí, a veces siento que más allá de mi voluntad e inclusive de mi gusto, ese extenso poema del poemario Alambres, de 1987, titulado “Hay cadáveres”, del ya desaparecido Perlongher, nativo como Pizarnik de la barriada populosa de Avellaneda, y la intensa Crónica gringa, con varias relecturas, del poeta del sur de Santa Fe, Jorge Isaías. Pero también siempre busqué o necesité de otras poéticas. Otras ventanas, inclusive para poder adentrarme mejor en los versos nacionales. Algo así como quien también necesita cada tanto ir hacia el puerto en búsqueda de otros aires, otros espacios y otras gentes. O dicho de otro modo: para estar aquí siempre necesité de una ventana abierta...
Por otra parte –y siempre lo consideré como un tema algo extraño–, la poesía de los poetas de las provincias nunca tuvo una libre o abierta circulación en los ámbitos poéticos y culturales de Buenos Aires, bien porque se corresponde con ediciones de pequeñas editoriales o bien porque la administración cultural porteña sesgada a sus cánones (una mezcla de gustos citadinos a la moda y una mezquindad corta de vista) solamente se desplaza entre sus salsas y sus esquinas. No obstante, sabido es que la poesía del país acontece y se produce en el país, no sólo en la gran ciudad canónica. Así, distintos tramos de la poética del bardo santafesino Juan Manuel Inchauspe, a los que siempre volví, significan momentos enriquecedores de la poesía argentina de estas décadas, también los poemarios de la poeta de Jesús María, Susana Cabuchi, titulados Patio solo (1986) y Álbum familiar (2000), ambos con edición en la ciudad de Córdoba, por dar sólo dos ejemplos, además de las poéticas insoslayables gestadas estas décadas en la ciudad de La Plata, con algunos libros reveladores en su haber.
Traspasar fronteras, por otra parte, siempre me dije, es un fundamento esencial de toda poética, poética a la que nada en el mundo, con sus caminos y puertos, le es ajeno. Nunca pude así saber hasta qué punto Fayad Jamís, Sonny Rupaire y Wayne Brown, no son de mi nacionalidad y de mi vecindad, porque más bien siento que ellos tuvieron deseos cercanos y preocupaciones similares, y latidos, a los que yo tengo y tuve. Caminos y vientos del mundo, pesares y sueños del mundo, todos distintos, como cada poema, como el dibujo de cada mano, y como cada mirada. Así, Buenos Aires, tan única, es una inolvidable ciudad del mundo, con sus cielos y sus pozos, que también ha venido dando maravillosos poetas, por lo menos desde Oliverio o desde González Tuñón hasta Perlongher, y aun algo más acá, creadores siempre de avenidas y de aires. Para que todo sea. (Aunque con las provincias prácticamente en estado de ausencia.) Neruda una vez dijo: “Un poeta debe ser un profesor de esperanza”. Y un poco de eso también se trata, sobre todo en los días que pareciera no prometen demasiado.
Claro que hay más ejemplos que a menudo me revolotean, y que me puedo olvidar de alguno, o de algunos, de aquellos o de estos tiempos, no así de las letras de algunos tangos de Homero Manzi, de Discepolo, y de Celedonio Flores. Creadores cada uno, en fin, de una poética tan genuina y entrañable como sustentada. Y de estas cercanas décadas, asimismo, se fue imponiendo en mí, a veces siento que más allá de mi voluntad e inclusive de mi gusto, ese extenso poema del poemario Alambres, de 1987, titulado “Hay cadáveres”, del ya desaparecido Perlongher, nativo como Pizarnik de la barriada populosa de Avellaneda, y la intensa Crónica gringa, con varias relecturas, del poeta del sur de Santa Fe, Jorge Isaías. Pero también siempre busqué o necesité de otras poéticas. Otras ventanas, inclusive para poder adentrarme mejor en los versos nacionales. Algo así como quien también necesita cada tanto ir hacia el puerto en búsqueda de otros aires, otros espacios y otras gentes. O dicho de otro modo: para estar aquí siempre necesité de una ventana abierta...
