*Obra de Walkala.
Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
Buena tierra*
Para Ana María
Cursack
Desaprender
(que no es lo
mismo que olvidar).
Arrojar en el
pozo la basura,
afirmar el
terreno
(ya está cerca
la cota
circundante).
Dejar que
llueva.
Volver a
compactar.
Sin rebeldía ni
encono
acatar la
consigna:
barro
basura
esfuerzo
tiempo
producen buena
tierra.
Los que siguen
podrán
edificar.
*De María
Amelia Schaller. mariameliaschaller@gmail.com
AHORA A BUSCAR LA VIDA…
VISITAS*
Estamos
comiendo en la cocina
cuando se nos
presenta una gran cucaracha.
Pensamos en
matarla con una escoba,
mas no tenemos
escoba.
Tratamos de
exterminarla a zapatazos:
se nos escapa
siempre.
La perseguimos
con amenazas y puñales,
la perseguimos
con determinación.
Desde lo alto
le enviamos
maldiciones, migas de pan,
ortigas, hielo.
Desde lo alto
le leemos un sermón sobre el pecado,
un larguísimo
poemas del revés.
¡Todo es
inútil, todo!
Pensamos que
debemos reconocer nuestro
horrible
fracaso.
Ella no
responde a nuestra persuasión.
No deja de
reírse desde sus ojos feos,
desde su cuerpo
negro, desde allí.
Entonces
comprendemos que lo mejor
es aprender a
amarla.
Y no sabemos
cómo.
*De Silvia Arazi.
-Fuente:
"La medianera. Una novelita haiku", Silvia Arazi, Interzona, 2013
La marca doble*
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
EL DIECISIETE
DE MAYO, (el año se me ha borrado y además carece de importancia) comenzaron
las celebraciones de la Fiesta de la Primavera. Durante los dos primeros días,
fiel a mi costumbre, conseguí mantenerme alejado de los festejos y, sobre todo,
del insoportable bullicio. Al tercero, después de anochecer, unos amigos
vinieron a buscarme con la irrevocable intención de llevarme con ellos al baile
final, famoso colofón de las fiestas.
Si este hecho
trivial no hubiese llegado a producirse; si yo, obedeciendo a mi natural
inclinación hacia la soledad y la calma, hubiera permanecido en mi casa, ajeno
a toda algazara, quizá mi vida tendría otro signo, quizá sería tan insulsa y
feliz como la de cualquiera de mis vecinos.
Pero acudí al
baile. Como era previsible, bebimos en abundancia. No permanecimos indiferentes
a la belleza de las desconocidas, aunque nuestros requiebros sólo consiguieron
despertar alguna sonrisa, leves rubores y una que otra mirada no del todo
amable. Al filo de las tres, lejana ya la medianoche, unas jovencitas sin
compañía nos aceptaron a su mesa. Bailamos por turnos, charlamos de
trivialidades, nos divertimos. En algún impreciso momento, se habló de
tatuajes, de marcas. El tema me interesó. Una de las chicas (llamada Raquel,
creo) mencionó una curiosa señal en forma de cuarto creciente, situada, por lo
general, al lado de la pelvis. Más arriba, donde el pecho busca la intimidad en
las profundidades de la axila, otra cicatriz, ésta en forma de cuarto
menguante, completaba el dibujo. La posesión de tales signos determinaba un
horror sin límites, aunque la joven no recordaba los términos precisos en que
estaba redactado el artículo que se refería a ellos. Se discutió, hubo matices
irónicos, agudas chanzas.
Sólo yo
permanecí callado. Raquel hizo notar que, al margen de toda discusión, ella
poseía una antigua Enciclopedia, poco conocida, donde figuraba cuanto acababa
de decir. Con una sonrisa de triunfo, nos invitó a comprobarlo, invitación que
algunos interpretaron como un tácito consentimiento a la continuación de la
fiesta en camas ajenas.
Así pues, nos
dirigimos a su casa entre mordaces comentarios y esperanzados pensamientos. Las
calles ya silentes nos vieron pasar. Alguna farola parpadeaba, como un guiño
cómplice. Ajeno a las conversaciones, yo meditaba. Como sus amigas ya parecían
haber elegido pareja, nuestra anfitriona trató repetidamente de animarme. Por
educación, conversé con ella, pero mis pensamientos se hallaban dispersos por
otros territorios menos seductores.
