domingo, abril 24, 2016

¿CENIZA ENTONCES, RESCOLDO DE NOSTALGIAS?



-Locomotora a vapor Henschel N° 761, Clase H.  Puente sobre Av. J.D. Perón en Florencio Varela. FCPBA

*Foto de FA SIL













El presente imperfecto*



*Por Héctor Ángel Benedetti.



Hacía mucho frío y todavía era de noche cuando llegó a la avenida Triunvirato, donde estaba la estación del Central Buenos Aires. Miró hacia el fondo de la otra calle: aunque cercana, la verja del cementerio solo se dejaba intuir por secciones, raramente iluminadas por los faroles de la vereda y los tachos encendidos de los primeros floristas que ya de madrugada trabajaban en sus ramos; del enorme pórtico griego tras las rejas se veía, o podía deducirse, su columnata. El ángel de la trompeta apenas era una mancha. Demasiado temprano para estar ahí (pensó). Desde la esquina, más allá del ferrocarril, la perspectiva se confundía pronto en la oscuridad a pesar de las débiles salpicaduras amarillas que significaban un tranvía o la vidriera de un café. Cruzó en dirección a la terminal. Caminó con pasos tranquilos, porque en realidad faltaba buen rato para abordar el tren que habría de ponerlo, horas más tarde, cien kilómetros más lejos.
Junto a la plataforma, el convoy estacionado parecía mayor de lo que en verdad era; sin embargo, de todas formas tenía su longitud: un mixto de cargas, encomiendas y pasajeros, encabezado por una locomotora de seis ejes, prendida y ansiosa por salir a echar vapor. La juzgó perfecta. No era una fascinación técnica, ¡qué sabía él de mecánica!; era más bien por aquel armónico esplendor de acero rodante, todo un arte de temple viril. Prefirió esperar arriba a que se hicieran las siete; buscó un asiento del medio. Lentamente su coche fue poblándose. No muchos viajeros, ninguno muy notable. Uno leía el diario con gesto de apatía; adelante, una señorita se concentraba en mirar por la ventanilla un punto fijo del andén. Llamó un poco la atención al subir una familia de caras ruborosas, con pinta provinciana, quizá de los campos de más allá del Pilar; marido y mujer de tanto en tanto hablaban en voz muy baja y con frases cortas. Los chicos se durmieron enseguida. Alguien de atrás tosió. Él leyó otra vez el boleto de cartón, que conocía de memoria; lo guardó en un bolsillo de su saco justo cuando sonó un silbato agudo y vino el sacudón de arranque. Afuera seguía sin amanecer.
Para las siete y media el tren ya había tomado la vía principal y comenzaba a despejarse cada vez más rápido del suburbio. Recién por Manzone asomó el sol; un sol invernal que los árboles obstruían, pero suficiente para mostrar el paisaje de las quintas, de unas calles de tierra que cortaban en diagonal, de un almacén, de una alcantarilla, de un caballo pastando, de otro ferrocarril que corría paralelo a pocas cuadras, de un ciclista solitario junto a la garita de un guardabarreras, de un palomar. Después de cruzar un puente de fierro (no reconoció el río: era el Luján), notó que el tren ingresaba a otro empalme y torcía un poco más hacia el norte, a la vez que el entorno se volvía definitivamente rural. Ahora, un caserón distante o un horno de ladrillos eran las novedades; lo habitual, el ganado y los molinos. La familia provinciana se bajó en Pavón. Doce kilómetros adelante vio la tapia trasera de otro camposanto, más antiguo que el de la Chacarita, donde subiera; era el cementerio de Capilla.
A las once menos cuarto el tren marchaba encajonado entre los pastizales de una trinchera: la entrada a la estación de Zárate. Aquí bajaron todos. El andén estaba varios metros abajo del nivel de calzada; la mañana, aunque muy luminosa, seguía siendo fría; en este lugar era, además, húmeda. Los pasajeros se repartieron por una escalera en herradura que ascendía hasta el edificio principal y pronto se dispersaron por la calle Mitre. Él no tenía tanto apuro. Ahí mismo compró un periódico, El Debate; y con ese andar tardo y desinteresado que fingen los forasteros cuando les sobra el tiempo en un pueblo que apenas conocen, se fue a leerlo a una confitería de la plaza, diez cuadras más allá.
Las noticias locales no le importaron, pero se fijó en el aviso de una pieza ofrecida en alquiler. También estudió la sección de empleos.



*   *   *


—¿Qué me pasó?
Casi no podía abrir los ojos, molesto por la claridad y el dolor de cabeza (sintió como si tuviera clavado un punzón en la frente). Intentó incorporarse de la cama, pero la enfermera lo reacomodó.
—Está usted bien, señor Ramírez.
—No me llamo Ramírez. ¿Dónde estoy?
—Tuvo un accidente y lo trajimos aquí; nada demasiado grave, pero perdió el conocimiento. No se asuste si por ahora no recuerda mucho. Su patrón se ocupó de todo, señor Ramírez.
—Ya le dije que no me llamo así. No sé de qué patrón me habla; por favor, dígame dónde estoy.
—En el hospital del Carmen, de Zárate.
—¿De Zárate? ¿Qué hago acá? Dios mío. Tenía que estar en Tribunales muy temprano. ¿Qué día es hoy?
—Quince.
La respuesta lo desconcertó.
—¿Acá el tiempo va para atrás? Salí de mi casa el dieciocho…
—¿El dieciocho de qué mes?
—El dieciocho de agosto.
—Estamos a quince de diciembre. ¡Ah, aquí viene el doctor!



