*Dibujo de Erika Kuhn.
*
Quién pudiera
regresar
al árbol
que trepó
en su infancia.
Ceder
el músculo
al mero
instinto
de tocar el
cielo.
Y con los ojos
niños
animarse
otra vez
a mirar el
horizonte.
*De MARIANA
FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com
MITOS*
Los amigos me
escriben de distintos puntos del país, y casi todos me relatan que han tenido
una infancia parecida a la mía.
Si lo dicen mis
amigos debe ser verdad, es decir han sido dueños de amaneceres tan altos que
hasta los sueños entraban enteros.
Casi siempre el
recuerdo de la infancia se nos aparece sin su vaina de tristeza ese resquemor
por el mundo adulto, del que deberemos sentirnos recelosos siempre. Pero la
infancia nunca debe ser idealizada, sólo puesta en ese lugar donde uno guarda
incontaminado como bajo una brasa que cuida la ceniza del trote de su perro que
lo acompañaba en los días de cacerías y pesca, ¿quién puede robarnos ese perro
que cubre toda nuestra infancia? Que permanece invicta, en el marasmo de la
inocencia que a veces se quiere disfrazar de picardía, pero no llega nunca a
tanto.
Tengo un amigo que
siempre dice que tuvimos suerte de ser pobres, porque nos dotó de una felicidad
que sólo otorga la carencia, la que hace esplendor de casi nada, y transforma
en sueño cualquier realidad que cerca o cercena. Este amigo suele decir que los
sentidos estaban jugados a pleno y el olfato percibía hondamente hasta el
olor más mínimo y el oído captaba y sabía las diferencias de todos los cantos
de los pájaros del campo y uno con los ojos percibía el cambio de los celajes
por el cielo, por esos rincones donde acomodaban las nubes sus corpachones
inmensos, que iban formando figuras deformes y a veces esplendentes.
Y nosotros no
éramos tal vez una presencia mayor que esa semilla de cardo voladora que se
llama vilano y nosotros no sabíamos por qué bautizamos “panaderos”, ni
el cantito belicoso de la calandria, o la pachorra de la iguana que
cruzaba lentamente el polvo hirviente de las calles solitarias de mi pueblo En
ese plano de “poca cosa” –al decir de la honrosa pluma de Haroldo Conti- o una
nadita como repite, algo que ni hace sombra en el cielo, puedo agregar, porque
todo ese trasegar árboles, cañadas, rastrojos amarillos y campos de girasol con
sus tortas de semillas, eran nuestro íntimo reino. El reino de
donde la precariedad creábamos juegos, trampas para pájaros,
mediomundos para pescar mojarritas, boleadoras de alambre que se orientaban
hasta la bandada de pechitos colorados, que caían sobre la orondez del trigo, o
las mariposas amarillas sobre la flor blanca del alfalfar, tan fresco y oloroso
que nos recibía con su canto de útero sincero
Si mis amigos
suelen decirme que cómo son tan profusos mis recuerdo y si es inagotable, yo
puedo decir con Pavese que aquello que el mito hace suyo en la infancia no se
borra nunca con nada.
No se puede
borrar porque ya entró en el caudal sanguíneo para siempre, y es como si el
mito defendiere nuestro corazón de todos los vientos malos de la tierra.
*De Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
.
NO SÉ *
"no sé si
alguna vez les ha pasado a ustedes"
Mario Benedetti
No sé si alguna
vez les ha pasado a ustedes
que esa
tristeza aciaga que silencian los ecos
se abriga en la
quietud envolvente de un cielo
se esconde en
el extraño horizonte del tiempo
y estrella
laberintos en el aire de pájaros.
No sé si alguna
vez les ha pasado a ustedes
ver cómo la
indecencia se anima a la nobleza
y la victoria
mengua encorvada en el agua
en el grito del
árbol o en los brazos del sueño
del sueño
adormecido en las manos del canto...
Pero a mí me ha
pasado
que derroté el
cansancio en los ojos del viento
que bordé la
coherencia con ánimo de nube
que parí la
ternura
que lamí la
semilla
y el verbo fue
un brevísimo racimo de lluvia.
Pero nos ha
pasado
que inventamos
la risa con dos notas y el alba
que tejimos
palabras en idioma costero
que las luces
de agosto abrazaron los bordes
que el éxtasis
del aire deliró de nostalgias
y soleamos las
manos
y el amor se
hizo ángel
y el secreto
paciencia
y las voces
virtud
y la piel
arboleda
y el abrazo
desvelo.
Pero a mí me ha
pasado
que nombrando
su nombre con los labios dormidos,
que temblando
la noche suturada de acordes
con la
melancolía del sur en la estrella,
el poeta hizo
coplas
hizo copla en
la siesta
hizo copla y
camino
hizo copla en
silencio...
