*Documento
Fotográfico del Archivo General de la Nación Argentina.
Inventario
124612
EL VIAJERO DE LO
IMPOSIBLE*
1
“Mi corazón
está ya en estas praderas,
en estas aguas
anubladas por la niebla.”
Salvatore
Quasimodo.
Llegadas las
alas ennegrecidas
de esa
inquietud,
hemos de
odiarnos
con el amor,
sabemos
que no tenemos
otra razón,
salvo
ser extinguidos
por el diluvio
del fuego
prometido, o
por el silencio
de no existir.
2
Extendí el
brazo
para buscarme
entre ellos
definiéndome
en su soledad
o en sus
rostros macerados
por el olvido,
y ninguna voz
vino a mi
encuentro,
salvo el grito
que no escuché,
antes de partir
a su encuentro.
3
Y fue su ciudad
nido en las
palmas
de mis manos,
mi lengua se
perdió
en la
disyuntiva
de sus
callejuelas;
la sombra se
hizo
con las
mentiras
que traía en mi
rostro
y en una
voluble esquina
me esperaba la
vida,
a la que nunca
quise conocer
en primer
plano.
*De Daniel
Montoly. danielmontoly@yahoo.es
EL CAMINO
INEVITABLE*
Puede ser que
sea ésta una situación injusta, probablemente seamos todos humanos y debiésemos
tener todos las mismas oportunidades, pero ya es tarde, definitiva e
irremediablemente tarde.
Consideramos
que el tiempo y la evolución condujeron a esta situación, que la cadena de
acontecimientos era un destino, que con la modernidad se disparó una fatal
aceleración histórica que cumplió etapas que vistas desde aquí se presentan
como inevitables. Algunos piensan que todo estaba prefigurado desde mucho
antes, que quizás e inclusive nuestra propia genética no permitía otra cosa que
este desenlace. No lo sé, y las disquisiciones al respecto son totalmente
inútiles.
A lo largo de
las centurias se fue creando una notoria división entre privilegiados y plebe.
Esta separación no era tan clara cuando existían diferentes países, distintas
etnias. Muchos siglos hubo de convivencia donde ricos y pobres se mezclaban,
fluctuaban, eran culturalmente distintos pero de alguna forma intercambiables.
Fue después de
la irrupción de la descontrolada tecnología cuando empezamos a diferir de forma
tan radical que físicamente no somos ya la misma raza. Existió mucho tiempo el
error de considerar como razas de seres humanos a la gente agrupándolos según
el color de piel; la amarilla, negra, la blanca. Claro está que el ser humano
es una sola raza, o lo era.
Sólo los ricos
pudieron manejar la genética de sus hijos, y acabamos siendo todos perfectos.
Todos los ricos, que no solamente fuimos incrementando nuestra inteligencia
sino nuestra excelencia física, y con estas invaluables ventajas la brecha
entre nosotros y ellos se fue haciendo desmedida e infranqueable. Luego vino la
conexión entre nosotros a través de un sistema intracorporal, con la constante
posibilidad de recurrir a la red instalada en nuestros cerebros. Todos los
saberes aquí, cada cuerpo bello y sano parte de un saber totalizado.
Hubo que
organizar grandes purgas en los últimos años de la convivencia. Sé que fue muy
discutido y que algunos de nosotros no estuvieron de acuerdo, pero finalmente
se hizo. Las guerras impulsadas con el solo fin de reducir poblaciones, algunas
enfermedades que se cebaron en las barriadas miserables, y finalmente la
esterilización para dejar un número manejable y útil de sirvientes. No los
llamamos así, eso sería despectivo. Les decimos ayudantes o trabajadores.
En este momento
ya hemos recuperado el ecosistema del planeta casi a niveles prehumanos, y la
población se reduce cada vez más pues no tenemos necesidad de grandes
comunidades. La tecnologización de todas las actividades no requiere de
demasiados trabajadores. No alentamos entonces tampoco la natalidad de los
ayudantes.
