-Tapa de Claudine
y la casa de piedra, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2015
De harinas y de
aromas*
(Para esa
mujer, mi madre)
-Cuando mi
madre habla de zapallos,
de mazapán, de
ollas, de manzanas,
todo se
enciende en sus ojitos grises.
Por eso a
veces,
le pido que me
diga
cómo debo
elegir las berenjenas.
“¿Las más
sabrosas?”, pregunta, agradecida,
“¡Las de
cáscara negra, las pequeñas!”
Ella habla
largo
de harinas y de
aromas.
(inagotable
mujer entre fulgores)
Y luego vuelvo
a preguntarle todo,
acerca del
perejil, del pan
o de la
albahaca.
Lo hago, en
verdad, de puro gusto,
para encenderla
toda, para que arda.
Porque me gusta
ver
cómo se
enciende,
por el gusto,
nomás, de que me cuente.
*De Silvia
Arazi silviarazi@hotmail.com
*Poema incluido
en Claudine y la casa de piedra, Ediciones del Dock, Buenos Aires,
2015
-Silvia
Arazi nació en Buenos Aires. Es novelista, poeta, cantante y actriz.
Estudió Historia del Arte en la UBA y Canto Lírico en el Instituto Superior de
Arte del Teatro Colón. Como cantante abordó el género lírico y la música
popular interpretando ópera, música de cámara así como gospel, canción francesa
y latinoamericana. Su libro de relatos “Qué temprano anochece”
(Ed. Galerna) fue premiado en España con el premio Julio Cortázar de Narrativa
Breve. Publicó las novelas “La música del Adiós” (Ed.
Galerna) y “La maestra de canto” (Ed. Sudamericana) siendo esta
última traducida al alemán y al holandés y llevada al cine en el año 2013
dirigida por Ariel Broitman. “La medianera” (una novelita haiku)
(Ed. Interzona) recibió el Segundo Premio en poesía otorgado por el Fondo
Nacional de las Artes con un jurado integrado por Arturo Carrera, Tamara
Kamenszain y Damián Ríos. Ediciones Del Dock (colección El Pez Náufrago)
publicó recientemente su libro de poesía “Claudine y la casa de piedra”.
Realiza recitales de poesía en Argentina y Uruguay difundiendo grandes voces de
la poesía latinoamericana. Actualmente reside en Colonia del Sacramento,
Uruguay.
AUNQUE EL DECIR ABRA LAS VIEJAS FLORES EN EL PECHO…
ALHUCEMAS*
(Mi abuela les
llamaba así, se conocen también por Lavandas)
No sueñes con
abejas de miel. Dulcismos hilos. Fruta partida.
Aguijón en la
piel. Intoxica. Perturba. Trastorna sus ventanas.
Una mujer sueña
que no es sueño su sueño.
El temblor de
sus pechos no es su aliento. Es una lengua oscura.
Víboras.
Serpentario. Arenas movedizas.
Se envuelven en
sus muslos de amapola y nácar.
¡No despiertes,
no! Viene el soplo del viento norte. Ardiendo.
Musita en su
oído. Portador del fuego. Animal de pasión silenciosa.
No sueñes,
extranjero. Hay tinieblas. Incertidumbres que te nombran.
Ella se ondula
lentamente, como el día en la noche.
Dios sonríe con
sorna. Afuera las máscaras desfilan.
El hombre
guarda en un morral de cuero un sanguche barato.
La muchacha con
glúteos murmurantes de silicio y oxigeno.
La puta de la
esquina mira con ojos puros la codicia de los gavilanes.
El hombre del
sombrero (¿Mi padre?) esconde en él, el miedo y la impudicia.
No sueñes con
abejas de miel. A veces los sueños son ácaros dormidos.
Sueña. Besos de
niebla. Y la espiga y el ojo en tu frente y el espejo curvo.
Sueña que no es
sueño, una anciana y el perfume a lavanda y tu rostro en su falda.
El perfume a
lavanda y su falda.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
COMO EL ORO*
*De Flavia
Pantanelli.
Tiene las
piernas acalambradas de sostener la pala entre las rodillas, única forma que
encontró de llevarla sin molestar a nadie en el poco espacio de ese micro que
va
para las
sierras. En cada curva pronunciada las aprieta con fuerza la pala ya se le cayó
dos veces sobre los pies del hombre que duerme sentado al lado suyo. Pasa un
dedo por el mango, la yema toca la cabeza del tornillo que afirma la empuñadura
de hierro a la madera, juega con la uña en la muesca del tornillo. No puede
dejar de pensar en las dos, tres cosas que le vuelven a la cabeza con la insistencia
de una rumia: Si habrá intrusos en la casa, si seguirá en pie la higuera. Ve
por la ventanilla el cartel de chapa que dice Bienvenidos a Valle Hermoso,
perforado por el óxido, torcido por el viento, que se mantiene parado gracias
al piquillín que creció, guacho, justo atrás. Hace años que no vuelve por la
zona. Encuentra todo cambiado, por momentos no reconoce nada. Pero prefiere
así. No es que quiera encontrar todo igual. Las cosas que se mantuvieron sin
cambios, después de todo este tiempo, no hacen más que traerle una tristeza
gris, como de muerte. Es la época de seca, la montaña está de un verde apagado,
exhausto, que parece más exhausto todavía contrastado con el violeta enfático
del cielo a esa hora de la mañana. Nunca más volvió a la casa, ni le interesó
nunca nada de esta parte del mundo. Sin embargo, desde que Ernesto le dijo que
los trasladan a Guadalajara, que no hace más que pensar en aquellos días en que
Marcela bajaba de la higuera, la tarde en que le regaló su vincha dorada y que
fue el inicio de todo.
La ruta hace
una curva cerrada, a la derecha, y en subida. Ema aprieta las piernas. En dos
semanas tiene que entregar el departamento, no se lleva nada. Una amiga se
encargó de la venta de los muebles, todas las cosas. Empezar de nuevo, dijo Ernesto.
El hombre que duerme en el asiento de al lado se apoya sobre su hombro, un hilo
de baba le moja la mejilla y ella siente esa baba humedeciéndole la remera.
