*Dibujo de Erika Kuhn.
*
Estar
y nada más que
estar
mirando
como te apagás
despacio
-alguna vez,
mirando el
cielo,
me hablaste de
estrellas
que ya no
estaban
pero aún eran
luz
o un engaño de
luz
en la oscuridad
de las noches-.
Estar
y no ser más
que esta
partícula
miserable de un
dios
que hacía
milagros
y sólo poder
acariciarte
con esta mano
mía
desprovista de
magias.
Estar
y quererte
tanto todavía
con este amor
que empieza
tan de a
poquito
-tan para
siempre-
a hacerse
huérfano.
*De MARIANA
FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com
LA POESÍA HA
CAMBIADO POCO*
*De Kenneth
Rexroth.
La poesía ha
cambiado poco en el curso de los siglos,
los temas
siguen siendo los mismos.
Por amor de
Dios, despójate de tus vestidos y
métete en la
cama,
no vamos a
vivir eternamente.
¿Los pétalos se
caen de la rosa?,
también
nosotros nos caemos de la vida,
los valores
caen de la historia igual que los hombres bajo
las bombas.
Sólo una mínima
parte sobrevive,
sólo un logro
desconocido,
que podrá ser
grabado sobre las lápidas
de todos los
campos de batalla:
Pobre diablo,
¿nunca se enteró de nada?
Dentro de mil
años,
hombres con
gafas vendrán con sus palas,
y darán
conferencias en las universidades sobre los
progresos
y los atrasos
culturales.
Este año hemos
hecho cuatro grandes ascensos,
hemos acampado
durante dos semanas en lo alto de la
montaña,
hemos observado
cómo Marte se aproximaba a la Tierra,
y cómo se
extendía la aurora tenebrosa de la guerra
sobre el cielo
de una civilización decadente.
Estos son los
últimos años terribles de la autoridad.
La enfermedad
ha alcanzado un punto crítico.
Diez mil años
de poder,
el combate
entre dos leyes:
el reino del hierro
y la sangre derramada,
contra la
persistente solidaridad de la sangre y el cerebro
que aún están
vivos.
-Kenneth
Rexroth. Nació en un pequeño pueblo del extremo norte de Indiana, en 1905,
y murió en el condado de Santa Bárbara, California, en 1982. Creció en el seno
de una familia de encendidas ideas socialistas y anarquistas. Fue un agudo
crítico de las guerras en las que se embarcó los Estados Unidos, un militante
contra la incursión en Vietnam, y un mentor del fermento literario que condujo
al “Renacimiento cultural de San Francisco” en los años de posguerra. Suya es
la frase: “El arte de ser una persona civilizada es el arte de aprender a leer
entre mentiras”. Entre otros libros de
poemas, muy difundidos entre los jóvenes beatniks, recordamos: The Signature of
All Things (1950), Beyond the Mountains (1951), Natural Numbers: New and
Selected Poems (1963), y The Spark in the Tender of Knowing (1968).
Préstamo*
A Miguel Ángel
Savino.
Al hombre le
falto la presencia de tres abuelos. El abuelo materno que abandono a su madre y
su tío siendo ellos unos niños pequeños.
Y los abuelos
de Italia, Madre y Padre de su Padre que quedaron en su pueblo, atrapados en
cartas que se lloraban al leerlas.
Y el después de
crecer sin vivencias, sin la remota presencia de los abuelos para acompañar
buenos y malos momentos.
Sucedió una
tarde, muchos años después, cuando ya ninguno tenía a sus abuelos en vida y ya
los padres que quedaban luchaban con achaques, fue entonces cuando el hombre
mientras tomaba mate con su amigo de la escuela secundaria le pidió que le
prestara un recuerdo.
-¿un recuerdo?
-Si, un
recuerdo que fuese la esencia misma de tener abuelos y compartir con ellos.
El amigo eligió
una abuela, la que vivía en la costa. Casi río, casi mar, allí donde los
colores del río y del mar se mezclaban según mareas y la luminosidad del cielo.
Era la abuela
que vivía sola, con una sola pierna suya, la otra una pata de palo. Y los
recibía a él con su hermano menor, a veces con amigos de la escuela que
compartían el gusto por la pesca.
Luego de la
pesca, se comía el pescado preparado por las manos de la abuela y se tomaba
vino tinto, porque la abuela lo compraba en damajuana.
La abuela de la
pata de palo vivía solita, pero no tenía miedo, por si las moscas y por algunos
malos vecinos había conseguido una carabina. Por lo que contaba, solo la había
usado para disparar al aire si alguien quería robarle los pollos que criaba.
El hombre
siguió por sus días agradecido por el recuerdo prestado y cada tanto cuando
necesita de tomar distancia de sus propias cuestiones. Cuando busca una tregua
arma la imagen de una abuela con pata de palo, damajuana y carabina esperando a
sus nietos, y sonríe con una expresión que se acerca a la fragilidad de la
dicha.
*De Eduardo Francisco Coiro. http://incoiroencias.blogspot.com.ar/
DEFENSA DE LA
POESÍA*
Palabras con mi
hijo
Porque, aunque
no lo creas
–plano más
concreto–,
la luz de las
estrellas
también vuela
y, además, el
horizonte
es una línea
tan cambiante
de acuerdo a
cómo vires
el rumbo de tus
pasos.
*
De esta
arboleda
tomá tu color
o tu desdicha;
y tomá
tu mar, tu
vaso...
Todo suena,
pareciera,
a nueces secas.
Pero
también suena
un río
grandioso
que aún no
escuchas.
