sábado, septiembre 05, 2015

ENTRE LA DISTANCIA Y EL DESEO Y SIEMPRE Y MÁS...


*Dibujo de Erika Kuhn.







*


Tal vez
sea verdad
que no hay lugar
para nosotros
en el mundo.

Llevamos
en la frente
la marca
de quien ha peleado
ya todas las batallas.

Y un solo
y hastiado corazón.

¿Hacia dónde escapar
con esta urgencia
de huir de todas partes?



*De MARIANA FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com











ENTRE LA DISTANCIA Y EL DESEO Y SIEMPRE Y MÁS…








ESPACIADO*



Hay un poema oculto
entre la distancia y el deseo
y siempre y más.
Hay claves en las palabras.

Bien se sabe:
nadie sigue a tientas
en ríos profundos.
No es tan ingenuo el amor
ni en lo que pide, ni en lo que da.

Basta luego que te asomes
detrás del follaje,
inmaculada.


*De Cecilia Figueredo. ceciliafigueredo@gmail.com














Los perros de la luna*




*Por Miriam Cairo. cairo367@yahoo.com.ar



Ahora vamos por el otro camino. Dale, vamos; ¿así que vos me soñaste? Sí, te soñé porque no le tengo miedo a nada. Yo sí tuve un poco de miedo. Yo también. Yo no, y soñé que vos venías para este lado. ¿Querés que vaya? Sí, vení. ¿Querés ir mi vida? Sí, tengo ganas. Andá, entonces, que yo miro por el espejo retrovisor.

Ahora se trata de dejar la cartera y el estado civil en el asiento de adelante y pasar para atrás las piernas, las manos, la cabeza, la lengua, la cintura y todos los otros dispositivos humanos, se trata de pasar la conversación apuntillada y el viento que entra por la ventanilla en esta noche, ¿de agosto? Sí, de agosto. Pasan también la síntesis, los incidentes ínfimos, los gestos tenues, el instinto gregario. Quedan en la guantera los chicles de menta y el puñal para la defensa propia, en caso de que, en el asiento de atrás, el desconocido del sueño se convierta en pesadilla.

¿Qué dirán los que nos miran? Nada porque miran pero no ven. A nadie se le ocurre que este sueño pueda pasearse en auto y rampar la noche como un lobizón comiéndose una blanca rana desnuda. Pocos entienden el dialecto de los sueños.

Ahora se trata de la llave de oro que abre la dimensión coral de la ocurrencia. Es natural que te quites esto, porque después de todo sos mi sueño, y sueño que te sacás esto para que yo pueda verte y tocarte esa dicha constelada. Estaba pensando en la agilidad onírica: de no haber sido yo, habría sido otra. Y de no haber sido vos, yo habría sido otro. Y de no haber sido ustedes, yo habría sido otro. Me confundís. Porque es mi sueño y no el tuyo. Claro, mi vida, es el sueño de él.

Ese perro quiere subir. Que suba. Que sube. No es un perro de verdad, no puede subir. Que es mi sueño y el perro sube. Que suba el perro de su sueño. Que es mi auto y el perro sube. Dámelo. Este perro que no existe qué hace. Me obedece. ¿Sigo derecho o doblo? Seguí, seguí, hasta el fondo. ¿Después qué hago? Bajás el perro y doblás a la izquierda.

Ahora se trata de que las mantas con alas van desnudando el frío, y las nubes se van tirando flores, y las estrellas allá arriba no tienen forma, y saco de este sueño el pie desnudo y lo meto en tu boca. ¿Qué llevás en los pies?, parece un regimiento de dragones. Parece una flecha rosada. En mi sueño son dragones. En mi boca, una flecha rosada. Es mi pie una lanza que traspasa las fronteras. Tu pie es una lanza; preguntame por dónde voy, amor. ¿Por dónde vas, amor? Por las lindes de la luna.