*   *   *



Le prometieron la visita de un especialista. No soportó la dilación: al atardecer tomó su ropa  —la halló en una mesita junto a su cama— y se vistió con sigilo y rapidez. Se fue del hospital. En el saco descubrió unos pesos; a un viejo de la calle Pellegrini le compró el último ejemplar que le quedaba del diario El Eco tan solo para confirmar en qué día estaba y para tener la excusa de preguntar por la estación de trenes. El viejo le indicó que caminara hasta la avenida y doblase a la izquierda; iba a cruzar una vía, pero esa no le convenía para ir a Buenos Aires; según este hombre, era preferible seguir unas cuadras más por la misma avenida hasta la estación del Central Argentino, que ofrecía mejores horarios y un recorrido más corto (La vía que tenía que cruzar era la del Central Buenos Aires por la que él viniera, pero no la recordaba; la otra, la sugerida del Central Argentino, nada más le proporcionó que la borrosa imagen de una excursión de su niñez a la finca de unos tíos en San Pedro).
Con la cabeza aún latiendo y todos sus razonamientos aturdidos por las circunstancias, abandonó el diario en un cesto y se dirigió a la estación recomendada. Allí pidió un boleto. Sentado en el último coche, aguardó el toque de salida del servicio local a Villa Ballester de las ocho y cuarto, que luego combinaría con el eléctrico a Retiro. Miró su reloj. Miró por la ventanilla. La tarde había devenido en una noche magnífica.
El tren partió y al rato ya pasaba por un negro embarcadero de hacienda; después, por unos terrenos anegados que de a poco fueron erizándose en un pueblo grande y en una refinería tenebrosa; de allí salió a un malezal interminable bajo la luz lunar. Llegó a ver fugazmente unas cruces de palo y una pequeña ermita al costado del terraplén. Una pareja de chacareros se apeó en Otamendi. Sin saberlo cruzó de nuevo el río Luján. A medida que avanzaba, los campos se achicaron en granjas y se hicieron más frecuentes los pasos a nivel; en un punto ya todo fue ciudad. Se puso fría la noche.
Trasbordó y llegó en plena madrugada a destino, donde las cosas estaban como ayer.





*Héctor Ángel Benedetti es un escritor argentino nacido en General San Martín, provincia de Buenos Aires, el 10 de noviembre de 1969. Su obra comprende diversas materias; las más frecuentes son la narrativa de ficción (cuentos, novela), crítica literaria, relatos de viajes, e historia y análisis de temas relacionados con la cultura argentina.
Ha sido publicado por editoriales como Seix Barral, Planeta, Sudamericana, Corregidor, Proa y Siglo XXI Editores, entre otras. Varios de sus escritos premiados hoy forman parte de antologías.
Desde diciembre de 2010 integra la comisión directiva de la Sociedad Argentina de Escritores.












¿CENIZA ENTONCES, RESCOLDO DE NOSTALGIAS?










Arena*



¿Quiénes seremos cuando el ruido cese
y los cuadernos, ya cerrados, duerman?

¿Qué voz nos llamará por nuestros nombres?

Tan sólo nuestras huellas en la arena
quedarán, si el mar no las engulle.

¿Persistiremos lluvia, trino, rumoroso río?
¿Tal vez ensoñación de una palabra
prendida entre las crines del recuerdo?
¿Ceniza entonces, rescoldo de nostalgias?

Signos apenas en la arena leve.
O quizá sólo arena…


*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com













SOLO UN CAFÉ…*


A Silvio


Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto.
El Sur. Jorge Luis Borges



La vio acercarse, con el mismo sombrerito que usó en la televisión…

Se hallaba a punto de partir a provincias a una gira promocional de su más reciente disco, encendió el televisor para no sentir tanto silencio – o para acallar los gritos de sus pensamientos – y vio que estaban pasando una entrevista a enfermos terminales. Una idea un poco cruel, pensó, sin darle demasiada importancia.

De pronto escuchó su nombre. El entrevistador le preguntaba de nuevo a una de las pacientes – vaya ensañamiento – si ese era su último deseo.

- Sí - respondió una mujer con un sombrerito de terciopelo verde oscuro, apenas para intentar cubrir la calvicie a la que la condenaba su enfermedad -, de niña y adolescente fue mi ídolo, mi primer y gran amor, compraba sus discos, iba a sus conciertos, perseguía sus entrevistas, me sé sus canciones, sus poemas... Jamás pude siquiera tenerlo cerca… Ahora que estoy tan próxima a partir, desearía poder tomarme un café con él.
- ¿Y que le dedique una canción, tal vez? – insistió el periodista.
- Solo un café – dijo ella, mirando fijamente a la cámara.

Le pareció que los ojos de la mujer, de un azul casi transparente, se clavaban en los suyos. Aquello lo impresionó. ¿Sería una señal? Su religiosidad personal, conformada por lo que había ido eligiendo de varios credos, era muy profunda.

Si, a pesar de nunca ver televisión, de estar apenas prestando oídos, una mujer a punto de morir decía su nombre, y vivía en una ciudad donde harían una corta estancia… Era un llamado.

Logró localizarla a través del hospital donde se realizó la entrevista. Ella, muy emocionada, le dijo que no vivía en la ciudad, sino en un pueblo cercano, pero podía tomar un tren y coincidir con su apretado horario, una hora antes de partir. Para ayudar al encuentro, fue él quien propuso que fuera en el café de la terminal, un sitio agradable. No era primera vez que hacían esta parada, ahí vivía la madre de uno de sus músicos. El resto hacía cualquier cosa, hasta que se reunían en el punto acordado.

Se levantó, saludó con una inclinación de cabeza que ella respondió del mismo modo. La ayudó a sentarse y esperaron, sonriendo en silencio, que viniera la camarera para ordenar, él un café expreso, ella un capuchino.

Tenía la nariz levantada y las mejillas tersas, muy pálidas. En contraste, las pecas que salpicaban su rostro eran casi rojas. “Parece una niña que se resistió a crecer, tiene rostro de bebé”, pensó y se le heló la sangre al recordar que estaba frente a una persona a la que le quedaban, con suerte, unos meses de vida. Su antiguo miedo a la muerte estaba sentado frente a él.

Ella adivinó sus pensamientos.

- Conozco esa mirada, no te preocupes, no es tan terrible como parece... Todos venimos al mundo con fecha de vencimiento, la diferencia es que yo conozco la mía.

No sabía qué responder, mas, al verla echar a reír, aflojó la tensión y rió también. Había tenido sus temores, a última hora casi se retracta del encuentro. Las fans lo ponían nervioso, esperaban de él algo más de lo que era, como si tuviera que hablar todo el tiempo en el idioma de sus canciones, tener salidas geniales ante cada frase, tararear lo que ellas le pidieran. Hubo una que le reprochó su estatura… y hasta su edad, comentándole que “en la portada de los discos se veía más joven y más alto”.

- No espero nada trascendental de este momento – sonrió ella, leyendo su mente de nuevo -, debes estar hastiado de todo tipo de acosos, preguntas fuera de sitio, indiscreciones y comportamientos extremos. Mi deseo era éste, compartir un café contigo, nada más.

La hora discurrió tan rápidamente que quien los contemplara hubiera dicho que eran dos amigos que se reencuentran luego de una larga pausa y tienen mucho que contarse. Rieron, comentaron sucesos del pasado, eventos que conmovieron a muchos, otros casi olvidados… No tuvo que mirar el reloj, ella lo hizo por él.

