sábado, junio 20, 2015

SEGURAMENTE HAYA OTRO LUGAR...

*Dibujo de Erika Kuhn.







*


En algún lugar del mundo
una canilla gotea
puedo oírla
las gotas caen imperturbables
se amontonan, ciegas y desnudas,
sobre un trapo de cocina
pienso que quizá mi alma
sea oída de igual modo
por alguien
y en algún lugar del mundo
se escribirá un texto
que hable de un hombre que gotea
su alma ciega y desnuda
sobre un viejo trapo de cocina/


*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar








SEGURAMENTE HAYA OTRO LUGAR…








LISURAS*




Aquellos tiempos lentos se deberían nombrar como si fueran lisuras arracimándose en celajes lentos, como de un tiempo de verdad, sin tiempo.
Algo que estuviera ahí, tenso como un hueco que hubiera podido cavar una gran cuchara inmensa lloviendo linares sobre el suelo. Aquel que las mariposas blancas armarían escarapelas móviles, posándose numerosamente, ciegamente, fugazmente hasta volarse solas o en grupos, abandonando ese tenso papel de barrilete o glacé que hoy no se compra en ninguna farmacia, ni hay labrador que fue siempre ese hervor pálido de otro tiempo, porque ahora es todo verdor sojero, de aquí hasta allá, campos de Dios, hasta la misma muerte.
A veces he pensado, no sin nostalgia, esa violencia que tiene el tiempo presente para arrasar con los recuerdos, los más queridos, aquellos que sólo puede compartirse con un igual, con un empecinado como uno mismo en desflorar aquello que sólo de una edad que nos arroja a la intemperie, a esa zona donde el recuerdo de un álamo carolina se puede confundir con el de Haroldo, en ese orgullo en que creció solitario, siempre hacia arriba, él, que comenzó muy niñín mirando el cielo, para acordarme de Vallejo, o un “penachito”, según el propio Conti, es decir el gran Haroldo, el que nos dejó mismísimas historias con ese tono dulzón que arrima poesía aunque lo suyo siempre fue una prosa limpia , sin ripios, primorosa llena de mimos hondos para su lector presente y fiel. Y viene con su Oreste y su Milo, o el mismísimo Pedro, el que tenía un hermano dolorosamente pegado al trabajo de la tierra, que decía que cuando se “sembraba sorgo no salía nunca otra cosa, que  siempre pasó lo mismo”, es decir el ciclo de la tierra. El duro, lento, atávico trabajo de la tierra, pero la tierra de otro tiempo, el que cumplía sus ciclos, y sus soles y sus brotes primorosos y no soñaba con todo el veneno que hoy se le tira encima con las consecuencias que usted lector conoce de sobra. ”Para qué abundar”, repetía David Viñas, cuando la paciencia se le agotaba  (y, colijo que tenía tan poca).
Cuando uno sabe escuchar, el campo siempre nos dice cosas, sentenciaba mi padre, que de chacarero pobre pasó a peón golondrina y no le hizo asco a ningún trabajo manual, así sea el más duro, el más corsario, porque estaban esos hombres listos para todo. Y en esos tiempos largos y no tan remotos, todo o casi todo se hacía poniendo el cuerpo a lo bestia, a lo animal. Maíz trigo, cebada, pasto, alfalfa. O meta hacha en el desmonte para preparar la tierra y hacerla parir, sembrarla como a una mujer, para que diera a luz sus frutos limpios, esos que iban a engrosar los alimentos de la familia.
Pero eso era en ese tiempo de antes, lisos como un cielo bajo, que arracimándose en arboledas en los caminos y los callejones largos, y un amarillo gritón para “el triguito que nace” solía decir mi madre , cuando veía todo el campo abierto que hoy engrosa lindamente este recuerdo niño. A esta adultez que arroja intemperie entre nosotros...