Yo vivo en mi
propio espacio desde hace cien años. Me mantengo en contacto con otros humanos
a través de la red, pero contando con toda la música, toda la literatura y toda
la ciencia en la propia cabeza, no utilizo demasiado la comunicación con otras
personas, sino la interconexión de datos.
Me da miedo la
muerte, todavía puedo vivir un buen número de años pero morir es inevitable.
Creo que ese pensamiento se me ha ido instalando últimamente, y me ha producido
el extraño deseo de encontrarme con otro ser humano. Reunirme con otra persona,
realmente qué extraño deseo ya que puedo contactar a cualquiera
instantáneamente. Pero algo me insta a moverme físicamente a través del espacio
natural en una especie de aventura.
Mi perfección
física será puesta a prueba nuevamente. Recuerdo que antes nadaba en mi
piscina, trotaba por los extensos jardines, danzaba con la música que sonaba
clara y gozosa en mi cerebro. Hace mucho, hace cuánto.
Ahora que lo
pienso, las últimas décadas fui cayendo en una introspección y reduje todas mis
actividades a lo virtual. Me dediqué bastante a la filosofía y la música,
recostado en este lecho donde vivo alimentado por fluidos. Hace mucho que no
como con mis dientes, saboreando con mi lengua y oliendo con mi nariz. He
recreado sabores y olores virtualmente, gustando todo lo almacenado en la red.
Hace cuánto que no toco con mis dedos reales un trozo de comida. Hace mucho,
pero cuánto.
Me fui
confinando a la virtualidad, transcurriendo mis jornadas dentro de mi propio
cerebro, viajando por las conexiones etéreas de una red invisible de datos.
Abro los ojos.
Veo el cuarto donde me encuentro y es igual al que veo con las cámaras de la
red en mi mente. Me tranquilizo. No puedo levantarme.
He perdido toda
a musculatura, me duele cualquier intento de movimiento. He sido descuidado. Me
espera una larga recuperación.
Llamo por la
red un ayudante. Destrabo las cerraduras. Tengo todos los conocimientos médicos
necesarios para rehabilitarme, pero necesito un trabajador que realice algunas
acciones por mi.
Lo veo entrar
por el parque, es un hombre joven vestido de azul. Escucho sus pasos que se
acercan por la casa hasta el cuarto donde me encuentro. Llega junto a mi, me
mira y ya puedo seguirlo con mis propios ojos. Es tan extraño sentir cómo huele
a animal, a humedad, a algo como grasa o aceite.
No puedo usar
la garganta aún, mis labios se han pegado, así que uso los altavoces conectados
a la red y le doy las primeras órdenes. Le digo que me desconecte de la máquina
de alimentación y se prepare para llevarme a la habitación médica.
Olvido la
estupidez de estos seres. El trabajador me mira sin comprender mis órdenes. Ha
desconectado la máquina de alimentación pero allí se queda, mirándome yacente
en mi lecho.
Le hablo desde
el equipo sonoro con paciencia, utilizando palabras sencillas y con lentitud.
Lo veo desde abajo, con mis ojos, pero a la vez lo veo de atrás parado frente a
mí y la imagen de mi mismo acostado utilizando la camarita del techo.
Me comunico con
el resto de las personas perfectas, de los reales humanos que estamos en
nuestras casas distribuidos por el mundo. Todos yacen en sus lechos, todos han
pasado los últimos años en la somnolienta vida de la red.
El trabajador,
lo veo por la camarita del techo, sostiene un tubo de hierro con las manos en
la espalda. Alcanzo a pensar que quizás estamos cumpliendo el destino humano y
que es tarde, irremediablemente tarde.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
¿Qué vienen a
buscar,
ellos,
los hijos de la
sangre?
Escucho el
suave crujir
sobre los
entablados
de la casa que
fue mía,
el aire
entrando agónico,
tenaz,
por la
persistente
hendija en la
ventana.
Escucho y sé
que es otra vez
la ceguera
infantil bajo las mantas
que no me deja
ver
a los que
buscan siempre,
a los que roen,
a ellos,
los hijos de la
sangre.
Vienen por mí,
lo sé.