- Llevo medida del tiempo, sé que estás en una breve parada. Mi agradecimiento no tiene límites y sé que te pondrá nervioso escuchar todo lo que ha significado para mí este encuentro. Solo quería, antes de despedirnos, hacerte un regalo, algo especial que solo yo puedo darte…

De nuevo sus nervios se dispararon: Lo dicho, con los fans todo es de esperar. Pero ella no parecía tener impulsos de besarlo, ni de dispararle con un arma oculta, pedirle su reloj, ni siquiera un autógrafo en algún sitio extraño de su geografía. En vez de esto sacó una agenda y un bolígrafo.

- Como sabes, estoy a las puertas de un viaje sin retorno – lo miró, sabiendo que acaparaba su atención -. Cuántos no habrás perdido, cuántos adioses inesperados, cuántas largas despedidas, cuántos “hasta pronto” que se transforman de golpe en “hasta siempre”.

Guardaron silencio por unos segundos.

- Siempre que esto sucede, pensamos que algo esencial faltó, más allá de la ausencia. Rezamos por una hora, por un minuto, así sea por saber que nos escuchan – continuó ella, extendiéndole ambos objetos -. Elije una de estas personas, la que darías cualquier cosa por ver una vez más. Escribe lo que quedó por decir. Te prometo que, si la otra vida existe, la buscaré y se lo diré, así me tome el resto de la eternidad.
- ¿Y es necesario ponerlo por escrito? – le dijo, con los ojos húmedos, llenos de remembranzas y agradecimiento.
- Sí, para poder aprendérmelo de memoria en el tiempo que me queda y transmitirlo, con tus palabras exactas, a ese alguien que amaste tanto y el destino te llevó antes de que pudieras decírselo.

Comenzó a escribir, entendiendo que el mensaje captado aquel día frente al televisor había sido para él, pero no del modo en que lo entendió.

Dejó gotear su dolor en el papel que iba cubriendo de renglones, sin saber si se hallaba en una estación de trenes, frente a una mujer aún joven y bella a pesar de los estragos de la enfermedad, o si se hallaban ambos en una estación de tránsito de un género distinto, y frente a él tenía un ángel que adivinaba sus deseos, sus memorias, sus temores y hasta lo que había pretendido sepultar en los rincones más hondos del olvido.



*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana. Cuba.














DE LA FUERZA DEL NOMBRE*




*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com





I



El Coiro me manda un enigmático y brevísimo correo donde dice: "¿Podés escribirme algo sobre Casbas?". El nombre no me suena de nada, por lo que abro el Firefox y busco en Internet. El primer enlace conduce hasta un pueblo de Huesca cuya existencia ni siquiera conocía (Huesca es la provincia limítrofe por el norte con Zaragoza, donde vivo), un pueblo pequeño hacia el este, cerca de Abiego y Bierge, nombres que sí reconozco. Y puesto que nunca antes he estado allí, me digo: "¿Por qué no?", pensando que lo que mi amigo argentino quiere es información de primera mano sobre este pueblecito, y nada más natural, por otra parte, que me pida el favor viviendo yo tan cerca del sitio en cuestión.
Así que al otro día meto unas cuantas cosas en una bolsa de deporte y me echo a la carretera. Camino durante un buen rato, hasta que un auto negro, un Renault 5 con más de veinte años, se detiene junto a mí. El conductor, casi un adolescente, me pregunta: "¿Te llevo?". Por supuesto, acepto. Él tampoco conoce el sitio. Su acento le delata: es gallego. Con una sonrisa franca, confirma mi sospecha. Dice que va al norte, a los Pirineos, sólo por ver la cordillera. Le han hablado de parajes extraordinariamente bellos, aunque no recuerda bien los nombres o los mezcla o los confunde. Para no resultar redundante, le menciono sólo cuatro lugares (también escribo en un papel los nombres y la forma de llegar hasta allí) que en mi recuerdo crecen más y más conforme se aleja el tiempo en que me fue dado visitarlos. El primero es el Forau d´Aigualluts, en el Valle de Benasque, una pequeña explanada rodeada de montañas donde, a veces, se tiene la sensación de que llueve hacia arriba. Es lo más lindo que yo vi nunca. El segundo, un pueblo llamado Aínsa. El tercero, aunque he de confesar que no me impresionó cuando estuve allí, es el Monasterio de San Juan de la Peña. No sé que es, pero hay algo desconcertante en la montaña donde está situado, algo feo y sin embargo inolvidable; tal vez -pienso confusamente- hago mal en recomendarle esa visita. Por último, escribo: Selva de Oza. "¿Qué es?", me pregunta. Es un valle hacia el oeste, por donde discurre el río llamado Aragón-Subordán. La vegetación tiene un color oscuro que produce sensaciones difíciles de describir, pero allí uno siente que está vivo, que de verdad pueden ocurrir cosas que te hagan sentir vivo, cosas maravillosas o atroces, pero en cualquier caso reales. El tipo asiente, acaso sin comprender del todo el sentido de mis palabras, y promete que irá a todos esos sitios. Luego se pone a hablar de su coche y, más tarde, de los grupos musicales que le gustan, cuyos nombres casi siempre me resultan extraños. No obstante, reconozco algunos, lo cual es motivo de alegría para ambos. Le recomiendo otros, que él no oyó jamás. “Te gustarán”, le digo.

Al llegar a Huesca, tomamos la carretera hacia Lleida. Unos kilómetros más adelante, nos despedimos con un apretón de manos. No tardaré en darme cuenta de que ni siquiera nos habíamos presentado. Somos dos extraños caminando en un túnel o en un insondable laberinto, que sólo por casualidad han compartido un brevísimo trecho del camino. Tal vez ninguno de los dos encuentre lo que busca, o como sucede tantas veces, lo encuentre y no lo reconozca.

Por la estrecha carretera que conduce a Casbas apenas hay tráfico. Atravieso una población y sigo adelante. Según el mapa, ya casi estoy. Es entonces cuando, de pronto, me asalta una extraña idea: ¿Y si no es esto lo que quería el Coiro?, pienso. ¿Qué interés puede tener para Inventiva un minúsculo pueblo aquí en mi tierra? Un sitio del que, por otra parte, ni siquiera yo tenía noticia hasta este momento. ¿Habrá algo que se me escape en todo este asunto? Perdido en esa confusión y en esa carretera solitaria, unas palabras aparecen en mi mente, fosforescentes como un letrero luminoso en medio de la noche: Próxima estación Casbas. Me doy cuenta de que he metido la pata (el Casbas sobre el que debería escribir es otro, y está en Argentina y no sé absolutamente nada de él. Mi maldito despiste crónico me impidió recordar hasta ahora que es una de las próximas estaciones del Inventrén) y lo peor es que está anocheciendo (es otoño y los días acortan). Por suerte, al fondo puedo ver las primeras casas. Advierto que estoy cansado. Espero encontrar un sitio donde me dejen dormir, porque hace un poco de frío y la manta que he traído es más bien fina. Pero no se ve un alma por las calles.

