*Antonio Dal Masetto. – Foto de su Facebook.
-El próximo
miércoles 11 de noviembre en el Salón J. Cortázar de la Biblioteca Nacional de
la República Argentina, de 11 a 13 hs
se hará el
recordatorio de Antonio Dal Masetto. (Intra, 14 de febrero de 1938 -
Buenos Aires, 2 de noviembre de 2015)
Carta*
*De Antonio
Dal Masetto
Este es el
hogar que les toco, una pálida ciudad americana, una ciudad sometida a las
modas, que les ha transmitido sus costumbres y sus histerias, que los ha
saturado con sus músicas, sus pobrezas, sus tristezas, sus crímenes. Quiero que
lo sepan: en sus venas hay otros soles y otras fiebres. Sus carnes no están amasadas
solamente con olor a nafta y horizontes de cemento. Quiero que lo sepan porque
tal vez algún día, cuando les toque hacerse la gran pregunta, esto pueda formar
parte de sus respuestas. Recupero imágenes de un tiempo que no les pertenece.
Pero seguramente las presencias que lo habitan estén tan vivas en la memoria de
vuestras sangres como en la mía.
Hay una casa
sobre el lago y un pedazo de tierra con hileras de vides. Vuestro abuelo cuida
de esa viña. Llega la estación de la vendimia y lo miro cortar los racimos,
transportar los canastos, pisar la uva en la cuba. En los días que siguen, en
la penumbra del sótano, el olor del mosto es, para mí, olor a misterio.
Hay otra casa,
en la montaña. En la tierra difícil vuestros bisabuelos han sembrado trigo. Los veo,
encorvados, manejando la hoz y abriendo surcos en el trigal. Los haces son
transportados en carro hasta el molino, en una aldea vecina. Allí se muele y se
paga con parte de lo cosechado. Al atardecer vuelven trayendo las bolsas de
harina con las que amasaran pan durante todo el año.
Estas son las
dos imágenes que quiero rescatar. Una es oscura y subterránea: ese sótano y su
fermentar secreto, su actividad viva detrás de la puerta cerrada. La otra esta
llena de la luz de los trigales y el trabajo bajo el sol. Tal vez estos
recuerdos no signifiquen nada y sean solo el reflejo melancólico de alguien que
no se ha acostumbrado a las perdidas y al desarraigo. Pero insisto en creer que
en esa luz y en esa sombra existe una enseñanza. No quiero sugerir que aquella
fuese gente feliz. Eran tozudos y eran egoístas. Tuvieron hijos y defendieron
lo suyo. Duraron. Alimentaban sus vidas con trabajo, con odios y alegrías, con
pasiones fuertes y primitivas. Pero nunca con indiferencia, que es uno de
nuestros males. Perpetuaban ceremonias que para nosotros perdieron sentido.
Esperaban la hora de la cosecha seguros de que llegaría. Trabajaban para que el
milagro se repitiese. Confiaban, y la tierra no los defraudaba. No se
preguntaban por qué. Dos guerras pasaron sobre sus casas. Ellos siguieron
sembrando y cosechando.
Mas tarde,
vuestros abuelos, trasplantados a tierra americana, seguían aferrados al ritual
en los pocos metros de la casa en que vivían. Plantaban hortalizas y frutales,
espiaban el devenir de las estaciones. Esos florecimientos y desarrollos
parecían contribuir a darles una medida y una razón a sus vidas. Probablemente,
para ellos lo importante no fuese la necesidad y el placer de la cosecha, sino
la certeza de la cosecha. Sin saberlo, acataron mejor que nadie el papel que a
todos nos ha tocado desempeñar.
El ejemplo de
esa entrega, que es también elección, que es también participación, nos habla
un lenguaje olvidado, pero que reconocemos.
Nos sugiere que
quizá no seamos más que intermediarios entre fuerzas que nos superan y un mundo
que acepta y necesita nuestra colaboración. Que más allá de nosotros, de
nuestra voluntad y conocimientos, existe una alianza entre las cosas, un pacto
inalterable que es preciso secundar. Cada día trae su confusión, pero la meta
es siempre la misma.
Nuestra tarea
es el rescate. Lo perdido, lo oculto es nuestro objetivo. Hay en nosotros una
memoria que no proviene solamente del pasado.
Ella nos indica
el camino: poner orden en lo invisible. Las herramientas, los elementos de
trabajo, igual que la pala y la zapa, están de este lado. Energía, lucidez y
paciencia son nuestras cartas de triunfo. Pero también impaciencia, desorden,
pasión. Y delicadeza, que es privilegio de la fuerza. Si todo esta en todo,
entonces siempre hemos estado cerca de lo que buscamos. Cada día, cada hora, la
realidad nos esta repitiendo el mismo estribillo. No hay pistas falsas. En
todas partes hay señales y conclusiones. Será necesario recorrer esos senderos
para llegar a descubrir lo que en última instancia sabíamos desde el principio.
Aquella luz y
aquella sombra no son solo partes opuestas y complementarias de una misma
esfera. Son también un espejo de nuestra condición. No nos queda más que
confiar en que la tarea visible proyecte sus frutos en lo invisible. ¿Qué es el
vino sino agua que contiene fuego? ¿Qué es el pan sino tierra que levitó?
-De “El
padre y otras historias”.
EDICIÓN NOVIEMBRE 2015
-A la memoria de Antonio Dal Masetto.
Alturas*
Mi abuelo
paterno Antonio, llamado Toni Furbo, era hombre de montaña, había nacido en una
aldea de 20 casas y ahí vivió toda su vida. Iba a visitarlo en las vacaciones
de verano y con el tiempo llegué a pensar que la montaña y él eran una misma
cosa. Me contaban que a veces, sobre todo cuando era más joven, preparaba su
mochila y desaparecía unos cuantos días, subía hacia las cimas, iba
desplazándose sobre el filo de los cerros y por las noches prendía fogatas para
que la gente de la aldea pudiera decir: “Allá está”.
En esas visitas
de los veranos me llevaba con él a recorrer otras aldeas donde realizaba sus
negocitos prohibidos por la ley. Tomábamos senderos escarpados y subíamos a
buen paso, pero mi abuelo nunca seguía la senda, en algún momentos se apartaba
y elegía atajos complicados, donde era necesario trepar por laderas rocosas y
al llegar arriba nos sentábamos y nos quedábamos en silencio mirando abajo los
valles, algún carro en un camino, grupos de casas, un arroyo, el desplazarse de
un trencito.
Yo también
había nacido y crecido entre montañas, y me gustaba andar por los bosques y las
cuestas, y buscaba las cimas y pasaba el tiempo allá arriba y cuando volvía
contaba a quien quisiera escucharme lo que había visto en el oro de los
horizontes y sentía que ese amor por las alturas me había venido de mi abuelo, que
yo era su heredero. Entonces me preguntaba de quien sería heredero Toni Furbo.
Después pasó el
tiempo, mi abuelo murió y mi familia emigró a la Argentina, y en la pampa, en
el pueblo de Salto, llanura y llanura, lo que yo más extrañaba era la presencia
de las montañas. A los 17 años me vine a ver cómo era la gran ciudad y acá
reemplazaba mi nostalgia subiéndome a lo que pudiera. Con el tiempo me hice de
algunos amigos y a veces me invitaban a un asado y si las casas tenían jardín y
algún árbol al poco rato yo ya estaba entre las ramas y les hablaba a los demás
desde mi lugar de privilegio y los obligaba a girar las cabezas hacia arriba y
alguien se las ingeniaba para alcanzarme un vaso de vino. Si no había árboles
me encaramaba a los tejados. La cuestión era un poco de altura.
Cuando a los
veinte años hice un viaje al sur, a Bariloche, de mochilero, y vi los primeros
cerros a través de la ventanilla del tren me volví un loco. “Montañas,
montañas”, le gritaba a mi compañero, y empecé a correr ida y vuelta por el
vagón y después salí al aire libre para gozar mejor del espectáculo y ver cómo
las cimas poco a poco se acercaban y era un muchacho feliz.
Mi hijo Marcos,
con su esposa Patricia, tuvieron tres hijos, Maxi, Lucas y Julieta, pero sólo
el del medio, Lucas, resultó de la estirpe de los que buscan la altura. Lo
veía, cuando chico, correr por encima de los tapiales, saltar, trepar donde
pudiera, lanzarse y quedar colgado de una rama y después, lo mismo que yo,
subir y quedarse sentado allá arriba, lejos de todos, por encima de todos.
Otros sólo verían en eso un juego de chicos, pero yo reconocía que él también
era un heredero y, destinado a la llanura, ésa era su forma de expresar su
nostalgia de altura.
Mi hija
Daniela, que ahora vive en Palma de Mallorca, tuvo dos hijos, Nahuel y Olivia.
Olivia, con su actual marido Jorge. La nena todavía no cumplió los dos años.
Daniela me cuenta que Olivia es rápida, escurridiza, y hay que tener cuidado,
de pronto desaparece y está en alguna habitación donde vio la posibilidad de
treparse a algo. Esté donde esté nada la atrae tanto como el desafío de
escalar. Recibo fotos, algún video, y la veo, lanzada hacia su objetivo, los
bracitos arriba, una rodilla, una piernita, otra piernita, obstinada en llegar
hacia ese punto sobre su cabeza y del que no separa la vista, supongo que sin
saber todavía por qué se empeña, aunque quizá sí lo sepa. “Ahí está otra de los
nuestros, otra nostálgica de lo alto”, me digo.
Recuerdo,
pienso, miro, me remonto a Toni Furbo, a sus andanzas solitarias por las cimas,
a las fogatas nocturnas, y me siento orgulloso de pertenecer a la pequeña lista
de integrantes de esta especie de logia secreta desparramada por el mundo,
integrantes con almas, con corazones de cabras.
*De Antonio
Dal Masetto.
Anna*
El hombre ha
salido a caminar sin dirección, fuma y sus pasos y sus divagaciones lo llevan
lejos. Nubes fugitivas en el cielo nocturno, temblor de luna, tibios reflejos
de faroles en las calles empedradas, árboles podados, ramas apiladas sobre las
veredas y, al doblar una esquina, una figura parada en la mitad de cuadra, un
descubrimiento para el hombre que vaga por la ciudad vacía.
