*Foto de
Mónica Russomanno.
EL ÁRBOL Y LA
CRUZ*
El patrón la
llevó hasta el río en una jardinera. Ella se dejó llevar sin preguntas, sin
protestas, de la misma manera que se dejó violar treinta años atrás, cuando don
Felipe se hizo hombre, montándola como a un animal. Tampoco entonces ella
preguntó nada ni se quejó ni emitió protesta. Se limpió su sangre de virgen de
entre los muslos y continuó con sus tareas de sirvienta, aceptando que eso era
lo que demandaba el orden natural de las cosas.
Entonces don
Felipe padre le había dado una palmada en la nuca a su varoncito con
satisfacción, y María había limpiado su sangre, y después de terminar de fregar
el piso lavó su vestido con esmero. Silenciosamente, sin nada que contar sin
nada que decir al respecto.
Cuando se
cruzaba con el patroncito María bajaba los ojos y sonreía, limpiando el piso
mientras él le miraba las nalgas firmes de niña. Cinco o seis veces más Felipe
la llevó para los yuyos, pero el padre le dijo que ya estaba bien de andar
cogiendo indias, y lo llevó a la ciudad, y en una cama de bronce una prostituta
francesa lo introdujo en los primeros goces más refinados.
Hubo un tiempo
cuando a Felipe se le arremolinaba el corazón cuando María pasaba cerca, con
ese olor a limpio y a hembra joven. Era menuda, toda color canela con una
trenza negra que le llegaba a las corvas. Felipe trató de dibujarla, y María
sonreía con los ojos bajos.
Después el hijo
del patrón se fue a estudiar, hizo amigos, conoció más placeres, perdió un poco
de tiempo y mucho dinero en Europa, se casó con una chica de buena familia,
sentó cabeza, se estableció en una casona de Adrogué.
Los capataces,
medieros, el administrador se encargaron de la estancia.
Y ahora Felipe
retornó como don Felipe, la barbita cuidada ya canosa, un carretón con libros,
cuatro hijos y algún problema político que hizo le aconsejasen alejarse de la
Capital hasta que se aquietasen las aguas.
Cuando volvió,
primero fue la emoción de volver a ver los lugares de la infancia y la alegría
de mostrar a sus niños la inmensidad del cielo en el campo, la negritud de la
noche, el terrible bramido de los toros en lo obscuro, la maravilla de los
ocasos rojizos, el griterío de los pájaros.
En esos días
retornó el olor olvidado de la cocina, la variedad de matices de naranja y rojo
en las tejas, el chirriar de la puerta del frente, la sensación del cuerpo del
caballo entre las piernas, todas esas cosas que habían seguido existiendo
mientras que él las había depositado en el fondo de su mente. Ahora de pronto
todo ese pasado le tironeaba de la ropa con manos pegajosas, real y tangible.
A María la
recordaba, pero no a esta india de vientre chato y caderas anchas, el pelo gris
y la cara arrugada, de fríos y calores y fuegos y años. Sus manos eran las de
una anciana, y la sonrisa sumisa dejaba ver una cavidad casi sin dientes.
Don Felipe se
había interesado, en Buenos Aires, por la historia de algunos grupos
aborígenes. Era hombre de su época. Un caballero discutía sobre todos los
aspectos de la ciencia y la incipiente técnica, exquisita e inteligentemente,
fumando en el club o en los entreactos del teatro. También en las sobremesas,
claro está, en la que algunos descastados lograban introducirse si contaban con
conocimientos de interés o hacían escandalizar a las señoras para diversión de
los maridos.
Justamente un
antropólogo había charlado sobre las creencias de los indios, entre los que
abundaba un politeísmo curioso y un animismo enternecedor. Esa noche había un
cura entre los invitados, y los hizo reír contando anécdotas de sus días de
misionero, y aludiendo a las disparatadas creencias de los pobres salvajes.
Ahora, don
Felipe llevó a María hasta el río en la jardinera. Le ordenó que baje, la mujer
acostumbrada a obedecer aguardó con rostro impasible lo que vendría.
El patrón le
preguntó si en su tribu, allá donde ella había nacido, adoraban a los árboles.
María soltó una risita cortés. Don Felipe volvió a preguntarle, y María otra
vez rió con su boca desdentada.
Fastidiado, el
hombre volvió a preguntarle si allá donde nació adoraban a los árboles, ya con
la voz dura y un ceño de enojo, lo que motivó que María siguiese sonriendo pero
silenciosamente. Aguardaba sonriente pero sin dar muestras de haber comprendido
la pregunta.
Armándose de
paciencia, don Felipe inquiría si los árboles eran dioses para los mayores de
su sirvienta, quien asentía con aspecto de no comprender y la sonrisa
invariable. ¿Es que era tonta acaso? ¿No entendía lo que se le preguntaba, no
deseaba responder?
Finalmente el
patrón le indicó un árbol –era un ceibo- y le ordenó que le mostrase los ritos
de su tribu.
El árbol al que
la madre de María le dedicaba sus plegarias y agradecimientos era, justamente,
un árbol retorcido de flores rojas con forma de pájaro. Pero no era este árbol.
El árbol al que le cantaba la madre de María era el que tenía una cicatriz en
la segunda rama, herida hecha por su abuela, era el árbol que estaba al lado de
un espinillo y cerca de un bosquecito de totoras, era el árbol sagrado en suelo
sagrado que se veía desde el sagrado río en el que pescaban. El árbol de María
no era un ceibo. Era ese el su ceibo, en otro lugar, en otro tiempo, en otra
vida.
Ahora María
llevaba, como todos, un crucifijo al cuello. Un símbolo. No llevaba la cruz de
Jesús sino una reproducción manejable del símbolo del Dios que anda por todos
lados y sirve para todo el mundo, como una moneda que pasa de un bolsillo a
otro. Una cruz igual a otra y sin embargo diferentes, oro, plata, madera, dos
trazos perpendiculares y cada iglesia con su campana.
Pero el árbol
de la madre de María era ese árbol individual en ese sólo recodo de ese único
río en ese mundo sagrado que se les volvió ajeno.