Al fin, distingo un vago destello al fondo de una calle lateral. Se trata de una puerta iluminada. De no haber anochecido ya, no la hubiese visto, tan tenue es el resplandor que de ella sale. Hacia allí me dirijo, con paso lento y el oído alerta. No es natural este silencio. Sobre la puerta hay un letrero de madera. La inscripción apenas puede leerse, pero se adivina que el lugar es una taberna. Cruzo el umbral y me encuentro en un cuchitril mal iluminado donde parece no haber nadie. Al oír mis pasos, un hombre sale por una puerta situada al fondo y, con un perfecto acento argentino, me saluda y pregunta si deseo tomar algo.





II



Una sensación de irrealidad me atenaza. No acierto a responder. Sólo le miro como se mira a un aparecido o como se podría mirar el propio reflejo en un espejo diseñado por Klein (el de la botella). Él repite la pregunta, más despacio, como si yo fuera extranjero y no comprendiese bien el idioma. No sé qué decir, qué hacer. Me siento como un actor de teatro esperando que el apuntador le sople el texto. Por fin, con cierto embarazo, me atrevo a pedir una cerveza. Mientras me sirve, el tipo explica que el pueblo está desierto porque hay un concierto en las piscinas municipales, un grupo de pop, uno de esos que venden muchos discos donde las diez o doce o quince canciones son, en realidad, la misma. Añade que incluso ha venido gente de los otros pueblos cercanos y hasta algún autobús de la ciudad. (Ese silencio ahí afuera, sin embargo, esa ausencia…). Al preguntarle dónde estoy, él me mira de arriba abajo y dice con naturalidad el nombre del pueblo. La siguiente pregunta no es fácil de hacer. Si el mundo sigue girando en su órbita normal y éste es, como parece, un hombre serio y cabal, se va a acordar de mis muertos y suerte tendré si no me saca del establecimiento a golpes; si por el contrario, el temor que me aprieta el corazón resulta ser fundado, yo me volveré loco. Aun así, no queda otro remedio: "Pero ¿Casbas de España o de Argentina?" digo en un susurro. Al principio, pienso que no me ha entendido, y tal vez sea lo mejor; acaso en el fondo conocer ese detalle no importe en realidad.

Pasado un instante, levanta la vista del barreño en el que en ese momento estaba lavando unos cubiertos y dice: "¿Acaso quieres tomarme el pelo?". Entonces me atropello, intento explicarle lo ocurrido, nombro el Inventrén y algunas otras estaciones, le cuento que soy poeta. "¡Poeta!" dice él. "¡Poeta!" repite. "No me lo creo. Nadie va por ahí en estos tiempos diciendo que es poeta. Usted es un aprovechado. Un sinvergüenza". Yo insisto. Mi sombra en el suelo gesticula como una marioneta de trapo, parece la sombra de otra persona, idéntica a mí pero con otro ritmo. Con amargura recuerdo que no he traído un solo libro; de haberlo hecho, mis argumentos quizá tuviesen más peso. Entonces, sin explicación, hay por su parte como una sorda aceptación, no ya de mis palabras o de lo que ellas pretenden comunicar, sino de la remota posibilidad de que sean ciertas. Mirándome de reojo, con desconfianza aún, se dirige hacia un extremo del mostrador, levanta un trapo oscuro que cubre un ordenador portátil y sentencia: "Ahora lo veremos". Abre el explorador, busca el Inventrén, busca mi nombre, encuentra resultados que le satisfacen, parece comprender que no le he mentido. La expresión de su rostro es otra ahora; luego me indica una mesa y sale del mostrador con una botella de vino en una mano y dos vasos en la otra. Nos sentamos, sirve el vino, enciende un cigarrillo y se larga a hablar convulsiva y nostálgicamente.

Así, me entero por fin de que nada extraño ha sucedido (si es que no es extraño encontrar de repente, en medio de un desierto, a un hombre que creemos habitante de otro desierto distante más de diez mil kilómetros). No hubo viajes astrales ni agujeros en el espacio. Estamos en Huesca. Con la voz plena de emoción, Manu (ese es el nombre de mi interlocutor) me habla de su niñez, de su adolescencia, se demora en detalles que tal vez hayan dormido ahí durante años, esperando esta noche y este vino; (afuera continúa el silencio, no hay ruido de pasos, ni de autos en marcha, ni siquiera el eco lejano del concierto. Si yo fuese otro, si fuese un tipo valiente, tal vez me asomaría un instante a la puerta, para mirar la luna, sólo eso: mirar la luna y saber que todo está bien). Mientras, la voz ronca de Manu me habla de la barra, de una novia que tuvo y perdió, “¡qué linda era!”, exclama. Luego hay un silencio necesario. Un movimiento lento, la mano de Manu buscando en su cartera y sacando de allí una foto cuarteada por el tiempo. La miro y hago un gesto de admiración. En efecto, la muchacha es guapa. (no sé si es entonces cuando comprendo que éste es cualquier lugar y cualquier momento, un retazo arrancado a mordiscos de la eternidad; tal vez por eso el obstinado silencio del exterior, la silueta en la pared de dos desconocidos conversando, dos latinoamericanos perdidos en cualquier parte, lejos y cerca de la vez, tenues fantasmas de sí mismos, sombras que se proyectan desde remotas noches olvidadas, que viajan en la nada hacia un tiempo inconcebible). Después escucho la descripción de un oscuro boliche que en su memoria se confunde con otros muchos que habría de conocer más tarde; me habla de su trabajo en el campo, del fatídico día en que se fue el último tren... Entonces algo parece romperse en el pausado hilo del relato. Clavo mis ojos en los suyos. Sujeto el vaso que viaja hacia sus labios. Lo insto a continuar, con el leve asomo de una sospecha insinuándose en mi entendimiento. Él me mira gravemente y retoma la narración: "...yo me fui en él. Aquel último tren que pasó por Casbas City, hace ya más de treinta años, se me llevó consigo. Luego anduve haciendo un poco de todo por todas partes. En Argentina, en Chile, en Colombia, en Bolivia y Ecuador, que es decir casi lo mismo, o de forma más breve, más certera, en Latinoamérica, que es mi patria... Nuestra patria" se corrige. Yo asiento. Luego continúa narrando las peripecias de una vida, una vida errante, como lo son todas. "Y, entonces, de pronto, llegué aquí" dice mientras vacía en los vasos lo que queda de la segunda botella. "De alguna manera, sentí que mi deriva había terminado. No es que la coincidencia del nombre y el cansancio acumulado me llevasen a tomar la decisión de quedarme. Esa decisión era anterior, fue ella quien guió mis pasos hacia estas tierras, ella quien me llevó de pueblo en pueblo hasta terminar en éste. Cuando llegué era de noche, como ahora. Dormí en unas ruinas a las afueras. No supe donde estaba hasta la mañana siguiente, pero durante el sueño supe que me quedaría aquí. No puedo explicarlo mejor. Lo sentí. Sólo eso. Y aquí estoy desde entonces".