*De Ana Lía
Gattás. al_gz@yahoo.com.ar
Manos*
tengo que
acordarme de guardar el playmobil y el ojo de pez
en la cartera.
que no me doy
cuenta si quedé sola en casa, o convivo
con restos
además del
incienso y todo lo que se atora acá.
se atora acá,
viste?
una especie de
gato anudado a la garganta
como una
bufanda de miedos,
resabios de
cicatrices y momentos de
felicidad
la felicidad se
figura
como algo casi
cercano al no-pensamiento.
los agujeritos
de una red-caza-moscas y
ardillas
al alcance de
las manos
dice la abuela
que un barco a la deriva
es mejor
que echar
anclas al costado del mundo, y
que la comida
judía
es buena para
desaprender:
cortamos
cebolla,
se disuelve la
harina de matze en agua con gas
y sal.
después de
cenar
nos cubrimos
los ojos
en un rezo
imaginario
rogamos:
que quede lo
que quede y
las sobras
serán fruto en
el vientre del pasado.
*De Lila
Biscia. lilabiscia@gmail.com
SED *
Los senos de la
mujer son la única persistencia del hombre; los coge al nacer y no los suelta
hasta morir de viejo.
ENRIQUE JARDIEL
PONCELA
Ese hombre, día
a día, se deshace en nostalgia
Se desmadra en
soledad de lluvia.
Añora. Evoca.
La sed es una clepsidra seca.
Y los pechos,
ah, los pechos.
Trepan en
enredaderas por las piernas.
Recorren las
caderas.
Se posan en
esquivos pezones...
Duelen hasta el
sombrero.
Y mira nubes y
ve pechos.
Y las manchas
de humedad son pechos.
Y los duraznos
y los panes…
No alimentan,
no nutren, no lactan.
Y muerde las
manzanas y muerde pechos.
Y sorbe, y bebe
de los pechos naranjas.
Subido a la
cornisa del deseo.
Multiplica
peces y pechos que no alcanza.
Pecho. Mamá.
Mamá. Mama. Co-seno.
El deseo
angular intercepta la circunferencia.
Y dibuja,
delinea, traza, febrilmente, pechos.
Y piensa en las
palomas desoladas.
Y le agarra una
urgencia, un apremio, un dolor.
Una orfandad
callada de frutos y culebras.
Y necesita
pechos. Esquiva distancia que no vuelve.
Puñal. Navaja
hundida en el desasosiego.
Y vuelve y
destrenza las manos, y descalza los pies.
Vuelve a ser
púber. Niño. Infante.
Ah, chupar con
los labios y la lengua y las letras.
Cúbreme.
Arrópame. Nútreme.
Y de nuevo, una
vez más, el oficio de la espera.
De la espera,
el oficio.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
ASILO*
La veía en su
sillón todas las tardes y sabía interiormente que la conocía pero no recordaba
quien era ni donde podía haberla visto. Aquella sonrisa, que invariablemente le
regalaba ella, le daba la seguridad de que fue algo importante en su vida, pero
hacía tiempo que había olvidado las cosas y era incapaz de recordar también
ésta.
Un día se armó
de valor, cruzó el salón y acercándose a ella le dijo: perdone señora ¿puede
usted decirme si usted y yo en algún momento hemos estado casados?
Ella le miró
dulcemente y sonriéndole le respondió con un deje de tristeza. No lo sé. Hace
tiempo que perdí mis recuerdos pero cuando le veo estoy segura de que le
conozco de algo.
Se miraron en
silencio a los ojos y él, con un suspiro, regresó cabizbajo al otro lado del
amplio salón mientras por la mejilla de ella caía lentamente una lágrima.
*De Joan
Mateu. joan@cimat.es
Fuera de
temporada*
El viento y el
mar nos rodean como un anillo de espuma vagabunda.
La noche disimula su oscuro fulgor con luces perdidas. Las sillas
de playa atenúan la dureza
de la piedra de la torre. La mesa está
servida. El tiempo pasa y como los bárbaros no han llegado aún, las horas
son otras.
El salmón es
una fiesta revuelta entre verduras, brilla.
