jueves, julio 09, 2015

EDICIÓN JULIO 2015




*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).

-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam









*


A veces el silencio
y la cara de espanto cuando la comida
se quema en la olla de aluminio.
A veces el silencio
y los dedos como pájaros de madera
picoteados de humedad.
A veces el silencio
y los relojes que se doblan en mareas interminables.
A veces el silencio
y una muñeca envejeciendo en la camita pequeña.
A veces el silencio
y los perros,
malditos perros, que insisten en ladrar a la luna.
A veces el silencio
viste la desnudez


*De Paz Bongiovanni. pazbongio@hotmail.com










DARÍO *



¿Darío? ¿Cuál Darío? Se pregunta Idea Vilariño en su penetrante libro “Conocimiento de Darío”, imprescindible para conocer una personalidad tan evasiva o inasible como la de  este poeta grande y verdadero.
No se  ponen de acuerdo sus contemporáneos ni sobre su aspecto físico ni por los más sobresalientes de su carácter. Pero casi todos coinciden en esa imagen de indefenso “que iba como dormido entre la gente”, según alguien lo definió.
También es muy cierto que como alguna vez aseveró el crítico Ángel Rama y que aquí retoma Vilariño, a nadie se le exigió tanto, a nadie se perdonó menos, ya que cada una de sus actitudes políticas no se ponen en contexto y se lo enjuicia con la implacable vara de la coherencia que no siempre pudo exhibir un hombre que fue muchos hombres y a veces debió luchar con sus propias debilidades y sus propias miserias como cualquier mortal.
Nacido en un pequeño poblado de Nicaragua, llamado Metapa, en 1867, con el nombre de Félix Rubén García Sarmiento y criado por sus abuelos paternos tras la separación de sus padres, fue un niño precoz que a los catorce años ingresa a un diario opositor y es detenido por escribir contra el tirano de turno en su país.
Rubén Darío, tal el nombre que adoptó, tal vez en homenaje a su abuelo, produjo una revolución en las letras escritas en castellano , tan original que fue un acontecimiento continental único,  ya que los otros movimientos fueron copias de las vanguardias europeas y es junto a la gauchesca, lo más original (únicas) que dieron estas tierras.
Vivió como pudo del periodismo y de la diplomacia—cuando no cambiaban los gobiernos de su país por asonadas o golpes de estado—y entonces sobrevivía de su trabajo intelectual, siendo tal vez de los primeros en hacerlo profesionalmente.
En 1888 está en Chile cumpliendo tareas diplomáticas y se pone al frente del Modernismo con su libro “Azul”, una tendencia que había comenzado otro grande que al conocerlo lo abrazó y lo llamó “hijo”. Era José Martí.
El Modernismo, como sabemos, oxigenó la poesía y la prosa de nuestro idioma. También tuvo un ejército de seguidores menores pero de ello no tiene la culpa.
Volviendo al texto de Vilariño que trata de desentrañar la psicología de este desconocido “que era  muchos hombres, ingresa en el análisis de sus amores tempestuosos y tal vez nunca ponderados como tales, ya que frecuentemente son relaciones pasajeras o, la frase es de Vilariño “carne de alquiler”.
Siendo embajador en Madrid en el año 1900, conoce a Francisca Sánchez del Pozo, natural de Navalsaús, Avila, que le presenta Amado Nervo y conviven catorce años. Tienen tres niños, dos nenas que mueren pronto y un niño, Rubén Darío Sánchez, que sobrevive. Esta mujer, analfabeta, a quien él enseña a leer y escribir en castellano y francés será la responsable de que nosotros podamos leer sus poemas, ya que lo amó con devoción y a la muerte del poeta recorrió todos los países donde él había estado y recogió amorosamente sus escritos porque en el desorden de la vida de Rubén Darío no le permitía guardar un solo original.
Cuando él partió hacia Nicaragua, donde moriría le escribió un poema bellísimo  y desgarrador donde le dice “Francisca Sánchez acompañamé”, que es súplica y agradecimiento.
Ángel Rama se preguntaba por qué si su estética estaba perimida sus poemas nos siguen conmoviendo Tal vez porque Darío fue un grande de verdad, que la humanidad conoce muy de vez en cuando, sin asomo de duda y su voz resuena para siempre entre nosotros.



