miércoles, enero 20, 2016

AUNQUE EL DECIR ABRA LAS VIEJAS FLORES EN EL PECHO…

-Tapa de Claudine y la casa de piedra, Ediciones del Dock,  Buenos Aires, 2015










De harinas y de aromas*


(Para esa mujer, mi madre)



-Cuando mi madre habla de zapallos,
de mazapán, de ollas, de manzanas,
todo se enciende en sus ojitos grises.
Por eso a veces,
le pido que me diga
cómo debo elegir las berenjenas.
“¿Las más sabrosas?”, pregunta, agradecida,
“¡Las de cáscara negra, las pequeñas!”
Ella habla largo
de harinas y de aromas.
(inagotable mujer entre fulgores)
Y luego vuelvo a preguntarle todo,
acerca del perejil, del pan
o de la albahaca.
Lo hago, en verdad, de puro gusto,
para encenderla toda, para que arda.
Porque me gusta ver
cómo se enciende,
por el gusto, nomás, de que me cuente.



*De Silvia Arazi  silviarazi@hotmail.com
*Poema incluido en Claudine y la casa de piedra, Ediciones del Dock,  Buenos Aires, 2015


-Silvia Arazi nació en Buenos Aires.  Es novelista, poeta, cantante y actriz. Estudió Historia del Arte en la UBA y Canto Lírico en el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón.  Como cantante abordó el género lírico y la música popular interpretando ópera, música de cámara así como gospel, canción francesa y latinoamericana. Su  libro de relatos “Qué temprano anochece” (Ed. Galerna) fue premiado en España con el premio Julio Cortázar de Narrativa Breve.  Publicó  las novelas “La música del Adiós” (Ed. Galerna) y “La maestra de canto” (Ed. Sudamericana) siendo esta última  traducida al alemán y al holandés y llevada al cine en el año 2013 dirigida por Ariel Broitman.  “La medianera” (una novelita haiku) (Ed. Interzona) recibió el Segundo Premio en poesía otorgado por el Fondo Nacional de las Artes con un jurado integrado por Arturo Carrera, Tamara Kamenszain y Damián Ríos.  Ediciones Del Dock (colección El Pez Náufrago) publicó recientemente su libro de poesía “Claudine y la casa de piedra”. Realiza recitales de poesía en Argentina y Uruguay difundiendo grandes voces de la poesía latinoamericana. Actualmente reside en Colonia del Sacramento, Uruguay.







AUNQUE EL DECIR ABRA LAS VIEJAS FLORES EN EL PECHO…









ALHUCEMAS*

(Mi abuela les llamaba así, se conocen también por Lavandas)



No sueñes con abejas de miel. Dulcismos hilos. Fruta partida.
Aguijón en la piel. Intoxica. Perturba. Trastorna sus ventanas.
Una mujer sueña que no es sueño su sueño.
El temblor de sus pechos no es su aliento. Es una lengua oscura.
Víboras. Serpentario. Arenas movedizas.
Se envuelven en sus muslos de amapola y nácar.
¡No despiertes, no! Viene el soplo del viento norte. Ardiendo.
Musita en su oído. Portador del fuego. Animal de pasión silenciosa.

No sueñes, extranjero. Hay tinieblas. Incertidumbres que te nombran.
Ella se ondula lentamente, como el día en la noche.
Dios sonríe con sorna. Afuera las máscaras desfilan.
El hombre guarda en un morral de cuero un sanguche barato.
La muchacha con glúteos murmurantes de silicio y oxigeno.
La puta de la esquina mira con ojos puros la codicia de los gavilanes.
El hombre del sombrero (¿Mi padre?) esconde en él, el miedo y la impudicia.

No sueñes con abejas de miel. A veces los sueños son ácaros dormidos.
Sueña. Besos de niebla. Y la espiga y el ojo en tu frente y el espejo curvo.
Sueña que no es sueño, una anciana y el perfume a lavanda y tu rostro en su falda.
El perfume a lavanda y su falda.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar












COMO EL ORO*




*De Flavia Pantanelli.