Ernesto hace cuatro días que viajó, ya, para tomar el cargo. No lo escucha bien
en el teléfono. Empezar de nuevo pisando los cincuenta, dice, empezar casi de
cero y en Guadalajara. A ella eso no la asusta. Ella sabe empezar de nuevo,
cuantas veces haga falta. No le asusta Guadalajara ni la falta de trabajo ni va
a extrañar nada. Mira al hombre que duerme en el asiento a cada giro, a cada
curva la cabeza le bambolea, su cuerpo se inclina para un lado y para el otro
pero no se despierta. Ella durmió un rato, entre Rosario y Cañada de Gómez. Se
despertó con desasosiego, y pensando en Marcela.
Desde que sabe
de lo de Guadalajara que no deja de soñar con Marcela. Pensar en Marcela es
también pensar en los pollos, la guerra de caquis, y la noche aquella, con
Paulina bajo la tormenta. Pensar en Marcela es pensar, también, en su nombre y
en la vincha dorada.
Trató de hacer
el viaje lo más parecido posible a aquel otro, de hace tantos años. Igual,
igual, no pudo ser. Porque aquel otro fue en tren, la trochita, que ya no
funciona.
Aquel primer
día, Marcela tenía un vestido liviano. Rosa, cree ahora que era. Sí, era un
vestido rosa pálido, con un cierto brillo, como de seda. El pelo suelto, largo,
le llegaba casi hasta los tobillos. Ella nunca había visto a alguien con un
pelo tan largo, sólo en los dibujos de los cuentos de hadas. Tenía una vincha
en la cabeza. Dorada. Con dos perlitas a los costados. Los pies, descalzos,
como iba a vérselos siempre. Descalzos y, no obstante, tan blancos. Marcela,
arrodillada bajo la higuera del fondo, cavaba con las manos, sin ninguna
dificultad, en la tierra seca. Cuando consideró, se ve, que ya había cavado lo
suficiente, se sacó la vincha y la puso con cuidado en el fondo de aquel pozo.
Esa vincha le pareció a Ema lo más lindo que había visto nunca: dorada, con las
perlitas en el costado, se acercó sin decir nada, se arrodilló al lado de
Marcela y le ayudó a enterrarla. Agarraba puñados de tierra. Nunca le había
parecido tan suave la tierra esa. No tenía ni una piedra, ni una ramita ni
nada: una tierra suave, como un plumón, como el pelo de los gatitos, como la
suma de todas las cosas lindas que había en el mundo. Agarraba puñados de
tierra y la tiraba como una lluvia sobre la vincha dorada y Ema iba viendo como
se opacaba su brillo, cómo desaparecía de su vista. Sintió una enorme lástima.
Entonces pasó eso: que se la pidió. Abrió la boca y dijo esas tres palabras con
las que empezó todo. Marcela la miró. Ojo que los regalos no se devuelven, le
dijo. Ella dijo que sí con la cabeza y entonces Marcela, sin dejar de mirarla
con sus ojos rosados, tan brillantes, no puede dejar de recordar cuánto le
brillaban, agarró la vincha y se la dio en la mano. Me llamo Marcela, dijo. Ema
se acomodó la vincha y le dijo su nombre, pero no Ema, que es el que usa ahora,
le dijo su verdadero nombre, como la llamaban todos en aquel entonces, aunque a
ella lo odiaba. Le parecía antiguo, difícil, raro. Nadie que conociera se
llamaba así. Todas se llamaban de otro modo, Ana, María, Alicia. Se llamaban de
cualquier modo, pero ninguna así, como ell. Marcela sonrió y dijo: como el oro.
Como el oro, ¿qué? Preguntó Ema. Tu nombre. Tu nombre quiere decir Como el oro,
contestó Marcela y le acomodó mejor la vincha dorada sobre la frente.
Unos metros
después de que el micro pase por la estación de tren abandonada y frente al
paredón del cementerio, Ema se levanta de su asiento, se cuelga el bolso del
hombro. Agarra la pala y se para cerca de la puerta. Le avisa al chofer que se
baja en la próxima parada. El colectivo frena, ella baja con dificultad,
tropieza con el bolso, la cartera, arrastra la pala. Antes de volver a cerrar
la puerta el chofer le guiña un ojo y le pregunta, poniendo voz de suspenso:
Epa, doña, ¿A quién va a sepultar con esa pala? Ella estira los labios en un
intento de sonrisa, gira sobre sus pies y sale de la ruta. El micro arranca,
llena el aire de polvo, de humo negro del escape. Hace unos pasos más y entra
en una calle ancha, de tierra, muy empinada. Camina lento, conteniendo el peso
del cuerpo. Hace cuarenta y cinco años que hizo ese mismo viaje, en el tren de
la trochita y en sentido contrario, con la valija de cartón en que Paulina
había puesto sus cosas, tres bombachas, seis pares de medias, dos camisetas, el
oso. Cada dos pasos se enganchaba los zapatos con el ruedo del jumper largo
casi hasta los tobillos, como querían las monjas. Caminaba con cuidado, trataba
de no arruinarlos en la bosta, en el barro.
Respira hondo.
Mira hacia las montañas. Siente que se le vienen encima, que si llegaran a
descolgarse de eso que las sostiene, podrían aplastarla. Le parece que ellas
mismas están aplastadas o pegadas contra el violeta del cielo a esa hora de la
mañana. Fija la vista en las montañas y trata de no pensar más que en los pies.
Hay olor a zorrino o a ruda. Escucha rebuznos y el canto de un gallo. Avanza
por ese camino ancho, de pedregullo y tierra, que bordea la vía muerta.
La locomotora
sacaba un humo grueso por la chimenea y ella, desde la ventanilla, vio a
Paulina alejarse con sus alpargatas blancas. Ya se habían despedido y ahora
caminaba derecho, al costado de la vía, hacia el valle. El tren arrancó y Ema,
a través de la nube de chispas de carbón, la siguió mirando, el tren avanzaba y
ella se inclinó en el asiento y sacó la cabeza por la ventana. Y los brazos. Y
medio cuerpo. Y las chispas de carbón revoloteaban en el aire, negras las apagadas,
fulgurantes las prendidas fuego, revoloteaban como sin peso o como no pudiendo
encontrar su lugar. Sacaba medio cuerpo a esa lluvia de chispas para seguir
viendo a Paulina un poco más hasta que se hizo tan chiquita que ya no pudo
distinguirla: Paulina caminaba, derecha hacia el valle, siempre para adelante,
ya se había despedido y no se dio vuelta ni siquiera una vez. Un kilómetro más
abajo, la calle hace una curva a la derecha. En el silencio absoluto de ese
rincón del mundo, lo único que se oye son sus pies, hundiéndose en esa arena
suave. Dobla en la curva y de repente está ante la pirca de la casa.
