*Dibujo de Erika Kuhn.
Elal *
Completada su
tarea
se convirtió
en pájaro
y voló con el
cisne
hacia un punto
en el este
donde el cielo
se junta
con el mar.
En el camino
fue arrojando
flechas
para crear
islas
donde
descansar.
Al llegar
al horizonte
subió al cielo
para aguardar
nuestras almas.
*De Robert
Gurney. bob@verpress.com
-Poemas a la
Patagonia.
¿EN QUÉ RUMOR LEJANO SE HALLABA LA TERNURA?
Estación al
anochecer*
sin respirar
siquiera para que nada turbe mi muerte
Xavier
Villaurrutia
ha partido el
último tren
solo quedamos
mi silueta y mi gato
entre niebla
silente como voces muertas
sin respirar
los pasos acercan mariposas
y las manos
desaparecen con cada aleteo
seguimos
nuestro camino
danzando entre
fantasmas calles nada
las historias
ya no paren sueños
siquiera
miradas despedidas solo muerte
y los pies
desaparecen con cada ronroneo
nadie
perturbará nuestro exilio
la distancia
anochece una isla vacía
cada gota de
sangre sobrevive un verso
no hay cuerpos
solo epitafios eco en el humo
y los labios
desaparecen con cada abandono
hemos llegado a
la estación final
la música de un
acordeón a la distancia
invoca el
último suspiro del corazón
miro a mi gato,
nada nadie siquiera el camino
y nuestras
sombras desaparecen con cada silencio
quizá mañana
amanezca el poema
y una mariposa
anuncie nuestra muerte
Estación bajo
la lluvia*
puente de
pétalos
maullidos
susurros
zigzag recuento
de vidas
un corazón se
pierde
bajo la sombra
de una voz perdida
y tan solo una
mirada fue raíz
¿acaso morimos
a falta de espejos?
lápidas a la
orilla del camino
un gato huye de
sombras
he muerto de
pisadas versos
al otro lado de
la lluvia
¿estarán allí
los latidos de la palabra?
amanece la flor
quizá la
esperanza no ha muerto
y sigo viva
*Poemas de Ana
María Fuster.
-Ana María
Fuster Lavín. Puerto Rico 1967. Es escritora, editora, correctora, redactora de
textos escolares y corresponsal de prensa cultural. Libros publicados: Verdades
caprichosas ( 2002), cuentos, premio del Instituto de Literatura
Puertorriqueña. Réquiem (Ed. Isla Negra, 2005), novela cuentada, premio del PEN
Club de Puerto Rico. El libro de las sombras (Ed. Isla Negra, 2006), poemario,
premio del Instituto de Literatura Puertorriqueña. Leyendas de misterio (Ed.
Alfaguara infantil, 2006), cuentos infantiles. Bocetos de una ciudad silente (Ed.
Isla Negra, 2007), El cuerpo del delito (Ed. Diosa Blanca, 2009), poemario, y
El Eróscopo: daños colaterales de la poesía (Ed. Isla Negra, 2010), poemario,
Tras la sombra de la Luna (Ed. Casa de los Poetas, 2011), (In)somnio (Ed.
Isla Negra, 2012), novela.
Fuente: Aurora Boreal®
EL IBYRÁ *
Estamos en
enero y no ha florecido el ibyrá. No han aparecido esas flores amarillas que
son el encanto de este barrio, podré decir sin ofender y para no abundar
escribió David Viñas para siempre. Bien escoltado por añosos fresnos y un ceibo
que plantó mi madre, es el más alto de todos este árbol —único en el pueblo—
que debo a la bondad de mi amigo Roberto Cocco, entrerriano cabal que vive
radicado en Santa Fe desde casi siempre. Allí está grabando música y el canto
de los pájaros que viene a ser lo mismo.