Tiene las piernas acalambradas de sostener la pala entre las rodillas, única forma que encontró de llevarla sin molestar a nadie en el poco espacio de ese micro que va
para las sierras. En cada curva pronunciada las aprieta con fuerza la pala ya se le cayó dos veces sobre los pies del hombre que duerme sentado al lado suyo. Pasa un dedo por el mango, la yema toca la cabeza del tornillo que afirma la empuñadura de hierro a la madera, juega con la uña en la muesca del tornillo. No puede dejar de pensar en las dos, tres cosas que le vuelven a la cabeza con la insistencia de una rumia: Si habrá intrusos en la casa, si seguirá en pie la higuera. Ve por la ventanilla el cartel de chapa que dice Bienvenidos a Valle Hermoso, perforado por el óxido, torcido por el viento, que se mantiene parado gracias al piquillín que creció, guacho, justo atrás. Hace años que no vuelve por la zona. Encuentra todo cambiado, por momentos no reconoce nada. Pero prefiere así. No es que quiera encontrar todo igual. Las cosas que se mantuvieron sin cambios, después de todo este tiempo, no hacen más que traerle una tristeza gris, como de muerte. Es la época de seca, la montaña está de un verde apagado, exhausto, que parece más exhausto todavía contrastado con el violeta enfático del cielo a esa hora de la mañana. Nunca más volvió a la casa, ni le interesó nunca nada de esta parte del mundo. Sin embargo, desde que Ernesto le dijo que los trasladan a Guadalajara, que no hace más que pensar en aquellos días en que Marcela bajaba de la higuera, la tarde en que le regaló su vincha dorada y que fue el inicio de todo.
La ruta hace una curva cerrada, a la derecha, y en subida. Ema aprieta las piernas. En dos semanas tiene que entregar el departamento, no se lleva nada. Una amiga se encargó de la venta de los muebles, todas las cosas. Empezar de nuevo, dijo Ernesto. El hombre que duerme en el asiento de al lado se apoya sobre su hombro, un hilo de baba le moja la mejilla y ella siente esa baba humedeciéndole la remera. Ernesto hace cuatro días que viajó, ya, para tomar el cargo. No lo escucha bien en el teléfono. Empezar de nuevo pisando los cincuenta, dice, empezar casi de cero y en Guadalajara. A ella eso no la asusta. Ella sabe empezar de nuevo, cuantas veces haga falta. No le asusta Guadalajara ni la falta de trabajo ni va a extrañar nada. Mira al hombre que duerme en el asiento a cada giro, a cada curva la cabeza le bambolea, su cuerpo se inclina para un lado y para el otro pero no se despierta. Ella durmió un rato, entre Rosario y Cañada de Gómez. Se despertó con desasosiego, y pensando en Marcela.
Desde que sabe de lo de Guadalajara que no deja de soñar con Marcela. Pensar en Marcela es también pensar en los pollos, la guerra de caquis, y la noche aquella, con Paulina bajo la tormenta. Pensar en Marcela es pensar, también, en su nombre y en la vincha dorada.
Trató de hacer el viaje lo más parecido posible a aquel otro, de hace tantos años. Igual, igual, no pudo ser. Porque aquel otro fue en tren, la trochita, que ya no funciona.
Aquel primer día, Marcela tenía un vestido liviano. Rosa, cree ahora que era. Sí, era un vestido rosa pálido, con un cierto brillo, como de seda. El pelo suelto, largo, le llegaba casi hasta los tobillos. Ella nunca había visto a alguien con un pelo tan largo, sólo en los dibujos de los cuentos de hadas. Tenía una vincha en la cabeza. Dorada. Con dos perlitas a los costados. Los pies, descalzos, como iba a vérselos siempre. Descalzos y, no obstante, tan blancos. Marcela, arrodillada bajo la higuera del fondo, cavaba con las manos, sin ninguna dificultad, en la tierra seca. Cuando consideró, se ve, que ya había cavado lo suficiente, se sacó la vincha y la puso con cuidado en el fondo de aquel pozo. Esa vincha le pareció a Ema lo más lindo que había visto nunca: dorada, con las perlitas en el costado, se acercó sin decir nada, se arrodilló al lado de Marcela y le ayudó a enterrarla. Agarraba puñados de tierra. Nunca le había parecido tan suave la tierra esa. No tenía ni una piedra, ni una ramita ni nada: una tierra suave, como un plumón, como el pelo de los gatitos, como la suma de todas las cosas lindas que había en el mundo. Agarraba puñados de tierra y la tiraba como una lluvia sobre la vincha dorada y Ema iba viendo como se opacaba su brillo, cómo desaparecía de su vista. Sintió una enorme lástima. Entonces pasó eso: que se la pidió. Abrió la boca y dijo esas tres palabras con las que empezó todo. Marcela la miró. Ojo que los regalos no se devuelven, le dijo. Ella dijo que sí con la cabeza y entonces Marcela, sin dejar de mirarla con sus ojos rosados, tan brillantes, no puede dejar de recordar cuánto le brillaban, agarró la vincha y se la dio en la mano. Me llamo Marcela, dijo. Ema se acomodó la vincha y le dijo su nombre, pero no Ema, que es el que usa ahora, le dijo su verdadero nombre, como la llamaban todos en aquel entonces, aunque a ella lo odiaba. Le parecía antiguo, difícil, raro. Nadie que conociera se llamaba así. Todas se llamaban de otro modo, Ana, María, Alicia. Se llamaban de cualquier modo, pero ninguna así, como ell. Marcela sonrió y dijo: como el oro. Como el oro, ¿qué? Preguntó Ema. Tu nombre. Tu nombre quiere decir Como el oro, contestó Marcela y le acomodó mejor la vincha dorada sobre la frente.
Unos metros después de que el micro pase por la estación de tren abandonada y frente al paredón del cementerio, Ema se levanta de su asiento, se cuelga el bolso del hombro. Agarra la pala y se para cerca de la puerta. Le avisa al chofer que se baja en la próxima parada. El colectivo frena, ella baja con dificultad, tropieza con el bolso, la cartera, arrastra la pala. Antes de volver a cerrar la puerta el chofer le guiña un ojo y le pregunta, poniendo voz de suspenso: Epa, doña, ¿A quién va a sepultar con esa pala? Ella estira los labios en un intento de sonrisa, gira sobre sus pies y sale de la ruta. El micro arranca, llena el aire de polvo, de humo negro del escape. Hace unos pasos más y entra en una calle ancha, de tierra, muy empinada. Camina lento, conteniendo el peso del cuerpo. Hace cuarenta y cinco años que hizo ese mismo viaje, en el tren de la trochita y en sentido contrario, con la valija de cartón en que Paulina había puesto sus cosas, tres bombachas, seis pares de medias, dos camisetas, el oso. Cada dos pasos se enganchaba los zapatos con el ruedo del jumper largo casi hasta los tobillos, como querían las monjas. Caminaba con cuidado, trataba de no arruinarlos en la bosta, en el barro.
Respira hondo. Mira hacia las montañas. Siente que se le vienen encima, que si llegaran a descolgarse de eso que las sostiene, podrían aplastarla. Le parece que ellas mismas están aplastadas o pegadas contra el violeta del cielo a esa hora de la mañana. Fija la vista en las montañas y trata de no pensar más que en los pies. Hay olor a zorrino o a ruda. Escucha rebuznos y el canto de un gallo. Avanza por ese camino ancho, de pedregullo y tierra, que bordea la vía muerta.
