*Obra de Claudia
Marting.
Rosario.
Argentina.
TRENES*
José Dalonso me pregunta si yo
saco mis temas de ese rincón perdido de mi pueblo y que persiste sólo en mi
memoria.
Esos cinco techos y ese camino
solitario son míos, repetía Pavese, refiriéndose a Santo Stefano Belbo, y nadie
podrá quitármelos.
Y José arriesga algo a lo que no
puedo responder: si en ese tiempo niño yo tenía conciencia que iba a contar la
historia de todos mis amigos. La pregunta me descoloca y le digo la verdad: a
mí en aquellos tiempos sólo me importaba jugar a la pelota, tal eufemismo
suplantaba a la palabra fútbol. Todos, incluso yo, soñábamos ponernos un día la
casaca roja de nuestro club que combinaba con unos pantaloncitos blancos y unas
medias del mismo color. Equipo que luego de usado, el domingo, nuestras madres
primorosamente lavaban y planchaban para el próximo partido. En el club al
parecer no había dinero para pagar una lavandera.
Mi amigo José Donati que vestía
la albiazul de los primos “del otro lado de las vías”, me repite cuando lee mis
escritos: qué suerte que tuvimos la riqueza de ser pobres porque hoy podemos
recordar todo con una sonrisa, para todo aquello que logramos con
mucho esfuerzo, en el camino quedan los errores, las hilachas y retazos
de sueños como banderas sobre el polvo, para decirlo de una manera
faulkneriana. Pero esos ramalazos de la vida mantuvieron siempre en alto el
orgullo del origen y recuerdo las palabras que siempre dice Miguel Albanesi con
los ojos húmedos. ¿Qué tuvo, qué tiene aquel rincón perdido que no podemos
sacarlo nunca de nuestra mente?
Y está la nostalgia agridulce,
pero nunca idealizada. Tal vez porque tuvimos que irnos del pueblo para poder
valorarlo bien.
Como cualquier pueblo de llanura
tenía sus vías y su estación, y ese gran tanque que almacenaba agua para la sed
de las locomotoras a vapor que se detenían en las noches, si el tren era de
carga, y luego daba dos pitazos roncos que perforaba la noche en que
dormíamos con la pesadez de piedra que sólo guarda la poca edad y que de
adultos se perderá para siempre. Esas pitadas eran el pedido de paso para
seguir viajando, que el cambista procedía a autorizar con su lámpara que
fulguraba en la noche como una gran luciérnaga. Luego el ronco andar y el
traqueteo hasta que tomaba velocidad en la casa de Domingo Fusco pero para ese
entonces ya el sueño nos había vencido del todo como a un pájaro que se le tira
una parva encima.
Las locomotoras a vapor venían
como anunciándose con un penacho de humo y nosotros en la estación sumábamos
adrenalina a la ansiedad cuando íbamos a ver pasar los trenes. Porque nosotros,
es decir, mis amigos y yo casi nunca viajábamos. Sólo la ingenuidad de ver
otras caras fugazmente en esa ventanilla que iba directo hasta el olvido. Pero
nos gustaba ver todo el movimiento: la llegada del cartero, de los
comisionistas con sus carros o sus autos viejos, alguna chatita desvencijada o
algún sulky de algún chacarero que espera un pariente viajero que se aventuraba
desde Rosario con ese tren que cruzaba sembrados y dejaba pasar por sus
ventanillas la flor blanca de los panaderos y entraba orondo hasta el andén
aventando sombreros y papeles.
Para terminar diré que estas
antiguas locomotoras que comenzaron a rodar en el siglo XIX por “esos caminos
de hierro” como gustaba decir Sarmiento, a mediados del siglo XX, se las
reemplazó por las que iban a diesel. A las que mi madre no sin gracia llamaba los
trencitos y que hoy a través de estas palabras desfleco para ustedes el
intenso placer que siempre sentí por los trenes a vapor que se anunciaban de
lejos, como la llama opaca de un sueño.