Conocí primero
al ibyrá en un poema de mi amigo Alfredo Veiravé hasta que su presencia real se
me hizo acto justamente en la casa de Roberto y de su mujer, Graciela Fracchia,
entrañables amigos de siempre. Enamorado de ese árbol que abunda en las zonas
húmedas, ellos me dieron una breve planta en una macetita, de no más de cinco
centímetros, y lo demás lo debo a la sabiduría y el amor por los árboles y las
plantas que tiene mi hermano, quien eligió una punta del terreno vecino a la
calle y cuando creyó que ya el traspaso de macetas era oportuno, lo plantó.
Hoy, siendo el árbol más joven está entre los más altos, incluso que los añosos
sauces que ha plantado hace cincuenta años mi padre.
Desde el verdor
pleno de los fresnos tomo mates y lo contemplo. Está realmente magnífico y
atestigua en su majestad las peleas de las calandrias con todo pájaro que se
acerque por allí. Pirinchas, benteveos, gorriones bullangueros, algún cachilo
suelto y este casal de zorzales que vino no sé de dónde y pretende hacer nido en
sus ramas donde este año hizo su aparición una viudita solitaria y donde rondan
tacuaritas confianzudas y no conscientes de su brevedad sonora en este mundo de
injusticias. Los únicos que no son molestados son los horneros, que bajan del
ibyrá apenas mi hermano corta el pasto a comer esos gusanitos minúsculos que
deben ser su manjar más apreciable. Los picaflores merecen otro capítulo en
esta breve novela del ocio, según mi madre.
Si bien estamos
en verano y tal vez el más tórrido en años, pareciera que no se hubiera hecho
presente todavía porque no se ha oído una sola vez, esa monótona sierra que
usan las cigarras, cortándolo todo en rodajas, para que sepamos muy bien qué es
esta estación.
La novedad
auténtica este año, ha sido la aparición de un grupo muy pequeño de mariposas,
de diversos colores. Que eran las que en mi infancia abrían el verano, junto a
las sandías del Gordo Ugolini atravesando el pueblo que recién nacía. El pueblo
que aún no tenía quien le escribiera sus historias.
Es más, en
aquel tiempo el pueblo estaba en blanco, porque estaba virgen de cualquier
historia.
*De Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
PRIMER AMOR*
*De Antonio
Dal Masetto.
En aquellos
tiempos todavía no odiaba nada ni a nadie. Tenía doce años y estaba enamorado.
Meses atrás, no muchos, había cruzado el océano en un barco de emigrantes,
había visto llorar a hombres rudos, había llorado a mi vez y me había escapado
de popa a proa para ponerme a soñar con América.
Miraba el
horizonte y fantaseaba acerca de llanuras, caballos impetuosos, espuelas de
plata y sombreros de alas anchas.
Lo que me
esperaba al cabo de la travesía fue un puerto como todos, hierro y óxido,
anchas avenidas empedradas, bandadas de palomas y más allá una ciudad como un
muro. Después vino el tren lento a través de los campos invernales, estaciones
vacías, campanazos que anunciaban las partidas y estremecían el silencio y,
finalmente, el pueblo. Nada de sombreros de ala ancha.
Lo primero fue
cambiar los pantalones cortos por unos mamelucos, los zapatos por alpargatas.
Me enseñaron el recorrido de la clientela, me dieron una bicicleta y me
pusieron a repartir carne. Tuve que enfrentar el desconocimiento del idioma y
soportar las burlas de los pibes en las que, por lo menos al principio, no
alcanzaba a distinguir más que la palabra gringo. De todos modos no me quedaba
quieto y cuando tenía uno a mano me le tiraba encima. Pero no había demasiada
convicción en esas peleas. Y en los baldíos, en las calles de tierra, lo único
que dejamos fueron algunos botones de nuestra ropa.
