martes, abril 05, 2016

ESTACIÓN JOSE RAMÓN SOJO…



-Antiguo galpón de locomotoras en José Ramón Sojo.
-Foto gentileza de Javier Pintos. “De Pueblo en Pueblo” https://www.facebook.com/DEPUEBLOENPUEBLO/?fref=photo









LO QUE HACEMOS EN LA OBSCURIDAD*



Cuánto Tiempo me digo, mientras espero en el andén. Es la primera vez que subo al tren desde aquello, y todavía es todo inseguridad y temor a no poder, a encontrar obstáculos infranqueables, a caerme.
Cuando se acerca el tren me afirmo en las muletas y no miro a mi alrededor, porque se que todas las disimuladas miradas están en el tutor de metal y plástico negro que llevo atornillado a los huesos de la pierna izquierda. Me dejan pasar primero, un muchacho me ofrece ayuda pero le digo que puedo sola con una sonrisa forzada, con esa terquedad de los débiles.
Me siento primero al lado del pasillo y me arrastro para quedar junto a la ventanilla, golpeándome la cara con una de las muletas. Hago como si no lo hubiese notado, y la gente se acomoda en el vagón. Nadie se sienta a mi lado, hay cierto horror por desfiguraciones, cegueras o muletas.
Espero que estemos en movimiento, me levanto y con extremo cuidado avanzo por los vagones buscando la seguridad del coche cine club, la cálida obscuridad que me permita sustraerme a la curiosidad de las personas que simulan no verme.
Me voy apoyando en los asientos con los codos, camino afirmando la pierna sana, llego por fortuna al vagón cine club. Al ingresar recibo la primera felicidad con el olor conocido a humedad, a polvo y al whisky de Oliver Reed que está fumando aunque supongo que está prohibido. Me siento como antes, ya en mi butaca y en penumbras es como si todo estuviese bien y en su sitio, como si hubiese llegado a algún lado en donde me estuviesen esperando.
En la pantalla hay un documental sobre la vida de cuatro vampiros. Veo cómo se despiertan en la última brizna de la tarde, cómo se reúnen a discutir la asignación de las tareas hogareñas, las salidas nocturnas, cómo los hombres lobo son un grupo opuesto con cual intercambian burlas y amenazas.
Los vampiros son perfectamente reales y posibles mientras la luz del proyector los hace aparecer en la pantalla. Les creo, me encariño con uno, me río de los gestos con los cuales me familiarizo de inmediato y me introducen en una complicidad gozosa. Sonrío todo el tiempo. Qué bueno estar aquí y qué ganas de que vieses la película para después reírnos de nuevo recordando una frase, una situación feliz, esas escenas que son graciosas por ser tan comunes y cotidianas transformadas en mágicas porque los protagonistas son vampiros.
La ilusión de ser un documental real es perfecta. Ya quisiera volver a verlo antes de que termine. No quiero que termine. No quiero despedirme de ellos. Viago, Deacon, Vladislav y Peter ya son personas en mi imaginación y mi memoria. Vivimos juntos en la obscuridad, donde todo puede ocurrir y todo es confuso. Donde no tenemos edad, el cuerpo se disuelve a negro y las voces ocupan los espacios.

Me quedo sentada, por qué si es un film cómico tengo esta extendida tristeza. Por qué.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com