La locomotora sacaba un humo grueso por la chimenea y ella, desde la ventanilla, vio a Paulina alejarse con sus alpargatas blancas. Ya se habían despedido y ahora caminaba derecho, al costado de la vía, hacia el valle. El tren arrancó y Ema, a través de la nube de chispas de carbón, la siguió mirando, el tren avanzaba y ella se inclinó en el asiento y sacó la cabeza por la ventana. Y los brazos. Y medio cuerpo. Y las chispas de carbón revoloteaban en el aire, negras las apagadas, fulgurantes las prendidas fuego, revoloteaban como sin peso o como no pudiendo encontrar su lugar. Sacaba medio cuerpo a esa lluvia de chispas para seguir viendo a Paulina un poco más hasta que se hizo tan chiquita que ya no pudo distinguirla: Paulina caminaba, derecha hacia el valle, siempre para adelante, ya se había despedido y no se dio vuelta ni siquiera una vez. Un kilómetro más abajo, la calle hace una curva a la derecha. En el silencio absoluto de ese rincón del mundo, lo único que se oye son sus pies, hundiéndose en esa arena suave. Dobla en la curva y de repente está ante la pirca de la casa.
Podría abrir el portón con un dedo, ya que el candado y el pasador, como cualquier otra cosa que haya sido de metal, han sido saqueados. Pero prefiere hacer como antes: mete el pie, se agarra de la base de cemento donde estuvo una vez la campana de bronce y con un poco de esfuerzo, trepa la pirca. Ahora, los agujeros donde estaban las ventanas de la casa dejan ver el esqueleto interno. Así, arrancadas, las ventanas son como bocas sin dientes, luxadas o, también, como agujeros de una calavera. No sería feo el espectáculo, incluso tiene algo infantil, como de casa de muñecas, de esas que permiten ver todos los ambientes, con sus mueblecitos y sus adornos, e imaginar mientras se juega, el funcionamiento cotidiano de una familia, fantasear con una vida como la de cualquiera. No sería feo el espectáculo, entonces, si esas bocas desdentadas, esos orificios desquiciados no mostraran obscenamente las entrañas descompuestas de lo que alguna vez fue su infancia. El cemento de la veredita que rodea la construcción se conserva, en cambio, casi intacto. Camina todo alrededor, copiando el dibujo de esa casa que se fue haciendo con el tiempo, agregando, acá y allá, una pieza, un baño. El resultado fue ese conjunto de piezas en diferentes ángulos, ventanas de las más diversas procedencias, algunas de madera, otras de chapa, igualadas por la mano de pintura que se les daba cada otoño. La veredita va y viene, entra y sale, se dobla y retuerce, parece que va a la izquierda pero sigue de largo y después gira a la derecha, hasta el pino que ya no está y siempre en ángulos rectos, se arrepiente, se desdice y al final pega toda la vuelta. Como la vida, dice Ema y se da cuenta de que habló en voz alta. A la altura de lo que fue el baño, tiene que dejar la vereda y bajar a los yuyos porque el tanque de agua se desmoronó justo ahí y, partido en cuatro, interrumpe el paso. Esconde el bolso y la cartera debajo de un pedazo del tanque. Agarra mejor la pala y camina. No llega a hacer ni cinco metros que una punzada en el tobillo la hace detenerse. Un abrojo, verde, pinchudo, le perfora la piel a través de la media, y le sale sangre. Una manchita roja, después marrón, en la media blanca. Quiere arrancárselo, lo agarra rápido pero lo único que consigue es clavárselo en los dedos, tan delgada que tiene la piel de las manos. Delgada, blanca, con algunas manchas, más oscuras o más claras. Una gota de sangre empieza a crecer en medio de la yema del pulgar. Otra en el índice. Duele. Se chupa los dedos y la boca se le llena del gusto metálico de la propia sangre. Deja caer sobre la yema del dedo un poco de saliva. El sol se refleja en las burbujas de saliva, grandes, chicas, y produce colores, miles de colores, aceitosos, esmerilados. Un caleidoscopio en la saliva en su dedo. Si lo mueve, el espectro de las burbujas cambia de tono. Mueve el dedo para un lado y para otro, y todo cambia de color y se siente otra vez, por virtud de ese juego, un poco nena. Después se agacha, y se pasa el dedo con la saliva por el arañazo del tobillo, se lo limpia y sigue caminando despacio, con cuidado. Por los cardos. Por los abrojos.
A través del agujero donde estuvo la ventana ve las ruinas de la cocina donde Paulina lavaba la ropa, cortaba las chauchas, hervía la sopa. Paulina parecía callada pero hablaba todo el día. En voz baja, para nadie. El jardín está lleno de panaderos. Levanta uno, pide un deseo, sopla. Lo ve alejarse desmenuzado contra el azul imposible del cielo. Como antes, piensa aunque no queda nada del gozo, de la alegría de antes. Eso no. Paulina, con su trenza larga en la espalda y sus amuletos de hueso, de plata, trabajaba todo el día en esa cocina, y hablaba sola, para ella misma que era casi lo mismo que para nadie. Hablaba sola como si se repitiera a sí misma las instrucciones para funcionar. Ella, sentada en la sillita de paja, comía pan con manteca y cada tanto se acomodaba la vincha que le había regalado Marcela y la miraba trabajar, veía mover esas patas flacas, negras como de pájaro, la cintura torcida, la cara de india con el pelo negro en la trenza larga, gruesa como su brazo. Piensa en la vincha y se encuentra pasándose una mano por el pelo. Antes lo tenía largo. Largo y salvaje, sostenido por la vincha. Después vinieron las trenzas. Era una vincha, no llegaba a corona, dorada con dos perlas al costado. Tenía el pelo tan largo. Tan largo y tan salvaje aunque no como Marcela. Después vinieron las trenzas. Ella comía el pan con manteca sentada en la sillita de paja de la cocina, Marcela, en cambio, no estaba nunca sentada; jugaba a la rayuela o saltaba a la cuerda, o entraba y salía por la ventana, siempre descalza, con su mirada rosa. Los días de lluvia Marcela no venía y ella, entonces dibujaba en papeles blancos, tirada en el piso de la cocina. Paulina, dijo ella una mañana de lluvia, comiendo su pan con manteca, mirá, dibujé a Marcela. Ajá, dijo Paulina. Ella tenía cinco años, estaba sentada en la sillita de paja. Repitió, Paulina mirá, esta es Marcela, Paulina dijo ajá, le dio otro pedazo de pan con manteca y siguió lavando. Ella se acomodó la vincha, se puso el pan en la boca y siguió dibujando: Marcela con vestido rosa, Marcela con vestido verde, sus ojos rosas, sus pies descalzos, bajando de la higuera, saltando por la ventana.