Lo cierto es
que ahora pedaleaba de mañana, pedaleaba de tarde y estaba enamorado. Ella se
llamaba Renata, usaba trenzas, tenía los ojos pardos y vivía en una gran casa,
con una chapa de bronce en la puerta, donde yo tocaba timbre cada día para
entregar el pedido. La amaba porque era hermosa, porque era la hija del doctor
y porque era malvada. Por lo menos eso comentaban entre ellas algunas clientas,
cuyas hijas eran compañeras de Renata en el colegio de monjas. Nunca me
pregunté qué clase de perversidades pudieron haberle ganado ese calificativo.
Pero en esos meses, para mí, la idea de la maldad se convirtió en un atributo
de la perfección.
El domingo en
que la vi por primera vez, Renata cruzaba la plaza con unas amigas: venían de
misa. Ella caminaba en el centro, lideraba el grupo, hablaba muy seria, la
cabeza erguida, y las demás alborotaban alrededor.
Vaya a saber lo
que sentí realmente, quedé turbado y esa noche tardé en dormirme. De algún modo
debí intuir que con aquel encuentro se abría una etapa nueva. Hasta ese momento
me había estado asomando al pueblo y sus calles como sobre un pozo sin fondo,
donde no había respuestas, ni siquiera preguntas, sólo estupor y una calma de
agua estancada. Recuerdo los amaneceres escarchados, la quietud del río, las
noches sin vida, los dos caballos tristes y pacientes bajo la lluvia en el
terreno cercado por alambres de púas, frente a nuestra casa. Vivía como aletargado
por todo eso, sumergido en un asombro quieto y distante. No sabía si algo en mí
estaba exigiendo un cambio. Era un adolescente inquieto, aunque la prueba a la
que estaba sometido casi no me permitía rebeldías, no pedía aceptación ni
rechazo, simplemente me rodeaba con su abandono, me enquistaba y me anulaba.
Después de
encontrarme con Renata, en los días siguientes, cuando averigüé que vivía
en aquella casa y me puse a soñar con ella, aprendí, entre otras cosas, que
había en mí una capacidad de sufrimiento hasta entonces insospechada. Y me lo
repetía a cada rato: “Sufro, estoy sufriendo, nunca sanaré de este
dolor”. Estaba realmente convencido. Pero también era cierto que todo ese
desgarramiento no me debilitaba, al contrario, comenzaba a instalar señales
reconocibles y familiares en esos días vacíos. A medida que aceptaba ese mundo
como mío, percibía que se iba desintegrando la rigidez que me separaba de todo.
La esperanza que cada mañana respiraba en el aire frío, el sobresalto renovado
cada vez que veía a Renata salir del colegio entre sus compañeras (un delantal
blanco siguió representando para mí, durante mucho tiempo, el símbolo del amor
y la aristocracia pueblerina), eran cosas reales, que me devolvían una
identidad. De este modo, sin saberlo ella, la presencia de Renata iba
introduciendo cierto orden en mi desconcierto. Me hundía en la impotencia y al
mismo tiempo me salvaba del desarraigo. Seguramente, por lo menos al principio,
ni siquiera debió darse cuenta de mi existencia. Y aun más tarde, después del
encuentro en el jardín, es probable que no haya vuelto a fijarse ni a acordarse
de mí. Sin embargo, desde esas distancias, ella me marcaba una dirección. Yo me
sometía, sufría y me sentía vivo.
Y así, aquellas
calles se llenaron de actividad, de cálculos, de horarios, de estrategias.
Siempre estaba yéndome o llegando, partía en mi bicicleta con cualquier excusa,
me ofrecía para todos los mandados. Pasaba por su casa, por la de alguna amiga,
por la iglesia, por el club, por cada sitio donde suponía que podía
estar. Corría permanentemente. En realidad, era ella la dueña del
movimiento. Se desplazaba y yo respondía girando a su alrededor, a una cuadra
de distancia, a cinco, a diez, como si estuviese atado con un hilo, ensayando
vastos rodeos, encarando finalmente por una calle donde ella venía avanzando,
para cruzarla de frente y pasar a un par de metros, pedaleando fuerte, la
mayoría de las veces sin atreverme siquiera a mirarla. Llevaba en el bolsillo
una libreta en la que anotaba:
“Martes 17, la
vi; miércoles 18, la vi; jueves 19, la vi dos veces; viernes 20, la vi, me
parece que me miró”.