Podría abrir el
portón con un dedo, ya que el candado y el pasador, como cualquier otra cosa
que haya sido de metal, han sido saqueados. Pero prefiere hacer como antes:
mete el pie, se agarra de la base de cemento donde estuvo una vez la campana de
bronce y con un poco de esfuerzo, trepa la pirca. Ahora, los agujeros donde
estaban las ventanas de la casa dejan ver el esqueleto interno. Así,
arrancadas, las ventanas son como bocas sin dientes, luxadas o, también, como
agujeros de una calavera. No sería feo el espectáculo, incluso tiene algo
infantil, como de casa de muñecas, de esas que permiten ver todos los
ambientes, con sus mueblecitos y sus adornos, e imaginar mientras se juega, el
funcionamiento cotidiano de una familia, fantasear con una vida como la de
cualquiera. No sería feo el espectáculo, entonces, si esas bocas desdentadas,
esos orificios desquiciados no mostraran obscenamente las entrañas descompuestas
de lo que alguna vez fue su infancia. El cemento de la veredita que rodea la
construcción se conserva, en cambio, casi intacto. Camina todo alrededor,
copiando el dibujo de esa casa que se fue haciendo con el tiempo, agregando,
acá y allá, una pieza, un baño. El resultado fue ese conjunto de piezas en
diferentes ángulos, ventanas de las más diversas procedencias, algunas de
madera, otras de chapa, igualadas por la mano de pintura que se les daba cada
otoño. La veredita va y viene, entra y sale, se dobla y retuerce, parece que va
a la izquierda pero sigue de largo y después gira a la derecha, hasta el pino
que ya no está y siempre en ángulos rectos, se arrepiente, se desdice y al
final pega toda la vuelta. Como la vida, dice Ema y se da cuenta de que habló
en voz alta. A la altura de lo que fue el baño, tiene que dejar la vereda y
bajar a los yuyos porque el tanque de agua se desmoronó justo ahí y, partido en
cuatro, interrumpe el paso. Esconde el bolso y la cartera debajo de un pedazo
del tanque. Agarra mejor la pala y camina. No llega a hacer ni cinco metros que
una punzada en el tobillo la hace detenerse. Un abrojo, verde, pinchudo, le
perfora la piel a través de la media, y le sale sangre. Una manchita roja,
después marrón, en la media blanca. Quiere arrancárselo, lo agarra rápido pero
lo único que consigue es clavárselo en los dedos, tan delgada que tiene la piel
de las manos. Delgada, blanca, con algunas manchas, más oscuras o más claras.
Una gota de sangre empieza a crecer en medio de la yema del pulgar. Otra en el
índice. Duele. Se chupa los dedos y la boca se le llena del gusto metálico de
la propia sangre. Deja caer sobre la yema del dedo un poco de saliva. El sol se
refleja en las burbujas de saliva, grandes, chicas, y produce colores, miles de
colores, aceitosos, esmerilados. Un caleidoscopio en la saliva en su dedo. Si
lo mueve, el espectro de las burbujas cambia de tono. Mueve el dedo para un
lado y para otro, y todo cambia de color y se siente otra vez, por virtud de
ese juego, un poco nena. Después se agacha, y se pasa el dedo con la saliva por
el arañazo del tobillo, se lo limpia y sigue caminando despacio, con cuidado.
Por los cardos. Por los abrojos.
A través del
agujero donde estuvo la ventana ve las ruinas de la cocina donde Paulina lavaba
la ropa, cortaba las chauchas, hervía la sopa. Paulina parecía callada pero
hablaba todo el día. En voz baja, para nadie. El jardín está lleno de
panaderos. Levanta uno, pide un deseo, sopla. Lo ve alejarse desmenuzado contra
el azul imposible del cielo. Como antes, piensa aunque no queda nada del gozo,
de la alegría de antes. Eso no. Paulina, con su trenza larga en la espalda y
sus amuletos de hueso, de plata, trabajaba todo el día en esa cocina, y hablaba
sola, para ella misma que era casi lo mismo que para nadie. Hablaba sola como
si se repitiera a sí misma las instrucciones para funcionar. Ella, sentada en
la sillita de paja, comía pan con manteca y cada tanto se acomodaba la vincha
que le había regalado Marcela y la miraba trabajar, veía mover esas patas
flacas, negras como de pájaro, la cintura torcida, la cara de india con el pelo
negro en la trenza larga, gruesa como su brazo. Piensa en la vincha y se
encuentra pasándose una mano por el pelo. Antes lo tenía largo. Largo y
salvaje, sostenido por la vincha. Después vinieron las trenzas. Era una vincha,
no llegaba a corona, dorada con dos perlas al costado. Tenía el pelo tan largo.
Tan largo y tan salvaje aunque no como Marcela. Después vinieron las trenzas.
Ella comía el pan con manteca sentada en la sillita de paja de la cocina,
Marcela, en cambio, no estaba nunca sentada; jugaba a la rayuela o saltaba a la
cuerda, o entraba y salía por la ventana, siempre descalza, con su mirada rosa.
Los días de lluvia Marcela no venía y ella, entonces dibujaba en papeles
blancos, tirada en el piso de la cocina. Paulina, dijo ella una mañana de
lluvia, comiendo su pan con manteca, mirá, dibujé a Marcela. Ajá, dijo Paulina.
Ella tenía cinco años, estaba sentada en la sillita de paja. Repitió, Paulina
mirá, esta es Marcela, Paulina dijo ajá, le dio otro pedazo de pan con manteca
y siguió lavando. Ella se acomodó la vincha, se puso el pan en la boca y siguió
dibujando: Marcela con vestido rosa, Marcela con vestido verde, sus ojos rosas,
sus pies descalzos, bajando de la higuera, saltando por la ventana.
