Feria*
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Poco antes de
mediodía, Mariano bajó del tren.
Siguiendo una
vieja costumbre, respiró profundamente. Después de un par de horas encerrado en
el vagón, el aire del andén siempre le parecía delicioso, a pesar de la
abundante contaminación existente en la Ciudad. Miró a ambos lados, como
buscando a alguien, a sabiendas de que nadie podía estar esperándole pero aun
así escudriñando todos los rostros, acaso con una secreta esperanza. Al entrar
en la zona acristalada, se miró de reojo en un espejo, gesto mecánico que nunca
lograba convencerle de que su apariencia era normal, de que no tenía pinta de
pueblerino con su traje negro de catorce años atrás y su camisa blanca recién
sacada del armario. Nunca pudo soportar la corbata, por lo que tampoco la usó
en esta ocasión. Naturalmente, una vez que se vio en marcha, navegando sobre
las vías a toda velocidad, le entraron los remordimientos y tuvo nostalgia de
la corbata que nunca fue capaz de ponerse.
Pero ahora ya
estaba en la ciudad. Como en años anteriores, un joven fornido, tocado con una
gorra de visera, se ofreció a llevarle el equipaje. Como siempre, Mariano
rehusó con timidez, recordando lo que le ocurrió la primera vez que vino a la
Ciudad, cuando un joven muy parecido al que ahora le ofrecía su ayuda
desapareció de repente con su maleta y un hatillo repleto de rosquillas que
traía para invitar a los otros agricultores. En aquella ocasión, por suerte,
Mariano llevaba el dinero encima, por lo que maleta y hatillo fueron
encontrados por un anciano a dos manzanas de la estación y restituidos a su
legítimo dueño.
Cuando salió de
la estación, miró el cielo sin nubes, miró la calle, repleta de peatones y de
automóviles que atravesaban raudos la avenida, miró la parada de taxis pensando
acaso en tomar uno. Finalmente, con gesto decidido, echó a andar en dirección al
hotel de todos los años, del que apenas le separaban cuatro o cinco manzanas.
Unos pasos más allá, cuando cruzó el semáforo, ya no recordaba la desagradable
impresión de sentirse extraño en la Ciudad, de saberse un aldeano de paso. En
ese momento sintió la conocida transformación. De repente le parecía que en
realidad había vivido allí siempre, que aquel era su auténtico hogar; aquellas
plazas con fuentes y palomas, aquellas avenidas con olor a gasolina, aquellas
calles llenas de sombra, aquellas esquinas tras las que podía ocurrir cualquier
cosa, eran más suyas que los áridos campos en los que llevaba toda una vida
trabajando. "Este año, este año quizá..." pensó. Mas ahuyentó con un
encogimiento de hombros la idea que estaba formándose en su mente y aceleró el
paso para llegar al hotel con tiempo suficiente para comer algo.
Luego, por la
tarde, tras una brevísima siesta, visitó la Feria. Sin intención de comprar
nada, apenas cumpliendo un ritual tan antiguo como inútil. Saludó fugazmente a
algunos conocidos de años anteriores. Charló con agricultores venidos de otros
pueblos, de otras regiones. Se interesó sin el menor interés por los pormenores
del funcionamiento de alguna máquina, por el precio del abono, por las
innovaciones técnicas. Anotó números de teléfono, aceptó tarjetas y sonrisas
mecánicas de los vendedores, hizo acopio de folletos informativos, se aburrió
en abundancia. Absurdos paseos entre expositores y corredores iluminados,
tediosos minutos cuyo fin no parecía llegar nunca. Cuando estuvo bien seguro de
que algunos paisanos le habían visto, se despidió con amabilidad del
comerciante que en ese momento trataba de colocarle una buena partida de
semillas y tomó el autobús en dirección al hotel.