Una mañana
toqué timbre y salió ella a atenderme. Había delirado con esa ocasión, pero no
supe qué hacer y todos mis planes se diluyeron. Me quedé mirándola, inmovilizado,
con mis mamelucos color ladrillo y mis alpargatas deshilachadas.
—Traigo la
carne —murmuré, con un tono y una torpeza que me hicieron sentir avergonzado.
No se dignó
tomar el paquete. Se hizo a un lado y me señaló una puerta:
—Dejalo ahí,
sobre la mesa.
Obedecí. Cuando
ya me iba oí que decía:
—Esperá.
Me detuve.
—¿Por qué
siempre me andás mirando? —preguntó.
Sentí que me
temblaban las rodillas y aparté la vista. Me dije que no habría otra
oportunidad como ésa y me esforcé por construir una respuesta en un castellano
decente, aunque cuando la tuve lista ya era tarde.
—Vení —dijo
Renata.
La seguí.
Recorrimos el pasillo y salimos, por la puerta del fondo, al jardín que tantas
veces había vislumbrado desde la calle. Aquello era como estar en un mundo
prohibido. Renata me guió entre una doble hilera de naranjos, hasta la pared
que separaba el terreno de la casa vecina.
—¿Sabés qué es?
—preguntó señalando con el dedo.
—Un rosal
—contesté.
—Eso es lo que
parece —dijo.
Se mantuvo en
silencio, pensativa, durante unos minutos, y advertí que era más alta que yo.
Después se acercó más al rosal y me contó una historia:
—Mi bisabuela
se llamaba Renata, igual que yo. Mi bisabuelo viajaba y la dejaba mucho tiempo
sola. Era una mujer bellísima. Se enamoró de un sobrino, quince años menor que
ella. Pero él la rechazó. Entonces lo mató y lo enterró acá, junto al muro. A
la semana notó que en este lugar había nacido un rosal. Tomó una tijera y lo
cortó. El rosal volvió a crecer. Lo cortó. Y así muchas veces. Hasta que
un día, mientras trataba de arrancarlo, se pinchó un dedo con una espina y
quedó embarazada. Cuando dio a luz vio que el chico era el sobrino al que había
asesinado. Pensó matarlo otra vez, pero finalmente decidió criarlo. El chico no
paraba nunca de mamar, jamás estaba satisfecho. Acabó con su leche y comenzó a
chuparle la sangre. Mi bisabuela se fue debilitando y al tiempo murió.
Mientras
hablaba, Renata no había dejado de mirarme. Calló y oí el chillido de los
pájaros.
—Dame la mano —dijo
ella.
Estiré el
brazo. Me arrastró suavemente, acercó mi mano al rosal para que me
pinchara con una espina. Soporté sin chistar, sin moverme. Retuvo mi dedo
para ver brotar la sangre. Entonces busqué en sus ojos el placer perverso del
que había oído hablar. Lo que vi fue gravedad y, me pareció, un velo de
tristeza.
—Ahora
—sentenció—, vas a quedar embarazado, como mi bisabuela.
Me soltó. Un
golpe de viento trajo el olor de la primavera próxima. Sentí que ese jardín no
se encontraba en el pueblo, sino en otra parte, lejos, y que tal vez nunca
tuviese que marcharme. Por un momento pude pensar que entre Renata y yo no
había diferencias, que éramos iguales y lo seguiríamos siendo mientras
permaneciésemos ahí.
Ella volvió a
hablar.
—Andate —dijo.
No había
prepotencia en su voz, ni siquiera era una orden, sino la manifestación simple
y clara de algo que debía ser hecho.