*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar










“PARADOJA DE GEMELOS” *


“Cuando te vaya bien llévame contigo, cuando te vaya mal no me defraudes."
BOB MARLEY


Hoy, por vez primera él le ha llamado estrella.
Y ha sido alfa centauro. Y ha cabalgado noches.
Y en un S.O.S. desesperado se ha hallado.
(Eres lo que soy)


Y los recuerdos, de pronto, los lapidan.
Y juntos entierran los duelos y los muertos.
Y vibran. Se estremecen. Palpitan. Ceremonias secretas.
(Hoy es ayer)


Y permanecen. Paradoja de gemelos. Perfecta.
Y la muerte pasa, inadvertidamente.
Y regresan los amados muertos.
(Pedí un deseo)


Y son “amados inmortales.”
Y conjugan los verbos de la infancia.
El pretérito pasado, es perfecto.
(Ayer es hoy)


Y se abrazan Se abrasan. Se enardecen.
Y arden, fieles a la especie. Lejanía y estrellas.
Y el beso llega, obsecuente, consecuente.
(Soy lo que eres)


“Cuando te vaya bien llévame contigo,
Cuando te vaya mal, no me defraudes”


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar








*


Mi padre
amaba
ir a pescar
en las noches
de invierno.

Lo recuerdo,
alto y solitario
a la luz
de una fogata,
como un faro
minúsculo
en la sombra.

Me es vedado
el pensamiento
de mi padre
mientras pasaba
las horas
en la barranca
a oscuras.

Presiento
la búsqueda
de cierta felicidad
que nunca comprendí
y hoy
es mi herencia.


*De MARIANA FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com








*


La palabra riega músicas en el desierto.

La palabra abre  infinitos surtidores y el desierto se puebla de castillos, joyas, perfumes, alhambras, almohadas, hadas.
La palabra es
Memoria de lo ausente

Sueño contra la muerte.


*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar










PASAJERA*


*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com



- No me gustan las despedidas - había dicho mi amigo Luis. Después me abrazó con impaciente levedad y se alejó hacia la calle, sin volver el rostro, sin mostrar la menor emoción. Dejando atrás los reflejos de los innumerables cristales, salió de la estación y se dirigió con prisa hacia el aparcamiento. Sonreí. Le conocía bien. Las separaciones le resultaban tan dolorosas como a cualquier otro, pero le molestaba emocionarse. Por ese motivo, siempre que era capaz de prever algún conato de abrazos prolongados y frases empalagosas, escapaba a la situación alegando una prisa que no siempre era fingida. Por otra parte, apenas faltaba un mes para que comenzase la nueva temporada: la rutina de los entrenamientos, el descubrimiento de las virtudes y de los defectos en los jugadores nuevos, la épica de los partidos, los problemas con la directiva... Y ahí íbamos a estar un año más, codo con codo, lidiando con jugadores, directivos y árbitros, empeñándonos en sacar adelante al equipo, sufriendo acaso alguna decepción en forma de final perdida, llenándonos de orgullo cada vez que alguno de nuestros jugadores llegaba a las ligas superiores. De ahí, del esfuerzo común, provenía nuestra amistad. A través de la enorme cristalera, vi pasar su auto, lanzado ya hacia la costa.