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
COMO LA LLAMA OPACA DE UN SUEÑO…
RETIRO
VOLUNTARIO*
Juan decidió
presentarse para el retiro voluntario. No soportaba la idea de tener que
adaptarse a otro tipo de trabajo, a otras caras, a otra rutina. Hacia más de
veinte años que estaba en ese lugar, en esa tarea y con esos compañeros de
trabajo. No podía aceptar lo otro. Pensó para sí: con el dinero del retiro
pongo algún comercio en el barrio, alguno que haga falta y me quedo con la
patrona atendiéndolo. Basta de renegar con horarios y todo eso.
Cuando llegó a
su casa se lo comentó a Inés. No fue fácil. A lo largo de los días discutían
esa posibilidad y discutían las alternativas. ¿Y si nos va mal? Decía Inés.
¿Qué hacemos? Y Juan no tenía respuestas seguras, sólo creía que no le iba a
andar mal. Que los chicos ya no lo eran y ya tenían algunos ingresos por
trabajo. El menor de todos estaba terminando el secundario. Así que eso ayuda,
decía él, para afrontar una posibilidad de cambio. Ser cuentapropista no está
mal. Y dale con la misma matraca. Así fue un día, otro día y otro más. Pasó una
semana y otra y otra más. Al final Inés cedió y Juan presentó el papeleo para
adherirse al retiro voluntario. Toda su cara era sonrisa. Y se abocó a la tarea
de poner su negocio en el barrio.
Lo que Juan no
evaluó fue el hecho de que en muchas empresas del estado se ofrecía esa
posibilidad del retiro voluntario y, además, que muchos tenían pensado lo mismo
que Juan: poner un negocio como en su caso o comprarse un coche y hacer de
remisero. Así fue que en el barrio, diez cuadras a la redonda, hubo varios
Juanes intentando lo que Juan.
Al principio
todo fue viento a favor. El primer mes, salvamos lo que invertimos. Es el
primer mes. Ya nos iremos afirmando y empezaremos a tener ganancias. Lo que me
dicen conocidos comerciantes es que, normalmente, el primer o primeros
meses uno sale empatado. Y así fue. Pero, claro, había que comer, vestirse,
pagar servicios o impuestos. Y ya estamos metiendo mano a lo que te sobró del
retiro voluntario, decía Inés. Si seguimos así, agregaba, nos quedamos sin nada
y sin poder reponer mercadería en el kiosco. Esto no va. Y Juan intentaba
apagar el fuego: que no te preocupes, que ya vamos a salir, que la cosa está
brava en todos los lugares, que…; que… y que... Más, el kiosco, no daba.
No podía
entender la situación. No podía entender. Si el Ministro decía que todo va
bien. Si el Presidente agregaba que estamos fundando otra república y esto es
para bien de todos. Que no puede ser. Y no entendía. Y ya pasó un año que
estamos empatando, refunfuñaba Inés. Es más, agregaba, en el último mes,
perdimos como cinco a cero. Así no va. ¿Qué vamos ha hacer, Juan? ¿Qué vamos ha
hacer? Y a Juan no se le encendía la lamparita para nada. Preguntó, como al
descuido a un viejo compañero de trabajo, qué posibilidades había de volver.
Difícil, le dijo. La mayoría se fue a cubrir otros puestos en otras
dependencias y los que nos quedamos estamos bajo patrones privados. Y eso es
otra cosa. Además, ellos, contratan gente joven por seis meses y chau pichu.
Tal vez, tiempo después, lo vuelvan a contratar. Nosotros estamos en la cuerda
floja. Decí que firmaron un pacto con los políticos y no nos tocan… por ahora.
Y Juan no
preguntó más.
Dormir era una
tortura. Además, aguantar los reproches de ella, todas las noches, como una
letanía. Se había ido levantando un muro entre ambos. Muy sutil pero muy firme.
Los hijos lo percibieron y notaron, además, ese trato forzado de no querer
hablar, de no querer expresar nada. Se fueron alejando y tratando de hacer sus
proyectos. Empezaron a darse cuenta que no podían contar con sus padres y que ellos
mucho no podían hacer más que acompañarlos.