¿Qué hacer
cuando el patrón le ordena que cante, que baile, que haga algo para mostrar la
religión de la tribu de sus ancestros? La tribu no existe, la religión estaba
unida a la unicidad de cada hombre en su paisaje. No se puede exportar.
María sonríe y
sonríe mirando el suelo. Espera que ese hombre se calle para volver a fregar
los azulejos del patio andaluz.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
PEDACITOS DE CIELO…
EL HOMBRE QUE CALLA*
Dijo “no, gracias”. Dos palabras, pensó, está bien,
perfecto, simple y fácil. Sensación de tranquilidad, todo encaja, las esferas
se desplazan sin escollos por una superficie pulida. Epifanía.
Hace ya demasiado tiempo que cuida sus frases,
cuenta mecánicamente las palabras, tacha las que se pueden obviar, siente la
satisfacción del avaro que economiza un céntimo.
Es un hombre que calla. El silencio ha venido
quedándose a su alrededor como una neblina de esas que al mirar por la ventanilla
del autobús se levanta de los bañados, y son jirones y luego un humo
transparente y finalmente desaparece el paisaje y sólo los altos follajes
sobreviven a la irrealidad.
No es un silencio definitivo, alguna que otra vez
una palabra necesaria se le desprende y muere apenas pronunciada. Escuetas
frases concedidas a la cortesía, una respuesta, una pregunta o un pedido con el
número imprescindible de voces. Ejercicios de contención, sus sentencias son
como las palabras cruzadas del periódico: cuadraditos, casilleros más blanco y
negro que pintura impresionista temblorosa de pinceladas y manchas.
Este hombre cuando habla sigue callando y no sabe,
él mismo, que cuando habla calla.
Ahora sonríe al portero y la sonrisa reemplaza al
“buenas tardes”, cabecea al compañero de trabajo y se ha ahorrado un saludo,
afirma con un gesto y descuenta un “si”.
Por alguna razón hay datos que se afirman como
pilares y se tornan encadenantes. Ciertas supersticiones generan ritos que nos
acompañan en lo cotidiano. Habrá quien se avenga a la pueril pulserita roja
contra la envidia, quien se persigne cuando transite frente a una iglesia,
quien tire sal por sobre el hombro izquierdo cuando involuntariamente tumbe el
salero.
En algún momento se le unieron informaciones
desparejas. De pequeño leyó o escuchó que los animales tienen el latido de su
corazón ajustado de acuerdo a la longitud de su vida, las especies longevas
tienen un ritmo cardíaco más moroso, las efímeras redoblan pulsaciones
dilapidando impulso vital. Así el pequeño corazón del colibrí es un tamborcillo
enloquecido, mientras que los corazones de las lentas tortugas laten con la
parsimonia adecuada a su longevidad. Habría entonces para cada uno un número
prefijado de sístoles y diástoles, y cada carrera o susto acerca al individuo a
su muerte. Pensó en algunas excepciones, se preguntó si esto dado por verdadero
en líneas generales será, precisamente, una generalización al gusto de las
divulgaciones de nota de relleno en el periódico, o de las páginas de noticias
insólitas.
Como todo aquello que nos conmueve, quedó en él sin
necesidad de prueba o confirmación. El hecho de dudar de la veracidad del dato
lo hizo más cercano a lo mágico y verdadero en cuanto a ser un artículo de fe.
Reflexionó sobre el número exacto de inspiraciones y
exhalaciones a lo largo de una vida, en la precisa cifra de parpadeos, en el
número de pasos posibles, en toda esta finitud de acciones, esta contabilidad
incógnita y sin embargo precisa y finita.
Aquel niño se sentará un determinado número de veces
antes de morir. No sabe él el número, no lo sabe su madre, pero es indiscutible
que el número existe. Debiese estar ocioso el Dios que llevase las cuentas de
todos los mortales, que cuántas veces ha dormido éste y que cuántos pasos le
quedan a aquél, pero supone que no es imprescindible contar las hojas que
quedan en el árbol para que caiga la última, y del mismo modo determinados
actos se gastan. Entonces es bueno y necesario hacer economías y ser cauto al
ir entregando las monedas para retrasar la bancarrota inevitable.
Tantas veces me habré calzado, tantas me cortaré el
cabello, tantas veces producirá la médula un glóbulo rojo, uno más.
Matemática secreta, oculta, roja, de sangre y
órganos, de acciones húmedas, acaso reprobables.
Pensó en los óvulos que nacen con la niña y poco a
poco se liberan a su destino de procreación. Todos ya allí desde la beba
sonriente en su cochecito. Los futuros hijos, uno por uno los óvulos, muchos,
pero ciertamente no infinitos, y uno de ellos, el último.
No practicó el sobresalto, se alejó de parques de
diversiones y deportes para no malgastar el número exacto de latidos que se le
destinan. Y no fue nunca un hombre que temiera a la muerte, sino que sintió
hacia los días futuros cierta clase de extraña avaricia.
Luego, y también por una de esas razones que se
pierden en lo borroso, sintió que para él había un número exacto y prefijado de
palabras que podría utilizar. Y las palabras entonces –se dijo- no será que las
palabras también están contadas en el racimo que nos pertenece. No será que
cada palabra achica el período de gracia, no será que al gastar los verbos, los
sustantivos, no será que con la palabra de menos nos acercamos a la muerte.
La muerte como bolsillo vacío, como hueco.
Economía.
Sin percatarse demasiado, fue escardando sus frases
hasta convertirlas en esqueléticas ramitas invernales. Cada adjetivo era un
derroche, alguna vez comparó las descripciones a fumar un cigarrillo que fuera
tapando los bronquios y envenenando lentamente los pulmones para provocar el
colapso último.
Pero no es algo que meditase todos los días, y si le
preguntáramos el por qué de su laconismo lo juzgaría producto de su carácter o
de la mera costumbre. Antes, mucho antes de los psicólogos y las terapias ya
sabíamos que cada acto es resultado de factores lejanos y sumergidos en el
olvido. Ni tan siquiera es necesario creer en algo para ajustarse a sus reglas,
seguramente reconocería lo absurdo del razonamiento si se detuviese en ello, pero
ya habituado a la caligrafía japonesa de su vida, encuentra natural que para
describir un temporal basten cinco líneas en un árbol y un cabello enloquecido.