La muchacha
permanece detenida, vuelta hacia él y parecería que lo mirara o lo aguardara,
tiene flores en las manos y sus ojos están en sombra. También el hombre se
detiene y ahí permanecen, observándose, mientras transcurren los segundos y el
hombre sabe, súbitamente, como en una revelación, que el nombre de la muchacha
es Anna y que las flores quizás sean para él.
Después ella da
media vuelta y comienza a caminar y el hombre la sigue y no acorta distancia y
allá van por calles y calles, entre las casas mudas y los gatos, y siempre hay
nubes arriba y temblores de luna y de tanto en tanto la muchacha gira la
cabeza, tal vez para comprobar si el hombre continúa detrás de ella, tal vez
para incitarlo a que no abandone la persecución. Y el hombre, a la distancia,
comienza a conversar con la muchacha y su discurso es confuso y es lento y no
pasa de ser un susurro, aunque está seguro de que ella, allá adelante, lo
escucha. Murmura: En esta tierra rica fundamentalmente de cosas perdidas,
tierra de atrocidades, indiferencias y miserias, no me resultará fácil
hablarte. El hombre intenta e intenta y se esfuerza por construir una historia
coherente. Y así avanzan y hay más calles y faroles y jardines y plazas.
Y ya no importa
si esta necesidad de confesión es apenas un torpe ronroneo en el gran silencio
que lo rodea. El hombre comprende que la muchacha que lo precede ha venido a
convocarlo, que éste no es un paseo gratuito. Comprende que es tiempo de
balances, rendiciones de cuentas. El aire está poblado de señales, voces rotas,
llamados difusos, rubores de la memoria, nombres trabajosamente rescatados,
enarbolados ahora por encima de muertes, olvidos, desprecios e ironías, nombres
que vuelven intermitentes con los rumores que el viento trae un instante y
arroja nuevamente a las aguas de la noche.
Ya no importa
la torpeza, la confusión, las palabras que no acuden o que la imaginación
niega. Ya no importa nada de eso. Porque ahora ahí está la muchacha marcando camino,
guiando, abriendo una brecha, despejando. La volátil y firme figura de la
muchacha nocturna, imagen que no transige, que no sucumbe, que no habla de
derrotas, pero sí de firmezas y permanencias y sin duda de una obstinada
libertad.
Paso ligero de
la muchacha a través de la ciudad dormida, reverenciando, rescatando,
enalteciendo para la noche del hombre que la sigue, para sus horas futuras, las
imprevisibles, las fuertes oscilaciones de la vida. Entonces, una vez más,
alrededor del hombre, la noche vibra de significados nuevos, alberga años y
sabor de juventudes y caminar detrás de la muchacha por calles nuevamente
familiares, después de tantos voluntarios o forzados exilios, en este
septiembre cambiante, es retomar viejas sendas y descubrirse entero y
dispuesto, sacudido por estremecimientos olvidados, inconsciencias, locuras,
alimentos para raíces de otros tiempos.
La hora se
carga de certezas, aquella figura va opacando dudas, pone ráfagas de asombro en
el silencio de los días. Y nuevamente la muchacha gira la cabeza, muestra
brevemente su perfil y avanza y todo el tiempo parecería decir: También éste,
como siempre, como todos, precisamente éste, es el momento decisivo.
*De Antonio
Dal Masetto.
-De
"Reventando Corbatas" Torres Aguero Editor. Bs. As. 1988.
ALMENDROS*
Sentado en el
vagón de un tren que cruza la isla de Mallorca, el hombre recuerda el llamado
de su hija hace nueve meses cuando le anunció que estaba embarazada, y aquella
frase: “Esto no significa que vaya a dejar de ser tu nena, ¿verdad?”. El fruto
maduró y el nacimiento se produjo. Ocurrió esta misma mañana, a las 8.43. El
hombre había viajado desde Buenos Aires para pasar junto a su hija la última
etapa del embarazo. Ahora se dirige a Manacor, ciudad del interior de la isla,
al hospital donde ella trabaja como instrumentista y donde eligió que naciera
su bebé. Lo decidió así porque, si bien vive en Palma, quiso ser atendida por
los médicos que conoce. La frente apoyada contra el vidrio de la ventanilla, el
hombre mira el girar lento del paisaje y habla a media voz en el traqueteo del
tren. Le habla al recién nacido. Lo llama por su nombre: Nahuel. “Nahuel
—murmura—, creo conocer algo del alimento que nutrirá tus años futuros.” Lo que
ve desfilar son tierras cultivadas, montañas al fondo contra el cielo lavado,
manchas claras de pueblos con sus campanarios, molinos de viento, olivares
trepando las laderas, plantaciones de almendros a ambos costados de las vías. Y
son fundamentalmente los almendros los que le aportan esa posibilidad de
conocimiento que se atribuye, la progresiva revelación que él llama, a falta de
mejor definición, algo del alimento de días y años futuros. Es la voz de los
almendros la que se instala allá en los tiempos por venir. Estos almendros en su
actitud de espera durante el letargo de los meses de invierno. La pujanza que
el hombre presiente bajo la corteza de los troncos y las ramas, la
concentración de fuerza trabajando y preparándose para la gran explosión
primaveral. Es esa presencia sobre los campos la que llena esta nueva mañana
del mundo. Nueva para el hombre, primera para el recién nacido.
De tanto en
tanto el tren se detiene en estaciones semivacías y vuelve a partir en un
arranque silencioso. El hombre habla, reconstruye los acontecimientos de las
últimas horas: “Tu padre me llamó minutos después de tu primer berrido. ‘Nació
el chaval’, me dijo. Me contó pormenores del nacimiento. Me los contó
aparentando calma, pero estaba excitado, le faltaban palabras, le faltaba
tiempo. Habían pasado a tu madre a la sala de partos y preveían una espera de
un par de horas hasta que se produjera la dilatación adecuada. Pero tus ritmos
cardíacos se alteraban y resultó evidente que tenías el cordón enroscado en el
cuello y que al esforzarte para salir te estrangulabas. Así que decidieron
intervenir sin perder tiempo, apurar, sacarte, evitar el peligro. Lograron
desenroscar el cordón de tu cuello. La dilatación todavía no era suficiente,
sólo alcanzaba los siete centímetros. Lo normal hubiesen sido diez. Pero había
que seguir. Y ya era tarde para una cesárea, estabas demasiado encajado,
demasiado abajo. Por lo tanto debías pasar por esos siete centímetros. Eran dos
médicas las que estaban atendiendo a tu madre. Recurrieron a la ventosa, la
aplicaron adentro, en tu cabeza. Mientras una chupaba y tiraba, la otra se
montó sobre la panza y empezó a empujar desde arriba hacia abajo y poco a poco
allá fuiste abriéndote paso. Tu padre mientras tanto la estaba pasando mal. Se
encontraba en una habitación contigua y podía presenciar los detalles de lo que
ocurría a través de un vidrio, aunque no oía nada. Todo le parecía muy
violento, muy brutal. Lo que veía además no era sólo a las dos médicas
trabajando, sino de pronto una cantidad de mujeres de blanco que aparecían desde
alguna parte. Estaba asustado y se decía: ‘Algo grave está sucediendo’. Lo que
no sabía era que, al enterarse de la inminencia del nacimiento y de la
situación de apuro, habían acudido las compañeras de trabajo de tu madre,
querían estar presentes y además colaborar en lo que pudieran. Para tu padre
aquel revuelo sólo significaba una cosa: señal de alarma. Una de las mujeres
entreabrió la puerta, se asomó y le dijo: ‘Tranquilo, no vamos a dejar que le
suceda nada malo’. Y tu padre se preocupó aun más porque pensó: ‘Entonces algo
está pasando, si me dice eso es porque algo está pasando’. Y su nerviosismo
crecía y seguía pegado al vidrio tratando de adivinar, sin entender nada.
Luego, cuando por fin asomaste la cabeza, lo llamaron, lo hicieron entrar y presenció
de cerca el resto del alumbramiento. Así fue. Ahora ya estabas en una
habitación con tu madre. Una habitación compartida con otra madre de una recién
nacida”.
Una nueva
parada, el arranque suave, la marcha. El hombre continúa con su monólogo. Pese a
las imágenes que se ha ido formando del recién nacido después del relato del
padre, pese a que lo llama por su nombre, siente que en realidad le está
hablando a su hija, y que es a través de ella que sus palabras encuentran el
camino para alcanzar al destinatario, como si el niño aún permaneciese dentro
de la panza. Recién cuando llegue al hospital, y lo vea en los brazos de la
madre, que quizá lo esté amamantando, podrá decirse: ahí lo tenemos, ya es
alguien independiente, hasta hace unas horas existía como parte integrada de
otro cuerpo y ahora se ha escindido, respira su propio aire, comienza su
aventura, su pena de vivir y su gloria de vivir, su libertad y su carga.
La habitación
es la número 231, segundo piso, lo anotó en su libreta. El hombre habla: “Los
padres de tu compañera de habitación son africanos. Una pareja de los tantos
inmigrantes que andan por acá. Africanos, asiáticos, latinoamericanos. Gente
que emigra. Gente de todas las latitudes que como ha ocurrido siempre huye del
hambre, de las guerras, de las dictaduras. Razas desbandadas por el mundo.
También parte de tus orígenes provienen de esa clase de dispersiones. No por el
lado de tu padre, que nació en esta isla. Una de tus raíces está fuertemente
hundida en esta tierra donde florecen los almendros. Pero hay otros componentes
con los que está amasada tu carne y ésos vienen de lejos. Tu madre lleva en las
venas sangre italiana, del sur y del norte. Del sur, por línea materna, del
norte por la paterna. Hombres y mujeres que abordaron un barco y enfrentaron la
incertidumbre de las partidas definitivas y más tarde el desarraigo. El que hoy
viaja en este tren, el padre de tu madre, yo, viene de un pueblo al pie de los
Alpes. Emigrante niño, fue trasplantado a la edad de doce años a la vastedad de
la pampa argentina. Tu madre nació en la ciudad de Buenos Aires, allá se crió y
se formó y un día, como tantos jóvenes de su generación, decidió partir y
tentar la aventura de una nueva vida. También ella cruzó el océano, esta vez en
sentido inverso y, por elección o porque el azar así lo quiso, optó por esta
isla. Derivó hacia esta isla para que vos nacieras. Orígenes, cruces de
caminos, coincidencias, encuentros. Cada uno de nosotros ha venido de tantas
partes, de tantas cosas. Somos uno y la suma de muchos. Y en esta suerte de
balance no puedo dejar de señalar tu nombre: Nahuel. Un nombre que nada tiene
que ver con los Alpes ni con la isla de tu padre ni con la pampa ni con la
ciudad de tu madre, y sí con el pueblo mapuche que habitó el remoto sur patagónico
antes de la llegada de los conquistadores exterminadores, una tierra sin
límites donde el viento es señor y que un día querrás conocer y conocerás. De
allá viene esa marca que te identifica y de la que deberás hacerte cargo. Te
preguntarán sin duda qué significa ese nombre y habrá mucho para contar si te
da la gana. También estás hecho de eso”.