Consulté el reloj. Aún faltaban quince minutos para la salida del tren que debía tomar. (Tomar un tren - pensé - lo mismo que quien toma café o un aperitivo) Volví a comprobar mi billete; apuré el cortado que se enfriaba sobre la barra de la cafetería; compré algunos diarios; me dejé mecer por una apacible nostalgia.
Había terminado mi semana. L´ Estartit quedaba ahora allá atrás, arrinconado en los estantes de la memoria. Quedaban pequeños detalles, instantáneas fugaces que fui atrapando y colocando cuidadosa, ordenadamente, en el archivador de recuerdos gratos: Los paseos en barca, la inefable calma de las mañanas de pesca, los atardeceres frente al mar, en la terraza del club náutico o al otro lado del puerto, junto a la playa... Ahora todo era una bonita película en colores cuyas escenas desfilaban a cámara lenta, fotograma a fotograma, ante mis ojos agradecidos. La arena, el inequívoco olor del mar, las islas...
Pero en este lado, los minutos pasaban implacables. Aferré la bolsa de viaje y bajé las escaleras, al asalto del tren.
Un andén no difiere en exceso de cualquier otro. Los de esta estación, sin embargo, me resultaron particularmente hostiles (porque me alejaban del mar, de las tranquilas calas, de los inquietantes acantilados, del oleaje y las Medas. Porque me arrojaban de vuelta a la rutina, al trabajo agotador, al rostro siempre huraño y desconfiado del patrón, a la inacabable monotonía sonora de la máquina, a la nave oscura, a los hierros y a tantas cosas que aborrezco y de las que aún no he aprendido a prescindir)
Mi tren estaba llegando. Puntual como una calamidad. Silencioso como el sueño. Lento y poderoso, hizo su entrada en la estación, se detuvo, escupió algunos viajeros, permitió el abordaje de otros, cerró impasiblemente sus puertas y partió con el mismo sigilo con que llegara, igual que si estuviese huyendo del bullicio de las estaciones, buscando acaso el anonimato de los raíles.
Desde mi asiento, pude contemplar cómo la ciudad se iba diluyendo entre árboles, cómo los edificios se transformaban en bosque y las calles dejaban paso a los senderos. “Esta es - pensé - una ciudad de hermosos contrastes. Hay agua, hay vegetación, aire. Es cuanto se necesita para vivir. Hay asfalto, hay civilización. Es cuanto se precisa para ser desdichado”.
Tratando de huir de la tristeza que imperceptiblemente comenzaba a embargarme, indagué con disimulo los rostros de mis escasos compañeros de viaje. Ninguno de ellos consiguió llamar mi atención. Me resigné a los diarios.
Bombardeos en Mostar, corrupción gubernamental, hambre en alguna parte (o en muchas partes) de África y en otros lugares de difícil pronunciación, violaciones sistemáticas de los derechos humanos, no menos atroces violaciones de muchachas solitarias en parques nocturnos o garajes o zaguanes oscuros, nuevos atentados... Compruebo sin entusiasmo la fecha, sabiendo de antemano que es inútil. Que la fecha puede ser la de hoy, pero el horror no es nuevo, es el mismo que se repite sin descanso, día tras día, sin que nadie mueva un dedo por cambiar el signo de las cosas, sin que podamos aferrarnos ni siquiera al mínimo consuelo de una remota esperanza. Agobiado, guardé el diario y busqué una revista de humor, tratando de huir de la espantosa realidad. Con disgusto, con desaliento, comprobé que no tenía ninguna. Se habían quedado atrás, en el hotel o en casa de mis amigos, encerradas en el tiempo de las vacaciones, ajenas al devenir del ajetreo, aparentemente inocentes de las malas noticias que me traían de vuelta a lo cotidiano.
Estábamos llegando a Barcelona. De nuevo los enormes bloques de viviendas levantándose a izquierda y derecha, como otros tantos nichos alineados frente al pálpito cansado de mis ojos, delatando la presencia de la concentración humana, certificando de alguna manera el fin del verano. Luego, los túneles sumiendo al tren en las entrañas de la ciudad, entre vistosas pintadas distribuidas por los muros. Alegría o decepción coloreando los rostros de los viajeros que llegaban al final de su viaje y se apiñaban con sus maletas en los pasillos, prestos al abandono de los vagones, resignados al inaplazable retorno a la rutina, de algún modo impacientes por terminar con ese incómodo interludio que separa el verano del resto de los días.
Lo que siguió fue un barullo de gentes bajando a los andenes, abrazándose, despidiéndose, estorbándose, subiendo con prisa, casi con precipitación, a los vagones detenidos, buscando acomodo para sus maletas y para sí mismos, todo como una película antigua, de ésas en que los personajes se movían a una velocidad insólita y casi ridícula, pero nada de ello me pareció gracioso. Por el contrario, las prisas, el cruce de miradas fugaces, la disimulada lucha por un determinado asiento, los movimientos de cabeza en busca de una ubicación idónea, los gritos, las carreras por los pasillos, no hicieron sino contribuir al desánimo que había ido asentándose en mi alma en los últimos minutos.
Entre el gentío, me llamaron la atención dos mujeres. Ambas viajaban sin compañía. Una de ellas era rubia, bonita, de ojos inexpresivos. No supe si lamentar o celebrar que pasase a mi lado sin mirarme. La otra no era hermosa, pero su larga melena negra, sus formas poderosas y un algo exótico en su rostro, en su atuendo, obligaban a mirarla con detenimiento. En mal español, preguntó si el asiento contiguo al mío estaba libre. Me apresuré a ofrecérselo.
