*Obra de Walkala.
Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
*
A veces el
silencio
y la cara de
espanto cuando la comida
se quema en la
olla de aluminio.
A veces el
silencio
y los dedos
como pájaros de madera
picoteados de
humedad.
A veces el
silencio
y los relojes
que se doblan en mareas interminables.
A veces el
silencio
y una muñeca
envejeciendo en la camita pequeña.
A veces el
silencio
y los perros,
malditos
perros, que insisten en ladrar a la luna.
A veces el
silencio
viste la
desnudez
*De Paz
Bongiovanni. pazbongio@hotmail.com
DARÍO *
¿Darío? ¿Cuál
Darío? Se pregunta Idea Vilariño en su penetrante libro “Conocimiento de
Darío”, imprescindible para conocer una personalidad tan evasiva o inasible
como la de este poeta grande y verdadero.
No se ponen
de acuerdo sus contemporáneos ni sobre su aspecto físico ni por los más
sobresalientes de su carácter. Pero casi todos coinciden en esa imagen de
indefenso “que iba como dormido entre la gente”, según alguien lo definió.
También es muy
cierto que como alguna vez aseveró el crítico Ángel Rama y que aquí retoma
Vilariño, a nadie se le exigió tanto, a nadie se perdonó menos, ya que cada una
de sus actitudes políticas no se ponen en contexto y se lo enjuicia con la
implacable vara de la coherencia que no siempre pudo exhibir un hombre que fue
muchos hombres y a veces debió luchar con sus propias debilidades y sus propias
miserias como cualquier mortal.
Nacido en un
pequeño poblado de Nicaragua, llamado Metapa, en 1867, con el nombre de Félix
Rubén García Sarmiento y criado por sus abuelos paternos tras la separación de
sus padres, fue un niño precoz que a los catorce años ingresa a un diario
opositor y es detenido por escribir contra el tirano de turno en su país.
Rubén Darío,
tal el nombre que adoptó, tal vez en homenaje a su abuelo, produjo una
revolución en las letras escritas en castellano , tan original que fue un
acontecimiento continental único, ya que los otros movimientos fueron
copias de las vanguardias europeas y es junto a la gauchesca, lo más original
(únicas) que dieron estas tierras.
Vivió como pudo
del periodismo y de la diplomacia—cuando no cambiaban los gobiernos de su país
por asonadas o golpes de estado—y entonces sobrevivía de su trabajo
intelectual, siendo tal vez de los primeros en hacerlo profesionalmente.
En 1888 está en
Chile cumpliendo tareas diplomáticas y se pone al frente del Modernismo con su
libro “Azul”, una tendencia que había comenzado otro grande que al conocerlo lo
abrazó y lo llamó “hijo”. Era José Martí.
El Modernismo,
como sabemos, oxigenó la poesía y la prosa de nuestro idioma. También tuvo un
ejército de seguidores menores pero de ello no tiene la culpa.
Volviendo al
texto de Vilariño que trata de desentrañar la psicología de este desconocido
“que era muchos hombres, ingresa en el análisis de sus amores
tempestuosos y tal vez nunca ponderados como tales, ya que frecuentemente son
relaciones pasajeras o, la frase es de Vilariño “carne de alquiler”.
Siendo
embajador en Madrid en el año 1900, conoce a Francisca Sánchez del Pozo,
natural de Navalsaús, Avila, que le presenta Amado Nervo y conviven catorce
años. Tienen tres niños, dos nenas que mueren pronto y un niño, Rubén Darío
Sánchez, que sobrevive. Esta mujer, analfabeta, a quien él enseña a leer y escribir
en castellano y francés será la responsable de que nosotros podamos leer sus
poemas, ya que lo amó con devoción y a la muerte del poeta recorrió todos los
países donde él había estado y recogió amorosamente sus escritos porque en el
desorden de la vida de Rubén Darío no le permitía guardar un solo original.
Cuando él
partió hacia Nicaragua, donde moriría le escribió un poema bellísimo y
desgarrador donde le dice “Francisca Sánchez acompañamé”, que es súplica y
agradecimiento.
Ángel Rama se
preguntaba por qué si su estética estaba perimida sus poemas nos siguen
conmoviendo Tal vez porque Darío fue un grande de verdad, que la humanidad
conoce muy de vez en cuando, sin asomo de duda y su voz resuena para siempre
entre nosotros.
*De Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
*
Cuando
te atraviese
el rayo
de la
felicidad,
no te resistas.