El tren avanza.
Los almendros lo acompañan siempre. El sol que da en el vidrio obliga al hombre
a entrecerrar los ojos y le provoca una sensación de ensueño. Habla desde ese
ensueño: “Soy alguien en tránsito que va a tu encuentro. En estos momentos
estoy despojado de todo, salvo de esta expectativa de conocerte. Mi cabeza ya
casi no alberga pensamientos. Si algo percibo todavía es el peso de mi cuerpo
abandonado sobre el asiento de un tren en marcha. Me agrada sumergirme en este
paréntesis de vacío. No es algo nuevo, reconozco este estado de cosas. Lo he
vivido en cada hecho importante de mi vida. El viaje de hoy no empieza en este
tren. Es un largo viaje. Me parece como si hubiese transitado por los trenes de
las vías férreas de medio mundo, remontando tramo tras tramo, jornada tras
jornada, para llegar hasta acá. Y en cada etapa, antes de cada decisión, antes
de cada salto en el vacío, de cada enfrentamiento fundamental, sobrevino, igual
que ahora, esta pausa de inercia y concentración, este recogimiento, esta
suerte de suspenso donde soy sólo estupor y silencio. Si entreabro los ojos
sigo viendo los almendros deslizándose en ese gran silencio. Sé, como lo he sabido
en cada oportunidad, que allá en el fondo de esta aparente deserción del cuerpo
y de la mente, agazapado en el sopor, algo sigue trabajando. Siempre algo
fermenta detrás del silencio. Lo percibo como una vieja exigencia que me ha
acompañado desde el comienzo, una forma de empecinamiento que no espera
respuestas, que sólo pretende mantenerse activo, una obstinación en estado
puro. Tampoco hoy habrá respuestas. Al menos no las habrá en términos de ideas.
Las ideas quedan descartadas de este pequeño universo en el que acabo de
enquistarme. Lo que hay, lo que habrá, son hechos concretos. El nacimiento de
esta mañana a las 8.43 es un hecho concreto. Hoy es eso lo que se impone, lo
que manda. Hoy también yo nazco un poco. Uno más de los tibios nacimientos que
soy capaz de permitirme todavía. También vos, en tu futuro, tendrás otros
nacimientos. Y sabrás que siempre es complicado nacer. Lo aprenderás una y otra
vez a lo largo de tu historia”.
Una nueva
parada y otra vez la marcha. Ya apenas faltan dos estaciones. El paréntesis se
acaba, pero aún queda algo de tiempo. Afuera el paisaje sigue igual. Los
tiernos colores invernales unifican cada cosa. El hombre habla: “Más allá de
las montañas y los campos está el mar que ahora no se ve pero cuya presencia se
siente. Son todas imágenes amables. Y sin embargo este mundo al que viniste no
te aguarda con buenas noticias. La que nos precede, la que te precede, es una
larga historia de atrocidades, de crímenes, de violencia. Una historia donde
cada atisbo de piedad parece haber perdido la batalla. Desde siempre ha sido
así. No le bastarán a la humanidad los siglos de su existencia futura para
compensar, para saldar tanto dolor. Y pese a todo, en la luminosidad de este
día, creo percibir un aleteo de difusa esperanza. Apelo a la única herramienta
de que dispongo, la palabra. Arriesgo una frase: tu venida al mundo se opone a
la irracionalidad del mundo. Y vuelvo a los almendros. También los almendros se
oponen, también desmienten, también se resisten. Renacerán de su sueño y florecerán
en poco tiempo, como lo han hecho cada año. E igual que cada año los campos se
cubrirán con el blanco de las flores y serán una vez más ‘la última nevada’,
como la llaman acá. La vida insiste. A esto quiero llegar. Puede sonar pueril
ver en los almendros una señal de resistencia contra los tropiezos que te
aguardan en los años por venir. Y sin embargo me obstino en creerlo así. Me
basta mirar mi propia historia para saber que son justamente ciertas imágenes
primeras las que nos ayudan a salvarnos. Imágenes aparentemente borradas,
aparentemente perdidas, pero que persisten, arraigadas en el fondo de la
memoria. Esas que desfilan rápidas ante mis ojos, las de los almendros en flor
que pronto enriquecerán la llanura y los valles, son las que frecuentarás e
incorporarás, y perdurarán en vos, en alguna parte de vos, intocadas,
concentradas en su poder, dispuestas para resurgir y ayudarte a elegir el
camino cuando haga falta. No el camino menos doloroso, pero probablemente el
más limpio, el más cercano a una forma de dignidad. Y sé que al reencontrarlas
recuperarás, cada vez, como recuperé yo, calma y sostén, también algo de la
inocencia perdida, y fidelidad por esos principios sin nombre que siento vivir
bajo el cielo de esta mañana soleada. Ahora sí estamos cerca, el tren acaba de
entrar en la estación de Manacor.
*Antonio Dal
Masetto.
-De El
padre y otras historias.
Otros fuegos*
Los dolores
comenzaron por la mañana, poco antes del mediodía. Después, habitación en el
primer piso de la clínica, ventana que da al jardín, casas dispersas, techos de
tejas en la neblina. Esperar las contracciones, controlar el reloj y mirar a
través del vidrio. Aquel perro que corre sin parar de un extremo al otro de la
terraza, yendo y viniendo, yendo y viniendo.
Toda la tarde
oigo sin alterarme sus quejidos de dolor o de placer.
Tal vez sufra,
pero maneja el asunto bastante bien. Para eso hizo el curso de parto sin dolor.
Salgo al
pasillo. Fumo. Fumo bien, con todo el cuerpo.
Tratar de
descubrirse ante la inminencia de un hecho trascendental.
El perro no
cesa de trotar. Oscurece sobre las tejas mojadas. Aparece la enfermera,
controla. Aparece la partera, controla. Dice: "Vamos".
Sigo la
camilla. Recorro el pasillo como si fuera otro. "No soy yo, es otro."
Una puerta que se abre, una puerta que se cierra. Ya estamos, adelante, llegó
la hora.
Ella no se
sentaba ni se acostaba: se agazapaba.
Hay buen
ambiente. Se bromea. Me alcanzan un saco blanco, me lo pongo. Administro el
oxígeno, le seco el sudor de la frente, hago lo que me ordenan. Ella,
anestesiada, delira. Dice cosas graciosas. La partera, la enfermera y yo
reímos. También desde esta ventana puedo ver al perro loco.
Cierta vez me
asaltó un olor al cruzar una plaza. Un olor a hojas húmedas, a vegetales
fermentados, a sombras, a cosas lejanas. Jamás pude olvidarlo.
En aquella
época me había convertido en una especie de mudo, pero no en un tonto. Estaba
más lúcido que un pez.
Pujar. La
partera incita, alienta: "Vamos, fuerza, ahora, vamos muchacha".
"Ya
viene." La partera me llama a los pies de la camilla para que vea la
cabeza que comienza a asomar. Ultimo esfuerzo, sale. Gran suspiro.
"Varón." La partera me alcanza las tijeras. "Tome, corte
usted." Está bien, soy el padre. Corto el cordón donde me indican. Ahí
está, berrea, tiene la nariz achatada. Lo arropan, me lo dan.
Soy mis manos y
mi lengua.
Me dicen:
"Vaya a dar una vuelta, coma algo". Anocheció. Camino por una calle
vacía: un galpón, un vivero, un gato, un baldío, restos humeantes de una
fogata. Alimento el fuego y lo veo crecer.
El fuego arde
en la noche de la ciudad, en el invierno de la ciudad, a pocos metros de donde
alguien acaba de nacer. El fuego vive de cosas abandonadas: ramas, trapos,
restos de cajones, desechos. Ilumina el terreno, pone sonidos secos y precisos
en la quietud de los faroles y las casas ciegas rodeadas por jardines.
Bajo el cielo
sin estrellas vuelvo a ser lo que he sido tantas veces: un tipo inmóvil y sin
pensamientos espiando el movimiento de las llamas.
A poca altura,
cruza una sombra, un pájaro nocturno.
Tengo que
acordarme de todos los fuegos que vi arder. Aquella fogata de la noche de San
Juan, el calor en las piernas desnudas, la muchacha que me tomó la mano.
Recordar, ahora que es invierno y que a veces el presentimiento de estar al
borde de un instante de felicidad se convierte en una tensión insoportable. (La
muchacha del brazo de su compañero dio un paso adelante, se me puso al lado,
tomó mi mano y la retuvo en la suya.)
Podría decir lo
siguiente: todas mis horas presentes en este momento. Podría, ante el vértigo
de los años que me preceden, ponerme a gritar que este abandono me es
perfectamente familiar, no hay de qué extrañarse, mi vida dictándome una vieja
canción, una vieja tonada invernal, que no es portadora de emociones o
asombros, sino la evidencia de una ley, cosas sabidas desde antiguo, lucidez
que al fin y al cabo es sólo conciencia de ceguera, nada más que eso en mi
tonada invernal, y tal vez, escondido, medido, regulado como con cuentagotas,
un fondo de nostalgias, un velo agitándose sobre los ojos y las ideas.
Todos los
desórdenes.
El fuego se
extingue, es hora de volver. Vuelvo. La madre duerme, el hijo duerme. ¿Y aquel
olor? Aquel olor era como un fuego. Algo vivo. Tan vivo como la llama subiendo
en la noche. La llama que hipnotiza.
¿En ese fuego
había cambio y había permanencia? ¿Era algo íntimo o algo que me trascendía?
¿Vivía en mí o me era ajeno? ¿Estaba ahí, sobre la tierra, o en otra parte? ¿Se
ocultaba arriba o abajo? ¿Moría, renacía o se mantenía latente? ¿No era una
representación del silencio, de la duda, del acecho, del ojo atento, del ojo
ávido? ¿No se anulaba a sí misma esa llama? ¿No había también en ella una
precariedad, una espera, un control, un pudor? ¿No se contradecía?