Cruza los
brazos en el alfeizar y apoya la cabeza como en un nido. Cuántas veces hizo lo
que está por hacer, piensa. Siempre a escondidas, para que no la reten.
Marcela, en cambio, entraba y salía por esa ventana. Todos los días. Solamente
por ahí. Nadie la veía, nunca nadie parecía verla ni notar las cosas que hacía,
que decía. Nunca nadie la retaba. A ella sí. Guay que la vieran trepando a las
ventanas. Guay que la vieran robando de la caramelera de la nonna, siempre llena,
siempre prohibida. Se aleja de la pared y busca con los ojos, la muesca. Ahí
está. Es apenas una irregularidad, un ladrillo mal colocado, o tal vez
defectuoso, un poco más ancho que lo normal. Está ahí. La muesca en la pared
sigue ahí. Calza mejor el pie. Hace fuerza. El pie se zafa y golpea contra el
piso, plano. La rodilla se resiente y la cadera recibe el cimbronazo. Se
arremanga un poco la remera, se acomoda el pantalón. Vuelve a meter la punta de
la zapatilla, pero ahora tiene la precaución de apoyar las manos, abiertas,
enfrentadas, sobre el alfeizar. Los dedos para adentro, los codos muy agudos,
para afuera, como alas: parezco una gallina, dice en voz alta y se ríe, y se
acuerda en el terreno de atrás, espantando con Marcela los pollos cuando el nonno
les tiraba el último maíz a la nochecita. Ellas no podían resistirse, veían
todas esas bolas emplumadas, concentradas en medio del jardín, a esa hora
oscura en que el pasto parece casi negro y los pollos resaltaban con su
blancura luminosa. Corrían hacia la maraña de patas, de crestas, gritando,
agitando los brazos, y los pollos piaban y sacudían las alas, aleteaban y
algunos intentaban un vuelo corto y entonces el jardín se llenaba de plumones
suaves, de los cientos de pollos, que caían como nieve mientras los últimos
rayos de luz se acostaban en las montañas, allá enfrente, y una luna blanca,
transparente, empezaba a llenarse de amarillo.
Apoya la pala
en el alfeizar de la ventana, paralela al marco, y hace fuerza con los brazos y
entonces, sí, ya está arriba. Se sienta a caballito, una pierna del lado de
afuera, la otra del lado de adentro. Mira el jardín desde ahí. Un pajonal que
no le dice nada. Del otro lado, la calle polvorosa y más allá, detrás de los
platanos, la vía muerta, por la que pasaba cada tarde el tren de la piedra, con
esas moles arrancadas a las canteras, piedra de nada, brillando al sol como
diamantes, viajando al sur, forraje de casas y edificios de buenos aires. Cada
tanto asoma, entre los plátanos una columna oxidada que, como todas, está
ametrallada de perdigones. Pega un salto y cae sobre las baldosas de la cocina.
Adentro está fresco, por la sombra. Se pasa las manos por los brazos, tiene un
poco de piel de gallina. Hay olor a cosas descompuestas. A rata. No ve ratas
pero las huele. Huele el orin fuerte de rata, de murciélago, que deben hacer de
ese esqueleto destripado que es ahora la casa, una fiesta.
Un caño de
plomo, tronchado, sale de la pared a la altura de donde estaban las canillas.
Del techo quedan solo algunos tirantes, podridos, interrumpidos, llenos de
líquenes blancos, anaranjados. La luz entra a manchones, por los agujeros del
techo. Ahora, en medio de esa cocina, creció un caqui. Hunde las raíces en el
piso. Ema cuenta dos más. La geometría de esas baldosas en damero se
distorsiona por imperio de estos caquis, que, como vaticinaba la nonna, fueron
avanzando con la pestilencia de sus frutos podridos, de sus moscardones y sus
raíces adventicias, hasta colonizarlo todo. Apoya la suela de su zapatilla
sobre un fruto. Ve salir esa pulpa viscosa, brillante. Lleva el pie hacia
atrás, toma impulso y lo patea con toda su fuerza. Ve cómo se estrella contra
la pared, ahí donde estaba la mesa. La fruta se aplasta, queda adherida al
revoque un instante, después resbala, como si reptara y deja en la pared una
estela anaranjada. Se agacha a agarrar otro caqui, los dedos se hunden en la
pulpa podrida, bajo la piel reventada, unos gusanos se remueven, inquietos. Lo
suelta con asco, sacude la mano y elige otro, más consistente, se acerca a la
ventana y lo tira lejos, hacia la pirca, y después otro al portón de entrada y
otro y otro. Y otro más, como en aquella guerra, con Marcela. Fue por la guerra
de caquis que le pegó aquella vez el nonno. Le parece escuchar todavía los
gritos, la tarde que estropearon con Marcela, a fuerza de caquis, la ropa
tendida al sol y la larguísima cortina al crochet que había estado tejiendo la
nonna durante todo aquel verano. La última vez que le gritó la nonna, que le
pegó el nonno. El ruido de la vara cimbrando el aire, le parece no se lo va a
olvidar nunca. Empezó a decir algo, alzó la mano, quiso señalar a Marcela. Pero
no pudo, antes de que terminara de pronunciar el nombre de Marcela, otro varazo
le había cruzado la pierna, en el sentido contrario. Y otro más y otro más y
todavía, antes de tirar la vara al suelo, le dio el último, como por las dudas.
Ella no pudo ni protestar, algo en la garganta le dejó de funcionar, no salía
la voz, no le pasaba la saliva, no le entraba el aire. Al día siguiente vino
por primera vez la Madre Superiora. Elige un caqui más, el más rojo, el más
brillante que encuentra, apoya la suela de su zapato encima, y despacio, con
todo su peso, lo aplasta por completo contra el piso.