En el precario
refugio
de los días
es el relámpago
que ilumina
las sombras.
Luego,
habrá tanto
tiempo
para noches
oscuras.
*De MARIANA
FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com
A solas*
*De Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Uno
Antes de colgar
la bocina –repasando con los dedos el cable del teléfono– mencionaste una
mancha de humedad con la intención de demorar la llamada. Del otro lado
de la línea hubo un carraspeo seguido de un “no te preocupes” dicho sin fuerza,
con apariencia de un monosílabo. Mantuviste la esperanza, pero él se
despidió con besos lejanos, con el regreso de Buenos Aires previsto dentro de
una semana, la consabida promesa de fotos y recuerdos. Más tarde, antes
de que el reloj marcara las cinco, el departamento adquirió la consistencia de
un estanque silencioso que parecía pintar de verde las paredes, una sutil
invitación que estabas acostumbrada a ignorar, porque las sorpresas eran
fragmentos de otro tiempo, y ahí, sentada, a mitad de la sala, prescindías del
asombro porque éste era sólo un mero acto transitorio. Con ojos aburridos,
las manos inmóviles sobre la falda, recordaste el momento de colgar la bocina,
el ligero vaivén de cortinas que le siguió, como si un fantasma hubiera estado
tras ellas, soplando entre los pliegues para lograr un suave impulso de
olas. Apoyaste los labios en el silencio que cubría los muebles, mientras
bajabas los ojos al piso, al bosquejo de sombra de una muñeca de
porcelana. La hora en el reloj perdió importancia y ya ibas a levantarte
cuando en el departamento de al lado comenzó el ruido. Te preguntaste si
habías soñado ese ruido en particular (uno tenue, de pasos intermitentes, que
parecían ir en círculos), porque soñabas todas las noches y tenías la rara
habilidad de despertar con el sueño en la boca, como si nunca hubiera acabado y
estuviera frente a ti, listo a ser repetido en el desayuno, palabra por
palabra. En los sueños de los últimos días, un hombre de sombrero
habitaba el departamento desocupado. Soñarlo era distinto porque con él
no había historia al despertar, como si deliberadamente eligiera esconderse en
la imaginación y te dejara –a modo de anzuelo– algunas certezas aisladas:
el color de su corbata, la barbilla mal afeitada, el sombrero abandonado a los
pies de una reproducción de Renoir. Al principio te pareció absurdo, pero
pronto comenzaste a sacar rechinidos de las puertas, a crear sonidos
inesperados con el agua, porque sabías que él estaba ahí, del otro lado, atento
a tus ruidos, y a veces sentías que te soñaba, porque a solas, sin nadie que
confirmara tu presencia, era natural que los papeles se invirtieran.
Sonreíste al intuir su desconcierto cuando salías y dejabas el departamento en
silencio. Bajabas las escaleras apenada por tu ausencia, veías de reojo
la puerta azul, y entonces podías imaginarlo acostado en la cama, concentrado
en la superficie de un vaso con agua, como si ahí estuvieran flotando el
insomnio y el hastío.
Dos
Cuando llegó
con la noticia, pensaste que el nuevo trabajo no afectaría el rumbo de sus
días. Al mes vino la primera salida: un viaje rápido a Monterrey que
aprovechaste para visitar amigas, cambiar de lugar cuadros y plantas. En
los meses siguientes Nueva York, Montreal, Bruselas, fueron nuevas marcas en el
mapa. El mundo fue creciendo para él mientras el tuyo era del tamaño de
los recuerdos en los libreros, de las fotos bajo la cama que tratabas de
alinear en una misma historia. Los viajes de negocios eran parte de las
nuevas responsabilidades y él las aceptó sin pensar demasiado, esgrimiendo ante
tus tibias protestas la promesa de un sueldo atractivo, viáticos ahorrados, un
futuro tranquilo, sin riesgos. Ahora, mientras recorrías la sala para
cubrir el estanque con tus pasos, entendiste que el riesgo era verle la cara al
silencio, llevar una vida inmóvil, más sensible a los olores, receptiva a la
sombras de los muebles, a las luces en la sala de espera que hacían de tu
silueta un rastro perdido entre la gente. Las continuas visitas al
aeropuerto fueron un ritual en ocasiones modificado por la compra a última hora
de un rollo fotográfico, por un adiós dicho con palabras diferentes.