ESTACIÓN JOSE RAMÓN SOJO…









KronoX *



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com



Las generaciones futuras no recordarán mi nombre (y en el fondo, quizá sea mejor así), pero yo inventé una máquina del tiempo (a esta altura, utilizar el artículo la sería –probablemente- inexacto. Y algo pedante por mi parte). Por otra parte, esta denominación –máquina del tiempo- quizá tampoco sea del todo correcta. El lector juzgará una vez conozca los hechos. Sin más preámbulos, procedo a relatar la historia.
Mi pretensión, en pocas palabras, era crear un nuevo software, capaz de recrear el pasado y actuar sobre él. Sólo virtualmente, claro (o eso me decía a mí mismo, pero la esperanza, esa maldita…). Tardé años en definirlo, en atreverme a postular una ecuación irresoluble. En el transcurso de mis investigaciones hubo altibajos. Tan pronto creía haber hecho un descubrimiento asombroso, como me abandonaba a la desesperación por no sentirme preparado para llevar a cabo tan magna empresa. Una de esas veces, en medio de la fiebre nocturna, producto, sin duda, de una indigestión, soñé o imaginé que el viaje podría ser real y tener lugar en un único sentido –al pasado- y sólo una vez. Es decir: sin regreso.
Al día siguiente, sin embargo, no me atreví a reírme de tal disparate. Algo había en mi planteamiento –algo que no era capaz de recordar y, no obstante, me corroía por dentro. Aun así, no quise pensar más en ello: Tener una única oportunidad me pareció estadísticamente arriesgado. Ese fue un inconveniente que no supe solventar en la vigilia. El desánimo de esas horas posteriores estuvo cerca de hacerme desistir. Luego, pensé que no tenía derecho a renunciar. Tal vez con base en mi proyecto, me dije, alguien conseguiría solucionar ese defecto formal. (Entonces era joven e irresponsable. Lo sé ahora. Sólo descubrimos eso cuando ya es tarde. Un motivo más para implicarse en la invención de mi máquina).
Pero la amargura no desapareció. Durante unos meses, el vodka y los antidepresivos fueron mis más cercanos compañeros. Con ayuda de una mujer cuyo nombre y rostro (me avergüenza confesarlo) se mezclan en mi memoria con otros muchos nombres y rostros, de otras muchas mujeres, todas ellas memorables sin duda, conseguí salir de ese vil estado y retomar mi trabajo.
Comento ahora otro punto sobre el que medité mucho: El ser humano es capaz de darle un mal uso al mejor de los inventos, es sabido. La Historia lo atestigua sobradamente. ¿Debería eso detenerme? La respuesta lógica, racional (más aún si lo pienso ahora, cuando ya nada tiene remedio), hubiera sido: . Pero el deseo del inventor es impermeable a razones que le alejen de su objetivo. De nada sirve pensar en Hiroshima.
Así pues, emprendí la tarea. Fueron años de caos, esfuerzo, dedicación, fiebre, noches en vela, soledad (porque hube de alejarme de todo cuanto pudiese distraerme de mi meta), multitud de preguntas cuya respuesta sabía informulable, fracasos, depresión y cansancio. Pero lo logré.
Antes de continuar escribiendo este relato de los hechos –o cualquier otro, en cualquier otro lugar-, debería hablarles de la máquina, detallar su funcionamiento, explicar las fases de su construcción… Pero no lo haré. No sé si esta omisión es una especie de escudo ante mi mala conciencia, aunque de sobra sé –ahora- que nada me justifica. Esta narración sólo es informativa. Ni espero ni deseo ser perdonado o comprendido. El perdón o incluso la tolerancia ante mis actos, lo confieso, me parecería injusta.
Voy pues, a los hechos: El día señalado llegó. El momento definitivo –eso creía yo en mi ingenuidad. Me coloqué el casco, programé una fecha y un lugar y presioné el botón Play.
Ese instante se eternizó. Cerré los ojos, asustado, esperanzado, ansioso. Muchas imágenes pasaron por mi cabeza. Muchas posibilidades entrecruzándose, como trenes en la estación de una metrópoli. Respiré hondo y abrí los ojos.
Había funcionado.
Estaba en el lugar y tiempo programados. Con precisión cronométrica. Para esta primera prueba, es obvio, había buscado una fecha lo más próxima posible y un lugar conocido: El día de ayer, en mi taller. En la pared oriental, el reloj marcaba la hora exacta que yo había previsto. Podía moverme, tocar los objetos (el tacto de la mesa me resultó extraño, como si en lugar de madera se tratase de plástico o algún material sintético), oír los sonidos provenientes de afuera. También sentía los diferentes olores. Sopesé tomar un trago de agua; la botella estaba ahí, sobre la nevera. Pero no me atreví. El deseo fue más débil que el miedo. No sabía qué podría ocurrir (Durante la ejecución del programa, uno no es consciente de estar viviendo una simulación. Esa agua, para mí, era real. Pensé que beber de ella podría acarrearme algún efecto secundario indeseado). Sólo fue un acto instintivo, irracional. Seguí moviéndome por la sala. Reconociendo los objetos. Algunos de ellos estaban marcados (para comprobar si la simulación funcionaba, había señalado con tiza roja algunas cosas y luego las había cambiado de sitio) y ocupaban el lugar donde ayer mismo habían estado. Lo maravilloso era la sensación de realidad. Me asomé a la ventanita y pude contemplar el paisaje ya conocido, sólo un poco ensombrecido por las nubes (ayer estuvo nublado todo el día, aunque no llovió), pero tan nítido como en cualquier otro momento. Después de un rato dando vueltas por toda la habitación, satisfecho y moderadamente feliz, decidí regresar (por así decirlo).
Me quité el casco, abrí los ojos. Fui a la nevera y descorché la botella de champán. Es triste beber solo, ya se dijo. Pero me sentía eufórico. A la embriaguez por el descubrimiento, se unió la otra, más concreta: la etílica. Terminé tirado en el sofá, en una posición ridícula e incómoda. En medio de la exaltación y las burbujas, yo tenía un algo removiéndose en mis entrañas y no sabía qué. Lo achaqué a la emoción del momento y me dormí, entreviendo con detalle una sala de variedades parisina que jamás había visitado.