*De Jorge  Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar









*


Cuando
te atraviese
el rayo
de la felicidad,
no te resistas.

En el precario
refugio
de los días
es el relámpago
que ilumina
las sombras.

Luego,
habrá tanto
tiempo
para noches oscuras.



*De MARIANA FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com











A solas*


*De Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com



Uno

Antes de colgar la bocina –repasando con los dedos el cable del teléfono– mencionaste una mancha de humedad con la intención de demorar la llamada.  Del otro lado de la línea hubo un carraspeo seguido de un “no te preocupes” dicho sin fuerza, con apariencia de un monosílabo.  Mantuviste la esperanza, pero él se despidió con besos lejanos, con el regreso de Buenos Aires previsto dentro de una semana, la consabida promesa de fotos y recuerdos.  Más tarde, antes de que el reloj marcara las cinco, el departamento adquirió la consistencia de un estanque silencioso que parecía pintar de verde las paredes, una sutil invitación que  estabas acostumbrada a ignorar, porque las sorpresas eran fragmentos de otro tiempo, y ahí, sentada, a mitad de la sala, prescindías del asombro porque éste era sólo un mero acto transitorio.  Con ojos aburridos, las manos inmóviles sobre la falda, recordaste el momento de colgar la bocina, el ligero vaivén de cortinas que le siguió, como si un fantasma hubiera estado tras ellas, soplando entre los pliegues para lograr un suave impulso de olas.  Apoyaste los labios en el silencio que cubría los muebles, mientras bajabas los ojos al piso, al bosquejo de sombra de una muñeca de porcelana.  La hora en el reloj perdió importancia y ya ibas a levantarte cuando en el departamento de al lado comenzó el ruido.  Te preguntaste si habías soñado ese ruido en particular (uno tenue, de pasos intermitentes, que parecían ir en círculos), porque soñabas todas las noches y tenías la rara habilidad de despertar con el sueño en la boca, como si nunca hubiera acabado y estuviera frente a ti, listo a ser repetido en el desayuno, palabra por palabra.  En los sueños de los últimos días, un hombre de sombrero habitaba el departamento desocupado.  Soñarlo era distinto porque con él no había historia al despertar, como si deliberadamente eligiera esconderse en la  imaginación y te dejara –a modo de anzuelo– algunas certezas aisladas: el color de su corbata, la barbilla mal afeitada, el sombrero abandonado a los pies de una reproducción de Renoir.  Al principio te pareció absurdo, pero pronto comenzaste a sacar rechinidos de las puertas, a crear sonidos inesperados con el agua, porque sabías que él estaba ahí, del otro lado, atento a tus ruidos, y a veces sentías que te soñaba, porque a solas, sin nadie que confirmara tu presencia, era natural que los papeles se invirtieran.  Sonreíste al intuir su desconcierto cuando salías y dejabas el departamento en silencio.  Bajabas las escaleras apenada por tu ausencia, veías de reojo la puerta azul, y entonces podías imaginarlo acostado en la cama, concentrado en la superficie de un vaso con agua, como si ahí estuvieran flotando el insomnio y el hastío.