Cuando el tren se puso en movimiento, noté con asombro que el bolso de mano que descansaba en su regazo se movía. Una diminuta cabeza canina asomó por la abertura. Sonreí con disimulo ante aquella transgresión de las normas. En ese momento, entró el revisor en nuestro vagón. Ella me miró con sus enormes ojos negros. Puso su dedo índice sobre los labios carnosos, pidiéndome silencio, convirtiéndome en su cómplice, llenándome de una extraña ternura.
Alentado por ese gesto de confianza, me atreví a contemplarla casi con descaro. Su pelo basto, muy oscuro, la voluptuosidad de las nalgas, los labios llenos, gruesos, delataban la raza negra en algún recodo de su árbol genealógico. Todo lo demás parecía claramente occidental. Cuando por fin el revisor hubo contrastado los billetes y abandonado el vagón, le ofrecí un cigarrillo, que ella rehusó, y charlamos. Por sus palabras, supe que venía de Lisboa, que su nombre era Andrea, que regresaba, como todos, de unas cortas vacaciones junto al mar, que siempre viajaba con su perrito y que vivía en una pensión desde que se separó de su novio. Su voz destilaba bondad. Nada dijo acerca de su profesión. Sospeché oscuramente que era prostituta. Tuve ganas de abrazarla. Yo le conté a grandes rasgos las trivialidades que se suelen confiar a alguien que acabamos de conocer. (Pero ya intuía que no se trataba de una extraña, que ese gesto suplicante había tendido un puente entre nosotros, un puente que nos unía  y que nos elevaba sobre el murmullo de las conversaciones a nuestro alrededor, separándonos de esas otras voces, de esos otros rostros que no formaban parte de nuestra pequeña isla en medio de las vías) Ella me hablaba de su Lisboa, de su pasado. Después, la conversación derivó hacia las tópicas generalidades. Hubo momentos de cálido silencio, de miradas.
El tren se deslizaba veloz sobre los raíles acercándonos a la inevitable separación. En cada pueblecito atravesado, en cada estación, yo le contaba cosas de aquellos lugares, historias que a menudo inventaba para ver el gesto de maravillada sorpresa en el rostro de mi amiga, todo en pos de unos minutos más de conversación, de escuchar una vez más aquella voz con acento portugués que tanto me relajaba, que conseguía arrullarme llevándome a esa dimensión en la que todo es aún posible, donde cabe la ilusión de un mañana, de una flor renaciendo entre los escombros. Otras veces, fue ella quien hizo preguntas, tal vez por idénticas razones. En un par de ocasiones, pronunció mi nombre, atándome a su voz, llenándome de felicidad  y desazón porque ya Lérida había quedado atrás y mi ciudad iba acercándose sin compasión. Yo deseaba prolongar aquel viaje, permanecer allí sentado junto a Andrea que me miraba lánguidamente y cuyas manos oscuras de larguísimas uñas rojas despertaban mis viejos instintos primordiales.
Un silencio de campos vertiginosos corría paralelo allende las ventanillas. El sol bañaba los rastrojos y los montes lejanos, pero en el interior del vagón no había más luz que la que irradiaban los ojos de Andrea, que a ratos parecían estar buscando algo en el fondo verdoso de los míos. El tren lanzado era una sádica resta de minutos y yo no encontraba las palabras precisas. Me iba perdiendo entre explicaciones casi absurdas sobre los cultivos y el clima, disertaciones inexplicables acerca de la vida en las aldeas de mi tierra y en sus asfixiantes ciudades y exposiciones sinceras de las maravillas existentes en los tan amados Pirineos, pero todo ello como un alejamiento a pesar de los cuerpos tan cerca, de los rostros casi juntos y las manos rozándose en la división de los asientos. Cada estación era como una siniestra zarpa cayendo sobre mi rostro y desgarrándome. Uno tras otro, iban pasando los kilómetros, el paisaje se iba transformando, la angustia crecía hasta límites intolerables. Ya se divisaban, al fondo, los edificios que marcaban el final de mi viaje, los pétreos sepulcros verticales que iban a sumirme, de nuevo, en la más insoportable tristeza. Pensé, deseé, estuve a punto de pedirle que se bajase conmigo, que renunciase a su Lisboa, que se quedase a mi lado en esta ciudad, que compartiese mi vida.
En cambio, sólo atiné a decir: “Estamos llegando a Zaragoza. En medio de aquellos edificios altos está mi casa” El tren se hundió en las profundidades de la tierra, bajo el ajetreo de la ciudad; fue reduciendo la velocidad, prolongando cruelmente los minutos finales, aquellos en los que ya nada es posible. Por fin, quedó parado entre las luces falsas de la estación. Aun fui capaz de una última inspiración: No me apearía, seguiría con ella hasta Madrid, o hasta Lisboa o al fin del mundo. Un beso en la mejilla me separó de Andrea para siempre. Cuando el tren se puso de nuevo en movimiento, aún pude ver sus ojos clavados en mi rostro, como formulando una pregunta de imposible respuesta.
Después, recomenzó el decurso de los días de absoluta normalidad. Regresé a mis obligaciones, a la inmovilidad de una vida sedentaria, enmarcada entre las crudas aristas del trabajo y la soledad.
Sé que nada es perdurable. Que todo es un tren que viaja incansable entre las innumerables estaciones, deteniéndose efímeramente en alguna de ellas, atravesando otras sin ruido y arrebatando miradas de nostalgia, suspiros. Sé que la vida no es sino un compendio de recuerdos, un asombrado catálogo de estaciones que fuimos dejando atrás. Pero ahora que el tiempo ha pasado, el recuerdo de aquel viaje, de Andrea, vuelve a mí con insistencia, tiñendo de melancolía los atardeceres, y llevándome incomprensiblemente a ese banco del andén, desde el que, cada tarde, contemplo con atención  el tránsito engañoso de los trenes.