Repetí el experimento varias veces, siempre satisfactoriamente. Al principio fueron “viajes” (los llamo así porque no se me ocurre otra manera mejor) cortos: Unos pocos días atrás, lugares cercanos. Como si esa prudencia fuese necesaria. Como temiendo perderme y previniendo ese azar mediante la proximidad geográfica y temporal. Poco a poco, previsiblemente, extendí el campo de mi experimento. Quise ir cada vez más lejos, tanto en el espacio como en el tiempo. Visité (¿de qué otro modo llamarlo?) Rosario a finales del siglo XX, cuando el Museo de Arte Contemporáneo todavía no estaba ahí. Cuanto más lejos iba, más extraña era la sensación que experimentaba dentro de esa realidad virtual. Cada una de estas recreaciones era como una victoria. ¿Una victoria sobre el tiempo? Creo que mi vanidad no era tanta. Más bien me sentía un jugador inmerso en una partida que no terminaba de comprender. Y ganaba siempre. Embriagado por el éxito, me planteé retos cada vez más difíciles. Fui a Mendoza meses antes de la construcción del Arco del Desaguadero. Y en efecto, no estaba. A Buenos Aires hacia finales del siglo XIX, cuando aún no existía la Avenida de Mayo.
Yo esperaba que al irme alejando en el tiempo, y teniendo en cuenta que los datos suministrados al programa eran, en muchos casos, fotos en sepia y documentos sacados de archivos municipales, no del todo bien administrados –es el caso decirlo-, los objetos, los lugares, irían perdiendo nitidez. Es decir: Se verían como en esas fotos y esas descripciones. Pero (esto debió alertarme) no era así en absoluto. Todo era como debió ser en realidad. Algunos edificios, algunas esculturas, hoy corroídos por la erosión implacable, se veían nuevos, radiantes, en la recreación. Mi juguete cada vez me emocionaba más.
Una tarde de 1876 me encontré paseando por Barcelona. La Sagrada Familia aún era un proyecto en la mente del gran Gaudí. También me aventuré en París, en New York, en Londres, siempre buscando fechas anteriores a la construcción de edificios o monumentos emblemáticos, sólo por el placer de ver cómo fue aquello antes de ser como es ahora (si es que aún puedo pronunciar la palabra ahora sin cometer un terrible anacronismo). Mi ambición me llevó a Granada en el siglo XII, Pisa en el XI y hasta la China anterior a la Gran Muralla. Me sentí colmado. Salí del taller y me di cuenta de que llevaba allí encerrado más de un mes, comiendo mal y durmiendo peor. Pero era feliz.
Decidí dejar de lado mi pasatiempo, al menos durante unas semanas. Ver a unos pocos amigos, salir con una mujer, distraerme. Fue en vano: Dos días más tarde estaba de nuevo sentado en el sillón de terciopelo rojo, con el casco en mi cabeza y viviendo momentos de otro siglo y otro lugar. Me había vuelto un adicto.
Entonces recordé –cegado por la euforia, había llegado a perder de vista el objetivo principal- el motivo que me empujó a emprender este proyecto.
Los hechos capitales en la vida de todo ser humano son pocos. El descubrimiento del amor, la primera visión del mar, la pérdida de un ser querido, un éxito de tipo deportivo o social… En la mía, el hecho trascendental fue una despedida. Ocurrió en el año 1960, en la estación José Ramón Sojo, cerca de Saladillo, en la provincia de Buenos Aires. Era invierno o así lo he recordado siempre. Ahora ya no sé qué pensar. Ni sé si invierno y verano son conceptos diferentes. Ella (una mujer, sí; no podía ser de otro modo. Ya lo dijo Aristóteles) se llamaba Natalia y durante los cuatro años anteriores a ese momento crucial había ocupado cada minuto de mi vida y también de mis pensamientos. Por ello, su marcha me resultó inconcebible. Como un mal sueño del que muy pronto iba a despertar. Desde entonces habían transcurrido más de cuarenta años y la pesadilla continuaba.
Otro, tal vez, se hubiese abandonado a la locura. Yo, en cambio, diseñé una máquina para reparar ese instante del pasado. Si se mira bien, quizá ambas cosas vengan a ser equivalentes, después de todo. Ese fue, es preciso contarlo –por más que la vergüenza me oprima al confesarlo-, el único objetivo de mi invención.
Al pensar con espíritu crítico en ese olvido, no me fue difícil llegar a la conclusión obvia: No es que hubiese olvidado el porqué del experimento. Simplemente, había ido posponiendo el viaje importante. Por miedo, sin duda. Tememos enfrentarnos a nuestros más fervientes deseos, casi tanto como desafiar a nuestras fobias crónicas. Mientras visitaba otras ciudades y otras épocas remotas, mientras me maravillaba ante la visión de lugares que ningún otro ser humano vivo había podido contemplar, ese invierno de 1960 y esa estación casi jubilada (un año después –si la palabra año todavía significa algo para mí- dejó de utilizarse) estaban siempre ahí, esperándome. Como la musiquilla pertinaz que siempre retorna y nos acompaña, sin que acertemos a recordar dónde la oímos o a que hecho va asociada.
La partida de Natalia fue más dolorosa porque me quedó la sensación de haber podido hacer algo para evitarla. No pensé entonces (lo repito, era joven, era inexperto) que tal vez se fue solamente porque ya no encontraba ningún aliciente en nuestra relación. Más bien creí que todo fue culpa mía y, de haber actuado de otro modo, las cosas se hubieran arreglado y la tan amarga separación nunca hubiese tenido lugar. Por eso, debía volver. Para saber. Siempre queremos saber, encontrar una respuesta, aun cuando sepamos que ésta no va a ser satisfactoria. Me obsesioné con esa idea en el pasado. Después no sé. Quizá simplemente actuaba por inercia. O por obstinación.
Había llegado, pues, el momento: Con ansiedad, con temor, introduje la fecha y las coordenadas de la estación. Pulsé el botón. Esperé. Abrí los ojos. Natalia estaba a pocos pasos, mirándome, como extrañada.