Y estoy cansada
de asfixiarme
bajo las mantas siempre,
de respirar
el aire viciado
de sudor y miedo.
Están aquí.
Vienen por mí,
lo sé.
Abro los ojos.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
Supervivencia*
Ese fue el día
de la tormenta de sangre
y el anunciado
linchamiento de las aves.
La amapola
comprendió que ya nunca será rosa.
Los árboles,
vencidos, fueron despojados de sus hojas
y los parques
de invierno clausurados para siempre.
Los sueños
quedaron sometidos al toque de queda
y se decretaron
nuevas restricciones de cariño.
Se puso precio
a la cabeza de la luna
y se prohibió la
lujuriosa exhibición de las estrellas.
El mar tuvo que
huir para no ser sumariamente ejecutado.
Sus vástagos
dolientes fueron condenados
a trabajos
forzados en las relucientes turbinas
de las modernas
centrales hidroeléctricas.
Todos los
defensores de las causas perdidas fueron ajusticiados.
Y los
supervivientes se postraron, sumisos,
ante el
todopoderoso dios que sonreía satisfecho
desde su regio
trono tapizado de muerte.
Nadie advirtió
la sombra inquieta del pequeño topo
que ya estaba
socavando los cimientos.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
*
pero no podía
escribirte.
buscarte
hubiera sido una furia gótica.
y era tan
inútil
golpear una
puerta
arrojar un
florero contra un vidrio
como discutir
la ternura autómata en
la velocidad
con que
arrojabas
cada uno de tus
párpados.
no me fue dado
el poder
de cambiar la
dirección de
tus viajes
el hilo
dilatado de tu vaga lealtad.
y sin embargo
tu silencio fue
anagrama de la lluvia
regenteo
absurdo de una alegría imposible,
pero no podía
escribirte.
bastó dibujar
una palmera en
la persiana de
un kiosco subterráneo
para comprender
que el amor volvía a
casa, sin ojos,
sin lengua.
más hermoso que
nunca/
*De León
Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
“UN NIÑO EN LAS
MANOS” *
Esa mujer lleva
insectos presurosos en la sangre.
No mira hacia
atrás. No, no esta vez.
Entre epitafios
guarda perfiles de dársena añorada.
Salvo las lunas
de sus pechos. Es un gemido de campanas en el páramo. Un polvo de abedules. Un
ganso y una almohada.
-No. Niña, no
la mires. Que no piense que pronuncias su nombre-
Déjala que mire
al mundo de reojo. Detrás de sus ojos yace el miedo.
Para qué volver
a paisajes malheridos.
Sus manos son
de una marioneta. De un payaso triste.
Ella. Ella
misma ha cortado ese dedo. Una y otra vez. Y vuelve. Crece.
Crece y le
apunta exactamente el punto vital de sus soles.
Suele ser un
fusil. Un vidrio roto. Un falo enhiesto.
Yo he visto
caminar al hambre por su cuerpo.
A veces viene
en rojo. En zafiro. En aullido de amapolas.
Y la camina.
Anda y desanda. En oblicuo. En vertical. En gotas.
El puñal apunta
al ombligo y explota entre el verdor de sus cabellos.
-Déjala, niña.
Déjala que cante una nana de menta azucarada-
Deja que crea
que hay un niño entre sus manos.
Después de
todo, corazón mío. Dársena clara.
Ella lleva una
tempestad, un hombre y agujas en sus piernas.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
DESENCANTADOS*
Apenas echados
los primeros dientes, a poco de pasar caminando bajo la mesa, a instantes del
amamantamiento y el sonajero, un rato después, una nada, el niño ya es un
adulto en miniatura. Desencantado, incrédulo, feroz.
Están hartos de
todo, todo los aburre.
Transcurren por
uno o dos años de infancia para luego, así sin transición, arribar a una
espúrea adultez o, peor aún, a una vejez cínica y malhumorada.