-De Aguas
vivas (1993)
*De Eduardo
Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
*Uno de los
poemas que llevo con su voz al Festival Internacional de Poesía de Medellín
Recuerdo*
Atardecía. Se
asomó por la ventana y observó a un niño cruzar el parque y dirigirse a la
fuente. Recordó una tarde muy parecida, muchos años atrás, en ese mismo parque,
cuando era niño y jugaba hasta el anochecer. Siguió observando al niño y
encontró algo familiar en él: quizás la gorra, la playera roja, los tenis. El
niño se volvió y dirigió la mirada a la ventana desde donde era observado. En
ese instante ambos desaparecieron.
*De Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
*Texto incluido
en “El caso Max Power y otros cuentos”, publicado por Aurora
Boreal.
-Link
para descarga gratuita: http://www.auroraboreal.net/images/stories/editorial/narrativa/El%20caso%20Max%20Power%20y%20otros%20cuentos.pdf
EL PUENTE DE LA
VIA*
Si no
tuviéramos recuerdos,
no tendríamos
conocimientos.
*De Celso H.
Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
Avellaneda
Santa Fe
I
El puente
estaba a una docena de cuadras, no más, de dónde vivíamos cuándo éramos niños,
pero a nosotros nos parecía que la distancia era enorrrme, y siempre tentaba
con su sabor de aventura.-
Teníamos
necesariamente que hacer un tramo caminando por las vías, después de andar las
últimas tres o cuatro cuadras del pueblo hasta el paso a nivel donde ahora
estoy parado; contemplando y recordando esas vivencias infantiles, que pasaron
hace ya varias y largas décadas.-
Estoy
justamente en el cruce de la vieja vía con el camino.- El que saliendo del
pueblo va recto al norte, pasando por las chacras sembradas.- El lugar está en
parte casi igual; los grandes eucaliptos viejos, enormes y retorcidos siguen
allí adelante, al borde, a mi izquierda.-
Claro que están
más viejos que entonces, y faltan algunos, tumbados poco a poco por los vientos
de tantas tormentas y algunos talados sin mayor conciencia. También falta
enfrente un gigantesco Ombú, pero allí ahora fue avanzando el borde urbano, por
lo que lo que era campo, hoy son calles vestidas de casas.-
Incluso desde
aquí vislumbro a través de los rugosos troncos y altos pastos la vieja casona
donde entonces íbamos los domingos con Audino, mi hermano mayor, a escuchar los
partidos del campeonato por la Radio, cosa que nosotros aún no teníamos, y allí
vivían varios chicos de la edad de él, primos entre sí, que eran compañeros en
el Colegio.-
Ellos no eran
ni amigos míos, ni compañeros, y hasta les tenía algo de temor, o recelo.
Incluso los mayores, que se sumaban al grupo, eran para mí extraños. Uno tenía
largos bigotes como ya no se veían, de otra época, retorcidos y puntiagudos. En
esos años tuvo un trágico final este hombre imponente. Una noche lluviosa murió
de un tiro de revólver en la ladrillería que tenían cerca de la amplia casona;
un peón ebrio, de turno en el horno, puso fin a su vida, parece que por
problemas pasionales o tal vez sólo por el vino.
Otro era
tullido y usaba muletas, y era muy apacible y amistoso y a él sí le agarré
mucho cariño. Siempre tocaba las conexiones de los cables con la batería,
cuando la radio chirriaba o enmudecía.
Yo trataba de
tener claro en qué constituía el equipo y cuál era su magia. El receptor, que
en sí era todo un mueble, los cables con sus bornes, la batería o acumulador,
el molinillo de viento que proveía la recarga, y la antena aérea, de altas
picanas como mástiles, con sus riendas y blancos aisladores y el oscilante hilo
de cobre con su bajada. Toda una instalación. Y... , las estaciones estaban a
gran distancia. Se escuchaban pocas y eran casi todas de Buenos Aires, pero
todavía no eran muchas las casas que podían tener una.
Pero no era
sólo la pasión del fútbol ni las tardes de radio, sino recorrer este camino y
su entorno, salir de nuestro pequeño mundo, y alejarnos de las últimas casas
del pueblo, cruzar la vía, y adentrarnos en lo que había más allá. Cruzar la
vía era el comienzo de la aventura. Más allá era otra cosa, el camino era
largo, infinito, y hablaba de otros lugares que conocíamos sí, pero que estaban
cargados de encanto. Hasta ese pequeño tramo era un viaje, un verdadero viaje,
donde pasaban tantas cosas lindas: las llamativas alas pintadas del pájaro que
nos rozó volando, el otro que estaba cerquita en un arbusto del alambrado, o la
liebre que descubríamos en su carrera por las puntas de las largas orejas que
asomaban zigzagueando en los pastos, o de pronto, una perdiz que nos mató de
susto al alzar vuelo casi debajo del pie.- ¡ PPPPRRRR rrrrrr ...!
O la forma de
aquel Tala, con su copa ahuecada y tupida como una techumbre, o aquella rama
perfecta para una honda, o el ulular del viento, la frescura de una sombra, el
flamear de los pastos; o los vertiginosos y traviesos remolinos de verano,
levantando polvo, pastos, y papeles que quedaban girando, y se descolgaban
lentamente del cielo, revoloteando como desilusionados, mientras que del
remolino no quedaba ni rastros...
II
O sea:
contemplo lo que queda y me transporto en el tiempo; mientras piso los rieles
enterrados, soñando. Pero si bien detrás de mí el pueblo se convirtió en ciudad
y el pavimento llega precisamente hasta la vía, hacia el norte el camino sigue
polvoriento; pero en la vía el tren no pasa desde hace muchos años, veinte al
menos.