Sentí que estaba de nuevo allí. Reviviendo –en toda su magnitud- el momento atroz de la despedida. Me acerqué a ella, pronuncié algunas palabras –imposible recordar cuáles desde este presente borroso, si presente es la palabra, si recordar es el verbo-. Ella –igual que entonces- meneó la cabeza a izquierda y derecha un par de veces. En sus ojos se apreciaba el dolor producido por esa negativa inevitable. Regresé. Abatido, con el peso de los muchos años transcurridos oprimiendo mi corazón. Desolado. Bebí, dormí. Después amaneció y volví a intentarlo. El resultado fue idéntico. Aplaqué mi decepción con otros viajes, pero cada mañana volvía a ese invierno, a esa estación, a Natalia negando, al tren moviéndose, lento, sobre las vías, iniciando el viaje sin retorno.
El dolor por esa separación multiplicada, no me dejó ver, al principio, otro detalle más atroz. En alguna parte había leído que todo acto conlleva consecuencias que ni alcanzamos a sospechar. Yo había actuado, sin saberlo, de forma imprudente. Pronto iba a darme cuenta.
El primer indicio me causó perplejidad. Fue en una cafetería, a media tarde. Estaba leyendo el periódico cuando mis ojos se posaron en una imagen: Era París y el lugar de la Torre Eiffel estaba ocupado por un edificio de ladrillo claro. Alrededor todo tenía unos colores mortecinos. Parpadeé un par de veces, incrédulo. Examiné la foto con atención. No había dudas: Ése era el sitio de la Torre y no estaba. Supuse que se trataba de una imagen trucada; ahora todo el mundo maneja programas de retoque fotográfico. Pero ¿en el diario? No me quedó otra que leer todo el artículo, para averiguar el motivo de esa usurpación. En vano. No había allí la menor explicación. Me encogí de hombros. Ni siquiera me dio por pensar que yo tuviese algo que ver con tal misterio.
Unos días más tarde, escuché una conversación en el metro. Eran dos hombres y hablaban en voz muy alta; era imposible sustraerse a sus palabras. Todo el vagón fue testigo de la discusión. Ésta versaba sobre política y en ella se mencionaba el nombre de algunos dirigentes de países vecinos. No reconocí ni uno solo. Tampoco esto me pareció relevante, porque no suelo prestar mucha atención a las noticias relacionadas con asuntos políticos. No era extraña mi ignorancia acerca de tales nombres. Pero mentiría si afirmase que ese desconocimiento no me causó cierto desasosiego. Podría ser simple desidia, pero tal vez otra cosa. En mi estómago se cocía una verdad que no estaba dispuesto a admitir sin resistencia.
El hecho definitivo, el que me abocó a esta sinrazón que hoy es mi vida, fue algo en apariencia trivial: Marqué el número de mi amigo Celso, a quien llevaba tiempo sin ver, y una voz agria me respondió que no había allí nadie con ese nombre. Revisé mi agenda. Volví a marcar, uno a uno, los números allí anotados. Con sumo cuidado, para no equivocarme. La misma voz. Esta vez acompañó la negativa con un insulto. Desistí. Conjeturé un cambio de número, nada más lógico. Llamé a información telefónica y pregunté: Nadie así llamado tenía vinculado un número de teléfono en toda la ciudad, ni siquiera en la provincia. ¿Deseaba consultar la guía nacional?, me preguntaron. En otras circunstancias, me hubiese mostrado irónico y dudado de la eficiencia del operador que me suministró la información, tal vez hubiera insistido o vuelto a llamar, por ver si esta vez daba con un telefonista más eficaz. Pero de pronto, la verdad me explotó en pleno rostro: En mi ventana, el paisaje no era el de siempre. No supe precisar qué era, pero no hizo falta: Algo no era igual, algo había cambiado. Las imágenes, las palabras, se agolparon en mi cabeza. Esta realidad ¡cómo admitirlo! era otra.
Salí a la calle, poseído por la fiebre. A causa de mi despiste, no me había dado cuenta antes, pero era cierto. Nada estaba en su lugar. Me pregunté cómo, cuándo, qué… pero ni siquiera atinaba a formular las preguntas. Todo era demasiado inverosímil. Un tipo que no reconocí me dio un abrazo en la entrada a un pasaje que nunca había visto. En un cine daban Terciopelo azul, pero en los carteles, el director no era David Lynch. Recorrí la ciudad hasta el cansancio. Quizá era sólo eso lo que buscaba: Agotarme hasta caer rendido, evitando así el caos reinante en mi mente.
Caminé y bebí. Hice preguntas estúpidas, sólo para comprobar que las respuestas no eran las ya conocidas por mí. En algún momento quise creer que todo era un complot de mis conciudadanos para volverme loco. Llegué a casa -¿De verdad podía aún llamar casa a algún lugar?- y me dejé caer en el sofá.
La frontera entre el mundo virtual y el llamado, tal vez erróneamente, real, es más fina de lo que jamás hubiésemos sospechado. Sabemos que son posibles múltiples mundos virtuales, por así llamarlos. Pero nunca imaginamos que pudiesen combinarse o invadir el mundo real. Yo ¡irresponsable! lo había hecho. Al despertar lo vi claro. Cada recreación erigía una nueva realidad -o una nueva ficción, ahora ambos términos vienen a ser sinónimos- y yo iba saltando de una a otra sin percibirlo. Me pregunté si en verdad estaba mirando el río desde mi ventana o permanecía sentado en el sillón, con el casco puesto y buscando una salida.
Desde entonces –y ahora la palabra entonces ha perdido su significado, lo mismo que la palabra ahora- vivo recreando esa escena ocurrida en la estación, sin impaciencia, porque la verdad desplegada ante mis ojos –la coexistencia de múltiples vidas (o reflejos)-, me dice que hay una esperanza. Y sueño con Natalia cambiando ese gesto de negación. Sueño su sonrisa y su mano aferrando la mía, sus palabras diciendo que todo es aún posible, sueño ese tren partiendo sin ella…
Sólo una cosa me inquieta: Si eso llega a suceder, ¿Tendrá esa Natalia algo que ver con la original? ¿Será la misma de quien tanto tiempo estuve enamorado? Y yo mismo: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Soy acaso aquel que sufrió la decepción y el abandono? ¿El autor de estas líneas? ¿La misma persona que proyectó la máquina? ¿O sólo el fantasma de alguien, vagando por dimensiones infinitas y haciéndose preguntas sin respuesta?