Antes del
primer amor se interpone la burla por la inexcusable tontería de estar
enamorado. Antes del primer real dolor, la insensibilidad confundida con
estoicismo
Miedo de ser
pueriles a los cinco años, vergüenza, tremenda vergüenza si se los halla
disfrutando de alguna bobería. Cómo dejarse sumir en la puerilidad si han
pasado casi tres años desde que dejaron los pañales. Ya son grandes.
Con lástima e
impaciencia reniegan de las payasadas de los padres, los ponen en su lugar
haciéndoles notar que en la vertiginosa altura de sus ocho o nueve años no
están ya más para ese tipo de simplezas.
Gusto por la
violencia y por la burla. Veo en la página brillante de una revista cuatro
pandilleros en actitud desafiante, con rostros que van desde una exagerada
mueca maléfica a la inexpresividad del psicópata. Cuatro niños que desde la
página brillante publicitan calzado. Cuatro niños.
Que no los
molesten con canciones infantiles de osos o ranitas, que no les cuenten
cuentitos de hadas con final feliz, que no les pase la mamá la suave mano en
suave caricia por el cabello. Eso es para nenes, no para un adolescente de
siete pesados años cargados de cien mil imágenes de asesinato, de odio, de la
lujuria del sexo sin la ternura del amor.
Cada filme es
una enciclopedia, es el in y out, el savoir faire, un código de conducta y el
evangelio. Es el compendio de cómo decir la frasecita ingeniosa, cómo burlarse
para que duela, cómo ridiculizar cada gesto de buena voluntad y a toda persona
demasiado pura. Hasta las películas de dibujos animados se promocionan
asegurando que son para todas las edades, que contienen guiños de humor para
los padres. ¿Para adultos infantilizados o para niños ancianos?
Les hemos
robado la posibilidad de dejar brotar la alegría sin cedazo, esa ternura plena
que si no aparece en esa época quizás se seque para siempre. Les robamos la
sinceridad, lo espontáneo.
Y creemos que
son más inteligentes cuando repiten frases y actitudes machacadas desde las
pantallas; que son genios tecnológicos cuando saben responder obedientemente a
las señales de las máquinas, como obedientemente salivaba el perro de Pavlov
con la campana.
Cuánto daño,
cuánto plato roto, cuántos trozos de vidrio por los suelos.
Algún niño
sonriendo como niño se entretiene con su autito. Alguna nena feliz dibuja con
tizas de todos los colores en el pizarrón de la tristeza, algunos saltan a la
cuerda. Aunque el futuro los llegue, habrán disfrutado en su momento justo la
justa porción de felicidad.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
El día de hoy
oscila entre cimas y fondos
en el cielo
–probablemente- esta noche
se fugará una
estrella, por eso, en la primera sombra
llegaré por el
musgo abstraído de la tarde
con un gajo de
sol entre las manos.
Pequeña llama
con potencia de
incendio.
*De Miryam
Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
*
Ya sé que todos
saben lo que Freud decía de lo siniestro: cuando lo familiar se nos vuelve
desconocido. Siendo así, digo, todo arte y cualquier revelación que provenga de
él, parte de eso familiar desconocido, siniestro entonces.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
InvenTREN
Oráculos*
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Me leyeron las
líneas de la mano en La Plata. Los posos del café en Villa Mercedes. Una mujer
sumamente vieja y delgada, cuyos ojos refulgían como diminutos diamantes de
fuego, me echó las cartas en un oscuro tugurio de Buenos Aires.
Todas las
predicciones auguraban lo mismo: Debía ir a ese lugar. Tal coincidencia me
alarmaba. Las razones nunca estaban claras. Unos decían una cosa, otros, la
contraria; los más, esgrimían la consabida excusa de que la adivinación no es
una ciencia exacta y de ese modo eludían dar mayores explicaciones.
Les cuento lo
más curioso: yo nunca creí en esas patrañas. Fue una amiga quien me persuadió.
¿Qué mal podía hacerme? -preguntó, con esa convicción inocente de la que sólo
ellas son capaces. Así pues, lo hice únicamente por complacerla (y de paso, me
dije, tal vez ella, alguna de estas noches...)