Dos

Cuando llegó con la noticia, pensaste que el nuevo trabajo no afectaría el rumbo de sus días.  Al mes vino la primera salida: un viaje rápido a Monterrey que aprovechaste para visitar amigas, cambiar de lugar cuadros y plantas.  En los meses siguientes Nueva York, Montreal, Bruselas, fueron nuevas marcas en el mapa.  El mundo fue creciendo para él mientras el tuyo era del tamaño de los recuerdos en los libreros, de las fotos bajo la cama que tratabas de alinear en una misma historia.  Los viajes de negocios eran parte de las nuevas responsabilidades y él las aceptó sin pensar demasiado, esgrimiendo ante tus tibias protestas la promesa de un sueldo atractivo, viáticos ahorrados, un futuro tranquilo, sin riesgos.  Ahora, mientras recorrías la sala para cubrir el estanque con tus pasos, entendiste que el riesgo era verle la cara al silencio, llevar una vida inmóvil, más sensible a los olores, receptiva a la sombras de los muebles, a las luces en la sala de espera que hacían de tu silueta un rastro perdido entre la gente.  Las continuas visitas al aeropuerto fueron un ritual en ocasiones modificado por la compra a última hora de un rollo fotográfico, por un adiós dicho con palabras diferentes.  Tuviste que memorizar la ruta de la terminal a la casa, prender el radio para dar cauce a algún pensamiento mientras arriba, las luces de un avión, cruzaban el cielo.  Aprendiste a olvidar despedidas, olvidar frases iguales para concentrarte en imágenes que pudieran unirte a él; así, te convencías que Buenos Aires era una débil lluvia, muy parecida a la que veías por la ventana; que en las madrugadas los dos eran presas del insomnio y, en ese momento, horarios y distancias no existían, porque abandonaban la cama al mismo tiempo: él se dirigía al pasillo de un hotel extraño, uniformado por una luz sucia, amarillenta; y tú ibas descalza a la ventana, con una lámpara de pilas en la mano, como si la inocencia de tu deseo fuera suficiente para darle potencia a su luz, volverla faro que iluminara sus párpados, los ojos.  “Probablemente ese hotel lo he soñado” murmuraste mientras ibas a la cocina y matabas el tiempo calentando en el horno un pan que no estabas segura de comer.  Los ruidos que llegaban del departamento de al lado se hilvanaron en un caminar que pronto acompañó al tuyo.  Prendiste el radio: un accidente en la autopista, la estadística lejana de un partido de fútbol.  Moviste  las manos sobre la estufa para sentir el calor de las pequeñas llamas azules; al lado de la foto de bodas, un bodegón revelaba luces distintas en las manzanas, disminuidas cuando llegaban a la superficie agrietada de unas peras.  Antes de ir a comerciales informaron de una tormenta fuera de temporada.  En la calle las nubes mantenían en equilibrio la lluvia.



Tres

La lluvia no duró mucho y un viento ligero dispersaba hojas en el patio.  Escuchaste los últimos goteos.  Un largo maullido cubrió los sonidos y lo seguiste con la vaguedad con que se percibe una forma bajo el agua.  Por la ventana, el deambular de un gato se adivinaba en el estremecimiento en los charcos, independiente de las gotas del techo que los estrellaban.  De entre las hojas de un geranio salió otro maullido, más fuerte, preámbulo de los ojos ámbar claro que adquirieron peso en la tarde y avanzaron con cautela hacia la puerta.  Lo dejaste entrar y la luz dio de lleno en las manchas negras y blancas, en el andar pausado, con reminiscencias de película antigua.  El gato saludó con un lamento solidario, alzó la cabeza para reconocer el lugar en el que estaba.  Como primer acercamiento rozaste con los dedos las orejas; el gato hizo rendijas los ojos y arqueó la espalda con una lenta caricia.  “Mi esposo salió de viaje, se va cada quince días.  Ahora debe estar en Buenos Aires”.  Te sentiste un poco tonta por hacerlo tu confidente, pero seguiste hablándole por inercia, prolongando la felicidad del encuentro.  Lo cargaste para ir al librero.  “Este recuerdo es de París” –dijiste cuando pareció interesarse en una diminuta Torre Eiffel.  Al tratar de contar la historia del objeto te desconcertó haberla olvidado y en tus palabras sólo hubo generalidades: una mañana fría, gente amontonada en un camión para turistas, las calles de París, vistas desde la altura.  El gato ya no atendía tus recuerdos cosmopolitas y se removía en tus brazos atraído por algún olor en la sala, por el caminar duplicado en el otro departamento.  El pensamiento fue al hombre de sombrero, imitando tus movimientos, como si de esa forma reclamara una atención a la cual estaba demasiado acostumbrado.  Con el gato en brazos fuiste al cuarto por la cámara.  Decidida a preservar el acontecimiento la programaste.  El gato, voluntarioso, como si de antemano supiera su papel, subió a tu regazo.  La cuenta regresiva, acomodar un mechón sobre la oreja, ofrecer una sonrisa feliz y vacía al flash que alumbró sus caras.  “Debo de tener un poco de comida para ti”  Él, desde la silla, te vigilaba como un dios antiguo, un poco derrotado pero aún dispuesto a ensayar un orgullo de animal sabio que se traslucía en sus ojos, en la indolencia con que recibía tus atenciones.  En la cocina revolviste con las manos la penumbra de los cajones: sopas caducadas, latas cubiertas por finas capas de polvo, sobrevivientes al último invierno.  Al regresar el gato se había ido y te tumbaste en la cama, incapaz de buscarlo.  Los ojos fueron al vértigo del techo, y ahí, después de reflexionar un instante, descubriste que el gato había existido sólo como la variación de un acto improbable.