-Sergio Borao Llop publicó “El alba sin espejos” por Amazon


















ESTACIÓN DE LA SOLEDAD*


(Para el sueño de trenes de André Cruchaga Y Eduardo Francisco Coiro )




Mi madre espera en la estación con su maleta de saudades.
Espera, fiel, a su cielo. Abatida de pena.
Hay un largo destino de manos entre los rieles.
Él, llegará al alba de las alamedas.


Mi padre lleva una corona de Relámpagos.
Sabe. Imposible es amar en esta vía.
Hay un oráculo de madre entre sus manos.
Ella, ya no vendrá.


La niña entierra su frente en la escalera del tiempo.
No ha podido, no, evitar la corrosión de la memoria.
Sabe: su padre se resiste al destierro y a la muerte.
El nombre jaula amor entrampó a su madre.


El tren avanza y arroja a sus ojos arenilla.
Hay un conjuro moro de esmeraldas salvajes.
Tiembla, como en aquel enero.
Debieron detener el tren, aquella noche.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
Otoño /16












EN LA ESTACIÓN*



Andaba con la mente en las nubes, ni siquiera recuerdo qué estaba pensando, cuando se me acerca una señora elegantemente vestida.

- ¿A qué hora pasa el próximo tren? – me pregunta.

Le doy la información (está escrita en la tablilla, mas no me molesta ayudarla). Se aleja sobre sus tacones… estoy a punto de olvidarla cuando la escucho, unos pasos más allá, hacerle la misma pregunta a un muchacho con pinta de hippie. Él le responde con igual amabilidad y ella se marcha, probablemente buscando alguien más que le confirme la respuesta.

El joven se me acerca.

- Pobre mujer, se lanzó delante del tren, a esa hora, hace ya cinco años. Muerte por amor, creo; otros dicen que se vio de pronto arruinada; hay quien dice que no fue suicidio sino accidente… Ha quedado atrapada en el momento anterior a su muerte y lo recicla una y otra vez.

Lo miro fijamente, no sé si sonreír, o asustarme y llamar a un guardia. ¿Qué lo ha movido a una broma tan macabra?

- Sé lo que debes estar pensando – me dice sacando una pipa de su bolsillo -, pero es cierto. Yo morí de sobredosis en aquel banco, en la era dorada de los sesenta… Llevo tanto aquí que he tenido oportunidad de conocerlos a todos.
- Y es evidente que piensas que esto es “Sexto sentido” y yo soy el chico que veía a los muertos – le respondo, molesta.
- No, eras el cuerpo que se están llevando los paramédicos: infarto, probablemente; quizás sólo era tu día – usa la boquilla para señalar una camilla cubierta con una sábana que están sacando por un costado -, ya te acostumbrarás, todos se acostumbran. Por algún motivo esta Terminal no tiene acceso al cielo, ni al infierno, ni posibilidad de reingreso al mundo de los vivos así sea como ánimas en pena. Tal vez sea el purgatorio mismo… Los que morimos en ella, nos quedamos. No hay prisas, tengo una eternidad para írtelos presentando.

Y, por algún motivo, comienzo a creerle.



*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba.













Errante en la vía*






Aunque hayan transcurrido ya varios meses desde aquella terrible experiencia, el Licenciado Zelmar Araujo, mientras avanza tambaleante sobre estos rieles de trocha angosta, rumbo a la próxima Estación, aún continúa sintiéndose arrasado por el desconsuelo. A lo largo de toda su carrera profesional, jamás pudo pensar seriamente –más allá de alguna angustiosa fantasía desvelada- en que algún día se vería envuelto en una situación semejante.
Todo comenzó unos cinco años atrás, cuando aquella mujer acudió a la consulta, dispuesta a convertirse en su paciente. El Licenciado, psicólogo de profesión, la recibió y escuchó atentamente el relato de sus padeceres. Una historia familiar enrevesada, donde cada generación repetía casi puntualmente la historia que la precedía, y de cuyo entramado nadie parecía poder –o desear- escapar. Hijas que tenían una pésima relación con sus madres, y que en lugar de proponerse construir algo diferente para con sus propias hijas, elaborando sus propios conflictos, terminaban calcando los mismos síntomas que las habían forjado en sus respectivas infancias. Una cadena sintomática muy parecida a una formación ferroviaria, donde cada integrante asemejaba a un vagón de tren, y vaya a saberse quién sería la locomotora. ¿Un deseo silente, quizá, imposible de ser puesto en palabras…?
El Licenciado Zelmar Araujo escuchó ese relato durante centenares de semanas, familiarizándose con los personajes, prediciendo casi las reacciones de cada uno, intentando quebrar la monotemática letanía de aquel discurso con intervenciones tendientes a una apertura, que permitieran respirar mejor, con un aire diferente. Y hasta le parecía que sus dichos horadaban pacientemente esa coraza que la paciente había ido forjando a lo largo de su vida, poniéndole palabra a lo que ella callaba.
Sólo que una distracción fatal le ganó la partida. A los dos años de haber iniciado el tratamiento, a la paciente se le declaró un quiste en un pecho, que con el correr de las semanas se fue transformando en un tumor encapsulado. La intervinieron de urgencia, y como medida precautoria, según lo que ella le refería al Licenciado, decidieron aplicarle durante los meses venideros una acotada serie de dosis de quimioterapia. Ella se manifestaba muy angustiada ante lo que había ocurrido, sin poder explicárselo, y se volcó de lleno a la religión, luciendo en su cuello desde entonces -y hasta varios meses después de culminar el tratamiento quimioterápico- una enorme cruz de plata, intentando encontrar en ella algún tipo de consuelo.
Fue pasando el tiempo, los controles médicos no referían mayores preocupaciones, aparentemente su organismo se había estabilizado, y la terapia psicológica continuó su ritmo habitual, sin que la paciente se refiriese a su afección de otra manera que no fuesen “microcalcificaciones”. El Licenciado Zelmar Araujo aguardó a que ella volviese a remitirse al tema para ahondar en él, pero el tiempo fue pasando, la normalidad regresó, y “de eso no volvió a hablarse”.
Estaban por cumplirse los cinco años de tratamiento, durante los cuales la paciente había ido teniendo cambios considerables –se había ido de la casa de su madre para mudarse con su hija a dos localidades de distancia, iba cortando gradualmente el lazo de dependencia con su mamá o sus tías, insistió para que el abandónico padre de su hija le diese el apellido, temerosa de que “le pasara algo” respecto a su salud y la nena quedase sola…-, cuando comenzó a quejarse de dolores en la espalda y en las manos, como si la molestia excediese cualquier contractura muscular y se extendiese hacia los huesos. El Licenciado Zelmar Araujo consideraba que estaba atravesando por un intenso período de angustia, aunque no veía nada extraño que operase como aval de sus hipótesis en el relato de la paciente. Ésta, a su vez, deambulaba en las sesiones por los temas de siempre. Y el profesional le restó importancia…