Al entrar en la
habitación consultó el reloj. Sin pérdida de tiempo, tomó una ducha, se afeitó,
perfumó su piel y sus ropas y bajó a cenar, solo. Si bien en la aldea toleraba
las conversaciones con sus convecinos, aquí en la Ciudad la sola idea de tener
que compartir la misma mesa le resultaba insoportable, casi ridícula. Aquí, él
era otro. O dicho de otro modo, era él mismo, no el sumiso Mariano que conocían
los campesinos, no el callado Mariano que perdía irremediablemente en las
partidas de cartas de la sobremesa en el café, no el comprensivo Mariano que
aceptaba con humildad las variopintas excusas que su esposa enarbolaba noche
tras noche para evitar las embestidas de su cuerpo ansioso. Aquí, sólo aquí,
entre estas calles, podía volver a ser el muchacho de veinte años que fuera en
otro tiempo, aquel que las almas mezquinas de sus vecinos mataron
definitivamente en aquel largo verano que ya no podía borrarse.
Tras la cena,
escasa pero sabrosa, salió a dar un paseo. Como en años anteriores, se encaminó
al barrio de las prostitutas. Sin la menor vacilación entró en el bar de
siempre, tomó asiento en una banqueta junto al mostrador, miró en torno, pidió
una copa de anís y se dispuso a esperar. Algunas chicas se le acercaron y él
las rechazó con suavidad. La mujer que le había servido el anís le lanzaba de vez
en cuando fugaces miradas como tratando de recordarle de alguna otra ocasión,
pero, por más que le miraba, no conseguía reconocerle. Sin embargo, una
sensación de intranquilidad se iba abriendo paso en su interior. Una joven de
unos treinta años, morena, hermosa, tomó asiento junto a Mariano y se puso a
mirarle fijamente.
—¿No vas a
invitarme a una copita? —preguntó al poco rato.
—Me gustaría
mucho —respondió él— pero estoy esperando a una amiga.
—¿Es más guapa
que yo? —dijo la chica fingiendo sentir celos.
—Las dos sois
muy guapas, pero ella y yo somos amigos desde hace muchos años.
Algo pareció
agitarse en los ojos de la chica, ensombreciéndolos, en el momento en que
volvió a hablar.
—¿Quién es?
¿Cuál es su nombre?
—¿Qué más da?
—Dímelo, por
favor —el ruego de la joven desconcertó a Mariano por la extraña intensidad de
su voz, por el límpido brillo aparecido de pronto en sus ojos. La mujer de la
barra también se había acercado con una expresión extraña en su mirada.
—Bueno, aquí le
dicen "Visi".
Un repentino
silencio se extendió entre ellos. Los ojos de la chica buscaban apoyo en la
camarera, que tragaba saliva con dificultad y parecía tener algún problema para
respirar. Otra de las chicas se había acercado lo suficiente para oír las
últimas palabras y se había quedado allí, inmóvil, con los ojos fijos en el
entarimado, apoyada sin fuerzas en la barra, amenazando caerse de un momento a
otro. Finalmente, cuando ya Mariano empezaba a preguntarse que podía significar
la extraña actitud de aquellas mujeres, fue la camarera la que habló, con un
hilo de voz que poco a poco se iba rompiendo en sollozo, dijo:
—La
"Visi" se mató hace un mes. Se enteró de que había cogido el SIDA y
no quiso seguir aguantando. Se tiró a las vías... y el tren, el tren...
No pudo seguir
hablando. Un llanto convulsivo e imparable se apoderó de ella.
Las otras
también lloraban, aunque con menor desconsuelo. Mariano se quedó inmóvil, como
ajeno a las palabras que sus oídos acababan de percibir. Callado e inerte, apoyado
en la barra, no terminaba de admitir la realidad de lo escuchado. Su
pensamiento se remontó en el tiempo, buscando en el pasado lo que el presente
le estaba negando, acaso también como una ineficaz escapatoria a la tragedia
sucedida.
Se recordó veinte
años atrás, paseando del brazo de la "Visi" (Visitación Crespo, la
hija de Marcelino, por aquel entonces) por las calles de su pueblo. Tan sólo
eran dos adolescentes, caminando sin prisa bajo la atenta mirada de todas las
personas respetables del lugar. Su relación (si podía llamarse de ese modo)
consistía en esos largos paseos vespertinos a la vista de todo el pueblo, en
las cortas y asfixiantes visitas a la casa de los Crespo los domingos por la
tarde, en regalos tradicionales y no menos tradicionales conversaciones
hábilmente dirigidas por la señora Ascensión, madre de la "Visi".