Cuatro

Imaginabas al gato como funámbulo en la barda cuando tocaron la puerta.  La noción de un nuevo encuentro te iluminó los ojos, aunque no evitabas la sospecha de un nuevo engaño.  Escéptica, cruzaste la sala, pero tu deseo era incontrolable, crecía de tal forma que cuando detuviste tus pasos estabas segura de él, de su mano en espera, que devolvía los nudillos a las palmas abiertas para después ir a la orilla del sombrero, como si afinara la parte final de un saludo.  Preguntaste quién era.  No hubo respuesta.  De puntas viste por la mirilla el abandono del edificio, las hojas encorvadas de una planta sin dueño.  Ibas a volver cuando la duda se hizo más fuerte ¿Habían tocado o era sólo el presentimiento de alguien ahí?  Las repercusiones de la equivocación se presentaron tentadoras y llegaron a tu mente con un leve matiz de vacío.  ¿Por qué no ir más allá?  Decidiste apostar a la invención y, después de unos segundos, la figura en la mirilla se fue haciendo más nítida.  Sonreíste al asombro y a la travesura, a la consistencia que adquiría la piel morena y a las líneas que flotaban sobre ella, definidas en mayor parte por la humedad de los ojos grises.  Aguardaste unos segundos para reafirmar tu mentira y abrir la puerta.  Un momento de indecisión, producto de un pasillo vacío, amenazó con echar abajo tu fantasía: forzaste la vista y sólo así dejó verse, apenado en el quicio de la puerta, esperando tu invitación a pasar.  La luz dividía su rostro, delineaba los labios apretados, pacientes de cualquier iniciativa tuya.  No hubo más opción que engrosar la voz y ponerla en su boca: “Disculpe, acabo de mudarme al departamento de al lado.  Soy nuevo en la ciudad”.  Era tu turno y respondiste con palabras tranquilizadoras, que impidieran su inmediata desaparición.  Hechas las presentaciones, era lógico pensar en el primer paso del hombre, el principio de un deambular que lo llevaría a la mancha de sombra, junto a la mesa de centro.  Nuevas palabras sirvieron para animarlo: “Pase... siéntese”  sugeriste temerosa a que diera media vuelta.  Moviste los ojos a la estela de frío que dejaba su cuerpo, mientras completabas la curva de la nariz imaginaria, los hombros de aire, el cuello formado en el sueño, los ojos diminutos que comenzaban a poblarse de luz.  En el radio se escuchaban los amores tristes de un bolero.  “¿Gusta un café?”, “Aguarde aquí, no tardo”. Caminaste nerviosa a la cocina.  La canción contaba la historia de un amor inconcluso, en las vías de un tren, y casi podías sentir las manos del hombre acompañando las tuyas sobre la estufa, modulando el fuego que hacía burbujear el agua.  Regresaste con las tazas en una bandeja.  Pensaste que se había ido, pero un temblor en las violetas evidenció su figura, su mirada absorta en los recuerdos sobre el librero, interesada en las pequeñas figuras que para él simbolizaban risas, un retorno a los ruidos habituales que seguía aburrido tras la paredes.  El locutor anunció una nueva melodía y los dos permanecían callados, temiendo la reacción del otro.  ¿Quiere bailar? preguntaste desconcertada, con palabras que no eran tuyas.  Ahora él entraba al juego y ponía su voz en tu boca para pedir un baile.  Orgullosa de su iniciativa, dejaste el café en la bandeja y avanzaste al sillón vacío.  Fue fácil abandonarse al deseo del baile, mover a ciegas las manos, anclar los dedos en la parte correspondiente a los hombros y seguir las marcas circulares que dejaban los zapatos.  Y la imaginación fue tanta que las palabras llegaron solas, porque los ojos –empeñados en buscarse– reconstruían sin querer la esencia de una conversación olvidada.  Era tan fácil como ofrecer la mano al contorno del cuerpo, a la extensión que parecía desvanecerse en los giros, arrastrar los pies como títere de trapo que a pesar de su fragilidad, nunca llegaba a desaparecer porque cuando no lo creaban tus ojos, era la música la que lo renovaba cada instante para tenerlo aferrado al baile, a tu voz que rememoraba viajes nunca hechos, fantasías producto de encontrar la soledad hecha un silencio interminable.  Acabó la canción.  Ya no había sol y la luz del foco daba un color mate a tus mejillas.  El hombre recogió el sombrero del sillón, pasó la mano sobre algunos cabellos despeinados; antes de salir, dirigió una mirada indolente al café intacto en la bandeja.  Esa noche, insomne en la cama, pensaste en la locura, en las palabras finales del hombre engarzadas en un discurso que en su brevedad abarcaba distintos tipos de magia, el origen del mundo, la secreta convicción de que a cierta hora de la tarde la tristeza y los gatos son irremediables.