Tuviste que memorizar la ruta de la terminal a la casa, prender el radio para
dar cauce a algún pensamiento mientras arriba, las luces de un avión, cruzaban
el cielo. Aprendiste a olvidar despedidas, olvidar frases iguales para
concentrarte en imágenes que pudieran unirte a él; así, te convencías que
Buenos Aires era una débil lluvia, muy parecida a la que veías por la ventana;
que en las madrugadas los dos eran presas del insomnio y, en ese momento,
horarios y distancias no existían, porque abandonaban la cama al mismo tiempo:
él se dirigía al pasillo de un hotel extraño, uniformado por una luz sucia,
amarillenta; y tú ibas descalza a la ventana, con una lámpara de pilas en la
mano, como si la inocencia de tu deseo fuera suficiente para darle potencia a
su luz, volverla faro que iluminara sus párpados, los ojos.
“Probablemente ese hotel lo he soñado” murmuraste mientras ibas a la cocina y
matabas el tiempo calentando en el horno un pan que no estabas segura de comer.
Los ruidos que llegaban del departamento de al lado se hilvanaron en un caminar
que pronto acompañó al tuyo. Prendiste el radio: un accidente en la
autopista, la estadística lejana de un partido de fútbol. Moviste
las manos sobre la estufa para sentir el calor de las pequeñas llamas azules;
al lado de la foto de bodas, un bodegón revelaba luces distintas en las
manzanas, disminuidas cuando llegaban a la superficie agrietada de unas
peras. Antes de ir a comerciales informaron de una tormenta fuera de
temporada. En la calle las nubes mantenían en equilibrio la lluvia.
Tres
La lluvia no
duró mucho y un viento ligero dispersaba hojas en el patio. Escuchaste
los últimos goteos. Un largo maullido cubrió los sonidos y lo seguiste
con la vaguedad con que se percibe una forma bajo el agua. Por la
ventana, el deambular de un gato se adivinaba en el estremecimiento en los
charcos, independiente de las gotas del techo que los estrellaban. De
entre las hojas de un geranio salió otro maullido, más fuerte, preámbulo de los
ojos ámbar claro que adquirieron peso en la tarde y avanzaron con cautela hacia
la puerta. Lo dejaste entrar y la luz dio de lleno en las manchas negras
y blancas, en el andar pausado, con reminiscencias de película antigua. El
gato saludó con un lamento solidario, alzó la cabeza para reconocer el lugar en
el que estaba. Como primer acercamiento rozaste con los dedos las orejas;
el gato hizo rendijas los ojos y arqueó la espalda con una lenta caricia.
“Mi esposo salió de viaje, se va cada quince días. Ahora debe estar en
Buenos Aires”. Te sentiste un poco tonta por hacerlo tu confidente, pero
seguiste hablándole por inercia, prolongando la felicidad del encuentro.
Lo cargaste para ir al librero. “Este recuerdo es de París” –dijiste cuando
pareció interesarse en una diminuta Torre Eiffel. Al tratar de contar la
historia del objeto te desconcertó haberla olvidado y en tus palabras sólo hubo
generalidades: una mañana fría, gente amontonada en un camión para turistas,
las calles de París, vistas desde la altura. El gato ya no atendía tus
recuerdos cosmopolitas y se removía en tus brazos atraído por algún olor en la
sala, por el caminar duplicado en el otro departamento. El pensamiento
fue al hombre de sombrero, imitando tus movimientos, como si de esa forma
reclamara una atención a la cual estaba demasiado acostumbrado. Con el
gato en brazos fuiste al cuarto por la cámara. Decidida a preservar el
acontecimiento la programaste. El gato, voluntarioso, como si de antemano
supiera su papel, subió a tu regazo. La cuenta regresiva, acomodar un
mechón sobre la oreja, ofrecer una sonrisa feliz y vacía al flash que alumbró
sus caras. “Debo de tener un poco de comida para ti” Él, desde la
silla, te vigilaba como un dios antiguo, un poco derrotado pero aún dispuesto a
ensayar un orgullo de animal sabio que se traslucía en sus ojos, en la
indolencia con que recibía tus atenciones. En la cocina revolviste con
las manos la penumbra de los cajones: sopas caducadas, latas cubiertas por
finas capas de polvo, sobrevivientes al último invierno. Al regresar el
gato se había ido y te tumbaste en la cama, incapaz de buscarlo. Los ojos
fueron al vértigo del techo, y ahí, después de reflexionar un instante,
descubriste que el gato había existido sólo como la variación de un acto
improbable.
