*Foto Estación
Andant. Circa 1910.
-Fuente:
Colección Juan Pablo Andant http://www.plataforma14.com.ar/andant.html
*
No sé nada del
imperio Otomano,
ni nada del
abuelo pobre que pisaba uvas
y fue
despreciado también cuando pudo
construir
edificios como naves de un sólo envión
para cruzar los
mares imposibles
y dejar atrás
la guerra, toda en el pasado
toda en su familia.
No sé nada
del aceite que
llegaba a Italia desde Esmirna,
ni de las
botellas diminutas en las que
esas mujeres
conservaban su fragancia,
ni si los ojos
negros del kajal traído del desierto
ni de Armenia
decapitada y sola
goteando desde
el filo
por las espadas
anatolas. No sé nada
de la guerra
del 14 ni del sustento
con el que esos
hombres se encajaban el fez
y el pelo negro
les salía brillante a las mujeres
y generoso
desde de un árbol
viejo como el
Asia menor.
No sé nada de
la Asturias oscura
y enramada, de
sus príncipes condenados
al villorio, ni
sé de Galicia y sus familias
en el frío
pertinaz de la espuma cantábrica
cuya sal
endurece la mirada dulce
de los viejos
que no hablan y no
hablan.
No sé de la
posesión: una vaca en el retablo
de piedra bajo
los cimientos del cuarto
único en la
casa que se hiela
de silencio en
lo alto, tras el monte de castañas.
No sé por qué
la gente se mece
en oleadas de
la historia y las manos
son tan pequeña
trampa de amuletos
propios de
legados propios y sueltan
lo poco que
trajeron al mar devorador
de una
geografía nueva.
Aunque tampoco
sé
si me animo a
quedarme
un rato al
amparo suelto del paraguas
casual de quien
parece un extraño
en lo hondo de
esta lluvia.
*De Julián
López R.
MENOS LOS
TIEMPOS DE LOS ERRANTES MIEDOS…
ELIOT ANDA POR LOS TECHOS*
Faber & Faber, 1942
En medio de la noche de sirenas y
de extraños
silencios repentinos, y de explosiones
e incendios
a lo lejos, un hombre, con una pistola
en su cintura,
camina por los techos mientras otea
el trizado
cielo, que parece de emboscada
–the future
futureless…, recuerda su verso–, y
tiembla
desde sus rodillas cuando siente
sobre su cabeza
a los rugientes cazas que horadan
la noche sin estrellas. Una noche
ciega
de fines de noviembre, cuando ya
estaba
concluido su último cuarteto, y eran
de polvo
algunos edificios, y la vida era eso
que olía
a pólvora y desecho, como un
extraño poema
que no alcanza a callar sino lo que
ya dice,
y the end is where we start from.
*De Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
2014/ 2015
En medio de la noche de sirenas y
de extraños
silencios repentinos, y de explosiones
e incendios
a lo lejos, un hombre, con una pistola
en su cintura,
camina por los techos mientras otea
el trizado
cielo, que parece de emboscada
–the future
futureless…, recuerda su verso–, y
tiembla
desde sus rodillas cuando siente
sobre su cabeza
a los rugientes cazas que horadan
la noche sin estrellas. Una noche
ciega
de fines de noviembre, cuando ya
estaba
concluido su último cuarteto, y eran
de polvo
algunos edificios, y la vida era eso
que olía
a pólvora y desecho, como un
extraño poema
que no alcanza a callar sino lo que
ya dice,
y the end is where we start from.
*De Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
2014/ 2015
ALMENDROS*
*De Antonio
Dal Masetto.