Cinco

Una semana después llegó tu esposo.  Las tardes se condensaron en una sola, amarilla y perezosa.  Los relojes suspendieron manecillas, las sombras fueron manchas de agua.  Inventaste citas para evitarlo, adquirir la costumbre de recorrer sin rumbo las calles, sacar fotos a gente desconocida que guardabas con sigilo bajo la cama.  El cerrar una puerta o el entibiar el agua de la regadera fueron, desde entonces, inevitables actos de superstición.  A veces, dejabas vagar las manos sobre los muebles y en tu mente un montón de pájaros detenía el vuelo.  Tu esposo recibió el aviso de un nuevo viaje.  Los ruidos en el departamento cesaron pero sabías que no era el fin de la historia, porque tu vida se había convertido en una duda y ésta te llevaba a un páramo silencioso, provocador de sueños largos, reticentes a límites y explicaciones.  Por eso el hombre de sombrero ya no apareció y en tus sueños sólo hubo bailes de máscaras y gatos desconocidos.  Los días pasaron.  Tus manos, sensibles a la luz, se volvieron frágiles y pronto las sentiste como si fueran el recuerdo de otra persona: el hombre –empeñado a su vez en soñarte– movió la cara en el instante de penumbra que la cubría y esperó a que cerraras la puerta.  Sabía que tú eras su creación, que en cierta forma eras mentira, pero aún así, se acercó tímidamente para imaginar tus últimos pasos y alargó la mano como si quisiera tocar de nuevo la puerta.  Arrepentido, sonrió a la farsa que dejaba atrás y, antes de dar media vuelta, procurando no hacer ruido, te mandó un beso de marinero derrotado.  El gato saltó de la maceta, pasó con orgullo entre sus piernas; él lo tomó entre los brazos, acunándolo como si fuera niño.  Entraron al departamento.  El vaso aún estaba en su lugar y le dio un trago dejando que el movimiento del agua distorsionara el reflejo de su rostro, la escena de ballet del cuadro de Renoir.  El hombre se sentó en la cama y llamó al gato con un gesto.  Los dos se mantuvieron muy quietos, extrañamente iguales en la penumbra.  La lluvia volvió, hizo que las sombras se alargaran hasta el reflejo del agua que ahora permanecía brillante y en reposo.  Se miraron de reojo y esperaron en silencio a que durmieras.


*Incluido en “El caso Max Power y otros cuentos”,  de Alejandro Badillo, publicado por Aurora Boreal.











PUÑADITOS DE HASTÍO.*



Cuando veo en tus ojos
esos perfiles agrios de tormenta
encrespando arsenales de pétalos airados,
esos ciegos latidos sin memoria,
esa dureza de guijarro y trueno
excavando matrices amarillas
con óxido de ríos subterráneos

quisiera atrincherarme en mi agonía,
desenfundar las lágrimas
y acribillar tus sienes
con secos proyectiles de geranios.

Pero,
ya soy este silencio herido,
soy la sombra cautiva de tu sombra,
una tiniebla apenas esbozada
que se adhiere,
centímetro a centímetro,
a talladas ausencias o rincones,
a indiferencias largas,
a espinosos eclipses cotidianos.

Soy la desnuda piedra erosionada
bajo tu furia loca,
un crujido de greda a la deriva,
la ternura saqueada,

puñaditos de hastío
sobreviviendo adentro de las pieles
como huesos exhaustos.

Es todo lo que queda de los sueños:
la sangre hostil,
la soledad tajante,
las máscaras pariendo cicatrices
y esta luna implacable
estableciendo un reino de jirones
sobre escombros de cielo amordazado.