Por otra parte –y siempre lo consideré como un tema algo extraño–, la poesía de los poetas de las provincias nunca tuvo una libre o abierta circulación en los ámbitos poéticos y culturales de Buenos Aires, bien porque se corresponde con ediciones de pequeñas editoriales o bien porque la administración cultural porteña sesgada a sus cánones (una mezcla de gustos citadinos a la moda y una mezquindad corta de vista) solamente se desplaza entre sus salsas y sus esquinas. No obstante, sabido es que la poesía del país acontece y se produce en el país, no sólo en la gran ciudad canónica. Así, distintos tramos de la poética del bardo santafesino Juan Manuel Inchauspe, a los que siempre volví, significan momentos enriquecedores de la poesía argentina de estas décadas, también los poemarios de la poeta de Jesús María, Susana Cabuchi, titulados Patio solo (1986) y Álbum familiar (2000), ambos con edición en la ciudad de Córdoba, por dar sólo dos ejemplos, además de las poéticas insoslayables gestadas estas décadas en la ciudad de La Plata, con algunos libros reveladores en su haber.
Traspasar fronteras, por otra parte, siempre me dije, es un fundamento esencial de toda poética, poética a la que nada en el mundo, con sus caminos y puertos, le es ajeno. Nunca pude así saber hasta qué punto Fayad Jamís, Sonny Rupaire y Wayne Brown, no son de mi nacionalidad y de mi vecindad, porque más bien siento que ellos tuvieron deseos cercanos y preocupaciones similares, y latidos, a los que yo tengo y tuve. Caminos y vientos del mundo, pesares y sueños del mundo, todos distintos, como cada poema, como el dibujo de cada mano, y como cada mirada. Así, Buenos Aires, tan única, es una inolvidable ciudad del mundo, con sus cielos y sus pozos, que también ha venido dando maravillosos poetas, por lo menos desde Oliverio o desde González Tuñón hasta Perlongher, y aun algo más acá, creadores siempre de avenidas y de aires. Para que todo sea. (Aunque con las provincias prácticamente en estado de ausencia.) Neruda una vez dijo: “Un poeta debe ser un profesor de esperanza”. Y un poco de eso también se trata, sobre todo en los días que pareciera no prometen demasiado.
*De Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
Buenos Aires,
septiembre de 2014
AL PRINCIPIO
TODO ERA BELLO*
A Enoel Rey
Llegué yo y
comenzó a nevar
En las tiendas
de estímulos ofrecían lo necesario
desde
armadillos de verdad
hasta
licuadoras de juguetes
Pero el
monstruo tiene labios finos
y nos quedamos
a la expectativa
a descubrir un
nuevo sol
otros árboles
otros pájaros
cantores en el amanecer
Atrás
quedaban los amigos
las mujeres de
humo
los piélagos
del mar cuando niños
Hay que rehacer
las cartas de navegación
hilar los
cigarrillos de siempre
dejar que los
salmos nos salven y predigan
Al principio
todo era bello
terrible como
la belleza de Rilke
pero
sencillamente bello
lejos de las
voces amadas
y los abrazos.
*De Reynaldo
García Blanco centrosoler@cultstgo.cult.cu
*
Antes
de que la piel
se vuelva
piedra,
antes de que al
deseo
se lo lleven
los años
o los pájaros
-quiero decir:
estoy
envejeciendo
y mi cuerpo
arraiga
sin pudor
en la rutina-;
antes de ser
el fruto
de otro otoño
tardío,
reclamo para mí
esta noche
y esta luna
y este viento
que te nombra
suavecito.
*De MARIANA
FINOCHIETTO.
Santateresa*
Los humanos nos juzgan crueles,
pero ¿qué valor puede tener en estos tiempos la opinión de los humanos?
Consideran que nuestras
costumbres sexuales son violentas, pero ¿hay algo más violento y sanguinario
que ellos sobre la faz de la tierra?
Cierto es que matamos a nuestros
amantes durante la cópula, pero ¿qué mayor homenaje a sus caricias? Puesto que
la muerte ha de llegar forzosamente ¿no es mejor su advenimiento durante el
delirante clímax?