El mayor un día
avisó que se iba a vivir más cerca de su trabajo para ahorrar el pasaje del
cole. Su hermana le siguió tiempo después; se fue a vivir con su novio con el
que trabajaba en el mismo lugar. El más chico, ya terminado su secundario,
ronroneaba aún por la casa pero buscando dónde ir a parar. Inés envejeció: en
su pelo tenía canas al por mayor. Juan, depresivo, había adelgazado más de diez
kilos y se enfermaba por cualquier cosa. Ya no había ingresos firmes en la
casa. Ya no había voces de saludo ni de pequeñas rencillas familiares que se
arreglaban con un abrazo.
Primero le
cortaron la luz. Después dejo de pagar el cablevideo. Ese mes se juntó lo del
teléfono impago y la nota de la empresa de gas reclamando. Ni que hablar de los
comerciantes del barrio. Fueron tres meses duros, sin respiro. Al final, el
benjamín de la familia se fue a otra provincia donde tenía una oportunidad
laboral. Quedaron solos, con las visitas esporádicas de sus otros dos hijos que
siempre traían algo; en otras palabras, traían ocupadas sus manos por eso
pateaban la puerta para que se la abrieran. Así pudieron comer algo.
Inés, de puro
corajuda, se ofreció como empleada doméstica. Y no le fue mal. Pero no
alcanzaba. Seguía recriminando a Juan por su decisión. Y Juan se hundía cada
vez más y más.
Inés volvió a
casa ese día un poco más tarde de lo esperado. Se quedó haciendo un par de
horas extras en la casa donde trabajaba. Al volver Juan no estaba. Sólo una
nota: Me voy. No me busques. Ya no soy el que era.
Hijos y esposa
lo buscaron pero no apareció. Hicieron la correspondiente denuncia. Pegaron
fotos en árboles y edificios públicos de la ciudad, hablaron por radio y TV,
los entrevistaron en el diario local pero no hubo ninguna resonancia sobre su
paradero. Con el tiempo, su ausencia se fue haciendo un callo de resignación en
todos.
Pasaron muchos
años. Estoy caminando por esta populosa ciudad. Hombres y mujeres que caminan,
hablan por celulares, venden, compran, se ríen, beben, se besan, llevan a sus
bebés, manejan vehículos. Todo un mundo en ebullición. Voy caminando para
conocer un poco. De pronto, en ese portal de un viejo garaje, un hombre parado
con un ato de ropa en sus manos. Barbudo, sucio, mal vestido, con una sonrisa
triste en su rostro. Lo reconocí porque grabo los rostros en mi memoria. Era
Juan. Lo llamé por su nombre y me miró. Me miró largamente. ¿Cuándo te dije mi
nombre? No te conozco. Necesito dormir. Y se echó en el piso con su ato de
ropas.
Fue la última
vez que vi a mi cumpa de trabajo.
*De Oscar Ángel Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
*
No hay una hora
cierta.
No hay un
espacio azul
donde un adiós
no hiera.
En este caos
sereno
donde nace el
olvido,
y se abren las
calles
que no
caminaremos;
no dejes de
abrazarme;
no me sueltes,
que hay tiempo
para abrazar la
nada
que algún día
seremos.
*De MARIANA
FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com
*
Son
lo que no se
puede mirar
LAS QUE ENTORNAN
EL DESEO
[Pasto
pequeño, con su placenta de
hojas de bosque
[dejan marcas
como un terciopelo
cortado
en hebras,
se vuelcan, se
enredan
[se abren.
Pasean
por animales ásperos y dulces.
Un revuelo de
pestañas para el mercado de
flores, otro
para la mesa servida por Babette.