Si la primera
adivina (su cuchitril era un arquetipo de consulta esotérica engañabobos, con
gigantescas cartas de tarot en las paredes, a modo de cuadros, y una bola de
cristal sobre un tapete de terciopelo negro, colocado encima de la mesa
hexagonal que ocupaba el centro de la sala, sobre la cual había una lámpara de
gran potencia. El resto del cuarto estaba a media luz, para realzar el
misterio, supuse) no hubiese mencionado el nombre, la cosa hubiese terminado
ahí. Un juego inocuo, una frivolidad más entre tantas otras. Pero lo hizo. Y
luego me miró, leyendo en mis ojos una intranquilidad que le animó a seguir por
ese camino. Cuando salimos (mi amiga me acompañaba), mis comentarios acerca de
esos lugares de adivinos y mi risa forzada provocaron su curiosidad. Algo había
sucedido allá adentro y ella era consciente. Le conté lo sucedido (realmente no
todo, sólo lo necesario. Tampoco es cuestión de airear chismes de otro tiempo)
y dije que sólo se trataba de una casualidad, pero no quedó convencida. Propuso
visitar otro sitio. Ella se ocuparía. Conocía gente. Yo aparentaba estar
tranquilo, pero algo había permanecido dando vueltas en mi interior. Así que,
entre risas, y sólo por contentarla, volví a aceptar.
La segunda vez
fue en Morón. A Rebeca (mi amiga) le hablaron de un hombre anciano, recluido en
una casa a las afueras y cuyo contacto con el resto de los vecinos era muy
escaso. Se dedicaba a algo llamado libanomancia, un rito mediante el cual se
puede adivinar a través de la observación del humo. Jugar con fuego no me
atraía en absoluto, pero ya había dado mi consentimiento previo, así que no fue
posible echarse atrás. Fuimos hasta allí, vimos cómo el viejo juntaba un montón
de ramas secas y las encendía, sentándose luego junto a la hoguera e
invitándonos a imitarle. Mientras aguardábamos, él contemplaba el humo, muy
atento. Quizá para hacernos más llevadera la espera, nos estuvo hablando de su
especialidad (también llamada capnomancia o ignispecia) y de los múltiples
éxitos cosechados en más de cuarenta años de práctica. En un momento dado,
enmudeció, me miró con una expresión severa y nombró el sitio. Después nos rogó
que nos marchásemos. Dejé unos billetes sobre la mesa de la cocina y salimos a
la brisa del atardecer. Mi amiga callaba. Dos veces no podía ser una mera
coincidencia.
Pero si por un
momento pensé que la cosa iba a terminar ahí, no conocía bien a Rebeca. Unos
días después se presentó en mi casa, me obligó a vestirme con prisa, nos
metimos en el auto y condujo hasta Quilmes. Allí nos recibió Madame Cheirét (o
Chouriet, o algo similar). Su técnica era la fisiognomía. Esta especialidad
consiste, según me fue explicando Rebeca durante el viaje, en el estudio de las
cabezas y las caras. La mujer, ciertamente amable, me ofreció asiento en una
silla antigua. Después, se colocó frente a mí, en un sillón situado sobre una
especie de pequeña tarima, y se puso a mirarme con insistencia y atención. De
cuando en cuando, se levantaba y pasaba sus manos por mi cabeza o mi rostro,
como para comprobar la veracidad del testimonio ocular. Me sentía terriblemente
incómodo, pero Rebeca estaba radiante. Aguanté casi una hora entera. Después,
escuché la palabra que no deseaba (pero temía) oír, pagué, nos despedimos.
Regresamos a la ciudad.
“En Rosario hay
un tipo que se dedica a la grafomancia”, dijo Rebeca por teléfono dos días más
tarde. “Mañana vamos”, contesté. Mientras yo trataba de fijar una cita para esa
misma tarde (cine, cena y unas copas cómplices), ella me explicaba con detalle
la “ciencia” en cuestión: Se trataba, según entendí, del estudio de la
escritura. Tamaño, forma, inclinación, todo eso. No hubo más discusión. No oyó
(u simuló no haber oído) mis razones, casi súplicas, para vernos esa misma
noche.