Sentado en el
vagón de un tren que cruza la isla de Mallorca, el hombre recuerda el llamado
de su hija hace nueve meses cuando le anunció que estaba embarazada, y aquella
frase: “Esto no significa que vaya a dejar de ser tu nena, ¿verdad?”. El fruto
maduró y el nacimiento se produjo. Ocurrió esta misma mañana, a las 8.43. El
hombre había viajado desde Buenos Aires para pasar junto a su hija la última
etapa del embarazo. Ahora se dirige a Manacor, ciudad del interior de la isla,
al hospital donde ella trabaja como instrumentista y donde eligió que naciera
su bebé. Lo decidió así porque, si bien vive en Palma, quiso ser atendida por
los médicos que conoce. La frente apoyada contra el vidrio de la ventanilla, el
hombre mira el girar lento del paisaje y habla a media voz en el traqueteo del
tren. Le habla al recién nacido. Lo llama por su nombre: Nahuel. “Nahuel
—murmura—, creo conocer algo del alimento que nutrirá tus años futuros.” Lo que
ve desfilar son tierras cultivadas, montañas al fondo contra el cielo lavado,
manchas claras de pueblos con sus campanarios, molinos de viento, olivares
trepando las laderas, plantaciones de almendros a ambos costados de las vías. Y
son fundamentalmente los almendros los que le aportan esa posibilidad de conocimiento
que se atribuye, la progresiva revelación que él llama, a falta de mejor
definición, algo del alimento de días y años futuros. Es la voz de los
almendros la que se instala allá en los tiempos por venir. Estos almendros en
su actitud de espera durante el letargo de los meses de invierno. La pujanza
que el hombre presiente bajo la corteza de los troncos y las ramas, la
concentración de fuerza trabajando y preparándose para la gran explosión
primaveral. Es esa presencia sobre los campos la que llena esta nueva mañana
del mundo. Nueva para el hombre, primera para el recién nacido.
De tanto en
tanto el tren se detiene en estaciones semivacías y vuelve a partir en un
arranque silencioso. El hombre habla, reconstruye los acontecimientos de las
últimas horas: “Tu padre me llamó minutos después de tu primer berrido. ‘Nació
el chaval’, me dijo. Me contó pormenores del nacimiento. Me los contó
aparentando calma, pero estaba excitado, le faltaban palabras, le faltaba
tiempo. Habían pasado a tu madre a la sala de partos y preveían una espera de
un par de horas hasta que se produjera la dilatación adecuada. Pero tus ritmos
cardíacos se alteraban y resultó evidente que tenías el cordón enroscado en el
cuello y que al esforzarte para salir te estrangulabas. Así que decidieron
intervenir sin perder tiempo, apurar, sacarte, evitar el peligro. Lograron
desenroscar el cordón de tu cuello. La dilatación todavía no era suficiente,
sólo alcanzaba los siete centímetros. Lo normal hubiesen sido diez. Pero había
que seguir. Y ya era tarde para una cesárea, estabas demasiado encajado,
demasiado abajo. Por lo tanto debías pasar por esos siete centímetros. Eran dos
médicas las que estaban atendiendo a tu madre. Recurrieron a la ventosa, la
aplicaron adentro, en tu cabeza. Mientras una chupaba y tiraba, la otra se
montó sobre la panza y empezó a empujar desde arriba hacia abajo y poco a poco
allá fuiste abriéndote paso. Tu padre mientras tanto la estaba pasando mal. Se
encontraba en una habitación contigua y podía presenciar los detalles de lo que
ocurría a través de un vidrio, aunque no oía nada. Todo le parecía muy
violento, muy brutal. Lo que veía además no era sólo a las dos médicas
trabajando, sino de pronto una cantidad de mujeres de blanco que aparecían
desde alguna parte. Estaba asustado y se decía: ‘Algo grave está sucediendo’.
Lo que no sabía era que, al enterarse de la inminencia del nacimiento y de la
situación de apuro, habían acudido las compañeras de trabajo de tu madre,
querían estar presentes y además colaborar en lo que pudieran. Para tu padre
aquel revuelo sólo significaba una cosa: señal de alarma. Una de las mujeres
entreabrió la puerta, se asomó y le dijo: ‘Tranquilo, no vamos a dejar que le
suceda nada malo’. Y tu padre se preocupó aun más porque pensó: ‘Entonces algo
está pasando, si me dice eso es porque algo está pasando’. Y su nerviosismo
crecía y seguía pegado al vidrio tratando de adivinar, sin entender nada.
Luego, cuando por fin asomaste la cabeza, lo llamaron, lo hicieron entrar y
presenció de cerca el resto del alumbramiento. Así fue. Ahora ya estabas en una
habitación con tu madre. Una habitación compartida con otra madre de una recién
nacida”.