Cuatro
Imaginabas al
gato como funámbulo en la barda cuando tocaron la puerta. La noción de un
nuevo encuentro te iluminó los ojos, aunque no evitabas la sospecha de un nuevo
engaño. Escéptica, cruzaste la sala, pero tu deseo era incontrolable,
crecía de tal forma que cuando detuviste tus pasos estabas segura de él, de su
mano en espera, que devolvía los nudillos a las palmas abiertas para después ir
a la orilla del sombrero, como si afinara la parte final de un saludo.
Preguntaste quién era. No hubo respuesta. De puntas viste por la
mirilla el abandono del edificio, las hojas encorvadas de una planta sin
dueño. Ibas a volver cuando la duda se hizo más fuerte ¿Habían tocado o
era sólo el presentimiento de alguien ahí? Las repercusiones de la
equivocación se presentaron tentadoras y llegaron a tu mente con un leve matiz
de vacío. ¿Por qué no ir más allá? Decidiste apostar a la invención
y, después de unos segundos, la figura en la mirilla se fue haciendo más nítida.
Sonreíste al asombro y a la travesura, a la consistencia que adquiría la piel
morena y a las líneas que flotaban sobre ella, definidas en mayor parte por la
humedad de los ojos grises. Aguardaste unos segundos para reafirmar tu
mentira y abrir la puerta. Un momento de indecisión, producto de un
pasillo vacío, amenazó con echar abajo tu fantasía: forzaste la vista y sólo
así dejó verse, apenado en el quicio de la puerta, esperando tu invitación a
pasar. La luz dividía su rostro, delineaba los labios apretados,
pacientes de cualquier iniciativa tuya. No hubo más opción que engrosar
la voz y ponerla en su boca: “Disculpe, acabo de mudarme al departamento de al
lado. Soy nuevo en la ciudad”. Era tu turno y respondiste con
palabras tranquilizadoras, que impidieran su inmediata desaparición.
Hechas las presentaciones, era lógico pensar en el primer paso del hombre, el
principio de un deambular que lo llevaría a la mancha de sombra, junto a la
mesa de centro. Nuevas palabras sirvieron para animarlo: “Pase...
siéntese” sugeriste temerosa a que diera media vuelta. Moviste los
ojos a la estela de frío que dejaba su cuerpo, mientras completabas la curva de
la nariz imaginaria, los hombros de aire, el cuello formado en el sueño, los
ojos diminutos que comenzaban a poblarse de luz. En el radio se
escuchaban los amores tristes de un bolero. “¿Gusta un café?”, “Aguarde
aquí, no tardo”. Caminaste nerviosa a la cocina. La canción contaba la
historia de un amor inconcluso, en las vías de un tren, y casi podías sentir
las manos del hombre acompañando las tuyas sobre la estufa, modulando el fuego
que hacía burbujear el agua. Regresaste con las tazas en una
bandeja. Pensaste que se había ido, pero un temblor en las violetas
evidenció su figura, su mirada absorta en los recuerdos sobre el librero,
interesada en las pequeñas figuras que para él simbolizaban risas, un retorno a
los ruidos habituales que seguía aburrido tras la paredes. El locutor
anunció una nueva melodía y los dos permanecían callados, temiendo la reacción
del otro. ¿Quiere bailar? preguntaste desconcertada, con palabras que no
eran tuyas. Ahora él entraba al juego y ponía su voz en tu boca para
pedir un baile. Orgullosa de su iniciativa, dejaste el café en la bandeja
y avanzaste al sillón vacío. Fue fácil abandonarse al deseo del baile,
mover a ciegas las manos, anclar los dedos en la parte correspondiente a los
hombros y seguir las marcas circulares que dejaban los zapatos. Y la
imaginación fue tanta que las palabras llegaron solas, porque los ojos
–empeñados en buscarse– reconstruían sin querer la esencia de una conversación
olvidada. Era tan fácil como ofrecer la mano al contorno del cuerpo, a la
extensión que parecía desvanecerse en los giros, arrastrar los pies como títere
de trapo que a pesar de su fragilidad, nunca llegaba a desaparecer porque
cuando no lo creaban tus ojos, era la música la que lo renovaba cada instante
para tenerlo aferrado al baile, a tu voz que rememoraba viajes nunca hechos,
fantasías producto de encontrar la soledad hecha un silencio
interminable. Acabó la canción. Ya no había sol y la luz del foco
daba un color mate a tus mejillas. El hombre recogió el sombrero del
sillón, pasó la mano sobre algunos cabellos despeinados; antes de salir,
dirigió una mirada indolente al café intacto en la bandeja. Esa noche,
insomne en la cama, pensaste en la locura, en las palabras finales del hombre
engarzadas en un discurso que en su brevedad abarcaba distintos tipos de magia,
el origen del mundo, la secreta convicción de que a cierta hora de la tarde la
tristeza y los gatos son irremediables.