Afuera, algo se
mueve. Ramas quebradas, el pasto seco, doblado bajo una pisada, corrido por
algún cuerpo. Hay alguien ahí afuera, siente esa presencia. Aprieta con fuerza
el mango de la pala. De todos modos, no se imagina alzándola contra un
atacante, contra nadie. Ahora, de afuera, solo llega silencio. Espera. En ese
rincón el frío es húmedo. Tirita. Más silencio. El ruido viene de adentro: los
dientes le castañetean, la sangre le golpea en las muñecas, en el cuello. Tiene
la garganta seca, le cuesta tragar. Si al menos le hubiera dicho a alguien
donde iba a estar este fin de semana. Presta atención. Solo llega el silencio
pero de repente otra vez los pasos. Ahora se arrepiente de no haberle dicho a
nadie que se venía dos días a Córdoba. A Ernesto, para que no se preocupe. Ya
bastante tiene con lo suyo, solo, empezando de nuevo allá en Guadalajara. Es el
único que sabe lo de Córdoba. Ernesto y su analista, nadie más. Para todos ella
es Ema, Ema Expósito, o la mujer de Ernesto, el nuevo Ceo de Pemex, o la
diseñadora de jardines. Y nada más. Nadie sabe de Córdoba, de los nonnos, del
internado, de las monjas. Nadie sabe que su primer nombre quiere decir Como el
oro. No escucha ningún ruido, no obstante sabe que algo se mueve allá afuera:
un cuerpo que se desplaza, que se hace un lugar entre otros cuerpos: ramas que se
quiebran, pasto que se aplasta. Oye un relincho. Después el caballo resuella.
Hay alguien más, aunque no se oiga. Ella escucha los metales del cabestro, de
la silla. Ernesto y su analista. Nadie más sabe que ella nació acá. El sonido
inconfundible de una crin que se sacude. Otra vez, la crin que se sacude, y los
ruidos del cabestro. Una herradura golpeando contra la veredita: metal contra
piedra. Pasto que se arranca. Resuello. Muelas que trituran. Pasos. Y el golpe
del corazón de ella. Botas contra el cemento, un hombre parado en el agujero de
la ventana, el corazón de ella a mil. Le sudan las manos. Saca su celular del
bolsillo. A quién llamo, piensa, y se da cuenta que con Ernesto en Guadalajara,
no tiene a nadie a quién llamar. Bomberos, piensa pero la pantalla del celular
dice Sin señal. Lo aprieta fuerte como si en su mano llevara una piedra. Del
otro lado de la pared escucha un cierre que se baja y el golpe de un chorro
contra la pared, el hombre silba y orina y el ruido de esa orina que cae, o tal
vez el miedo, le dan a ellas ganas de orinar. Aprieta el esfínter, retiene, y
después, cuando termina el hombre, un ruido tenue, supone ella que se acomoda
la ropa y otra vez el cierre, y un escupitajo que suena primero en la garganta
rasposa y suena después contra el suelo, pasos otra vez y pasto seco que se
aplasta, ruido de metal, ella supone los estribos, y el hombre dice uh, al
apoyarse en el apero y vamos, al caballo para que camine y el animal resuella y
vamos, digo, dice, pero el ruido de las muelas arrancando pasto, moliendo el
verde contra el metal del freno, contra esmalte del diente no cesa , el caballo
resuella y otra vez la voz del hombre, su silueta casi en la ventana y el
rebencazo. Ella escucha ese sonido seco y algo se le cierra más en el pecho. Un
relincho y metales, cueros que se sacuden y cascos golpeando la tierra, el
cemento. Otro rebencazo, seco, y a ella el aire que no le pasa. Mañoso, dice el
hombre. Otro revuelo de patas, de aperos, metales, y ella recuerda otros
golpes, y no embromes más con los pollos, y, ahora sí que te la buscaste, y
terminala con esa bendita Marcela. Escucha los cascos que golpean otra vez
sobre el pasto y todo el conjunto, como una sola cosa, un monstruo de seis
piernas, de dos cabezas, que se despega de la ventana, que se aleja: el
caballo, los golpes, el hombre, todo cada vez más lejos, más suave, hundiéndose
en el polvo blanco de la calle, metiéndose otra vez en el olvido. Ella respira.
Silencio. El viento. Nada. Un benteveo. Después otra vez nada. No se anima a
moverse. Escucha. Nada. Tirita de frío. Escucha. El viento, silencio, el
viento. Nada.
Recupera la
pala y recorre lo que fue la casa. Cinco azulejos verdes es todo lo que queda
del baño. El cuarto de los nonnos está a la intemperie, sin techo, la pared
desmoronada. En su cuarto han respetado el contramarco del ropero, ahí donde
estaba la valija que sacó Paulina la noche que la lluvia hacía ampollas en los
charcos. Nada más. Ahí arriba, en aquella pared había un cuadrito: Bienvenidos
los que llegan a esta casa. Y allá una foto, todos juntos. La caramelera de la
nonna. Siempre llena, siempre prohibida. El bargueño, el juego de té. La
biblioteca. Todo está en su cabeza y todo falta. Un encuentro hecho de aire. Un
encuentro con la nada y tal vez es lo mejor. Sale al jardín a través de las
paredes de atrás que tampoco están. La luz es tan blanca que la deja ciega un
momento largo. Cierra los ojos, vuelve a sentir el viento pero ahora es
caliente, como un aliento afiebrado, que le mueve el vello fino de la cara, de
los brazos, de la nuca. El viento caliente pasa. Lava. Abre los ojos. Cinco
pasos más y llega hasta la higuera. El sol pega fuerte, cae a plomo. A partir
de la higuera, recuerda, eran tres pasos a la derecha y dos hacia la izquierda.
O al revés. Ahora tiene la duda. Igual, no sabe como tomar las distancias, los
pasos de antes no son los de ahora. Mira el reloj. Son las tres menos veinte. A
esta hora, más o menos, la hora estanca de la siesta, Marcela solía bajar de la
higuera justo justo para ver pasar la zorra, con su vaivén de sube y baja, con
sus velocidad ridícula. Algunas veces se le aparecía de sorpresa, en alguna
vuelta de la veredita, pero por lo general se hacía esperar, y bajaba del árbol
despacio, apoyaba un pie, el otro, con cuidado, en el nacimiento de cada rama.
A pesar de que cada día llegaba con un vestido distinto, siempre brillantes,
nuevos, ella nunca vio a Marcela con zapatos.