Frente al
número cuarenta de una avenida que en ese momento no reconocí, la chica se
detuvo de improviso. Entramos a un patio grande, con maceteros a ambos lados.
En un ascensor acristalado subimos al cuarto piso. Nos recibió un salón enorme,
amueblado con gusto. Raquel (si es que en realidad era ése su nombre, si es que
alguna vez existió) nos sirvió licores de frutas y brindamos por nuestra
reciente amistad. Tras un rato de charla, hice notar el motivo de nuestra
visita, pero nadie hizo el menor caso. Como la conversación comenzó a decaer,
una de las chicas cogió a Pablo de la mano, susurró algo en su oído y salieron
de la habitación, abrazados, en busca de la intimidad de las alcobas.
Gradualmente, los demás hicieron lo propio, dejándome a solas con Raquel. Ella
me miró con sus ojos grandes, esperando acaso que me decidiera a besarla.
—Enséñame el
artículo, por favor —pedí. Creí percibir una opacidad en su rostro, pero
accedió a mi súplica y buscó la vieja enciclopedia. En medio de un extenso
párrafo, pude leer:
«...de los
designios divinos. Porque aquellos que posean la citada marca sólo podrán
alcanzar las impías aguas de la muerte en la misma forma en que accedieron a
los complejos laberintos de la vida: A través del acto supremo del amor».
Después de
haber leído varias veces esas enigmáticas líneas, de repasar toda la página en
busca de alguna posible aclaración, dejé el libro sobre la mesita de cristal y
me quedé mirando, como alelado, los entreabiertos labios de Raquel. Lentamente
me quité la camisa, dejando al descubierto mi torso velludo. Cerca de la axila,
la marca en forma de cuarto menguante me delataba.
—¿Quieres ver
el resto? —pregunté. Ella, turbada, apenas fue capaz de abrir la boca para
musitar una excitada afirmación.
Desabroché los
botones del pantalón. Allí, muy cerca de la pelvis, el cuarto creciente se
destacaba desafiante. Ante mi sorpresa, lo tocó. Sus dedos subieron muy, muy
lentamente por mi piel hasta llegar a la cicatriz de mi pecho. Muy confusa,
retiró la mano y se puso a dar vueltas por el salón. Me aproximé a ella,
rodeándola con mis brazos.
—No puede ser
cierto —musité—. De serlo, ya estaría muerto.
—Vete, por
favor. No podría soportarlo.
—Te deseo.
Ayúdame a salir de dudas.
—Déjame. No me
toques. Me das miedo. Vete. Quizá podamos vernos en otra ocasión. Ahora
necesito tranquilizarme.
—Está bien.
Pero vendré a verte. Tenemos algo pendiente.
—Sí, sí. Otro
día. Ahora vete.
Así, sin
siquiera despedirme de mis amigos, me marché de aquella casa. Ardiendo por la
fiebre, tomé un taxi que me llevó a mi barrio. Sin desvestirme, me metí en la
cama y me dormí profundamente.
Ni al otro día,
ni nunca, pude hallar la casa de Raquel. Ninguna avenida se parecía a la que
atravesamos aquella noche. En toda la ciudad no había un sólo portal con el
número cuarenta que tuviese maceteros en el patio. Mis amigos no me sirvieron
de ayuda, puesto que apenas recordaban lo sucedido. Ensayé diversas
alternativas (Un 46, un 48, un 140 a los que se les hubiese borrado una parte)
sin obtener resultado. Finalmente, cansado, determiné que todo había sido un
sueño de borracho.
Pero las
palabras estaban extraordinariamente claras en mi mente. La marca,
implacablemente presente sobre mi cuerpo.
Para cualquier
otro, en cualquier otro tiempo, la idea de la inmortalidad hubiese podido
resultar, tal vez, atractiva. No creo que nadie, en este atormentado siglo,
pueda jactarse de desearla en toda su espantosa grandeza.