Cruza los brazos en el alfeizar y apoya la cabeza como en un nido. Cuántas veces hizo lo que está por hacer, piensa. Siempre a escondidas, para que no la reten. Marcela, en cambio, entraba y salía por esa ventana. Todos los días. Solamente por ahí. Nadie la veía, nunca nadie parecía verla ni notar las cosas que hacía, que decía. Nunca nadie la retaba. A ella sí. Guay que la vieran trepando a las ventanas. Guay que la vieran robando de la caramelera de la nonna, siempre llena, siempre prohibida. Se aleja de la pared y busca con los ojos, la muesca. Ahí está. Es apenas una irregularidad, un ladrillo mal colocado, o tal vez defectuoso, un poco más ancho que lo normal. Está ahí. La muesca en la pared sigue ahí. Calza mejor el pie. Hace fuerza. El pie se zafa y golpea contra el piso, plano. La rodilla se resiente y la cadera recibe el cimbronazo. Se arremanga un poco la remera, se acomoda el pantalón. Vuelve a meter la punta de la zapatilla, pero ahora tiene la precaución de apoyar las manos, abiertas, enfrentadas, sobre el alfeizar. Los dedos para adentro, los codos muy agudos, para afuera, como alas: parezco una gallina, dice en voz alta y se ríe, y se acuerda en el terreno de atrás, espantando con Marcela los pollos cuando el nonno les tiraba el último maíz a la nochecita. Ellas no podían resistirse, veían todas esas bolas emplumadas, concentradas en medio del jardín, a esa hora oscura en que el pasto parece casi negro y los pollos resaltaban con su blancura luminosa. Corrían hacia la maraña de patas, de crestas, gritando, agitando los brazos, y los pollos piaban y sacudían las alas, aleteaban y algunos intentaban un vuelo corto y entonces el jardín se llenaba de plumones suaves, de los cientos de pollos, que caían como nieve mientras los últimos rayos de luz se acostaban en las montañas, allá enfrente, y una luna blanca, transparente, empezaba a llenarse de amarillo.
Apoya la pala en el alfeizar de la ventana, paralela al marco, y hace fuerza con los brazos y entonces, sí, ya está arriba. Se sienta a caballito, una pierna del lado de afuera, la otra del lado de adentro. Mira el jardín desde ahí. Un pajonal que no le dice nada. Del otro lado, la calle polvorosa y más allá, detrás de los platanos, la vía muerta, por la que pasaba cada tarde el tren de la piedra, con esas moles arrancadas a las canteras, piedra de nada, brillando al sol como diamantes, viajando al sur, forraje de casas y edificios de buenos aires. Cada tanto asoma, entre los plátanos una columna oxidada que, como todas, está ametrallada de perdigones. Pega un salto y cae sobre las baldosas de la cocina. Adentro está fresco, por la sombra. Se pasa las manos por los brazos, tiene un poco de piel de gallina. Hay olor a cosas descompuestas. A rata. No ve ratas pero las huele. Huele el orin fuerte de rata, de murciélago, que deben hacer de ese esqueleto destripado que es ahora la casa, una fiesta.
Un caño de plomo, tronchado, sale de la pared a la altura de donde estaban las canillas. Del techo quedan solo algunos tirantes, podridos, interrumpidos, llenos de líquenes blancos, anaranjados. La luz entra a manchones, por los agujeros del techo. Ahora, en medio de esa cocina, creció un caqui. Hunde las raíces en el piso. Ema cuenta dos más. La geometría de esas baldosas en damero se distorsiona por imperio de estos caquis, que, como vaticinaba la nonna, fueron avanzando con la pestilencia de sus frutos podridos, de sus moscardones y sus raíces adventicias, hasta colonizarlo todo. Apoya la suela de su zapatilla sobre un fruto. Ve salir esa pulpa viscosa, brillante. Lleva el pie hacia atrás, toma impulso y lo patea con toda su fuerza. Ve cómo se estrella contra la pared, ahí donde estaba la mesa. La fruta se aplasta, queda adherida al revoque un instante, después resbala, como si reptara y deja en la pared una estela anaranjada. Se agacha a agarrar otro caqui, los dedos se hunden en la pulpa podrida, bajo la piel reventada, unos gusanos se remueven, inquietos. Lo suelta con asco, sacude la mano y elige otro, más consistente, se acerca a la ventana y lo tira lejos, hacia la pirca, y después otro al portón de entrada y otro y otro. Y otro más, como en aquella guerra, con Marcela. Fue por la guerra de caquis que le pegó aquella vez el nonno. Le parece escuchar todavía los gritos, la tarde que estropearon con Marcela, a fuerza de caquis, la ropa tendida al sol y la larguísima cortina al crochet que había estado tejiendo la nonna durante todo aquel verano. La última vez que le gritó la nonna, que le pegó el nonno. El ruido de la vara cimbrando el aire, le parece no se lo va a olvidar nunca. Empezó a decir algo, alzó la mano, quiso señalar a Marcela. Pero no pudo, antes de que terminara de pronunciar el nombre de Marcela, otro varazo le había cruzado la pierna, en el sentido contrario. Y otro más y otro más y todavía, antes de tirar la vara al suelo, le dio el último, como por las dudas. Ella no pudo ni protestar, algo en la garganta le dejó de funcionar, no salía la voz, no le pasaba la saliva, no le entraba el aire. Al día siguiente vino por primera vez la Madre Superiora. Elige un caqui más, el más rojo, el más brillante que encuentra, apoya la suela de su zapato encima, y despacio, con todo su peso, lo aplasta por completo contra el piso.
Afuera, algo se mueve. Ramas quebradas, el pasto seco, doblado bajo una pisada, corrido por algún cuerpo. Hay alguien ahí afuera, siente esa presencia. Aprieta con fuerza el mango de la pala. De todos modos, no se imagina alzándola contra un atacante, contra nadie. Ahora, de afuera, solo llega silencio. Espera. En ese rincón el frío es húmedo. Tirita. Más silencio. El ruido viene de adentro: los dientes le castañetean, la sangre le golpea en las muñecas, en el cuello. Tiene la garganta seca, le cuesta tragar. Si al menos le hubiera dicho a alguien donde iba a estar este fin de semana. Presta atención. Solo llega el silencio pero de repente otra vez los pasos. Ahora se arrepiente de no haberle dicho a nadie que se venía dos días a Córdoba. A Ernesto, para que no se preocupe. Ya bastante tiene con lo suyo, solo, empezando de nuevo allá en Guadalajara. Es el único que sabe lo de Córdoba. Ernesto y su analista, nadie más. Para todos ella es Ema, Ema Expósito, o la mujer de Ernesto, el nuevo Ceo de Pemex, o la diseñadora de jardines. Y nada más. Nadie sabe de Córdoba, de los nonnos, del internado, de las monjas. Nadie sabe que su primer nombre quiere decir Como el oro. No escucha ningún ruido, no obstante sabe que algo se mueve allá afuera: un cuerpo que se desplaza, que se hace un lugar entre otros cuerpos: ramas que se quiebran, pasto que se aplasta. Oye un relincho. Después el caballo resuella. Hay alguien más, aunque no se oiga. Ella escucha los metales del cabestro, de la silla. Ernesto y su analista. Nadie más sabe que ella nació acá. El sonido inconfundible de una crin que se sacude. Otra vez, la crin que se sacude, y los ruidos del cabestro. Una herradura golpeando contra la veredita: metal contra piedra. Pasto que se arranca. Resuello. Muelas que trituran. Pasos. Y el golpe del corazón de ella. Botas contra el cemento, un hombre parado en el agujero de la ventana, el corazón de ella a mil. Le sudan las manos. Saca su celular del bolsillo. A quién llamo, piensa, y se da cuenta que con Ernesto en Guadalajara, no tiene a nadie a quién llamar. Bomberos, piensa pero la pantalla del celular