*Obra de Cecilia
Aguado.
Villa Gesell. Argentina
Ya viene el sol*
*De Carlos
Alberto Russomanno russomannocarlos@hotmail.com
Ya viene el
sol, dice y sonríe, pero es de noche, se está muriendo y lo sabe. “Here come de
sun churururu”, aclara.
Ya se terminó
el horario de visitas pero nadie me echó, por lo que me quedo en la silla
mientras comienza a hacerle efecto la morfina que baja en el goteo del suero.
Abro el bolso que dejé sobre la cama, saco la botellita plástica con ginebra
Llave y tomo unos tragos. Me siento mejor casi instantáneamente. “Dame un
cacho”, me dice con los ojos entrecerrados desde su cama el Osvaldito. Le paso
el envase y toma unos tragos. “Ahhh”, dice. Suerte que metí dos botellas en el
bolso, por las dudas.
Se abre la
puerta y entra una enfermera. Pienso que me va a decir que ya pasó la hora de
las visitas pero, con una toalla sobre el hombro y un termómetro en la mano,
nos increpa: “Viejo, ¿quién soy yo?, ¿la cenicienta gorda que limpia los pisos?
Aflojando con la joda”. Le pone al termómetro y tira de la ventana para abrirla
un poco. No cede. “No jodás, gorda. No seas ortiva”, le dice el Osvaldito. Le
saca el termómetro, no lo mira, y se va sin agregar más.
No sé si en una
situación como esta hay que hablar, contar algo, cualquier cosa, o quedarse
callado y no hacer nada. Por momentos parece dormir, respira fuerte, suspira
apenas, carraspea. Mete la mano bajo la almohada y saca unos Parisienes. Agarro
el atado, saco uno para mí también y enciendo los dos. Tomo otros traguitos,
toma otros traguitos.
Acostado, con
la cara para arriba, fuma el Osvaldito. Tira humo al techo y empezamos a estar
en una nube. “Viene el sol y digo que está bien”, dice. “Fue un largo y
solitario invierno. Parecen años desde que estuvo aquí”, digo. Sonríe. “Parecen
años desde que estuvo aquí”, repite y ya significa mucho más.
¿Qué sentido
puede tener recordar ahora las anécdotas del trabajo que hacía, sus días de
portero en la escuela, los conocidos y amigos que teníamos allí, los chistes de
siempre? Lo mejor es no decir nada, me digo. Pero el Osvaldito, seguramente que
sostenido por la morfina y acariciado por la Llave, empieza a hablar. “Cuando
la gente se va se supone que tiene algo que decir, que encuentra algo que no
sabía, que la sabiduría y todo eso. Pero parece que no, che. Tal vez es justo
eso, que no. Viene el sol y esperamos ver otra cosa que no es el sol, algo que
nos habla del sol, que lo representa, pero va que aparece el sol brillando y
nos sorprende. Algo así. Y está bien, está bien, está bien, dicen los muchachos
de Liverpool”. “It´s all right”, aclara.
Lo miro y no sé
si está lúcido o dijo estas cosas por casualidad. Pero si entendí tiene razón,
probablemente la tiene. Yo también estoy esperando esas develaciones oscuras
aunque diga que no. Qué pavada. “Churururu”, le digo.
Nos quedamos
cayados de nuevo. ¿Qué estará pensando? Parece que ahora duerme, o está tal vez
desmayado. Saco la botella y tomo algunos tragos profundos. Tengo sueño. Me
acomodo en la silla. Hace un poco de frío ahora.
Se abre la
puerta y entra de nuevo la gorda. Tiene un mate y un termo bajo el brazo.
Parece que está en ojotas. ¿Serán ojotas?
“Dale gorda
linda. Dale”, le dice el Osvaldito. Ella se acerca y se siente el chancleteo.
Son ojotas. Se ve que las zapatillas le hinchan los pies. Me seba un mate y me
lo da, aunque no se lo pedí. Esta lavado pero no está mal. Desconecta el tubito
de la bolsa de suero pero le deja la aguja pinchada. Saca con una patadita un
balde de plástico azul de debajo de la cama. Mete allí el tubito y le devuelvo
el mate. Se va, sebándose un mate. Se sienten las chancletas yéndose por el
pasillo.
Miro el balde y
del tubito sale despacito un chorrito de sangre, que se mezcla con un poco de
agua que ya había. No quiero mirarlo. ¿Será verdad lo que está pasando?
El Osvaldito
duerme. Me gustaría tomar otros mates calientes, me da como un frío, como una pena
rara.
El Osvaldito
duerme cada vez más y ahora está blanco. La cara distinta. Lo veo flaquito,
chiquito bajo la sábana. Pobre Osvaldito querido.
Agarro el bolso
y me lo cuelgo cruzado. Cierro el cierre. Me pongo las zapatillas que me había
sacado y las acordono rápido, porque me quiero ir y caminar por la calle.
¿SERÁ VERDAD LO QUE ESTÁ PASANDO?
Que abras los
ojos*
(plegaria)
*De Karina
Macció. karina@siempredeviaje.com.ar
Que abras los
ojos te pido
Dale
Abrilos
Miráme
Acá estoy
Mirame no te
escondas
Qué vas a
hacer?