Hace algunos
cálculos, medio intuitivos. Dos metros así, medio metro asá. Agarra la bolsa
negra, rompe el nylon que cubre la pala, la sostiene por la empuñadura, la
levanta hasta la cabeza y después la deja caer de punta, en vertical. La pala
se clava, casi un quinto de la hoja, en la tierra. Suena el metal al chocar
contra una piedra. Hace palanca y remueve pedregullos, mica, arena mezclados
con el pastizal amarillento. Un sapo muerto, el cuero reseco. Como un cartón,
el sapo, saurio y mineral. Ve ese sapo ahí, aplastado, como la evidencia
irrefutable de la muerte, de tantas muertes que habían sido tantas vidas, ahí,
en el silencio de todas esas voces que se habían callado para siempre,
llevándose las palabras y todo lo que había sido el motor de aquello. El sapo
muerto, momificado. Insepulto. La imagen viva de la muerte. De esa y de otras,
de todas las muertes que habían sido vida, ahí en aquella casa. Levanta la pala
y vuelve a repetir la caída. Y a revolver la tierra. Hace calor. Algunas
lombrices gordas, cada tanto, quedan expuestas, desesperadas de sol se
retuercen como culebras. La cabeza, los brazos van tomando una temperatura de a
poco insoportable, un color de carne viva, también insoportable. Sigue cavando
acá y allá un poco al azar, remueve la tierra arenosa, debe hacer meses que no
llueve.
Llovía la tarde
que vino la Madre Superiora. Ella estaba sentada en la puerta, viendo caer el
agua en los charcos, viendo las ampollas que le crecían a los charcos por la
lluvia. La mujer paró la Renoleta en el portón de entrada y caminó hasta la
campana bajo un paraguas floreado. Paulina la hizo pasar, puso un trapo en el
piso para que se limpiara el barro de los zapatos. Paulina llamó a su nonna,
que habló dos o tres cosas con la Madre Superiora y después le dijo que la
señora había venido de la capital, que iba a hacerle unas preguntas. Paulina le
trajo té. Y chipá, y pan con grasa. La Madre Superiora era simpática, tenía la
cara redonda y negra, llena de lunares más negros todavía, muy simpática y
entradora y se reía todo el tiempo y de todo; entonces ella, después de un
rato, se confió. Suelta, como si estuviera en la cocina con Paulina, le dijo de
un tirón la tabla del siete y cantó, y como la Madre Superiora se reía y
parecía disfrutar de todo eso, se animó y corrió a mostrarle la vincha que
Marcela le había dado y los papeles dibujados, con Marcela de rosa y con Marcela
de verde, a veces con alas y otras sin alas, bajando de la higuera, saltando a
la cuerda, entrando por la ventana. La Madre Superiora le preguntó si ella
conocía a alguien así. Y entonces ella le dijo que claro, que era su amiga, le
contó como hacía para bajar de la higuera, que nunca usaba zapatos y que le
había regalado esa vincha. Cuando la Madre Superiora se fue, era ya noche
cerrada, de la cocina venía el olor de la sopa. La Renoleta encendió las luces,
seguía lloviendo. El auto arrancó y rompió los charcos que seguían llenos de
ampollas.
Ahora que
terminó de remover una franja grande de tierra sin encontrar nada, de pronto le
llega una idea de muy atrás en el tiempo. Es un recuerdo que se le aparece como
un fogonazo y, parada ahí, se siente una tarada. No es esa la higuera. No es.
Es otra. Deben haberla plantado después, porque la higuera por donde bajaba
Marcela estaba contra el alambrado, donde ahora está el otro cartel, que dice
en blanco sobre fondo rojo, Remate. Parada bajo esta higuera que no es, se
siente una tonta. Se siente cansada. Tiene las manos llenas de ampollas, los
hombros quemados. Y no sabe ahora muy bien qué sentido tiene lo que está
haciendo ahí, cuando en Buenos Aires todavía le quedan tantos trámites antes de
salir para Guadalajara, cerrar las cuentas del banco, la transferencia del
auto, dar la baja en la Impositiva, la despedida que le organizaron las chicas.
Las chicas que la quieren tanto, que quieren a Ema Expósito, quieren a la mujer
de Ernesto, el nuevo Ceo de Pemex, o quieren a la diseñadora de jardines. La
quieren tanto, tanto y no saben nada, que ella nació en esa parte de Córdoba,
que verdadero nombre quiere decir Como el oro. Piensa en todo eso, piensa en
Ernesto, solo y deprimido en Guadalajara y vuelve a sentir que es una idiotez
lo que está haciendo, sin embargo camina hasta el alambre, donde está clavado
el otro cartel rojo de Remate y donde en aquel tiempo estaba la higuera. De la
higuera no quedan rastros, nada que indique que allí hubo alguna vez algo, ni
siquiera una pobre depresión en la tierra, ahí donde el nonno hacía un canal
circular, alrededor de las raíces y que le llamaban la palangana. No queda
nada, como tampoco queda nada del otro lado de la calle, ni durmientes ni
rieles, solo algún cartel perdigonado hasta la muerte, y acá, donde hubo una
higuera solo un mar confuso de pastizales secos, de cardos. A su derecha los
yuyos se remueven, intranquilos. Una liebre, o un cuis, algo salió espantado.
No lo ve. Pero sabe que está. Por la forma de moverse de las flechillas, los
cardos, un soplo zigzagueante arriba, una presencia muda abajo. Cree, si se
guía por el eucaliptus, que la higuera pudo haber estado más o menos ahí donde
se encuentra parada ahora. Levanta la pala y la clava en la tierra. Da contra
una piedra y una grieta se abre en la hoja de chapa. Cimbra la hoja, cimbra el
mango, tiembla la mano.
Unos días
después, no puede decir ahora cuántos, volvió la Madre Superiora, esta vez la
acompañaba el cura. Pararon la Renoleta en el mismo lugar que antes. Llovía lo
mismo que aquel otro día, pero nadie puso un trapo en el piso y la casa se
llenó de barro. Hablaron con los nonnos, sin té ni chipá ni pan con grasa. Ella
corrió a verla con sus dibujos y con su vincha pero la Madre Superiora ya no
sonreía como antes. El cura le puso la mano en la cabeza y, como al pasar, le
sacó vincha de la cabeza. Se quedó un rato mirándola en silencio, después le
sonrió y la dejó sobre la silla.