Pero ya en aquel tiempo borroso, Mariano estaba enamorado de la chica.
Mientras él se
pasaba las noches suspirando y soñando con el día en que pudiese tener por fin
a Visitación entre sus brazos, Ramón, otro de los mozos de su quinta, fue menos
sutil y una noche, durante las fiestas patronales, aprovechando la oscuridad y
los efluvios del alcohol y la música, se la llevó al descampado donde la luz de
la luna y las falsas promesas deslumbraron a la doncella, que de este modo dejó
de serlo, con tan mala suerte que algunos vecinos que paseaban cerca del lugar,
por casualidad, no pudieron evitar ver el deshonroso lance.
Los padres de
Visitación la repudiaron, las gentes de bien le negaron a partir de entonces el
saludo. Ramón, por supuesto, evadió cualquier responsabilidad y escurrió el
bulto alegando que la chica no era virgen y él no iba a cargar con ella por un
pequeño desliz. En efecto, la chica ya no era virgen, pero nadie le dio la
oportunidad de explicar que lo había sido hasta esa noche, lo cual, por otro
lado, había dejado de tener la menor importancia. Hasta Mariano, dolido en su
amor propio, se apartó de ella, abandonándola a su desdicha.
El pueblo
entero se había vuelto de espaldas y Visitación, llena de una inmensa amargura,
hubo de marcharse a la Ciudad, sin más equipaje que algunas prendas de vestir y
un billete de tren que su padre se apresuró a comprar para perderla de vista lo
antes posible. Aquel día, Mariano fue a la estación con intención de despedirse
de ella, de ofrecerle su perdón, de rogarle que se quedase, pero nada de eso
ocurrió. Mariano, vencido por la timidez o el orgullo herido, acobardado por
causas que aún desconocía, permaneció escondido tras unos setos y sólo pudo
contemplar, impotente, como la única mujer que había significado algo en su
vida se marchaba para siempre a la Ciudad, que por entonces era casi lo mismo
que decir al extranjero.
La vida en el
pueblo no sufrió cambios significativos. El Paseo había perdido a dos de sus
más fieles adeptos. En la mesa de los Crespo había un cubierto de menos. Eso
fue todo. Eso y la desesperación de Mariano, que no podía soportar la idea de
vivir sin amor. Al principio, incluso pensó en fugarse, en fatigar los caminos
y las aldeas en busca de su amada, pero la ignorancia respecto al posible
paradero de Visitación logró disuadirle por completo. También soñó
inmisericordes venganzas contra Ramón, venganzas que hubo de posponer una y
otra vez, debido principalmente a la diferencia de peso y tamaño entre él y su
rival.
El tiempo fue
pasando y las heridas fueron dejando paso, según suele ocurrir, a las feas
cicatrices. Mariano, resignado, se dejó querer por Charito, la hija del
alcalde. Con bastante alboroto, se celebró la boda un domingo por la mañana. A
partir de entonces, Mariano se refugió en el trabajo. Las enseñanzas de su
padre y las fértiles tierras que el alcalde había aportado como dote le
convirtieron en uno de los mejores y más respetados agricultores de la zona. Su
afán de mejorar fue lo que, un día cualquiera, le llevó a plantearse la
necesidad de viajar a la ciudad para visitar la Feria, como hacían otros. A
pesar de la inicial oposición de su esposa, cuyo instinto le decía que ese
viaje era peligroso, logró convencerla de que no había otro modo de modernizar
los aperos y herramientas para poder seguir ofreciendo los mejores productos.