-Sergio Borao Llop publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!














Viajero*


Mi padre viene viajando. Partió il Giugno 30 del puerto de Nápoles. Atrás hay un viaje en tren al que llamaba "la letorina". Adelante el mar como horizonte. Un puerto y la promesa de vivir en Argentina. El pasaporte con aquella expresión tan parecida a Paul Newman en la foto dice que llegó il Luglio 21.


Sin embargo siento que sigue viajando.
Que el Sebastiano Caboto todavía no hizo escala en Río de Janeiro.

-Hay días. Momentos en que necesito que llegue, aún 63 años después...
"La voz del padre llega muchos años después" - Oigo decir al amigo cuando le cuento de mi espera.


Será por eso que el otro día mi padre llegó.

Nos dimos el doble beso de mejilla a la usanza italiana. Mezclamos lágrimas y risas.

Mi padre no era de ironías ni de evadir decir una verdad. Miró con sus ojos celestes en los que todavía reflejaba al mar inabarcable de su travesía y dijo: "Inténtalo, ahora tenés que ser tu propio padre"



*De Eduardo Francisco Coiro












Burbuja*



Escrito está tu nombre puño y letra
en los vértices quietos de mi sangre
alma mía bien sé que ya no vuelves
y el olvido no va a ninguna parte.
La luna, media luna de tu pecho,
a cieno polvo y humo se ha mudado
y crece como cúmulo y presagio
la inhospitalidad del desamparo.
No ven mis ojos nada lejos tuyo
y todo lo que ven se te parece,
sin embargo camino hacia adelante
y sin que tú me ayudes sigo el rumbo.
No vuelves, ya no vuelves, no te espero,
tú mismo lo dijiste, nos dijimos,
todo lo que haya sido, no será.
La vida es un fragmento, una burbuja
que decanta en el límite del tiempo.