Aquí el polvo
del camino le puso una capa ya permanente y cada vez más compacta, dura como
una lápida, y triste como una mortaja. A un lado y otro del camino los rieles
abandonados duermen entre el pasto que los ha ido tapando casi por completo, y
por momentos se dejan entrever entre la fronda de la gramilla por el pálido
brillo que reflejan del sol de la tarde en el dorso casi opaco, y más adelante
se adivina la vía y la curva que aquí comienza, redondeada y suave, más por la
memoria que por la evidencia.-
Antes, ese
brillo nos cegaba cuando caminábamos contra el sol, ya que el tren al pasar una
y otra vez los mantenía pulidos como espejos, y la gramilla y otros pastos se
mantenían prolijamente fuera de la franja que formaba la vía con el ancho de
los durmientes a flor de tierra. A cada lado del cruce, en la línea del
alambrado, los guarda-ganados impedían que los caballos, vacunos u otros
animales grandes, ingresaran a las vías por obvias razones de seguridad.
No eran
profundos, pero a nosotros nos atraían y nos demorábamos en pasar pisando, una
y otra vez sobre las rejas, como demostrando el valor que teníamos,
especialmente cuando los domingos estábamos acompañados por los demás chicos,
con los que solíamos ir a jugar. Hoy están tapados en tierra, o quizás ni estén
allí, porque no se ven ni rastros, al menos a simple vista.
III
Hacia el este
del paso a nivel, la Estación quedaba a unas veinte cuadras, y la vía terminaba
de hacer la curva y seguía recta unas diez cuadras hasta otro paso a nivel;
pero aquello estaba fuera de nuestro alcance, al menos en esa etapa. Aquí
teníamos suficiente. Aquí mismo a la derecha están todavía los galpones de una
fundición de hierro, y enfrente una ruidosa desmotadora de algodón, que nos
tapaba en polvo y humo, además de un constante zumbido de sus extractores,
ventiladores y ciclones, que nos arrullaba y nos despertaba, una u otra.-
Al costado de
la vía, formaban montones los residuos de borra y metal fundido, entre los que
encontrábamos enorme cantidad de municiones de hierro, más o menos redondeadas,
especiales para tirar con las gomeras, que justamente por su peso y su
redondez, aseguraban una trayectoria de verdaderas balas; hoy diría que hasta
sumamente peligrosas… Ese montón de desecho tenía incontables buscadores de
proyectiles, que nosotros almacenábamos para nuestras correrías.-
También era
campo de pruebas, porque la tentación era ver como se tiraba con estos o con
aquellos, y los blancos predilectos eran los aislantes de porcelana del
telégrafo, que bordeaba la vía junto al alambrado. Algunos chicos de nuestra
edad, o un poco mayores eran unos verdaderos inadaptados, capaces de cualquier
maldad, por lo que eso, era una nadería.-
Eso, o matar
inofensivas palomitas, horneros, cuises, etc., que hoy horrorizaría a
cualquiera, aquella vez pasaba desapercibido. Aún no se hablaba de ecología ni
de especies protegidas, y casi, casi, ni de amor a los animales; al menos, no
con la conciencia conque hoy se está asumiendo, y menos a los niños, y menos
que menos a esos niños...
IV
A una calle de
la vía vivíamos nosotros, y ver pasar el tren era una diversión que no menguaba
por más que lo hacíamos todos los días, mañana y tarde. El más interesante era
el tren de carga. No tenía un horario, como el de pasajeros, pero pasaba
después de media tarde y en el invierno, durante la temporada de la caña de
azúcar, íbamos al borde a esperar su paso, y nos solían arrojar cañas enteras o
trozos, y para nosotros eran trofeos tan valiosos, que volver con cierta carga
nos llenaba de gloria.
Recuerdo las
emociones de la espera. Ver al maquinista o al foguista esconder o balancear
las cañas que nos arrojarían, tras elegirnos; porqué a veces éramos varios los
chicos que esperábamos junto al alambrado. Era todo un juego, para ellos
seguramente divertido, para nosotros, angustioso. Si el tren era largo siempre
había más gente en los vagones o en las chatas, que hacían otro tanto.
Pero no era
necesariamente pareja la cosecha, era más bien cosa del azar. Todos guardábamos
una estratégica distancia uno de otro, asignándonos en el momento un
territorio; y desde nuestra posición aguardábamos expectantes. Ver que se
fijaban en uno y revoleaban el trofeo en nuestra dirección, y caía más o menos
cerca, pero entre las matas de paja brava, y había que encontrarla, a veces
disputándola fieramente con el chico vecino; y otras veces con la poca luz del
ocaso, se terminaban perdiendo y proseguíamos la búsqueda al día siguiente. No
era seguro que la caña nos esperara, quizás el ocasional vecino nos habría
madrugado.
V
Justo enfrente,
cruzando la vía, había una pequeña franja de monte. Un montecito. No tendría
más de media cuadra de ancho, y una cuadra de largo. Pero tenía todos los tonos
de verde, y bastaba para que a nosotros nos pareciera una selva virgen,
inhóspita, y cuajada de peligros...
Aromos,
chañares, espinacoronas, arbustos y enredaderas, tunas con sus tentadoras
frutas, pero erizadas de púas, cardos con sus varas floridas, insectos que
zumbaban, diversos pájaros que anidaban allí, y un sendero bastante sinuoso que
lo atravesaba; en una punta una lagunita, donde solíamos sentarnos por horas,
con mi hermanito menor, Reinaldo, y a veces algún vecinito, a la sombra de los
algarrobos que la bordeaban y hacíamos que pescábamos tirando los
"bogueritos" entre los juncos , mientras observábamos las ranas o los
sapitos, y los caracoles y los rojos racimos de huevos pegados a las pajas
sobre la línea del agua.