En ese tiempo,
me horrorizaba la idea de sobrevivir a toda una generación, de ver marcharse a
los familiares, a los amigos, de asistir a innumerables entierros y volver a
recomenzar. Pero, ¿Por qué detenerse ahí? ¿Por qué no imaginar a las
generaciones futuras? Podía ver multitudes naciendo y creciendo vertiginosamente,
yéndose sin apenas haber podido musitar una palabra de despedida, muriendo una
y otra vez ante mi impasible mirada de muerto sin lápida ni responso ni
lágrimas sinceras. Los veía como danzantes a mi alrededor, como figurantes de
un teatro imaginario, representando los pormenores de una vida gris cualquiera
para un único espectador que no podrá aplaudir, ni tan siquiera dedicar una
sonrisa de ánimo a los sufridos actores, ya que su papel no ha hecho más que
empezar, y habrá de prolongarse hasta el fin de los tiempos, a no ser que sea
capaz de hallar el consuelo de la muerte en el amor, en el acto supremo del
amor...
Acaso sin
quererlo he mencionado el auténtico problema: Nunca quise a nadie. Es decir, a
nadie que me correspondiera. Como todos, he cultivado amores imposibles. Como
todos, me he acostado por simple placer. Nunca tuve en mis brazos a una mujer
de la que estuviera sinceramente enamorado. No podría afirmar que mis amantes
ocasionales hubiesen estado enamoradas de mí.
Así pues, de
ser cierto lo que leyera en aquel libro, me enfrentaba a un doble problema. La
muerte, sin ser atractiva, es un hecho inevitable y, en cierto modo, deseable
cuando se ha llegado al final del camino. Pero, ¿cómo determinar ese final?
¿Cómo saber que efectivamente estamos preparados para afrontarla?
Por otra parte,
me imaginaba anciano y solo, buscando grotescamente el amor que no he sabido
despertar en mi juventud. La alternativa no era en absoluto alentadora. Debía
dedicarme de inmediato a la búsqueda de esa mujer que había de rescatarme de mi
destino. Si tenía éxito, mi vida se vería truncada en su justo cenit. Si no...
Conjeturé que
el destino, ese destino que había sido predicho siglos antes de mi nacimiento,
me exigía una entrega total. Como es natural, pronto surgió una nueva pregunta:
¿Sería yo capaz de entregarme hasta ese punto? ¿Cabría en mí ese
apasionamiento, esa llama de la que a menudo hemos oído hablar, tan frecuente
en las novelas? ¿No sería más bien uno más de los miembros de esa multitud sin
nombre y sin rostro que abarrota los autobuses y los vagones del Metro y
colapsa las calles con sus utilitarios en las horas punta, esa multitud que
parece insensible al dolor, a la desesperación, a la pasión, a cualquier
manifestación ajena a la rutina que gobierna los minutos que van
eternizándose...?
Excitado,
atemorizado, frecuenté las esquinas de los barrios prohibidos. Así conocí a
Virna, muchacha joven y bonita cuyos ojos parecían haber estado esperando mi
llegada desde siempre.
Unos
angustiosos minutos entre el olor a suciedad de la habitación alquilada y a
colonia barata y a sexo, sintiéndome incómodo ante la mirada lánguida de amor
por contrato que yacía en el fondo triste de los ojos (más prosaicos en la
intimidad) de la chica que me acariciaba, de aquella mujer prematura que apenas
pudo sonreír fugazmente cuando terminamos y le di el poco dinero que quiso
pedirme, me convencieron grotescamente de la inutilidad de tales experiencias.
Con el olor aún pegado a mis ropas, fui a emborracharme.
En medio del
delirio, comprendí, con la resignación nacida de las continuas frustraciones a
las que casi nadie es ajeno, que debía producirse una combinación imprevisible
de factores favorables, que tenía que provocar un momento único e irrepetible
en el que todo mi ser se concentrase en un miembro, en una sacudida de deseo
que me llevase al otro lado en medio del éxtasis embriagador y dulce y, sin
embargo, tan cruel; éxtasis liberador y asesino, verdugo y puerta entreabierta,
tiniebla y salvación...