Una nueva
parada, el arranque suave, la marcha. El hombre continúa con su monólogo. Pese
a las imágenes que se ha ido formando del recién nacido después del relato del
padre, pese a que lo llama por su nombre, siente que en realidad le está
hablando a su hija, y que es a través de ella que sus palabras encuentran el
camino para alcanzar al destinatario, como si el niño aún permaneciese dentro
de la panza. Recién cuando llegue al hospital, y lo vea en los brazos de la
madre, que quizá lo esté amamantando, podrá decirse: ahí lo tenemos, ya es
alguien independiente, hasta hace unas horas existía como parte integrada de
otro cuerpo y ahora se ha escindido, respira su propio aire, comienza su
aventura, su pena de vivir y su gloria de vivir, su libertad y su carga.
La habitación
es la número 231, segundo piso, lo anotó en su libreta. El hombre habla: “Los
padres de tu compañera de habitación son africanos. Una pareja de los tantos
inmigrantes que andan por acá. Africanos, asiáticos, latinoamericanos. Gente
que emigra. Gente de todas las latitudes que como ha ocurrido siempre huye del
hambre, de las guerras, de las dictaduras. Razas desbandadas por el mundo.
También parte de tus orígenes provienen de esa clase de dispersiones. No por el
lado de tu padre, que nació en esta isla. Una de tus raíces está fuertemente
hundida en esta tierra donde florecen los almendros. Pero hay otros componentes
con los que está amasada tu carne y ésos vienen de lejos. Tu madre lleva en las
venas sangre italiana, del sur y del norte. Del sur, por línea materna, del
norte por la paterna. Hombres y mujeres que abordaron un barco y enfrentaron la
incertidumbre de las partidas definitivas y más tarde el desarraigo. El que hoy
viaja en este tren, el padre de tu madre, yo, viene de un pueblo al pie de los
Alpes. Emigrante niño, fue trasplantado a la edad de doce años a la vastedad de
la pampa argentina. Tu madre nació en la ciudad de Buenos Aires, allá se crió y
se formó y un día, como tantos jóvenes de su generación, decidió partir y
tentar la aventura de una nueva vida. También ella cruzó el océano, esta vez en
sentido inverso y, por elección o porque el azar así lo quiso, optó por esta
isla. Derivó hacia esta isla para que vos nacieras. Orígenes, cruces de
caminos, coincidencias, encuentros. Cada uno de nosotros ha venido de tantas
partes, de tantas cosas. Somos uno y la suma de muchos. Y en esta suerte de
balance no puedo dejar de señalar tu nombre: Nahuel. Un nombre que nada tiene
que ver con los Alpes ni con la isla de tu padre ni con la pampa ni con la
ciudad de tu madre, y sí con el pueblo mapuche que habitó el remoto sur
patagónico antes de la llegada de los conquistadores exterminadores, una tierra
sin límites donde el viento es señor y que un día querrás conocer y conocerás.
De allá viene esa marca que te identifica y de la que deberás hacerte cargo. Te
preguntarán sin duda qué significa ese nombre y habrá mucho para contar si te
da la gana. También estás hecho de eso”.
El tren avanza.
Los almendros lo acompañan siempre. El sol que da en el vidrio obliga al hombre
a entrecerrar los ojos y le provoca una sensación de ensueño. Habla desde ese
ensueño: “Soy alguien en tránsito que va a tu encuentro. En estos momentos
estoy despojado de todo, salvo de esta expectativa de conocerte. Mi cabeza ya
casi no alberga pensamientos. Si algo percibo todavía es el peso de mi cuerpo
abandonado sobre el asiento de un tren en marcha. Me agrada sumergirme en este
paréntesis de vacío. No es algo nuevo, reconozco este estado de cosas. Lo he
vivido en cada hecho importante de mi vida. El viaje de hoy no empieza en este
tren. Es un largo viaje. Me parece como si hubiese transitado por los trenes de
las vías férreas de medio mundo, remontando tramo tras tramo, jornada tras
jornada, para llegar hasta acá. Y en cada etapa, antes de cada decisión, antes
de cada salto en el vacío, de cada enfrentamiento fundamental, sobrevino, igual
que ahora, esta pausa de inercia y concentración, este recogimiento, esta
suerte de suspenso donde soy sólo estupor y silencio. Si entreabro los ojos
sigo viendo los almendros deslizándose en ese gran silencio. Sé, como lo he
sabido en cada oportunidad, que allá en el fondo de esta aparente deserción del
cuerpo y de la mente, agazapado en el sopor, algo sigue trabajando. Siempre
algo fermenta detrás del silencio. Lo percibo como una vieja exigencia que me
ha acompañado desde el comienzo, una forma de empecinamiento que no espera
respuestas, que sólo pretende mantenerse activo, una obstinación en estado
puro. Tampoco hoy habrá respuestas. Al menos no las habrá en términos de ideas.