La idea del fin
aumenta el placer del café frente al mar.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
*
pero para
entonces estaremos grises.
para cuando
disgreguen esa noche habremos comprendido
quizá un poco
más tarde que el habitual de la gente
que
sencillamente no se puede
andar dejando
jirones de sombra
enganchados en
los
alambres de púa
que la memoria
con paciencia
encabalga
sobre el pico
vertedor de los pájaros.
pero para ese
entonces
ni a vos ni a
mí
nos resultará
ya incómoda
la hoja de
laurel
que moja
la aurora con
su baba,
y dado que solo
habremos gastado
una sola de las
vidas
que tenemos
se podrá
encender el fuego
con lo que
quede de la
ceniza.
aunque
pensándolo
un poco menos
todo esto que
huele
a ralladura de
limón
o a piano
nos dejará en
las manos
un octavo
crepúsculo enfurecido,
cuando se acabe
el peligro,
para ese
entonces
estaremos más
hermosos,
no es que
hayamos mentido,
hemos exagerado
un poco,
esa hipérbole
que fuimos.
no,
no estaremos
grises,
de ningún modo.
yo tendré más
colores que cicatrices.
vos llevarás un
pájaro azul en los ojos/
*De León
Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
Autoestima*
El desamor es
reversible pensaba la señorita Ángela mientras se desplazaba desde un lado a
otro de la biblioteca pública acomodando libros.
Tantos años
llevaba en el mismo trabajo que si no lo pensaba dos veces, no se recordaba en
otro ámbito que esas cuatro paredes y tampoco en ninguna actividad que no fuera
ordenar anaqueles, completar fichas, pasar el plumero a los lomos y llamar la
atención a los niños que hablaban demasiado o molestaban a los lectores con sus
movimientos .
Los días
encerrada la habían vuelto pálida, las meriendas repetidas con sobre peso y el
ámbito de trabajo silenciosa.
En los momentos
en que su obligación no requería atención, Ángela, era adicta a leer historias
de amor tal vez para recompensar la soledad que, sin que ella la asumiera, la
agobiaba con más intensidad al paso del tiempo.
Ángela nunca
mantenía conversaciones que no fueran más allá de las convencionales con los
asiduos a la biblioteca o un cambio insípido de palabras con el personal de
portería del edificio por eso, sin darse cuenta, hablaba consigo misma a veces
con voz tan alta que la gente levantaba la vista de los libros que consultaba y
mirándola fijamente, le obligaba a silenciarse aunque no pudiese disimular el
rojo que le subía a las mejillas.
A pesar de su
edad Ángela aún tenía la esperanza de la llegada de su príncipe azul, ese
caballero que vendría a rescatarla de su vida solitaria, monótona y poco
gratificante.
Ya lo decían
sus maestras- Tienes la cabeza llena de pajaritos Ángela, si no cambias nadie
se va a fijar en ti.
De niña sólo
pergeñaba fantasías en sus escritos de colegio. Historias pobladas de ángeles y
flores, de príncipes y caballos, de bicicletas aladas, de personajes de ojos
tristes. En sus narraciones para el Día de la bandera nunca faltaba un niño de
panza grande y un monopatín embanderado volando sobre los techos de lata, una
niña con mocos en la nariz al borde de un arroyo contaminado. Por eso nunca sus
redacciones pudieron ser leídas al frente de la clase.
Terminar el
colegio y entrar de bibliotecaria fueron una sola cosa. –Un golpe de suerte-
sostendría su madre- para esta niña que no piensa en nada más que en volar con
la mente. Si hasta parece que le están creciendo alas en la cabeza de los
pajaritos que la pueblan.
Evidentemente
la vida de Ángela estaba signada por “las solas cosas”
Tomar un libro
de un estante y verle entrar saludando cortésmente, fueron de nuevo, una sola
cosa.
Se sintió
intrigada por esa presencia empapada por la lluvia que colgó su sombrero goteando
en el perchero de la entrada.
-Un golpe de
suerte- sonrió el hombre- encontrar la biblioteca para guarecerme del diluvio-
Adelante-
balbuceó Ángela. ¿En qué puedo servirle caballero?-
En nada señora-
respondió el hombre- sólo que me permita acercarme a la estufa unos momentos y
esperar a que calme la lluvia.
Ángela apenas
se atrevía a levantar la vista, no había aprendido a desenvolverse fuera de los
ensayados ¿Qué autor prefiere? ¿Conoce el nombre del libro que necesita? ¿Puedo
orientarlo en su búsqueda?
Ángela dio una
pequeña vuelta alrededor del escritorio y volvió a ubicarse en su lugar
mientras observaba al hombre que secaba sus manos frente al fuego.
No sabiendo qué
decir y al verle tan mojado, la bibliotecaria le ofreció un café que el hombre
aceptó gustosamente.
Le observaba
mezclar el azúcar con la cucharilla en forma silenciosa mientras una sonrisa
cálida le agradecía su amabilidad-
No soy de esta
ciudad- aclaró el viajero- he venido por unos días a resolver trámites
personales- de manera que le agradezco su hospitalidad.
Sin levantar
demasiado la vista Ángela apreció el buen porte del hombre, sus manos cuidadas,
el cabello pegado a la frente, la manera de revolver el café y de beberlo.
-Es usted muy
amable, me gustaría si no le parece atrevimiento que, cuando termine su horario
de trabajo, si no llueve, me permita devolver la cortesía de su café.