No hablamos más. Ambos estábamos algo borrachos y era muy tarde. Dormí allí mismo, en una pequeña habitación que servía de almacén y donde había sitio de sobra. Al otro día, después de un abundante desayuno, Manu estrechó mi mano y nos despedimos como dos viejos amigos. Ambos sabíamos que había muy pocas posibilidades de volvernos a encontrar. Eché a andar por la carretera, en dirección al sur, no a ese Sur que nunca vi y que mi corazón incansablemente anhela, sino al otro, al de todos los días, al sur prosaico donde la vida sufre una combustión tan lenta que ni combustión parece.



-Sergio Borao Llop, publicó “El alba sin espejos”













SILBIDOS Y TANQUES DE AGUA*



¿Era Cortázar el que en Francia extrañaba no el país sino los signos de la Latinoamérica que nos atraviesan? ¿Era Cortázar el que extrañaba en su departamento de París el silbido de los hombres que caminaban por las veredas de Buenos Aires, manos en los bolsillos, pensamientos nebulosos, labios fruncidos en el soplo sonoro que modulaba melodías truncas? ¿Era, acaso, Cortázar quien observó que en la Europa faltan los tanques de agua sobre los tejados tan ordenadamente limpios?
La estación de tren de ladrillos, tan como cualquier otra, tan melancólicamente semejante a tantas otras, marcada su solidez por la evanescente silueta de los árboles, afeada la pureza con el tanque burdamente adosado, cañerías de langosta posada torpemente sobre la estructura perfecta.
Quién puso el tanque de agua. Quién destruyó con el cilindro burdo y claro la maravillosa cadencia de los ladrillos quietos, armonizados en rojo y naranja, recortados contra los verdes y terrosos y los marrones vegetales del paisaje.
Tanque de agua contra el silbido descuidado de la arboleda rala. Manos en los bolsillos, peatones indolentes.
Esta Latinoamérica que se repite en estribillos silbados sin razón y sin cálculo. Esta indolencia de abandono, de cielo extremo, de horizonte desolado.
Esta estación de tren sin trenes, sin guardas. Estos árboles que están desde antes y se prefiguran eternos. Este esfuerzo sin tesón, esta forma de hacer a medias, de adosar tanques de agua a las construcciones de líneas nobles. Esta irreverencia por los pasados esta despreocupación por los futuros.
La estación Rolito los silbidos los trenes muertos los despojos. La belleza caduca y mancillada, la belleza de lo que no fue ni será, la belleza del pasado desgastada, desprotegida. La falta de gracia. La primacía de lo necesario aunque los árboles se indignen.
Los que colocaron el tanque de agua habrán silbado en el viento. Descuidadamente. Sin pensar. Sin culpa habrán silbado el albañil y el plomero.
Después se habrán marchado y se perdieron en la sucesión de días inclementes.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com









EL PUENTE DE LA VIA*



Si no tuviéramos recuerdos,
no tendríamos conocimientos.





I


El puente estaba a una docena de cuadras, no más, de dónde vivíamos cuándo éramos niños, pero a nosotros nos parecía que la distancia era enorrrme, y siempre tentaba con su sabor de aventura.-
Teníamos necesariamente que hacer un tramo caminando por las vías, después de andar las últimas tres o cuatro cuadras del pueblo hasta el paso a nivel donde ahora estoy parado; contemplando y recordando esas vivencias infantiles, que pasaron hace ya varias y largas décadas.-
Estoy justamente en el cruce de la vieja vía con el camino.- El que saliendo del pueblo va recto al norte, pasando por las chacras sembradas.- El lugar está en parte casi igual; los grandes eucaliptos viejos, enormes y retorcidos siguen allí adelante, al borde, a mi izquierda.-
Claro que están más viejos que entonces, y faltan algunos, tumbados poco a poco por los vientos de tantas tormentas y algunos talados sin mayor conciencia. También falta enfrente un gigantesco Ombú, pero allí ahora fue avanzando el borde urbano, por lo que lo que era campo, hoy son calles vestidas de casas.-
Incluso desde aquí vislumbro a través de los rugosos troncos y altos pastos la vieja casona donde entonces íbamos los domingos con Audino, mi hermano mayor, a escuchar los partidos del campeonato por la Radio, cosa que nosotros aún no teníamos, y allí vivían varios chicos de la edad de él, primos entre sí, que eran compañeros en el Colegio.-
Ellos no eran ni amigos míos, ni compañeros, y hasta les tenía algo de temor, o recelo. Incluso los mayores, que se sumaban al grupo, eran para mí extraños. Uno tenía largos bigotes como ya no se veían, de otra época, retorcidos y puntiagudos. En esos años tuvo un trágico final este hombre imponente. Una noche lluviosa murió de un tiro de revólver en la ladrillería que tenían cerca de la amplia casona; un peón ebrio, de turno en el horno, puso fin a su vida, parece que por problemas pasionales o tal vez sólo por el vino.
Otro era tullido y usaba muletas, y era muy apacible y amistoso y a él sí le agarré mucho cariño. Siempre tocaba las conexiones de los cables con la batería, cuando la radio chirriaba o enmudecía.
Yo trataba de tener claro en qué constituía el equipo y cuál era su magia. El receptor, que en sí era todo un mueble, los cables con sus bornes, la batería o acumulador, el molinillo de viento que proveía la recarga, y la antena aérea, de altas picanas como mástiles, con sus riendas y blancos aisladores y el oscilante hilo de cobre con su bajada. Toda una instalación. Y... , las estaciones estaban a gran distancia. Se escuchaban pocas y eran casi todas de Buenos Aires, pero todavía no eran muchas las casas que podían tener una.
Pero no era sólo la pasión del fútbol ni las tardes de radio, sino recorrer este camino y su entorno, salir de nuestro pequeño mundo, y alejarnos de las últimas casas del pueblo, cruzar la vía, y adentrarnos en lo que había más allá. Cruzar la vía era el comienzo de la aventura. Más allá era otra cosa, el camino era largo, infinito, y hablaba de otros lugares que conocíamos sí, pero que estaban cargados de encanto. Hasta ese pequeño tramo era un viaje, un verdadero viaje, donde pasaban tantas cosas lindas: las llamativas alas pintadas del pájaro que nos rozó volando, el otro que estaba cerquita en un arbusto del alambrado, o la liebre que descubríamos en su carrera por las puntas de las largas orejas que asomaban zigzagueando en los pastos, o de pronto, una perdiz que nos mató de susto al alzar vuelo casi debajo del pie.- ¡ PPPPRRRR rrrrrr ...!
O la forma de aquel Tala, con su copa ahuecada y tupida como una techumbre, o aquella rama perfecta para una honda, o el ulular del viento, la frescura de una sombra, el flamear de los pastos; o los vertiginosos y traviesos remolinos de verano, levantando polvo, pastos, y papeles que quedaban girando, y se descolgaban lentamente del cielo, revoloteando como desilusionados, mientras que del remolino no quedaba ni rastros...