Así, esta idea
fija guió mis pasos por plazas y avenidas de ciudades sin nombre y sin memoria
de mi búsqueda; me introdujo en discotecas, cines, teatros y bares de moda; me
llevó, en suma, a cuantos lugares pudiesen permitirme el inicio de una
relación. De este modo, conocí a muchas mujeres, deseé a otras, logré trabar
amistad con algunas y conseguí acostarme con unas pocas. Pero todo ese
intercambio furioso de besos, todo ese ir y venir de cuerpos debatiéndose en
camas desconocidas, (¿cómo no lo había comprendido aún?) estaba abocado al
fracaso. O mis amantes no me excitaban lo suficiente o no me deseaban en
absoluto y tan sólo se acostaban conmigo para saciar sus instintos junto a
alguien a quien ya no fuesen a recordar a la mañana siguiente, o ambos nos
hallábamos borrachos o ahítos de estupefacientes. Otras veces, incautamente
ligaba con profesionales que luego me pedían dinero a cambio de sus servicios.
Hubo mujeres a las que de verdad deseaba y por quienes fui desdeñado. Eso me
condujo (todos los dioses me hayan perdonado) a cometer una violación, no por
lascivia o crueldad, sino únicamente llevado por el desesperado afán de
encontrar la llave de mi infame destino. Mas produje dolor y no hallé
liberación, lo que me llevó a un vergonzoso estado de apatía y de odio hacia mi
propio cuerpo, al que causé brutales heridas en mi loca huida hacia ninguna
parte, queriendo acaso destrozarme por tanta culpa y tanta eternidad en
lontananza. Todo lo intenté y ni una sola vez había conseguido entregarme
enteramente. Sólo había logrado agotarme, entristecerme, embrutecerme y, a
menudo, emborracharme.
Vino luego un
periodo de inacción, un dejarme llevar por las circunstancias, un ver pasar los
días sin hacer el menor esfuerzo por retener esos instantes preciosos que jamás
regresan y que constituyen ese algo intangible que llamamos felicidad. Esa
pausa en mi desbocada carrera me abrió las puertas del análisis.
Centrar mis
esfuerzos en seducir a una única mujer, cribar la multitud de rostros hasta dar
con el rostro exacto, hallar el reverso (o el anverso) de la moneda que venía a
ser la suma de mis días y mis noches, encajar la pieza que faltaba, la figura
que con su ausencia negaba el tapiz de mi existencia.
Muchas noches
de vigilia o insomnio, muchas horas de concentrada espera, de arduo espionaje,
de metódica observación, de paciente examen, mucho entrechocar de pensamientos,
incontables jarras de cerveza, numerosos dolores de cabeza y varias cajas de
aspirinas, me convencieron de la inutilidad de la fatigosa tarea emprendida. Mi
única opción, entonces, era esperar. Esperar y seguir intentándolo, seguir
llamando a incontables puertas, seguir abordando a infinitas mujeres, seguir
buscando algún rasgo indefinible, una mirada, unos labios, una manera de hablar
o de mover las manos, algo que me permitiera albergar una esperanza, por ínfima
que fuese. Seguir fracasando, seguir pensando, con incontenible amargura, que
tal vez Ella ya hubiese pasado por mi vida y yo, inmerso en otras búsquedas, no
fui capaz de reconocerla. Seguir naufragando, seguir pescando en las
traicioneras aguas de la casualidad sin hallar jamás la pieza deseada, seguir
hartándome de cervezas y de fármacos alucinatorios, seguir cayendo en
insoportables depresiones que no han de tener fin...
Mi tiempo se
fue gastando. A pesar de todo, podía envejecer. Envejecí y mis ya escasas
posibilidades se fueron disipando en las esferas relucientes de los relojes. Me
resigné a la melancolía, a las noches sin nadie, a los bancos otoñales de los
parques, a la soledad de los atardeceres...
Fue así como
conocí a Sara. Una tarde de Octubre, vino a sentarse en el banco en que yo me
hallaba, en el mismo viejo banco del triste parque donde yo había aprendido a
refugiarme del tiempo y del miedo que sentía crecer, implacable, en el interior
de mi atribulado pecho. Todo fue casual, hubo una mirada que halló respuesta,
palabras ya borradas que arrancaron sonrisas cómplices, un encuentro de manos
en la somnolienta despedida. Nos vimos otra tarde, en el mismo lugar, y ya
todas las tardes desde entonces, y nos enamoramos como se enamoran los
adolescentes, intercambiando besos furtivos contra el cielo amarillento del
atardecer en la intimidad del parque desierto y en todas las esquinas de la
noche. El amor fue creciendo hasta desbordar los estrechos límites de nuestros
corazones ávidos de ternura. Fue agigantándose el deseo conforme transcurrían
las noches de separación. Algo informe, irresistible, se adueñó de nuestros
actos.
