*Dibujo de Erika Kuhn.
Habrá un poema*
Cuando el silencio sea
todo sentido
Cuando la cadencia
se expanda en la brisa
como arena tenue
y distante
Podrá tocar
la voz
cualquier textura
sin permiso
Cuando la huella sea
ilusión y compañía
abrazo sin letra
donación
de ausencia.
*De Alejandra Alma. almaalma3h@gmail.com
DONACIÓN DE AUSENCIA…
-Poemas de Alejandra
Alma.
*
Nunca fue simple
Le habían advertido y sin embargo
El día se intuía con dejos de belleza entre sus huecos
Brotaba de la boca algún candor
-desnudo-
Besaba los destellos de un lugar
Nacido entre los dientes y el silencio
O acaso de las grietas de una lengua
serenamente ajena
*
amanece porque sí
porque la vida dice
con su lenguaje de señas
un indicio de alegría
un color ya por venir
su capullo inesperado
*
darte la luz que soñé
la que presienten los tallos
segundos antes del pujo
darte la ajena confianza
de atravesar esta tierra
y saber que habrá una flor
al otro lado del salto
*
besaría tu lenguaje
que inventa cuerdas del cielo
y tiñe heridas con alas
*
en la orilla de tu voz
queda un mar
que no descansa
*
No hay retorno
ni única infancia
hay una niña alondra
un juego que despierta a una mujer
a tiempo de su olvido
*
En tiempo de los sueños
la niña se despierta
y trepa por los labios
de la risa
en tanto una mujer
dormida en hilos
pende
del más absurdo.
*
“cada día es la mañana desnuda…”
Luis Alberto Spinetta.
Es tarde
tu piel
se viste con ansias
apenas olvida
del viaje
el cielo encarnado
vestido de gris.
*
no sé como hablaría
con el mar
si el viento
no deja de mover
las yemas de mi voz
su playa
*
Esta lluvia sabe
su propia enunciación
dice la torpeza
precisamente
donde
un equívoco
hubiera deseado.
*
Cada día
más lívido
un poema se disipa
entre juegos de palabras
y el sol
renuente,
siempre un paso más allá
de la punta de mis dedos
*
el día surge abierto
iluso e impreciso
se arriesga como un puente
danzante
y se parece al sol
que escribe
en el arco de tus ojos
*
No hay forma de partir
los ojos de aquel sol
que danza en el postigo
de los días
*
La sal diluida
brazos de este mar
rompe en la mirada
peces como cuentos
puentes como acordes
manos que murmuran
el alba.
*
Umbral insistente
resquemor
viga atravesada en el medio
del comienzo
pensar es insecto
ruido pertinaz
atado al cuello del deseo
Se sabe
No hay árbol que haga pie
en tanto lodo.
*
Un pasaje
Sin costo
el don itinerante
Del paseo
Por las curvas de la brisa
O la vida dentellada
De los puentes
Que olvidaron su destino
a cada paso, el tiempo
la magia de hallar
el clima propicio
en la aptitud del camino
una oportunidad
reclinada en la confianza
de los cuerpos que se van
encontrando.
*
Se sabe
que la magia existe.
Ella es mariposa
que ignora su tiempo
que vive y que muere
transgrediendo flejes
de un mundo
que sigue
sin hallar sentido.
*
¿Podría el amor
sostener
un cuerpo sin manos?
Acaso sentir
el dolor
entrar en su carne
moverlo de sitio?
Podría gestar nuevas piernas
un sexo inventado
besar otra lengua
de inéditas formas
Podría el amor
pasear por la risa
un tiempo de vida
Espejo fugaz
Rostro
En ojos amantes.
*
mi cuerpo podría contar
cada letra íntima
si acaso vibraran acordes
-solo de cuerdas-
las lenguas que nunca se alcanzan.
*
tu mirada recorta el espacio
dibuja un acento
apenas es puerta entreabierta
incómodo cuello
lateral
interrupción
en el rumor de la vida.
¡Respiren hondo!
Si algo del azar traía un eucalipto,
su aroma comenzaba en los ojos de la abuela Sara.
No sé si era ese brillo o el énfasis del cuerpo
lo que nos reunía para obedecer su gesto.
Amorosamente y con enérgica voz, enseguida diría:
-Respiren hondo!
Nosotras, alternábamos en mover la boca, la nariz y la piel
(según la que estuviera más a mano)
pero seguro, el verde nos tocaba.