II


O sea: contemplo lo que queda y me transporto en el tiempo; mientras piso los rieles enterrados, soñando. Pero si bien detrás de mí el pueblo se convirtió en ciudad y el pavimento llega precisamente hasta la vía, hacia el norte el camino sigue polvoriento; pero en la vía el tren no pasa desde hace muchos años, veinte al menos.
Aquí el polvo del camino le puso una capa ya permanente y cada vez más compacta, dura como una lápida, y triste como una mortaja. A un lado y otro del camino los rieles abandonados duermen entre el pasto que los ha ido tapando casi por completo, y por momentos se dejan entrever entre la fronda de la gramilla por el pálido brillo que reflejan del sol de la tarde en el dorso casi opaco, y más adelante se adivina la vía y la curva que aquí comienza, redondeada y suave, más por la memoria que por la evidencia.-
Antes, ese brillo nos cegaba cuando caminábamos contra el sol, ya que el tren al pasar una y otra vez los mantenía pulidos como espejos, y la gramilla y otros pastos se mantenían prolijamente fuera de la franja que formaba la vía con el ancho de los durmientes a flor de tierra. A cada lado del cruce, en la línea del alambrado, los guarda-ganados impedían que los caballos, vacunos u otros animales grandes, ingresaran a las vías por obvias razones de seguridad.
No eran profundos, pero a nosotros nos atraían y nos demorábamos en pasar pisando, una y otra vez sobre las rejas, como demostrando el valor que teníamos, especialmente cuando los domingos estábamos acompañados por los demás chicos, con los que solíamos ir a jugar. Hoy están tapados en tierra, o quizás ni estén allí, porque no se ven ni rastros, al menos a simple vista.





III


Hacia el este del paso a nivel, la Estación quedaba a unas veinte cuadras, y la vía terminaba de hacer la curva y seguía recta unas diez cuadras hasta otro paso a nivel; pero aquello estaba fuera de nuestro alcance, al menos en esa etapa. Aquí teníamos suficiente. Aquí mismo a la derecha están todavía los galpones de una fundición de hierro, y enfrente una ruidosa desmotadora de algodón, que nos tapaba en polvo y humo, además de un constante zumbido de sus extractores, ventiladores y ciclones, que nos arrullaba y nos despertaba, una u otra.-
Al costado de la vía, formaban montones los residuos de borra y metal fundido, entre los que encontrábamos enorme cantidad de municiones de hierro, más o menos redondeadas, especiales para tirar con las gomeras, que justamente por su peso y su redondez, aseguraban una trayectoria de verdaderas balas; hoy diría que hasta sumamente peligrosas… Ese montón de desecho tenía incontables buscadores de proyectiles, que nosotros almacenábamos para nuestras correrías.-
También era campo de pruebas, porque la tentación era ver como se tiraba con estos o con aquellos, y los blancos predilectos eran los aislantes de porcelana del telégrafo, que bordeaba la vía junto al alambrado. Algunos chicos de nuestra edad, o un poco mayores eran unos verdaderos inadaptados, capaces de cualquier maldad, por lo que eso, era una nadería.-
Eso, o matar inofensivas palomitas, horneros, cuises, etc., que hoy horrorizaría a cualquiera, aquella vez pasaba desapercibido. Aún no se hablaba de ecología ni de especies protegidas, y casi, casi, ni de amor a los animales; al menos, no con la conciencia conque hoy se está asumiendo, y menos a los niños, y menos que menos a esos niños...





IV


A una calle de la vía vivíamos nosotros, y ver pasar el tren era una diversión que no menguaba por más que lo hacíamos todos los días, mañana y tarde. El más interesante era el tren de carga. No tenía un horario, como el de pasajeros, pero pasaba después de media tarde y en el invierno, durante la temporada de la caña de azúcar, íbamos al borde a esperar su paso, y nos solían arrojar cañas enteras o trozos, y para nosotros eran trofeos tan valiosos, que volver con cierta carga nos llenaba de gloria.
Recuerdo las emociones de la espera. Ver al maquinista o al foguista esconder o balancear las cañas que nos arrojarían, tras elegirnos; porqué a veces éramos varios los chicos que esperábamos junto al alambrado. Era todo un juego, para ellos seguramente divertido, para nosotros, angustioso. Si el tren era largo siempre había más gente en los vagones o en las chatas, que hacían otro tanto.
Pero no era necesariamente pareja la cosecha, era más bien cosa del azar. Todos guardábamos una estratégica distancia uno de otro, asignándonos en el momento un territorio; y desde nuestra posición aguardábamos expectantes. Ver que se fijaban en uno y revoleaban el trofeo en nuestra dirección, y caía más o menos cerca, pero entre las matas de paja brava, y había que encontrarla, a veces disputándola fieramente con el chico vecino; y otras veces con la poca luz del ocaso, se terminaban perdiendo y proseguíamos la búsqueda al día siguiente. No era seguro que la caña nos esperara, quizás el ocasional vecino nos habría madrugado.