dice Sin señal. Lo aprieta fuerte como si en su mano llevara una piedra. Del otro lado de la pared escucha un cierre que se baja y el golpe de un chorro contra la pared, el hombre silba y orina y el ruido de esa orina que cae, o tal vez el miedo, le dan a ellas ganas de orinar. Aprieta el esfínter, retiene, y después, cuando termina el hombre, un ruido tenue, supone ella que se acomoda la ropa y otra vez el cierre, y un escupitajo que suena primero en la garganta rasposa y suena después contra el suelo, pasos otra vez y pasto seco que se aplasta, ruido de metal, ella supone los estribos, y el hombre dice uh, al apoyarse en el apero y vamos, al caballo para que camine y el animal resuella y vamos, digo, dice, pero el ruido de las muelas arrancando pasto, moliendo el verde contra el metal del freno, contra esmalte del diente no cesa , el caballo resuella y otra vez la voz del hombre, su silueta casi en la ventana y el rebencazo. Ella escucha ese sonido seco y algo se le cierra más en el pecho. Un relincho y metales, cueros que se sacuden y cascos golpeando la tierra, el cemento. Otro rebencazo, seco, y a ella el aire que no le pasa. Mañoso, dice el hombre. Otro revuelo de patas, de aperos, metales, y ella recuerda otros golpes, y no embromes más con los pollos, y, ahora sí que te la buscaste, y terminala con esa bendita Marcela. Escucha los cascos que golpean otra vez sobre el pasto y todo el conjunto, como una sola cosa, un monstruo de seis piernas, de dos cabezas, que se despega de la ventana, que se aleja: el caballo, los golpes, el hombre, todo cada vez más lejos, más suave, hundiéndose en el polvo blanco de la calle, metiéndose otra vez en el olvido. Ella respira. Silencio. El viento. Nada. Un benteveo. Después otra vez nada. No se anima a moverse. Escucha. Nada. Tirita de frío. Escucha. El viento, silencio, el viento. Nada.
Recupera la pala y recorre lo que fue la casa. Cinco azulejos verdes es todo lo que queda del baño. El cuarto de los nonnos está a la intemperie, sin techo, la pared desmoronada. En su cuarto han respetado el contramarco del ropero, ahí donde estaba la valija que sacó Paulina la noche que la lluvia hacía ampollas en los charcos. Nada más. Ahí arriba, en aquella pared había un cuadrito: Bienvenidos los que llegan a esta casa. Y allá una foto, todos juntos. La caramelera de la nonna. Siempre llena, siempre prohibida. El bargueño, el juego de té. La biblioteca. Todo está en su cabeza y todo falta. Un encuentro hecho de aire. Un encuentro con la nada y tal vez es lo mejor. Sale al jardín a través de las paredes de atrás que tampoco están. La luz es tan blanca que la deja ciega un momento largo. Cierra los ojos, vuelve a sentir el viento pero ahora es caliente, como un aliento afiebrado, que le mueve el vello fino de la cara, de los brazos, de la nuca. El viento caliente pasa. Lava. Abre los ojos. Cinco pasos más y llega hasta la higuera. El sol pega fuerte, cae a plomo. A partir de la higuera, recuerda, eran tres pasos a la derecha y dos hacia la izquierda. O al revés. Ahora tiene la duda. Igual, no sabe como tomar las distancias, los pasos de antes no son los de ahora. Mira el reloj. Son las tres menos veinte. A esta hora, más o menos, la hora estanca de la siesta, Marcela solía bajar de la higuera justo justo para ver pasar la zorra, con su vaivén de sube y baja, con sus velocidad ridícula. Algunas veces se le aparecía de sorpresa, en alguna vuelta de la veredita, pero por lo general se hacía esperar, y bajaba del árbol despacio, apoyaba un pie, el otro, con cuidado, en el nacimiento de cada rama. A pesar de que cada día llegaba con un vestido distinto, siempre brillantes, nuevos, ella nunca vio a Marcela con zapatos.
Hace algunos cálculos, medio intuitivos. Dos metros así, medio metro asá. Agarra la bolsa negra, rompe el nylon que cubre la pala, la sostiene por la empuñadura, la levanta hasta la cabeza y después la deja caer de punta, en vertical. La pala se clava, casi un quinto de la hoja, en la tierra. Suena el metal al chocar contra una piedra. Hace palanca y remueve pedregullos, mica, arena mezclados con el pastizal amarillento. Un sapo muerto, el cuero reseco. Como un cartón, el sapo, saurio y mineral. Ve ese sapo ahí, aplastado, como la evidencia irrefutable de la muerte, de tantas muertes que habían sido tantas vidas, ahí, en el silencio de todas esas voces que se habían callado para siempre, llevándose las palabras y todo lo que había sido el motor de aquello. El sapo muerto, momificado. Insepulto. La imagen viva de la muerte. De esa y de otras, de todas las muertes que habían sido vida, ahí en aquella casa. Levanta la pala y vuelve a repetir la caída. Y a revolver la tierra. Hace calor. Algunas lombrices gordas, cada tanto, quedan expuestas, desesperadas de sol se retuercen como culebras. La cabeza, los brazos van tomando una temperatura de a poco insoportable, un color de carne viva, también insoportable. Sigue cavando acá y allá un poco al azar, remueve la tierra arenosa, debe hacer meses que no llueve.
Llovía la tarde que vino la Madre Superiora. Ella estaba sentada en la puerta, viendo caer el agua en los charcos, viendo las ampollas que le crecían a los charcos por la lluvia. La mujer paró la Renoleta en el portón de entrada y caminó hasta la campana bajo un paraguas floreado. Paulina la hizo pasar, puso un trapo en el piso para que se limpiara el barro de los zapatos. Paulina llamó a su nonna, que habló dos o tres cosas con la Madre Superiora y después le dijo que la señora había venido de la capital, que iba a hacerle unas preguntas. Paulina le trajo té. Y chipá, y pan con grasa. La Madre Superiora era simpática, tenía la cara redonda y negra, llena de lunares más negros todavía, muy simpática y entradora y se reía todo el tiempo y de todo; entonces ella, después de un rato, se confió. Suelta, como si estuviera en la cocina con Paulina, le dijo de un tirón la tabla del siete y cantó, y como la Madre Superiora se reía y parecía disfrutar de todo eso, se animó y corrió a mostrarle la vincha que Marcela le había dado y los papeles dibujados, con Marcela de rosa y con Marcela de verde, a veces con alas y otras sin alas, bajando de la higuera, saltando a la cuerda, entrando por la ventana. La Madre Superiora le preguntó si ella conocía a alguien así. Y entonces ella le dijo que claro, que era su amiga, le contó como hacía para bajar de la higuera, que nunca usaba zapatos y que le había regalado esa vincha. Cuando la Madre Superiora se fue, era ya noche cerrada, de la cocina venía el olor de la sopa. La Renoleta encendió las luces, seguía lloviendo. El auto arrancó y rompió los charcos que seguían llenos de ampollas.