Ahora se trata de que la noche se pone a brillar en tus ojos que me miran por el espejo retrovisor; no sueltes las manos del volante, amor. Por supuesto, ¿estás bien mi cielo? Sí, mi vida. Ahora te llevo por los montes de Saturno y sigo viaje. Parece que sí. Yo estoy segura. ¿Es de día? Es de noche. En la luna siempre es de noche, amor. Y el perro no terminó de comer su comida. Sigo yo. Dale, seguí vos.

Mi amor, esta caja que tengo en el pecho respira y me duele todo. ¿Es lindo ese dolor, mi vida? Lindo como los pliegues de tus ojos que me miran por el espejo retrovisor. Él me dijo que te iba a hacer eso. Sí, sí, conversábamos de sueño a sueño y él también me dijo que vos podías hacer esto. Cosas que a una se la han dado, como la varicela o las cosquillas.

Sí, sí, a mí se me ha dado por el sueño, el fútbol, la tos convulsa y los ladridos de perro en la luna; hoy por ejemplo fue un día apoteótico: soñé que ustedes venían en auto, que vos te pasabas del asiento de adelante al asiento de atrás, y que metías un pie desnudo en mi sueño y otro pie desnudo en la boca de él, y que la gente de los otros autos miraba sin entender nada, y que hacíamos subir al perro de la luna, y que el perro me obedecía, me obedecía hasta más no poder; después me dio un ataque soberano de tos y escupí lirio tras lirio. Mi lirio. Tu lirio, amor, tu lirio. Mi lirio de Saturno. Sí, el lirio de ella, que antes no lo conocía pero ahora es igual a como yo lo escupía; y empecé a gambetear pelotas inmensas, planetas inmensos, del tamaño de una pelota que era del tamaño de Saturno por todo el césped del universo.

Ahora se trata de que este sueño se puede recorrer de punta a punta. Sí, se puede ir y venir, de punta a punta. Y además hay un jardín. Y una caverna. Y un cerezo de Japón y lirios de la luna. Y un perro de Saturno. Hay una melodía que plantó John Coltrane y un océano que abriste con el dedo y un fuego que me enciende desde tus ojos.

Otra vez tengo un pie en tu sueño y otro pie en tu boca. Otra vez tiene un pie en mi sueño y otro pie en tu boca. Otra vez tenés un pie en su sueño y otro pie en mi boca. Me pregunto hasta qué punto un perro callejero puede ser un perro de la luna. Qué hermosa pregunta, mi amor. Qué poca atención les prestamos a los perros que bajan de la luna. Sí, qué poca, siendo tan blanca y tan bella, mi amor.











VII *




Los padres de Elise Cowen

quemaron sus poemas. Sólo se salvaron

83

que guardó un amigo.



Yo no soy beat, mi amor,

pero quién está a salvo.



Hay que guardar un poema

empapado de lluvia,

por si la locura,

por si los padres,

por si el mundo,

nos queman, mi amor.



*De Valeria Pariso.
-Poemas del libro "Paula levanta la persiana" (Ediciones AqL)











Y SERÍA VERDAD*



Cuatro vientos han talado los árboles del huerto.
-Donde he de esconder mis obsesiones-
Deshoja mis cabellos y las cruces.
Una nebulosa es la manta de mi niño.
Se han borrado hasta las manchas del leopardo.
Una fatiga de años reposa en el granero.
El silencio de la aguja y de la bala son babas de caracol.
Un relámpago monta un caballo blanco.
Un trueno o una granada estallan en las crestas.
Debo inventar un Dios.
Como inventé el amor. Como inventé la infancia.
-Toda mi historia en sus manos de niña-
Una carta documento a la paloma.
Domicilio inexistente.
Una carta no llega. Ni llegará.
Mi padre lava sus manos en la Fuente de Trejo
Arrojar tres monedas. Mano derecha por encima del hombro izquierdo.
Matrimonio y divorcio. Tres menos uno.
-Ya no te espero, amor-
Sus propias crías, devora, la cerda en cautiverio.
Yo podría decirte madre de mi madre, que hoy deseo morir.
Y sería, verdad.
-Calla niña, puede caer el ángel-
Vos podrías decirme desde no se donde, quiero vivir.
Y sería verdad, en parte.
No quiero tumbas en la hierba, madre de mi madre.
Quiero que me devoren las bestias carroñeras.
Ya no habrá gusanos en mi huerto.
Mi cráneo lámpara resplandeciente y pura.
Y sería verdad, sin duda.