Mientras
apuraba el tercer anís, Mariano salió un momento de su ensoñación. La chica
morena seguía sentada junto a él, sin turbar su silencio, sólo acompañándole,
como una muestra de solidaridad y de duelo. Su mano suave de largas uñas se
posó sobre la de él, en un gesto de ternura. A pesar de la aparente
impasibilidad del rostro, era evidente que el hombre sufría y que nada, en ese
momento terrible, podría mitigar su pena, pero aquella mano que descansaba
sobre la suya era como un asidero, algo a lo que aferrarse en los peores
momentos. No se trataba de la mano lasciva de la puta Andrea tratando de
seducir por el simple contacto o la caricia experta. En esa hora dolorosa no
era más que la mano amiga de Andrea, la mujer, que intentaba rescatar de las
tinieblas a un hombre al que ni siquiera conocía. Esa noche, sin proponérselo,
sin siquiera sospecharlo, Andrea fue Ana, la joven indigente que le salvó la
vida a Thomas de Quincey; fue, como tantas otras, un símbolo, pero allí no
había ningún intérprete de símbolos, por lo que Andrea, para el mundo, siguió
siendo nada más que una prostituta, linda y voluptuosa.
El descubrimiento
de la Ciudad cambió algo en el interior de Mariano. La sola visión de los
edificios, de las luces, de la gente que llenaba las calles, los almacenes, los
modernos bares, le produjo un cálido sentimiento de familiaridad, como si
finalmente hubiese llegado al sitio que durante años había estado buscando sin
saberlo. El aire olía a gasolina quemada, a plástico, a humanidad, pero
permitía respirar la libertad. Fue como si jamás hubiese estado en otro sitio,
como si los surcos y las semillas y el sueño inquieto que presagia una aplazada
tormenta no fuesen sino el recuerdo de un cuento oído tiempo atrás y ya casi
olvidado.
Aquella primera
vez, el tiempo corría vertiginoso. La Feria estaba muy bien, había muchas
máquinas que podrían ahorrar trabajo y hasta peones, infinidad de artículos que
jamás hubiera podido soñar, pero el hábil agricultor había dejado paso al
explorador ávido y la estancia de Mariano en la Feria fue más bien breve (más tarde,
en el tren, durante el viaje de vuelta, tuvo que estudiar a fondo los folletos
para poder explicarle a Charito las cosas que teóricamente había estado viendo
durante todo el fin de semana).
Durante la
mayor parte del sábado se dedicó a recorrer el centro. Visitó grandes almacenes
repletos de ropa, objetos de cocina, artículos deportivos, electrodomésticos y
un sinfín de aparatos de dudosa utilidad. Pero no había tiempo para preguntar a
los vendedores por sus funciones. La Ciudad era enorme, infinita, y sólo
disponía de otro día más. Recorría las calles aspirando el inconfundible aroma,
sólo perceptible por quienes vienen del campo. Se adentró en callejuelas
estrechas y en zaguanes oscuros. Vagó sin dirección y sin memoria por las
interminables avenidas atestadas de gente, de vehículos, de ruido. Se perdió
entre setos y glorietas. Se dejó arrastrar por algo que podía ser una intuición
innata. De ese modo llegó, insólitamente, frente a la puerta del hotel en que
se había hospedado. Pero su ansia urbana no había quedado satisfecha, así que,
después de cenar con algunos convecinos que también se alojaban allí, alegó un
pretexto banal o increíble y volvió a salir al frescor de las calles y al
bullicio de los bares que aún permanecían abiertos.
¿Cómo no evocar,
en ese momento en que ya el alcohol empezaba a adueñarse de sus recuerdos, el
instante preciso en que divisó a la mujer y creyó reconocerla? Su mano se cerró
con fuerza sobre la de Andrea, que permanecía allí, junto a Mariano, silenciosa
y ajena al ajetreo del bar y a las solicitudes de los clientes.
Un camarero le
había dado unas indicaciones. Mariano tomó por la avenida, cruzó tres calles y
una plaza, giró a la izquierda, siguió durante unos cien metros y se introdujo
por otra calle lateral, algo más estrecha. Al llegar a una pared que tapiaba el
fondo de la calleja, supo que se había equivocado. Volvió sobre sus pasos. Al
desembocar de nuevo en la avenida, la vio. Incrédulo, la siguió durante un
rato. Finalmente la alcanzó, la tomó de los hombros y se quedó mirándola en los
ojos, sin una sola palabra. Para un espectador casual, la seriedad que
reflejaba su rostro hubiese contrastado, casi brutalmente, con la franca
sonrisa que nació en los labios de la mujer, que se abrazó a él entre agudas
exclamaciones y ruidosas carcajadas.