Hoy, hace
apenas un par de horas, después de muchos besos y de incontables caricias
aplazadas, hemos subido por la vieja escalera hasta mi habitación barata, que
desde ese momento fue la más maravillosa de las habitaciones que jamás conocí,
porque en ella nos hemos entregado al dominio del cariño largamente postergado.
Y henos ahí
amontonados, sintiendo llegar el momento, sintiendo que estoy, por fin, a punto
de traspasar la frontera maldita.
Pero he aquí el
furtivo pinchazo del arrepentimiento. Ya no quiero morir; ahora sólo quiero
vivir, vivir intensamente con ella y para ella, entre sus brazos morenos que me
acarician despacio.
No, ya no más
el reino de lo oscuro, ya no la muerte; ¡la vida!, la vida en su más fabuloso
esplendor, la vida... pero el momento llega y es el más dulce, se agitan
nuestros cuerpos sobre las raídas sábanas en un éxtasis apocalíptico y final...
Ahora, sobre
las viejas sábanas, sucias de sudor y esperma, hay un cuerpo llorando
amargamente: Mi cuerpo, que ha sobrevivido, traicionado por ese amor desbocado
que llegué a sentir por la adorable Sara. Por Sara, que yace junto a mí,
empapada, fría. Sus ojos están cerrados y parece que no respira. Resignado,
toco su pecho. Su corazón no late. Al retirar la mano, en medio de la violenta
confusión de mis sentidos, distingo, junto al sonrosado pezón ya inmóvil, una cicatriz
en forma de cuarto menguante. No me atrevo a mirar su pelvis, en la que, con
toda seguridad, hay otra cicatriz que aparenta un cuarto creciente de luna,
como ése que desde un rincón de la ventana parece contemplarme con aire de
disgusto. Seco mis lágrimas. Ahora ya no me odio, pues mi sacrificio, esta
renuncia que no sé si al final fue voluntaria, ha servido, cuando menos, para
conceder el descanso a mi amada, en cuya muerte he leído mi amargo destino:
Seguiré envejeciendo, viendo pasar las tardes en cualquier parque o en los
alrededores de la estación, con el ruido de los trenes como telón de fondo de
mi desdicha. Seguiré agonizando hasta esa tarde terrible en que algún viandante
despistado confunda mi sueño con la muerte y me entierren en cualquier lugar
donde el viento no roce mi piel, en un lugar tenebroso donde nadie traerá
flores ni derramará una sola lágrima, donde eternamente viviré y soñaré que
estoy muerto mientras el hambre, la sed y los dolores de la decrepitud me
atormentan y los hombres me olvidan.
-Sergio
Borao Llop publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks
Literatúrame!
*
Como
una fiera
mansa,
obedezco
los mandatos
sin preguntas.
Cruzo las
piernas
al sentarme,
y no apoyo
jamás
los codos en la
mesa.
Amo a un
hombre,
tengo hijos,
un perro
y las debidas
rosas blancas.
Sigo un destino
marcado
por piedritas
de colores,
que,
a la luz de la
luna,
brillan
como la
felicidad.
*De MARIANA
FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com
La piel de la
letra*
Pequeños
garabatos casi indescifrables en una libretita gris. Números circunstanciales,
sin un nombre señal. Claves sin traducción. Letras del orden informático para
resolver un problema. Cada inscripción lleva a un asunto cotidiano ¿Y esos días
y esas horas y la tinta gastada y el papel? ¿La emoción, el enojo por el
desperfecto, el precio, la necesidad? Y los dedos, los ojos, la personalísima
arquitectura de lo mínimo ¿Y la imposible reconstrucción? Y el trazo de las
letras, ahora mudas, inexplicables teoremas, arañitas de ser, jeroglíficos sin
su piedra roseta. Y el pulso, firmeza o levedad del trazo, el orden o la
anarquía, lo no dicho, esa inexpugnable fortaleza, libretita gris.