Las ideas quedan descartadas de este pequeño universo en el que acabo de
enquistarme. Lo que hay, lo que habrá, son hechos concretos. El nacimiento de
esta mañana a las 8.43 es un hecho concreto. Hoy es eso lo que se impone, lo
que manda. Hoy también yo nazco un poco. Uno más de los tibios nacimientos que
soy capaz de permitirme todavía. También vos, en tu futuro, tendrás otros
nacimientos. Y sabrás que siempre es complicado nacer. Lo aprenderás una y otra
vez a lo largo de tu historia”.
Una nueva
parada y otra vez la marcha. Ya apenas faltan dos estaciones. El paréntesis se
acaba, pero aún queda algo de tiempo. Afuera el paisaje sigue igual. Los
tiernos colores invernales unifican cada cosa. El hombre habla: “Más allá de
las montañas y los campos está el mar que ahora no se ve pero cuya presencia se
siente. Son todas imágenes amables. Y sin embargo este mundo al que viniste no
te aguarda con buenas noticias. La que nos precede, la que te precede, es una
larga historia de atrocidades, de crímenes, de violencia. Una historia donde
cada atisbo de piedad parece haber perdido la batalla. Desde siempre ha sido
así. No le bastarán a la humanidad los siglos de su existencia futura para
compensar, para saldar tanto dolor. Y pese a todo, en la luminosidad de este
día, creo percibir un aleteo de difusa esperanza. Apelo a la única herramienta
de que dispongo, la palabra. Arriesgo una frase: tu venida al mundo se opone a
la irracionalidad del mundo. Y vuelvo a los almendros. También los almendros se
oponen, también desmienten, también se resisten. Renacerán de su sueño y
florecerán en poco tiempo, como lo han hecho cada año. E igual que cada año los
campos se cubrirán con el blanco de las flores y serán una vez más ‘la última
nevada’, como la llaman acá. La vida insiste. A esto quiero llegar. Puede sonar
pueril ver en los almendros una señal de resistencia contra los tropiezos que
te aguardan en los años por venir. Y sin embargo me obstino en creerlo así. Me
basta mirar mi propia historia para saber que son justamente ciertas imágenes
primeras las que nos ayudan a salvarnos. Imágenes aparentemente borradas,
aparentemente perdidas, pero que persisten, arraigadas en el fondo de la
memoria. Esas que desfilan rápidas ante mis ojos, las de los almendros en flor
que pronto enriquecerán la llanura y los valles, son las que frecuentarás e
incorporarás, y perdurarán en vos, en alguna parte de vos, intocadas,
concentradas en su poder, dispuestas para resurgir y ayudarte a elegir el
camino cuando haga falta. No el camino menos doloroso, pero probablemente el
más limpio, el más cercano a una forma de dignidad. Y sé que al reencontrarlas
recuperarás, cada vez, como recuperé yo, calma y sostén, también algo de la
inocencia perdida, y fidelidad por esos principios sin nombre que siento vivir
bajo el cielo de esta mañana soleada. Ahora sí estamos cerca, el tren acaba de
entrar en la estación de Manacor.
NANA DE LAS
PALABRAS*
Mis palabras,
suben volando, mis pensamientos se quedan aquí abajo;
palabras sin
pensamientos , nunca llegan al cielo.
WILLIAM SHAKESPEARE
Todos los días. Todos.
Menos los
tiempos de los errantes miedos.
Ella, encierra
todas las mujeres, todas.
Hija, madre,
esposa. Nona, hermana.
Acaso amante
desterrada.
Las que están
acá.
Las que
quedaron en la patria lejana.
Las que se
fueron en esta nueva tierra.
Guarda sus palabras
espejadas.
Ella.
Todo sirve.
El baúl de la
abuela.