Crucé el
jardín, salí a la vereda y caminé hasta doblar la esquina. Apoyé la bicicleta
contra un árbol, saqué mi libreta, la abrí y aplasté la gota de sangre sobre
una hoja en blanco. Volví a guardarla en el bolsillo de la camisa, contra el
corazón. Después me llevé el dedo a los labios y lo mantuve ahí. Monté y
pedaleé calle abajo, hacia el horizonte quieto y abierto que se divisaba más allá
de las casas.
*De “El padre y
otras historias”.
FRAGMENTACIONES*
1
Las garzas
pasan por ti
como las nubes,
aprenderás
de lo que jamás
has olvidado
aprender,
cuando ya no
vueles.
2
Miras las aguas
del arroyuelo
fluir
y sientes con
nostalgia
los crujidos
de las piedras
despertar, a la
que fuiste,
antes de
conocer
a la que
ahora eres.
3
Eras la rosa
que ahora florece
de aquellas
manos
que
jamás aceptaron
el filo
de tus espinas,
o pigmentaron
tu color
con sangre.
*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es
PEQUEÑA
HISTORIA DE AMOR*
*Por Celso H Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
I
Seguramente en
los años cincuenta, Salta ya era “La Linda”, con sus cerros pintorescos tan
vestidos de verde, rodeando la ciudad; sus caminos de cornisa donde uno suele
humedecerse de nubes, ver los valles ondulados con aquellas vaquitas diminutas
como pintadas, pastando; y saliendo de una curva angustiosa los reflejos de un
prístino lago, con un dique de juguete.
Entonces ya,
como siempre ha sido, el tierno corazón de una colegiala ensaya
atropelladamente los primeros escarceos, de un galope estremecedor en un
inmaculado pecho infantil, prendado de un primer amor. Amor que nace con la
ilusión de ser amada, un amor que nace como un juego que casi no se puede ocultar,
y al compartirlo parece que se agranda, que ocupa todo el mundo.
Eso le pasó a
la pequeña Paola, aunque podría ser, o quizás era, a cualquiera de las demás de
esa escuela, y de todas las escuelas del mundo; pero sucede que por esto que
relato, aquello tan común e inevitable, pasó a trascender en el tiempo de este
modo.
Podríamos decir
que son cosas de chicos, que es un juego inocente que más o menos nos tocó a
todos; pero para las monjas que regían el colegio de varones y niñas anexo a la
basílica franciscana de la capital salteña, esas cosas eran censurables e
impropias de niñas o niños de bien. Sería una travesura coquetear o presumir, y
era posible que el objeto del deseo nunca llegara a enterarse, que no pasara de
una sospecha pero aún así, no dejaba de henchir el pecho del elegido. Pero la
aventura debía mantenerse sin que las celadoras lo advirtieran. Un caída de
ojos, una mirada, una sonrisa; que a esa edad los varones, más lentos en estos
lances, no terminaban de interpretar; por eso ellas en sus cabildeos, entre
risas y secretitos se decían que los pobres eran unos “babiecas”.
Roberto, de
quinto grado, no se daba por enterado, y Paola de cuarto, recurría a su grupito
de íntimas para pergeñar nuevas estrategias, ya que al estar ellas en cuarto,
sólo compartían el recreo, y siempre rigurosamente sobrevoladas por las miradas
vigilantes; por lo que todo debía hacerse con el mayor disimulo.