Al día
siguiente viajamos hasta Rosario. En tren. No me apetecía conducir tantas horas
y, de paso, tenía la esperanza de quedarnos allí a pasar la noche y, ¡quién
sabe!
El Doctor
Morales –tal era el nombre del grafomante- vestía una bata blanca cuando nos
abrió la puerta de su estudio, un lugar atiborrado de objetos de diversa
índole, muchos de los cuales desentonaban entre sí, dándole al lugar el aspecto
de un trastero, un almacén de antigüedades o la vivienda de un demente. De
entrada, me incliné por esta última posibilidad. El tipo nos condujo, a través
de aves disecadas, aparatos de radio estropeados y muebles con irreparables
desperfectos, hasta su despacho, no muy diferente, en realidad, de lo que
habíamos dejado atrás, salvo por la luz, más nítida.
Me sentó a una
mesa –previo desalojo del montón de objetos amontonados sin orden sobre ella- y
me conminó a escribir. “Cualquier cosa”, dijo. “Da lo mismo si es una idea,
unos versos de Dante o una colección de chistes sobre gallegos. Usted escriba.
Para ponérselo más fácil, esperaremos aquí al lado. Cuatro o cinco folios
bastarán. Lo dejo a su elección”. Después de proveerme de unas cuantas hojas de
papel en blanco, lapiceros y una botella de agua, el doctor desapareció con
Rebeca por una puerta diferente a la utilizada para entrar. Sospeché que
conducía a la casa, a sus habitaciones. Sentí una cruel punzada de celos, cuyo
aguijonazo aplaqué escribiendo casi furiosamente.
No me seducía
la idea de dejar allí constancia de mis ideas, así que recurrí a los clásicos.
Recordaba pasajes del Decamerón, del Quijote, de La Ilíada. También el cuento
Ante la Ley, de Kafka. La rememoración de esos textos, leídos tantas veces en
la soledad de mi cuarto, me sirvió para olvidar dónde estaba y qué estaba
haciendo –y, sobre todo, el temor infundado de que, en ese mismo momento, el
supuesto doctor y mi adorable Rebeca estuvieran demasiado juntos-. En el cuarto
folio redacté dos sonetos de Borges y el quinto lo usé para reproducir El
espejo que huye, relato de Giovanni Papini. Sin omitir una coma. Lo conocía de
memoria.
Tardaron más de
hora y media en regresar. Para entonces ya había usado otros tres folios,
dejando en ellos fragmentos dispersos de Lugones, Poe, Chéjov y Pablo Neruda,
el poeta con mayúsculas, como le llamaba cariñosamente uno de mis alumnos.
Morales tomó asiento frente a mí y se abismó en la lectura de mis garabatos. Mi
amiga se colocó justo detrás de él, leyendo por encima de su hombro. Yo la
miraba con amargura y también un poco de ira, pero ella no me prestaba
atención, concentrada como estaba en la contemplación de los folios escritos.
Deseé estar lejos. Aunque fuera en ese lugar al que todas las señales parecían
ligar mi futuro. El “doctor” tomaba notas, subrayaba algunas palabras, hacía
círculos rojos alrededor de párrafos enteros. Yo esperaba el veredicto sin
interés. La voz de Morales pronunció el nombre como una sentencia. Al oírlo, el
rostro de Rebeca resplandeció, o eso creí ver. Fue sólo un chispazo, pero esa
sonrisa borró de un plumazo mi malhumor. Caminamos charlando hasta un hotel. El
conserje nos recibió con suma amabilidad. Hubo suerte (sin duda apoyada por el
billete que deslicé con disimulo sobre el mostrador de recepción): Había, en
efecto, dos habitaciones contiguas con puerta de comunicación interior.