Tarada, se
dice. La hoja de la pala mellada, una fisura corre todo alrededor del mango,
cómo vas a clavar la pala en la piedra. Le duele la espalda. Levantarla y
dejarla caer, se da las indicaciones en voz alta, y se acuerda de Paulina.
Levantarla y dejarla caer y hacer palanca con el cuerpo, dice. Bien fuerte. La
pala se clava, pero poco porque está arruinada. Hace palanca y vuelve a remover
la tierra reseca. El hombro le duele como si tuviera clavada una lanza. A cada
palada siente una descarga eléctrica que le baja por el brazo hasta el meñique
y el anular. Repite el movimiento seis, siete veces hasta que sale, mezclado
con la arena, con el pasto duro, un pedazo de tela blanca. Siente que, entre su
pecho y su panza, alguna cosa se detiene. Un silencio, un vacío. El aire no le
entra. Ella trata pero no le entra, y le tiemblan un poco las piernas. Es ahí.
Es ahí. Cuando se fueron el cura y la madre superiora, los nonnos se quedaron
hablando en voz baja. Paulina entró a la pieza, abrió la parte alta del
armario, sacó la valija de cartón y ella pudo escuchar que decía, ponerla al
sol dos días completos, sacarle el moho, seis pares de medias, tres bombachas,
dos camisetas. Cuando se fue, no llovía. Paulina la llevó a la estación.
Estación, le decían entonces a ese apeadero que ella llegó a ver desde la ruta.
No más que un terraplén de cemento cuarteado y un techo de chapas carcomidas.
Ella trataba de seguirle el paso y de no meter los zapatos en el barro, Paulina
la subió al tren, levantándola de un brazo. Casi colgaba, Ema de aquel brazo y
del otro le colgaba la valija, hasta que hizo pie en el piso metálico, gris
oscuro. Recién ahí la soltó. Le tocó, antes, la cabeza y dijo dos, tres
palabras, con los ojos cerrados, palabras que ella no pudo comprender, después
se dio media vuelta y caminó otra vez hacia el valle, sin volver a mirarla ni
una sola vez. Era fines de otoño, todavía no había nevado. Ese invierno no
llegó a ver la nieve, ni tampoco los diez años siguientes, porque en la Capital
no nieva nunca. Tiene que ser ahí. Clava la pala, hace palanca pero el mango se
parte donde se inserta la empuñadura, la tira y sigue escarbando con las manos.
Las ampollas de las manos se le revientan, un suero transparente le empapa las
palmas. Hunde los dedos en la tierra suelta, llena de piedras, la mica, el
mármol. Va abriendo un surco alrededor de ese pedazo de tela, no recuerda ahora
si era un mantel, una sábana vieja. Va sacando toda la tierra de alrededor,
mete los dedos de punta, las láminas de mica se le meten debajo de las uñas.
Duele. No importa. Sangra. No le importa, o no lo siente. Escarba cada vez más
rápido, alrededor de ese bulto, hasta que lo hace nacer de ese pozo. Hunde los
dedos y arranca del útero de esa tierra un atado del tamaño de sus manos. Apoya
el atado en la rodilla. Está húmedo, un nudo de trapos podridos. Lo desenvuelve
con cuidado. A medida que lo toca, las telas, los trapos podridos se van
desmenuzando. Saca una capa y otra capa, podridas, pestilentes, hasta que al
fin aparece. Ahí está. La vincha, un poco oxidada. El sol le pega en el metal
dorado, pero no logra hacerla brillar como antes, como ella siempre recordó que
brillaba. Es pequeña, apenas más grande que su mano. Paulina cantaba,
arrodillada en el pasto y Marcela y ella abrían ese agujero, escarbando con las
manos en esa tierra que ahora está tan dura. Ponían la vincha, envuelta en los
trapos, entre las raíces de la higuera, debajo de la tormenta. Mira ahora esa
vincha de un dorado opaco y lejano y recuerda que con cada puñado de tierra que
ella y Paulina tiraban al pozo, Marcela con sus ojos rosados, con su vestido
verde, con sus pies eternamente descalzos subía por última vez por las ramas de
la higuera hasta que ya no pudo verla.
Se sienta en el
pasto y mira el paisaje: la pirca, la veredita, la casa desdentada. Las
montañas parecen ahora despegadas de ese cielo, que ya no es violeta, ni azul,
sino casi blanco. Una luna transparente se está empezando a llenar de amarillo.
La vincha está torcida, bastante abollada. No es más grande que la palma de su
mano, la aprieta entre las manos, la arregla un poco, respira hondo, endereza
la espalda, como el oro, dice, y se acomoda la vincha en la cabeza.
*Flavia
Pantanelli. Cuentista. Libros publicados:
- “Haceme lo
que quieras” (ebook) Editorial Outsider. 2015 descarga http://www.eloutsider.org/hacemelo-que-quieras-contratapa/
- “Carne
Rota”. Editorial Modesto Rimba. 2015 https://www.facebook.com/modestorimba/photos/pcb.1633184286947616/1633184106947634/?type=3&theaterhttps://www.facebook.com/modestorimba/photos/pcb.1633184286947616/1633184106947634/?type=3&theater
-Otros cuentos
suyos fueron publicados en diferentes antologías en el país, Brasil y España.
-El cuento Como
el Oro integra el libro El extraño lenguaje de las casas
(inédito, concursando en México)
Mandatos*
No callarás.
No cederás
el don de la
palabra
aunque el decir
abra
las viejas
flores en el
pecho.
(toda herida ha
de sangrar
para curarse)
No hablarás
en nombre de
los otros.
Mentirás
sólo
de vez en
cuando
y nunca jamás
al del espejo.
Entre palabras
has de reír
y entre
palabras
podrás llorar
a veces.
Morirás algún
día.
Entonces
será hora
de silencios.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
*
Una suerte de
trino atardecido
soporta el peso
de la tarde
y en ella, la
textura
de aquellos
ojos
de cielo
despejado.
El enigma del
río está en ellos
sujeto en el
paisaje de tu mirada.
La que nunca me
vio.
Y –no sé
porqué-
siempre me ha
sido negada.
Me arrodillo
con los sauces
para besar como
ellos, el agua.
Escurro arena
entre las manos.