V


Justo enfrente, cruzando la vía, había una pequeña franja de monte. Un montecito. No tendría más de media cuadra de ancho, y una cuadra de largo. Pero tenía todos los tonos de verde, y bastaba para que a nosotros nos pareciera una selva virgen, inhóspita, y cuajada de peligros...
Aromos, chañares, espinacoronas, arbustos y enredaderas, tunas con sus tentadoras frutas, pero erizadas de púas, cardos con sus varas floridas, insectos que zumbaban, diversos pájaros que anidaban allí, y un sendero bastante sinuoso que lo atravesaba; en una punta una lagunita, donde solíamos sentarnos por horas, con mi hermanito menor, Reinaldo, y a veces algún vecinito, a la sombra de los algarrobos que la bordeaban y hacíamos que pescábamos tirando los "bogueritos" entre los juncos , mientras observábamos las ranas o los sapitos, y los caracoles y los rojos racimos de huevos pegados a las pajas sobre la línea del agua.
Nunca la he visto seca a la pequeña laguna, ni en tiempos de sequías, y eso que no era más que un charco. Hoy me parece increíble, pero entonces hasta contemplaba hipnotizado las larvas de los mosquitos que tras la lluvia pululaban en la superficie, y minúsculas arañas que tejían redes entre las ramitas de la orilla.
Llegar al montecito, entrar en él bastaba para convertirnos en legendarios exploradores, arrojados cazadores, o valientes e intrépidos personajes como el mismísimo Tarzán de los monos... Como tenía inventiva fabriqué una pequeña ballesta, con su travesa, su tensor, su gatillo; y con unas afiladas varillitas metálicas como flechas.
Eufórico, tras comprobar su funcionamiento y su eficacia, me fui al monte, a la jungla, en busca de aventuras... Buscaba una pequeña pieza de caza, quizás algo peligroso, algo que valiera un tiro de mi portentosa ballesta... Tras moverme con cautela , despacio y sin ruido, al acecho, por más que estuve quieto largo rato, no he visto nada que se moviera; a no ser una rana verde que saltó entre las ramas de un árbol bajo y no dudé, casi diría que fue sin querer, disparé la flecha-varilla y la rana quedó atravesada, ensartada entre las ramas.-
Me quedé duro.
Si le tenía repugnancia a las ranas y a los sapos, al menos vivos los veía sólo un instante y a cierta distancia; pero ahora tendría que arrimarme y recuperar la flecha, pese a todo no estaba dispuesto a perder una de mis valiosas varillas de metal con un filo tan trabajado, no; para nada. Así que formé de tripas corazón y lo hice, me sobrepuse al asco, tomé al pobre batracio muerto y le saqué la flecha, y allí terminó la cacería, y con el estómago revuelto volví a casa. Nunca volví a tirar ni al blanco con el artefacto, y no supe decir en casa, porque no probé bocado en la mesa, ese día al menos.-





VI


El puente de la vía me queda al oeste. Solíamos venir por varios motivos. Indudablemente tenía su magia. Uno era la pesca. Y de tanto en tanto sacábamos alguna pequeña tararira, tanto para dejarnos con ganas. Si bien bajo el puente siempre había agua, y era bastante honda, no era más que un zanjón, que provenía de una cañada de las cercanías y que solo traía agua cuando llovía, que a su vez volvía a formarse cañada más adelante en el bajo, antes del puente del camino, y así sucesivamente.
Una vez, estando en primer o segundo grado, un compañero, más grande y muy corajudo ya de pequeño, porqué después estando él siempre era el líder de nuestro grupo; me convenció que lo acompañara a la casa de uno de nuestros compañeritos de la escuela que vivía en la zona rural. De ida fuimos por el camino, pero de regreso dispuso que regresáramos cruzando el bajo, a campo traviesa.-
El asunto es que había llovido hacía poco y la cañada tenía agua y si bien corría bastante no parecía honda. Además era como una maraña cruzada de pequeños zanjones y se podían pasar pisando los islotes que formaban. Todo a pequeña escala. Pero a poco era más ancha de lo esperado y más correntosa. Los pequeños canales se hacían difíciles de sortear, y un par de veces caímos y trepamos. Además yo era más chico y se me hacía difícil.
El no hablaba de volver.
Era aguerrido.
Pero sentí realmente miedo y tuvimos momentos difíciles, hasta que finalmente pasamos lo peor, terminamos volviendo a casa, mojados y temblando. No sé a él, porque era muy corajudo, pero a mí no se me borró nunca el miedo que pasamos aquel día.






VII


Ir por la vía hacia el puente era de por sí un paseo.
Tratábamos de caminar haciendo equilibrio por los rieles y pisar sólo de tanto en tanto el suelo para mantenerse, ya que los durmientes hacían desparejo el piso, además llevaba una zanja de desagüe cada dos durmientes a un lado y a otro alternativamente. Por lo que caminar requería atención y un paso coordinado.
Aunque para nosotros era un juego.
A la izquierda había un viejo aserradero, con una playa llena de grandes troncos, o piezas de madera, que llegaba hasta el borde de la vía. A la derecha había una excavación profunda, de donde sacaban tierra arcillosa para la ladrillería. Esta era la misma que correspondía a la casona de los grandes eucaliptos. Era frecuente que aquí viniéramos a bañarnos en los días de calor, especialmente a la siesta.
Todos sentíamos temor a que llegara la gente de la ladrillería, aunque estaba la cava al borde de la vía y además no hacíamos ningún daño. Nos bañábamos desnudos, y sabiendo lo vulnerables que quedábamos, dejábamos la ropa muy a mano, aunque salir del agua no era fácil ya que era barrancoso y la arcilla de por sí resbalosa.
En una de esas, en lo mejor del baño refrescante, sentimos el galopar de caballos y un griterío que asustaba. Verlos y tenerlos encima fue todo uno. Cada cual salió como pudo manoteando la ropa y cruzando el alambrado, y por las dudas correr a más no poder...
Nos vestíamos mientras corríamos. Tampoco era para tanto. Ellos no habrían estado más que divirtiéndose, pero nadie se quedó a averiguarlo. Había un chico nuevo en el grupo. Siempre estaba muy bien vestido.
Cuando todos nos juntamos en el paso a nivel él aún estaba desnudo con las ropas en la mano, temblaba de miedo, además había dejado el sombrero al borde del agua, y decía llorando que no podía volver a la casa sin el preciado sombrero. ¿Volver a buscarlo?... - ¡Ni locos!,- y el grupo se disolvió mientras él aún no lograba vestirse...
Quedé con él, y él allí firme, temblando; encima yo lo había invitado...
- ¡Bueno, vamos! – dije en un arrebato cargado de súbito coraje…
Y nos volvimos los dos solos. ¡Además los ladrilleros no iban a estar allí esperándonos! La verdad es que no podíamos estar seguros si se habían ido, porque el borde de la cava tenía una zona de arbustos, que nos impedía ver hasta que la trasponíamos, y ahí ya estaríamos adentro...
Pero sí, media docena de chicos y no tan chicos, estaban con sus caballos aún allí. Nos quedamos un momento duros, luego usé mi salvoconducto, que esperaba me sirviera: Yo era conocido de ellos, al menos de algunos. Así que me animé y les mostré el sombrero en el suelo, y le dije que era de mi amigo, y que veníamos a buscarlo.
No hicieron gran cosa, así que alcé el sombrero, los saludé con el sombrero mismo, y rápidamente me volví alcanzando a mi compañero, que ya se me había adelantado bastante, y estaba en medio de la vía; y aliviado, me vine riendo porqué yo creía, que no teníamos que haber disparado de ese modo.-
Al fin me había portado como un pequeño y valiente quijote.