Las cajitas de
sándalo.
Un vaso de
cristal de camafeo.
Un cántaro de
barro.
Mamushkas.
Una concha de
nácar.
Una nuez. Una
almendra.
Un poliedro de
cuarzo.
Un libro. Un
corazón.
Los ojos de un
infante dormido.
Las desbroza de
penas y las guarda.
Luego las saca,
claro.
En tiempos de
sequía, en hambrunas.
En éxodos. En
destierros.
Algunas,
vuelven, en amores tardíos.
Pequeñas rosas
negras se enredan en su pelo.
Otras, caen
como cascadas de golondrinas blancas.
Salen guaguas,
con sabor a frutilla.
Buscan la panza
de los niños de barro.
Pájaros surgen.
Pañuelitos. Pétalos, Lino. Raso.
Dócilmente
calman la exaltación del hombre.
-Saben, que el
amor es ardor y ternura-
Las más
frágiles, caen en barquitos de papel, al mar.
Ella sube, las
acuna, les canta, las escucha, las piensa.
Les da vuelo.
Aova.
Deposita
nuevamente en la arena...y las nace.
En la arena...
las nace...
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
ECOS DE LA
CALLE BREWER*
Desde la
ventana del piso alto
del edificio
de la esquina,
no tan lejos de
la bulliciosa
calle Oxford,
el viejo Marx
derrama
unas pocas
flacas lágrimas
por las cosas
de la historia
y por los
ensueños
desvalidos,
mientras consume
su momento
mirando hacia
la calle.
Engels,
ya muy serio,
lo acompaña,
entre los ecos
de lo que
parece una
asamblea
de obreros, que
se acercaron
desde
Shoreditch y
otros barrios
para saludarlo
y
escucharlo
con sus miradas
heridas y
sus boinas
viejas.
Porque la
historia ya pasó,
y está pasando,
como un tren
repleto entre
la noche,
que nunca puede
saberse
adónde va.
*De Eduardo
Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
-Afiche del
estribo incluido en el poemario “Dos cigarrillos para Eliot”.
Ediciones del
Nuevo Cántaro. Marzo 2015
RAMAJES*
¿Eran los ramajes
de aquellos tiempos más antiguos más de todos los vientos y las grandes
tormentas?
Guardaban en
las hojas de esos árboles las gotas de la lluvia caída cual torrente y las
depositaba sobre el piso de tierra como una ofrenda al sol que aparecía
entre la separación de las nubes. Comparo los jacarandaes próximos, con sus
grandes palomas monteras de esta ciudad donde se hamacaban al embate de todos
los vientos.
Por un lado los
espacios abiertos, y por otro los edificios que asfixian, pero que no pueden con
ese empecinarse en salir de la vida natural, que hace explotar la lasitud de
los amaneceres con su silencio de ciudad que el tránsito escaso hace y pondera
el vacío.
Yo enumero los
árboles o la metáfora usual (los ramajes) de sus tiempos de infantes y saltan
como esquirlas de lava los nombres: plátanos, tipas, sauces, casuarinas
oscuras, álamos penachudos, robles, paraísos, siempreverdes, fresnos dichosos,
y pinos despejados y ausentes como monjes olvidados.
Aquellos
esplendorosos ramajes, expectantes a la más leve brisa, firmes en la tormenta,
que a veces amputaban alguna rama, que en general eran como un ejército que
sostenía firme su posición, por más que los arrasantes vientos silbaran, con
una estridente y desafinada música que no tenía en cuenta la sinfonía producida
por el miedo en las indefensas almitas temerosas de todos nosotros que nos
arracimábamos en el lugar más protegido de la casa, la cocina que hacía
crepitar su leña al conjuro de los rezos de las mujeres, pero uno sabía que ese
loco viento de arrojado cascabel que rondaba queriendo entrar, no lograría su
cometido y cada uno pensaba en sus promesas de no matar n pájaro nunca más y no
robar una fruta por más tentadora que fuera, y esperar el escampe o al menos un
pequeño amaine, que alejara el temor o el terror de las tormentas.
En ese tiempo
era imposible pensar en el ramaje brillante que ostentaban los árboles de
tantas ciudades bajo las luce, porque en verdad no conocíamos ninguna.