Así que un día,
en el aula, durante una aburridísima clase de historia, mientras el almirante
Brown disparaba sus cañones en el Río de la Plata; Paola escribió una pequeña
esquela de amor, arrebolada y temblorosa, muy lejos ella de la encendida
batalla de nuestro máximo héroe naval, soñando más bien, en la hazaña que
planeaban ellas: que una del grupito le alcanzara de sorpresa al desprevenido
Roberto, aquellos dos renglones en los que confiaba que la advirtiera, que al
fin él se avivara de una buena vez… y desde lejos, ver anhelante qué iría a
hacer aquel encumbrado príncipe; seguramente la buscaría con la mirada hasta
encontrarla, descubrirla, fijarse en ella, y seguramente, sonreírle
amorosamente…
II
De esto y de lo
que sigue lo conocimos mi mujer y ya por boca del antiguo sacristán de la
esplendorosa basílica de San Francisco en la zona histórica de la ciudad, en
una pletórica visita turística. Este hombre, no supimos nunca nosotros por qué
estaba tan dispuesto aquella mañana, mientras nos guiaba por el suntuoso
templo, uno de los verdaderos altares de nuestra historia; en la que se entrelaza
con la campaña del general Belgrano, donde tras aquella gloriosa batalla,
funden las campanas con el bronce de sus cañones, dejándole con fervor a Salta
un legado y testimonio de su gran victoria. Campanas que suenan en el alto y
pintoresco campanil, que tanto luce al frente en el conjunto barroco colonial
del emblemático templo franciscano, de marcados tonos que remarcan sus
elegantes líneas, volutas y ornamentos, propios de principios del siglo
diecinueve.
En la
sacristía, en el centro de una enorme sala, hay una mesa de grandes
dimensiones, e inamovible, como enclavada; ya que luce un pesadísimo y grueso
mármol que admitiría fácilmente veinte personas sentadas a su alrededor, traída
de Europa durante la colonia y de Panamá bajada por el Alto Perú a lomo de
mulas, y asentada en seis gruesas patas redondas, también de mármol…
Y este
escenario, y por esta preciosa mesa, se desató el relato de la historia de la
notita de amor
que Roberto nunca llegó a leer. O casi…
_Ah..¡Sí!
Ustedes no saben que pasó con aquel papelito que tenía grabados dos renglones
de ansiosas palabras de amor inmaculado y juvenil…_
_¿En dónde
habíamos quedado?..._
III
Roberto
permanecía un poco retraído, casi apartado, ya que se sentía grandecito, como
que ya ciertos juegos no le atraían tanto, y quizás un poco distinto a los
demás. En eso una de las compañeritas de Paola se le acerca rozándolo y
tratando de poner en su mano el mensaje. Como él no estaba atento, ella tuvo
que insistir, haciéndolo más evidente… y ¡Zácate!... Cuando Dios no quiere… Una
de las monjas estaba a pocos pasos y de reojo vio algo, y como si hubiera visto
al mismísimo diablo, saltó como un resorte, gesticulando a voz en cuello,
tratando de obtener aquel objeto que ya era al menos obsceno. Otras monjas corrieron
en su auxilio, gritando también aunque no sabían qué ocurría… Pero Roberto, ya
con el papelito se largó a correr, escurridizo como un mono por aquel patio de
juegos, se metió en la sacristía y en dos segundos estaba escondido bajo la
mesa. Sentía afuera el barullo del revuelo, donde todos se agitaban sin saber
qué pasaba.
Vio que entre
la pata y la mesada de grueso mármol había un intersticio, y apurado metió la
notita tan doblada como se la dieron, y la introdujo hasta que desapareció allí
escondido, el cuerpo del delito. Luego salió a enfrentar a la Santa
Inquisición. Hubo amonestaciones, suspensiones y notas a los padres; las más
severas a las niñas partícipes del delito. Salvo muy pocos aquel día, los demás
imaginaron cosas, o las mal interpretaron; los colegiales llevaron el tema a
sus casas y la cosa de pequeña pasó a crecer y a deformarse; las madres estaban
horrorizadas, y la ciudad misma terminó escandalizándose de las vejaciones y
quizás violaciones que impidieron las santas monjas del prestigioso colegio. La
moral misma de algunas familias se mancillaba en voz baja en las tertulias y en
las casas.