Que es del
tiempo, su mejor metáfora.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
InvenTREN
EL BREVE
ESPACIO DE UN INSTANTE*
A la memoria de
Héctor Forés
Las cabras del
guardagujas huyeron ante el silbido. El tren se detuvo para una corta parada,
apenas quince minutos para bajar a estirar las piernas. La humedad y el calor
eran tales que hacían germinar las líneas férreas, de donde brotaban helechos
que las cabras venían mansamente a mordisquear entre tren y tren.
Una niña
escudriñaba los rostros de los pasajeros... Finalmente le vio.
- ¡Diego!
¡Diego! ¡Aquí! - gritó, saltando y agitando el sombrerito de paja.
- ¡Chely! -
respondió sin poder ocultar la sorpresa - ¿Qué haces aquí? ¿Cómo llegaste?
Ella corrió a
abrazarlo. Él correspondió con afecto.
- Vine en la
bici, no es tan largo el trayecto. No te preocupes, nadie lo sabe y volveré a
tiempo para la cena. Quedará como un día de escuela en las estadísticas
maternales.
- Loquita... -
dijo él revolviendo los cabellos que el viento se había encargado de destejer a
su antojo - ¿qué te hizo seguirme?
- Sé que mamá y
tú rompieron - suspiró ella -, la vecina de al lado lo dijo delante de mí... me
dolió enterarme así. No entiendo por qué me tuvieron que inventar todo eso del
viaje a la capital por asuntos de trabajo.
- ¿Quieres que
te busque una soda?
Ella asintió y
él se internó de regreso al vagón. "Va a esconderse. No sé por qué esa
manía de ocultar las emociones. Mientras le hablaba apenas me sostenía la
mirada. A veces pienso que la madurez se pierde con los años. Ahí viene con su
mejor sonrisa... ¿cuánto le habrá costado fabricarla? ¡Ay, Diego, si no fueras
tan genial!"
- Tu soda,
Chelín, bien fría, debes estar seca con tanto pedaleo bajo este solazo.
- ¿Quieres que
nos sentemos afuera o prefieres que hablemos adentro, para aprovechar el aire
acondicionado?
- Ya veo, no
tengo escapatoria... adentro entonces, con tal que escuches el silbido y te
bajes a tiempo. Creo que tu madre me mata si te rapto.
Entraron y se
acomodaron en una mesita de dos, él pidió un café y se entretuvo removiéndolo,
con la vista fija en la cucharilla. "Está haciendo tiempo", pensó
ella sin arredrarse, si había llegado hasta ese punto no lo iba a dejar pasar.
- No me importa
mucho lo de la separación, sé que mamá se acostumbrará pronto. No vine tampoco
a preguntarte los motivos…
- Geniecillo
perverso, no sé cómo de esa familia has salido tú, diamante entre el carbón.
Cuando hablas, parece que tienes cien años, y cuando te miro, lo que veo es una
niñita con dos trenzas que nunca están derechas. Eres el único recuerdo que
quiero conservar, si quieres que sea sincero.
- La sinceridad
es algo que se ve poco - respondió entre buches de refresco -... La pasábamos
bien, nuestras conversaciones sobre la vida después de la muerte, las otras
dimensiones, los poderes de la mente, ¿recuerdas?
- ¿Cómo lo voy
a olvidar? Sepultada en un pueblito cuyo único acontecimiento es ver pasar el
tren cada día, llevándose a los afortunados que logran escapar, hay una niña
que se preocupa por los destinos del universo... Es un regalo que te han hecho
y que debes conservar. No dejes que te roben tu singularidad, Chely, vas a
llegar muy lejos, los dos lo sabemos...
- Si no tengo
con quién hablar perderé mis facultades. No me pongas esa cara, no he venido a
pedirte que regreses, sé que no hay vuelta atrás. Venía a hacerte una
proposición: ¿Quieres ser mi padre?
Diego derramó
parte del café. Chely no pudo menos que sonreír, pero se detuvo cuando vio que
no era correspondida.
- Chely, no
puedo ser tu padre. Ni aunque estuviera aún con tu madre. No puedo sustituir a
quien te creó, ni usurpar su lugar. Te quiero mucho, me duele lo que te estoy
diciendo, pero te reconozco lo suficientemente inteligente como para superar
este mal rato. Hay vacíos que no puede llenar nadie y éste es uno de ellos...
Por favor... ¡cambia esa cara!
- No estoy
llorando - porfió la niña, enjugándose las lágrimas con la manga -. ¡He
pedaleado tanto para escuchar una respuesta que debía haberme imaginado!
La primera
llamada de advertencia se dejó escuchar en la estación.
- ¿Vuelves con
tu familia, verdad, Diego?
- Así es, y lo
del empleo en la capital es parte de la verdad. Ahora escucha, te propongo algo
- habló él tomándola de la mano y escoltándola hacia la puerta.
Quedó en el
primer peldaño, asido al pasamanos. La niña bajó al andén. Desde allí se veía
más pequeña e indefensa.
- Te propongo
ser tu amigo. No será necesario que nos llamemos o me escribas a diario. Existe
un tipo especial de amigos, más allá de las diferencias, de las distancias...
Son aquellos que cuando tienes un problema, cuando estás triste - el segundo
silbido le obligó a subir el tono de voz - puedes decir: "Él está ahí para
mí, siempre va a estar"... - la frase vibró en medio del silencio que
retornaba, algunos pasajeros se voltearon para mirarlo.
- ¿Y a partir
de cuándo empieza a funcionar esto de la amistad? - preguntó ella mientras el
ferrocarril iniciaba su marcha rumbo a otro pueblo, hasta que la línea infinita
lo adentrase en la urbe superpoblada.
- ¡Ya está
funcionando! - gritó él, agitando la mano en señal de despedida - ¡Adiós,
Chely!
- Estoy sola -
dijo ella sabiendo que nadie la escuchaba, sin ocultar las lágrimas, teniendo
por únicos testigos a las cabras que regresaban, lerdas, a mordisquear los
helechos -. Soy especial, tal vez soy única en el mundo... ¿De qué me sirve? El
hombre que había escogido para ser mi padre, no tuvo el valor de aceptarlo.
*De Marié
Rojas.
La Habana.
Cuba.
***
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JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO
A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
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ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
***
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