Sabíamos de
memoria toda la flora y aún la fauna de esos pequeños pueblos, sobre todo en el
que habíamos nacido o vivíamos, para nosotros ese no sólo era nuestro mundo
sino el mundo conocido. Y por más que luego hicimos experiencia, en cualquier
situación volvemos allí, a ese lugar primigenio del mito pavesiano, que reduce
todo a “esa primera vez” donde la escena imprime la matriz de la memoria.
Entonces cuando
las tormentas en la ciudad sacuden los árboles que en sus ramas guardan grandes
palomas, me acuerdo del ramaje de los fresnos que plantó mi padre donde hacen
nidos unas calandrias peleadoras que alborotan las plumas de otros pájaros al
grito chillón de las chicharras y el velo soleado de todos los veranos.
*De Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
V *
Hemos llegado a saber lo que
realmente es el hombre.
Tanto ha inventado las cámaras
de gas como ha entrado
en ellas con la cabeza erguida…
VIKTOR FRANKL
Hemos aprendido
que los trenes no llegan a
ninguna parte,
que las vías no llegan a ninguna
parte,
que el viaje es hacia ninguna
parte.
Hemos aprendido que está bien
tener miedo,
que está mal
no tener vergüenza:
el miedo no empuja hacia abajo
las cabezas,
no empuja hacia abajo las almas,
no empuja hacia abajo
los brazos, los ojos, la razón.
Está bien tener miedo. Hay que
tener miedo.
Miedo a los trenes que no llegan
a ninguna parte,
a las vías que no llegan a
ninguna parte,
a los viajes hacia ninguna
parte.
Está bien tener miedo,
está mal
no tener memoria:
el miedo no escupe a los
rostros,
no arranca dientes de oro, no
desangra,
no destruye la dignidad
ni la historia.
Hay que entrar a la muerte con
miedo
pero sin vergüenza.
Hay que entrar a la muerte con
miedo
pero con memoria.
Hay que entrar a los trenes con
miedo
porque los trenes no llegan a
ninguna parte,
porque las vías no llegan a
ninguna parte,
porque el viaje es hacia ninguna
parte.
No está mal tener miedo.
El maquinista no tiene miedo.
No tiene vergüenza.
No tiene memoria.
No tiene nada.
Nosotros
al menos tenemos
el miedo.
Somos humanos.
*De Sergio
Giuliodibari.
(Vicente
López, 1964, reside en Mar del Plata)
-De su libro “Camino
en construcción”, Ediciones El Mono Armado, 2014.
***
INVENTREN
(De la Estación
Andant – Ferrocarril Midland)
FOTO*
La foto, en
apariencia, no tiene nada de especial. Y sin embargo, la miramos. Sin saber muy
bien el porqué. La ausencia de color nos hace suponer que es antigua; también
el hecho de estar rasgada en algunos puntos y arrugada en otros. Los años han
gastado las esquinas; en una de ellas, arriba a la izquierda, falta un trocito
minúsculo, tal vez demasiado pequeño para afirmar que la imagen está
incompleta. Al mirarla por primera vez, se tiene una ligera sensación de frío,
tan leve que casi no la percibimos. Sólo más tarde (pero ¿cuánto más tarde?)
seremos conscientes de ello.
Muestra un
pequeño edificio de una sola planta, con una especie de porche o tejadillo
exterior que da a un andén. Sabemos que es un andén por la presencia de las
vías en la parte inferior de la imagen. La conclusión resulta obvia: El lugar
es una estación. En un lateral del tejadillo hay seis letras que nos indican el
nombre, seis mayúsculas irrebatibles: ANDANT. Quizá sea esa media docena de
letras, que parecen un tanto anacrónicas, lo que nos perturba ligeramente. O el
color apagado del cielo, en el que, sin embargo, no se aprecia nube alguna. Lo
cierto es que nos asalta una sensación desagradable que, por otra parte, no nos
impide seguir mirando la foto; acaso anhelamos encontrar eso que nos molesta un
poco no saber definir o señalar con precisión.