Cinco
Una semana
después llegó tu esposo. Las tardes se condensaron en una sola, amarilla
y perezosa. Los relojes suspendieron manecillas, las sombras fueron
manchas de agua. Inventaste citas para evitarlo, adquirir la costumbre de
recorrer sin rumbo las calles, sacar fotos a gente desconocida que guardabas
con sigilo bajo la cama. El cerrar una puerta o el entibiar el agua de la
regadera fueron, desde entonces, inevitables actos de superstición. A
veces, dejabas vagar las manos sobre los muebles y en tu mente un montón de
pájaros detenía el vuelo. Tu esposo recibió el aviso de un nuevo
viaje. Los ruidos en el departamento cesaron pero sabías que no era el fin
de la historia, porque tu vida se había convertido en una duda y ésta te
llevaba a un páramo silencioso, provocador de sueños largos, reticentes a
límites y explicaciones. Por eso el hombre de sombrero ya no apareció y
en tus sueños sólo hubo bailes de máscaras y gatos desconocidos. Los días
pasaron. Tus manos, sensibles a la luz, se volvieron frágiles y pronto
las sentiste como si fueran el recuerdo de otra persona: el hombre –empeñado a
su vez en soñarte– movió la cara en el instante de penumbra que la cubría y
esperó a que cerraras la puerta. Sabía que tú eras su creación, que en
cierta forma eras mentira, pero aún así, se acercó tímidamente para imaginar
tus últimos pasos y alargó la mano como si quisiera tocar de nuevo la
puerta. Arrepentido, sonrió a la farsa que dejaba atrás y, antes de dar
media vuelta, procurando no hacer ruido, te mandó un beso de marinero
derrotado. El gato saltó de la maceta, pasó con orgullo entre sus
piernas; él lo tomó entre los brazos, acunándolo como si fuera niño.
Entraron al departamento. El vaso aún estaba en su lugar y le dio un
trago dejando que el movimiento del agua distorsionara el reflejo de su rostro,
la escena de ballet del cuadro de Renoir. El hombre se sentó en la cama y
llamó al gato con un gesto. Los dos se mantuvieron muy quietos,
extrañamente iguales en la penumbra. La lluvia volvió, hizo que las
sombras se alargaran hasta el reflejo del agua que ahora permanecía brillante y
en reposo. Se miraron de reojo y esperaron en silencio a que durmieras.
*Incluido en “El
caso Max Power y otros cuentos”, de Alejandro Badillo,
publicado por Aurora Boreal.
-Link
para descarga gratuita: http://www.auroraboreal.net/images/stories/editorial/narrativa/El%20caso%20Max%20Power%20y%20otros%20cuentos.pdf
PUÑADITOS DE
HASTÍO.*
Cuando veo en
tus ojos
esos perfiles
agrios de tormenta
encrespando
arsenales de pétalos airados,
esos ciegos
latidos sin memoria,
esa dureza de
guijarro y trueno
excavando
matrices amarillas
con óxido de
ríos subterráneos
quisiera
atrincherarme en mi agonía,
desenfundar las
lágrimas
y acribillar
tus sienes
con secos
proyectiles de geranios.
Pero,
ya soy este
silencio herido,
soy la sombra
cautiva de tu sombra,
una tiniebla
apenas esbozada
que se adhiere,
centímetro a
centímetro,
a talladas
ausencias o rincones,
a indiferencias
largas,
a espinosos
eclipses cotidianos.
Soy la desnuda
piedra erosionada
bajo tu furia
loca,
un crujido de
greda a la deriva,
la ternura
saqueada,
puñaditos de
hastío
sobreviviendo
adentro de las pieles
como huesos
exhaustos.
Es todo lo que
queda de los sueños:
la sangre
hostil,
la soledad
tajante,
las máscaras
pariendo cicatrices
y esta luna
implacable
estableciendo
un reino de jirones
sobre escombros
de cielo amordazado.