*De Ana María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell









Ahogo*


Ante tanto dolor inacabable fue válido
buscar un refugio-un bunker-una nave
donde sentarse a respirar otro aire
un día-una hora-un instante
sosegar los latidos de la campana roja
creer que iba a pasar...
asegurarse
un respiro.
Permitir que los mojones del recuerdo
salven
o arrojen la esperanza necesaria.

Encontrar el camino
al final de mi camino,
un refugio
un bunker
una nave.



*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar









Son tan jodidos… *



–¡Solamente fallamos en la Tierra!– comentó el abuelo suspirando.

–¿Por qué?

–Bueno, nuestra avanzada de psicólogos había hecho como siempre. Sondeó las profundidades emocionales del planeta para neutralizar resistencias y colonizar sin dificultades, de modo que revisamos incluso esos arsenales de todos los mundos que son las bibliotecas. Y bueno, conocimos algunas cosas, confirmamos otras…

–¿Por ejemplo?

–…verdades universales. Humm…, bueno, me acuerdo de algunos nombres: Confucio, Buda, Lao Tsé, Marx, filósofos que iluminaron el lado oscuro de la realidad, solo que ni por casualidad sospecharon que al morir los subirían a los altares y les oscurecerían la filosofía. Pero todos, unos y otros llenaron bibliotecas y nos resultaron muy útiles.

–Útiles…

–Sí, y muy interesantes. Por ejemplo, para conocer la fuerza indoblegable que tienen sus víctimas, bah, ellos mismos cuando son oprimidos, y los cuidados que te obligan a tener cuando los creés vencidos.

–Bueno ¿y qué pasó?

–Mirá, no soy historiador pero me acuerdo de uno de sus antiguos libros, Biblión o algo así, ahí nos enteramos que andaban siempre detrás de dioses, hadas y gnomos, y al mismo tiempo, por los cuentos de un tal Fontanarrosa, que estaban siempre de vuelta aunque, fijate, ese otro también adoraba a un tal Centralito.

–No entiendo.

–Mejor, así te das cuenta de las dificultades.

–Pero abuelo, conquistamos mundos mucho más importantes…

–Sí, pero no más jodidos. Nuestras lectores espías aprendieron, por ejemplo, de la vida de un tal Bonaparte que aquí el genio militar no garantizaba nada pero, en cambio, de un tal Alejandro, que bastaba derrotarlos y respetarles sus dioses y su cultura para meterlos en el bolsillo. Es decir, los absorbimos literariamente para conocerlos, aprendimos de Kafka, por ejemplo, que siendo voluntaristas admiran la imposibilidad, de Rulfo y Di Benedetto que siendo torpes vuelven mágico lo que miran, de Dostoyeski y Stevenson que son ángeles y demonios. ¡Leímos a Freud!

–¿Freud?

–Sí, un sabio que llegó hasta la metapsicología de la metapsicología, o sea, a la telepatía y fue escrachado por sus discípulos. ¿Qué tal…?

–¿Qué tal qué?

–¡Ah, viste? Es complejo. Pero los estudiamos, y allá fuímos.

–¿Y?

–Y…, son tan jodidos. Siempre tienen algo… ¿Podés creer que ahí el varón se acomoda los testículos a cada rato? Es decir, el bulto para sentarse, para acostarse, para pararse pero mencionarlo es tabú. En su literatura hablan de cuánta cosa se te ocurra, por mínimo o repugnante que sea: de los amores escatológicos de Joyce, o de Gálvez al lado de Lugones en una sala de espera y el ruidito ominoso que Lugones le dirigió inclinando el cuerpo, o de la penosa noche 583 de Las mil y una noches en la versión de Cansino Assens que era la preferida de Borges, de lo que quieras, menos…, menos de acomodarse los huevos como les dicen.