Habían pasado
siete años y Visitación estaba mucho más hermosa. Un fondo de tristeza en sus
ojos la embellecía aún más si cabe. Allí detenidos bajo el influjo de las luces
eléctricas, en medio de la avenida, ruidosa a pesar de la tardía hora, dejaron
deslizarse los segundos sin hablar. Sus miradas decían más de lo que hubieran
podido decir sus palabras. Pero la gente pasaba junto a ellos contemplándoles
con curiosidad. Alguien rompió el silencio y comenzaron a caminar entrelazados.
Tomaron asiento en una terraza, consumieron algún licor y charlaron. De pronto,
la mujer miró el reloj y respingó involuntariamente. "Debo ir a
trabajar" musitó.
El cambio de
expresión en su rostro no pasó desapercibido para Mariano. "¿A trabajar?
¿A estas horas?" preguntó él, asombrado. Ella esgrimió evasivas, pero al
final, ante la insistencia del hombre, no le quedó otro remedio que confesar la
verdad: Servía copas y alternaba con los clientes en un bar de dudosa
reputación. No pudo evitar que Mariano la acompañase hasta la puerta del local,
donde se despidieron con un beso, no sin intercambiar teléfonos y fijar una
cita para el día siguiente.
Pero ése fue un
ritual inútil, aunque ella en ese momento no hubiera alcanzado a sospecharlo.
Una hora más tarde, Mariano entraba por la puerta del Club. Con aplomo, tomó
asiento en la barra, solicitó una copa y buscó a su amiga con la mirada. Sólo
unos minutos más tarde se dio cuenta de que todo podía haber sido un engaño.
Quizá ella le había conducido a otro lugar sospechando lo que planeaba. Quizá a
estas horas se encontraba en el otro extremo de la ciudad. Apuró su copa y
pidió otra. Al menos el anís era bueno.
En ese momento,
al levantar la vista buscando a la camarera, vio a Visitación. Bajaba por una
escalera, de la mano de un hombre que casi le doblaba la edad. Sonreía, pero de
una forma muy diferente a como le había sonreído a él un rato antes. Al verle
allí sentado, palideció. Se despidió de su acompañante con un beso mecánico y
se acercó a Mariano con un destello de furor en la mirada.
—¿Qué estás
haciendo aquí?
—Sólo quiero
estar contigo —respondió él humildemente.
—Deberías irte.
Aquí no hay nada bueno para ti.
—Estás tú.
Quiero pasar la noche contigo. Llevo muchos años esperando esto. Si ha de ser
de este modo, así sea. Te quiero demasiado para que me importe.
Increíblemente,
a ella tampoco le importó. Habló un momento con una compañera algo mayor,
volvió junto a Mariano, bebió de su copa mirándole a los ojos y dijo:
"Llévame a tu hotel".
Los detalles de
ese primer encuentro carecen de importancia. Baste decir que a ella le pareció
que ésa había sido su primera vez y que Mariano conoció esa noche el amor
físico. (Con su inevitable mezcla de temor, deseo y algo de desesperación. Nada
que ver con los fugaces y anodinos encuentros con Charito).
Mariano
regresó, no podía ser de otro modo, a su pueblo, a las cosechas, al café, al
velado cariño conyugal, a la vida insulsa del invierno en la aldea. Pero ahora
tenía algo: Una isla habitable en medio del mar de mediocridad y desconsuelo.
Una feria que se celebraba anualmente y que le daba la oportunidad de vivir,
siquiera por unas horas, la vida que realmente hubiera deseado. Desde entonces,
sus visitas a la capital se repitieron cada doce meses. Durante esos dos o tres
días que permanecía allí, Visitación guardaba fiesta y le acompañaba a todas
partes. Después, volvía la rutina y el ciclo de la espera recomenzaba.
A causa de
algunos cambios bastante evidentes en su marido, Charito supo lo que ocurría
desde el primer momento, pero algunas amigas le aconsejaron que hiciera la
vista gorda. Al parecer, las escapadas de los agricultores a la Ciudad eran
comunes y, según algunas que se las daban de modernas, necesarias para
preservar la paz en el matrimonio. Así pues, ignorante de la identidad de la
amante de su marido, Charito se encogió de hombros y toleró, como tantas otras,
con idéntica resignación, los viajes de Mariano.