Pensar la frase perfecta, la más breve. Abreviar,
cortar, suprimir. Alejarse del precipicio final a través del ahorro.
Este escaso intercambio verbal se refleja en una
notable sequedad en el trato, en poca transmisión de sus sentimientos y,
finalmente, en sentir cada vez menos. Nada para decir, nada para compartir si
cada palabra tiene un precio que pagará indefectiblemente.
Las palabras dichas son monedas que se alejan de la
bolsa, las palabras pensadas se van recortando también, y la pizarra
superpoblada de la niñez, llena de dibujos con tizas de todos los colores se le
ha ido tornando pantalla de ordenador, campo blanco y letra destacada.
Tamaño ejercicio de estilo lo ha dejado en soledad.
Tiene una esposa que lo tolera, dos hijos que lo soportan, compañeros que no
notan su ausencia. A su lado florecen las narraciones y los graffitis, las
conversaciones se entrecruzan y millones de informaciones innecesarias se
derraman y gotean. La gente charla de lo importante y lo intrascendente,
mienten, exageran, repiten.
Este hombre que calla es un palote negro, un redondo
silencio en la sinfonía turbia de vientos y cuerdas enloquecidas.
“No, gracias” ha dicho. Perfecto, simple y fácil.
Llegará el día en que tanto ahorro encuentre la
necesidad de ser dilapidado. Se suicidará sin pastillas ni soga de nudo
corredizo. Será por despilfarro. De buenas a primeras comenzará a hablar y
pasará del balbuceo al canto, del canto a los pensamientos inconexos, a las
estrofas inabarcables y a la superposición de colores. Se le brotarán recuerdos
y tirará adverbios a las fuentes, no reparará en gastos y a sus nietos les
repetirá el mismo cuento hasta que las páginas manoseadas se manchen de masita
de chocolate y crema de leche.
Pero este hombre todavía calla. Le resta un poco de
tiempo, aún, para la liberación.
EL SILENCIO Y LA FE*
Hace años que pertenece a la comunidad de la
parroquia. Comenzó a ir a la iglesia como todos, cuando le tocó hacer la
comunión, y entonces era la simpleza de concurrir un poco por obligación de los
padres y porque todas los nenes de su grado en el colegio iban a la parroquia
los sábados a la mañana, y fue una clase más de religión como la de la escuela,
con papelitos intercambiados, recreo y juego a la salida, y un cuadernito con
fotocopias y pintura de dibujos, memorización de respuestas en la misa, y unir
cada pecado con la virtud y saberse los mandamientos tan mal como las tablas de
multiplicar, que la mayoría llega hasta la tabla del siete pero hay quien se
detiene en la del seis para siempre, y acá lo mismo, algunos que no pasaron del
honrar al padre y a la madre, y nada de pensar un poco alrededor de las frases,
sólo acatar la consigna para subrayar con birome roja o azul según el caso.
Siguió en la parroquia porque le gustaba cantar y
entró al coro, y resultó que el movimiento carismático le puso canciones con
guitarra y pandereta, y fue muy fácil rodar por el declive de las palmas y los
bailoteos, y pensarse en el grupo solamente, y pasar de yo a nosotros, y
apoyarse en ese grupo donde los abrazos son fraternos y las sonrisas vienen de
veras desde más adentro, desde un lugar que cuando se miraban asomaba a los
ojos un reconocimiento y una estima verdadera.
Hubo noches heroicas en que alabaron al Señor desde
la tarde hasta la mañana, servicio solidario, retiros espirituales para llorar
y abrazarse y derramar sentimiento sobre los amigos, sobre la familia allá en
casa, sobre el universo alumbrado y revelado por el amor como una fotografía
sobreexpuesta.
Conoció al novio en uno de los grupos, un chico un
poco loco, que solía escandalizar a la señora que arreglaba los crisantemos en
los jarrones y ponía las sogas blancas haciendo camino los viernes y sábados
para las bodas. Estaba bien, todo, en esos días, y no eran nada estúpidos por
estar en la iglesia, no eran ni débiles ni fenómenos por estar allí al lado del
Padre, yendo al hospital a cantar en vez de salir a dar la vuelta obligatoria
por la peatonal. Y a veces el novio decía malas palabras, y ella usó minifalda,
y tuvieron sexo antes de casarse porque al fin y al cabo eran modernos, pero
estaba bien, también, porque el perdón de Dios es cálido y abrasa, y nunca
sintieron frío en el altar.
Se casó en la parroquia con el novio parroquial, los
casó el cura con el que tantas veces tomaban mate cuando seleccionaban la ropa
en Cáritas, los invitados les gastaron bromas inofensivas, alquilaron una
casita enfrente de la iglesia, que era suya y una casa más donde los esperaba
su hermano Jesús y su madre María. Eran ellos muy felices, y se vinieron las
malas porque las malas siempre llegan, pero allí estaba el cura, y allí estaban
los muchachos del coro, y ni hablar del matrimonio guía que expedía luz de
tanta serenidad en esas caras. Las malas fueron muchas y variadas, y llanto
hubo y noches en vela hubo, y el primer hijo casi se les va de entre los brazos
una noche por una enfermedad, pero salieron con bien. Y las heridas
cicatrizaban y los vendajes eran los otros, todos los otros que estuvieron y
estaban, y que también iban sorteando oleajes y vientos. Alguno se fue, alguno
se distanció, pero ella seguía siendo feliz mientras avanzaba en su
treintena, ya con los chicos en la escuela, el marido con barriga y menos pelo,
el cura arrugado y sin embargo con las ganas, todavía, de seguir cosechando
hombres, mujeres y niños para sumarlos a la Gran Obra, la Gran Fraternidad, la
Iglesia.
Era ella la que parloteaba ahincadamente cuando
cosían para Casa Cuna, ella charlaba con las más jovencitas y con las
viejecitas que planchaban los paños del altar y la sotana del cura. Ella se
entretenía con la señora que barría el templo, les contaba historias a los
nenes de catequesis, era la cotorra del barrio según el cura.