*De Norma Segades Manias. directoragaceta@gmail.com













DE CARLOS MARX A JOHN LENNON*



Ella desconoce
que Carlos Marx y John Lennon
fueron don grandes hombres
con un mismo propósito,
que la historia
no es un pedazo de cuaderno
sino un trozo de vida,
que camina desafiando
al tiempo, que, cuando hablo
de soberanía, hablo
de terminar la explotación
del bosque, de la playa
y de la sonrisa, del que sufre;

que la estética del baile
no puede ser excluyente
en su trato hacia el que educa
desde lo alto de las luces.

Que un niño sano
justifica la enfermedad
de todos los edificios enfermos,

que el museo no puede ser
un cementerio los viernes
a las dos de la tarde;

que no tiene sentido
promover excusas demográficas
en nombre del progreso
en guías turisticas
para que nos perdonen
quién sabe qué carajo. Ella
desconoce, y no la culpo,
por no saber que el término
“macroeconomía”
es un negocio muy próspero
que justifica el hambre
de los niños y la carencia
de la medicina sobre la mesa
del abuelo enfermo. Sí, ella no sabe
quién fue Carlos Marx
y mucho menos quién fue
John Lennon.



*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es











Dualidad*



Se mece
sola
desde antes de nacer.

La ayudo a existir.

En la vértebra de la noche
cuelgo
sus pájaros
de corto vuelo.
que necesita incendiarse
en poema
pero llueven cristales fríos.
de sus quiebres
de cuarzo y de silicio.
Conozco
el cisma de su voz
cuando calla y
se mece
sola.

A pesar de sus deseos
y mi esfuerzo,
no termina
de nacer.

Y me muero con ella.
Así
envueltas en la tela
de la media voz.


*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar









*



Sentado en la escollera
contemplo el río.

a lo lejos unos pájaros
liman el hierro del crepúsculo.

un silencio ulterior a los planetas
acaricia el lomo del río y se desgrana.

aquí no hay nadie, soy el único testigo,
y abro mis ojos a este sur americano:

una nueva lengua, tal vez apócrifa,
hunde sus raíces en mi alma.

para que nazca la poesía
he venido a asesinar mis criaturas:

buscar la forma invertebrada del verbo
hallar un nuevo génesis en la carne humana.

describen la inocencia del olvido
esas piedras insepultas sobre la tierra.

ah, y las ensangrentadas nubes
dejan caries en el búfalo cielo!

el río, como un vino añejo y liberado,
concibe en su quietud animales bermejos.

cuánto apetito han de tener
aquellos barcos que devoran el horizonte.

el río, como una vaca lisonjera,
muge bajo mis pies que están borrachos de frío.

es hora, me digo, de volver a casa,
sentado en la escollera, contemplé el río.