En la cena me
mostré encantador, conseguí que Rebeca tomase un par de copas de champán tras
el postre, le prometí un nuevo viaje para la semana próxima: iríamos a ver al
siguiente de su lista (a esa altura ya había confeccionado una vasta nómina de
“especialistas” en asuntos esotéricos), pero la puerta de comunicación
permaneció cerrada toda la noche. No dormí bien. En la madrugada, creí oír un
ruido. Fui hasta la puerta con la esperanza de que ella, por fin… Traté de
girar el pomo con precaución, mas no se movió ni un milímetro. Decepcionado y
triste, volví a la cama y caí en un sueño entrecortado, repleto de imágenes
tenebrosas. En medio de dos pesadillas, me juré terminar con todo aquello de
inmediato.
En el desayuno,
Rebeca me anunció que debía permanecer en la ciudad un par de días, trámites
burocráticos para su madre, quien no andaba bien de salud. El viaje de vuelta
fue una tortura. Me encerré en casa y juré no volver a salir en mi vida. Leí
furiosamente, escuché música a un volumen que mis vecinos seguramente juzgaron
excesivo, jugué al ajedrez contra un rival imaginario, ordené toda mi colección
de sellos antiguos. No habían pasado tres días cuando Rebeca se presentó en mi
puerta, se declaró asustada ante mi aspecto, me obligó a tomar una ducha,
afeitarme, vestirme “decentemente” y acompañarla a un sitio. “Es una sorpresa”
dijo. Esa energía suya siempre me desarma, así que obedecí. Sin la menor
objeción.
Todos padecemos
adicciones. Sean graves o insignificantes, nos acompañan a lo largo de nuestra
vida y, a veces, ni las percibimos. Puede ser el alcohol, las drogas, el sexo,
el ego –la más común y menos diagnosticada-, el chocolate o las bebidas dulces.
En esa ocasión, mientras íbamos hacia Trelew, para visitar a un experto en
ornitomancia (observación de las aves), descubrí que la adicción de Rebeca eran
los gabinetes esotéricos. Y me arrastraba tras ella como a un perrito, con la
excusa de hacerme un favor: era yo quien necesitaba “consejo espiritual”. El
asunto resultaba muy extraño –no voy a negar lo evidente-, y mi curiosidad
crecía con cada nueva respuesta afirmativa. Pero ¿quién necesita conocer el
futuro? Bastante tenemos con soportar el peso del pasado y vivir lo mejor
posible el presente.
En Corrientes
fue la enomancia (lectura de símbolos en el vino).
En Mendoza la
numerología.
En Luján, la
sicomancia, que utiliza hojas.
Fueron semanas
de viajes, escenas sacadas de películas en blanco y negro, habitaciones
contiguas pero siempre separadas y esperanzas renovadas por la mañana, que veía
arder cada noche en el fuego glacial de la soledad. La boca de Rebeca era una
promesa eternamente pospuesta. Y el dinero empezaba a menguar de forma
alarmante.
En Bahía
Blanca, botanomancia (como se deduce del nombre, usa las plantas).
Xilomancia
(madera) en Paraná.
Aluromancia
(adivinación practicada con harina) en Junín.
Se ha dicho que
la locura es hacer siempre lo mismo esperando un resultado distinto. Nosotros
hacíamos justo lo contrario: Probar diferentes medios y obtener un mismo
resultado. Llegó un momento en que ya parecía imposible la existencia de otra
respuesta. Si eso hubiera sucedido, si se hubiese producido un cambio, tanto
Rebeca como yo nos hubiéramos quedado atónitos y, con seguridad, hubiésemos
pedido la repetición de la prueba.
Bibliomancia en
Córdoba (El libro utilizado fue La Eneida, de Virgilio. Así solían hacerlo, se
nos explicó, los romanos).
En Catamarca,
ceromancia (se usa la cera de una vela).
Si al principio
nos guiaba la búsqueda de una comprobación, ahora era más bien la esperanza del
error: que en una de esas gravosas visitas, alguien pronunciase otro nombre,
abriendo así una ventana a otra realidad, un agujerito minúsculo por el cual
escapar de esta condena que se cernía, implacable, sobre mí.
Aeromancia (observación
de los fenómenos atmosféricos) en Salta.
Tarot en
Resistencia.