Nunca la he
visto seca a la pequeña laguna, ni en tiempos de sequías, y eso que no era más
que un charco. Hoy me parece increíble, pero entonces hasta contemplaba
hipnotizado las larvas de los mosquitos que tras la lluvia pululaban en la
superficie, y minúsculas arañas que tejían redes entre las ramitas de la
orilla.
Llegar al
montecito, entrar en él bastaba para convertirnos en legendarios exploradores,
arrojados cazadores, o valientes e intrépidos personajes como el mismísimo
Tarzán de los monos... Como tenía inventiva fabriqué una pequeña ballesta, con
su travesa, su tensor, su gatillo; y con unas afiladas varillitas metálicas
como flechas.
Eufórico, tras
comprobar su funcionamiento y su eficacia, me fui al monte, a la jungla, en
busca de aventuras... Buscaba una pequeña pieza de caza, quizás algo peligroso,
algo que valiera un tiro de mi portentosa ballesta... Tras moverme con cautela
, despacio y sin ruido, al acecho, por más que estuve quieto largo rato, no he
visto nada que se moviera; a no ser una rana verde que saltó entre las ramas de
un árbol bajo y no dudé, casi diría que fue sin querer, disparé la
flecha-varilla y la rana quedó atravesada, ensartada entre las ramas.-
Me quedé duro.
Si le tenía
repugnancia a las ranas y a los sapos, al menos vivos los veía sólo un instante
y a cierta distancia; pero ahora tendría que arrimarme y recuperar la flecha,
pese a todo no estaba dispuesto a perder una de mis valiosas varillas de metal
con un filo tan trabajado, no; para nada. Así que formé de tripas corazón y lo
hice, me sobrepuse al asco, tomé al pobre batracio muerto y le saqué la flecha,
y allí terminó la cacería, y con el estómago revuelto volví a casa. Nunca volví
a tirar ni al blanco con el artefacto, y no supe decir en casa, porque no probé
bocado en la mesa, ese día al menos.-
VI
El puente de la
vía me queda al oeste. Solíamos venir por varios motivos. Indudablemente tenía
su magia. Uno era la pesca. Y de tanto en tanto sacábamos alguna pequeña
tararira, tanto para dejarnos con ganas. Si bien bajo el puente siempre había
agua, y era bastante honda, no era más que un zanjón, que provenía de una
cañada de las cercanías y que solo traía agua cuando llovía, que a su vez
volvía a formarse cañada más adelante en el bajo, antes del puente del camino,
y así sucesivamente.
Una vez,
estando en primer o segundo grado, un compañero, más grande y muy corajudo ya
de pequeño, porqué después estando él siempre era el líder de nuestro grupo; me
convenció que lo acompañara a la casa de uno de nuestros compañeritos de la
escuela que vivía en la zona rural. De ida fuimos por el camino, pero de
regreso dispuso que regresáramos cruzando el bajo, a campo traviesa.-
El asunto es
que había llovido hacía poco y la cañada tenía agua y si bien corría bastante
no parecía honda. Además era como una maraña cruzada de pequeños zanjones y se
podían pasar pisando los islotes que formaban. Todo a pequeña escala. Pero a
poco era más ancha de lo esperado y más correntosa. Los pequeños canales se
hacían difíciles de sortear, y un par de veces caímos y trepamos. Además yo era
más chico y se me hacía difícil.
El no hablaba
de volver.
Era aguerrido.
Pero sentí
realmente miedo y tuvimos momentos difíciles, hasta que finalmente pasamos lo
peor, terminamos volviendo a casa, mojados y temblando. No sé a él, porque era
muy corajudo, pero a mí no se me borró nunca el miedo que pasamos aquel día.
VII
Ir por la vía
hacia el puente era de por sí un paseo.
Tratábamos de
caminar haciendo equilibrio por los rieles y pisar sólo de tanto en tanto el
suelo para mantenerse, ya que los durmientes hacían desparejo el piso, además
llevaba una zanja de desagüe cada dos durmientes a un lado y a otro
alternativamente. Por lo que caminar requería atención y un paso coordinado.
Aunque para
nosotros era un juego.
A la izquierda
había un viejo aserradero, con una playa llena de grandes troncos, o piezas de
madera, que llegaba hasta el borde de la vía. A la derecha había una excavación
profunda, de donde sacaban tierra arcillosa para la ladrillería. Esta era la
misma que correspondía a la casona de los grandes eucaliptos. Era frecuente que
aquí viniéramos a bañarnos en los días de calor, especialmente a la siesta.
Todos sentíamos
temor a que llegara la gente de la ladrillería, aunque estaba la cava al borde
de la vía y además no hacíamos ningún daño. Nos bañábamos desnudos, y sabiendo
lo vulnerables que quedábamos, dejábamos la ropa muy a mano, aunque salir del
agua no era fácil ya que era barrancoso y la arcilla de por sí resbalosa.
En una de esas,
en lo mejor del baño refrescante, sentimos el galopar de caballos y un griterío
que asustaba. Verlos y tenerlos encima fue todo uno. Cada cual salió como pudo
manoteando la ropa y cruzando el alambrado, y por las dudas correr a más no
poder...
Nos vestíamos
mientras corríamos. Tampoco era para tanto. Ellos no habrían estado más que
divirtiéndose, pero nadie se quedó a averiguarlo. Había un chico nuevo en el
grupo. Siempre estaba muy bien vestido.