Tuvo ella, entonces, una vida como la de cualquiera,
pero con un abrigo. Ni éxitos rotundos ni rotundos fracasos, pero remedio
contra la desilusión. Nada fue perfecto, pero el aceite sobre el agua aquietaba
las borrascas. Era feliz con su marido, sus hijos, su Dios acodado en la tapia
del jardín.
Fue feliz hasta que tuvo dudas, hasta que debió
aceptar que tenía dudas.
Así sin más o quién sabe si desde el principio. La
cosa es que en cierto momento era necesario admitir que su fe se había
despintado severamente y estaba en franco derrumbe.
No hubo causas directas. Si hubiese sido por una
muerte o una enfermedad, ella misma hubiese acudido a las herramientas
diseñadas para que la desgracia se transforme en cruz, y hubiese usado el
carrito construido en comunidad para mover esas cruces y transportarlas hasta
que desaparezcan o se achiquen.
Pero no hubo ni terremoto ni desprendimiento. Por
propia gravidez parió la duda, sin desearla ni haber dado un solo paso para
conseguir semejante premio.
Así sin más, ella dudaba. Se preguntaba que qué
pasaba con todo si Dios no existía, si la iglesia era un edificio presuntuoso,
si el cura era un hombre castrado inútilmente, si la comunidad era un grupo de
gentes patéticas, si la tierra es un planeta entre los planetas y si la vida es
algo que tenga un sentido fuera de un presente fugaz.
Dudando de la trascendencia, dudando de sí y de los
otros, pero de sí, se cayó de la cuerda donde había transitado espléndida y con
los rayos de un sol de estandarte en oro.
Ya no tenía abrigo para la helada sobre el césped,
no tenía cinta para sujetarse los cabellos. No tenía, ella, ni Padre enorme ni
Madre amorosa ni Hermanos irrenunciables. Si no creía en ellos, ellos
desaparecían, y puede uno obligarse a muchas cosas, pero la fe no se negocia.
Gastó rosarios y procesiones, se obligó a novenas y
realizó promesas. Se castigó con renuncias tan absurdas como la de negarse el
chocolate. Bajó un poco de peso, pero siguió dudando.
No pudo decirle nada al marido, apartarse de la fe
era como serle infiel pero de una forma más auténtica y temible. Ellos eran
parte de la parroquia, su familia era ese grupo heterogéneo y amado de gentes
reunidas en torno a su religión y a su sacerdote, su matrimonio era un pacto
frente a ese Dios, era sagrado y firme y bello su matrimonio sólo porque Dios
estuvo con ellos y ellos lo sentían caminar a su lado.
No se confesó con el cura, su cura. Fue a otra
iglesia y comenzó a sentir lo que la traición tiene de bajo y las ruindades de
lo inconfesable. Con otro cura fue a hablar, y, si en vez de ir en motocicleta
a otro barrio hubiese entrado con lentes oscuros a un hotel alojamiento, menor
hubiese sido su vergüenza.
Hizo varios intentos, estuvo en uno de esos retiros
que antaño hubiese sido gozoso, trató de no pensar y no preguntarse nada. Pensó
en el suicidio.
Finalmente hizo más o menos lo que todos hacen con
respecto a algún tema. Mintió. Se dijo que actuando como si creyese, llegaría a
recuperar la certeza y esa paz que ahora que había desaparecido le dejaba el
insomnio y la crispación.
Ahora ella va a la misa, lleva a los chicos a los
boy scauts, pertenece a algunos de los grupos, es matrimonio guía con su marido
para los cursillos prematrimoniales, cultiva rosas para el altar de la Virgen.
Y no cree ni una sola palabra de las que pronuncia, y no siente ni uno de los
abrazos que le quedan prendidos a los hombros como un traje mal cortado.
Tampoco reflexiona sobre esto a diario, pero la
sensación de ser una farsante le ha quitado el brillo. Es notable. Y no habla
demasiado. Trata de no hablar para que no se note.
LA DESESPERANZA Y EL SILENCIO*
La maestra trajo tres láminas; estuvo ayer hasta muy
tarde en la noche pintando con témpera el gato negro, el loro verde y el perro
marrón con manchas blancas. Las arrolló cuidadosamente y les puso una bandita
elástica no muy apretada para no arrugar las cartulinas.
En el colectivo viajó parada, con el portafolios
pesado en una mano y las láminas en la otra mano y contra el pecho, para que
los apretujones y sacudidas no las ajasen.
A la entrada le contó a su paralela, la maestra del
otro tercer grado, que con las láminas (las desenrolló, se las mostró con
orgullo), le contó que con las láminas iba a realizar una clase sobre los seres
vivos intentando que los chicos escriban una producción un poco más rica.
Primero, dijo, voy a dialogar y vamos a realizar un torbellino de ideas sobre
adjetivos posibles e imposibles alrededor de los animalitos, voy a proponer la
construcción de una historia, y con la maestra de dibujo van a armar una
secuencia cada uno creando una pequeño relato.
En la carpeta hizo un proyecto, y había cruzado los
contenidos de ciencias, lengua y plástica. Pensó en pedirle a la de música que
buscase una canción para hacer un cierre, y quizás programar una clase abierta
con familiares para que los chicos expongan la producción escrita, los dibujos
y canten la canción. Quizás con la señorita de tecnología se pueda construir
algo y regalarlo a los asistentes. Qué podría ser, señaladores, animalitos de
cartulina con una frase, hay tiempo para coordinar con la maestra de
tecnología, recién tienen el viernes.
Mientras le contaba a la maestra paralela el
proyecto, seguía pensando en posibles ramificaciones a partir de las tres
láminas otra vez enrolladas con su bandita elástica.
Las porteras le convidaron un mate con una pizca de
café, unas hojas de menta y cáscara de naranja. Hablaron de uno de los hijos de
la vice que se iba de viaje de quinto año a Bariloche, comentaron el clima,
pero entretanto la maestra repasaba mentalmente las preguntas motivadoras y se
entusiasmaba con las respuestas que ya suponía creativas y graciosas de Yanina,
tan despierta, o de Brian que siempre se destacaba.