*De Norma
Segades Manias. directoragaceta@gmail.com
DE CARLOS MARX
A JOHN LENNON*
Ella desconoce
que Carlos Marx
y John Lennon
fueron don
grandes hombres
con un mismo
propósito,
que la historia
no es un pedazo
de cuaderno
sino un trozo
de vida,
que camina
desafiando
al tiempo, que,
cuando hablo
de soberanía,
hablo
de terminar la
explotación
del bosque, de
la playa
y de la
sonrisa, del que sufre;
que la estética
del baile
no puede ser
excluyente
en su trato
hacia el que educa
desde lo alto
de las luces.
Que un niño
sano
justifica la
enfermedad
de todos los
edificios enfermos,
que el museo no
puede ser
un cementerio
los viernes
a las dos de la
tarde;
que no tiene
sentido
promover
excusas demográficas
en nombre del
progreso
en guías
turisticas
para que nos
perdonen
quién sabe qué
carajo. Ella
desconoce, y no
la culpo,
por no saber
que el término
“macroeconomía”
es un negocio
muy próspero
que justifica
el hambre
de los niños y
la carencia
de la medicina
sobre la mesa
del abuelo
enfermo. Sí, ella no sabe
quién fue
Carlos Marx
y mucho menos
quién fue
John Lennon.
*De Daniel
Montoly. danielmontoly@yahoo.es
Dualidad*
Se mece
sola
desde antes de
nacer.
La ayudo a
existir.
En la vértebra
de la noche
cuelgo
sus pájaros
de corto vuelo.
Sé
que necesita
incendiarse
en poema
pero llueven
cristales fríos.
Sé
de sus quiebres
de cuarzo y de
silicio.
Conozco
el cisma de su
voz
cuando calla y
se mece
sola.
A pesar de sus
deseos
y mi esfuerzo,
no termina
de nacer.
Y me muero con
ella.
Así
envueltas en la
tela
de la media
voz.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
*
Sentado en la
escollera
contemplo el
río.
a lo lejos unos
pájaros
liman el hierro
del crepúsculo.
un silencio
ulterior a los planetas
acaricia el
lomo del río y se desgrana.
aquí no hay
nadie, soy el único testigo,
y abro mis ojos
a este sur americano:
una nueva
lengua, tal vez apócrifa,
hunde sus
raíces en mi alma.
para que nazca
la poesía
he venido a
asesinar mis criaturas:
buscar la forma
invertebrada del verbo
hallar un nuevo
génesis en la carne humana.
describen la
inocencia del olvido
esas piedras
insepultas sobre la tierra.
ah, y las
ensangrentadas nubes
dejan caries en
el búfalo cielo!
el río, como un
vino añejo y liberado,
concibe en su
quietud animales bermejos.
cuánto apetito
han de tener
aquellos barcos
que devoran el horizonte.
el río, como
una vaca lisonjera,
muge bajo mis
pies que están borrachos de frío.
es hora, me
digo, de volver a casa,
sentado en la
escollera, contemplé el río.
*De León
Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
Cuestión de
suerte.*
¿De quién es? -
No alcanzó a escuchar -Mío- la bala le traspasó el pecho.
Así comienza
esta historia que la vamos a ubicar en los bordes del bosque de esta enorme
ciudad. Esta ciudad cuyas luces titilan su reflejo, en las húmedas calzadas,
cuando las putas, los borrachos y los rezagados como yo, regresan no se sabe
adónde.
Luego el tipo
vestido de negro que se escabulló, a la velocidad que pudo, a través del suelo
lodoso.
Lo primero que
me vino a la mente, por prevención, fue alejarme del herido.
No es que no
sintiera curiosidad pero bien dicen que el miedo no es zonzo. Yacía, el
desgraciado, sobre la tierra mojada y su sangre se dispersaba a borbotones
sobre el pasto verdirrojo.
Todavía se
escuchaban los postreros jadeos y fue entonces, cuando me planteé llamar a una
ambulancia o a la policía.
Por lo que
sabía no había teléfonos cerca y todavía no existían los móviles de modo que
paralizado por el temor a que el asesino regresara seguí, desde mi escondite
casual, observando la escena.
Cuando pareció
que el caído estaba lívido, volvió a jadear y yo volví a sentir ese mordisco en
la conciencia. Lo estaba dejando morir sin resolver, sin tomar ninguna
iniciativa para prestarle socorro.