Caminan por el
organismo vivo
de las palabras
nos
salvan
de la mirada
desnuda.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
Voces*
-Recordando a Osvaldo
Soriano
(Mar del Plata,
6 de enero de 1943 – Buenos Aires, 29 de enero de 1997)
Si algo no me
gustaba de mi padre era esa voz de trueno que tenía cuando se enojaba. Golpeaba
la mesa y gritaba: "¡No me voy a morir en esta miseria!" o
"¡Todas las lonjas salen del mismo cuero!". Lanzaba esa y otras
imprecaciones que le venían de un abuelo que yo no alcancé a conocer. Casi
siempre agregaba un sonoro carajo y asentía con la cabeza. También solía decir
que "Lo que natura non da Salamanca non presta", y a veces se exaltaba
con una tira de Rico Tipo o un poema de Quevedo.
En ese tiempo
ni siquiera conocíamos la televisión en aquellos parajes, y si alguien
levantaba la voz los hombres del general lo hacían callar enseguida.
Entonces mi
padre gritaba de pura impotencia y por eso siempre me dio pena la gente que
alza el tono para imponerse. Si no lo toreaban hablaba tan bajito que casi no
se le oía.
Recuerdo el día
en que vinieron a interrogarlo. Se encerró en el escritorio con dos inspectores
llegados de Buenos Aires y aunque yo me quedé al otro lado de la puerta apenas
pude escuchar sus respuestas.
Trataba de no
humillarse. Eran los tiempos de la caza de brujas y la ejecución de los
Rosenberg en los Estados Unidos. Acá todo sucedía en un estilo más criollo.
Perón perseguía a los rojos pero no había silla eléctrica ni tribunales como el
del senador Joseh McCarthy. Socialistas y comunistas se quedaban sin trabajo y
si insistían en pelear por un sindicato tarde o temprano los guardaban a la
sombra.
A mediados de
1951 llegó a San Luis un porteñito de apellido Perco. Era tan pedante y
pizpireto que pasaba por ser socialista de Palacios. A lo mejor no más que
imitarlo: lucía bigote afrancesado, se perfumaba como una señorita y a veces,
los domingos, se lo veía pasear sin corbata por la vuelta del perro. Se decía
que tenía un éxito bárbaro con las mujeres. Algo de eso había: una tarde me
llevó en la camioneta de Obras Sanitarias y no sé con qué excusa estuvo media
hora dando vueltas alrededor de la misma manzana.
Por fin, a la
hora de la siesta, apareció en el umbral la rubia esposa del peluquero Mazza,
que daba solfeo en el Conservatorio de señoritas. Salió con las carpetas de
música y miró sobre el hombro, como si esperara a alguien.
Perco estacionó
junto a la plaza, bajo la copa de un árbol y me dijo que lo esperara un rato,
que tenía que llevarle algo a un amigo. Abrió un portafolios de cuero, revolvió
entre los papeles y se fue con paso apurado a buscar a su rubia. Hacía tanto
calor que bajé de la camioneta y fui a sentarme en un banco a releer el Rayo
Rojo que llevaba en el bolsillo.
Aquellos
sobresaltos me marcaron la vida; los cuadritos del Fantasma Vengador y Perco
con la rubia prohibida. ¿Qué le pasaría en el próximo capítulo a mi héroe de
historieta? ¿Y si ahora, con este sol, se aparecía el peluquero Mazza empuñando
un revólver?
Pensaba en eso
cuando llegaron dos tipos con caras de policías. Eran los mismos que después
iban a caer por casa a interrogar a mi padre. Los vi acercarse a la camioneta,
abrir una puerta y revolver los papeles del portafolios. Nada más recuerdo de
aquella tarde como no sea el carmín de ella en el bigote del porteño. Le avisé
de la mancha y de los tipos y me dijo que lo olvidara, que eran viejas cuentas
que arrastraba de Buenos Aires.
Esa breve
explicación de rencores y lejanías me iluminó aquellas largas vacaciones de
verano. Mi padre no simpatizaba con el forastero. Era joven y tenía muchas
cosas que él había perdido en el camino. Para peor ostentaba un título de
contador nacional y siempre llevaba bajo el brazo un libro que mi padre no
había leído.