Cuando todos
nos juntamos en el paso a nivel él aún estaba desnudo con las ropas en la mano,
temblaba de miedo, además había dejado el sombrero al borde del agua, y decía
llorando que no podía volver a la casa sin el preciado sombrero. ¿Volver a
buscarlo?... - ¡Ni locos!,- y el grupo se disolvió mientras él aún no lograba
vestirse...
Quedé con él, y
él allí firme, temblando; encima yo lo había invitado...
- ¡Bueno,
vamos! – dije en un arrebato cargado de súbito coraje…
Y nos volvimos
los dos solos. ¡Además los ladrilleros no iban a estar allí esperándonos! La
verdad es que no podíamos estar seguros si se habían ido, porque el borde de la
cava tenía una zona de arbustos, que nos impedía ver hasta que la trasponíamos,
y ahí ya estaríamos adentro...
Pero sí, media
docena de chicos y no tan chicos, estaban con sus caballos aún allí. Nos
quedamos un momento duros, luego usé mi salvoconducto, que esperaba me
sirviera: Yo era conocido de ellos, al menos de algunos. Así que me animé y les
mostré el sombrero en el suelo, y le dije que era de mi amigo, y que veníamos a
buscarlo.
No hicieron
gran cosa, así que alcé el sombrero, los saludé con el sombrero mismo, y
rápidamente me volví alcanzando a mi compañero, que ya se me había adelantado
bastante, y estaba en medio de la vía; y aliviado, me vine riendo porqué yo
creía, que no teníamos que haber disparado de ese modo.-
Al fin me había
portado como un pequeño y valiente quijote.
VIII
Más adelante
había sendas ladrillerías a ambos lados, y aún más adelante el puente. El
puente era de hierro, y ladrillos, de cuando hicieron el ferrocarril. A veces
veníamos a bañarnos, aunque yo siempre conseguí zafar porqué me daba miedo.
Otras a pescar. O solamente a divertirnos. Pero el lugar era fascinante. El
terraplén bajaba en un declive abrupto, con tortuosos caminitos que bajábamos a
trompicones, entre tupidas matas y verdes plantas de ombúes nudosos.
A los costados
había chacras sembradas.
Una siesta de
domingo, muy calurosa, mientras el pueblo quieto y somnoliento, descansaba de
los sudorosos días de la semana; nosotros, media docena de compañeros,
llegábamos una vez más de excursión al puente. A lo lejos, un horizonte azulado
y difuso, que el calor hacía reverberar, se veía como a través de un cristal
ondulado y movedizo; mientras el silencio que nos envolvía contenía un mundo de
pequeños zumbidos, chirridos y silbidos, propios del verano y de la hora, en
que imperaban las chicharras y los pequeños insectos.
Nos sentíamos
felices por estar allí; libres, aventureros, ansiosos…
Unos bajaron
del terraplén antes del puente, y otros lo traspasamos, bajando al otro lado de
la ancha y lagunosa poza, repartiéndonos así las orillas de pesca.
El más corajudo
lideraba como siempre las acciones. Atento por encontrar en qué demostrar su
liderazgo, además de tener una inclinación a vencer obstáculos o pequeños
peligros.
Se le ocurrió
venir a nuestra orilla, atravesando el estrecho pero profundo curso de agua que
bajaba a la cañada; sosteniéndose sobre el alambrado, aunque faltaba algún
poste, y los hilos sólo unidos por las varillas, se balanceaban peligrosamente
a medida que avanzaba. Llegado a la mitad, el alambrado se volcó aún más,
haciéndole casi tocar la espalda en el agua, lo que lo obligó a apoyarse
pisando un trozo de tronco medio podrido, que flotaba junto a camalotes y
deshechos, y la correntada empujaba, manteniéndolo contra lo que quedaba del
inestable tendido…
El tronco, que
era en parte hueco, se hundió en la punta que pisaba, y de la otra comenzaron a
salir víboras en cantidad, tan asustadas como él, subiendo a los camalotes y
palos, y otras nadaron zigzagueantes buscando la costa más cercana.
Gritamos o
saltamos, y corrimos, no recuerdo bien. Sé que después nos organizamos y entre
todos lo ayudamos a salir.
Era el precio
que a veces le tocaba pagar.
IX
A veces cuando
no tenía clases y en casa me permitían, llevaba a mi hermano menor a que me
acompañara. Una mañana de sol pero con mucho viento, volvíamos a casa ya cerca
del mediodía, embelesados con el ondular de las cañas y el silbido de las
ramas, con los mechones de hojas flameando hacia el sur, por efectos del fuerte
viento norte.
Un silbido me
pareció más fuerte y me volví, justo a tiempo para ver casi encima nuestro, la
tremenda mole de la locomotora del tren de pasajeros, que nos pitaba
seguramente desde hacía rato, resoplando vapor y humo negro. Empujé a mi
hermano violentamente a un costado, y yo alcancé a saltar al otro, y desde el
suelo vimos pasar a un metro, semejante monstruo, con su diabólico movimiento
de cigüeñales y de bielas, entre quejidos y bufidos de horrenda bestia
metálica.- Sentados vimos como se alejaba el último vagón, en una humareda y
pitidos anunciando como siempre, que estaba llegando una vez más.
No hablamos en
todo el camino, y el susto no se nos iba por mucho tiempo. No podíamos creer de
lo que nos habíamos salvado. De esto ni una palabra en casa, no sea que nos
merme el permiso para volver otro día.