En la fila fue lo de siempre; empujones, protestas,
alguna mochila que casualmente golpeaba al de atrás o al de adelante. Una vez
logrado cierto orden siguió el canto a la bandera y el saludo al personal
directivo a coro, “Buenos días señorita Marta”, con los primeritos culminando
demoradamente con “se-ño-ri-ta Mar-ta”; las voces agudas de enanitos mientras
los de séptimo ya volvían a empujarse rumbo al salón y reían groseramente para
demostrar que están a un paso de la secundaria.
La maestra fue al aula seguida por sus chicos de
tercero “B”.
En el recurrente caos matinal, una nena que faltó el
día anterior encontró su sitio ocupado por un varón, lucharon un rato
argumentando pertenencia, la maestra dirimió la disputa territorial sin dejar
conforme al desplazado quien siguió quejándose y revoleó la mochila de mala
manera demostrando su descontento. La maestra hizo como que no lo había visto
mientras hacía correr hacia adelante a Juan Ignacio que siempre apretaba al de
atrás contra la pared; le dijo como siempre a Leonardo que no desparramase los
útiles desde tan temprano (ya estaba debajo de los bancos detrás de sus lápices
y la goma de borrar, que arrojaba mal disimuladamente para hallar el placer de
arrastrarse por el suelo).
Finalmente se aquietó la clase y se abrieron los
cuadernos y las cartucheras. Un nene otra vez se había dejado la cartuchera en
su casa, otro no tenía lápiz porque el hermanito o porque quién sabe.
Resolución del problema, pero mientras tanto el nene desplazado del banco que había
ocupado el día anterior la había insultado a la propietaria reinstalada. Otra
vez la maestra tuvo que poner orden, pero notaba que el silencio logrado se iba
desintegrando, y peligrosamente notaban los nenes que podían ir sumando
escollos para que se desbarrancase la clase por completo.
Mientras la maestra retaba al que había proferido el
insulto, Leonardo había vuelto a arrastrarse por debajo de los bancos, una nena
silbaba disimuladamente y tres o cuatro acusaban a viva voz a otros de otras
cosas diversas de las cuales éstos también se defendían a los gritos.
Apresuradamente la maestra fue al frente y puso
orden a los gritos. Algunos se rieron, ella sintió las mejillas coloradas y se
calmó por dentro. Leonardo seguía en el suelo. Si discutía con Leonardo daría
un resquicio para que recomenzaran las disputas. Lo dejó reptando entre patas
de sillas y lápices que rodaban, y dijo que tenía un material que había traído
especialmente para ellos.
Logró captar el interés, y aprovechó para comenzar
la clase pues era imperioso sostener el instante. Sabía que una pequeña demora
sería la cuña que impide cerrar la puerta. Con disimulada prisa tomó el rollo
de láminas, las extendió sobre el escritorio pero volvieron a arrollarse. Esto
causó una carcajada que fue secundada por risas estridentes. La nena del tercer
banco empezó a gritar mientras giraba la cabeza para lograr adeptos, y logró
solidaridad inmediata. Casi todos reían o gritaban.
Otra vez logró orden a los gritos, ¿de qué se ríen,
por qué gritan? ¿qué cosa es tan graciosa, que una lámina se arrolle? habló
sobre la actitud, el respeto, la importancia de ser educado, habló y habló
sobre cosas que llovían y llovían mientras los chicos en sus asientos se
aburrían mortalmente. Hubo un bostezo ostensible y ruidoso. La maestra le pidió
a Pablo el cuaderno de comunicaciones para ponerle una nota de mala conducta.
Pablo argumentó que él sólo había bostezado porque tenía sueño, que no había
hecho nada malo. La maestra respondió mientras Leonardo volvía a arrastrarse
por debajo de los asientos detrás de un sacapuntas celeste, lo veía por el
rabillo del ojo mientras en el fondo había dos parados que no alcanzaba a ver
qué estaban haciendo. Dejó de discutir con Pablo que no le dio el cuaderno de
comunicaciones, y gritó bien fuerte para que cada uno volviese a su banco.
Habló un rato sobre el respeto, las actitudes, los
sentimientos. Pablo no la miraba, empacado con los brazos cruzados; los demás
escuchaban llover mientras dos patéticas nenas de los primeros bancos afirmaban
modositamente que si, que la seño tenía razón, moviendo las cabecitas de pelo
tirante hacia arriba y hacia abajo seriamente.
La maestra desplegó las láminas y tratando de no dar
la espalda a la clase las pegó con cinta en el pizarrón. Se escucharon
onomatopeyas de guau, miau y papita para el loro.
Los ignoró, y con voz muy fuerte la maestra hizo un
repaso del tema dado la clase anterior, les dijo a los chicos que escribiesen
la fecha en el cuaderno, que pusieran lengua subrayando con regla y una línea
roja, que escribiesen tres adjetivos por cada lámina y debajo tres frases
relativas a cada animalito.
Ordenó silencio y fue apagando los focos de rebelión
hasta el timbre del recreo. Por suerte en el otro bloque tenían gimnasia, y
pudo ir a la sala de maestras a corregir. Las frases estaban bastante bien, el
perro es marrón y tiene manchas, el perro come, el perro mueve la cola.
El marido a la noche le preguntó que qué tal el
proyecto con el gato, el perro y el loro. Ah, bien, bien, le dijo ella. Salió
lindo.
EL SILENCIO POR SUPRESIÓN*
Cuando llegó del supermercado empezó por dejar las
bolsas encima de la mesa, y enseguida buscó lo que necesitaba frío; haciendo
equilibrio con las salchichas, un corte de cerdo y las bandejitas con pollo
trozado, abrió la puerta de la heladera y no se encendió la luz. Pensó que se
habría quemado la bombilla, pero en el freezer el hielo era agua dentro de las
cubeteras, y las milanesas habían perdido su rigidez. Quizás había dejado de
funcionar desde el día anterior, pero recién ahora lo notaba.