Y el cuadro que
mirabas Leggere, palabras de Calvino de "Si una noche de invierno un
viajero" y el día que en Roma lo compraste junto al Leggere de Petrarca y
en Bs. As. buscarle un marco, y el clavo, y la gente que le dio su mirada,
libretita gris y qué mientras anotabas un número de service, de suscripción,
con esa letra aprendida en una escuela de un país que casi ya no existe, deseo
de igualdad, guardapolvo blanco, mientras sube la Aurora y la letra cambia se
hace joven, escribe en las paredes la fiesta de la lucha y en los cuadernos de
la facultad fórmulas que ya no sirven, no sólo porque no estás, ni siquiera
está el lugar, laboratorio, donde anotaciones y saberes se volvieron prácticas,
análisis ahora llevados a otros, que acumulan, tercerizan, chupan ¿Y la
igualdad y el guardapolvo y el país y lo que no se hizo mientras se escribían
las fórmulas? ¿y lo que no se pudo?. ¿A quién preguntarle?. La letra crece,
escribe números de parteros y pediatras en otras agendas que no están ¿Hay un
cielo cubierto de hojas intrascendentes? Atravesando el tiempo, niñas crecidas,
pediatra muerto, la letra apunta horarios de vuelo, llegadas a ciudades que
quizás recuerdo sola y vagamente con mi memoria flotante. La letra, los dibujos
de tinta con la misma mano que acaricia el pelo que adorna la cabeza llena de
preguntas -dolores: Cuánto tiempo gastado en apuntar, comparar precios de
aparatos, acaso inservibles, siempre mudos, absurdas esculturas plásticas ahora
a lo mejor tiradas mientras el póster comprado en Feltrinelli, Calvino que no
termina de leerse en nuestra casa - libro. Lectores que creaste, más que el
jugo de naranja que al final se podía hacer igual sin el aparato, como no es
igual la pared sin Calvino que cuenta acerca de los libros que producen una
curiosidad, imprevista, frenética, no claramente justificable. Números
escapados de un signo monetario inexistente, australes, dólares, dolores de no
poder volver atrás a comprar nuevamente las palabras de Leggere en el ocre
silencio del espacio italiano donde compartí tu familiaridad penetrante con los
libros. Libreta gris, qué puedo yo, en este universo de ganchitos, cómo puedo
sacarte del laberinto sin salida, pensaba cuando volvía del sanatorio sabiendo
que ya nunca vos, pensaba en eso, qué hacer con la libretita apoyada en la mesa
de la computadora, cerca de la pared, donde se lee acerca del leer, palabras de
Calvino y de Petrarca, que los visitantes recitan en italiano. Ahora hay nuevos
lectores (algunos que no te conocieron) ni saben de la libretita, tan chica, tan
doméstica ¿Y si había alguna señal que se me pasó? un grito oscuro de
despedida, letras, números, rizomas, perfume de papel. Y si hubiera un abrazo
escondido que sale a la luz cuando se unen los puntos de estaciones de trenes,
tus piernas adelantándose en alguna selva, en alguna vida, dejándome herida con
las pequeñas anotaciones sin sentido, plomero, presupuesto, se trata de
abrazarte con la mirada en la libreta, al niño, al guardapolvo, al país, a los
análisis transformados en números de vuelo para llegar a un lugar donde nos
tocamos de letra a letra a piel, a piel.
*De Cristina
Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
A TRAVÉS DE SUS
OJOS*
Creo que
primero amé sus ríos, sus bañados.
La iracunda
apostasía y su voz de vitrales.
-Amada mía-
(mentía) soy tus pies y tus manos, beso tus jirones de mayo-
-Nada te
pertenece, ni tu voz en mis manos-
Y cabalgaba,
tan callado. Ella ardía. Siempre.
Luego, el
espejo, consumida inocencia.
El, citadino,
tango sur donde cae la tarde.
-Ella baja las
manos, siente lentas sus venas-
¿Quien sabe la
geometría de su cruz?
Luego fue el
médano feroz en la tierra de los desahuciados.
Quiero aseverar
que soy “la cría repudiada”
Fue el único
que amé. Quizás otro me amó.
-Nunca lo supe.
Todo es igual y sin urgencia-
Yo amé todas
las cosas. Las posibles. Las inadmisibles.
Amé las largas
avenidas de crótalos. Las catacumbas.
El inquieto
sabor a azufre de mis siete lenguas.
Amé los
acortamientos hacia la locura.
No se me dio la
sensatez ni el juicio ni la sabiduría.
Si, se me dio
la potestad de amor de tierra.