Al borde de la
extenuación y la ruina, Rebeca insinuó una última posibilidad: En un lugar
llamado La Serena, en Chile, existía un viejo cuya habilidad consistía en
interpretar los signos de la arena. Tras dos horas caminando por la playa,
agachándose de cuando en cuando para observar algún dibujo más de cerca, el
anciano meneó la cabeza: Su dictamen fue implacable.
Era el último
viaje. O más bien el penúltimo. Faltaba uno, naturalmente. Yo ya no tenía ni
para gasolina. A la vuelta, vendí el auto y fui a la estación. Saqué dos
pasajes para Ingeniero Williams y llamé a Rebeca, pero no obtuve respuesta. Dos
días estuve telefoneando sin resultado. Fui a su casa, pero la portera sólo me
informó, secamente, de su ausencia y no condescendió a dar más explicación. Me
miraba con desconfianza. Pensé en contactar con la policía y denunciar su
desaparición, pero algo me urgía más: Terminar con eso que me estaba calcinando
por dentro. A la mañana siguiente, tomé el tren hacia Ingeniero Williams.
Hice la mayor
parte del viaje dormido. O abstraído. Al llegar, bajé del vagón con un
sentimiento de derrota en mi ánimo. Como si los fantasmas del pasado me
hubiesen obligado a regresar. “¿Y ahora?”, me pregunté. En la estación no
parecía haber nadie más, lo cual me contrarió, porque charlar dos minutos con
el encargado o un viajero cualquiera, me hubiera servido para serenarme. Para
sentir el suelo bajo mis pies.
Me senté en un
banco, al sol. Recordé, como había venido haciendo durante esas últimas
semanas, las escenas de veinte años atrás. Quise razonar que tal vez este
regreso era mi expiación. Sin duda, no estaba preparado para lo que ocurrió a
continuación.
De un rincón en
penumbra, a mi derecha, a unos diez u once metros, surgió una voz que no pude
dejar de reconocer.
- Te estaba
esperando.
Pensé que se
trataba de un espectro, pero el contorno del hombre de quien provenía el sonido
parecía muy sólido. No podía verle el rostro (¿era realmente necesario?). Sólo
el gabán, el sombrero, los zapatos. Las manos enguantadas.
- Te creía
muerto – respondí, con un aplomo que no hubiera supuesto.
- He esperado
mucho tiempo –dijo, como si no me hubiera oído.
- Veinte años –
susurré.
- Veinte años –
repitió él, como un eco acusador.
Podría
excusarme alegando que lo ocurrido entonces fue accidental. Que yo no pretendía
su ruina ni seducir a su mujer. Y mucho menos hacerle daño a él, a quien
consideraba un buen amigo. Simplemente ocurrió así. Sólo defendía mis
intereses. Eran las reglas. Pero incluso a mí, tras tanto tiempo, todo eso me
sonaba a palabrería sin sentido. Había llegado la hora de la venganza y yo
estaba dispuesto a dejarme matar sin una sola queja. Me parecía justo.
Fue entonces
cuando percibí el perfume. Miré hacia el rincón. Tras la sombra del hombre,
había otra, más pequeña, casi imposible de ver desde la zona soleada donde yo
me encontraba. Y lo comprendí todo. Sin decir palabra, fijé la vista en el
suelo, ante mí. Otro tren acababa de llegar. Iba en dirección contraria. Nadie
bajó. Oí pasos a la derecha. Cuando miré, en el rincón no había nadie. Por un
instante, aún tuve la esperanza de haber sufrido una alucinación provocada por
el sol. Pero al volver la vista pude ver, como en un destello, un abrigo de mujer
desapareciendo en el interior del vagón. La puerta se cerró y el tren echó a
rodar sobre las vías. La estación quedó desierta. Pronto, el sol se pondría y
la noche austral lo invadiría todo.
-Sergio
Borao Llop, publicó “El alba sin espejos”
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
PARADA KM 79
ENRIQUE FYNN. PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
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Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
ÁLVAREZ DE TOLEDO
POLVAREDAS. JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI.
CARLOS BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
me encantó la selección de textos, muy buenos, con gran cakidad literaria y contenido, muchas gracias por haberme hecho participar en esta edición
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