Y hoy que estás
solo en la noche, lejos de la infancia, igualmente lejos de la madurez,
habiendo perdido tanto la capacidad de amor como de odio, ¿qué te queda por
hacer?
El dolor
reemplaza al dolor y así se va robusteciendo.
¿A quién
hablarle si no a él? Esbozos de mensajes, atisbos, manotazos, sondas lanzadas
al vacío. Para quién este monólogo, este temblor. Y los ojos cansados a la
espera de una revelación.
Pienso: cosa
increíble los ojos.
Tal vez afuera,
en el frío, el perro siga corriendo sobre la terraza, yendo y viniendo, yendo y
viniendo.
También el
perro podría entrar en esa carta que nunca logré escribir.
Estar ahí,
mirando dormir y vivir al sin nombre, no es motivo de paz, sino el regreso de
una sospecha. Frente a su cuerpo sin defensa, a las penas que lo esperan, no
siento piedad por él.
Débil y feo.
Los faros de un
coche iluminan la ventana y se van. De esta insistencia mía, de esta pelea
contra el silencio, no queda sino una llamarada fugaz en los vidrios, menos que
eso.
Rumores,
llamados dispersos bajo el cielo en ruinas. Señales que alarman.
Lo dijeron
todos: fue un buen parto.
Ahora,
permanecer quieto en la oscuridad, recordar la fogata en la noche, velar el
sueño de la madre, velar el sueño del hijo.
*De Antonio
Dal Masetto.
-Contratapa en
Página/12 del 5 de febrero de 1992.
El dolor*
Mientras
caminamos en el anochecer invernal y nos rodea el fragor sordo de la ciudad, la
persona que va conmigo se pregunta y me pregunta:
¿Y el dolor?
¿Adónde va a parar el dolor? El dolor producido por los hombres, el dolor que
desde siempre el hombre inflige al hombre, el hombre verdugo del hombre. El
dolor de la carne lacerada por las balas y las bombas. El dolor bajo los
instrumentos de tortura en las cárceles del mundo, en los campos de exterminio
a lo largo del mundo y del tiempo.
¿Se acumula en
alguna parte todo ese dolor? ¿O se convierte en nada, ha sido dolor para nada,
va a parar a la nada? ¿Es silencio que se suma al silencio?
¿Se diluye
igual que el humo de los incendios, el humo de los hornos crematorios de los
inocentes asesinados, y no deja tras de sí más que el balbuceo de algunas memorias
espantadas?
¿Sólo la
memoria, frágil, siempre a punto de sucumbir, es el receptáculo que intenta
conservar la evidencia de ese dolor? ¿O el dolor es algo palpable, algo que una
vez lanzado al mundo se independiza, fermenta en secreto y permanece?
¿Se deposita en
alguna parte el dolor, grito sobre grito, desgarro sobre desgarro? Y si fuera
así, ¿qué lugar es ese donde va a parar el dolor? ¿Se instala en las nubes que
vagan por los cielos alrededor de la tierra? ¿Están cargadas de dolor las
nubes?
¿O el dolor
está en la luz que nos recibe cada día con una promesa nueva? ¿O está en el
agua que bebemos, en el agua con que nos lavamos? ¿O está en el aire, oculto
detrás del aire, y nos anuncia su presencia con los silbidos del viento?
¿O se va
almacenando en la vegetación que nos rodea: selvas, bosques, plazas, jardines?
¿Se mueve con la savia que trabaja dentro de los árboles y sube desde las
raíces a las ramas? Hojas, flores, pétalos, frutos, ¿albergues de dolor?
¿O está en esas
sombras que se deslizan sobre la llanura en la claridad lunar y galopan en el
fondo de la oscuridad en las noches sin luna?
¿O el dolor
acecha y se agiganta oculto en ese gran vórtice negro del sueño de todos, en el
territorio invisible e inexplorado del sueño sin sueños?
¿O busca nuestros
cuerpos, se adhiere a nuestra piel formando otra piel, y otra, y otra, capa
sobre capa, y lo llevamos a todas partes y en toda circunstancia, en el amor,
en el desprecio, en la indignación, en el trabajo y en el ocio, y así andamos
por los días en nuestro capullo de dolor que crece año tras año, vida tras
vida, generación tras generación?
Zonas ocultas,
cosas vivas, cosas en movimiento, ¿habita en alguno de esos sitios el dolor?
¿Hasta cuándo? ¿Habrá un límite para la acumulación de dolor? Y si lo hay,
entonces, cuando caiga la gota que hace rebasar el vaso y el platillo de la
balanza sucumba al peso, ¿resonará sobre todo esto el aviso de que ha llegado
la hora de pagar?
Nubes, aguas,
luz, árboles, cuerpos, sueño, sombras lunares, ¿estallarán los diques de
contención del dolor? ¿Nos alcanzará, aniquilándonos, un definitivo diluvio de
dolor?.
*De Antonio
Dal Masetto.
Acueducto*
Cuántas cosas
se veían desde el acueducto. Era muy alto, una cinta clara en el cielo,
sostenido por una doble hilera de columnas, y cruzaba el valle por encima de
las copas de los árboles. Estaba cubierto por planchas de cemento y se lo podía
usar como atajo para ir desde la salida del pueblo hasta la base de un cerro.
Se ahorraba tiempo yendo por ahí, porque no había que bajar ni subir y se
avanzaba siempre en línea recta. Se oía el agua correr bajo los pies.
El día que anduvimos
con mi padre por aquel camino aéreo había mucho sol y se veían nítidas las
cimas de las montañas. Yo caminaba bien por el medio, con los brazos abiertos,
haciendo equilibrio. ¿Qué ancho tenía el acueducto? ¿Un metro? ¿Más de un
metro? ¿Menos? Imposible establecerlo. La memoria está
condicionada
por el recuerdo del vértigo que me provocaba la altura.
Mirando de
reojo, descubría abajo los nidos en las ramas, reconocía los sitios donde sabía
que crecía el mejor musgo para el pesebre de Navidad, cada pozo de agua
profunda en el río correntoso donde iba a pescar, la casa de un pariente, la de
un amigo, campanarios, alguna silueta de hombre o mujer en el camino de la otra
orilla. Se veían muchas cosas y sin duda aquel paseo hubiese sido un gran
placer si el vértigo no me hubiese impedido disfrutar.
Mi padre me
precedía. Una mochila vacía le colgaba del hombro. No se daba vuelta. Llevaba
las manos en los bolsillos. De tanto en tanto, sin detenerse, giraba la cabeza
hacia un lado y hacia el otro para seguir el vuelo de un pájaro. Tal vez
silbara. Íbamos a buscar hongos y a recoger castañas en los bosques.
Yo, unos metros
atrás, miraba su espalda y me preguntaba: ¿cómo hace para moverse tan tranquilo
acá arriba y con las manos en los bolsillos? ¿Cómo hace para caminar sin hacer
equilibrio? ¿Cómo hace? Y así lo seguía en aquel aire puro, alto sobre el
valle, siempre con mis brazos abiertos, cuidadoso, tratando de colocar los pies
en las huellas invisibles que dejaban los suyos.
*De Antonio
Dal Masetto.
- "El padre
y otras historias"
La función del
cuentista*
El Bajo,
madrugada. En el Bar Verde me encuentro con Tusitala, el moreno tamborilero que
hace años supo ser cocinero jefe de una tribu de antropófagos reflexivos, en
África.
-Tengo una
historia para usted -me dice Tusitala-. Me la relató un misionero que
capturamos en la selva, un tal Spencer Holst, tipo curioso, había aprendido el
idioma de los gatos y hablaba con ellos como si fueran personas. La cuestión es
que ya estaba por tirarlo a la olla (pensaba prepararlo a la cazadora con
papas) cuando dijo que quería contarnos una historia. A la gente de aquella
tribu le enloquecían los cuentos. Así que suspendimos todo y lo rodeamos para
escucharlo.
-Usted tiene la
virtud de despertar inmediatamente mi interés, Tusitala -le digo.
-Resulta que en
un tiempo el misionero había andado por Bali. Usted sabe que Bali es un lugar
maravilloso, siempre es primavera, todo es verde esmeralda, las mujeres son
hermosas y andan con los pechos desnudos y adornadas con colgantes de oro, jade
y laca púrpura, y se la pasan bailando al compás del gamelán.
-Siempre logra
asombrarme con sus conocimientos, Tusitala.
-Me limito a
repetir lo narrado por el misionero. El Radja de Klunckung, príncipe y señor
del lugar, había sufrido terribles heridas en la cara, hacía muchos años, a
raíz de un incendio en el puri, o sea, el palacio. Sus cicatrices fueron
cubiertas con maquillajes y pinturas indelebles. Con el tiempo ya nadie se
acordaba de cuál era su verdadero rostro. Rodeaban al príncipe siete ayudantes
cuyas funciones eran dirigir, administrar y alabar.
-¿Alabar a
quién?
-Cada día de la
semana, por turno, uno de ellos se quedaba junto al príncipe y se dedicaba a
halagarle la vanidad. A esa tarea se la llamaba kupiunga, ceremonia de la
alabanza. Los consejeros también se encargaban de organizarle diversiones,
proveerle los manjares más exquisitos, las mejores bebidas y las mujeres más
hermosas.
-¿Mujeres
jóvenes?
-Sin duda. Los
agasajos mayores los recibía el Radja durante la Galunga, fiesta que comenzaba
al sonar de kulkul, duraba quince días y en la cual participaban todos los
súbditos. Imagínese que cada ofrenda medía dos metros de altura y se
necesitaban tres hombres para levantarla y colocarla sobre las cabezas de las
mujeres, que eran las encargadas de transportarlas.
-¿En qué
consistían las ofrendas?
-Todo lo que
usted se pueda imaginar.
-Piedras
preciosas, telas, artesanías, pájaros embalsamados, trofeos, dinero.
-Dinero, no.
Porque las kopong, antiguas monedas con su característico agujero cuadrado en
el centro, prácticamente habían desaparecido de circulación. Se decía que, en
realidad, todas habían ido a parar al bolsillo de los siete consejeros. Una de
sus tareas era analizar las ofrendas y parece que acostumbraban ir quedándose
con lo más sustancioso para certificar la calidad. Les correspondía a ellos,
por ejemplo, comprobar si las niñas destinadas al Radja eran vírgenes.
-No eran tontos
esos tipos.