X
De todo esto me
voy acordando mientras camino lentamente por la vía, o lo que queda de ella,
mirando absorto el piso, los desagües borrados, los rieles semiocultos en el
yuyo, los durmientes que sólo asoman alguna esquina de tanto en tanto, me paro
antes de llegar al puente, me acuerdo de la excavación y me cuesta encontrar el
lugar donde estaría; una irregularidad del terreno, con las barrancas borradas
y cubierta de chañares, todo el terreno aledaño cubierto de ramas, en un
verdadero abandono. Por aquí más o menos habrá sido, cuando el tren casi nos
atropella.
Me siento un
rato y sueño.
Cuando me
incorporo veo semi-enterrada contra el borde de un durmiente, una bolita de
vidrio de colores, un "bochón", como le decíamos entonces..., y no sé
si en serio o en broma, me parece igual al que mi hermano siempre llevada, en
el bolsillo de su pequeño "jardinero". - ¿Puede ser? ¡Claro que no!
¡A quién se le ocurre! - Encontrar una bolita así de aquel tiempo, así sin más...
Pero no sé, me
quedo pensando en eso, y por las dudas, guardo muy bien el bochón colorido de
vidrio, y me pregunto: - Pero; ¿Y ahora, habrá bolitas así?-
Un poco más y
llego al puente.
Sigue estando,
incluso tiene agua, pero no están los ombúes y un ramerío de espinas cubre los
costados del terraplén.- Espinas y cardos y rameríos enmarañados, después de
dos o más décadas de abandono.-
No es más que
una ruina, nada que ver con aquello.
-Del libro "Los
días felices", edición del autor; 2005.
Esa niña*
la que mira
extrañada el
barro
sobre el cuerpo
marcando edades
la que se
desola
se desierta, se
arrodilla cansada de fingir,
se enmuda y no
sabe y no entiende
porqué la
penitencia, porqué la vida a veces
viene sin
ninguna señal.
esa niña no es
la que todos nombran en los manuales de autoayuda,
es la que no
ha crecido por una anemia de gorpúsculos de seda
la escondo,
trato de sosegarla.
la otra que
disfruta del juego es una mujer que aprendió de grande.
Pasa que como
los idiomas que no son la lengua madre, a veces fallan
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
Mis abuelos*
Mi abuela Babi,
era tan bella y cariñosa, que aún la tengo conmigo. Siempre me entendía y es
uno de los mejores regalos de recuerdos. Ella me defendía cuando hacía alguna
travesura.
Con ella era
libre y copiaba su lado femenino y seductor, muchos me dicen: que lástima que
no tenés los ojos de tu abuela, eran celestes, puro cielo.
Cuando llegaba
a su casa, era dueña de sus perfumes, talcos, su peinetón españolísimo, y su
arte de amar… Era bella, una diosa caída del Olimpo. Me llevaba a pasear
a la tienda Gath & Chaves que era un negocio gigante, donde vendían ropa de
mujer y hombre, ropa interior, perfumes y bombones.
*
A mi abuelo
Robustiano recuerdo que le hacía picardías. Un día lo dejé encerrado en el
comedor diario. Otra vez, cuando se podía sentar la gente en el porche, le
llevé la silla a la esquina. Nunca me retó. Eran otras épocas. Era el esposo de
mi abuela Babi. Tenía nariz aguileña, su pelo blanco brillante y prolijo.
Escuchaba sus pisabas de masculinidad. Era callado y firme cuando hablaba. Mi
abuela lo amaba.
*
Mi abuelo Juan,
de origen ucraniano, íbamos a su casa porque tenía un tanque australiano, el
agua estaba congelada. Era en City Bell, como a 10 Km. de La Plata. Era muy
creyente y escuchaba sus penurias de la primera guerra mundial, pero no con
tristeza, tenía las piernas peladas por el frío que pasó en su país natal y a
mí me llamaba la atención. Además las tenía arqueadas como un signo entre
paréntesis ( ). Una vez le pregunté si sabía malas palabras en ruso, se enojó
un poco, y luego me dijo, si: curva. Pero no me la traduzco. Le encantaba comer
arenque y bacalao. Además comía tocino. Su esposa que se llamaba Aquilina, no
la conocí.
Mi hermana se
llama Teresita Lubor (amor en ruso) Aquilina. Una tarde vi una pelea entre una
araña pollito y una avispa. Ganó la araña, pero al rato ella murió por el aguijón.
De noche calentaba sus pies con un ladrillo envuelto en papel de diario.
El agua se tomaba de la bomba a manos.
*
El abuelo José,
es o era, porque ya no está, el abuelo de mi hijo, italiano que emigró en la
segunda guerra, se escondió para que no lo apresaran, entre el colchón y la
base de la cama. Se vino en un barco dejando a María, su mujer, que vino a
Argentina años más tarde. Tenía un parral de 50 metros de largo, con uvas de
todos los colores. Hacía el vino patero, la salsa de tomates para todo el año
de dos clases una común y otra más picante, la embotellaba él, les ponía el
corcho, hervía cajones de tomates todo él. Mi hijo aprendió tantas cosas al
observarlo. Plantaba orégano, albahaca y todas las especias, que luego dejaba
secar. Hacía pizza con panceta y salsa, ravioles y pastas exquisitas. Amaba la
tierra. Fue un ejemplo para su nieto y por supuesto para mí. Se hizo la casa él
mismo, de a poco.
*
Cuentan que en
la antigüedad las arañas y las abuelas se entretenían tejiendo.
Las abuelas con
agujas de madera y lana de oveja, realizaban chalecos, suéteres, bufandas,
medias.
Las arañas, más
detallistas, con sus patitas, se deleitaban haciendo puntillas, encajes, y
telas vaporosas.