Acá estoy
Acá
No me voy a ir
Me vas a
prender fuego?
Me vas a quemar
la cabeza?
Me vas a
abrazar hasta que sea un abraso que nos derrita a ambos?
Me vas a decir
que no fuiste, que no podés, que no es verdad?
Qué cosa no es
verdad?
Este golpe es
mío, tu marca en mi cuerpo.
Esta marca es
mi cuerpo.
Esto que ves
arder
es mi cuerpo.
No soy un
árbol, mi tronco no es madera
No soy una
bruja
Me arrugo, me
lastimo, me deshago
No soy un hada
Me hiere
Cada partícula
sonora de ironía
Tu golpe me
hiere
Tu palabra
corta
Tu falta de
verbo me obliga
No quiero
No puedo
No puedo más
Miráme
Me decís que
brillo
No soy el sol
No
Me duele esta
sangre
Me acerco y
sentís mis latidos
Te sorprendés
del ritmo
Qué querés?
Me agito
Me desboco
Me sale el
corazón por la boca
Abrí los ojos
Me exaspero
No te das
cuenta?
No ves nada?
Miráme de una
vez
Soy este cuerpo
Esta
conjugación
Nada más
Un par de
ocurrencias
Trucos
Risas risas
risas
Puedo reír
Puedo escribir
Puedo morir ya
Ahora
Miráme me rompo
Ves cómo me
parto?
Me rompés
Basta
Estoy quebrada
porcelana china
cristal fino
tintineo
astillo
Soy trizas
Vidrio que se
deshace
pierde forma
Llama
Fogata
Incendio
Basta
Cuando no hay
material
el fuego cesa
Basta
Cruje lo seco
Basta
Las cenizas son
tibias
Se enfrían
Vuelan.
(Km. 2016)
-Karina
Macció (Buenos Aires, 1974) es escritora, editora, docente apasionada por
la traducción. Dirige Siempre de Viaje, talleres de lectura y escritura, y
Viajera Editorial, dedicada a la literatura contemporánea, especialmente a la
poesía. Es profesora de Semiología en el Carlos Pellegrini y egresada del
colegio Nacional Buenos Aires. Le gusta organizar encuentros donde la poesía
brille y sea una experiencia inolvidable.
Ha publicado
Ocre, Amarillo vol1 (Textos Intrusos); Mis Peores Poemas de Amor/My love worst
poems (traducido por Annie McDermott, Viajera), Diario de la Transformación
(Viajera), La Pérdida o La Pérdida (Viajera), impresos en rojo (Gog y Magog),
Ferina (La Bohemia), Lestrygonia (Aurelia Rivera), Pupilas Estrelladas
(Siesta).
Menesteres
mínimos*
tengo los
recuerdos de la infancia
tendidos al
sol, en un patio con malvones
como la ropa
blanca que mi madre lograba
–sólo con sus
manos- darle fulgores azulados
patio con
higuera y limonero que, muy temprano
en tiempo
inesperado, se puso a echar flores
como loco, con
desconcierto. Como un enamorado.
Creo que por
allí aún anda mi padre, en su mundo
de rudas,
tomillo y menta, albahaca y poleo...
Seguro traigo de
ellos
los menesteres
mínimos
para hacer los
versos.
Inaugurada mi
sangre
con sus largos
silencios.
*De Miryam
Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
Desde las
profundidades de la noche*
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Desde las
profundidades de la noche
surgimos como
un sueño sin banderas.
Resucitados y
anhelantes
resolvimos
prendernos en el viento
y atravesar las
nubes tormentosas
que amenazaban,
negras, nuestro sueño.
A un horizonte
inmenso nuestros ojos volaron;
como locas
gaviotas errantes planeábamos,
pero eran
nuestros títeres los que se arracimaban
en la alegre
cubierta de un barco que zarpaba.
Toda costa
escondía una sorda presencia.
Siempre creímos
que el mar nos salvaría
pero el mar
resultó una pantomima,
una niebla
poblada de fantasmas
que a nadie
revelaron su secreto.
Y llegaremos,
si llegamos algún día,
a ese horizonte
que nos prometieron,
sólo para
descubrir, horrorizados,
una tierra en
tinieblas, una vasta penumbra,
un hostil
territorio que a nadie da cobijo,
una noche
terrible sin velas ni azucenas,
un pábilo
extinguido sin ventanas ni estrellas.
-Sergio
Borao Llop, publicó “El alba sin espejos”
POEMA
DES-ANDADO*
En la Estación
Central. Un hombre. Solo.
Llega y parte,
buscando andenes.
Siempre está de
regreso, aún de llegada.
En su mochila
verde,
solo una
golondrina,
un vértigo y
una antigua foto
amarillenta, de
un niño
y un caballo.
No, no está
solo. Hay una convención de soledades.
Aquelarre.
Están todos.
Nadie falta a
la cita.
El hombre
ciego,
atenazado a un
banco, pide.
Pide porque ha
dado.
El niño con
mocos escarchados
y ojos que
nunca lloran.
¿Para qué
hacerlo si no han de consolarlo?