-Resulta que
andaba por ahí un actor de mala muerte, que comía salteado y que un día decidió
sustituir al Radja. Durante la Galunga, aprovechando que la guardia se había
emborrachado por el exceso de tuak, que es un vino de palma, se introdujo en el
puri, clavó un kris en el corazón del Radja, lo arrojó a un pozo profundo, después
se maquilló adecuadamente y lo reemplazó. Y así comenzó a gozar de la buena
vida: comidas de primera, bellas mujeres, regalos y honores.
-¿Nadie lo
descubrió?
-Imposible, por
lo de la cara deforme.
-¿Y cuando
hablaba?
-El Radja
siempre había dicho sólo tonterías, así que el actor simplemente se dedicó a
imitarlo. Aunque en realidad este asunto del reemplazo venía ocurriendo con
bastante frecuencia. Dos por tres surgía algún ambicioso con ingenio que mataba
al falso príncipe de turno. Porque el verdadero había sido asesinado y
sustituido hacía muchísimo tiempo, después del accidente del fuego. Así que los
que le venían sucediendo eran todos impostores.
-¿Cómo es
posible que nadie se diera cuenta?
-Bueno, los
siete consejeros si estaban enterados. Sabían de las sustituciones desde el
principio.
-¿Y no
desenmascaraban a los usurpadores?
-¿Para qué?
Ellos, los consejeros, no cambiaban, eran siempre los mismos. La pasaban
bárbaro estando donde estaban, digitaban todo y hacían muy buenos negocios. Por
lo tanto, como les daba lo mismo quién estuviese en el trono, la cosa siguió
así para siempre.
-Lo invito una
copa, Tusitala, se la ganó, su relato acaba de iluminarme como una revelación.
-Esa es la
función del cuentista, mi amigo.
-Una pregunta:
¿se lo comieron nomás a la cazadora con papas?
-No. Por
decisión unánime de la tribu lo dejamos partir y lo despedimos con ovaciones.
Ya le dije que a los antropófagos reflexivos les gustaban las buenas historias.
*Contratapa de Página/12.
Romance*
1
Lo primero que
al hombre le llama la atención, cuando llega a la casa de su viejo amigo
Camargo -inventor-, es la gallina. Un animal gordo y vivaracho, pese a todo lo
que le falta. Al verla, dispuesto a hacer comparaciones, lo primero que a uno
se le ocurriría es que se parece a alguien que acaba de volver de la guerra. El
hombre sabe que Camargo ama desmedidamente los animales. Su casa no es un
zoológico por una simple razón: no soporta los ruidos. Ningún ruido. Las
paredes están revestidas con planchas aislantes. Las ventanas y las puertas son
dobles y están tapadas con gruesas cortinas. Acá se habla en voz baja. El amor
que Camargo siente por los animales choca con esta imposición de silencio.
Porque, desgraciadamente -según él mismo se lamenta-, casi no hay bicho que no
ladre, bale, maúlle, rebuzne, ruja, silbe, muja y demás variantes. Ruidos y
ruidos. Esta fatal contradicción entre su necesidad y su afecto es lo que
condena a Camargo a la soledad. El hombre sabe todo esto y se dice que la
presencia de la gallina dentro de la casa debe tener su historia.
Es así como más
tarde, entre mate y mate, cuando la gallina se desliza con paso incierto frente
a la puerta, el hombre, con voz distraída, pregunta: "Y esa gallina?"
El relato no es simple, pero sí creíble. Un día, en una de sus escasas salidas,
Camargo presenció como un coche atropellaba a una gallina. La levantó, comprobó
que estaba viva y se la llevó. En su casa, después de revisarla, llegó a la
conclusión de que sólo tenía una pata rota. Se la entablilló. Depositó la
gallina en un canasto de mimbre y se dedicó a alimentarla, mientras esperaba la
lenta curación. Seguramente agradecida, la gallina soportaba su dolor y
guardaba silencio.
Pasó el tiempo
y Camargo advirtió alarmado que la quebradura no soldaba. Al contrario, la
infección amenazaba extenderse. Tomó una decisión drástica. Decidió amputar.
Con un brebaje de su invención atontó al animal y después, con una tijera de
podar, cortó donde consideró conveniente. Volvió a desinfectar y a vendar.
Abandonada en el fondo del canasto, la gallina callaba. Poco a poco, se fue
animando. Camargo supo que estaba salvada. Quitó el vendaje. Buscó una varilla
de madera, la cortó a la medida adecuada y la ató firmemente al muñón de la
gallina. En pocas palabras, le colocó una pata de palo.
Al comienzo, la
gallina no se animaba a moverse. A lo sumo, se arrastraba un poco. Siguió un
período de aprendizaje. Camargo la paraba, la sostenía de las alas, le hablaba,
la alentaba, la impulsaba a caminar. Y así, primero a los tropezones, luego con
más seguridad, la gallina fue aprendiendo a desplazarse con su pata artificial.
Acá surgió el
primer problema. Durante el día, durante la noche, comenzó a oírse por los
pasillos de la casa el toc-toc-toc de la patita de palo. Y es probable que el
animal estuviese realmente entusiasmado con la nueva adquisición, por que no
paraba de moverse. Mientras tanto, Camargo se volvía loco. Individuo de amplios
recursos, encontró una rápida solución. Colocó debajo de la patita un taco de
goma y el golpeteo desapareció. A partir de ese momento siguió una larga
temporada de pacífica y amorosa convivencia. Hasta que llegó la primavera. La
gallina, impulsada por el aire nuevo y vaya a saber por qué extraño arrebato de
rebeldía, comenzó a cantar. No ponía huevos, pero los anunciaba a cada rato, de
día y de noche. La casa se había convertido en un infierno. Camargo se había
encariñado demasiado con la gallina como para echarla a la calle. Y menos podía
hacerlo en esas condiciones. Una noche, arrancado violentamente del sueño por
un estruendoso cocorocó, se levantó, tomó a la gallina, puso a funcionar la
piedra esmeril y le limó el pico. Se lo limó hasta la mitad. La gallina anduvo
varios días muy desconcertada. Pero después, Camargo comprobó que con lo que le
quedaba de pico volvía a alimentarse. Seguramente había aprendido la lección y
ya no se la oyó cantar. Con lo cual la convivencia volvió a ser grata.
Esa es la
historia. Camargo le alcanza otro mate. El hombre mira hacia el extremo del
pasillo y ve lo que había visto al entrar. Una gallina caminando con una pata
de palo y con el pico por la mitad. Piensa que, sea en el nivel que sea, en
este mundo no hay relaciones fáciles.
2
Aunque no se lo
confiese, es probable que la razón por la que el hombre vuelve a visitar
rápidamente a su viejo amigo Camargo sea la presencia de aquella gallina con
una pata de palo y el pico cortado. Apenas llega, después de los saludos, echa
un par de miradas alrededor: el animal no está a la vista. El hombre no hace
preguntas, evita ser indiscreto. Por lo tanto se sienta y escucha al amigo
Camargo hablar pausadamente de esto y lo otro mientras va preparando el mate.
Pero su atención está puesta en otra parte. No pasa mucho tiempo antes de que
su oído alerta detecte que algo se está moviendo en el pasillo. Es la gallina,
sin duda. Tarda en aparecer. Lo que finalmente el hombre ve asomarse es algo
que no se parece a una gallina ni a nada que haya visto antes de esta tarde.
Pasada la sorpresa, logra recomponer la imagen del ave y se dice que buena
parte de su desconcierto ha sido provocado por el hecho de que el bicho no
camina hacia adelante sino para atrás. Al moverse se contorsiona todo el
tiempo, como si algo le molestara. Y ya no se trata solamente de la pata de
palo. Hay más novedades.
Salvo la cabeza
y la cola, todo el cuerpo de la gallina está cubierto por una gruesa camiseta
de frisa. Debajo de la camiseta, por lo que se puede adivinar, no hay plumas.
Solamente aparecen dos mechones en las partes descubiertas: cabeza y cola.
Aparentemente se ha quedado pelada. Ante esta nueva pérdida, como compensación,
su pico ya no está cortado por la mitad, sino que luce entero, afilado, firme y
lustroso. La gallina pasa junto a ellos, desplazándose siempre hacia atrás y
retorciéndose. Desaparece por la otra puerta.
El hombre mira
a Camargo de reojo y se aguanta la pregunta. Prefiere esperar a que el amigo
toque el tema. Camargo le pasa un mate y, con tono fingidamente distraído,
dice: "¿La viste?" El hombre asiente: "La vi." "¿Qué
opinás?" El hombre no sabe qué contestar, ignora lo sucedido, pero si algo
está pensando es que ese animal, últimamente, no anda con mucha suerte. De
todos modos, calla. Evita correr el riesgo de parecer irrespetuoso. Finalmente
se anima: "¿Qué pasó?" Camargo confirma lo que ya había percibido:
"Se quedó pelada." "¿Repentinamente?” "Repentinamente"
El hombre ensaya un gesto que pretende ser de comprensión. Pregunta: "¿Por
qué le pusiste esa camiseta?" "Primero para que no pasara frío y
segundo por un problema estético. Me pareció que era una forma de ayudarla a
superar el mal momento. ¿Qué te pasaría a vos si te quedaras pelado de un día
para el otro?" "No sé" "Te sentirías avergonzado. "
"Seguramente." "A ella le pasa lo mismo."
Durante un
rato, el hombre conserva un prudente silencio. Busca en su cabeza alguna frase
adecuada para acompañar los sentimientos de Camargo. Dice: "Pero no se le
cayeron todas, le quedó un mechón sobre la cabeza y otro en la cola."
"Perdió absolutamente todo -explica Camargo-. Con sus propias plumas le
fabriqué una peluca y con un pegamento le coloqué ese mechón en la cola."
Ahora, cada vez
más, el hombre se siente obligado a hablar. Dice: "Le quedan bien."
Camargo no contesta. El hombre pregunta: "¿Por qué camina para
atrás?" Camargo: "Tomó esa costumbre desde que la vestí. Además hace
todos esos movimientos extraños, ya viste, parece una contorsionista. Estuve
pensando en eso. La camiseta se la coloco por la cabeza. Tal vez ella piense
que retrocediendo pueda llegar a desembarazarse de la ropa." "¿Y si
probaras a colocarle la camiseta por la cola?" "Es una idea, se
podría intentar." "Noté que ahora tiene el pico entero, ¿cómo
hiciste?" "Fabriqué la parte que faltaba y se la pegué."