Aquél resultó su mayor error.

Nuevas consultas con el oncólogo y una fatal radiografía dieron testimonio de unas extrañas manchas en la espalda, que derivaron –biopsia mediante- en una cruda metástasis ósea. La paciente se desbordó, abandonó sin aviso el tratamiento psicológico, y le comunicó las novedades por teléfono, cuando el Licenciado Zelmar Araujo la llamó, una funesta tarde de invierno, para concertar un nuevo turno.
Se había quedado sin palabra. Aquello que se materializara silente a través de los tejidos corporales de la paciente lo había enmudecido. No había sabido qué decirle en aquel último contacto telefónico, en el que ella lo había acusado de manipular su mente, sin haberla contenido ni derivado con algún otro profesional idóneo que pudiera tratar “un caso como el suyo”, conduciéndola de manera negligente hacia un rumbo muy distinto al de la curación. Ya sin saber qué decir, ganado por la culpa y sintiéndose el falta ante semejante demanda masiva –que quizá exigiese de sí mismo un improbable milagro-, el Licenciado Zelmar Araujo profirió un trémulo:
-Espero, de corazón, que se mejore, y salga airosa de esto.
-¡Dios lo oiga! -, remató la paciente, antes de cortar. –Y si Ud. es creyente, rece mucho, mucho, para que esto se revierta.
Los buenos deseos quedaron simplemente en promesas. El milagro jamás se produjo. Y la pesadilla no hizo más que comenzar…
Aún no habían transcurrido un par de meses desde aquel fatídico día cuando el Licenciado Zelmar Araujo –apaciguada su conciencia al recapacitar en cada detalle del caso, y convalidar el silencio que la propia paciente había impuesto sobre el tema, negándose a tratarlo, más allá de su propia “distracción” profesional, que lo obligó a supervisar sus restantes casos en forma regular, a fin de evitar complicaciones semejantes- recibió una cédula judicial donde se le informaba de una causa legal en su contra, por obrar con mala praxis en el ejercicio de sus habilidades profesionales. En primera instancia, consideró que todo ello no era más que un desborde de furia de la paciente, resignada a aceptar un final en extremo doloroso, pero deseosa de arrastrar a alguien con ella en la caída.
¿Se negaba a aceptar el daño que le habían hecho de manera inconsciente sus propios parientes al negarle parte de su pasado, frustrada además ante la posibilidad concreta de la propia muerte, por lo que proyectaba sus feroces rencores en contra del respetuoso profesional que la atendiera durante casi cinco años, pendiente de una -hasta entonces- errática evolución del caso? El estado anímico del Licenciado Zelmar Araujo era desastroso. Varias veces intentó ponerse nuevamente en contacto con ella, para que recapacitase, para evitar llevar esta dolorosa situación cada vez más lejos. Sin embargo, consideró que era inútil; si de nada habían servido sus esfuerzos para hacerla cambiar de opinión durante la última llamada telefónica, menos aún aceptaría hablar con él en estos momentos, resentida y resignada.
Acudió a la audiencia preliminar, se defendió de la mejor manera posible –alegando que el carácter todopoderoso para la curación no era otorgado junto con el título académico-, contrató a un abogado para que lo representara en las audiencias posteriores con el Juez, alegó sus mejores hipótesis respecto del caso al llegarle el momento de hacer su descargo, pero nada de ello fue suficiente. En un lapso de escasos meses, abatido por el stress y los pensamientos más funestos, sus peores pesadillas se hicieron realidad, agravadas por un defensor inexperto, sus deudas impositivas, y la falta de pago de la matrícula profesional provincial –cuyo pago al día hubiera puesto de su lado al hipócrita y genuflexo Colegio de Psicólogos-. El Juez, bastante clerical en sus dichos, fue taxativo: le revocaron ambas matrículas -provincial y nacional-, alegando su falta de capacidad para llevar adelante casos de gravedad, “careciendo de una visión abnegada para con el prójimo, cuyas almas padecen sinsabores tan amargos”, y su actitud negligente al no supervisar el caso a tiempo, con las perjudiciales consecuencias padecidas desde entonces por la paciente.
Desde el día de la fecha, ya no podría volver a ejercer como psicólogo.
Salió del Tribunal con la mirada perdida y el ánimo deshecho. El mundo se precipitaba sobre él, como si un gigantesco dedo divino, representante de la Maldita Culpa Superyoica, lo señalase desde las alturas y le exigiera que se arrepintiese. ¿Qué haría a partir de ahora? Lo ignoraba. Sólo quería zambullirse en el primer bar que encontrara y ahogarse en unos cuantos vasos de alcohol.
Deambuló por cuanto lugar se le pudo ocurrir, se ofreció a hacer las labores y oficios más diversos –aquellos para los cuales no le hacía falta más capacitación que el título secundario-, pero no encontró nada, a pesar de los diversos contactos que intentó establecer para conseguir trabajo. Finalmente, aún habiendo conocido por intermedio de terceros la noticia del fallecimiento de su antigua paciente –internada en una clínica de la zona donde vivía, y a quien él jamás le deseara la muerte, a pesar del desarrollo de los acontecimientos posteriores-, se alejó de las ciudades, creyendo que en el campo podría, aunque no consiguiese nada que pagase su esfuerzo laboral, al menos encontrar algo qué comer…
Así, errante, “en la vía”, llegó hasta las remozadas instalaciones de la Estación José Ramón Sojo, donde el progreso y la tecnología se habían abierto paso entre la desidia y el abandono de centenares de funcionarios de gobiernos anteriores, fomentados por novedosos proyectos de renovación ferroviaria que articularan a los pueblos cuasi-fantasmas del interior provincial. Los rieles refulgían con las últimas luces de la tarde, las señales brillaban con el esplendor de lo recientemente estrenado, y la edificación de la Estación ostentaba las marcas del tiempo, aunque no por ello se la viera ruinosa.
El Licenciado Zelmar Araujo, desarrapado y mugriento, con apenas algunos enseres y muy poca ropa en un bolso harapiento que llevaba colgado al hombro, trepó al andén, abandonando su desparejo sendero de durmientes y canto rodado, y se aventuró en busca de algún lugar bajo techo donde pasar la noche.
¡Cuál no fue su sorpresa al descubrir quién era el Jefe de Estación!
-¡Licenciado Coiro!!! -, exclamó, sonriendo por primera vez en varios meses, al encontrase con la pícara expresión de su amigo de siempre, a quien creía perdido desde hacía algunos años.
-Llámeme Jefe, por favor -, lo rectificó Eduardo, sonriente, tocándose con los dedos índice y mayor de su mano izquierda la astrosa visera de la gorra del uniforme.
-¿Habrá algún lugar donde pueda descansar por esta noche? Tengo los pies a la miseria.
-No se preocupe, Araujo. El ferrocarril parece volver a ser lo que fue alguna vez. Todos pueden ser parte de su gran familia nacional. Hasta yo, que me negué a participar del falaz intercambio de bienes del capitalismo.
-Necesito algo que me contenga -, confió el antiguo Licenciado, rememorando aquella frase pronunciada por su antigua paciente en la última comunicación que mantuvieran por teléfono, sintiendo que sus entrañas se estrujaban ante el recuerdo. –Un espacio del cual no sentirme exiliado.
-Ha llegado al lugar indicado, mi amigo. Venga, pase y tomemos una taza de té. Los mates me han sido prohibidos hace rato por el gastroenterólogo. Cuestiones de la edad, Ud. comprenderá…
-Cualquier infusión en su compañía será un placer. Gracias, de verdad.
Y sus ojos comenzaron a lagrimear, al estrecharse ambos, solitarios y abandonados, quizá con el único consuelo de una ilusión compartida, en un cálido abrazo que los alejase del dolor.