Justo ahora, se dijo, pero siempre el día de hoy es
el peor momento para que algo salga mal. Justo ahora, se dijo, justo ahora que
hay que comprar la ropa de los chicos para el colegio, los útiles, los libros,
y se acumulan los gastos de inscripciones y cuotas. Se recostó contra la
mesada, justo ahora.
Después de suspirar y peinarse con la mano el
cabello, le tocó timbre a la vecina y le preguntó si tendría lugar para dejarle
algunas cosas en su heladera. Puso todo en una bandeja y volvió. La vecina le
objetó que estando los artículos descongelados no era bueno recongelarlos, que
hay que consumirlos o tirarlos. Sucedió la argumentación; ella que no, que en
un documental explicaron que no es malo volver a congelar los alimentos, que
no, que para nada, y había la cosa de la ruptura de las paredes celulares que
cambia la textura pero no hace que las cosas se echen a perder, y mientras
tanto con la bandeja arriba de la mesada de la vecina, y las cosas tan a la
vista, los envases abiertos, esa desprolijidad expuesta a extraños.
Pero que no importa, de veras, en serio que dijeron
que se pueden volver a congelar los alimentos descongelados, y la vecina que no
se convencía y ella que se sintió absurda dando explicaciones, casi suplicando
que le ponga las cosas de una vez por todas en el freezer, y se hubiese ido si
no fuese porque mantenía la sonrisa y la paciencia porque necesitaba salvar la
mercadería, más aún ahora que quién sabe cuánto iba a costar el arreglo de la
heladera.
Por fin volvió a su casa y se le endureció el
estómago cuando pensó que debería decirle al marido que la heladera no
funcionaba. Justamente la heladera, que era una de las cosas que habían perdido
su existencia.
Si lo que no se nombra desaparece, es como si no
estuviese o jamás hubiese existido, entonces en su casa había una enorme
cantidad de objetos fantasmas.
Para que ocurriese la desaparición de la heladera
había sido lo del hijo menor. Dos años atrás le regalaron un triciclo, y a
causa del entusiasmo que le produjo el triciclo rojo, la misma mañana del
cumpleaños no esperó a salir a la vereda, se subió a su triciclo y cuando
intentó girar en la cocina, la rueda trasera chocó contra la puerta de la
heladera y le dejó una dolorosa herida arañada con pintura roja sobre la
pintura blanca.
Desde entonces, hacía ya dos años, la heladera había
pasado a formar parte de la casta de los innombrables.
Una vez que hubo gritos motivados por algo, el lugar
o el objeto involucrado quedaba anulado del registro de realidad de la familia.
Era una norma jamás enunciada, pero los niños la acataban perfectamente con esa
comprensión animal de los niños por los climas espesos, los rostros mudos y las
expresiones de los cuerpos torturados. Habían comprendido perfectamente, los
niños, que una vez borrado algo de lo visible y señalable, debían
obedientemente enceguecer sus propios ojos a lo molesto, a lo acaso peligroso.
La mujer se dijo que para comunicarle al marido que
la heladera no funcionaba, debería nombrarla, decir la heladera no funciona, y
ese nombrar la heladera la traería de vuelta a la realidad tangible, y otra vez
quedaría expuesta la rayadura roja sobre la pintura blanca, y sería nuevamente
el grito, quizás el golpe. Pensó en llamar al service sin decirle al marido,
pero jamás lograría que la arreglasen antes de la cena cuando la necesidad de
hielo para el vino con soda la dejase expuesta.
Quizás pudiese llamar al service y guardar silencio,
y el marido al abrir la heladera no hiciese comentarios, y la heladera siguiese
en modo de fantasma, y el marido quizás se contentase con fruncir el ceño y
mantener un silencio más espeso y no otra cosa. Quizás se pudiese sortear el
mal trago, quién sabe.
Y justo ahora, se dijo, justo ahora tiene que
aparecer la heladera. El televisor no se nombra desde que la nena se levantó
sigilosamente en la noche a ver el final de una novela, y el padre salió de la
cama y arrancó el enchufe de la pared. El piletín está armado todavía en el
patio, y los chicos lo usan, pero no se habla de él desde que salpicaron
demasiado, el agua llegó a la calle y un inspector municipal les levantó una
multa.
La mujer recorrió la casa y faltaban tantas cosas.
Tanto sinsabor había desdibujado, uno a uno, el respaldar de una cama, una de
las bicicletas, la puerta del placard de los chicos, el piso del baño, un
estante del pasillito. Y aquello también, y la azucarera, y tanto más.
Miraba desde el recuerdo la casa, y veía su hogar
cuando todavía no faltaba casi nada, y se podía hablar de la cortina, del
colibrí en las flores azules, de la película en el cine y de aquellos amigos
que, también, uno tras otro habían ido desapareciendo.
Abrió la guía telefónica para buscar un service de
heladeras y habló resignadamente. Recién mañana pasarán a hacer un presupuesto.
Sentada con las manos sobre el regazo, la mujer
anheló el día en que ella y sus hijos demuestren su absoluta, su inocultable
incorrección frente al marido, y puedan desaparecer finalmente, escapando, por
fin, de su mirada.
SABIDURÍA*
Edipo se acercó
a la Esfinge.
La Esfinge era
hermosa y distante.
Simétrico
rostro de mujer, bellísimo busto, grácil cuerpo sedente de animal de presa.
Patas delanteras extendidas, laxas; patas traseras prontas al salto. Siempre
vigilante, siempre en quietud. Ni dormida ni en movimiento, su calma era la de
quien demuestra soberanía controlando el músculo y el erizarse de los cabellos.
Frágil solidez
de quien no puede darse ni al reposo ni a la furia. Pero desde aquí lo vemos;
no vio esto Edipo en la mujer animal. Le fue dado el temor y la admiración
frente a lo terrible. Y le fue dada, también, la paralizante atracción que
halla su sujeto en quien ha de destruirnos.
La Esfinge
proferiría su enigma, su pregunta afilada, certera, aguda; su pregunta que
condenaría la falta de entendimiento con la ganada muerte.
Edipo lo sabía.
Había realizado su jornada para el lívido momento en que el enigma definiese su
suerte. Y ahora aguardaba. Por un instante miró el cielo por si fuese última
visión, dibujó con ternura la silueta de un árbol en su memoria.