"Casi ni se nota." Camargo asiente, seguramente reconfortado por la
observación.
Vuelve a entrar
la gallina, con su pata de palo, la peluca, la cola postiza y la camiseta de
frisa. Cruza la habitación, siempre reculando y contorsionándose. Desaparece
hacia el pasillo. Camargo deja pasar unos segundos y confiesa: "Ya sé que
no tiene muy buena pinta, pero yo la quiero igual." El hombre acepta otro
mate y piensa que sobre la tierra no hay sentimiento más poderoso ni más noble
que el amor.
3
El hombre
visita nuevamente a su amigo Camargo. Apenas cruza la puerta mira alrededor,
tratando de descubrir a la gallina. No la ve. Paciente, acepta el ritual del
mate. Después, tímidamente, pregunta: "¿y la gallina?" el amigo
sacude la cabeza, en un gesto que el hombre interpreta como una señal funesta.
Se prolonga el silencio. Finalmente, se atreve de nuevo:
"¿que
paso?"
La que sigue es
la historia contada por Camargo.
Todo iba bien.
La gallina había superado el peso de sus calamidades y se había adaptado
maravillosamente al ritmo de la casa y a las exigencias de su dueño. Iba y
venia con su pata de palo, tenía recorridos fijos, horarios, tal vez también
aburrimientos. Hubiese sido difícil intentar adivinar lo que pasaba en su
pequeña cabeza, bajo aquella peluca fabricada con sus propias plumas. De todos
modos, Camargo estaba seguro de una cosa: la gallina no se sentía infeliz. Y
así pasaban las semanas y la vida se iba deslizando en un clima de apacible
medio tono, agradable para el amigo inventor, que tanto odiaba los ruidos y las
estridencias. Hasta la mañana en que la gallina canto. No había vuelto a
hacerlo desde aquella vez en que Camargo se había visto obligado a limarle la
mitad del pico.
Desde el fondo
de la casa, desde aquella habitación donde estaba el canasto de mimbre, llego
el ronco sonido triunfal. Impreciso todavía, tembloroso, debido seguramente a
la falta de practica y quizás a una incontrolable emoción.
Después, la
gallina canto por segunda vez. Entonces, el amigo Camargo acudió para ver que
ocurría.
Y ahí estaba,
la desplumada, la mutilada, detenida en el centro del cuarto, en actitud
solemne y marcial, igual que si estuviese en una parada militar, firme como
nunca sobre su pata de palo. Y canto por tercera vez. El amigo Camargo se asomo
al canasto de mimbre y se topo con lo inesperado: Un huevo.
A partir de ahí
todo cambio. Una nueva realidad acababa de instalarse en la casa. La gallina
comenzó a empollar el huevo. De tanto en tanto, Camargo llegaba hasta la puerta
de la habitación y espiaba. Si la descubría en las escasas oportunidades en que
salía para comer, se acercaba y miraba el huevo. No era un huevo diferente de
todos los demás, pero ahí, en ese canasto, tan blanco, solo, desvalido, era
como un descubrimiento, como un testimonio de los primeros días del mundo.
Millones de huevos antes de ese huevo. Pero, para esa gallina, un huevo único.
Y ella se obstinaba noche y día en su puesto, derramando torrentes de amor
sobre él.
Ahí seguía el
animal quieto, los ojos fijos, viendo más allá de las cosas y del tiempo.
Ahí estaba la
gallina sin plumas, con su camiseta de frisa, su peluca, su pico emparchado, su
pata de palo, la gallina con todas sus carencias, lanzada sin embargo hacia la
vida, obedeciendo el mandato primordial de su especie. El amigo Camargo no
ignoraba que, sin la participación previa de un gallo, aquel huevo jamás daría
a luz una cosa viva. Pero no quería detener aquella historia, lo conmovía esa
maternidad sin esperanza.
Hasta que un
día ocurrió la catástrofe. Por distracción, por exceso de confianza, al volver
al canasto, la gallina manejo mal su pata de palo, piso el huevo y lo rompió.
De aquella promesa de vida no quedaron más que pedazos de cáscara y los restos
de la clara y de la yema filtrándose a través de las varillas de mimbre.
Consciente del desastre, la gallina salió de ahí, se arrastro hasta un rincón
del cuarto y se echo. Un par de veces pareció intentar caminar, pero ya no supo
manejarse y se desplomo. Rechazo todo alimento y, seguramente agobiada por la
culpa de su crimen involuntario, ya no hizo un solo esfuerzo para seguir
viviendo. Ella, que había superado la amputación de una pata, la pérdida de
medio pico y todas sus plumas. No duro mucho. Una mañana, Camargo la encontró
muerta.
Esa es la
historia. El hombre ha escuchado con atención. En un gesto de solidaridad, estira
la mano y pega un golpecito en la rodilla del amigo Camargo. Llega la hora de
irse. En la puerta de calle, gira la cabeza y mira el pasillo vació que lleva a
la pieza del fondo. Se despide, se marcha.
En su cabeza
ronda una frase como un patético estribillo: el destino es insondable y no
existe felicidad que no este amenazada.
*De Antonio
Dal Masetto.
-Fuente:
"Ni Perros ni Gatos" Torres Agüero Editor, Buenos Aires. 1987
Fueguito*
Es una noche
cualquiera. Usted esta en un lugar cualquiera, un bosque, la costa de un río,
el jardín de la casa de algún amigo. Junta hojas y ramas secas, hace una buena
pila. Se arrodilla sobre la tierra, acerca un fósforo a las hojas y espera. Su
figura -rápidamente lo descubre- tiene la reverente actitud de alguien que
aguarda un milagro. Tal vez se trate de una vieja ceremonia a la que esta
acostumbrado, y le baste forzar un poco la memoria para descubrir un vasto mapa
de de fogatas a lo largo de su historia. Pero esta noche -siempre suele ser
así- vuelve a sorprenderlo y a exaltarlo igual que la primera vez. Ante
el crepitar de la llama, usted se siente extrañamente en casa. Es como volver
de una larga ausencia. Un reencuentro en el que, con el concurso de la noche y
el silencio, se va desanudando un lenguaje al mismo tiempo familiar y secreto,
alimentado de certeza y plenitudes breves. El fuego crece y mantiene un
monologo en el que usted encuentra una correspondencia exacta. El fuego es puro
movimiento y usted no es más que sus ojos y el calor de su piel. Rodeados por
la oscuridad, protegidos, suspendidos, están en el centro del mundo. Usted
siente que nada puede tocarlo. Escucha su mente desbrozar trabajosamente una
idea: no soy el que fui ni soy el que seré. Simultáneamente toma conciencia de
la banalidad de todo pensamiento.
A esta altura,
usted es una sola cosa con el fuego, un presente inevitable. Se entrega, se
abandona. Sin embargo, cree comprender que de esa comunión se desprende un
sentimiento más amplio, que trasciende esta hora. A través del trabajo del
fuego parece surgir una medida de orden. Los ojos fijos, subyugado, sin cambiar
de posición, usted piensa que, detrás de su persistencia, el fuego es
fundamentalmente inocencia, un regreso a la limpidez del origen, al remoto
albergue de toda posibilidad. Y comienza a percibirse usted mismo inocente,
como una hoja en blanco donde todo puede ser escrito, donde todo esta por ser
iniciado. Y acá es donde vuelve a reconocerse. Y a reconocer los términos que
han marcado sus pasos a través de los días, los meses y los años: permanecer
desposeído, abierto a lo imprevisto, alerta, en permanente sospecha. Son
principios de una doctrina que se ha ido forjando y cuyo sentido ahora el fuego
le devuelve. Comprende que también en usted ha ardido siempre parte de
ese fuego. Que esa es una llama de consumación. Una llama donde usted se ha
sacrificado siempre a si mismo, ha sacrificado su vida, las posibilidades de su
vida, los accidentes de su vida, tal vez con el único fin de deshacerse de su
historia o de construir una historia diferente. Es posible que oiga voces
a través del aire nocturno, sin saber si se trata de amigos que vienen a
buscarlo o si son llamados que llegan desde otros años, desde otros ámbitos,
suscitados por otros fuegos. Acomoda algunas ramas y piensa que cuando todo
esta dicho es bueno regresar al fuego, al origen.
Que es bueno,
muy bueno, volver a arrodillarse ante su voracidad, estudiar su movimiento y el
núcleo cambiante de su centro. Que es bueno para sus alegrías y para sus dudas.
Que ahí, libre de toda esperanza, puede limitarse a mirar y a no pensar.
Y en esa llama sin tiempo ve arder también el ciclo que termina precisamente
esta noche, el ciclo que comienza, los muchos que vendrán con sus cargas de
confusiones y riquezas, lo que ha sido, lo que será, y todo cuanto alberga la
oscura, invencible memoria o nostalgia de la sangre.
*De Antonio
Dal Masetto.
-Fuente:
Contratapa de Página/12.
Remolino*
Después de
dieciséis horas de vuelo, dos trenes, un transbordador, el viajero regresa al
pueblo donde nació y del que se fue siendo chico. Se instala en un hotel que en
un tiempo fue un convento y de inmediato sale a recorrer. Camina lo que queda
de ese día, camina al día siguiente. Pasa por la que había sido su casa, por la
escuela, por la cancha de fútbol, por el cementerio. Cruza los puentes sobre
los dos ríos que bordean el pueblo, busca sin encontrarla la represa donde iba
a nadar. Demasiadas cosas cambiaron, modificadas por la intervención de los
hombres o por las traiciones de la memoria. Y aun aquellas que se conservan tal
como las había fijado el recuerdo ya no le pertenecen. El viajero camina sin
parar, desilusionado y extranjero. En algún momento se pregunta si todavía
estará cierto patio empedrado, detrás de una pequeña iglesia, bajando hacia el
lago. Ahí se reunía a jugar con los amigos después de la escuela. De ese patio,
vaya a saber por qué, conservó la imagen de un ángulo formado por las paredes
de dos casas, donde el viento se arremolinaba y arrastraba hojas secas, briznas
de pasto, papeles. Recuerda en especial -otra curiosa selección de la memoria-
los envoltorios de caramelos. En la mañana del tercer día se mete en una
callecita en sombra que viborea entre construcciones antiguas, pasa bajo una
arcada y ahí está, frente a él, el patio. Acá no advierte grandes cambios. Sólo
le parece que las paredes están más negras y que las puertas y las ventanas
alrededor variaron de tamaño.