Desde aquel momento en que cada agujero era apertura,
la vida es cuestión de inhalar profundo
y cada árbol que sienta su perfume,
el aire
la oportunidad de respirar.
*
nada aprendió la lluvia
igual pasaba por aquí
contaba grises calmos
sabía escabullirse entre baldosas
beber el cielo de edificios
sin caer
y a veces
sin querer
tocarme.
*
un hilo fino
una equilibrista
pequeña
un destello suave
y la bruma toda
***
- Alejandra Alma, es Psicopedagoga. Escribidora. Soñante.
-Más
textos en su blog
INVENTREN
Oráculos*
(De la estación Ingeniero
Williams – Ferrocarril Midland)
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
Me leyeron las líneas de la mano
en La Plata. Los posos del café en Villa Mercedes. Una mujer sumamente vieja y
delgada, cuyos ojos refulgían como diminutos diamantes de fuego, me echó las
cartas en un oscuro tugurio de Buenos Aires.
Todas las predicciones auguraban
lo mismo: Debía ir a ese lugar. Tal coincidencia me alarmaba. Las
razones nunca estaban claras. Unos decían una cosa, otros, la contraria; los
más, esgrimían la consabida excusa de que la adivinación no es una ciencia
exacta y de ese modo eludían dar mayores explicaciones.
Les cuento lo más curioso: yo
nunca creí en esas patrañas. Fue una amiga quien me persuadió. ¿Qué mal podía
hacerme? -preguntó, con esa convicción inocente de la que sólo ellas son
capaces. Así pues, lo hice únicamente por complacerla (y de paso, me dije, tal
vez ella, alguna de estas noches...)
Si la primera adivina (su
cuchitril era un arquetipo de consulta esotérica engañabobos, con gigantescas
cartas de tarot en las paredes, a modo de cuadros, y una bola de cristal sobre
un tapete de terciopelo negro, colocado encima de la mesa hexagonal que ocupaba
el centro de la sala, sobre la cual había una lámpara de gran potencia. El
resto del cuarto estaba a media luz, para realzar el misterio, supuse) no
hubiese mencionado el nombre, la cosa hubiese terminado ahí. Un juego
inocuo, una frivolidad más entre tantas otras. Pero lo hizo. Y luego me miró,
leyendo en mis ojos una intranquilidad que le animó a seguir por ese camino.
Cuando salimos (mi amiga me acompañaba), mis comentarios acerca de esos lugares
de adivinos y mi risa forzada provocaron su curiosidad. Algo había sucedido
allá adentro y ella era consciente. Le conté lo sucedido (realmente no todo,
sólo lo necesario. Tampoco es cuestión de airear chismes de otro tiempo) y dije
que sólo se trataba de una casualidad, pero no quedó convencida. Propuso
visitar otro sitio. Ella se ocuparía. Conocía gente. Yo aparentaba estar
tranquilo, pero algo había permanecido dando vueltas en mi interior. Así que,
entre risas, y sólo por contentarla, volví a aceptar.
La segunda vez fue en Morón. A
Rebeca (mi amiga) le hablaron de un hombre anciano, recluido en una casa a las
afueras y cuyo contacto con el resto de los vecinos era muy escaso. Se dedicaba
a algo llamado libanomancia, un rito mediante el cual se puede adivinar
a través de la observación del humo. Jugar con fuego no me atraía en absoluto,
pero ya había dado mi consentimiento previo, así que no fue posible echarse
atrás. Fuimos hasta allí, vimos cómo el viejo juntaba un montón de ramas secas
y las encendía, sentándose luego junto a la hoguera e invitándonos a imitarle.
Mientras aguardábamos, él contemplaba el humo, muy atento. Quizá para hacernos
más llevadera la espera, nos estuvo hablando de su especialidad (también
llamada capnomancia o ignispecia) y de los múltiples éxitos
cosechados en más de cuarenta años de práctica. En un momento dado, enmudeció,
me miró con una expresión severa y nombró el sitio. Después nos rogó que
nos marchásemos. Dejé unos billetes sobre la mesa de la cocina y salimos a la
brisa del atardecer. Mi amiga callaba. Dos veces no podía ser una mera
coincidencia.