Tras aquel
bochorno, Paola fue llevada por una tía a Córdoba, donde continuó sus estudios,
fue desvinculándose de su ciudad natal, y casi no se supo más de ella.
Roberto pasado
el revuelo volvió furtivamente bajo su mesa a buscar la nota, pero no pudo
sacarla, por más que tratara. Otro día volvió con un estilete y otros enseres
para recuperar la notita, pero al insistir sólo consiguió empujarla más profundamente
en la ranura; y alzar la mesa, imposible, ni él ni diez como él… Más adelante
también la vida lo llevó a él a vivir muy lejos de su Salta natal…
Pasaron
décadas, al menos cinco; y Roberto pudo volver ya hecho un hombre grande y
lleno de recuerdos. Nunca olvidó aquella esquela, y pensaba en que mientras
envejecía con distintos logros, aquel papelito, quizá amarillento, estaría allí
como esperándolo.
Tras los
permisos de rigor, y con la ayuda suficiente pudo mover el pesado mármol,
alzándolo tan sólo un par de centímetros, y él mismo con sus propios dedos
obtuvo tras tanto tiempo, el pequeño trozo de papel, y leer por fin aquellas
palabras de amor que tan ilusionada y temblorosa había escrito Paola, aquel
lejano día, más de cincuenta años atrás…
Quienes estaban
con él en la espaciosa sacristía, asistieron a la emocionada estampa de un
rostro compungido, enmarcado por blancos cabellos, de blandas majillas, donde
bajaron por un instante, dos gruesas y temblorosas lágrimas, y un hondo e
imperceptible suspiro, fue el preludio de un largo y profundo silencio…
Yo me había
transportado siguiendo el relato del afable sacristán, tan ensimismado, que
también sentí mis ojos humedecidos y en el pecho el corazón como que se me
derretía lentamente…
_¡Oh Dios!..._
exclamó, mirando alarmado su reloj, y llevándose una mano a la frente, como
asustado…_¡Las doce y quince!..., ¡Y yo no toqué las campanas de las doce!..._
y agregó: _¡Sólo me había pasado una vez en treinta años!!!_
Y se fue
presuroso a su repique de campanadas de aquel medio día, en que se retrasaron
quince minutos… ¡Por una pequeña notita escrita por una jovencita enamorada,
hace más de cincuentas años!
-Avellaneda,
Santa Fe; 31/05/2011
*
La noche
se demora entre
los pinos
sumisa
a la espera del
viento.
Llegará
desde el mar
con la
soberanía
de los viejos
amantes.
Habrá un leve
temblor
entre las
ramas,
una música de
agua
que conocen
los hombres
de la orilla.
Cuando llegue
la hora de la
calma,
besarán
a sus mujeres
con bocas de
sal.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
LO PEOR*
Qué es lo peor,
derrumbarse por una despedida, sentir que hay algo que se pierde para siempre y
se lleva las propias entrañas, o saber pero saber de veras que uno va a salir
adelante, que todo pasa, que el tiempo lima y desdibuja.
La pérdida de
la inocencia, la definitiva pérdida de esa inocencia que nos hace creer que
alguien es necesario y que nos hace preferir las historias en que la heroína
toma veneno cuando muere el amado, en vez de hacer un prudente duelo y seguir
vendiendo pan o sellando formularios mientras espera que aparezca otro hombre
con el cual casarse y formar una familia.
De jóvenes
preferimos las novelas con suicidios por amor. De adultos hemos visto ya muchas
recuperaciones y descreemos de los excesos. Qué pena.
Es condescender
a la realidad y sobrevivir a medias.
Somos quienes
ya saben que todo pasa y se han inmunizado a fuerza de anticuerpos. Somos los
sobrevivientes. Duros, eso sí. Y habrá que ver si, sabiendo que el amor no es
eterno desde antes de la largada, somos capaces de querer de veras.