Es más, a la
hora del té se pasaban las recetas para innovar su estilo.-
*De Azul.
azulaki@hotmail.com
(Y habría
más para contar de los abus. Pero no quiero ser pesada. Comparto estos
recuerdos con todos los que quiero...)
Canción de la
memoria*
Esta tarde gris
recuerdo aquel
patio
mantel de
glicinas
y la infancia
blanda
salteando
rayuelas
abuela mercedes
barría memoria
y las tías
mateaban la siesta
contándome
historias
de antiguos
romances
mi madre
hilando poemas
padre borraba
en silencio
esa tarde gris
melancolía
y fuimos cuatro
hermanos
saltando
charquitos
de antiguos
recuerdos
latiendo en
coraje
sus tímidos
sueños
cuatro
equilibristas
magos sin
galera
sin premios
medallas
y nunca la
sortija
sacamos la
suerte
vieja calesita
de Beauchef al
fondo
antigua la casa
y todo lo
entregamos
sin buscar
respuestas
tarde de gris
melancolía
*De alba
estrella Gutiérrez. alba.estrella@gmail.com
INVENTREN
(De la Estación
Girondo - Compañía General de Ferrocarriles en la Provincia de Buenos Aires)
Oliverio*
*De Alberto
Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar
Vestido con una
enorme capa negra que ondula a sus espaldas como las trágicas alas de un
desorientado vampiro, con el cabello ensortijado y el semblante pálido,
Oliverio deambula sin rumbo, alejándose de la ciudad, atormentado por el
siniestro recuerdo de la Dama de Blanco.
La había visto
cara a cara. Podría jurarlo delante de cualquiera. Fue durante una oscura y
pegajosa tarde, donde la atmósfera parecía a punto de quebrarse bajo la feroz
metralla de los truenos y desatar, instantes después, la peor de las tormentas
que recordara Buenos Aires en muchos años. En aquel preciso momento, Ella se
había dejado ver atravesando los añejos muros del Museo de Arte
Hispanoamericano Fernández Blanco, sito en la calle Suipacha al 1400.
Por aquel
entonces, Oliverio vivía con su esposa Norah en el terreno lindante al Museo, y
los encuentros con aparecidos ultraterrenos ya no los inquietaban como la
primera vez. Una noche habían sido interceptados al regresar de un café
literario por el hierático espectro de un jesuita encapuchado que les heló la
sangre. En otra oportunidad, vieron cómo se descolgaba la oscura silueta de una
esclava negra por las cañerías que descendían de los techos, buscando escapar
de sus ya extintos captores. Y más tarde, hasta un distinguido Lord británico
de raigambre victoriana, con flamante galera y reloj de oro a la cintura,
paseaba de vez en cuando por el patio de su casa en las noches de luna,
insinuando acaso un leve gesto con su galera hacia ellos, a modo de caballeroso
saludo.
Pero ninguna de
estas imágenes lo había perturbado tanto como el de la Dama de Blanco. Joven,
hermosa, casi virginal… Se deslizaba fuera del Museo y entraba a su casa
subrepticiamente, mirando en derredor con cierto temor, como si no reconociese
el lugar donde se encontraba. Y a diferencia de las demás apariciones Ella,
exclusivamente a él, le hablaba… Oliverio nunca había podido descifrar su
lenguaje, entrecortado y confuso, compuesto por irreconocibles jirones de
palabras que no alcanzaban a comprenderse del todo, como si le hablase desde el
fondo de un pozo anegado, o a una distancia tan vasta que los sonidos no
alcanzaran a cubrir.
Pero su mirada,
de una tristeza tan profunda como hermosa, era lo que más lo desconcertaba,
fascinándolo a la vez. Haberla conocido implicaba no poder olvidar esos ojos
claros. Y quizá fuera eso lo que ansiaba recuperar Oliverio, luego de que la
muerte de Norah lo dejara en el más desolador de los desconsuelos: una mirada
de amor, proveniente de unos ojos puros, diáfanos como un cielo de verano, que
lo atravesaran con su ternura de lado a lado.
Consternado por
llegar a concretar el encuentro imposible, Oliverio averiguó durante un buen
tiempo acerca de la secreta identidad de la Dama de Blanco. Consiguió saber que
había fallecido en 1925, y merodeaba desde un principio el Cementerio de la
Recoleta, confundiendo a los incautos varones que la tomaban por una bella
joven solitaria y desabrigada a quien cortejar durante las noches de parranda.
Ellos le ofrecían sus sacos para protegerla del frío, atesorando la esperanza
de un momento de amor, pero terminaban siendo finalmente desairados, mientras
contemplaban incrédulos la manera en que Ella escapaba hacia las profundidades
del Cementerio, perdiéndose entre las bóvedas, para luego de dar muchas vueltas
en su persecución encontraran el propio abrigo yaciendo sobre uno de los
cajones de las bóvedas, recientemente usado por el espectro de la dueña del
ataúd…
Luego, la Dama
de Blanco se había trasladado unas diez cuadras, errando a lo largo de la
distinguida Avenida Alvear y la calle Arroyo, ignorándose el por qué de
semejante trayecto, para recalar en las proximidades del Museo, aposentándose
casi entre sus muros y los de las construcciones vecinas. Allí la había descubierto
Oliverio, deseoso por un reencuentro que jamás había vuelto a concretar,
hipnotizado hasta el fin de sus días por aquella mirada, imposible de olvidar…
Muchos años han
pasado desde entonces, sumidos en la bruma de los tiempos. Oliverio ha perdido,
al fragor de sus poéticos retruécanos y versos delirantes, el sentido del
espacio y la localización, extraviado en un lenguaje particular que carece de
coordenadas compartidas. Desorientación que lo aleja de las letras y lo conduce
hacia los lugares más remotos y estrafalarios, como éste en el que lo
descubrimos, sorprendido mientras llega durante una helada noche de luna llena:
una desierta estación de ferrocarril, perdida en medio del campo, que
misteriosamente lleva su propio nombre.