Ángela
simplemente se sintió morir y antes de haber aceptado ya se había arrepentido
de la osadía-
Salieron
juntos. Caminaba aferrada a su bolso como si fuera la mano de su madre, como si
temiera que alguien se lo arrebatara en un descuido-
Se dirigieron
al lado viejo de la ciudad, esas callejuelas que la mujer recorrí a diario
regocijándose en el misterio y la magia que guardan las construcciones casi enfrentadas,
apenas separadas por angostos adoquines húmedos y gastados. Las ventanas
cubiertas de geranios y el perfume de los naranjos después de la lluvia.
Caminar por
esas calles y que se produzca el hechizo fueron una sola cosa.
-Esta muralla
que se extiende , explicó Ángela, pegada a la calle que transitamos, lleva en
su interior dos tubos que conducían el agua desde los Caños de Carmona hasta
los jardines de los Reales Alcázares y de allí tomó el nombre de Calle del
Agua-
¿Qué son los
caños de Carmona? Preguntó el recién llegado.
Parecía que
Ángela había despertado- Su vocabulario primero limitado y balbuceante, tímido
y opaco, se explayó en un manantial de argumentos sólidos, con referencias
concisas y datos de inestimable interés.
-Los caños de
Carmona fueron el principal suministro de agua potable a la ciudad. Originados
en un acueducto romano se reconstruyeron durante la invasión islámica.
Funcionaron
hasta 1912- Constaba de aproximadamente cuatrocientos arcos sobre pilares, era
para su época una estructura de maravilla –
¿Qué material
utilizaron en su construcción? Volvió a preguntar el interesado visitante.
-Se empleó para
su construcción como material predominante el ladrillo, único material
confeccionado en el lugar.
Siguieron
caminando por las callejuelas que se enroscaban unas con otras, entre
callejones sin salida y plazas florecidas de jazmines y rosas.
Bebieron el
prometido café, en una barcito apenas visible en el recodo del río. Por todo lo
que había hablado ella durante el recorrido, habló él mientras observaba el
agua correr. Le habló de su felicidad, de sus hijos, de la vida sacrificada
pero satisfactoria que le tocaba vivir. Le agradeció lo entretenida que había
transcurrido la jornada escuchando sus palabras y luego de la despedida, el
hombre regresó a sus trámites y la bibliotecaria, como todas las tardes a la
misma hora, regresó a sus anaqueles.
Ya no lo
volvería a ver pero hablar con ese hombre y que la vida cambiara para Ángela
fueron una sola cosa.
Los pajaritos
de su cabeza volaban por la biblioteca, su voz transformada sonaba como el agua
que corría por los acueductos de la ciudad. El desamor es reversible pensaba y
sus pensamientos solo recordaban dos palabras que se dijeron en la despedida:
-Es usted muy
amable y linda-
-Vale-
*De Ana
María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell
Para
encontrarte*
Es para
encontrarte
que busco
siempre en los latidos
más secretos de
mi sangre,
cuando el río
rojo altera el ritmo
y su curso
olvida
el muro de
contención a su cauce,
en una
desbordada intimidad
que sobrepasa
el obligado
silencio de palabras.
Ellas no son
necesarias.
Alcanza la
mirada
que hacia
adentro mira.
Es para
encontrarte
en este país de
soledades
que escribo el
poema
en la hora de
los búhos
y las hadas...
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
http://inventren.blogspot.com/
La María
Lucila*
(De la Estación
María Lucila – ferrocarril Midland)
Era una morocha
de rulos, de profundos ojos negros, que siempre lucia un elegante pero antiguo
vestido de seda color lila, desbordante de volados, perteneciente a alguna de
sus abuelas, y se peinaba con flores frescas sobre sus sienes. En el pueblo
todos sonreían al verla pasar, ya que su alegría contagiaba a cualquier vecino
con quien se cruzara, siempre rumbo a la estación de trenes. Todos allí la
conocían como "La María Lucila".
-Ahí va La
Lucila / oliendo a nafta-lila –canturreaban por lo bajo los chicos de la
cuadra, ocultando sonrisitas socarronas al verla pasar por la vereda de enfrente,
sin que ella se inmutara, siempre sonriente, ajena a los cuchicheos.
Nadie sabía muy
bien cuál era el motivo de su felicidad permanente, como tampoco existía alma
alguna que la hubiese visto triste o enojada, ni conociera acaso sus verdaderos
sentimientos. Sólo sabían que era una de las tantas hijas de Don Nemesio
Nicolaides, aquel esquivo patrón de estancias de quien se contaban las más
disparatadas historias, desde las más terribles hasta las más gratas, sin que
nadie pudiera definir al personaje en una sola faceta.