Lo peor es ver
el circuito desde arriba. Uno sabe desde adónde sale, hasta adónde llega, no
sufre demasiado porque el resultado es previsible. Pero no participa de la
carrera.
Lo peor es
hacer como que se corre, sin correr en realidad, por vaticinar la derrota.
Darse por vencido de antemano para evitar el desgaste. No hay nada que mate más
que una muerte aceptada de antemano.
Lo peor
entonces no es sufrir la pérdida, sino nunca haberse animado a intentar el
improbable trámite de realizar un amor.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
¿en qué rumor
lejano se hallaba la ternura?
en qué recorte
de tu mundo, o en qué vacío
de mi cuerpo
podría renacer
un mínimo gesto
o apenas el
recuerdo
improvisado
el rito de la
voz
la danza que
amanece
entre los
árboles
*De Alejandra
Alma. almaalma3h@gmail.com
InvenTREN
Esteban y
Lucía*
Esta arriba de
ese tren pero sabe que no va a ninguna parte, vagamente trata de calmar la
soledad con el método que utilizaba su tío después de enviudar por segunda vez
a los 85 años. "Contra la soledad del domingo no hay como un viaje en
tren" —recuerda con la voz presente de su tío. Se levanta y se dirige al
vagón comedor buscando una excusa para estirar las piernas, adelante va una
mujer muy agraciada. Al entrar al vagón comedor la mujer casi se tropieza con
un hombre que caminaba en sentido contrario sin verla. El hombre observa que de
las disculpas ellos pasan casi enseguida a un abrazo. "Sos vos" se
dicen, "pasaron 26 años". Como único testigo lamenta no tener mejor
oído ni leer los labios. Los reencontrados buscan una mesa, se sientan. El
hombre que viaja sin destino los sigue quizá por curiosidad, quizá por darle un
acontecimiento rescatable a su vida en este domingo. Encuentra una mesa, puede
verlos pero no escuchar. Debe seguir lo que ocurra desde sus gestos.
Los bautiza
para poder imaginarlos mejor: él se llama Esteban y ella tiene cara de Lucía.
Esteban tiene entre 55 y 60 años. Vive solo o con padres ancianos. Lucía
aparenta una década menos que él. No esta sola de hombre aunque la soledad es
la sombra de sus pasos.
Se ríen mucho.
De pronto Esteban ha recuperado la postura de un hombre joven. "Llevo tu
beso perenne en mis labios" quisiera decir Esteban. Ella le toma
delicadamente la mano, la acerca a su boca y le besa ese dedo que transporta un
hechizo compartido hace muchos años. No, no fueron amantes. Despliegan un
cariño que solo puede dar una bella amistad. Hace frío, aun en este comedor
donde hay vapores de café y tibiezas de cocina. Esperan el pedido tomados de la
mano. Cuando la moza llega a la mesa desprenden sus manos con incomodidad.
Después del café con leche aparecen ataduras, dolores expresados en el relato
de los rostros.
—26 años es
mucho tiempo—
Lucía le
recuerda que "El lenguaje es una piel", saca un libro de su cartera.
Le lee largo rato a Esteban. "La vida es un milagro".
"Encontrarse vivos y mutuamente sensibles es aún más milagroso". Con
los celulares se muestran fotos. Se brindan expresiones de ternura.
—Son las fotos
de los hijos. Intuye el observador. El tren va a detenerse en una estación.
Ellos se levantan. El hombre sabe que se van a bajar de ese tren. Hermoso día
para refundar el mundo con sus propios pasos —deberían decirse.
El hombre se
asoma por la ventanilla. Los ve irse tomados de la mano. Llevan una promesa de
futuro.
Seguramente no
les interesa ni el nombre de la estación, pero en el cartel se lee "San
Sebastián".
*De Eduardo Francisco Coiro
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
JOSE RAMÓN SOJO.
ÁLVAREZ DE TOLEDO. POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO
A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
PARADA KM 79
ENRIQUE FYNN. PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
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