*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar












Cuestión de suerte.*



¿De quién es? - No alcanzó a escuchar -Mío- la bala le traspasó el pecho.
Así comienza esta historia que la vamos a ubicar en los bordes del bosque de esta enorme ciudad. Esta ciudad cuyas luces titilan su reflejo, en las húmedas calzadas, cuando las putas, los borrachos y los rezagados como yo, regresan no se sabe adónde.
Luego el tipo vestido de negro que se escabulló, a la velocidad que pudo, a través del suelo lodoso.
Lo primero que me vino a la mente, por prevención, fue alejarme del herido.
No es que no sintiera curiosidad pero bien dicen que el miedo no es zonzo. Yacía, el desgraciado, sobre la tierra mojada y su sangre se dispersaba a borbotones sobre el pasto verdirrojo.
Todavía se escuchaban los postreros jadeos y fue entonces, cuando me planteé llamar a una ambulancia o a la policía.
Por lo que sabía no había teléfonos cerca y todavía no existían los móviles de modo que paralizado por el temor a que el asesino regresara seguí, desde mi escondite casual, observando la escena.
Cuando pareció que el caído estaba lívido, volvió a jadear y yo volví a sentir ese mordisco en la conciencia. Lo estaba dejando morir sin resolver, sin tomar ninguna iniciativa para prestarle socorro.
Logré reponerme y lentamente fui deslizándome, de árbol en árbol, en busca de orientarme en la penumbra, hacia un sitio donde hubiese gente que pudiera brindarme apoyo en tal situación. Tropecé con un montón de basura maloliente, dos ratas huyeron interfiriendo el paso. Pensé que el ruido llamaría la atención del agresor y un escalofrío recorrió mi espalda. De vez en cuando volteaba la cabeza para ver si alguien me seguía. Sensaciones espantosas me acompañaron hasta que logré llegar a la veredilla que enmarca el parque. Faltaban pocas horas para que se poblara de gente bulliciosa que entrena, hermosas muchachas y jóvenes musculosos. Un chillido me sobresaltó pero no fue más que eso, por el momento, el silencio era casi imperturbable, ni siquiera los gorjeos que se oyen habitualmente, tan solo mi respiración agitada.
Apuré dos cuadras y encontré un viejo bar cuyos empleados, de ojos adormecidos, levantaban las últimas sillas.
Me acerqué, el sudor mojaba mi frente. En ese momento pensé en la terrible responsabilidad de la que me estaba por hacer cargo. Mi paz habría culminado en el mismo instante en que describiera lo que terminaba de ver y se llamara a la policía.
¡¿Y si el asesino me había visto en el parque!?- Lo primero que iba a enjuiciar era que yo lo había delatado- ¿Y si la policía me inculpaba del asesinato? -Todos sabemos que ciertos métodos, de incentivar la declaración de los detenidos, hacen decir lo que los sospechosos no desean ni sienten.
Seguí caminando. Pasé de largo la puerta del local, el cuello del abrigo en alto y mirando para otro lado, de modo que nadie viera mi rostro. Faltaba que más tarde, cuando se conociera la noticia, alguien, además del que disparó el arma, recordara haberme visto por las inmediaciones.
Volvió a remorderme la conciencia. Dispersé mi elucubración y regresé sobre mis pasos, esta vez con la decisión tomada. Contaría en el bar lo que acababa de ver y llamaríamos, sin pérdida de tiempo, al hospital y a la seccional.
Hice las cinco cuadras que me separaban de la puerta iluminada pero cuando llegué ya estaba cerrada y los empleados se habían marchado.
Volví a escudriñar el largo de la acera, no alcancé a ver, mis ojos no alcanzaron a ver donde pedir ayuda.
Aceleré el paso, el frío amenazaba traspasar mis huesos. Pensé en regresar donde el herido pero ya estaba lejos. Nunca he sido valiente, nunca he sido caritativo, no comprendo por qué habría de cambiar justamente ahora que estoy, más que nunca, olvidado del mundo; caminando por esta helada vereda de invierno, donde no se vislumbran más que perros callejeros y mi alma afligida, en la inmensa soledad de la madrugada.
El bar había cerrado. Un respiro de alivio me devolvió la paz de conciencia y produjo el desahogo de haberme salvado de la responsabilidad. Ya no había culpa de que no lo había querido auxiliar… cuestión de suerte y yo, ahora, contando los hechos como si fueran parte de una novela, como un modo de borrar su mirada suplicándome ayuda, como para que nunca más esa imagen, vuelva a azotarme en las horas de quietud.
Seguí caminando, los primeros rayos del sol comenzaron a aparecer detrás de los edificios.


*De Ana María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell










Minotauro al sol*


A J.L.B.


¿Será entonces la ausencia
mi patria verdadera?

¿Será la arena inmóvil
el único paisaje?

El laberinto no es como contaban
las antiguas leyendas.

Es sólo una extensión interminable,
un cielo gris sin puertas;
sólo tiempo y distancia,
entrevisiones
de algo que nunca está,
esperanzas truncadas
y un viento frío. Ecos
de nombres ya olvidados.

Cierto: No hay muros, pero
la libertad es también un espejismo.


*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De Por si mañana no amanece








INVENTREN



7 DE JULIO*


(Texto original en la estación San Fermín. Ferrocarril Midland)



Cada tanto huyen a una vida anónima.
Viajan en trenes comunes, con ropa sencilla y anteojos oscuros.
Ahora cumplen el deseo de viajar en un tren de época recientemente reciclado.
Van en un tren tirado por una locomotora Garrat -fabricada originalmente por Beyer Peacock- que tiene 116 toneladas. La más pesada de la dotación original del Midland.