En las blancas
noches de lobizones. Martes y viernes.
Del centro de
sus ojos me nombra por mi nombre apagado.
Y me muerde. Me
besa. Me acaricia. Me sepulta.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
Fogata*
A veces las
palabras no llegan
pero las huelo.
Huelen a
plumas.
Sin ellas hace
un frío de soledad.
Y hoy quisiera
lograr un incendio
–aunque más no
fuera-
un pequeño
incendio...
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
SOLAMENTE*
*Alejandra
Pizarnik
ya comprendo la
verdad
estalla en mis
deseos
y en mis
desdichas
en mis
desencuentros
en mis
desequilibrios
en mis delirios
ya comprendo la
verdad
ahora
a buscar la
vida
http://inventren.blogspot.com/
Durañona*
(De la Estación
Blas Durañona – Ferrocarril Provincial)
Siempre le
gustaron las plantas y los jardines, y aunque también se daba maña para hacer
arreglos de albañilería y así ganarse unos mangos con la changa, Néstor decidió
que tomaría la podadora, la pala y el rastrillo para ganarse "el pan
nuestro de cada día". Por esas cosas de la vida, alguien lo puso en
contacto con las autoridades del club de campo "Arboleda del Monte"
donde, entrevista mediante, tuvo que dar cuenta de sus habilidades cortando el
pasto y arreglando el jardín de una de las casas, bastante descuidado después
de algunos meses de ausencia vacacional de sus inquilinos. Su trabajo agradó
mucho a las autoridades, y muy pronto quedó contratado en forma efectiva para
el mantenimiento general del predio.
En un principio
le costó acostumbrarse al entorno. La imagen de las casas recortadas contra el
horizonte le parecía extraída de alguna revista de decoración que viera en la
sala de espera del traumatólogo de su hija. Esos colores chillones que herían
la vista, modeladas con el antiguo estilo de los ladrillitos de juguete, y unas
puertas y ventanas que parecían construidas en plástico, aunque al tocarlas uno
tuviera la desagradable sensación de percibir la consistencia y el sonido del
metal. Néstor sentía cierto escozor al contemplarlas, como si fueran ajenas al
lugar donde se encontraban. Pero la tarea era abundante, y con el correr del
tiempo se fue tornando indiferente a ciertos detalles, concentrándose
exclusivamente en los parques y jardines.
Se fue haciendo
conocer por todos. Y si bien le pagaban un sueldo fijo por mes, fue haciendo
una diferencia al aceptar distinta clase de changuitas de parte de los
residentes: cambiar el cuerito de una canilla, encolar una silla, reparar una
ventana de enrollar… Tareas que hasta hacía unos años parecían impensables en
un country, hoy se habían tornado cosa de todos los días. Había que contemplar
la posibilidad de ahorrar unos pesos, con el dólar tan alto…
Pero también
recibía algunas donaciones, de ropa que los dueños de casa ya no usaban, o de
libros que podían servirle para sus hijos en la escuela, elementos que
agradecido guardaba en el carrito que arrastraba detrás de la bicicleta, y que
generalmente representaban una alegría cuando llegaba a su casa. Apenas le
servía la mitad de las cosas que llevaba, pero nada era despreciable; su mujer
bien que sabía darse corte con la aguja y el hilo, y si no, su cuñado sabría
vender bien los libros usados. Todo funcionaba en equilibrio.
Néstor vivía
cruzando el antiguo terraplén donde, casi treinta años antes, existiera la vía
del Ferrocarril Provincial, que unía La Plata con Mirapampa, y del cual hoy no
quedaban ni rastros; los rieles y los durmientes habían desaparecido, robados
por manos anónimas, o bien sepultados por el paso del tiempo. Cada vez que
pasaba en bicicleta por aquel lugar, abundante de ralos pastizales, evocaba
aquellas entrañables épocas de su infancia, cuando se escondía entre la maleza
que circundaba la vía, para ver pasar aquellos imponentes trenes cargueros,
arrastrando una fila infinita de vagones, transportando las más diversas y a la
vez misteriosas mercancías.