Avanza unos pasos
cautelosos y entonces lo ve. En el rincón perdura el remolino. El viento
arrastra hojas secas y papeles igual que antes. Después de haber deambulado por
el pueblo sin encontrar nada que le permitiera identificarse, nada para
abrazar, nada para poder decir "esto es mío, esto soy yo", el viajero
acaba de oír una voz familiar llamarlo por su nombre.
Cierra los ojos
para escucharla mejor, para que no se le pierda. Se abandona. Entonces piensa
que desde el momento de su partida, la voz estuvo ahí, viva en el remolino,
invocándolo, reiterando día tras día el conjuro para el regreso. Piensa que la
voz perduró alimentada por un elemento tan inasible como el viento, se mantuvo
gracias a la persistencia y a una forma de fidelidad del viento. Y el reclamo
sin duda llegaba hasta él, en su ciudad del otro lado del océano, porque ésa,
la del patio empedrado, era una de las imágenes que volvían a la hora de
recordar. Al viajero le gusta creer eso. Y permanece parado de cara al rincón,
viendo desfilar su vida. Su vida transcurrida en otras partes del mundo,
sometida a leyes de otros vientos.
Aunque ahora le
parece saber que, anduviera por donde anduviere, siempre estuvo mirándose en
ese espejo, atento a la voz del remolino inicial, intentando mantener vivas
también él, en las pérdidas y en las turbulencias de sus años, tantas diminutas
cosas desechadas.
*De Antonio
Dal Masetto.
-"El padre
y otras historias"
*
(Fragmento de Siete
de Oro)
Más adelante,
mientras bajaba, me detuve frente a una carpintería. Detrás del cerco de
madera, entre las pilas de tablones, se movían hombres y máquinas. El aserrín y
el ruido llenaban el aire. Recordé que ese olor y ese oficio habían alimentado
mi imaginación en un tiempo, hacía mucho. Aquel deseo seguía conservando su peso,
se me revelaba ahora como una cicatriz y me gustó poder recorrerla, tantearla
nuevamente bajo la capa de los años. Me sentí llevado a otra calle, bajo unas
moreras, a la penumbra de otro taller visto a través de la ventana enrejada.
Eran los mismos hombres silenciosos, seguros, atentos solamente a la marcha de
su trabajo. Un viejo, desde adentro, me gritó si buscaba algo. Hice señas que
no, pero no me moví. Seguí aferrado a ese rumor y ese perfume. Para mí eran
como una base, imágenes ciertas, cosas que habían significado algo en mi vida.
Me apoyé en esa seguridad y dejé que pasaran los minutos. Cuando me fui,
durante un rato me acompañó el canto de la sierra. Después también ella se
disolvió en ese aire demasiado puro. Giré la cabeza y el taller había desaparecido
entre los árboles. Pensé: No está más. Y era igual que si se hubiese ido en el
tiempo.
Me senté al
costado del camino, frente a las montañas. Pasaron mujeres, grupos de chicos.
Oía el sonido de las voces, pero no entendía las palabras.
Era como si
hablasen un idioma extranjero. Cerré los ojos una vez más y traté de
preguntarme quién era yo, qué hacía, qué esperaba. Pero no encontré más que una
luminosidad vacía, una confusión en reposo.
En todo el
tiempo que permanecí allí no hice otra cosa que recordar aquella última visita
a la casa de mis padres. Estaba parado en la quinta, mirando las gallinas, los
árboles frutales quemados por la helada, el muro de ladrillos, la enredadera,
los almácigos, la casa marcada de pequeños trabajos, de preocupaciones diarias,
la huella de todo eso en la tierra, en las ramas, en las paredes. Y me
preguntaba cómo recordaría esas cosas en un tiempo, un año, dos. Qué quedaría
en mí y qué lograría conservar sino un recuerdo vago, una idea, casi nada. Me
pregunté de qué me valía la conciencia que tenía en ese momento de todo eso.
Recordaría tal vez un jardín donde había tenido conciencia, donde había
intentado tener conciencia. Y ese día se confundiría con otros anteriores, ese
cielo con otros, las ideas de entonces se borrarían, yo sólo retendría la vaga
sensación de haber estado allí, frente a las gallinas, a los gorriones. Me pasé
horas sentado en el patio, sin moverme, sabiendo que no serviría de nada. Y
aquella noche jugué a las cartas con mi padre. Tampoco esa vez hablamos, nunca
hablábamos. Nos comunicábamos a través de cosas como ésa. A él le gustaba jugar
conmigo. Era una forma de tenerme cerca, de recuperarme.
Estaba atento a
su juego, ponía empeño. Yo lo miraba, trataba de grabarme esa imagen como por
la tarde había tratado de grabarme la imagen del jardín.
Tenía todavía
presente la forma temerosa en que el día anterior, al volver a verme después de
cuatro meses, me había puesto la mano sobre el hombro y me había golpeado tres,
cuatro veces, toscamente, como si no supiese qué hacer, como si no encontrase
la forma de exteriorizar su alegría y de tocarme. Me pregunté si no sería ésa
la última vez que nos veíamos. Y aun siendo así sabía que no hubiese encontrado
qué decirle. Miraba su cabeza, miraba mis cartas. Mi padre me decía:
"Dale, te toca a vos". Mi madre estaba en la cocina, lavando los
platos de la cena. Afuera, del otro lado, había cosas que conocía. El silencio,
los perros, las calles arboladas, los faroles, un pueblo donde había pasado
parte de mi infancia y no había sido feliz. Mi padre repetía: "Dale".
Yo me preguntaba: ¿Cuántas veces volveremos a vernos todavía? Advertía lo
distante que estuve de ellos desde que me había escapado de esa casa, la
resignación con que habían aceptado esa realidad, el silencio que había reinado
entre nosotros durante todos esos años, la alegría furtiva que traían mis
visitas, empañadas también ellas por la sombra de mi próxima partida. Miraba
las paredes que, de vez en cuando, entre un viaje y otro, encontraba de color
diferente. el retrato de casamiento de mis padres, el paisaje marino que yo
había pintado a los trece años, los cuadritos que mi hermana se encargaba de
comprar y que a veces renovaba, la heladera, una adquisición bastante reciente,
el baño azulejado, con pileta nueva, la ampliación del corredor hacia el
jardín. Todas cosas que habían ocurrido sin que me enterara, que significaban
cambios, tal vez luchas, preocupaciones, discusiones. Hacía años que estaba
ausente, no sabía nada de esa casa. Mi padre se impacientaba: "Y
dale". Yo dejaba caer las cartas al azar, fingiendo lamentar las malas
jugadas. Hubiese querido tener cosas que decir, hubiese querido recuperar todo
ese tiempo. Desde la cocina mi madre preguntaba si queríamos café. ¿Se dirigía
a mí? Tenía la sensación de que no era conmigo con quien estaban jugando a las
cartas, de que no era a mí a quien servían cuando me sentaba a la mesa, sino
aquel otro que se había ido hacía tiempo y en cuya representación yo aparecía
de vez en cuando. Me sentí un extraño, un ladrón, y se me llenó la boca con
gusto a muerte. Mi padre mezclaba las cartas, me empujaba a seguir, estaba
contento.
Yo volvía a
mirar esas mandíbulas fuertes, esa nariz tan igual a la mía. Me preguntaba:
¿Qué puedo hacer por él? ¿Trato de ganarle? ¿Lo dejo ganar? No se me ocurría
otra cosa.
*De Antonio
Dal Masetto.
-Fragmento del
capítulo cinco de "Siete de Oro".
Pájaro*
Mirando a
través de la ventana de mi departamento veo un pájaro cruzando el cielo de la
ciudad. Entonces acude el recuerdo impreciso de cierta vez en que yo también
anduve por el aire y creí sentir cómo era ser pájaro. Sé que en aquella
experiencia hubo también un dolor. Un dolor pequeño, como el pinchazo de una
aguja o de una espina. Aunque no consigo saber con exactitud qué oculta esa
sombra todavía desdibujada en la memoria. No puedo precisar cuándo fue, dónde
fue. Continúo en la ventana, otro pájaro pasa por encima de los edificios. Y
otro más. Y yo sigo sin lograr recuperar. Después, poco a poco, la bruma que
oculta los detalles del recuerdo se diluye y entonces puedo comenzar a ver.
Había llegado a una pequeña ciudad, lejos, y después de andar arriba y abajo
por sus calles empedradas tomé el funicular que iba desde la base a la cumbre
del cerro. Estaba parado dentro de un canasto metálico, la baranda me llegaba a
la cintura y era como estar en un balcón circular suspendido sobre el mundo. Me
desplazaba hacia la cima y a los pies del cerro iban quedando los techos rojos
apiñados y más allá había un valle con un largo camino recto y algunos autos
que lo recorrían como hormigas.
Debajo de mí
desfilaba la pendiente abrupta, rocas, arbustos y árboles.
También pasó
una capilla, perdida en el bosque, con su campana y las tejas del techo
destrozadas. Entonces fue cuando pensé en aquello de ser pájaro.
Deslizarse en
silencio por el aire, solo, sereno, apenas unos metros por encima de las copas
de los árboles, indagando, descubriendo algunos nidos ocultos entre las últimas
ramas. Así, me dije, era como se verían siempre las cosas si uno fuera pájaro.
Seguía subiendo y me sentía bien. Cada vez más alto. Permanecía atento,
disfrutaba, registraba, absorbía, devoraba, era todo ojos y sensibilidad
alerta. El trayecto hasta la cumbre era largo, tenía tiempo por delante. De
todos modos, junto con el placer, no podía evitar que que me acompañara la
sombra y la pena anticipada de saber que a medida que seguía elevándome,
también me acercaba al final del recorrido.
Entonces algo
vino en mi ayuda. Ocurrió un milagro. Hubo un desperfecto o un corte de
energía, vaya a saber. Lo cierto fue que la maquinaria que me transportaba por
el aire y me convertía momentáneamente en pájaro se detuvo.
Me di vuelta
hacia la cima y vi la doble hilera de canastos detenidos, los que iban y los que
venían, y en uno de ellos una figura. Estaba lejos, aunque podía adivinar que
se trataba de una mujer. Éramos los únicos pasajeros. Los canastos oscilaban un
poco por el viento. Yo la miraba y me parecía que ella también me miraba.