Que nadie vea en estos
argumentos una justificación. No hay tal cosa. Si arrancamos la cabeza de
nuestros amantes durante el acto es simplemente porque hay en nosotras un
impulso que no puede ser reprimido, y que proviene sin duda de la voluptuosidad
del instante. Pero no hay engaño. Saben que así debe ser, y cumplen su papel
sin la menor queja. Amar y morir son una misma cosa para ellos. No hay
traiciones, ni deslealtades, ni malentendidos. Sólo el placer, y después la
nada. A nosotras, en cambio, nos queda la amargura de la soledad, la
certidumbre del desencuentro.
Uno tras otro, van pasando por
nuestras vidas. Llegan, nos aman y se van, sin posibilidad alguna de regreso.
Casi no da tiempo ni a juntar un puñado de recuerdos. Por eso siempre estamos
profundamente tristes; en nuestro abatimiento, parece que rezamos.
Hay voces que afirman que
nuestra conducta sexual está basada en el antiguo principio que dice que todo macho
es infiel por naturaleza, y que sólo tratamos de protegernos del inevitable
abandono. Pero estos teólogos carecen por completo de credibilidad. Una hora de
irrefrenable lujuria con una de nosotras bastaría para desmontar la más
sofisticada teoría al respecto.
Los humanos nos miran por encima
del hombro, pero en la intimidad nos envidian, y en el fondo les gustaría poder
imitarnos, sentir el vértigo del instante, paladear esa espesa mezcla en la que
miedo y deseo son una misma gelatina multicolor, habitar, apenas un momento,
esas zonas oscuras de su alma a las que ni siquiera en sus horas más desoladas
se han atrevido a asomarse.
*SERGIO BORAO
LLOP. sbllop@gmail.com
Abracadabra*
*Por Javier
Núñez
Todavía hoy,
cuando llevo a mis hijos a un cumpleaños o un acto escolar en el que aparece un
mago, me acuerdo del tío Pierre y se me cierra la garganta de tal forma que me
veo obligado a dejar la sala o el patio donde tiene lugar la función para
alejarme del acto de prestidigitación como un animal salvaje del fuego. Sé que
es absurdo, pero no puedo evitar que me asalte una tristeza insalvable o una
fobia repentina y entonces salgo a fumar en silencio mientras a mis espaldas
persiste la voz artificiosa que anuncia maravillas y el coro de asombros
infantiles que celebra unos pobres trucos de salón. Sé que es tan absurdo como
evidente, porque hace apenas unos días lo volví a hacer y mi hija me siguió
hasta la calle para tomarme de la mano y decirme que no tuviera miedo. "Es
solamente un mago", dijo. Y yo no supe qué contestar o cómo hacerle
entender, después de tantos años.
El tío Pierre
era un solterón empedernido y extravagante que se autoproclamaba mago. Al
principio la familia no lo tomaba en serio y lo dejaba hacer esos absurdos
trucos con los que nos deleitaba a los menores en cumpleaños y sobre todo en
las fiestas de fin de año, cuando la familia en pleno se reunía en la quinta de
Funes de la tía Clori.
Eran trucos
menores, gracias sin demasiada gracia que ejecutaba en la mesa mientras
comíamos: la desaparición de un pulgar en el puño cerrado de la otra mano; la
aparición de una moneda en orejas ajenas; los pañuelos floridos que metía en un
puño cerrado para después hacerlo aparecer bajo la fuente del clericó. Y los
chicos tratábamos de imitar o adivinar cómo hacía mientras los padres se
impacientaban porque nos olvidábamos por completo del plato que teníamos
enfrente. Los trucos se iban sofisticando a medida que avanzaba la cena y
después de comer, en la canchita de fútbol que estaba detrás de la pequeña loma
en la que se alzaba la pileta, nos maravillaba con fuegos de artificio que
surgían de sus mangas o encendía cigarrillos con las orejas mientras ponía los
ojos como el dos de oro.
Para el final
siempre reservaba el mismo truco: nos hacía rebuscar en los bolsillos vacíos de
su saco sin que halláramos ni una pelusa para al fin suspirar como resignado,
meter las manos en sus bolsillos una y otra vez y arrojar al aire mariposas
brillantes que se desplegaban por el cielo estrellado de la canchita de fútbol.
Siempre se iba con ese último acto, mientras nosotros nos dejábamos caer de
espaldas en el pasto y contemplábamos absortos las pequeñas manchitas radiantes
que iluminaban por un instante la noche y se perdían en lo alto para siempre.