Ahora me parece
que sería de Maupassant o de Conrad, porque cada vez que venía a almorzar
contaba maravillosas historias que fascinaban a mi madre y trastornaban la
siesta de mi padre. Un día nos habló de unos escritores socialistas que ya no
recuerdo y del portafolios sacó un ejemplar de Sur. Ya entonces el
peronismo recelaba de los libros. Victoria Ocampo había pasado unas noches en
la comisaría por alborotar la vía pública pero peor le había ido al comunista
Alfredo Varela, el autor de El río oscuro, que estaba de veras entre
rejas. Todo aquello parecía trágico y definitivo porque todavía era
inimaginable que los libros se quemaran en público y la gente desapareciera
para siempre.
Igual, no era
tema para sacar en 1951 el de los escritores socialistas. Creo que mi padre se
asustó porque ese gesto del porteño buscaba más complicidad que comprensión.
Fue hasta la biblioteca y se puso a hojear un viejo Sinclair Lewis, que era uno
de los pocos autores de ficción que tenía. Perco lo miró con una ironía algo
insolente y cambió de conversación. Ahora me doy cuenta de que mi padre vivía
con temor, que debe ser la peor manera de vivir. Dependía de un sueldo de
empleado público para mantenernos a mi madre y a mí. Había gastado el
entusiasmo de la juventud en los opacos años del general Justo y lo recuperó
recién al final, cuando ya no le quedaba nada por perder. Así que ese día dejó
que el porteño se fuera con la impresión de que él no estaba dispuesto a
jugarse el puesto de sobrestante por una charla sobre literatura socialista.
Como lo vi
preocupado le conté el encuentro de Perco con la profesora de música pero no
quise decirle que le seguían los pasos. Lo de la rubia lo enfureció: era
demasiado tímido para que esas cosas pudieran pasarle a él y entonces la
envidia se le subía a la cabeza. Muchas veces lo sorprendí mirando embobado a
una chica, hablando en voz baja consigo mismo.
Lo que pasó la
noche en que vinieron a interrogarlo lo recuerdo de manera oscura y
fragmentaria. Fue después de la cena, poco antes de que empezaran las clases.
Así como odiaba a nazis y fascistas, durante muchos años mi padre iba a
desconfiar de todo lo que sonara a socialista y no fuera el Che Guevara. Hasta
el final siguió creyendo en Sinclair Lewis, en la libre empresa y en el
Parlamento que había idealizado por Lisandro de la Torre.
Nunca mencionó
aquel interrogatorio peronista aunque podría haberlo cotizado muy alto en
tiempos de la Libertadora.
En verdad no
estuvo tan sólido y coherente como Dashiell Hammett ante McCarthy, pero no
tenía alma de buchón. Enseguida que se encerraron pegué la oreja a la puerta y
escuché que los tipos se decían sumariantes de Obras Sanitarias. Preguntaron si
Perco era tan apegado a los dineros de la repartición como a las mujeres de
otros.
"Consulten
al gerente", contestó mi padre con tono glacial. Y así estuvo todo el
tiempo. "Consulten al gerente", repetía, hasta que uno de ellos
insinuó: "¿No será comunista el pibe ese?". Hubo un silencio en el
que mi padre debía estar abriendo el tercer paquete de cigarrillos. Y de golpe
inventó esto: "Nunca fueron mujeriegos los comunistas". Otro silencio
y después una risa del interrogador: "¡Mierda que no! ¡Y drogadictos
también!".
Eso aflojó la
tensión y las voces se distanciaron un poco. Hablaron vaguedades; Fanny
Navarro, los Cinco Grandes y el Segundo Plan Quinquenal.
Las pocas cosas
que hacían la vida de los años peronistas. De pronto, el que menos había hablado
endureció el tono: "Y usted, che, ¿se daría cuenta si un socialista viene
a envenenarle el agua a la gente?". Mi padre no era rápido para la ironía.
Se había formado con Sandrini, Ángel Vargas y el Patoruzú.
Como el Peludo
Yrigoyen, pensaba que era feo salir en los diarios. Escuché el ruido de una
silla que se movía y el puñetazo contra la mesa, igual que cuando se enojaba
con nosotros: "¡No le permito, pedazo de insolente! ¡Acá al último
comunista lo tiramos a la pileta y todavía está nadando por ahí!