La mujer que
vende su fusión en tumbas solitarias
Boca de percal
y pechos de magnolias.
Tampoco falta
el viejo, alarife de soles
de puentes y
andamios que casi no recuerda.
Al lado de una
bolsa abandonada,
otra bolsa. Sin
sexo.
Con un hálito
de vida.
No conoce otra
historia que la nada.
Y está la
vieja.
Añorando las
rejas del hospicio.
Meciéndose en
una hamaca de
cantos y de
tiempo.
Y el tren que
llega,
andando y
desandando
condenado a no
tener raíz
a partir y a
llegar.
El hombre trepa
en trasborde de
sueños.
Avanza, siempre
avanza
sin mirar hacia
atrás.
Antes del viejo
puente, al lado de un álamo
talado por un
rayo, el tren para.
Y el hombre no
lo piensa, solo salta
y vuelve al
aquelarre.
Ellos están
allí ¿adónde irían?
El hombre se
arrodilla.
Les da la
golondrina. Un apretón de manos
e inicia su
regreso.
Ya no le teme
al vértigo.
Desanda
soledades.
Penetra
lentamente, en la antigua foto amarillenta.
Allí lo
esperan. El niño y el caballo.
El silencio y
el miedo.
La raíz y la
flor.
La vida y la
palabra.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
Ruta 11*
*De Carlos
Alberto Russomanno russomannocarlos@hotmail.com
Me siento abrigado dentro de la
campera, aunque camino cansado por la ruta a las dos de la mañana hacia mi
casa. Me faltan muchos kilómetros y casi no veo nada. Respiro olor a yuyos
húmedos. Tengo miedo de que se me aparezca un perro malo, ¿qué hago si aparece
un perro malo y me ladra, si me quiere morder? Siempre me dieron miedo los
perros, los buenos y los malos.
Por momentos siento seguridad,
una especie de invulnerabilidad mágica, y estoy seguro de que ningún auto
podría atropellarme, aunque a la vez percibo indicios que me anuncian que me
ocurrirá algo malo, que moriré. Todo junto e igual de cierto y de incierto.
La capucha de la campera es una
bendición, porque me da la sensación de estar dentro de un iglú en la Luna y me
contenta. Me ayuda a avanzar.
Parece que estoy en un sueño, o
lo estoy realmente. Quién podría asegurarlo sin dudar. Enteramente esto es como
estar soñando, o como uno imagina que es estar soñando. Los pies caminando por
los yuyos y piedritas de la banquina que no llego a ver por la oscuridad. No
estoy seguro de dónde piso, de qué piso. Me apuro, troto, voy despacio, muy
despacio, caminando por el asfalto alejándome de la banquina sin darme cuenta,
no pudiendo avanzar, sin que tenga sentido avanzar.
Hace ya una hora que camino, o
tal vez dos.
Canto
Eleanor Rigby. “All the lonely people, Where do they all come from?, All the
lonely people, Where do they all belong?”. Mi voz parece encerrada en una habitación, cercana
a mí mismo. Es raro. Me da miedo. Paro de cantar. Comienzo nuevamente.
Qué distinto que es cuando uno
va en ómnibus. Ni se imagina lo que es estar en este lugar de verdad.
Cuando pasa un camión,
encandilándome, me alejo de la ruta, me meto entre los pastos. Pienso que al
camionero va a sentir miedo al verme, o me da vergüenza que me vea. Hubiera
sido bueno que me llevaran calentito en una cabina de camión, charlando, tal
vez fumando un cigarrillo, pero es imposible hacerme visible para hacer señales
de auxilio. Uno no puede pedir auxilio si realmente lo necesita, debe ser así.
Nadie llora a Eleanor Rigby. El
padre McKenzie es otro solitario, pero de los que nunca anduvieron por la ruta
oscura a la noche. Es más bien un consumidor de café caliente o de té. Al
hombre ya no le importa que esta gordo, viejo, que no tiene amor ni sexo. Ya ni
siquiera se masturba, porque lo aburre o porque le da pereza. Se quedó sin
recuerdos excitantes que lo motiven y no vale la pena buscar nuevos. ¿Dónde
podría conseguirlos? Y no está del todo mal. Yo también desearía poder ser ese
tipo de persona, pero no se dio de esa manera. Aquí estoy con mi perpetua
intranquilidad patológica, que a veces parece miedo, caminando de noche en vez
de estar en mi cama, o en mi sillón con un libro. Especialmente ahora desearía
ser este tipo de persona, porque las pequeñas luces de un ranchito lejano
titilan con el viento y me da frío, soledad. No sé qué me da, pero es feo como
la muerte.
¿Qué ideas pueden socorrerlo a
uno cuando lo necesita?, ¿qué debería pensar? Los recuerdos que me ayudaban
perdieron el sentido. Me quedé como iglesia sin crucificado. Está bien, pero no ayuda.
“All the
lonely people, Where do they all come from? All the lonely people, Where do
they all belong?” Sigo
cantando, y esta parte era triste.
El cielo tiene millones de
estrellas. Asusta un poco verlo desde aquí. Es real, y eso es tal vez lo que lo
hace insoportable, y también hermoso. Seguramente lo apropiado sería verlo a
través de una ventana, como lo hacía McKenzie, que de esto sabía, y de
camisetas de manga larga, que abrigan, que son cómodas y que no cuestan tanto.