Pero si por un momento pensé que
la cosa iba a terminar ahí, no conocía bien a Rebeca. Unos días después se
presentó en mi casa, me obligó a vestirme con prisa, nos metimos en el auto y
condujo hasta Quilmes. Allí nos recibió Madame Cheirét (o Chouriet, o algo
similar). Su técnica era la fisiognomía. Esta especialidad consiste,
según me fue explicando Rebeca durante el viaje, en el estudio de las cabezas y
las caras. La mujer, ciertamente amable, me ofreció asiento en una silla
antigua. Después, se colocó frente a mí, en un sillón situado sobre una especie
de pequeña tarima, y se puso a mirarme con insistencia y atención. De cuando en
cuando, se levantaba y pasaba sus manos por mi cabeza o mi rostro, como para
comprobar la veracidad del testimonio ocular. Me sentía terriblemente incómodo,
pero Rebeca estaba radiante. Aguanté casi una hora entera. Después, escuché la
palabra que no deseaba (pero temía) oír, pagué, nos despedimos. Regresamos a la
ciudad.
“En Rosario hay un tipo que se
dedica a la grafomancia”, dijo Rebeca por teléfono dos días más tarde.
“Mañana vamos”, contesté. Mientras yo trataba de fijar una cita para esa misma
tarde (cine, cena y unas copas cómplices), ella me explicaba con detalle la
“ciencia” en cuestión: Se trataba, según entendí, del estudio de la escritura.
Tamaño, forma, inclinación, todo eso. No hubo más discusión. No oyó (u simuló
no haber oído) mis razones, casi súplicas, para vernos esa misma noche.
Al día siguiente viajamos hasta
Rosario. En tren. No me apetecía conducir tantas horas y, de paso, tenía la
esperanza de quedarnos allí a pasar la noche y, ¡quién sabe!
El Doctor Morales –tal era el
nombre del grafomante- vestía una bata blanca cuando nos abrió la puerta
de su estudio, un lugar atiborrado de objetos de diversa índole, muchos de los
cuales desentonaban entre sí, dándole al lugar el aspecto de un trastero, un
almacén de antigüedades o la vivienda de un demente. De entrada, me incliné por
esta última posibilidad. El tipo nos condujo, a través de aves disecadas,
aparatos de radio estropeados y muebles con irreparables desperfectos, hasta su
despacho, no muy diferente, en realidad, de lo que habíamos dejado atrás, salvo
por la luz, más nítida.
Me sentó a una mesa –previo
desalojo del montón de objetos amontonados sin orden sobre ella- y me conminó a
escribir. “Cualquier cosa”, dijo. “Da lo mismo si es una idea, unos versos de
Dante o una colección de chistes sobre gallegos. Usted escriba. Para ponérselo
más fácil, esperaremos aquí al lado. Cuatro o cinco folios bastarán. Lo dejo a
su elección”. Después de proveerme de unas cuantas hojas de papel en blanco,
lapiceros y una botella de agua, el doctor desapareció con Rebeca por una
puerta diferente a la utilizada para entrar. Sospeché que conducía a la casa, a
sus habitaciones. Sentí una cruel punzada de celos, cuyo aguijonazo aplaqué
escribiendo casi furiosamente.
No me seducía la idea de dejar
allí constancia de mis ideas, así que recurrí a los clásicos. Recordaba pasajes
del Decamerón, del Quijote, de La Ilíada. También el cuento Ante la Ley, de
Kafka. La rememoración de esos textos, leídos tantas veces en la soledad de mi
cuarto, me sirvió para olvidar dónde estaba y qué estaba haciendo –y, sobre
todo, el temor infundado de que, en ese mismo momento, el supuesto doctor y mi
adorable Rebeca estuvieran demasiado juntos-. En el cuarto folio redacté dos
sonetos de Borges y el quinto lo usé para reproducir El espejo que huye,
relato de Giovanni Papini. Sin omitir una coma. Lo conocía de memoria.
Tardaron más de hora y media en
regresar. Para entonces ya había usado otros tres folios, dejando en ellos
fragmentos dispersos de Lugones, Poe, Chéjov y Pablo Neruda, el poeta con
mayúsculas, como le llamaba cariñosamente uno de mis alumnos. Morales tomó
asiento frente a mí y se abismó en la lectura de mis garabatos. Mi amiga se
colocó justo detrás de él, leyendo por encima de su hombro. Yo la miraba con
amargura y también un poco de ira, pero ella no me prestaba atención,
concentrada como estaba en la contemplación de los folios escritos. Deseé estar
lejos. Aunque fuera en ese lugar al que todas las señales parecían ligar mi
futuro. El “doctor” tomaba notas, subrayaba algunas palabras, hacía círculos
rojos alrededor de párrafos enteros. Yo esperaba el veredicto sin interés. La
voz de Morales pronunció el nombre como una sentencia. Al oírlo, el
rostro de Rebeca resplandeció, o eso creí ver. Fue sólo un chispazo, pero esa
sonrisa borró de un plumazo mi malhumor. Caminamos charlando hasta un hotel. El
conserje nos recibió con suma amabilidad. Hubo suerte (sin duda apoyada por el
billete que deslicé con disimulo sobre el mostrador de recepción): Había, en
efecto, dos habitaciones contiguas con puerta de comunicación interior.