Los rieles se
extinguen a pocos metros de allí, devorados por la oscuridad, que apenas
permite entrever un pálido destello lunar y metálico con el que delata su
presencia. La rústica silueta de la estación se confunde con las extrañas
formas de los árboles del monte que la rodea, otorgándole al lugar un toque
siniestro que impulsa con fervor a la huída del testigo ocasional. Sin embargo,
Oliverio se dirige resuelto hacia allí, casi sin darse cuenta de las asperezas
del terreno que lo circunda, causado por el más insondable y urgente de los
presentimientos.
Una ráfaga de
viento helado revolotea su capa al acercarse al derruido umbral de la
ventanilla de la boletería, carcomido por la erosión del tiempo. La reja que
separaba al empleado de los futuros pasajeros se encuentra tamizada por
mugrientas telarañas, aposentadas allí por espacio de varias décadas. El
crujido que producen bajo su tacto las maderas podridas del estante para
recoger los boletos no lo sorprende, pero le desagrada. Y entonces, en medio de
la escalofriante lobreguez, percibe el níveo destello de una presencia dentro
de la habitación, luminosidad que le puebla el alma de esperanza y desboca su
corazón.
Busca a tientas
la puerta que conduce al interior de la estancia, y luego de un par de
forcejeos con la cerradura oxidada, consigue que la pútrida hoja de madera le
ceda el paso. Avanza trémulo hacia dentro, notando que aquel destello no ha
hecho más que aumentar su intensidad, brotando desde la tortuosa grieta de uno
de los muros, vecina a un polvoriento archivero. El milagro, informe cual
volutas de humo, se expande dentro del cuarto, corporizándose con dificultad,
impedido aún de mostrarse tal cual es. Oliverio extiende moroso los dedos de su
mano derecha hacia él, alargando su brazo, esbozando una palpitante sonrisa
luego de muchísimo tiempo, tan malacostumbrado al rictus de amargura que lo
representase desde la triste muerte de Norah.
La aparición
culmina de materializarse, definiendo a la recordada silueta de la Dama de
Blanco, con un tenue y escotado vestido de nívea gasa que revela unos pálidos
hombros delgados y la suave curva de unos pechos adolescentes, apenas ocultos
por los bordes de una rubia cabellera lacia que enmarca su rostro angelical. Y
coronando esa dulce carita inocente, aquella perturbadora mirada de ojos
claros, profundos e insondables, transportando a quien los contemple hacia
territorios inexplorados de la psiquis y el corazón.
Oliverio se
estremece ante esos ojos, sin dejar de sostener su mano abierta hacia Ella,
extasiado ante la posibilidad de acercarse, acariciarla, besarla… Una sutil
ráfaga helada se cuela entra las múltiples rendijas de la ruinosa boletería,
ondulando su inquietante capa negra. Hasta que por fin Ella le vuelve a hablar;
y para sorpresa de Oliverio, esta vez lo hace con palabras claras, un lenguaje
definido, un mensaje inequívoco.
-Quiero que me
hagas tuya –le sugiere u ordena.
Una miríada de
sensaciones se abalanza sobre él, confundiéndolo y decidiéndolo a la vez. El
cálido y hasta fraternal amor experimentado en vida hacia Norah, el ancestral
miedo ante lo desconocido, una inédita tentación al placer más lascivo que
pudiera haber imaginado… En un instante las imágenes más representativas o
banales de su vida desfilan delante de sus ojos, como si al escuchar esa frase
de sus labios hubiese ingresado en el caótico vórtice de un remolino que lo
deseara arrastrar hacia el más allá, aunque dejando en su lugar, ajeno a su
propia persona, un nombre que le otorgue identidad a este lugar, perdido y
quizá olvidado, más no por las evocaciones que pueda suscitar el apellido
Girondo.
Entonces,
Oliverio descubre en un inesperado rapto de lucidez -que atraviesa la maraña de
frases erráticas e imágenes discordantes que han dado identidad a su obra literaria-,
que se le ha ido la vida buscando un amor semejante a éste, que su entidad
humana parece haberlo abandonado desde hace ya mucho tiempo, que en un lugar de
la Pampa llamado Girondo –dentro de su derruida estación de ferrocarril- parece
haber encontrado su propio fin humano, más no el de la leyenda de una enamorada
pareja de ultratumba…
Se acerca hacia
la Dama de Blanco, quien le sonríe por primera vez, con grácil expresión.
Oliverio le rodea los hombros desnudos con su capa azabache, que aletea en
derredor como si quisiera izarlos en el aire y alejarlos de allí en un huidizo
vuelo de murciélago. Y con un gesto aguardado por ambos durante decenios, se
buscan las bocas con pasional sutileza, besándose en un abrazo que trasciende
la muerte y los eleva hacia la noche.
Una imponente
luna llena resulta el único testigo del encuentro, donde una capa negra y un
vestido de gasa blanca se elevan por encima de las ruinas de una estación
ferroviaria y se pierden enamoradas rumbo a las estrellas, glorificando la
cualidad de convertirse en eternos amantes…
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
GONZÁLEZ RISOS.
PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN. PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
JOSE RAMÓN SOJO.
ÁLVAREZ DE TOLEDO. POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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