Quién tuviera esa amplia estrechez de miras que lo acercara a una especie de
paz, quién pudiera considerar importante a la estupidez circundante.
Me siento cansado. No puedo
caminar. ¿Y si me quedara al costado del camino esperando al colectivo de las
8,20?, ¿podría? Tal vez el tiempo se me haría interminable, tal vez sufriera.
Veo, entre tanta oscuridad, lo
que parecen ser varios árboles, arbustos, pajonales. ¿Y si me meto allí y
duermo hasta que salga el sol y pueda tomar el colectivo de vuelta?
Me acerco despacio, tanteando.
Hay yuyos crecidos, tentadores por lo mullidos, escondidos entre arbustos. Sin
quererlo ya estoy agachado, palpando, y ocupando una especie de cama vegetal.
El olor es agradable, purificante, tranquilizante, y aquí no se siente frío.
Siento una especie de felicidad que pasa como bandada de patos.
Me acurruco, uso mis manos como
almohada bajo mi cabeza. ¿En qué estoy pensando? Me duermo, me duermo, me
duermo…
Camino en la calidez de la
tristeza por una ruta a las dos de la mañana rumbo a mi casa, abrigado en mi
campera. Me faltan varios kilómetros y el cielo brilla tenue, reflejando las
luces de alguna ciudad de quién sabe qué mundo inalcanzable. A nadie le gusta
ver esto, porque insinúa recuerdos inconvenientes, dolorosos. Estoy dentro de
mi campera, metiéndome dentro mío buscando alguna calidez que sé que existió.
Tengo sueño y sigo caminando con
mis zapatillas azules.
Canto
Eleanor Rigby. “Eleanor
is now in a pit underground, not sleeping or crying.
Eleanor Rigby, Where
are all
the
dead
who
have not lived? Are not they a bit like you and me?” Lo que
sucede con ella no es solamente que sea triste y solitaria, sino que ve la vida
sin intentar disfrazarla de lo que se espera que sea. ¿Quién tendrá una
atención para una mujer que ya es vieja y su cuerpo ya no provoca? Entonces
sale de noche y camina, aunque haga frio o llovizne. Sale a recorrer lo que ya
conoce, las calles de siempre, pero con el cielo en perpetua novedad, con las
estaciones que cambian. Camina cuando la gente duerme. Alguno la ve pasar
cuando mira por su ventana y piensa “Ahí va la loca Eleanor” y se acuesta
nuevamente.
Siento el
graznido de patos que pasan volando, pero no los veo. Me pregunto si ellos me
ven a mí, si notaron que camino solo y que podría ser uno en la bandada si me
admitieran. Si lo admitiera. Volaríamos sin saber hacia dónde aunque
sabiéndolo. El placer del viento en el pico, de atravesar campos y ríos,
recorrería nuestros cuerpos livianos como lo hace la sangre oscura de pato. La
fuerza cálida, clara y poderosa nos llevaría como papeles en el viento,
guiándonos, haciéndonos felices.
Es la
misma fuerza que mueve a las ciudades y las afiebra, pero que en la gente no es
la energía cálida y clara que lleva como el río a las piedras y a la arena. No
los hace felices o no saben interpretarla, sentirla, y quieren enfrentarla y
hasta ganarle. Yo también soy esa gente, porque no es posible no serlo.
Entonces
no soy pato porque pienso sin saber nada. Si se lo considera verdaderamente
resulta algo confuso e incluso frustrante el no ser pato, sobre todo en
momentos de claridad como este. Ya se siente lejos la bandada y me sorprende
que no me hayan acompañado de alguna manera.
“Eleanor Rigby, oh Eleanor Rigby” –canto. “Ella
te mira aunque no te ve, es como un pez que no sabe que vive en pecera”.
Esa es la parte triste. “Eleanor Rigby, busca sermones en las casualidades y
habla sola aunque no se escucha. ¿Dónde vas hoy que no llueve?, ¿no crees que
ya has opinado lo suficiente?”. Mi voz parece como que viene de un pozo profundo,
oscuro y húmedo. Es raro y me inquieta, me atemoriza. Paro de cantar y meto las
manos en los bolsillos.
El padre McKenzie es también un
solitario, aunque a él la situación no lo apene. Escribe sermones sin sentido y
esa es justamente su forma de manifestarse.
Tengo sueño y sigo caminando con
mis zapatillas azules, pisando la ruta húmeda. Un paso y otro paso sin
detenerme. Casi no me canso, más bien circula por mi cuerpo, junto a la sangre,
una tibia y tenue dicha que no podría definir o comprender. La sensación de que
una constante energía, una especie de fuego controlado o de ronroneo de motor
aceitado, mueve mi cuerpo y mis pensamientos. Esta juventud debería no acabarse
nunca ya que soy esa misma intensidad que, cuando se atenúe, cuando casi se
extinga, se llevará consigo mi identidad. ¿Quién soy cuando el tiempo me
disuelve?, ¿cuándo la erosión de tanta arenisca desgasta las líneas de mi
verdadero rostro? Porque de alguna manera sé que soy alguien más que el que
ahora camina tibio en el frío, que con sus zapatillas azules da un paso y otro
más sobre el pavimento húmedo. Soy también el moribundo que me va devorando,
que me cuesta ver, que no puedo entender. Al mismo tiempo uno es varias
posibilidades que evitan dialogar entre sí, pero que en algunas oportunidades
se miran, se reconocen, y no se asombran de encontrarse, ya que siempre
supieron calladamente que el otro está.