Que todos los dioses te acompañen, excepto uno*



Transportamos la tierra en los zapatos:
Hemos revuelto el polvo
Y las estaciones del tren han quedado
En desorden por todas partes.


También la tierra de los pueblos
Se acumula en nuestros hogares:
Traemos los zapatos cubiertos
Con diminutas partículas de donde pasamos.


En unos cuantos días
Una persona
Sería capaz de acumular
Todas las estaciones ferroviarias bajo su cama,
Si no fuera
Porque de regreso a las vías,
La tierra de los zapatos
Se despide en silencio.


Si pudieran ser como los polvos de tierra
La gente que vive olvidada en cada pueblo,
Sin duda se bajarían del zapato que las transporta,
Las gira y las revuelve,
Para buscar una historia que incluya sus nombres.


Y parecieran sabias
Las partículas de polvo,
Que no pierden oportunidad
De viajar con nosotros…
Pero se pierden en los ascensos y los descensos,
Se equivocan de estación,
Y ninguna de ellas
Logra regresar a su lugar de origen.


Parecieran sabios
Los letreros con los nombres de las estaciones
Colocados en su debido lugar…
Pero la tierra a la que nombran
Nunca es la misma:
Viaja siempre en tren,
Y no sabe leer los letreros, ni dónde bajarse…


Del mismo modo,
Pareciera sumamente sabia
La decisión de nombrar a los países
Como “desarrollados” y a otros “subdesarrollados”,
Cuando el desarrollo y el subdesarrollo
Sólo se conservan
Si se hace depender del primer mundo
A la economía de los demás países.


… Y la tierra viaja en trenes,
Se confunde de estación de origen y de llegada,
Se pierde en el tercer mundo,
Y nadie le mira,
Hasta que los zapatos están demasiado sucios,
Y se les limpia con un trapo
Que también tiene su historia…


*de hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com









Esa melancolía era una feroz compañía*



La foto de los galpones sin techo, donde se guardaban las locomotoras.
Fotografía de la remota época donde el humo, las neblinas y los tonos de gris en las películas se llevaban de la mano.  Como su padre que lo llevaba de la mano con el cigarrillo colgando de la boca, mientras se tomaba un descanso de su mundo de trabajo donde casi todo era un “hacer” concreto.