Los ojos de la
Esfinge eran espejos de cristal de roca.
Edipo recibió
el peso del temor a la propia ignorancia, le tembló el pecho frente a la
belleza exacta de ese ser maravilloso de contornos perfectos. La imaginó
invulnerable, casi aceptó como inevitable y lógica, acaso necesaria, la
desaparición de su contingente persona frente a la evidente solidez de la
criatura.
Este inabarcable
ser semejaba conocer los secretos del universo. Su calma merecía ser producto
de su seguridad.
Y la Esfinge
ejerció la veladura del silencio para mentir sabiduría.
La Esfinge,
inmóvil como los dioses frente a la agitación de los hombres, ocultó su ignorancia
con la lejanía de una máscara hueca, la arrogancia de una pose estatuaria. Su
silencio no era otra cosa que un
oscuro despojo,
un muro que protegía la nada. Mostraba sólo lo pasible de causar admiración,
ocultaba el vacío del centro.
La Esfinge nada
sabía, nada comprendía, y era, como nosotros, hábil para la destrucción pero
negada para el acto generoso de crear.
Su majestad no
le permitía dudas o inaceptables cuestionamientos.
Estaba
condenada a las sentencias y a la brevedad. Si no hablaba, no se advertiría su
carencia. No mostraría la cera en la grieta del mármol, no permitiría cercanías
que pudieran propiciar el hallazgo de la imperfección.
La belleza
exacta no se arriesga a mostrar el perfil opuesto, curvar el cuello, producir
modificaciones en la obra conclusa. La ignorancia no es capaz de quitarse el
velo que cubre su desnudez.
Edipo, que
viendo a la Esfinge veía los ropajes del hierático desprecio; Edipo, quien
siendo un hombre se sentía ínfimo frente a un oráculo certero; Edipo, engañado
por la Esfinge, la creyó sabia e infalible.
Antes de que la
desmesurada voz declamase el acertijo, se daba ya por muerto.
Se alegraba,
quizás, de su cercana desaparición. Engañado por la aparente esfericidad del
monstruo, deseó que su persona imperfecta no manchase la pureza del ser
fabuloso.
Pensó que sería
un honor alimentar al prodigio. Se resignó a su destino, acaso lo satisfizo que
el hilo de su vida fuese cortado por un adversario de tamaña dignidad.
Otro instante
se demoró la Esfinge en plantear el acertijo. Sabía que la teatralidad le era
necesaria para no desmoronarse. La ejercía con impecable oficio.
Con voz de
Sibila, de Oráculo, con voz de Ídolo de bronce y pedrería la Esfinge desplegó
las palabras que serían su derrota.
No era el
enigma un cofre inviolable. Edipo halló la llave. Con íntima desazón Edipo
halló la llave. Con alivio también, pero con desazón Edipo desató el nudo de
palabras.
Y se alejó
luego de contemplar cómo se despeñaba la Esfinge desde lo alto de la Acrópolis.
Pensó "no he de despeñarme yo por una falla, no he de morir por orgullo ni
ceder a la tentación de la soberbia, y no he de confiar ingenuamente en la
sabiduría de las estatuas".
Lo olvidó
luego, como a todos los alumbramientos que nos proponemos tallar en la memoria.
GUARDANDO EL
JARDÍN DE LAS HESPÉRIDES*
Mis cabellos
matan el sol. Son negros mis cabellos; negros como la boca del traidor, como la
nariz de un perro en el bosque, negros son como el centro de tus ojos.
Mis cabellos
son negros.
Diría que
ensortijados, diría que espléndidos en su derrame móvil sobre mi espalda y mis
hombros desnudos. La belleza lisa y bruñida de cada cinta de resumida oscuridad
es un fustazo de dicha nunca apropiada, nunca gozada por mortal.
Ah mis
cabellos. Ondulo mi cintura blanca, tiendo acuáticos brazos fantasmagóricos.
Observo con fascinación mi sombra arbórea y móvil. Y aguardo.
Junto a mis
hermanas aguardo, y guardo la puerta del jardín donde los hombres no tienen
cobijo.
Yo guardo y
aguardo y espero.
Te espero.
Con los ojos
del corazón te veo, y no con los del peligro. Detrás de los párpados, detrás de
los velos te añora mi frágil corazón de hembra sola.
Te llama mi
anhelo. Transparentes vahos de deseo te atraen hasta la puerta que no debes
cruzar, que no debo permitir que cruces.
Sé que vendrás.
Sé que por
tierra y agua marchas hacia mi destino. Y que más pronto que tarde tu sombra
dibujará tu belleza sobre mi tierra yerma. Aquí estarás para cumplir la promesa
de la muerte y las espadas. No ruego otra baraja ni otros dados.
Sé que vendrás.
Me basta.
Sé que puedo
recorrer tu cuerpo duro con mis manos, que puedo atrapar el hombre con mi boca
anhelante. Pero sé asimismo que la dicha está contaminada de brevedad, que la
fugacidad de la carne tibia se transformará en piedra contra mis senos
ansiosos. Te matará mi amor, amor. Mi fatal mirada.
Mi amor te
transformará en estatua de piedra. Sólo la dicha de contenerme en tus ojos es
mi anhelo, y tal dicha, lo sabemos, sería tu sentencia. Mis cabellos de
serpiente se retuercen y anudan en deseo e ira.
Mi amado,
debieses comprender que Medusa te ama aunque mi amor confluya con la muerte. No
será para nosotros la ternura. Morir o destruir al objeto de mi amor, tal es la
torpe suerte que me ha tocado.
Perseo, dejaré
que me decapites y te ufanes de tu hazaña.
PEDACITOS DE
CIELO*
¿Viste el
cielo?
¿Viste cómo el
celeste y el azul y el rosa, cómo el blanco, cómo las nubes? ¿Viste las nubes?
¿Viste el mar
que corre invertido, esa liquidez de los mediodías, esa lejanía y esas
nubecitas que de pronto te bajan el techo antes tan imposible? ¿Viste la luz de
fuego, el sol naranja, las capas atravesadas por rayos incandescentes? ¿De
veras que vos también viste el cielo? ¿Los borreguitos amontonados, los jirones
desgarrados de tules evanescentes, los colores? ¿Viste los colores?