Tengo mucho sueño y ya casi no
me importa nada más. Deseo estar en mi cama y me prometo que una vez que la
encuentre sabré valorarla. ¿Y si me quedara al costado del camino esperando al
colectivo de las 8,20?
Veo, como si se tratara del
fondo de un lago al que llega tenue la luz del Sol o de alguna Luna acuática,
varios árboles, arbustos, pajonales. Me acerco para acostarme allí y olvidar el
mudo confuso.
Hay una especie de cama vegetal.
El olor es agradable, purificante, tranquilizante. Lo sorprendente, aunque
realmente no me sorprende, es que me veo a mí mismo allí acostado y dormido. Me
miro de cerca y es raro. Me acerco y me oigo respirar. No me da miedo. Me
acuesto al lado y me siento cómodo, sin frío. Uso mis manos como almohada bajo
mi cabeza y me duermo, me duermo, me duermo…
Camino por la ruta a las dos de
la mañana hacia el recuerdo confuso de mi casa, sin saber completamente quién
me dijeron que soy o quién decidí no ser. Intento inquietarme, convencerme de
que los náufragos arrastrados por las corrientes luchan contra el océano y se
exasperan dolorosamente, pero no logro actuar ni creer ese papel.
Si es verdad que hay gente que
se ha metido en un espejo, que se ha ido y desaparecido, probablemente sea mi
caso. ¿Y si resultara que ambas realidades, la del mundo en que se vive y la
del espejo, son igualmente un reflejo?, ¿un reflejo de nada? Quién sabe por qué
siento esto ahora, bajo la llovizna que me humedece el pelo. Tal vez justamente
puedo imaginarlo por esas gotas que caen por mi cara y que bebo. El agua
alimenta mi pensamiento, aunque no sé si lo que se me revela es cierto o es
solamente bello a la manera de los poemas, de las palabras, de los aromas.
Olvidarse de quién se es y
seguir siendo es lo que sucede a los que se adentraron en el reflejo.
Camino sin detenerme, sin
apurarme y sintiéndome cómodo. Deseo caminar, aunque sea un rato. Quién sabe
para qué o hacia dónde, pero no deja de ser equivalente al caminar fuera del
espejo. La gente necesita de los caminos porque está hecha para recorrerlos:
estoy haciendo lo que mi naturaleza me pide. ¿Acaso puede hacerse otra cosa? A
mí no se me ocurren otras posibilidades, y tampoco me interesan mientras la
dicha cálida que me recorre siga haciéndolo. Soy como un pato oscuro
atravesando el cielo oscuro con su bandada, guiado por una vibración cosquilleante,
que ve pasar por debajo campos y ríos, que huele el aire impregnado de
vegetación húmeda y que quiere ser pato.
Tengo ganas de cargar mi pipa
con tabaco y continuar, paso tras paso, fumando y humeando. Eso me indica que
antes, en algún momento, usé y gusté de alguna pipa.
Existe una canción tan larga
como un libro que cuenta la historia de una mujer que vive en un sueño de
soledad del que no puede subir. Recorre las calles que bajo ese océano existen.
Dice que está buscando a la gente y se detiene a mirar en las ventanas de las
casas, pero es imposible que encuentre a alguien, ya que a esa hora todos están
en sus camas y ella de alguna manera lo sabe, pero es como si no se diera
cuenta. ¿Qué espera Eleanor, para qué hace lo que hace?
Meto mi mano en el bolsillo
trasero de mi pantalón y encuentro mi pipa. Sabía de alguna manera que estaba
allí. La lleno de tabaco y la enciendo. Es una hermosa compañera mi pipa
humeante.
Canto. “Eleanor no tiene frío en
su madriguera allí abajo. No le interesa que la comprendan ni lo que vende
McKenzie”. Las chucherías de McKenzie.
Si este caminar tiene algo que
ver con la muerte, ya que en cada paso que doy me deshago y me olvido de mí y
de los demás, desearía que en un último acto de piedad se me revelase el
sentido de lo que es, ya que no podré contárselo a nadie. Sólo un recuerdo, que
fluctúa entre lo real y el sueño, surge resumiendo en una imagen mi vida: en el
otoño cálido una hoja cae girando en el aire denso. Hermosa e incomprensible.
Mística sin dioses.
Siento mis pasos sobre la hierba
mojada, sobre el pavimento. Tengo sueño. Un aroma a yuyos frescos me hace mirar
hacia el costado, hacia el interior. Los árboles, los arbustos, los yuyos han
formado una especie de pura cama vegetal. Allí, dormido en la tranquilidad, me
veo y no me sorprendo. Respiro y el aire sale tibio. No me da miedo. Me
acuesto, casi me abrazo a mis cuerpos. Estoy cómodo. Uso mis manos como
almohada bajo mi cabeza y me duermo, me duermo, me duermo…
¿Dónde están
ahora? *
Para David
Bowie
Soñé que
había una corriente
que fluía hacia
el norte
desde el río
Kagera.