Entonces el hombre volvió a ver otras fotos de su padre, el cigarrillo colgante, esa fuerza de lucha que parecía imposible de doblegar aún por el tiempo, ese gigante. En ese día que era el del cumpleaños de su padre siguió pensando en esa época de la sociedad del humo, donde en las fábricas se trabajaba. Donde el trabajo era tan visible como el hollín en la ropa de los trabajadores. Usando esa vaga excusa para seguir con su mente apresada por la feroz melancolía, el hombre se subió al tren con destino a José Ramón Sojo. Sentía la vocación del paleontólogo que quiere reconstruir al dinosaurio a partir de unos huesos enterrados. Quiso entonces imaginar al ferrocarril y quizás al mundo de su padre y de muchos hombres como su padre, desde ese edificio que en la foto son paredes sin techo, con cardos y pastos crecidos en su interior donde antes descansaban las bestias negras de panza de fuego que vio pasar en su infancia.
Como cualquier otro, el hombre teme a la frustración y más aún al desencanto. Teme que ni siquiera eso exista, que la ceremonia inconsciente que lo motiva ni siquiera pueda concretarse. Arrastra demasiados caminos equivocados, y una edad en que la ilusión ya no lo lleva, como acaso antes ocurrió, todos los días a deseos posibles.

Él sabe que los días de lluvia son sus días libres, para viajar o para intentar alguna aventura como la de aquel día, visitar un galpón abandonado en un lugar donde años antes de la vuelta del tren sólo había campos, "población rural dispersa" según leyó en el último censo.

Al menos, aunque no lograse realizar su trabajo de resucitador de pasados fabriles, si la tormenta no amainaba, el hombre esperaba al menos encontrar un bar en la estación para hacer notas en su cuaderno de andanzas.
El tren y el viaje son un modo de suspender algo y entregarse al azar del destino.

Hay cosas muy locas, piensa, mientras anota en su cuaderno la pintada que ve al bajar del tren con mirada de recién llegado:

"No dejes que tu vida la maneje un robot"
Y viene con autor según parece: "Karel Čapek"

Decidió bajar del tren, a pesar de la decepción de hallar un andén devastado por una vejez que no distorsionaba ni la cortina de lluvia de esa tarde de abril. Con lentitud el hombre siguió caminando bajo la lluvia en un sendero asediado por el barro y el pastizal.

“Estos tipos al menos podrían haber construido una vereda desde la estación”, pensó, “o quizás es a propósito, no les interesa”


Pensó que si hubiera sabido que estaría caminando bajo la lluvia, solo, en un sendero donde iba embarrando los zapatos, si lo hubiese sabido de antemano, quizás hubiera seguido arriba del tren hasta un pueblo amable, que al menos tuviera un bar para tomar un café protegido de la lluvia, y donde pudiese intentar escribir algún título (al hombre sólo le salen títulos, los escritos nunca los logra)


Al final del sendero hay una edificación. Hay un portal de entrada con grandes carteles, y una garita donde una especie de portero o vigilante le hace señas de que pase, que vaya hacia el interior, que las visitas son bienvenidas.

Ojalá fuera un museo ferroviario, se dice el hombre, pero es un templo de alguna forma de esas modernas religiones que intentan reemplazar a las antiguas.
Hay una consigna que se lee a poco de entrar, en un cartel que se prende y apaga en múltiples lucecitas de colores como las de los bingos:

"NUESTRO DIOS NO CASTIGA, SÓLO LIBERA"
Y más abajo, en letras luminosas algo más pequeñas: "Todos son bienvenidos"


En la gran nave silenciosa  ve un pastor electrónico parado detrás de un atril, con un dispositivo para comenzar en el momento justo en que ingresen fieles. El buen robot de aspecto humanoide comenzó a darle palabras de bienvenida al percibir su presencia. El hombre no quiso oírlo y se hubiese ido en ese momento, si no fuera por la curiosidad de observar que hay filas de bancos provistos con anteojos de realidad virtual para cada fiel que se siente allí. Frente a la línea de bancos también se despliegan tableros verticales con botones que dan opciones para elegir diferentes tipos de sermón del robot pastor:

La misión universal del señor.

Sanación angelical.

Oraciones a los 7 arcángeles.

(Y otros a los que el hombre elige negarles el acento de una mirada)

En un lateral, por encima de ornamentos e imágenes sagradas hay un cartel que advierte: absolutamente prohibido fumar en el interior del templo.
Ahora si siente, sin tener claro un por qué,  cómo se derrumba en su interior la edad del humo. Siente de súbito cómo caen las chimeneas, desaparece el hollín, se precipita el cigarrillo colgado de la comisura de la boca de su padre mientras no para de trabajar. Es el fin de este lugar que nunca más tendrá vaporeras. El símbolo que anuncia la muerte de la época en que el hombre nació y creció.


 **


Lo único humano era el portero de la entrada grande que saludaba en su garita, y ese hombre está tan solo, que por hablar un poco y sin que le pregunte, le dice que el pastor emprendedor que construyó el templo con un dinero llegado desde otro país vive en Saladillo. Los fieles vienen de todas partes, dice, pero hay horarios de reuniones que usted puede ver en la tablet.
Sin que el visitante lo pida, el portero despliega en su ordenador portátil una grilla de horarios y descripción de eventos, entre los que el hombre puede leer:

-Reunión de las causas imposibles: Todos los sábados a las 18 horas.

Ahora el hombre puede levantar la mirada y terminar de aceptar lo que leyó en el gran cartel del pórtico de entrada a la nave del antiguo galpón de locomotoras devenido en iglesia robótica: "Pare de sufrir en José Ramón Sojo"



*De Eduardo Francisco Coiro.






***

Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:

PARADA KM 79

ENRIQUE FYNN.  PLOMER.  
KM. 55.   ELÍAS ROMERO.  KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.
 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.


***

Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:

ÁLVAREZ DE TOLEDO.   

POLVAREDAS.  JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.
FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
 ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.





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