También la
"Visi", según el testimonio de sus compañeras, sufrió una
transformación importante. Seguía siendo la amiga alegre, pero ahora, además,
había en sus ojos un fulgor nuevo. Se la veía ilusionada, feliz. Dos días al
año no son gran cosa, es cierto, pero son mucho más que nada. Un pequeño
remanso donde tomar fuerzas para seguir nadando río arriba, tal vez hacia
ninguna parte, pero nadando a pesar de todo, con ayuda del recuerdo de la
última Feria y la esperanza de la próxima.
Durante catorce
años la vida fue eso, un antes y un después del fin de semana mágico que cada
otoño les tenía reservado. En muchas ocasiones Mariano propuso alargar hasta el
infinito esas horas, quedarse allí, junto a ella, compartiendo su vida, pero
siempre los labios de la "Visi" tapaban los suyos en un cálido beso y
no volvía a hablarse del asunto. La ciudad era el escenario perfecto. Nunca
dejaron de sentir que, en el fondo, el sórdido incidente del pasado era lo que
había propiciado su encuentro lejos de las calles del pueblo. No era posible
evitar el sentimiento compartido de que las cosas jamás hubiesen podido ser
iguales entre las viejas casas de la aldea, bajo los ojos vigilantes y
acusadores de los vecinos. La felicidad se hallaba bajo las circunstancias más
extrañas.
Y ahora, la
"Visi" se había marchado. Por segunda vez se le había ido sin que él
pudiera esbozar siquiera una breve despedida. Y lo peor era esa obstinada voz
que, por encima de los efluvios del anís, le repetía que esta vez era para
siempre, que esta vez no iba a tener la suerte de encontrársela al filo de los
años en las calles de la Ciudad.
Se percató de
que Andrea estaba hablándole en voz baja. Supo que las palabras no eran tan
importantes como el hecho de que alguien estuviese pronunciándolas. Notó que
lloraba y no trató de evitarlo ni de ocultarlo. Dejó que las lágrimas corriesen
por su rostro mientras el dolor de la pérdida roía su corazón.
Pagó las copas
y se dispuso a marcharse. Andrea, sin que nadie lo pidiese, le acompañó.
Caminaron por las estrechas callejas donde la noche, dicen, es peligrosa;
sintieron el aire fresco demorándose en sus rostros, tal vez charlaron.
Esa noche, en
brazos de Andrea, Mariano consiguió olvidar el dolor, siquiera durante
brevísimos momentos. El alcohol y los besos de la chica le transportaron a
otras noches y a otros besos. Volvió a sentir la vida bullendo en su interior,
el calor y el frenesí de la Ciudad nocturna, la expectación ante cada umbral
por trasponer, el fuego de la carne. Se juró que jamás regresaría a las noches
vacías de la aldea, a la intolerable madrugada, a la siembra, a las insulsas
partidas de cartas, al lecho frío.
Al día
siguiente, al despertar, la habitación estaba desierta. A su lado, entre las
sábanas, no había nadie. Mariano comprendió, suspiró, se levantó, se duchó,
hizo la maleta, bajó a desayunar, pagó la cuenta, caminó hasta la estación,
sacó un billete y tomó el tren. Mientras los campos pasaban vertiginosos al
otro lado del cristal, con un gesto seco enjugó su última lágrima. Sus tierras
le esperaban. Habría otros años y otras ferias. La vida, inconcebiblemente,
seguía.
Pero he aquí
que en ese instante de suprema renuncia, Mariano recuerda un detalle que había
permanecido agazapado en su mente. En su mano, de repente, surge un sobre
cerrado. Es una carta que la "Visi" dejó para él. Rasga el sobre, extrae
el papel doblado y lee. Su rostro va adquiriendo una expresión diferente. La
resignación desaparece, una creciente calma va ganando el pecho del viajero,
una vaga sonrisa surca de pronto su cara campesina.