Logré reponerme
y lentamente fui deslizándome, de árbol en árbol, en busca de orientarme en la
penumbra, hacia un sitio donde hubiese gente que pudiera brindarme apoyo en tal
situación. Tropecé con un montón de basura maloliente, dos ratas huyeron
interfiriendo el paso. Pensé que el ruido llamaría la atención del agresor y un
escalofrío recorrió mi espalda. De vez en cuando volteaba la cabeza para ver si
alguien me seguía. Sensaciones espantosas me acompañaron hasta que logré llegar
a la veredilla que enmarca el parque. Faltaban pocas horas para que se poblara
de gente bulliciosa que entrena, hermosas muchachas y jóvenes musculosos. Un
chillido me sobresaltó pero no fue más que eso, por el momento, el silencio era
casi imperturbable, ni siquiera los gorjeos que se oyen habitualmente, tan solo
mi respiración agitada.
Apuré dos
cuadras y encontré un viejo bar cuyos empleados, de ojos adormecidos,
levantaban las últimas sillas.
Me acerqué, el
sudor mojaba mi frente. En ese momento pensé en la terrible responsabilidad de
la que me estaba por hacer cargo. Mi paz habría culminado en el mismo instante
en que describiera lo que terminaba de ver y se llamara a la policía.
¡¿Y si el
asesino me había visto en el parque!?- Lo primero que iba a enjuiciar era que
yo lo había delatado- ¿Y si la policía me inculpaba del asesinato? -Todos
sabemos que ciertos métodos, de incentivar la declaración de los detenidos,
hacen decir lo que los sospechosos no desean ni sienten.
Seguí
caminando. Pasé de largo la puerta del local, el cuello del abrigo en alto y
mirando para otro lado, de modo que nadie viera mi rostro. Faltaba que más
tarde, cuando se conociera la noticia, alguien, además del que disparó el arma,
recordara haberme visto por las inmediaciones.
Volvió a
remorderme la conciencia. Dispersé mi elucubración y regresé sobre mis pasos,
esta vez con la decisión tomada. Contaría en el bar lo que acababa de ver y llamaríamos,
sin pérdida de tiempo, al hospital y a la seccional.
Hice las cinco
cuadras que me separaban de la puerta iluminada pero cuando llegué ya estaba
cerrada y los empleados se habían marchado.
Volví a
escudriñar el largo de la acera, no alcancé a ver, mis ojos no alcanzaron a ver
donde pedir ayuda.
Aceleré el
paso, el frío amenazaba traspasar mis huesos. Pensé en regresar donde el herido
pero ya estaba lejos. Nunca he sido valiente, nunca he sido caritativo, no
comprendo por qué habría de cambiar justamente ahora que estoy, más que nunca,
olvidado del mundo; caminando por esta helada vereda de invierno, donde no se
vislumbran más que perros callejeros y mi alma afligida, en la inmensa soledad
de la madrugada.
El bar había
cerrado. Un respiro de alivio me devolvió la paz de conciencia y produjo el
desahogo de haberme salvado de la responsabilidad. Ya no había culpa de que no
lo había querido auxiliar… cuestión de suerte y yo, ahora, contando los hechos
como si fueran parte de una novela, como un modo de borrar su mirada
suplicándome ayuda, como para que nunca más esa imagen, vuelva a azotarme en
las horas de quietud.
Seguí
caminando, los primeros rayos del sol comenzaron a aparecer detrás de los
edificios.
*De Ana
María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell
Minotauro al
sol*
A J.L.B.
¿Será entonces
la ausencia
mi patria
verdadera?
¿Será la arena
inmóvil
el único
paisaje?
El laberinto no
es como contaban
las antiguas
leyendas.
Es sólo una
extensión interminable,
un cielo gris
sin puertas;
sólo tiempo y
distancia,
entrevisiones
de algo que
nunca está,
esperanzas
truncadas
y un viento
frío. Ecos
de nombres ya
olvidados.
Cierto: No hay
muros, pero
la libertad es
también un espejismo.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De Por si
mañana no amanece
INVENTREN
7 DE JULIO*
(Texto original
en la estación San Fermín. Ferrocarril Midland)
Cada tanto
huyen a una vida anónima.
Viajan en
trenes comunes, con ropa sencilla y anteojos oscuros.
Ahora cumplen
el deseo de viajar en un tren de época recientemente reciclado.
Van en un tren
tirado por una locomotora Garrat -fabricada originalmente por Beyer Peacock-
que tiene 116 toneladas. La más pesada de la dotación original del Midland.
El tren corta
la llanura pampeana rumbo a su destino en la terminal de Carhué.