Renuente de
casar a sus hijas, se vanagloriaba de que ellas eran “todas puras”, desafiando
abiertamente a quien sostuviera o incluso insinuara lo contrario durante
aquellas verdaderas fiestas populares que se organizaban en los campos de la familia,
cuando se transmitían algunos de los partidos importantes del campeonato local,
o las peleas de box donde combatían los campeones nacionales, o incluso cada
uno de los capítulos de determinados radioteatros, siempre a la misma hora. En
tales ocasiones, casi la mitad del pueblo se congregaba en varias hileras de
bancos de madera, bajo la copa de los árboles, para disfrutar del espectáculo a
través de la atenta escucha del único aparato de radio a galena que existía en
la región, mágico y suntuoso.
Hacía ya
algunos años que Don Nemesio era una incógnita para el pueblo –en caso de que
aún estuviera con vida, recluido en su ancestral estancia colonial-, y la María
Lucila, en su aparente inconsciencia, cumplía casi al pie de la letra con aquel
folclore familiar, conservando el misterio mediante su mutismo.
Casi nadie la
había escuchado hablar desde que se hizo mujer. Algunos hasta creían que era
sorda… ¡Quién sabe…! Lo que todos aseguraban era que no se comunicaba, salvo
por miradas, carentes de intensidad. A menos que marchara triunfante hacia la
estación…
El expreso de
las 17:15hs. pasaba todos los días, aunque sólo tres veces por semana –pocos
años antes de que discontinuaran el servicio- transportaba pasajeros. En estas
ocasiones, la María Lucila se acercaba hasta el andén y lucía su sonrisa más
radiante, contemplando con la mayor de las expectativas hacia las ventanillas
de los vagones, saludando con la mano en alto cada vez que la formación partía
o arribaba. ¿A quién esperaba? Nadie lo sabía. Se rumoreaban muchas cosas: la
mayoría se inclinaba por imaginar algún amor secreto, cierto pretendiente que
le prometiera casamiento años atrás y volviera a cumplir puntualmente con su
palabra. También podría estar aguardando la llegada de alguna parienta muy querida,
o quizá la llegada de alguna encomienda cuyo misterioso valor sólo ella y el
remitente podrían conocer.
Sus hermanos
varones habían emigrado hacía ya una larga década, buscando conchabarse como
trabajadores golondrina, y nunca se los había vuelto a ver. Había quienes
decían saber que habían cometido algún delito inconfesable y permanecían
cumpliendo una larga condena a la sombra. Otros aseguraban haber escuchado
rumores de alguna pelea a cuchillo en un almacén de ramos generales, donde los
hermanos se habían trenzado entre sí ante la aparición de una ardiente pollera,
yendo a parar juntos al cementerio. ¿Por qué, teniendo una propiedad
agropecuaria importante, los hijos varones habían abandonado el hogar? ¿Sería
la crueldad del padre tan cierta como se fantaseaba? Lo que sí se sabía era que
las apariciones de la familia por el pueblo siempre eran fugaces y a
escondidas, con miradas torvas y actitudes muy poco sociales. Se limitaban a
rodar en un sulky que había conocido épocas mejores, proveerse de mercadería,
pasar por el correo y volverse a la estancia. Los negocios agropecuarios
parecían no tener cabida con los empresarios o comisionistas del pueblo.
La María
Lucila, en cambio, arribaba siempre sola y a pie. Siempre con su mismo vestido
antiguo, fuera invierno o verano, lloviera o brillase el sol. A veces se
abrigaba con alguna mantilla, también lila y vetusta. Viéndola con
detenimiento, parecía escapada de una fotografía en sepia, aunque su semblante
no reflejase más que frescura y vitalidad.
Hasta que un
día, a bordo del expreso de las 17:15hs., arribó un muchacho cuya fugaz
existencia no estaba en los planes de nadie. Ni siquiera en los de María
Lucila, si es que alguna vez había fantaseado con tal posibilidad.
Se llamaba
Rodrigo Fuentes y era viajante de comercio. Distribuía mercaderías en auge para
la época, pero ninguno en el pueblo consiguió adivinar qué clase de productos
representaba por aquella zona. Sólo se supo que arrastraba fama de tipo
elegante, entrador y buen mozo, y la mayoría de las jovencitas que lo vieron
bajar del tren, con su traje gris perla, su maletín y su chambergo, cayeron
prendadas de su encanto, suspirando embelesadas.
Sólo que allí
también estaba María Lucila, y los ojos claros de Rodrigo Fuentes, en vilo
sobre el estribo del vagón, fueron capturados de inmediato por aquella delgada
y atractiva silueta. La muchacha, sin embargo, se mantuvo en su actitud
habitual, saludando a los pasajeros que se asomaban por las ventanillas del
expreso, ignorando la retribución de dichos saludos, como si los destinatarios
nunca hubiesen estado allí.