Ignoramos el
texto de la carta. Sólo sabemos que Mariano, después de doblarla cuidadosamente
y depositar en ella un tierno beso, la guarda en su bolsillo, mira por la
ventanilla, se incorpora, no se toma siquiera la molestia de recoger su
equipaje y se apea en la primera estación.
Más tarde
tomará otro tren que le devuelva a la ciudad, a la que ahora, definitivamente,
pertenece.
-Sergio
Borao Llop publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
ESTACIÓN GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS
El olvido*
(Para E.F.)
Descendió del
vagón y corrió a refugiarse bajo el ala del apeadero Ortiz de Rozas. En su
momento, la legislación no había permitido que se la denominara estación de
ferrocarril, por la proximidad a la estación Saladillo Norte. Las leyes no
aceptaban que hubiese menos de una legua de distancia entre una y la otra Por
ese motivo la llamaron Apeadero km 202.
El hombre no
traía piloto de modo que tuvo, para evitar un resfriado, que subir el cuello
del abrigo y protegerse. El agua caía sin ninguna contemplación. Rebotaba
inclemente sobre el piso desgastado del andén y sobre los ruidosos techos
de los galpones.
Anunciando su
partida, el silbato de la locomotora, volvió a perderse en el cielo obsidiano.
Gris como aquel
recuerdo obsesivo que volvió a acercarlo a este pueblo, donde la desgracia
había caído sobre su vida como esta lluvia que hoy lo recibía y que lo colmaba
de nefastos presagios.
Habían pasado
no recordaba exactamente cuántos años pero el verdín en el ladrillo, borró el
esplendor de aquellas paredes relucientes de la inauguración. El pueblo se
vistió de fiesta, el acontecimiento lo ameritaba, La llegada del tren prometía
riquezas y progreso ilimitado para ese solitario caserío, perdido en la
pampa, que era el pueblo de Saladillo.
Dos perros
empapados se le pegaron como buscando un hueso, el- ¡fuera picho!- sonó para
que no se entendiera y los animales siguieron acercándoseles como si por el
contrario, les hubiera ofrecido la mano en caricia y limosna.
Nadie más que
él había descendido del vagón casi vacío, demasiado oscuro el día para
aventurarse a subir a ese montón de hierros. La larga columna de humo se perdía
en los nubarrones y la locomotora siguió su camino, cruzando el campo, entre
inquietos resoplidos. Lejos estaban los días en que los lugareños,
deslumbrados por su presencia, corrían a las vías para ver llegar el tren
y poder incorporarlo a sus vidas, lo nuevo por más prometedor necesita
tiempo.
Tiempo para
incorporar lo novedoso, tiempo para envejecer, tiempo para olvidar lo que
obsesiona y eso era exactamente lo que hubiese deseado: tiempo. El suficiente
para sanar las heridas de aquel desengaño desafortunado. El tiempo que no pudo
compensar detrás de aquellos muros inhóspitos y sus heladas rejas, a las que
sabía, tendría que volver.
Así como la
esperanza de que esta lluvia torrencial cesara definitivamente, los recuerdos
suelen ser como una enredadera que sofoca los ánimos y los años suelen servir
para que vayan diluyéndose.
Mal día había
elegido para el viaje, tan malo como los rencores que horadaban sin tregua su
alma.
El olvido
también suele ser como una enredadera pero atempera los recuerdos. No era su
caso. Los años y el encierro solo consiguieron exacerbarlos y ahora
cumpliría la promesa que entonces se hiciera. Solo era cuestión de
tiempo.
El tiempo es lo
único que sirve- pensó- para el olvido o… para la venganza.
*De Ana
María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell
*
Entre algunos
versos
de este libro,
sin ninguna
palabra que los nombre,
cruzan trenes
en la
noche.
-¿Estás
despierta?
-te pregunto,
mientras los
árboles
murmuran
y los silbos
revuelan
en nosotros.
Entre algunos
versos
y olvidos,
el aire trae un
tono,
un augurio
-sones y ecos
de las sombras-,
que respiramos
y se
pierden
en lo lejano y
lo
impensado,
sin ninguna
palabra
que los nombre.