Ahora que terminó de remover una franja grande de tierra sin encontrar nada, de pronto le llega una idea de muy atrás en el tiempo. Es un recuerdo que se le aparece como un fogonazo y, parada ahí, se siente una tarada. No es esa la higuera. No es. Es otra. Deben haberla plantado después, porque la higuera por donde bajaba Marcela estaba contra el alambrado, donde ahora está el otro cartel, que dice en blanco sobre fondo rojo, Remate. Parada bajo esta higuera que no es, se siente una tonta. Se siente cansada. Tiene las manos llenas de ampollas, los hombros quemados. Y no sabe ahora muy bien qué sentido tiene lo que está haciendo ahí, cuando en Buenos Aires todavía le quedan tantos trámites antes de salir para Guadalajara, cerrar las cuentas del banco, la transferencia del auto, dar la baja en la Impositiva, la despedida que le organizaron las chicas. Las chicas que la quieren tanto, que quieren a Ema Expósito, quieren a la mujer de Ernesto, el nuevo Ceo de Pemex, o quieren a la diseñadora de jardines. La quieren tanto, tanto y no saben nada, que ella nació en esa parte de Córdoba, que verdadero nombre quiere decir Como el oro. Piensa en todo eso, piensa en Ernesto, solo y deprimido en Guadalajara y vuelve a sentir que es una idiotez lo que está haciendo, sin embargo camina hasta el alambre, donde está clavado el otro cartel rojo de Remate y donde en aquel tiempo estaba la higuera. De la higuera no quedan rastros, nada que indique que allí hubo alguna vez algo, ni siquiera una pobre depresión en la tierra, ahí donde el nonno hacía un canal circular, alrededor de las raíces y que le llamaban la palangana. No queda nada, como tampoco queda nada del otro lado de la calle, ni durmientes ni rieles, solo algún cartel perdigonado hasta la muerte, y acá, donde hubo una higuera solo un mar confuso de pastizales secos, de cardos. A su derecha los yuyos se remueven, intranquilos. Una liebre, o un cuis, algo salió espantado. No lo ve. Pero sabe que está. Por la forma de moverse de las flechillas, los cardos, un soplo zigzagueante arriba, una presencia muda abajo. Cree, si se guía por el eucaliptus, que la higuera pudo haber estado más o menos ahí donde se encuentra parada ahora. Levanta la pala y la clava en la tierra. Da contra una piedra y una grieta se abre en la hoja de chapa. Cimbra la hoja, cimbra el mango, tiembla la mano.
Unos días después, no puede decir ahora cuántos, volvió la Madre Superiora, esta vez la acompañaba el cura. Pararon la Renoleta en el mismo lugar que antes. Llovía lo mismo que aquel otro día, pero nadie puso un trapo en el piso y la casa se llenó de barro. Hablaron con los nonnos, sin té ni chipá ni pan con grasa. Ella corrió a verla con sus dibujos y con su vincha pero la Madre Superiora ya no sonreía como antes. El cura le puso la mano en la cabeza y, como al pasar, le sacó vincha de la cabeza. Se quedó un rato mirándola en silencio, después le sonrió y la dejó sobre la silla.
Tarada, se dice. La hoja de la pala mellada, una fisura corre todo alrededor del mango, cómo vas a clavar la pala en la piedra. Le duele la espalda. Levantarla y dejarla caer, se da las indicaciones en voz alta, y se acuerda de Paulina. Levantarla y dejarla caer y hacer palanca con el cuerpo, dice. Bien fuerte. La pala se clava, pero poco porque está arruinada. Hace palanca y vuelve a remover la tierra reseca. El hombro le duele como si tuviera clavada una lanza. A cada palada siente una descarga eléctrica que le baja por el brazo hasta el meñique y el anular. Repite el movimiento seis, siete veces hasta que sale, mezclado con la arena, con el pasto duro, un pedazo de tela blanca. Siente que, entre su pecho y su panza, alguna cosa se detiene. Un silencio, un vacío. El aire no le entra. Ella trata pero no le entra, y le tiemblan un poco las piernas. Es ahí. Es ahí. Cuando se fueron el cura y la madre superiora, los nonnos se quedaron hablando en voz baja. Paulina entró a la pieza, abrió la parte alta del armario, sacó la valija de cartón y ella pudo escuchar que decía, ponerla al sol dos días completos, sacarle el moho, seis pares de medias, tres bombachas, dos camisetas. Cuando se fue, no llovía. Paulina la llevó a la estación. Estación, le decían entonces a ese apeadero que ella llegó a ver desde la ruta. No más que un terraplén de cemento cuarteado y un techo de chapas carcomidas. Ella trataba de seguirle el paso y de no meter los zapatos en el barro, Paulina la subió al tren, levantándola de un brazo. Casi colgaba, Ema de aquel brazo y del otro le colgaba la valija, hasta que hizo pie en el piso metálico, gris oscuro. Recién ahí la soltó. Le tocó, antes, la cabeza y dijo dos, tres palabras, con los ojos cerrados, palabras que ella no pudo comprender, después se dio media vuelta y caminó otra vez hacia el valle, sin volver a mirarla ni una sola vez. Era fines de otoño, todavía no había nevado. Ese invierno no llegó a ver la nieve, ni tampoco los diez años siguientes, porque en la Capital no nieva nunca. Tiene que ser ahí. Clava la pala, hace palanca pero el mango se parte donde se inserta la empuñadura, la tira y sigue escarbando con las manos. Las ampollas de las manos se le revientan, un suero transparente le empapa las palmas. Hunde los dedos en la tierra suelta, llena de piedras, la mica, el mármol. Va abriendo un surco alrededor de ese pedazo de tela, no recuerda ahora si era un mantel, una sábana vieja. Va sacando toda la tierra de alrededor, mete los dedos de punta, las láminas de mica se le meten debajo de las uñas. Duele. No importa. Sangra. No le importa, o no lo siente. Escarba cada vez más rápido, alrededor de ese bulto, hasta que lo hace nacer de ese pozo. Hunde los dedos y arranca del útero de esa tierra un atado del tamaño de sus manos. Apoya el atado en la rodilla. Está húmedo, un nudo de trapos podridos. Lo desenvuelve con cuidado. A medida que lo toca, las telas, los trapos podridos se van desmenuzando. Saca una capa y otra capa, podridas, pestilentes, hasta que al fin aparece. Ahí está. La vincha, un poco oxidada. El sol le pega en el metal dorado, pero no logra hacerla brillar como antes, como ella siempre recordó que brillaba. Es pequeña, apenas más grande que su mano. Paulina cantaba, arrodillada en el pasto y Marcela y ella abrían ese agujero, escarbando con las manos en esa tierra que ahora está tan dura. Ponían la vincha, envuelta en los trapos, entre las raíces de la higuera, debajo de la tormenta. Mira ahora esa vincha de un dorado opaco y lejano y recuerda que con cada puñado de tierra que ella y Paulina tiraban al pozo, Marcela con sus ojos rosados, con su vestido verde, con sus pies eternamente descalzos subía por última vez por las ramas de la higuera hasta que ya no pudo verla.
Se sienta en el pasto y mira el paisaje: la pirca, la veredita, la casa desdentada. Las montañas parecen ahora despegadas de ese cielo, que ya no es violeta, ni azul, sino casi blanco. Una luna transparente se está empezando a llenar de amarillo. La vincha está torcida, bastante abollada. No es más grande que la palma de su mano, la aprieta entre las manos, la arregla un poco, respira hondo, endereza la espalda, como el oro, dice, y se acomoda la vincha en la cabeza.