¡Afuera,
vamos!".
Salieron en
silencio, cerca de medianoche. No teníamos teléfono para llamar un taxi y se
fueron a pie por el medio de la calle. Yo estaba en mi cuarto, con la luz
apagada, tratando de buscarle un sentido a lo que había escuchado. Mi padre se
quedó un rato en el escritorio sin música ni visitas.
Después,
mientras trataba de dormirme, oí que se encerraba en el baño, abría las
canillas y tosía hasta ahogarse.
Esa semana
estuvo insoportable y para evitarlo mi madre y yo nos metíamos en el cine de la
otra cuadra.
Unos meses
después, a fines del otoño, el peluquero Mazza se apareció con una escopeta y
sorprendió a su mujer en los brazos de Perco. No se habló de otra cosa aquel
último año que pasamos en San Luis.
*De
"Cuentos de los años felices"
Primero
buscaron...*
*De Héctor
Cepol. hectorcepol@gmail.com
(descontando
que Brecht no se enojaría)
primero
buscaron las tierras árabes
para pagar sus
occidentales crímenes
incluído no
gastar ni una bomba
sobre los
rieles que llevaban a Auschwitz
y no dije nada
porque yo no era árabe
luego vinieron
por su civilización
que ya tejía su
propia historia
despertando con
dinero y odio fundamentalismos
que no tenían y
no dije nada
no era gente
democrática
luego vinieron
por los palestinos y sus hijos
y no dije nada
porque desde luego
no soy
antisemita
luego vinieron
por esas rurales fiestas de bodas en Pakistán
que destripaban
con sus drones y no dije nada
porque soy
occidental y creo en los colaterales daños
luego vinieron
por las torres y los dibujantes
y ahora no sé
qué pensar
no sé si queda
tiempo
para que los
poderosos no vuelvan a depurar sus balances
con otra guerra
y con mi sangre
http://inventren.blogspot.com/
Estación
Hortensia*
(De la estación
Hortensia – Ferrocarril Midland)
“Hermoso día
para pasear”, piensa, mientras el sol les arde sobre la piel, gradual pero
implacable, en esta calurosa mañana de enero. Su hermosa y vivaz hijita de casi
tres años lo toma de la mano y no deja de relatarle lo que ve, excitada y con
ojos asombrados.
-¡Papi, unos
pajaritos! ¡Uuuuuhhh! -, y agrega con decisión: –Yo voy a volar como los
pajaritos.
-¿Y si en lugar
de volar por el aire, volamos en un tren? -, propone él, midiendo la distancia
que les resta: detrás de la arboleda de araucarias se encuentra la estación.
-¡Un tren, sí!
Me encanta viajar en tren-, y se cuelga de su brazo, apurando la marcha.
Una suave brisa
mitiga el progresivo calor de la mañana. Mire donde mire, estallan los colores
bajo el poderoso sol del verano. Y al acercarse a los límites de la estación,
contempla casi como al descuido, a un costado del camino de grava, un enorme
macizo de hortensias que lo proyecta abruptamente hacia el pasado…
…¿Cuánto tiempo
hace que no piensa en aquellas hortensias del jardín de su casa, en Mar del
Plata? En aquel sendero de ladrillos húmedos que llevaban hasta el quincho,
donde chirriaban las brasas de la parrilla, su padre acomodaba el fuego, y el
asado con los chorizos se iba cocinando lento y parejo debajo de un cartón
extendido. En la sombra mohosa de aquel pino centenario, cuya frescura regaba
hacia las tres casas vecinas. En las ligustrinas que se desbordaban, aferradas
con firmeza al alambre tejido. En la ropa limpia que su abuela había colgado de
la soga que cruzaba el parque. En las rejas nuevas que su padre había hecho
instalar pocos años antes, a raíz de los robos cometidos en el barrio, incluso
en aquel mismo jardín, del que unos malditos rateros se habían llevado durante
la noche un secarropas, algunas herramientas, varias reposeras plásticas, y la
mesa de tablones de madera que conservaban desde hacía décadas.