*de Eduardo
Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
-De "Nidia".
Ediciones del Nuevo Cántaro. Buenos Aires. 2007
CANCION DE
ADIOS*
Toda la noche
ha silbado y no es el viento.
Ha recorrido en
silbos circulares tu cuerpo.
Se que vienes
del miedo.
El zorro te ha
orinado y atacada has sido por los cuervos.
No temas, tu
pelambre de hembra está a salvo.
En mi sangre
hay un oscuro navío escondido
Creí que tu
sangre crecía como savia
Cada púa tuya
me confirma que eres solo carne.
Ya es tiempo de
dejar la estación del apenas.
-No debería,
no; no debería existir el apenas-
- La mentira no
debería tener patas cortas-
Los brotes ya
borran la plenitud del rastro.
Es tiempo.
Tiempo que se va y no vuelve.
De enterrar la
locura. Dejar crecer la hierba.
Cerrar de
nuevo, la Caja de Pandora.
No obstante el
payaso llora y ríe.
Es la hora del
verbo, del temblor y del adiós.
Falacia.
Invención. Humo de hierba. No importa ya.
Salivaré, de
tus flancos, las púas.
Mordisquearé.
Una a una hasta morir.
Hincaré los
dientes en tus hombros.
Lameré la
humedad de tus diversos rostros.
Beberé de tus
clepsidras plenas.
Treinta esperas
y ciento ochenta estaciones.
Consecutivamente.
Una vez, otra vez más.
Luego, amor, te
dejaré partir.
Vos y yo
seguiremos jugando al camino solitario.
Mas, lo se.
En tus oídos,
ámbito del ultrasonido de mi pena.
Esta canción de
amor, no morirá. Lo se.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
Preguntas*
Por esas cosas
del azar que determinan la vida más de lo que creemos llegó cuando la película
estaba iniciada. Ya ni recuerda el nombre de la película. Fue arriba del
renacido Midland. En ese tren había un vagón exclusivo para brindar cine. Falto
de cultura cinéfila sólo reconoció al actor que representa el papel de un
profesor de religión al que ve escribir en un pizarrón “Tikkun Olam”. El hombre
que viajaba con un cuadernito a mano anotó: dice Richard Gere que “Tikkun Olam”
significa “Reparar al mundo”.
Hamacado en el
movimiento del tren el hombre se duerme. Sueña que arma los pedazos de su vida
en un relato amable, en una ficción tolerable, escucha su voz diciendo que esa
es la única reparación posible.
Al despertar,
la película ha concluido, mira su anotador donde encuentra escritas dos frases
más:
“reunir
fragmentos”
“amar las cosas
de nuevo”
¿Cómo se logra
eso? -se preguntó.
¿Cómo se hace
para reunir esos pedazos en los que su vida trascurre estallada?
¿Como se hace
para amar las cosas de nuevo?
¿Será más
sencillo seguir reparando en sueños?
*De Eduardo
Francisco Coiro.
*
Y me hablaste
de mariposas
y de mares
y de trenes
y yo había
visto un color en vos
y una sonrisa
que era una luna
que iba de un
espacio a otro
dejando en los
rincones
bichitos de luz
donde uno podía
sentirse en casa
gracias
aunque conozco
tu teoría
de que nadie
puede hacernos daño
o hacernos bien
sino uno mismo
de todos modos,
Amanda, gracias
por eso
por aquello
por el mar
por la mariposa
invisible que te nombra
por la luna
por los trenes
por la sonrisa
por los
bichitos de luz
por haberme
visto protagonista
por haberme
dicho que ya estaba en vos
de alguna
manera
por haberme
alegrado sin saberlo,
por todo lo que
debe ser amado
gracias otra
vez/
*De León
Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
***
Próxima estación por Ferrocarril Midland para escribir:
GONZÁLEZ RISOS.
-Continúa parando en todas las estaciones hasta Intercambio
Midland-
PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN. PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
Próxima estación por Ferrocarril Provincial para escribir:
JOSE RAMÓN SOJO.
-Continúa parando en todas hasta La Plata-
ÁLVAREZ DE TOLEDO. POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
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