En la cena me mostré encantador,
conseguí que Rebeca tomase un par de copas de champán tras el postre, le
prometí un nuevo viaje para la semana próxima: iríamos a ver al siguiente de su
lista (a esa altura ya había confeccionado una vasta nómina de “especialistas”
en asuntos esotéricos), pero la puerta de comunicación permaneció cerrada toda
la noche. No dormí bien. En la madrugada, creí oír un ruido. Fui hasta la
puerta con la esperanza de que ella, por fin… Traté de girar el pomo con
precaución, mas no se movió ni un milímetro. Decepcionado y triste, volví a la
cama y caí en un sueño entrecortado, repleto de imágenes tenebrosas. En medio
de dos pesadillas, me juré terminar con todo aquello de inmediato.
En el desayuno, Rebeca me
anunció que debía permanecer en la ciudad un par de días, trámites burocráticos
para su madre, quien no andaba bien de salud. El viaje de vuelta fue una
tortura. Me encerré en casa y juré no volver a salir en mi vida. Leí furiosamente,
escuché música a un volumen que mis vecinos seguramente juzgaron excesivo,
jugué al ajedrez contra un rival imaginario, ordené toda mi colección de sellos
antiguos. No habían pasado tres días cuando Rebeca se presentó en mi puerta, se
declaró asustada ante mi aspecto, me obligó a tomar una ducha, afeitarme,
vestirme “decentemente” y acompañarla a un sitio. “Es una sorpresa” dijo. Esa
energía suya siempre me desarma, así que obedecí. Sin la menor objeción.
Todos padecemos adicciones. Sean
graves o insignificantes, nos acompañan a lo largo de nuestra vida y, a veces,
ni las percibimos. Puede ser el alcohol, las drogas, el sexo, el ego –la más
común y menos diagnosticada-, el chocolate o las bebidas dulces. En esa
ocasión, mientras íbamos hacia Trelew, para visitar a un experto en ornitomancia
(observación de las aves), descubrí que la adicción de Rebeca eran los
gabinetes esotéricos. Y me arrastraba tras ella como a un perrito, con la
excusa de hacerme un favor: era yo quien necesitaba “consejo espiritual”. El
asunto resultaba muy extraño –no voy a negar lo evidente-, y mi curiosidad
crecía con cada nueva respuesta afirmativa. Pero ¿quién necesita conocer el
futuro? Bastante tenemos con soportar el peso del pasado y vivir lo mejor
posible el presente.
En Corrientes fue la enomancia
(lectura de símbolos en el vino).
En Mendoza la numerología.
En Luján, la sicomancia,
que utiliza hojas.
Fueron semanas de viajes,
escenas sacadas de películas en blanco y negro, habitaciones contiguas pero
siempre separadas y esperanzas renovadas por la mañana, que veía arder cada
noche en el fuego glacial de la soledad. La boca de Rebeca era una promesa
eternamente pospuesta. Y el dinero empezaba a menguar de forma alarmante.
En Bahía Blanca, botanomancia
(como se deduce del nombre, usa las plantas).
Xilomancia (madera) en Paraná.
Aluromancia (adivinación practicada con
harina) en Junín.
Se ha dicho que la locura es
hacer siempre lo mismo esperando un resultado distinto. Nosotros hacíamos justo
lo contrario: Probar diferentes medios y obtener un mismo resultado. Llegó un
momento en que ya parecía imposible la existencia de otra respuesta. Si eso
hubiera sucedido, si se hubiese producido un cambio, tanto Rebeca como yo nos
hubiéramos quedado atónitos y, con seguridad, hubiésemos pedido la repetición
de la prueba.
Bibliomancia en Córdoba (El libro utilizado
fue La Eneida, de Virgilio. Así solían hacerlo, se nos explicó, los romanos).
En Catamarca, ceromancia
(se usa la cera de una vela).