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar





*


Escribir poesía, una manera de ganarle espacio a lo indecible, a la muerte sin letra de lo mudo. Una manera de hacerse, de dejar un testimonio de lo que nos tocó vivir para los que vendrán, de tocar al dolor y a la injusticia para que tengan, al menos, el consuelo-testigo de lo humano.



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar













Condena*



Largos caminos se tienden ante mí.

Olvido la facultad del hombre de poder elegir.

Y ando. Deseo no saber el rumbo de mi paso.

Desde el caos primero a la entraña materna

por un vacío de estrellas, sin itinerarios,

descendí con la duda de ser mujer o llanto.

Y ando. Por tu voz con mi sombra

gritándome, y negando el camino trazado.

Ebria.

Ciega.

Ardida.

Con el enorme miedo de anclar frente al abismo

y estar eternamente mirando su descanso

sin llegar a alcanzarlo.



*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar









Ícaro *



*De Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com



El hombre mira su rostro en el espejo.  Sus ojos tratan de permanecer inmóviles en la imagen que tiembla, como estrellada por una gota de agua.  La noche es un fuego fatuo.  En la habitación la luna se detiene, da forma a la penumbra hasta volverla un débil resplandor, una vena de luz que intenta prender los filamentos de un foco. El hombre sigue mirándose en el espejo, en la mano derecha sostiene un revólver.  Espía el arma a intervalos, siente su peso, el frío que trepa hasta los brazos.  Imagina que entre los dedos, en el frío de las manos, tiene astillas de su vida, el corazón de un pájaro muerto en pleno vuelo.  El hombre se aleja del espejo, da unos pasos a la derecha.  El cuerpo se le llena de oscuridades repentinas.  El resplandor que lo rodeaba se volatiliza, se convierte en un destello, un filo de luz sobre su cabeza.  En la calle, las lámparas descubren un caldo compuesto por polución e insectos nocturnos.  Un pelotón de autos espera la señal del semáforo para cruzar: en medio de los segundos resoplan, se agitan como peces hambrientos.  El hombre se dirige al armario en busca de la caja con balas.  En su mirada se refleja el movimiento cansado de la penumbra, el quicio de la ventana, las sombras que conjuran; vino estancado en un rincón del cuarto.  Sin querer baja la vista, la boca del revólver es un demonio oscuro, el ojo paciente del cazador en medio de la lluvia.  El hombre coloca una bala en el cilindro del revólver.  No puede haber equivocaciones.  La bala se aloja, se queda quieta, silenciosa, como si tuviera malicia y esperara un principio de violencia, un accidental contagio de pólvora.  Mientras el cilindro regresa a su posición original, el hombre comprende que no es gratuita su demora, que la manera en que camina, en que respira; la forma en que dispone los platos sobre la mesa, son parte de un itinerario, de un plan cuidadosamente ensayado que empieza en algún bar de la ciudad y que termina con su mirada duplicada en el espejo, el cuerpo endurecido, el revólver apretado en la mano derecha, como un insecto vibrante, a punto de hacer chispas.  El hombre esboza una media sonrisa, parece gozar en secreto los placeres de su derrumbe y el ritmo de su pulso ya no cabalga en sus brazos sino que va lento, como el siseo del fuego, como el avance enemigo en el fango que le hace percatarse que, justo en ese momento, está a la caza de sí mismo.  Sorprendido, a punto de precipitarse en su propia emboscada, siente necesidad de calma, de soledad, de un par de palabras.  Mira una vez más hacia la calle: la noche se eleva, el aullido del último perro se derrama sobre el asfalto.  La mirada del hombre pierde fuerza, permanece inmóvil, como sumergida en el fondo de un acuario. Trata de cerrar los ojos, imitar los rezos de un hombre ahogado, devorado por las algas; pero su mente, la que minutos antes estaba desbordada y cuyos pensamientos parecían una obstinada reunión de peces, se ha transformado en una playa inerme, un hotel de cuartos vacíos.  Envanecido comienza a levantar la mano, muy lentamente; el índice mantiene en tensión el gatillo y la sombra del brazo, amoldada anteriormente al movimiento, tiembla y se retuerce, como si estuviera expuesta al fuego, como si el movimiento entero estuviera dirigido por la torpe mano de un titiritero que, de pronto, olvida su obligación con la sincronía y deja una sombra abandonada, una herida en la luz que proyectan las lámparas en el piso.  El pulso se acelera aunque no lo suficiente para ramificarse en los brazos, en las venas.  Encima de la silla permanecen, intactos, un par de calcetines verdes, el armazón abandonado de unos anteojos.  El hombre medita en estos objetos, piensa en la suerte que correrán, la cadena de manos que especularán con ellos y cuando desvía la vista de la silla para enfocar la ventana descubre, casi por accidente, que el cañón está a la altura de su cabeza, que el ángulo es el apropiado para que un tirón, un reflejo involuntario de los dedos, active el percutor y la bala atraviese su cerebro dejando a su paso un camino incandescente, una risa rota y abierta.  ¿Cuál debe ser el último pensamiento antes de morir?  Imagina el instante posterior al disparo, el cráneo desbaratado, la mirada anegada en sangre, el cuerpo que se derrumba, que permanece indefenso en el piso mientras el frío le llena los labios.  Imagina, también, que un milagro inesperado lo detiene en la orilla de la muerte; que cada célula de sus manos, de sus piernas, de sus brazos, permanece incorruptible, dolorosamente consciente.  