Imaginé que
atravesó
por las Islas
Ssese.
La vi salir del
lago
en Bujagali.
Soñé que estaba
llena
de nadadores.
Era sólo el
movimiento del agua,
eso hizo que
sus cuerpos
parecieran
tener vida.
*De Robert Gurney. bob@verpress.com
A Night in Buganda, 2014.
(En memoria de
las víctimas del genocidio de Ruanda.)
*
Me quedé
mirando
la bandada
negra
huyendo hacia
el norte.
Las sombras
fugaces
tejieron el
cielo
de redes
sutiles.
Todo se hizo
vuelo.
Mi mano
extendida
fue un pájaro
absurdo.
Me quedé más
sola.
Perdida en el
aire
se me fue una
pena.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
LOS SIETE
ALDABONES*
Traigo siete
aldabones
atravesados en
la garganta,
una canción
para mi
tormento
horada mi
esófago,
un gato,
lúgubre,
enterrado
en mi apellido
de soltero;
un pan
arrebatado al
fuego
de la mañana;
una ala de la
utopía
en el cuello
metálico
del abrigo
irlandés, junto
al manual
de religiones
paganas. Runas,
predicciones,
candelabros
y Cábala.
Traigo
estériles los
bolsillos
del corazón,
ahogados
con regalos
azules
que nadie
quiere:
La guitarra
de un
superhéroe,
colecciones
de escarabajos
que
pertenecieron
a un faraón
albino,
y crucigramas
en lengua
de nigromantes,
que al
anochecer,
las pezuñas de
Dios
convertían
en murciélagos
lectores
del evangelio
de la poesía.
*De Daniel
Montoly. danielmontoly@yahoo.es
InvenTREN
Una ausencia
rodeada de escombros*
Helado era
aquel amanecer de invierno, allá por el ‘77, cuando las siluetas de los tanques
aparecieron en el horizonte. Pocos fueron los vecinos que ignoraron lo que
ocurriría a partir de entonces. La mayor parte del pueblo había aguardado aquel
instante montando guardia durante toda la noche, calentándose debajo de gruesas
frazadas y mateando hasta el hartazgo, iluminados los torvos semblantes por el
resplandor de los Primus, gauchitos por siempre, compañeros en las casillas y
en la vía.
La noticia
había llegado hacía ya varios días, aunque el clima de desasosiego se perfilaba
desde hacía meses. El ramal ferroviario que otrora pertenecía al Midland iba a
dejar de cumplir su servicio habitual. La ley de Martínez de Hoz decretaba que
"los ramales que presentaran baja densidad de tráfico ferroviario serán levantados
antes del fin de septiembre del año 1977". Aquellas palabras habían
resonado en los oídos de los habitantes de los pueblos interconectados por el
ramal como una filosa caída de guillotina. Su principal fuente de comunicación
y transporte desaparecería para siempre. Y entonces, ¿qué sería de ellos?
Coronel
Marcelino Freire era un típico pueblo de campo, constituido por los Cornero,
los Boeri y los Martello, entre otras familias. Todas ellas oteaban el
horizonte a través de las pequeñas ventanas de sus cocinas aquella infausta
mañana en que llegó el Ejército. Y todos, a paso lento y amargado, resignados
ante el peso implacable de la ley dictada por las autoridades, salieron de a
uno al frío de la mañana, a ponerle el pecho al destino que los aguardaba, implacable,
a pocas horas de distancia.
La amenazante
silueta de los tanques ya rodaba a la entrada del pueblo cuando sus habitantes
pisaron las calles de ripio. Los motores ronroneaban y tosían al acercarse,
desplazando unas moles blindadas que no daban señales alguna de vida aparente.
Como si los emisarios del corte del servicio no fuesen hombres sino máquinas,
insensibles engranajes de una cruel estructura de poder. Al frente de ellos, un
jeep con la cabina cerrada por una sucia lona verde lideraba la lenta marcha.
Sólo al
detenerse la formación sobre la calle Ayacucho, cuando las puertas se abrieron,
los pobladores consiguieron identificar a las fuerzas del orden. El oficial a
cargo, con la gorra encasquetada en la cabeza hasta las cejas y las solapas del
abrigo levantadas, bajó del jeep, hizo sonar un silbato que alertó a todos los
presentes, estremeciendo a las mujeres, y gritó hacia la improvisada
muchedumbre:
-¡Soy el Mayor
Oscar Tomeo, y busco al Señor Jefe de Estación! ¡¿Saben Uds. dónde se
encuentra?!
Hacía ya varios
días que por allí había circulado el último tren, llevándose consigo las
ilusiones de todos. Con él, transido por la inapelable noticia de su despido,
se había marchado Don Agustín Camardón, histórico Jefe de Estación, munido por
sus pocos enseres, incapaz de hablar y despedirse, demolido por la angustia. Ya
nadie se haría cargo del funcionamiento de su otrora prestigioso lugar de
trabajo. Desde entonces, la estación quedaría en pie como absurdo monumento a
la ineficiencia política.