A los dos les
gusta hacer el amor en ese camarote estrecho que los obliga a dormir
acurrucados. En ese tren cuyo traqueteo se convierte por momentos en un suave
vaivén de barco.
Van al pequeño
pueblo de San Fermín.
Donde se
anuncia una corrida de toros, sin toro.
Muchachos y
muchachas vestidos con sus ropas blancas correrán por las vías.
El toro será un
gigante negro y humeante que ha sido caracterizado a partir de una locomotora
North British recientemente puesta a nuevo.
En una de las
fotos que les enviaron puede verse al toro que tiene una boca gigante de
utilería que raspa los durmientes de madera y va a devorar a varios de los
corredores en los 1000 metros que dura la carrera.
El tren llega a
San Fermín envuelto en sus nubes de humo y atravesando una densa niebla.
Bajan. Ven
partir a los presurosos recién llegados que son recibidos por parientes o
amigos. A los solitarios que corren a ponerse en la fila de espera para tomar
alguno de los pocos taxis disponibles en ese pequeño pueblo.
No tienen
apuro. Caminan el andén. Se acercan a observar de cerca a una locomotora que no
quiere partir. Ni hundirse en la densa niebla que no deja ver mucha más allá
del final de la estación.
Es un amanecer.
Ese es el primer tren del día que llega antes de que los rayos del sol se
impongan a la niebla.
El tren se va.
Los envuelve la soledad. Son una pareja de turistas que no tiene demasiado
interés en salir de ese espacio mágico del andén de un pueblo perdido en la
llanura. Del tren queda apenas un sonido que se aleja irremediable.
Ellos siguen
allí viendo las fotos que revisten las paredes del andén. Las fotos se
acompañan de un escueto relato sobre el viejo pueblo que se extinguió
lentamente y volvió a refundarse con la vuelta del tren. Están las fotos de las
celebraciones previas del San Fermín hechas allí.
Caminan de la
mano. Mano derecha de él a mano izquierda de ella.
Están, como
cuando están juntos y paseando, bastante ajenos al mundo.
Hasta que la
tensión en el brazo de ella los puso en guardia. Son esos peligros inminentes que
se perciben en la piel antes que en la conciencia.
La voz les
hablaba en inglés norteamericano.
Esa voz era de
una gitana que se acercaba siguiendo sus pasos.
-Hola Brad.
-Hola Angelina.
Ahora ambos se
sobresaltaron por igual.
-Quiero que se
cuiden, hay mucha envidia alrededor de ustedes.
-hay gente mala
que asedia la dicha.
Ella giro
bruscamente, fulmino con su mirada y enseguida le dio la espalda a esa voz.
Él se quedo
enfrentando con su mirada fija en los ojos de la gitana.
Su presencia
era una antigua pregunta: ¿Cual es el día en que las pesadillas alcanzan a lo
real presente?
Fueron
instantes. Apenas instantes.
La gitana
siguió hablándole a ella, como si él fuese una sombra o apenas un sínthoma.
-No te vayas.
No te escapes.
-Que no te voy
a violar.
Ella volvió a
estremecerse.
-A vos ya te
violaron hace rato… -Remató la gitana.
-Porque no te
cortas la lengua. -Pensó él con furia, mientras vio la imagen de la espada de
Aquiles en el aire buscando con su filo en brillos al cuello de la gitana.
Lo inundo el
deseo de verla decapitada. De llevarse esa cabeza como se lleva por todas
partes a un mal recuerdo. Pero la gitana eludió el corte y salió corriendo
hacia el umbral de la estación. Después, se desvaneció en la niebla.
Ellos se
miraron, por un momento se desconocieron. Es fácil volver a ser desconocidos y
darse cuenta a un solo golpe de silencio.
Él no quiso
decirle que esa gitana habitaba en sus pesadillas desde niño. Que ella se había
dejado ver una y otra vez -Hasta ese día a prudencial distancia- en distintos
lugares del mundo a los que pisó llevado por profesión o turismo.
Ella sintió el
corte en su propia memoria de piel.
Se preguntó si
aquel suceso tan encapsulado en olvidos, había ocurrido un séptimo día del
séptimo mes.
De la gitana
misma quedaron dudas.
Hasta que
vieron ese goteo de sangre, que se espaciaba y desaparecía al atravesar el
umbral de la estación.
*Por Urbano Powell & Eduardo F. Coiro.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
GONZÁLEZ RISOS.
PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN. PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
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ÁLVAREZ DE TOLEDO. POLVAREDAS.
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BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
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ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
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