El tren corta la llanura pampeana rumbo a su destino en la terminal de Carhué.
A los dos les gusta hacer el amor en ese camarote estrecho que los obliga a dormir acurrucados. En ese tren cuyo traqueteo se convierte por momentos en un suave vaivén de barco.
Van al pequeño pueblo de San Fermín.
Donde se anuncia una corrida de toros, sin toro.
Muchachos y muchachas vestidos con sus ropas blancas correrán por las vías.
El toro será un gigante negro y humeante que ha sido caracterizado a partir de una locomotora North British recientemente puesta a nuevo.
En una de las fotos que les enviaron puede verse al toro que tiene una boca gigante de utilería que raspa los durmientes de madera y va a devorar a varios de los corredores en los 1000 metros que dura la carrera.

El tren llega a San Fermín envuelto en sus nubes de humo y atravesando una densa niebla.
Bajan. Ven partir a los presurosos recién llegados que son recibidos por parientes o amigos. A los solitarios que corren a ponerse en la fila de espera para tomar alguno de los pocos taxis disponibles en ese pequeño pueblo.

No tienen apuro. Caminan el andén. Se acercan a observar de cerca a una locomotora que no quiere partir. Ni hundirse en la densa niebla que no deja ver mucha más allá del final de la estación.
Es un amanecer. Ese es el primer tren del día que llega antes de que los rayos del sol se impongan a la niebla.
El tren se va. Los envuelve la soledad. Son una pareja de turistas que no tiene demasiado interés en salir de ese espacio mágico del andén de un pueblo perdido en la llanura. Del tren queda apenas un sonido que se aleja irremediable.

Ellos siguen allí viendo las fotos que revisten las paredes del andén. Las fotos se acompañan de un escueto relato sobre el viejo pueblo que se extinguió lentamente y volvió a refundarse con la vuelta del tren. Están las fotos de las celebraciones previas del San Fermín hechas allí.
Caminan de la mano. Mano derecha de él a mano izquierda de ella.
Están, como cuando están juntos y paseando, bastante ajenos al mundo.

Hasta que la tensión en el brazo de ella los puso en guardia. Son esos peligros inminentes que se perciben en la piel antes que en la conciencia.

La voz les hablaba en inglés norteamericano.

Esa voz era de una gitana que se acercaba siguiendo sus pasos.

-Hola Brad.

-Hola Angelina.

Ahora ambos se sobresaltaron por igual.

-Quiero que se cuiden, hay mucha envidia alrededor de ustedes.
-hay gente mala que asedia la dicha.

Ella giro bruscamente, fulmino con su mirada y enseguida le dio la espalda a esa voz.
Él se quedo enfrentando con su mirada fija en los ojos de la gitana.
Su presencia era una antigua pregunta: ¿Cual es el día en que las pesadillas alcanzan a lo real presente?
Fueron instantes. Apenas instantes.

La gitana siguió hablándole a ella, como si él fuese una sombra o apenas un sínthoma.

-No te vayas. No te escapes.
-Que no te voy a violar.

Ella volvió a estremecerse.

-A vos ya te violaron hace rato… -Remató la gitana.

-Porque no te cortas la lengua. -Pensó él con furia, mientras vio la imagen de la espada de Aquiles en el aire buscando con su filo en brillos al cuello de la gitana.
Lo inundo el deseo de verla decapitada. De llevarse esa cabeza como se lleva por todas partes a un mal recuerdo. Pero la gitana eludió el corte y salió corriendo hacia el umbral de la estación. Después, se desvaneció en la niebla.

Ellos se miraron, por un momento se desconocieron. Es fácil volver a ser desconocidos y darse cuenta a un solo golpe de silencio.

Él no quiso decirle que esa gitana habitaba en sus pesadillas desde niño. Que ella se había dejado ver una y otra vez -Hasta ese día a prudencial distancia- en distintos lugares del mundo a los que pisó llevado por profesión o turismo.

Ella sintió el corte en su propia memoria de piel.
Se preguntó si aquel suceso tan encapsulado en olvidos, había ocurrido un séptimo día del séptimo mes.

De la gitana misma quedaron dudas.
Hasta que vieron ese goteo de sangre, que se espaciaba y desaparecía al atravesar el umbral de la estación.

*Por Urbano Powell & Eduardo F. Coiro.



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MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
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