Aunque la
cadena de absurdos no hubiese hecho más que comenzar…
-Se fue hace
rato –respondió José Martello, dando un paso al frente, un tanto atemorizado
por el uniforme y los galones. –No hay autoridad ferroviaria en Coronel
Marcelino Freire. Parece que ya no la necesitamos…
-¡Entonces
–continuó el Mayor Tomeo a los gritos –se retiran todos de las inmediaciones de
la estación! ¡En nombre del Gobierno de la Provincia vamos a dar comienzo a las
tareas de saneamiento y demolición!
Demolición… La
sola idea estremeció a los presentes. Un débil sollozo femenino, consciente de
la imposibilidad de sostener una ilusión que negara aquella equivocación, se
dejó oír entre la variedad de apagados murmullos. Alguien quiso protestar
cuando el Mayor Tomeo se volvió hacia los tanques, pero otro vecino lo llamó a
silencio de un empujón.
Las puertas
superiores de los blindados se fueron abriendo con chasquidos metálicos. Varios
cascos verdes se asomaron y contemplaron el perfil del edificio que se elevaba
hacia su izquierda. Amplios ventanales y gruesos muros les devolvieron la
mirada.
Con espartana
precisión pero sin apuro, los uniformados comenzaron a desarrollar sus tareas,
bajo la asustada mirada de los pobladores, que a poco de permanecer allí,
calados de frío hasta los huesos, dedujeron que la aparente amenaza de la
caballería blindada podía llegar a resultar simplemente eso.
Los soldados
derribaron la puerta de la boletería, de la oficina principal y de la sala de
espera, además de abrir con varios culatazos de máuser los pesados postigos de
los ventanales. Luego, ataron unos gruesos cables de acero a las estructuras
metálicas de sus tanques, mediante sólidos ganchos de amarre, y tendieron el
otro extremo hacia los mudos ventanales, perforando con taladros sobre las
paredes a fin de colocar las gubias donde amarrarían el cabo restante de los
cables. Una vez realizada la maniobra, avanzada la mañana, entibiados rostros y
manos por el tímido sol invernal, volvieron a trepar a los tanques y
encendieron los motores.
-¿Qué van a
hacer? –preguntó por lo bajo Raimundo Boeri, a medio camino entre la
resignación y la curiosidad, incapaz de comprender la efectividad de la
operación.
-Una gran
cagada –sentenció a su lado Eustaquio Cornero, deseoso de unos mates, pero
temeroso de perder algún detalle del espectáculo que ya había congregado hasta
al último de sus vecinos frente a la tradicional estación, tumultuoso centro de
reuniones a la hora en que solían llegar los expresos de pasajeros, mucho
tiempo atrás.
-Mejor así
–masculló José Martello, atesorando una débil sonrisa de esperanza. –Que les
cueste derribar el esfuerzo de quienes vinieron antes que nosotros a levantar
nuestro humilde medio de vida.
Los blindados
giraron sobre sus orugas hasta ponerse de espaldas a la estación. Una vez
alineados, aguardaron la orden de salida. El Mayor Tomeo, trepado al estribo de
su jeep, supervisó la disposición de las máquinas y pitó con su silbato. Los
tanques aceleraron, haciendo rodar en falso las orugas, tensando los cables
hasta su máxima expresión, levantando densas nubes de polvo y ripio.
Varias
respiraciones se contuvieron. Manos crispadas se taparon la boca, evitando
soltar un grito de angustia. Alguien sintió que se le derrumbaba la presión…
Los poderosos
motores bufaban y chillaban, hasta que de pronto la mañana se estremeció con el
latigazo del primer cable cortado. Uno de los tanques se precipitó a toda
velocidad sobre la casa emplazada frente a la estación, derribando la cerca de
alambre y torciendo un limonero contra la medianera, mientras se oían
estridentes alaridos de sorpresa. El segundo cable se cortó antes de que los
vecinos se repusieran de la anterior conmoción, originando estampidas y
chillidos. El segundo tanque, con menor fortuna que su predecesor, colisionó
contra la camioneta Ika de Raimundo Boeri, reduciéndola a chatarra.
-¡Pero qué
hacen, manga de ignorantes! –chilló Boeri, agitando las manos delante de su
antiguo vehículo, aplastado bajo las orugas. -¡Voy a demandar al Estado por lo
que acaban de hacer! ¡Esta es su responsabilidad! –increpó al Mayor Tomeo,
apuntándolo con el índice.
-¡Cállese la
boca, ciudadano! –exclamó el oficial a cargo, rojo de furia ante la ineptitud
de sus subordinados, quienes contemplaban azorados el desastre ocurrido.
-¡Sol-daaaaaaa-dos!!! ¡Repetir la maniobra!