VIII


Más adelante había sendas ladrillerías a ambos lados, y aún más adelante el puente. El puente era de hierro, y ladrillos, de cuando hicieron el ferrocarril. A veces veníamos a bañarnos, aunque yo siempre conseguí zafar porqué me daba miedo. Otras a pescar. O solamente a divertirnos. Pero el lugar era fascinante. El terraplén bajaba en un declive abrupto, con tortuosos caminitos que bajábamos a trompicones, entre tupidas matas y verdes plantas de ombúes nudosos.
A los costados había chacras sembradas.
Una siesta de domingo, muy calurosa, mientras el pueblo quieto y somnoliento, descansaba de los sudorosos días de la semana; nosotros, media docena de compañeros, llegábamos una vez más de excursión al puente. A lo lejos, un horizonte azulado y difuso, que el calor hacía reverberar, se veía como a través de un cristal ondulado y movedizo; mientras el silencio que nos envolvía contenía un mundo de pequeños zumbidos, chirridos y silbidos, propios del verano y de la hora, en que imperaban las chicharras y los pequeños insectos.
Nos sentíamos felices por estar allí; libres, aventureros, ansiosos…
Unos bajaron del terraplén antes del puente, y otros lo traspasamos, bajando al otro lado de la ancha y lagunosa poza, repartiéndonos así las orillas de pesca.
El más corajudo lideraba como siempre las acciones. Atento por encontrar en qué demostrar su liderazgo, además de tener una inclinación a vencer obstáculos o pequeños peligros.
Se le ocurrió venir a nuestra orilla, atravesando el estrecho pero profundo curso de agua que bajaba a la cañada; sosteniéndose sobre el alambrado, aunque faltaba algún poste, y los hilos sólo unidos por las varillas, se balanceaban peligrosamente a medida que avanzaba. Llegado a la mitad, el alambrado se volcó aún más, haciéndole casi tocar la espalda en el agua, lo que lo obligó a apoyarse pisando un trozo de tronco medio podrido, que flotaba junto a camalotes y deshechos, y la correntada empujaba, manteniéndolo contra lo que quedaba del inestable tendido…
El tronco, que era en parte hueco, se hundió en la punta que pisaba, y de la otra comenzaron a salir víboras en cantidad, tan asustadas como él, subiendo a los camalotes y palos, y otras nadaron zigzagueantes buscando la costa más cercana.
Gritamos o saltamos, y corrimos, no recuerdo bien. Sé que después nos organizamos y entre todos lo ayudamos a salir.
Era el precio que a veces le tocaba pagar.





IX

A veces cuando no tenía clases y en casa me permitían, llevaba a mi hermano menor a que me acompañara. Una mañana de sol pero con mucho viento, volvíamos a casa ya cerca del mediodía, embelesados con el ondular de las cañas y el silbido de las ramas, con los mechones de hojas flameando hacia el sur, por efectos del fuerte viento norte.
Un silbido me pareció más fuerte y me volví, justo a tiempo para ver casi encima nuestro, la tremenda mole de la locomotora del tren de pasajeros, que nos pitaba seguramente desde hacía rato, resoplando vapor y humo negro. Empujé a mi hermano violentamente a un costado, y yo alcancé a saltar al otro, y desde el suelo vimos pasar a un metro, semejante monstruo, con su diabólico movimiento de cigüeñales y de bielas, entre quejidos y bufidos de horrenda bestia metálica.- Sentados vimos como se alejaba el último vagón, en una humareda y pitidos anunciando como siempre, que estaba llegando una vez más.
No hablamos en todo el camino, y el susto no se nos iba por mucho tiempo. No podíamos creer de lo que nos habíamos salvado. De esto ni una palabra en casa, no sea que nos merme el permiso para volver otro día.




X


De todo esto me voy acordando mientras camino lentamente por la vía, o lo que queda de ella, mirando absorto el piso, los desagües borrados, los rieles semiocultos en el yuyo, los durmientes que sólo asoman alguna esquina de tanto en tanto, me paro antes de llegar al puente, me acuerdo de la excavación y me cuesta encontrar el lugar donde estaría; una irregularidad del terreno, con las barrancas borradas y cubierta de chañares, todo el terreno aledaño cubierto de ramas, en un verdadero abandono. Por aquí más o menos habrá sido, cuando el tren casi nos atropella.
Me siento un rato y sueño.
Cuando me incorporo veo semi-enterrada contra el borde de un durmiente, una bolita de vidrio de colores, un "bochón", como le decíamos entonces..., y no sé si en serio o en broma, me parece igual al que mi hermano siempre llevada, en el bolsillo de su pequeño "jardinero". - ¿Puede ser? ¡Claro que no! ¡A quién se le ocurre! - Encontrar una bolita así de aquel tiempo, así sin más...
Pero no sé, me quedo pensando en eso, y por las dudas, guardo muy bien el bochón colorido de vidrio, y me pregunto: - Pero; ¿Y ahora, habrá bolitas así?-
Un poco más y llego al puente.
Sigue estando, incluso tiene agua, pero no están los ombúes y un ramerío de espinas cubre los costados del terraplén.- Espinas y cardos y rameríos enmarañados, después de dos o más décadas de abandono.-
No es más que una ruina, nada que ver con aquello.




*De CELSO H. AGRETTI. celsoagr@trcnet.com.ar
-Avellaneda. Pcia Santa Fe
-Del libro "Los días felices", edición del autor; 2005.












Estación baldía*



En tu andén se extraviaron viajeros del tiempo.
Pero tren, tú ya no te detienes. Pasa tu silbo vertical, sin miedo.
Y me deja ausente. A la orden de un sueño, espero tu regreso.
Tendré que cultivar el susurro para nombrar los pasos que en tu andén perduran...
A pura luz de atardecer, al oeste, un día oirás mi corazón decir:

--Aquí desciendo.

Con la simpleza de espigas que maduran.



*De Miryam Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar




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