Y las nenas en
la terraza. De las nenas en la terraza me contó Rodolfo, esas no las vimos.
Dos nenas en la
terraza, magia con palitos, varitas de hadas ingenuas. Haditas pequeñas, hadas.
Dos nenas y una
terraza y el cielo perfecto.
Arriba las
nubes de algodón, de lirios blancos, nubes de difuso sueño de anémona, nubes de
nubes. Nubes sobre fondo de atardecer y en contraste las figuritas bailarinas
de las nenas en la terraza.
Las dos niñas.
Manos en el aire, manos que trazan círculos que perduran apenas un momento como
giro, como rueda invisible, como hechizo en el aire. Palitos, varitas en las
manos tiernas.
A las nenas les
gustaría comer el mágico algodón de azúcar que venden en ferias y circos. Ellas
quieren el algodón de azúcar, y les han dicho que están hechos con pedacitos de
cielo. Y entonces ahí están, en la terraza, probando a enredar el cielo en las
varitas.
Las nenas giran
sus palitos batiendo el aire, giran sus palitos, giran ellas con esperanza, con
fe, con los bracitos redondos giran sus varitas para atrapar trocitos de cielo.
Vos sabés,
claro. Sabemos que es así, que no hay otra manera. Las nenas atrapan en la
terraza recuerdos para el después, cuando lleguen los inviernos del desamparo,
los otoños de la melancolía. Las nenas atrapan recuerdos de belleza, danza de
aves, sensaciones limpias para esa vida que se les viene. Atrapan felicidades
para cuando el algodón de azúcar ya no sea un manjar. Para cuando ya no crean en
magias ni en imposibles realizados. Para cuando sepan los cómos y los cuándos
pero nunca los por qués.
Y las nenas
atraparon, para siempre, al cielo rosa, al cielo blanco, azul, celeste. Y se lo
metieron dentro como si se lo comieran.
¿Viste el
cielo?
*Textos de Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Mónica
Graciela Russomanno, de nacionalidad argentina y española, nació en Santa
Fe, en 1966, y es profesora en Artes Visuales.
Fue publicada
en los diarios “Hoy en la Noticia”, “El Litoral” de Santa Fe, “La Nación” de
Buenos Aires, “Uno” de Entre Ríos, “Ideas” de Cuba, “Xicóatl” de Austria y
“Etcétera” de Zaragoza. Editada virtualmente en las publicaciones “Inventiva
Social”, “Unión digital”, “La máquina de escribir”, “Página uno”; escribe
ensayos en la revista cultural “El Arca del Sur”.
Ha guionado los
videos: “El gueto de Varsovia”, realizado por los 90 años de la radio
“LT9”, así como “Relatos de Euskadi” y “El Arca del Sur”, participando como
invitada mensual en el programa de radio de LT10 "El hombrecito del
azulejo".
Fue premiada en
el concurso por los 70 años de la UNL, en el concurso “Nitecuento” de Editorial
Mizares, el certamen de la Editorial “Nuevo Ser”, y en el organizado por
“Historias para el café”.
Editada en la
Antología “En bandada”, participa como autora invitada en encuentros con
estudiantes, y es jurado del concurso anual de cuentos juveniles de la
organización “El Puente”. En los años 2011 y 2013 fue jurado del concurso de
cuentos "Gastón Gori" de la Sociedad Argentina de Escritores filial
Santa Fe.
En el año 2009
la Asociación Trabajadores del Estado le editó un libro de cuentos, “Historias
versas y perversas” dentro de la colección Bienes Culturales.
InvenTREN
SILBIDOS Y
TANQUES DE AGUA*
¿Era Cortázar
el que en Francia extrañaba no el país sino los signos de la Latinoamérica que
nos atraviesan? ¿Era Cortázar el que extrañaba en su departamento de París el
silbido de los hombres que caminaban por las veredas de Buenos Aires, manos en
los bolsillos, pensamientos nebulosos, labios fruncidos en el soplo sonoro que
modulaba melodías truncas? ¿Era, acaso, Cortázar quien observó que en la Europa
faltan los tanques de agua sobre los tejados tan ordenadamente limpios?
La estación de
tren de ladrillos, tan como cualquier otra, tan melancólicamente semejante a
tantas otras, marcada su solidez por la evanescente silueta de los árboles,
afeada la pureza con el tanque burdamente adosado, cañerías de langosta posada
torpemente sobre la estructura perfecta.
Quién puso el
tanque de agua. Quién destruyó con el cilindro burdo y claro la maravillosa
cadencia de los ladrillos quietos, armonizados en rojo y naranja, recortados
contra los verdes y terrosos y los marrones vegetales del paisaje.
Tanque de agua
contra el silbido descuidado de la arboleda rala. Manos en los bolsillos,
peatones indolentes.
Esta
Latinoamérica que se repite en estribillos silbados sin razón y sin cálculo.
Esta indolencia de abandono, de cielo extremo, de horizonte desolado.
Esta estación
de tren sin trenes, sin guardas. Estos árboles que están desde antes y se
prefiguran eternos. Este esfuerzo sin tesón, esta forma de hacer a medias, de
adosar tanques de agua a las construcciones de líneas nobles. Esta irreverencia
por los pasados esta despreocupación por los futuros.
La estación
Rolito los silbidos los trenes muertos los despojos. La belleza caduca y
mancillada, la belleza de lo que no fue ni será, la belleza del pasado
desgastada, desprotegida. La falta de gracia. La primacía de lo necesario
aunque los árboles se indignen.
Los que colocaron
el tanque de agua habrán silbado en el viento. Descuidadamente. Sin pensar. Sin
culpa habrán silbado el albañil y el plomero.
Después se
habrán marchado y se perdieron en la sucesión de días inclementes.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
***
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ENRIQUE FYNN. PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
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LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
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ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
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VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
Me gustaro mucho lo que escribiste.,en especial como desarrollas los personajes .yo diria que sen historias atrapantes
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