Si al principio nos guiaba la
búsqueda de una comprobación, ahora era más bien la esperanza del error: que en
una de esas gravosas visitas, alguien pronunciase otro nombre, abriendo así una
ventana a otra realidad, un agujerito minúsculo por el cual escapar de esta
condena que se cernía, implacable, sobre mí.
Aeromancia (observación de los fenómenos
atmosféricos) en Salta.
Tarot en Resistencia.
Al borde de la extenuación y la
ruina, Rebeca insinuó una última posibilidad: En un lugar llamado La Serena, en
Chile, existía un viejo cuya habilidad consistía en interpretar los signos de
la arena. Tras dos horas caminando por la playa, agachándose de cuando en
cuando para observar algún dibujo más de cerca, el anciano meneó la cabeza: Su
dictamen fue implacable.
Era el último viaje. O más bien
el penúltimo. Faltaba uno, naturalmente. Yo ya no tenía ni para gasolina. A la
vuelta, vendí el auto y fui a la estación. Saqué dos pasajes para Ingeniero
Williams y llamé a Rebeca, pero no obtuve respuesta. Dos días estuve
telefoneando sin resultado. Fui a su casa, pero la portera sólo me informó,
secamente, de su ausencia y no condescendió a dar más explicación. Me miraba
con desconfianza. Pensé en contactar con la policía y denunciar su
desaparición, pero algo me urgía más: Terminar con eso que me estaba calcinando
por dentro. A la mañana siguiente, tomé el tren hacia Ingeniero Williams.
Hice la mayor parte del viaje
dormido. O abstraído. Al llegar, bajé del vagón con un sentimiento de derrota
en mi ánimo. Como si los fantasmas del pasado me hubiesen obligado a regresar.
“¿Y ahora?”, me pregunté. En la estación no parecía haber nadie más, lo cual me
contrarió, porque charlar dos minutos con el encargado o un viajero cualquiera,
me hubiera servido para serenarme. Para sentir el suelo bajo mis pies.
Me senté en un banco, al sol.
Recordé, como había venido haciendo durante esas últimas semanas, las escenas
de veinte años atrás. Quise razonar que tal vez este regreso era mi expiación.
Sin duda, no estaba preparado para lo que ocurrió a continuación.
De un rincón en penumbra, a mi
derecha, a unos diez u once metros, surgió una voz que no pude dejar de
reconocer.
- Te estaba esperando.
Pensé que se trataba de un
espectro, pero el contorno del hombre de quien provenía el sonido parecía muy
sólido. No podía verle el rostro (¿era realmente necesario?). Sólo el gabán, el
sombrero, los zapatos. Las manos enguantadas.
- Te creía muerto – respondí,
con un aplomo que no hubiera supuesto.
- He esperado mucho tiempo
–dijo, como si no me hubiera oído.
- Veinte años – susurré.
- Veinte años – repitió él, como
un eco acusador.
Podría excusarme alegando que lo
ocurrido entonces fue accidental. Que yo no pretendía su ruina ni seducir a su
mujer. Y mucho menos hacerle daño a él, a quien consideraba un buen amigo.
Simplemente ocurrió así. Sólo defendía mis intereses. Eran las reglas. Pero
incluso a mí, tras tanto tiempo, todo eso me sonaba a palabrería sin sentido.
Había llegado la hora de la venganza y yo estaba dispuesto a dejarme matar sin
una sola queja. Me parecía justo.
Fue entonces cuando percibí el
perfume. Miré hacia el rincón. Tras la sombra del hombre, había otra, más
pequeña, casi imposible de ver desde la zona soleada donde yo me encontraba. Y
lo comprendí todo. Sin decir palabra, fijé la vista en el suelo, ante mí. Otro
tren acababa de llegar. Iba en dirección contraria. Nadie bajó. Oí pasos a la
derecha. Cuando miré, en el rincón no había nadie. Por un instante, aún tuve la
esperanza de haber sufrido una alucinación provocada por el sol. Pero al volver
la vista pude ver, como en un destello, un abrigo de mujer desapareciendo en el
interior del vagón. La puerta se cerró y el tren echó a rodar sobre las vías.
La estación quedó desierta. Pronto, el sol se pondría y la noche austral lo
invadiría todo.
-Sergio
Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
GONZÁLEZ RISOS.
PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN. PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO
GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO
BONZI.
KM 12. LA
SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA
CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO
MIDLAND.
***
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POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN
TRONCONI. CARLOS BEGUERIE.
FUNKE. LOS
EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA
PLATA.
InventivaSocial
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Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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