El silbatazo
los puso en movimiento otra vez, como si allí no hubiese pasado nada. Los
vecinos alzaban sus quejas por encima del sonido de los tanques, protestando en
vano ante la indiferencia uniformada. La señora Irma Respinghi, dueña del
limonero vencido bajo el peso de la oruga, protestaba y lloraba al mismo
tiempo. Eustaquio Cornero parecía mantenerse ajeno a la conmoción general,
observando la escena a distancia, a la manera de un cronista periodístico,
registrando en detalle el segundo intento de la caballería por apostar un nuevo
juego de cables contra las paredes.
El esfuerzo les
demandó un tiempo mayor al empleado la vez anterior, supervisando cada uno de
los detalles. Finalmente, pasado el mediodía, con los vecinos acalorados por el
sol y la indignación generalizada, los tanques volvieron a apostarse de
espaldas a la estación, listos para el silbato de largada.
El Mayor Tomeo
trepó nuevamente a su jeep y dio la orden. Los motores aceleraron, la nube de
ripio y polvo se elevó en el aire otra vez, y los cables se tensaron, tal como
ya lo habían hecho.
Y la escena
volvió a repetirse.
El primer
tanque casi arrolla a José Martello y Raimundo Boeri, quienes se arrojaron
hacia un costado, salvando sus vidas milagrosamente, ya prestos a desempolvar
sus escopetas de caza para echar a los tiros a los militares incapaces. El
segundo tanque volvió a arrollar la Ika de Boeri, pero además torció el rumbo y
derribó de una vez el limonera de Doña Irma, quien se desvaneció ante la
impotencia en brazos de Eustaquio Cornero.
El Mayor Tomeo,
irascible, pitaba su silbato a diestra y siniestra.
-¡Media vuelta!
–vociferaba, gesticulando como loco. -¡Arremetan contra esa estación! ¡Que no
quede una sola pared en pie!!!
Los blindados
giraron sobre sus orugas y embistieron las macizas paredes, teniendo la
precaución de calcular que el extremo de sus cañones ingresara al edificio a
través del hueco de los ventanales. Pero ni aún así, a pesar del sacudón que
sufrió la estructura, de las tejas que cayeron o los baldosones que se
partieron bajo el peso blindado, consiguieron derribar un solo ladrillo.
-Ya no se hacen
estas paredes, Mayor –se animó a aclarar Eustaquio Cornero. –Las construyó un
Estado diferente al actual…
-¡Cállese la
boca!!! –lo increpó Tomeo a la distancia. -¡O lo hago arrestar por obstrucción
de tareas militares!
-¿Qué tareas?
–murmuró Martello, manteniéndose alejado.
Los tanques
arremetieron varias veces contra la estación, y el pueblo, aunque ofuscado, iba
y volvía de la escena, yéndose a almorzar o a dormir una siesta. Lo que parecía
irremediable, al final terminaba aburriendo.
Atardecía
cuando se oyó por última vez el silbatazo del Mayor Tomeo, indicando la
retirada. No hubo discursos pertinentes, ni tampoco nadie bajó de los vehículos
a recoger los fragmentos de cable seccionado. Los blindados se retiraron,
cerrando la marcha el jeep, insultado por los vecinos, quienes esgrimían sus
puños en alto, maldiciendo y festejando a la vez.
-¡Los echamos,
los echamos! –exclamaba José Martello, exultante.
-Yo no estaría
muy seguro –observó Eustaquio Cornero.
Y no se
equivocaba. Tres días más tarde, liderados por un parco teniente llamado Funes,
dos camiones del Ejército arribaron a la estación con las primeras luces del
día. Algunos vecinos se agolparon suponiendo que habría una nueva escena de
humillación para las Fuerzas Armadas. Sin embargo, los soldados que bajaron de
la caja, con los máuseres cruzados contra el pecho, los retiraron hasta media
cuadra de distancia. Desde allí vieron cómo trabajaba un reducido equipo de
hombres, técnicos en apariencia, quienes no dieron mayores precisiones al
respecto, y se retiraron a resguardo antes de llegar la media mañana.
La implosión
conmocionó al pueblo y sus alrededores. Los cartuchos de dinamita colocados en
los cimientos del edificio arrasaron con las vigas y derribaron las paredes
como si fuesen de arena seca, cayendo hacia dentro y causando una enorme
montaña de polvo que se expandió rápidamente sobre las calles aledañas. El
paisaje se desdibujó durante unos instantes, y cuando el polvo en suspensión
terminó de caer, la realidad del pueblo había dejado de ser la que conocieran
durante tantos años.
Cornero,
Martello y Boeri, azorados, tosiendo y lagrimeando, a causa del polvo y la
emoción, por fin veían materializarse su mayor temor. El monumento al trabajo
de toda una vida se había transformado en una ausencia rodeada de escombros. Y
la oscura silueta de la tropa se recortaba en el horizonte, mientras recogía
sus últimas cosas, antes de marcharse definitivamente de allí.
Doña Irma
Respinghi, cubriéndose la boca con una mano, volvió a desvanecerse. Y los tres
mosqueteros del riel, Cornero, Martello y Boeri, sin ponerse previamente de
acuerdo, llevaron su mano derecha junto al corazón y comenzaron a entonar,
entre la furia y la congoja, nuestro Himno Nacional.
*De Alberto
Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar
***
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tremendos textos, gracias por la edición
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