¿Cuánto
tiempo…? Los recuerdos le resultan extraños, como si perteneciesen a otra vida,
o quizás a otra persona. ¿Acaso fuera así? ¿Cuántas cosas le han ocurrido
durante aquellos años, desde la última vez que pisara aquel entrañable parque
cubierto de hortensias? ¿Cuántas vivencias, compartidas o en soledad? Aunque a
él le costara recordar momentos de soledad; siempre había preferido evocar
momentos compartidos con sus afectos, tener más presente una risa que un
silencio. Recuerdos de sus tres hermanos menores, recorriendo las parquizadas
cuadras del Barrio Constitución hasta la playa, mientras cargan con el mate, a
veces la sombrilla, y comentan películas vistas, o libros e historietas leídos.
De su abuela, quien hoy ya no está, preparando las mismas tortas fritas con
grasa vacuna que solían amasar y cocinar a la par en aquel campo de Entre Ríos,
escuchándola decir que “al menos, con eso los chicos tenían un alimento para la
tarde”. De su padre, acompañándolo a hacer compras a bordo de una vetusta
camioneta Datsun, que continúa funcionando de manera inexplicable, escuchándole
narrar las mismas anécdotas de siempre, referidas a su pasado familiar o
laboral –vinculado de por vida con el ferrocarril-, ayudándolo a terminar las
frases y recibiendo como habitual corolario la pregunta: “¿Cómo: ya te lo
conté?”.
“¿Dónde se ha
ido todo eso?”, se pregunta, hipnotizado por las frondosas hortensias, oyendo
muy a lo lejos el incesante parloteo de su hijita, aferrada de su mano mientras
ingresan a la estación, recorren el pasillo de la boletería cerrada, se acercan
al andén. “¿En qué me convertí?”
Imágenes sin
conexión aparente se le presentan delante de sus ojos; escenas editadas de
diferentes películas conforman en un caos particular su propia película, la de
su vida, tan errática y variada como la de cualquiera, con una enorme cantidad
de detalles que la terminan haciendo única. Recuerdos de sus afectos primarios,
claro está, pero también de sus amigos, sus ex parejas, sus compañeros y compañeras
de trabajo… Todos aquellos que alguna vez, en determinado momento, han sido
significativos en su vida y le han dejado una marca, que por pequeña que sea,
hace una enorme diferencia: la de que hoy, él sea de esta manera y no de otra…
-Ahí viene el tren
-, se escucha decir, al arrodillarse junto a su hijita y señalar con el brazo
extendido hacia el horizonte, donde la inconfundible silueta del frente de una
locomotora diesel se recorta contra la profundidad de la vía, haciendo sonar su
estridente silbato en la distancia.
El se ha
convertido en esto: hoy es padre de familia. Además de ser amigo inclaudicable
de sus amigos, de atesorar el cariño hacia sus hermanos -aunque se vean poco, y
dos de ellos también hayan sido padres-, de agradecerle a sus padres todo lo
que han hecho por él –con sus aciertos y sus errores-, de ejercer con su título
profesional y poder vivir de eso –algo que hasta hace unos años no le parecía
muy tangible-, además de todo eso tiene una familia que adora, una hija que lo
enternece como nadie pero que también lo saca de quicio, una mujer a la que
considera un par y en quien confía plenamente.
El, de alguna
forma, ha dejado de ser hijo y se ha convertido en hombre. Y la evocación de
las hortensias se lo recuerda de manera inexorable.
-Vamos a
volar…¡en tren! -, grita ella, agitando los brazos, dando emocionados saltitos
a su lado.
-Si, hijita -,
murmura él, mirando hacia el futuro. –Vamos a volar…
*De Alberto
Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar
Marzo de 2011
Próxima estación para escribir:
J.J. ALMEYRA.
Estaciones literarias por visitar en el Ferrocarril Midland:
INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS. PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
-Próximas estaciones literarias por visitar en el ferrocarril
Provincial:
GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS
JOSE RAMÓN SOJO. ÁLVAREZ DE TOLEDO.
POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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