Inmóvil en el piso, vacío de sangre, esperará la disolución del milagro, registrará con terror, con implacable lucidez, la fugaz vida de las moscas, las manchas del tiempo en las vetas de los azulejos, el progresivo deterioro de los muebles.  La mirada asciende del revólver al techo.  La noche es una mano cerrándose sobre la ciudad y el hombre aprovecha el momento para ensayar un tímido conteo, una cuenta regresiva que parece una oración, un lento deshielo.  Sigue desgranando números mientras recuerda fragmentos de su vida: una olvidable noche de alcohol, una larga temporada de insomnio provocada por la sensación de una mujer durmiendo a su lado.  Pronto olvida la secuencia, los números pierden paulatinamente el significado hasta quedar reducidos a trazos; esbozos de un movimiento que se ha estancado en las manos pero que continúa en los labios, en el sudor que empieza a bajar entre las cejas.  Frente a él, en las ventanas iluminadas de los demás departamentos, el mundo se hace pequeño, un juguete olvidado, cubierto de polvo.  En el estacionamiento, entre los autos, un gato araña las hojas de un geranio.  En medio de los números sus recuerdos se impregnan de ceniza.  La muerte es una fruta madura.  La cuenta regresiva termina.  El dedo jala el gatillo.  El estruendo, el fogonazo de luz que ilumina la boca del cañón, son breves.  La bala es impulsada por un río de humo y chispas.  Los ojos del hombre son los de un pez a punto de ser sacado del agua.  Y justo cuando la bala olvida las turbulencias provocadas por su despegue y empieza a interesarse en la región donde hará impacto; el tiempo se detiene.  Un mosquito, adormilado por una reciente ingesta de sangre, congela su vuelo cerca de la ventana.  El progreso de la luz en la pared se interrumpe y las grietas y manchas que la recorren son los accidentes de una tierra milenaria.  La mirada del hombre permanece inmóvil y atenta.  El ojo izquierdo está fijo en alguna parte del cuarto; el derecho permanece congelado, con el párpado un poco caído, presintiendo el primer brote de sangre, la primera salpicadura.  La mano derecha está alejada de la cabeza.  Los dedos se conservan engarrotados, aún con fuerza suficiente para seguir empuñando el revólver.  El humo expulsado por la boca del cañón, no se dispersa, se mantiene junto, como un rebaño de ovejas observando la primera nube del mundo.  En la garganta un trago de saliva se aquieta.  El corazón ya no palpita, permanece húmedo y caliente; a la expectativa.  El hombre no siente dolor, sólo tiene la sensación de ser un bicho cogido por las alas, a punto de ser fijado en la pared, atravesado por el alfiler del tiempo.  ¿Cuándo terminará el jugueteo de Dios con su muerte?  El ruido de una incipiente lluvia tintinea en las ventanas.  En las calles los autos se unen en una procesión dolorosa y lenta.  La bala, a escasa distancia de la cabeza, sigue amenazando desde su pasividad, desde su aparente condena.  El hombre imagina que mueve la mano izquierda, que la levanta hasta alcanzar la bala.  Imagina que la recorre con los dedos, que la desprende del aire como si apartara una uva del racimo.  Asombrado con su nueva habilidad, bosqueja más movimientos.  Después de las manos, comienza a imaginar un débil temblor en las piernas.  Cree que mueve los ojos cuando recuerda la espalda de una mujer, sus uñas afiladas; las pecas templadas, dispuestas al azar sobre los hombros. Ante la proximidad de la bala, imagina calor en su pecho, el golpe de sangre que hincha los pulmones.  Un cuerpo pugna por salir de otro.  Del hombre inanimado comienza a brotar un hombre nuevo.  La vista se le nubla.  Las manos comienzan a recorrer las murallas, los edificios de una ciudad de niebla.  Pronto está mirándose, de frente, con cautela, como quien observa de lejos un animal peligroso.  Revisa las piernas separadas, el tronco apenas encorvado, el gesto endurecido y seco.  Tiene la idea de que mientras permanezca alejado de él, mientras no se toque, tendrá los beneficios del olvido, de su transparencia.  Mira sus ojos congelados, las nervaduras de sangre que los recorren; descubre su piel demasiado blanca, recorrida por indecisas sombras de árboles.  Piensa que la muerte no es necesaria para ser eterno.  Piensa que puede burlarse del descuido de Dios, que puede esconderse en cualquier grieta, en el silencio del cuarto.  Piensa en todos los libros que podrá leer, en la minuciosidad del invierno, en la somnolencia de los muebles en el verano.  Pero afuera el engranaje del mundo sigue su marcha: los autos gruñen; los insectos se alejan del polvo para aparearse bajo el fulgor de las lámparas.  La habitación es la cima de una montaña, recorrida por el último aliento del mundo.  La cama, la silla con los calcetines y los anteojos, no navegan en la luz, sino permanecen opacos, como animales espantados, adormecidos por el tiempo.  El hombre se asoma por la ventana: descubre con maravilla que los árboles aún se agitan, que las luces de la ciudad parpadean.
Pasa la noche acostumbrándose a su nueva condición: camina alrededor de su cuerpo, se atreve a tocar con sus dedos luminosos la empuñadura del revólver, la bala aún caliente y suspendida.  Trata de dispersar el humo que permanece compacto sobre su cabeza, que la rodea como una aureola.  Pasan las horas.  El hombre olvida su cuerpo, advierte lumbre en un rincón, un poco de azul en el cuarto.  Entre las botellas vacías comienzan a brotar mariposas.  En los estantes rejuvenecen fotografías, aparecen libros extraviados.  En la ventana, en el estampado de las cortinas, se proyectan fragmentos olvidados de su adolescencia.  Pero la noche cede, las calles comienzan a llenarse de autos, de gente.