Descendió del
tren flotando sobre una nube de ilusión, incapaz de concebir la existencia de
mujer más hermosa que la María Lucila. Supo de inmediato que debía hacerla
suya, casándose con ella, o incluso raptándola y escapando en mitad de la
noche, atravesando los campos en una huída salvaje, cargando con la chica sobre
sus hombros, luciendo una desquiciada mueca de satisfactoria lujuria.
El silbato del
expreso marchándose a sus espaldas lo hizo regresar a la realidad, para
contemplar el hermoso perfil de la muchacha volviéndose y marchándose del andén
de la estación. Rodrigo Fuentes no podía dejarla escapar. Atravesó la estación,
seguido por los sonoros suspiros de las muchachas del pueblo que lo contemplaban
casi babeantes, y apuró el paso hasta darle alcance, cruzando a medias la
calle.
Impulsado por
lo desconocido, la tomó por la muñeca, deteniéndola. Ella se volvió y lo miró a
los ojos, intrigada, aunque sin perder la sonrisa. La desnuda mirada de él
revelaba una honda turbación, imposible de disimular. Y aunque sentía la boca
pastosa y el corazón le galopaba desbocado, el turbado viajante de comercio
balbuceó:
-Sos… sos la
mu-mujer… más her-hermosa que conozco… Te… Te amo.
Y acto seguido,
le rodeó la cintura con un brazo, soltó el maletín para quitarse el chambergo y
rodearle los hombros con el brazo restante, y le estampó un profundo y
prolongado beso en la boca, ante el cual ella permaneció impávida, dejándolo
hacer, sin siquiera reaccionar.
Las
exclamaciones de sorpresa y estupor se oyeron por todos los rincones. No hubo
quién entre los presentes no se sintiera conmovido ante lo que presenciaba - en
su mayoría, cada uno por su lado, experimentaba algo similar-, no sólo por lo extraño
de la escena, sino porque –a pesar de lo improbable de tal sensación- lo que
ocurría traía consigo quizá todo el peso de la desgracia.
Hasta quizá
hubo alguien, entre tanto testigo, que recordase la fatídica sentencia de Don
Nemesio Nicolaides: “Todas ellas son puras”. Y no existía hombre que se les
pudiese acercar… ¿Ni siquiera sus hermanos?
La muchacha
abrió los ojos al culminar el beso, y miró al viajante con expresión asustada,
como si el beso de aquel improvisado Príncipe Azul la hubiese despertado de un
bellísimo sueño para arrojarla de lleno en una pesadilla tan atroz que ni ella
misma podía determinar su origen o alcance futuro. O quizá, hubiera vivido
inmersa en tal pesadilla desde siempre, y sólo ahora se percatase de ello,
incapaz de digerir la noticia.
La María Lucila
emitió un ahogado quejido y se estremeció en los brazos del recién llegado,
como si un lacerante dolor la obligase a apartarse de él. El viajante deshizo
el abrazo y la contempló absorto, sin recuperarse aún de la fresca humedad de
aquellos labios. La muchacha se alejó de él dando pequeños tropezones, sin
darle la espalda, con una inusual mueca de susto y dolor, hasta que por fin se
volvió y echó a correr por la calle principal que salía del pueblo, en
dirección a la estancia familiar. Los testigos eran cada vez más numerosos, y
sobre todos ellos se cernía un funesto ambiente de premonición.
Rodrigo
Fuentes, incrédulo, la contempló alejarse sin saber qué hacer, ni tampoco
pudiendo apartar su mirada de aquella espalda que se alejaba en línea recta,
con la mantilla caída y aleteando sobre un costado, y extrañas marcas rojizas
impregnadas en aquellos lugares del vestido donde él había apoyado sus manos.
Aunque le
demandó un enorme esfuerzo, con el paso de los segundos la pavorosa imagen
comenzó a hacérsele posible hasta el punto de llegar a espantarlo: el dolor
experimentado por aquella mujer estaba motivado por heridas recientes que le
cruzaban la espalda y teñían el dorso de su antiguo vestido con el inequívoco
rastro de la sangre.
Aquella
muchacha había sido azotada con un látigo; no sólo una, sino muchas veces…
La pujante
sensación erótica experimentada por Fuentes cedió violento paso a un odio
irracional. Ni siquiera conocía a esta mujer, apenas había llegado a un pueblo
que visitaba por primera vez, y sin embargo las emociones percibidas en escasos
segundos eran de una profundidad inaudita. Sentía que algo había cambiado
dentro de sí desde entonces, quizá para siempre, pero que no le alcanzaría sólo
con saberlo. Tendría que hacer algo al respecto. Algo que lo cambiaría todo.