Estuve a punto de levantar una mano para saludarla, pero no lo hice.
Permanecimos así, solos allá arriba, ella, yo y el sol, en el silencio de la
montaña.
Al cabo de un
buen rato, sorpresivamente, sin que nada lo anunciara, comenzamos a movernos.
Nos fuimos acercando y cuando su imagen se definió y la tuve frente a mí, vi
que era la criatura más hermosa con que me había cruzado nunca. Vi también que
sus ojos, que efectivamente no cesaban de mirarme, estaban llenos de promesas.
Y después, mientras yo seguía hacia la cima y ella bajaba hacia el valle y su
cara se borraba para siempre en la gran luz de la tarde, supe que estaba
súbitamente enamorado y que en mi vuelo inaugural como pájaro, la vida acababa
de herirme con un desconcierto nuevo.
*De Antonio
Dal Masetto.
-Fuente: contratapa
de Página/12.
Mariposa*
El hombre ha
estado caminando al azar durante horas por las calles de la ciudad. ¿Qué lo
atormenta? Su pesar tiene un nombre. Nombre de mujer. En este hombre que camina
y camina hay algo irresuelto con respecto a esa mujer. Debe tomar una
determinación. No es una determinación que vaya a modificar nada, todo está ya
definido desde hace un tiempo, los hechos no cambiarán, no depende de su
voluntad. Es en sí mismo donde el hombre debe resolver ese algo, dentro de sí,
hacia adentro. Tal vez simplemente se trate de aceptar. Nada más que eso:
aceptar. Pero no es fácil.
Regresa al
edificio donde vive y al mirarse en el espejo del ascensor descubre que tiene
una mariposa posada sobre el hombro izquierdo. Son las ocho de la noche, lo
sabe porque acaba de mirar el reloj. Mientras el ascensor sube hasta el sexto
la mariposa trepa por el cuello y el pelo del hombre y va a colocarse en la
parte superior de su oreja izquierda. Al llegar al sexto, al hombre le cuesta
apartarse del espejo y cuando se decide lo hace con cuidado, como alguien que
lleva una carga preciosa. ¿Se lo imaginan recorriendo el pasillo hasta la
puerta de su departamento con la mariposa en la oreja? ¿Pueden verlo caminando
con el cuello rígido, sorprendido, complacido, extrañamente gratificado?
Va directamente
a pararse frente al espejo del living. La mariposa sigue ahí. El nombre de la
mujer que lo acompañó durante todo el día, la imagen de la mujer, se mezclan
con esta presencia de la mariposa.
El hombre escucha
los mensajes del contestador telefónico, levanta una persiana, calienta café.
Ahora, con la mariposa en la oreja, todo gesto rutinario adquiere un color y un
peso nuevos. De tanto en tanto vuelve al espejo. Juega a pensar que la mariposa
lo eligió, ¿pero para qué? En una de las idas a la cocina la mariposa abandona
la oreja, emprende un vuelo breve y va a pararse dentro de la pileta, sobre el
aro metálico del desagote. Tal vez busque agua. El hombre hace que una gota se
deslice hacia ella. Parecería que efectivamente la mariposa acepta el agua.
Después se desplaza por el fondo de la pileta, intenta subir por una de las
paredes, cae y queda echada de costado. El hombre la endereza y la mariposa
vuelve a derrumbarse. Quizá se esté muriendo. Quizá vino acá a morir. Son las
9.40.
En la cocina,
en una ventanita alta, hay dos macetas con plantas. El hombre toma suavemente a
la mariposa de las alas y, estirándose, la coloca contra un tallo. La mariposa
se prende, trepa. Se desliza por el lado inferior de una hoja, se detiene y
queda colgada con las alas hacia abajo. El hombre se queda un rato observándola
y después continúa haciendo sus cosas. A las 10.30, cena. A las once enciende
el televisor durante diez minutos y lo apaga. Cerca de la medianoche se desata una
tormenta. Llueve, sopla el viento y al mirar por la ventana el hombre tiene la
impresión de que la ciudad acaba de inundarse. Quizá la mariposa lo buscó para
escapar de la tormenta. A las dos se acuesta. Se duerme rápido pero se
despierta apenas pasadas las tres y va a la cocina. La mariposa no volvió a
moverse. Durante el resto de la noche el hombre se acuesta y se levanta varias
veces. Amanece y la mariposa permanece colgada de la misma hoja. ¿Sigue viva o
estará muerta? ¿Habrá realmente venido a morir acá, en su casa?
El hombre
inicia su vida de cada mañana. Desayuna con una taza grande de café y le echa
una mirada al diario que le dejan delante de la puerta. La tormenta pasó y
amaneció con sol. Alrededor de las 9.30, al ir una vez más a la cocina, se encuentra
con una sorpresa: la mariposa cambió de lugar. Ya no está colgada como toda la
noche, sino parada sobre una hoja, otra hoja. Ahora, alta contra el resplandor
del cielo, los colores de sus alas resaltan. Son anaranjadas, con manchas
azules y pequeñas pintas oscuras. También las antenas se distinguen nítidas y
sensibles en el contraluz. Las idas y vueltas del hombre se reanudan. La
mariposa es un pequeño faro en su mañana. También es un interrogante, una
esfinge mínima en la ventana de su cocina.
A las diez
descubre que otra vez cambió de ubicación. Lo mismo a las 10.30, a las once, a
las 11.30 y a las doce, aunque nunca logra sorprenderla en movimiento. A las
12.30 la mariposa no está. Después la descubre aleteando en la parte baja del
vidrio. El hombre se queda ahí, viéndola revolotear contra la claridad. Hay
algo que debe hacer, pero no está seguro, en él vive una contradicción, la
misma que lo acompañó la jornada anterior, durante tantas jornadas anteriores a
ésa, mientras caminaba con el nombre de la mujer martillándole la cabeza. Tarda
en decidirse. Le cuesta. Le cuesta mucho. Por fin se sube a una silla, toma a
la mariposa de las alas, abre la ventana y la lanza hacia afuera. Ve cómo se
desvanece rápido en la luz del cielo y la imagen le provoca un sentimiento de
pérdida al mismo tiempo que una felicidad breve. Todavía se pregunta: ¿hice lo
correcto abriendo la ventana? ¿Debería haberla retenido un poco más? ¿Hice bien
en dejarla partir de mí definitivamente?
*De Antonio
Dal Masetto.
-De Señores
más señoras.
Platito*
Parece que la
crisis de pareja alcanzó niveles sin antecedentes y todo haría suponer que va
en camino de agravarse. Tengo una clara señal del problema esta tarde, cuando
me siento en una confitería y en la mesa vecina hay seis señoras tomando el té.
Lindas señoras. Un ramillete de bonitas señoras.
Hablan en voz
alta así que no puedo evitar escuchar la conversación. Más que hablar se
quejan. Son voces acongojadas que terminan en llanto. Y la frase que aparece
todo el tiempo es:
-Ya no hay
hombres.
Cada una expone
su drama, la última relación, la mala suerte, la indiferencia, el egoísmo y las
canalladas del fulano. Se lamentan por los fracasos pasados y se lamentan por
la imposibilidad de establecer una nueva pareja. Probaron de todo: retomaron
los estudios en la universidad, recorrieron los boliches de moda, acudieron a
las academias de tango y de salsa. No les queda nada por intentar.
-Ya no hay
hombres -repiten.
Lloran. Las
lágrimas no se deslizan por las mejillas, sino que salen disparadas de los ojos
como de un surtidor y van a caer en las tazas de té.
En realidad son
cinco las que se quejan y lloran. La sexta permaneció callada todo el tiempo.
Es una morena delgada y de expresión serena.
-Chicas,
chicas, paren la mano -interviene finalmente la morena delgada-. Están haciendo
mal las cosas, ustedes tienen una visión errada del tema; la ciudad está llena
de hombres y la mayoría disponibles. Los hombres están donde estuvieron
siempre, solamente hay que saber atraerlos. Hace muchos años, pero muchos, que
prácticamente no paso un día y una noche sola, y les puedo asegurar que cambié
y cambio muchos compañeros, se va uno y aparece otro.
-¿Cómo hacés?
-preguntan las otras secándose los ojos con las servilletas.
-Presten
atención que les paso la receta. Como primera medida, siempre tengo un cartón
de leche en la heladera. Apenas quedo sola, quiero decir cuando el último
hombre que pasó por mi casa acaba de partir, saco la leche y pongo a entibiar
un poco. Luego la vuelco en un platito. Utilizo un lindo platito, de ésos con
flores esmaltadas. Agrego una cucharada de azúcar y revuelvo.
Después
entreabro la puerta y coloco el platito cerca de la entrada, del lado de
adentro. A la manija le ato un piolín que mediante un dispositivo muy sencillo
cerrará la puerta apenas le pegue un tironcito. Y me pongo a esperar. Nunca
tengo que esperar demasiado. En cualquier momento uno asoma la cabeza, descubre
la leche tibia, entra con pasos cautelosos y se pone a lamer. En ese momento
tiro del piolín, la puerta se cierra y una vez que está adentro, listo. Te
pueden tocar gordos, flacos, jóvenes, maduros.
Algunos vienen
lastimados, otros son un poco ariscos. Yo les tengo cariño a todos. Lo que
quiero transmitirles, chicas queridas, es que la ciudad está llena de tipos
necesitados de que le rasquen un poco la cabecita y le hagan unos mimos. Pongan
en práctica mi método y nunca más van a dormir solas. No es que les vayan a
durar para siempre. Algunos se van solos después de un tiempo, a otros hay que
llevarlos del brazo para invitarlos a salir por la puerta por la que entraron.
Y después de nuevo a calentar la lechita.
-Ya mismo corro
a casa a fijarme si me queda leche en la heladera y si no me voy al
supermercado -dice una.
-Yo también
-dicen las otras. Pagan, salen, las miro despedirse en la vereda con besos
apresurados y partir veloces en distintas direcciones. Me quedo pensando que el
método seguramente se difundirá y dentro de no mucho tiempo la ciudad brindará
a los desangelados caballeros que la transitan la posibilidad de cientos, de
miles de puertas entreabiertas con el plato de leche esperando un poco más allá
del umbral.
*De Antonio
Dal Masetto.
-Fuente:
contratapa de Página/12
***
InvenTREN
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
JOSE RAMÓN SOJO.
ÁLVAREZ DE TOLEDO. POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
PARADA KM 79
ENRIQUE FYNN. PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.