A las ocho de la mañana, como todos los días, el conserje del edificio enciende la bomba de agua, sube las escaleras para recoger las bolsas de basura.  El hombre escucha los pasos del viejo, la respiración entrecortada por el esfuerzo, el carraspeo habitual en la garganta.  El conserje se acerca a su  puerta, la número seis.  Le extraña no encontrar la bolsa.  Va a dar media vuelta cuando algo llama su atención y se acerca lentamente a la puerta.   Olisquea la madera, como si estuviera captando una antigua esencia que le aguijonea la curiosidad, el asombro.  El hombre está al otro lado, transparente y volátil, una forma suelta y sin nombre.  Recuerda, alarmado, que no cerró bien la puerta.  El conserje se anima, alarga la mano y gira lentamente la perilla.  El hombre comienza a caer.
Las manos vuelven a su tacto, la respiración se traslada a sus pulmones, la memoria se adhiere a su cerebro.  Mientras el conserje completa el giro de la perilla, la habitación deja de ser una anomalía.  La perilla al fin termina su giro y el picaporte se desliza a la izquierda.  El instante, antes intacto, queda desprotegido.  El tiempo comienza a invadir el lugar, a precipitar un grano de arena en el vacío.  El conserje entra.  La bala penetra, impecable, la cabeza del hombre.  Un golpe de luz.  La mirada vuelve a cubrirse de vidrio.  El cuerpo se derrumba.  Las rodillas se doblan.  Un hilo de sangre sigue una ruta invisible sobre los azulejos.  En la habitación hay un fragmento de hueso perdido, como la pieza faltante de un rompecabezas.  El telón cae sobre el escenario aunque todavía pueden verse algunas luces, estertores en las manos y en las piernas.  Sobre el piso se observa a un hombre con los brazos abiertos y torturados, fundidos por el tiempo.  Las aletas de su nariz, ventanas donde hubo incendio.