Las veíamos ascender hasta que apenas eran puntos indiscernibles que se
confundían con las estrellas, siempre con una extraña sensación de
desprendimiento o nostalgia anticipatoria, como si esas mariposas que
despedíamos año tras año simbolizaran algo de nuestra infancia que no habría de
volver.
El tío Pierre,
entretanto, regresaba a la mesa silbando o cantando alguna canción a media voz.
Los mayores todavía lo dejaban hacer sin mayor escándalo.
Pero después,
cuando empezó a insistir en todas partes con eso de que no eran trucos sino
magia de verdad, empezaron a mirarlo con sorpresa o espanto y a susurrar a sus
espaldas cada vez que empezaba con sus actos. Fue por entonces cuando empezó a
decirle a todo el mundo que se llamaba Pierre, porque le parecía que un mago
tenía que tener un nombre "con estilo". (En realidad tenía un nombre
mucho más mundano por el que, todavía hoy, cuando surge su recuerdo, la familia
lo nombra. Si me permito el otro nombre, ese que escogió en algún momento de su
vida porque el que le habían puesto sus padres le parecía demasiado
"prosaico y poco glamoroso", obedece acaso a la impunidad de la
escritura o a una suerte de rebelión a destiempo, porque aunque mi abuela ya no
está para cortar el aire con el hielo de su mirada cada vez que alguien se
atrevía a decirle Pierre, la huella de ese reproche silencioso se extiende como
un legado irrenunciable. Por eso Pierre y Pierre y Pierre, y el destierro
inútil del nombre auténtico en este puñado de palabras que lo evocan).
Lo único que
consiguió fue que, durante un tiempo y siempre a sus espaldas, la gente del
barrio y hasta la familia se refirieran a él como "el loco Pierre",
hasta que mi abuela --después de la áspera discusión que le siguió a un
almuerzo familiar-- prohibió para siempre que se lo llamara de otro modo que no
fuera su verdadero nombre, como si ese gesto autoritario bastase para erradicar
la amenaza de la locura.
Hay algo
infinitamente triste en ese instante de incomprensión, de comunicación
imposible, entre alguien que se cree perfectamente cuerdo y aquellos que no
albergan la más mínima duda en cuanto al deterioro evidente de sus facultades
mentales. Un abismo percibido de repente en medio de una sobremesa, como si un
terremoto secreto hubiese abierto una fractura insalvable entre los comensales.
Hay algo infinitamente desolador en la mirada del que se resiste a ser
considerado un loco, que trata en vano de rebatir argumentos lógicos con trucos
de salón que son recibidos con escepticismo o exasperación.
Durante un
tiempo, la familia trató de disuadirlo con un empeño mancomunado que nunca ha
vuelto a repetirse: unos trataban de convencerlo con argumentos sensatos; otros
lo invitaban al disimulo; algunos lo amenazaban abiertamente y sin reparos,
pero todos, sin que nadie quedara afuera, aportaban su cuota para arrastrarlo
hacia el lado de la cordura. El tío Pierre, al principio, no les prestó mucha
atención: como si creyera o quisiera creer que se trataba de algo momentáneo,
un malestar pasajero que acabaría por disiparse, un nubarrón espeso que se
hubiera posado sobre la mesa de cada reunión. Tal vez pensaba que no había más
que esperar a que el viento soplase en otra dirección para que todo volviera a
la normalidad. Pero el tiempo pasaba y el clima, en vez de distenderse, se
volvía más y más espeso: cada aparición del tío Pierre traía consigo una
tensión tan evidente que la atmósfera de la mesa podría haberse revuelto con
una varita --claro que el tío Pierre, si es que tenía alguna, se cuidaba mucho
de sacarla--.
Cada gesto del
tío Pierre era seguido por una decena de pares de ojos, cada palabra
interrumpía hasta el rumor de cubiertos y cada movimiento de sus manos, por
leve que fuera, cortaba las respiraciones de la mesa.
El celo
desmedido era tan evidente que una tarde se arremangó la camisa para no
mancharse los puños con salsa y cuando levantó la vista notó que todos los
integrantes de la mesa, desde los grandes hasta los chicos, lo contemplábamos
fijamente con los cubiertos suspendidos a mitad de camino entre los platos y la
boca, sin atrevernos siquiera a respirar.