–¡Uy…!

–Sí, fue un error, replicamos perfectamente al humano más dominante, el varón, y descartamos el otro, más subordinado y más complicado. Pero fue un error, las tetas…

–¿Las tetas?

–Sí, no las andan reacomodando.

–No.

–En cambio el otro, después lo supimos, se acomoda los testículos un promedio de 23,4 veces al día con movimientos fulminantes, casi imperceptibles, vía bolsillo del pantalón, vía ciertos dedos por la cintura como vinimos a notarlo mucho más tarde. ¿Pero sabés cuántas veces se acomodan los testículos en la literatura? Ninguna, en siglos de literatura, ninguna. Y los críticos igual, punto en boca.

–¿Y qué pasó?

–Solo una de las supercomputadoras barruntó algo pero no lo dimensionamos.

–Está bien ¿pero qué pasó?

–…dijo algo de huevocéntricos y patriarcales.

–…

–Bueno, nuestros replicantes fueron para allá sin saberlo. Es decir, calcaron la forma humana por fuera y por dentro. Y… , humm, allá tienen unos animales de corral que se llaman chanchos, que son gordos y pesados y son de estar echados o sentados.

–…

–Llevan los testículos atrás y quizá de tanto sentarse vinieron a quedarles como dos monedas.

–Abuelo, ¿pero y nosotros?

–Nos pasó eso.


*Por Héctor Cepol. hectorcepol@gmail.com








*


Seguramente haya otro lugar
más allá de este pozo
y de este horizonte seco
y quebradizo. Un lugar
para sentirse más palpable
y que hay que edificar aquí.


-De Hojas de sábila (1992)


*De Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar




INVENTREN
http://inventren.blogspot.com/


(De la Estación Saladillo Norte – Ferrocarril Provincial)


Escucha mi tren*



Partió el viejo tren, tal vez en un sueño;
solo niebla y viento, esa antigua caricia
envolviendo esos recuerdos postergados,
y música infinita en el posterior silencio....

Dormir, bajo un lecho de piedras suaves,
para no escuchar el eco tardío, el grito,
del metal alejándose, meciendo su rostro,
quizás callar como creo que vos callaste.

Nunca habrá más héroes bajo el cielo,
solo hombres y máquinas, solo el mar,
salpicando un vaivén de hierro corroído
y frío de despedida barriendo el andén.


El azul eléctrico y el corazón recóndito
del sílice feroz reducido a herramienta,
lágrimas por un tren que partió, tal vez,
la desolación en el mundo sin un tren.

La trama complicada, el diseño esquivo,
me asustó, destruyo mi táctica de árbol
y cualquier mención fugaz de tu nombre
se insinúa aún, en el brillo de mis ojos.

Juegos de niños sobre los rieles viejos,
como destinos que quedaron muy atrás
para forjar distintos tintes de caminos,
reflexiones para nuestros otros sueños.

El principio de la filosofía de lo distinto
emblema de lo por siempre en el origen
para obtener un estandarte de pasiones
y ser así el primer hombre equivocado.

Tu fuego también escapó con ese tren,
las enseres de la vida se fueron con él,
la chispa de la combustión más simple,
el rechazo a la risotada de la entropía.

¿Dónde apresaré hoy, ese otro nuevo sol?
¿En qué pensabas amor cuando fue amor?
¿Qué lágrima es ya huella que se aleja?
El tiempo, aguja de oro, tortura mi piel.

Escucha mi tren, desespera hacia otras latitudes
y el dolor es como un niño pálido, sin gorriones
o un gorrión sin alas, sin la prisa del mañana,
y la estación desierta, una migaja del pasado.

En mis manos, una sola rosa perdura, tu sonrisa
y en tu pelo el viento cansado de esperar, partió.
Este silencio es el recipiente cálido de mi agua,
vertida por la desierta sensación, de ya no verte.


*De Jorge Lacuadrajorgelacuadra@hotmail.com

– 03/08/14.-


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