La visión de
líneas paralelas sugiere el infinito. Aquí, las vías quedan bruscamente
cortadas en los bordes izquierdo y derecho de la foto, negando con violencia
esa abstracción, segmentando una mínima parcela de realidad -o de ese conjunto
de percepciones que llamamos realidad. En el andén hay seis personas. Posan (la
contemplación de una foto puede llevarnos por caminos un tanto sinuosos e
intrincados; hacernos pensar, por ejemplo, en la actitud del que posa, en la
perpetua repetición de ese momento, en la pavorosa idea de que toda la vida es
pose). Cinco de ellos miran directamente a la cámara. El otro, el primero por
la izquierda, está con los brazos cruzados y parece tener la vista clavada en
un punto inconcreto, hacia la derecha del fotógrafo. Nos incomoda ese detalle
(¿porque insinúa una ruptura, un desorden?). Nos incita a preguntarnos qué está
mirando exactamente. ¿Por qué no hace como todos los demás y simplemente fija
la vista en el centro? (si es que el ojo de la cámara es el centro, si podemos
atrevernos a presumir la existencia de un centro) ¿Qué es eso que está ahí,
fuera del ámbito de la foto, y qué significa esa mirada y por qué los otros no
ven lo que él está viendo? Podría pensarse que sólo es un gesto, una pose
diferente, una obstinación lícita en no mirar directamente al ojo de la cámara,
y tal vez no sea otra cosa, pero nos desasosiega un poco esa asimetría.
-Cabe
preguntarse si en realidad tenemos derecho a asomarnos a una foto. No me
refiero al vistazo casual o efímero, al frívolo escrutinio de un momento, que
con frecuencia provoca una sonrisa o un rechazo o mera indiferencia. Hablo de
mirar una foto como quien mira un cuadro, durante un tiempo que no se puede
medirse con cronómetros o calendarios, el tiempo dúctil de quien pinta un atardecer
a lo largo de infinitos atardeceres o el de aquellos que esperan, agazapados
durante toda su vida, el instante exacto del resplandor que les justifique. Esa
contemplación, que en el fondo es una búsqueda, ¿no sería una forma de
intrusión en ese otro orden que nos es ajeno? ¿No serán, pues, nuestros ojos
invasores -camuflados tras el objetivo y el tiempo- lo que miran esas cinco
personas, preguntándose acaso el motivo de tal insistencia?
La wikipedia
nos cuenta que hace más de treinta años que por ahí ya no pasa el tren y que en
Andant, el pueblo, apenas quedan cuarenta habitantes. Visto desde lejos, sólo
son cifras. Pero la lenta despoblación de todos estos lugares nos da qué
pensar. Pensamos, por ejemplo, si eso que mira el primero de la izquierda, eso
que parece estar un poco a la derecha del fotógrafo, ligeramente a la derecha y
hacia arriba, no será lo que, sin ruido, sin que casi nadie lo perciba, va
limando con paciencia los bordes de las fotos, oscureciendo los paisajes y los
rostros, devastando, centímetro a centímetro, los campos y las calles
asfaltadas, terminando poco a poco con la vida en los pueblos y devolviendo al
desierto lo que, acaso, siempre fue del desierto.
-Y así, la
inmovilidad de la foto desborda el ámbito del papel y se expande implacable por
la realidad (por este lado de la realidad). Pienso que debería ponerme de una
vez a escribir algo sobre ella. Pero no se me ocurre nada. La tengo ahí,
delante de mis ojos, dejándose mirar mansamente, permitiéndome atisbar cada
detalle, acaso contemplándome, o contemplándose a sí misma a través de mis ojos
un poco cansados. Y yo no puedo hacer otra cosa: sólo mirar la foto y dejarme
contagiar esa parálisis, esa suerte de espera; inmóviles ellos en su perpetuo
instante desgajado para siempre del tiempo; inmóviles todos en nuestro diario
periplo por las avenidas de la rutina; inmóvil yo en mi celda sin barrotes;
tanto, que ni siquiera me molesto en girar un poco la cabeza, en mirar de reojo
hacia atrás, a mi derecha, donde sé que se arremolina en silencio, expectante,
eso que está mirando, desde la lejanía y el pasado, el hombre de la foto, eso
que siempre ha estado ahí y que no puede verse; que nadie puede ver sino a
través de un reflejo, una señal inequívoca en los ojos asombrados de otro, una sombra
difusa atravesando océanos y décadas.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
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UDAONDO. LOMA VERDE.
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ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
***
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MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
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