Recordaba con
nostalgia ciertos juegos: cómo solía depositar monedas de cinco o diez centavos
sobre los ardientes rieles de la tarde, esperando que el mastodonte metálico
llegara en hora y aplastara con su potencia colosal aquella diminuta monedita,
revoleándola en el aire y –en caso de encontrarla, luego del impacto- palpando
la cruel curvatura que le había impreso a su superficie. Lo mismo hacía con las
latas de conserva vacías que encontraba por ahí, contemplando luego con sumo
interés el efecto devastador que podían producir tantas toneladas de metal
lanzadas a toda velocidad.
Ignoraba por
qué, pero esas imágenes habían ido resurgiendo del fondo de sus recuerdos en
los últimos días. "Me estaré volviendo viejo", pensaba, con una tenue
sonrisa asomando entre sus labios, y la profunda sensación de evocar un pequeño
fragmento de su vida donde recordaba haber sido feliz, sin preocupaciones ni
dolores en el alma. Esas angustias que luego sedimentan en el corazón,
provocando la -quizá inevitable- pérdida de cierta infantil ingenuidad.
Hasta que una
fría tarde de invierno lo comprendió todo.
Estaba casi
terminando de quitar los yuyos de un cantero, luego de podar una planta que
Miss Mary, la dueña de casa, ya no quería ver más, cuando vio llegar a Mister
Steven Durañona, a bordo de su flamante Jaguar color azul. Se saludaron
cortésmente, y apenas unos minutos después, Néstor lo vio salir otra vez. Se
dirigió hacia el cobertizo, luciendo un impecable tweed bordeaux, contrastando
con la circunstancial desprolijidad de las ramas de la planta recién podada,
desperdigadas a su alrededor, y un par de minutos después regresó, cargando
algo bastante pesado.
-Néstor, ¿sería
tan amable de ayudarme? -, preguntó al pasar junto a él. –El estudio está
helado, y quisiera prender la salamandra…
Él estuvo a
punto de aceptar, como de costumbre, cuando vio lo que aquel hombre llevaba
entre sus manos: un taco perteneciente a un aserrado durmiente de ferrocarril.
Se quedó
petrificado; un escalofrío le recorrió la espalda. Quebracho puro; como el que
aserraban cuando era chico cerca de su casa, una vez concluidas las tareas de
reparación del ramal, que no tardó mucho en cerrarse, ante la inminencia del
cambio económico generado por la dictadura militar. El estupor se vio reflejado
en su cara, porque Mister Steven volvió a pedirle:
-¡Néstor!
¿Sería tan amable? Hace mucho frío acá afuera, y esto está muy pesado…
Él actuó de
manera automática; le quitó el taco de entre las manos y lo entró en la casa,
dejándolo junto a la salamandra del estudio. Mister Steven le pidió que hiciera
un par de viajes más, y finalmente, encendieron juntos el primer fuego. Una vez
que comenzó a arder, Mister Steven Durañona encendió su pipa y le dio las
gracias, además de un módico billete por el servicio.
-Gracias -,
dijo él, y señaló hacia los tacos restantes. -¿Dónde la consiguió? Es buena
madera.
-Me la vendió
un pibe por acá cerca, a unos metros de la autopista. Dijo que la conseguía
fácil. Era mucho más barata que comprarla en otro lado. Y por lo que vi, me
pareció que prendería bien.
Al salir, pleno
de congoja, recogió sus enseres de manera mecánica, juntó las ramas con el
rastrillo, limpió todo con rapidez, y se alejó. Mientras avanzaba por el
parque, en las últimas luces de la tarde, reparó en unos juegos infantiles que
regularmente había visto desde hacía meses, pero que recién ahora le llamaban
la atención. Sobre todo, su estructura.
Tanto en las
hamacas, como en la viga del tobogán, o el conjunto entero de las vigas
paralelas para colgarse, habían utilizado rieles de ferrocarril. Pulidos y sin
óxido, pintados de diversos colores, pero rieles al fin y al cabo. Preservados
de la muerte, más no de la rapiña…
Desde esa
tarde, aceptó muy poco, casi nada, de las tareas que pudieran ofrecerle como
changa. Menos aún, las dádivas que solía agradecer con tanto entusiasmo,
pensando en sus hijos. Notó que comenzaba a trabajar con menor entusiasmo, así
como a faltar bastante, pretextando cualquier excusa.
Y a pensar
seriamente que debería buscarse otro pueblo donde poder trabajar en paz. Bien
lejos de ese club de campo.
*De ALDIMA.
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