El tío Pierre
suspiró, llenó su copa con vino tinto, la alzó hasta el nivel de los ojos, dijo
"ahora lo ven", hizo fondo blanco y dijo "ahora no lo ven".
Después se levantó de la mesa, sin terminar de comer. Se alejó dos o tres pasos
pero volvió, la cara encendida como si una llamarada feroz la iluminara desde
adentro:
--Abracadabra
--dijo--. Me olvidé de las putas palabras mágicas.
Entonces sí, se
fue dando un portazo tan fuerte que todas las copas de la mesa empezaron a
temblar al mismo tiempo.
Y siguieron
temblando.
Siguieron
temblando mientras el vino se agitaba en su interior, como si la furia ardiente
del tío Pierre lo hubiera hecho entrar en ebullición, hasta que saltaron
burbujas y todos nos levantamos espantados de la mesa para contemplar cómo el
vino se revolvía y se transformaba, y de las copas salían disparadas un montón
de mariposas púrpuras, un centenar de mariposas, un millar de mariposas que
inundaron el comedor y las habitaciones y cada uno de los rincones de la casa
antes de perderse por las ventanas abiertas y desaparecer para siempre, igual
que el tío Pierre.
Aúlla en luz*
Así
sin importar
los años.
Ni la piel. Ni
el llanto.
Sobrevive un
sueño.
Permanece
intacto.
No tengo el
coraje de decirle
que los tiempos
se acortan.
Que siempre
será
un delirio no
nato.
Cuando intento
decirle,
aúlla en luz.
Y por eso,
porque sufre
me callo.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
***
http://inventren.blogspot.com/
SILBIDOS Y
TANQUES DE AGUA*
(De la Estación
Rolito)
¿Era Cortázar
el que en Francia extrañaba no el país sino los signos de la Latinoamérica que
nos atraviesan? ¿Era Cortázar el que extrañaba en su departamento de París el
silbido de los hombres que caminaban por las veredas de Buenos Aires, manos en
los bolsillos, pensamientos nebulosos, labios fruncidos en el soplo sonoro que
modulaba melodías truncas? ¿Era, acaso, Cortázar quien observó que en la Europa
faltan los tanques de agua sobre los tejados tan ordenadamente limpios?
La estación de
tren de ladrillos, tan como cualquier otra, tan melancólicamente semejante a tantas
otras, marcada su solidez por la evanescente silueta de los árboles, afeada la
pureza con el tanque burdamente adosado, cañerías de langosta posada torpemente
sobre la estructura perfecta.
Quién puso el
tanque de agua. Quién destruyó con el cilindro burdo y claro la maravillosa
cadencia de los ladrillos quietos, armonizados en rojo y naranja, recortados
contra los verdes y terrosos y los marrones vegetales del paisaje.
Tanque de agua
contra el silbido descuidado de la arboleda rala. Manos en los bolsillos,
peatones indolentes.
Esta
Latinoamérica que se repite en estribillos silbados sin razón y sin cálculo.
Esta indolencia de abandono, de cielo extremo, de horizonte desolado.
Esta estación
de tren sin trenes, sin guardas. Estos árboles que están desde antes y se
prefiguran eternos. Este esfuerzo sin tesón, esta forma de hacer a medias, de
adosar tanques de agua a las construcciones de líneas nobles. Esta irreverencia
por los pasados esta despreocupación por los futuros.
La estación
Rolito los silbidos los trenes muertos los despojos. La belleza caduca y
mancillada, la belleza de lo que no fue ni será, la belleza del pasado
desgastada, desprotegida. La falta de gracia. La primacía de lo necesario
aunque los árboles se indignen.
Los que
colocaron el tanque de agua habrán silbado en el viento. Descuidadamente. Sin
pensar. Sin culpa habrán silbado el albañil y el plomero.
Después se
habrán marchado y se perdieron en la sucesión de días inclementes.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Próxima estación para escribir:
J.J. ALMEYRA.
Estaciones literarias por visitar en el Ferrocarril Midland:
INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS. PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
-Próximas estaciones literarias por visitar en el ferrocarril
Provincial:
GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS
JOSE RAMÓN SOJO. ÁLVAREZ DE TOLEDO.
POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
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Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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