*Flavia Pantanelli. Cuentista. Libros publicados:
- “Haceme lo que quieras” (ebook) Editorial Outsider. 2015 descarga http://www.eloutsider.org/hacemelo-que-quieras-contratapa/
-Otros cuentos suyos fueron publicados en diferentes antologías en el país, Brasil y España.
-El cuento Como el Oro integra el libro  El extraño lenguaje de las casas (inédito, concursando en México)











Mandatos*



No callarás.
No cederás
el don de la palabra
aunque el decir
abra
las viejas
flores en el pecho.

(toda herida ha de sangrar
para curarse)

No hablarás
en nombre de los otros.
Mentirás
sólo
de vez en cuando
y nunca jamás
al del espejo.

Entre palabras
has de reír
y entre palabras
podrás llorar
a veces.

Morirás algún día.
Entonces
será hora
de silencios.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com











*


Una suerte de trino atardecido
soporta el peso de la tarde
y en ella, la textura
de aquellos ojos
de cielo despejado.

El enigma del río está en ellos
sujeto en el paisaje de tu mirada.
La que nunca me vio.
Y –no sé porqué-
siempre me ha sido negada.

Me arrodillo con los sauces
para besar como ellos, el agua.

Escurro arena entre las manos.
Que es del tiempo, su mejor metáfora.