Como en todos
los pueblos, las noticias escandalosas vuelan de labios a oídos en cuestión de
instantes. Y para cuando Rodrigo Fuentes recorrió las escasas cuadras que lo
separaban de la estación al único hotel, regenteado en la misma oficina de
correos, el empleado ya lo miraba con expresión de curiosidad y complicidad a
un mismo tiempo.
Fuentes no sólo
pidió una habitación. También quiso saber, sin dudar ni un instante, dónde
podía encontrar alguien que le vendiese un arma de fuego. Con municiones, claro
está. Tal vez todas las que pudiera conseguir…
El empleado,
quizá experimentando la misma sintonía mental que parecían haber sentido todos
los testigos de la escena anterior, extrajo un pesado y oscuro Smith &
Wesson de debajo del mostrador y lo apoyó sobre la lustrada superficie de
madera, con la culata dispuesta para que Fuentes la tomara. No emitió palabra,
ni exigió un precio por él. Simplemente lo entregó, como si sus actos
estuviesen predestinados desde hacía muchos años, dispuestos a ser ejecutados
cuando el destino así lo dictase.
Fuentes lo miró
a los ojos unos instantes, con una comprensión inmediata de la situación, y
manteniendo el pesado silencio que lo rodeaba desde que bajara en el pueblo,
apenas unos minutos antes, tomó el arma con mano segura y se la guardó en el
cinto, contra la cadera, oculta detrás del bolsillo izquierdo del saco. Dejó el
maletín sobre el mostrador, aún sin haber firmado ningún registro donde
constara su nombre alquilando una habitación –sin haberla pagado siquiera-,
hizo un gesto de asentimiento con la cabeza hacia el empleado, y se marchó con
rumbo desconocido.
En las afueras
del pueblo, algunos jinetes comentaban extrañados haber visto a la María Lucila
huyendo hacia las casas como alma que lleva el diablo. Rodrigo Fuentes avanzó
por las calles de ripio, siguiendo la mirada silenciosa de los vecinos que
cuchicheaban entre sí y lo escrutaban desde las veredas, para luego desviar la
mirada y contemplar el horizonte en dirección a la estancia de los Nicolaides.
No hizo falta que nadie hablase, menos aún que él preguntase. Los hechos
ocurrían como si un misterioso titiritero los manejase siguiendo el guión de un
antiguo drama jamás escrito, aunque por todos conocido.
El recién llegado
se adentraba hacia el camino rural, seguido por una temerosa muchedumbre que se
mantenía reacia a acercarse, y que tampoco quería perderse detalle de lo que
fuera a acontecer. No había caminado trescientos metros cuando la encontró
tendida en el suelo, con la espalda empapada en sangre, y ambas manos cubriendo
el rostro lloroso. Se acercó en silencio, se hincó a su lado, la tomó
delicadamente por los hombros y la alzó en pie. Ella intentó resistirse apenas,
porque al contemplarlo se relajó, desvaneciéndose al momento. Rodrigo Fuentes
la alzó en brazos y regresó por donde había venido. El pueblo se abrió en arco
al verlo venir, y nadie se extrañó por lo que ocurriría. Como si nadie, hasta
esa misma tarde, hubiese hecho bromas respecto de la naftalina.
Atardecía
cuando el viajante de comercio ingresó por segunda vez al hotel, trayendo
consigo a una nueva pasajera, y se coló hacia la habitación sin dar
explicaciones. Nadie se las hubiera exigido tampoco. Y mientras los curiosos se
agolpaban silenciosos en la vereda de la oficina de correos, algunas miradas
oteaban expectantes en dirección al camino que llevaba a la estancia de los
Nicolaides, especulando cuánto tardarían en venirla a buscar.
La luna
comenzaba a asomarse en el horizonte y el ambiente se impregnaba con el aroma
de las tempranas cenas cuando los primeros vecinos dieron la alarma ante la
llegada de un vetusto sulky, cargado de gente, procedente de las afueras. Al
comando de las riendas, casi desconocido tras el inexorable paso de los años,
iba Don Nemesio Nicolaides, cargando sobre sus rodillas una enorme escopeta de
dos caños.
Alguien golpeó
a la puerta de la habitación. Dentro, Rodrigo Fuentes, en mangas de camisa,
había retirado el dorso del vestido de la espalda de la muchacha, e intentaba
curar aquellas heridas con un algodón embebido en alcohol. María Lucila,
acostada boca abajo, se quejaba con ahogados gemidos, mordiendo la almohada,
ausente de todo lo que ocurría, dominada sólo por el dolor y la vergüenza. Y
como siguiendo aquel misterioso relato preconcebido, ante una nueva serie de
golpes en la puerta el forastero se calzó el saco y el chambergo y salió de la
habitación, con la corbata floja y el revolver en la cintura, dispuesto a
enfrentar su propio destino.