*Texto incluido en “El caso Max Power y otros cuentos”,  publicado por Aurora Boreal.







*

Un tramo de la piel por toda superficie, una porosidad que mira al sol y entibia algún misterio.
Como si buscara en la sorpresa de la luz, apenas un mensaje: una palabra del cielo que no hay.


*De Alejandra Alma. almaalma3h@gmail.com





INVENTREN
http://inventren.blogspot.com/



(De la estación Casbas – Ferrocarril Midland)



CASBAS*



En una historia de Ray Bradbury, un hombre de joven no había abordado un tren. Por alguna razón que no recuerdo o quizás no conste en el relato, este hombre con el pasaje pago y el ticket en el bolsillo, había dejado pasar ese tren que se descarriló. Todos murieron.
En la historia de Ray Bradbury, el hombre vive una vida ordinaria trabajando, forma una familia, pero siempre está atento a ese tren fantasmal que finalmente vendrá a buscarlo. La muerte es, para él como para tantos, un expreso de medianoche.
Esto ocurre en un cuento, por lo tanto ocurre lo esperado y la muerte viene a buscarlo sobre vías de niebla; se ve el faro delantero iluminando oscuras arboledas, se escucha el imposible traqueteo, la imagen final es la del tren repleto de pasajeros que aparece en la noche para que se cumpla el destino aplazado del protagonista.
Aquí, lejos de Illinois, en la estación Casbas una mujer espera en el andén. La estación es ahora un museo, pero la mujer se obstina en ese andén sin trenes.
Me dirán que la mujer espera el amor que partió, que espera la muerte que ha de venir. No lo sabemos aun. Todavía hace falta mirarla un poco, descifrar las arrugas en la frente, descorrer algunos velos.
En un banco de madera y hierro la mujer se mece, se arrulla, se va desatando de la familia y la ciudad. Se desvanece de a poco esta mujer que ahora se que no espera un tren que venga a llevársela. Se desdibuja en tonos sepia, en rosados y mancha de agua sobre papel.
La mujer no espera la muerte, ni el amor. Ha venido a la estación sin trenes para saber que nadie la vendrá a buscar. Sola, solita, la mujer se va despidiendo de sí.

No necesita transporte para escapar hacia adentro.


*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com



***

Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:

GONZÁLEZ RISOS. 

PARADA KM 79.  ENRIQUE FYNN.  PLOMER.  
KM. 55.   ELÍAS ROMERO.  KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.
 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.


***

Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:

 JOSE RAMÓN SOJO. 

ÁLVAREZ DE TOLEDO.    POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.
FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
 ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.



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