*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar






InvenTREN





EL BREVE ESPACIO DE UN INSTANTE*


A la memoria de Héctor Forés


Las cabras del guardagujas huyeron ante el silbido. El tren se detuvo para una corta parada, apenas quince minutos para bajar a estirar las piernas. La humedad y el calor eran tales que hacían germinar las líneas férreas, de donde brotaban helechos que las cabras venían mansamente a mordisquear entre tren y tren.

Una niña escudriñaba los rostros de los pasajeros... Finalmente le vio.

- ¡Diego! ¡Diego! ¡Aquí! - gritó, saltando y agitando el sombrerito de paja.

- ¡Chely! - respondió sin poder ocultar la sorpresa - ¿Qué haces aquí? ¿Cómo llegaste?

Ella corrió a abrazarlo. Él correspondió con afecto.

- Vine en la bici, no es tan largo el trayecto. No te preocupes, nadie lo sabe y volveré a tiempo para la cena. Quedará como un día de escuela en las estadísticas maternales.

- Loquita... - dijo él revolviendo los cabellos que el viento se había encargado de destejer a su antojo - ¿qué te hizo seguirme?

- Sé que mamá y tú rompieron - suspiró ella -, la vecina de al lado lo dijo delante de mí... me dolió enterarme así. No entiendo por qué me tuvieron que inventar todo eso del viaje a la capital por asuntos de trabajo.

- ¿Quieres que te busque una soda?

Ella asintió y él se internó de regreso al vagón. "Va a esconderse. No sé por qué esa manía de ocultar las emociones. Mientras le hablaba apenas me sostenía la mirada. A veces pienso que la madurez se pierde con los años. Ahí viene con su mejor sonrisa... ¿cuánto le habrá costado fabricarla? ¡Ay, Diego, si no fueras tan genial!"

- Tu soda, Chelín, bien fría, debes estar seca con tanto pedaleo bajo este solazo.

- ¿Quieres que nos sentemos afuera o prefieres que hablemos adentro, para aprovechar el aire acondicionado?

- Ya veo, no tengo escapatoria... adentro entonces, con tal que escuches el silbido y te bajes a tiempo. Creo que tu madre me mata si te rapto.

Entraron y se acomodaron en una mesita de dos, él pidió un café y se entretuvo removiéndolo, con la vista fija en la cucharilla. "Está haciendo tiempo", pensó ella sin arredrarse, si había llegado hasta ese punto no lo iba a dejar pasar.

- No me importa mucho lo de la separación, sé que mamá se acostumbrará pronto. No vine tampoco a preguntarte los motivos…

- Geniecillo perverso, no sé cómo de esa familia has salido tú, diamante entre el carbón. Cuando hablas, parece que tienes cien años, y cuando te miro, lo que veo es una niñita con dos trenzas que nunca están derechas. Eres el único recuerdo que quiero conservar, si quieres que sea sincero.

- La sinceridad es algo que se ve poco - respondió entre buches de refresco -... La pasábamos bien, nuestras conversaciones sobre la vida después de la muerte, las otras dimensiones, los poderes de la mente, ¿recuerdas?

- ¿Cómo lo voy a olvidar? Sepultada en un pueblito cuyo único acontecimiento es ver pasar el tren cada día, llevándose a los afortunados que logran escapar, hay una niña que se preocupa por los destinos del universo... Es un regalo que te han hecho y que debes conservar. No dejes que te roben tu singularidad, Chely, vas a llegar muy lejos, los dos lo sabemos...

- Si no tengo con quién hablar perderé mis facultades. No me pongas esa cara, no he venido a pedirte que regreses, sé que no hay vuelta atrás. Venía a hacerte una proposición: ¿Quieres ser mi padre?

Diego derramó parte del café. Chely no pudo menos que sonreír, pero se detuvo cuando vio que no era correspondida.

- Chely, no puedo ser tu padre. Ni aunque estuviera aún con tu madre. No puedo sustituir a quien te creó, ni usurpar su lugar. Te quiero mucho, me duele lo que te estoy diciendo, pero te reconozco lo suficientemente inteligente como para superar este mal rato. Hay vacíos que no puede llenar nadie y éste es uno de ellos... Por favor... ¡cambia esa cara!

- No estoy llorando - porfió la niña, enjugándose las lágrimas con la manga -. ¡He pedaleado tanto para escuchar una respuesta que debía haberme imaginado!

La primera llamada de advertencia se dejó escuchar en la estación.

- ¿Vuelves con tu familia, verdad, Diego?

- Así es, y lo del empleo en la capital es parte de la verdad. Ahora escucha, te propongo algo - habló él tomándola de la mano y escoltándola hacia la puerta.

Quedó en el primer peldaño, asido al pasamanos. La niña bajó al andén. Desde allí se veía más pequeña e indefensa.

- Te propongo ser tu amigo. No será necesario que nos llamemos o me escribas a diario. Existe un tipo especial de amigos, más allá de las diferencias, de las distancias... Son aquellos que cuando tienes un problema, cuando estás triste - el segundo silbido le obligó a subir el tono de voz - puedes decir: "Él está ahí para mí, siempre va a estar"... - la frase vibró en medio del silencio que retornaba, algunos pasajeros se voltearon para mirarlo.

- ¿Y a partir de cuándo empieza a funcionar esto de la amistad? - preguntó ella mientras el ferrocarril iniciaba su marcha rumbo a otro pueblo, hasta que la línea infinita lo adentrase en la urbe superpoblada.

- ¡Ya está funcionando! - gritó él, agitando la mano en señal de despedida - ¡Adiós, Chely!

- Estoy sola - dijo ella sabiendo que nadie la escuchaba, sin ocultar las lágrimas, teniendo por únicos testigos a las cabras que regresaban, lerdas, a mordisquear los helechos -. Soy especial, tal vez soy única en el mundo... ¿De qué me sirve? El hombre que había escogido para ser mi padre, no tuvo el valor de aceptarlo.



*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba.

***

Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:

 JOSE RAMÓN SOJO.

ÁLVAREZ DE TOLEDO.    POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.
FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
 ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.

***

Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:

PARADA KM 79

ENRIQUE FYNN.  PLOMER.  
KM. 55.   ELÍAS ROMERO.  KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.
 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



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