Las luces de
los faroles iluminaban tenuemente la calle, pero lo suficiente como para que
todos los presentes adivinasen la silueta del sulky aproximándose moroso hasta
la puerta del hotel, cargando el peso de lo inevitable. Al detenerse, Don
Nemesio saltó a tierra, quejumbroso, olvidando a su mujer e hijas a bordo del
sulky, como si ellas formasen parte de un mudo equipaje. Tomó la escopeta con
ambas manos y apuntó desde su cadera al forastero, quien se acercaba sin temor
hacia él.
-¡Hasta ahí
nomás! –exclamó Don Nemesio, y su poderosa voz contrastó con su aparente
debilidad física. -¿Dónde está mi hija?
-Adentro
–respondió Fuentes –donde Ud. no la pueda volver a tocar.
-Salí de ahí,
pendejo, que voy a entrar a buscarla. Y enseguidita nos volvemos al rancho
–anunció el viejo, haciendo ley de su palabra.
Con un gesto
que en absoluto parecía ensayado, Rodrigo Fuentes desenfundó el revólver y
apuntó al suelo, para que su adversario supiera a las claras de qué iba la
cosa. El pueblo a su alrededor contuvo el aliento, apartándose unos metros,
adivinando el peligro.
-La chica no va
a ningún lado con Ud. –determinó Fuentes. –Así que mejor vuelva por donde vino.
Y deje de molestar a esta gente, que ya es tarde y mañana tienen todos que
madrugar.
-¡A mí nadie me
ordena lo que tengo que hacer, hijo de una gran…!!! –comenzó a gritar Don
Nemesio, llevándose la culata de la escopeta al hombro, mientras Fuentes alzaba
su brazo, dando un paso atrás y amartillando el revolver, al apuntarle a la
cabeza.
El aullido de
espanto y dolor los estremeció a todos, aunque los hechos, aún en cámara lenta,
ya se habían desencadenado como para que alguien pudiese detenerlos. La
aparición lila aleteó con su mantilla desde un costado y se zambulló entre
ambos, agitando frenética los brazos a pesar de su mutismo, provocando la
sorpresa de todos. Don Nemesio y Rodrigo Fuentes, sin embargo, habían
concentrado toda su atención en el enemigo, incapaces de ver hacia los
costados.
Dos disparos
fracturaron la noche. Un solo aullido desgarró los corazones. Y el espanto del
pueblo adquirió dimensión de tragedia.
La María Lucila
se estremeció entre ambos hombres, vapuleada por la perdigonada sobre sus
costillas y el balazo en el cuello, sacudida como una absurda marioneta cuyos
hilos acaban de ser cortados, cayendo sin remedio sobre el escenario. Su cuerpo
se desvaneció con la misma cualidad etérea que poseía al desplazarse hacia la
estación, aunque ahora teñido de sangre, mancillado por una muerte segura. La
mantilla aleteó detrás suyo plegando sus alas. El cisne local se había extinguido.
Ambos hombres
contemplaron estupefactos aquel cuerpo sin vida, incapaces de comprender lo
ocurrido. Dudaron, renuentes a aceptar la pérdida. Pero una vez que la idea se
formó irrevocable dentro de sus mentes, generó tal sensación de odio que sólo podía
calmarse derramando mayor cantidad de sangre.
Ambos volvieron
a amartillar sus armas, apuntando con fiereza, chillando entre dientes su
desprecio. El pueblo contuvo el grito. Las mujeres se agacharon a bordo del
sulky, aullando de miedo y de dolor.
Un par de
disparos semejantes volvieron a atronar la escena. La cabeza de Don Nemesio se
impulsó hacia atrás, agujereada en la frente. La pechera de Rodrigo Fuentes
quedó convertida en un siniestro colador. Y ambos cuerpos cayeron hacia atrás
sobre el ripio mucho antes de que los ecos de los estampidos se extinguieran en
la noche.
La maldita
trama, urdida desde tiempos inmemoriales, sostenida por un pueblo entero desde
la indignación causada por el primer rumor echado a correr respecto de las
crueldades de Don Nemesio, se había cumplido al fin. Sólo que había requerido
de una cuota de sangre mucho mayor que la que cualquier vecino hubiese podido
imaginar.
Los primeros
testigos avanzaron vacilantes rumbo a los cadáveres. Las parientes de Don
Nemesio permanecieron inmóviles sobre el sulky, cubriéndose las bocas y los
rostros. Y a lo lejos, como una cruel burla del destino, apareciendo como sutil
fantasma que arriba para llevarse consigo a las almas difuntas, se dejó oír el
agudo silbido de un tren.
*De Aldima.
licaldima@yahoo.com.ar
***
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