*Dibujo de Erika Kuhn.
Sartre*
¿Somos
las historias
que contamos
acerca de
nosotros?
¿Somos
lo que hacemos?
¿O somos
lo que los
otros
piensan de
nosotros?
No está muy
claro,
Jean Paul.
*De Robert Gurney. bob@verpress.com
-Inédito-
SOLO UNA LÍNEA DE TIEMPO SEPARA LA TORTUGA DE LA LIEBRE…
SI HABÍA AFUERA*
En el otoño
lluvioso, destemplado, no exento de impiedad, leo:
“Afuera –si es
que había afuera- aprovechando la luz de la luna, una luna tan nueva que
devoraba cuanto borde encontraba en su camino”. Esto escribió el entrerriano
universal Arnaldo Calveyra.
Qué pasaba,
pienso, en aquel tiempo en que toda luna era nueva y ponía su plata inmensa
sobre los campos donde la escarcha enseñoreaba rastrojos interminables y
zanjones solitarios y postes tendidos a lo largo con una sola lechuza solitaria
que levantaba sus alas largas y heladas e interfería el silencio al grito seco,
duro como un látigo en el aire, que mi madre intentaba conjurar con la señal de
la cruz y un “dios santo” echado al aire hierático como si fuera una
paloma de duro acero que se atreve a enfrentar ese presunto mal agüero al que
toda gente de campo teme.
En esas
madrugadas las calles estaban solitarias, si apenas un perro somnoliento nos
veía, apenas aullaba sin aliento, casi como un compromiso más con su raza que
impelido por instinto. El frío que la luz de plata lunar extendía sobre el
pueblo dormido y muerto como una piedra, el campo alargado con sus dos vías
paralelas que tira antenas de araña descubierta. Yo caminaba con mis padres en
esos amaneceres que eran más noches todavía, que alba sin clarear.
En otras
ocasiones, el viaje no era a pie sino en algún sulky prestado y traqueteante,
cuyas ruedas cubiertas de hierro golpeaban sobre la calle de dura tierra
apisonada. Ya habíamos pasado la casa Norte, donde mi amigo Roque Vázquez
dormiría arropado en la casita junto al canal donde los sapos croaban
incesantes, desafinados y a entero destiempo bajo el plato helado que se
colgaba en el cielo inmenso como clavado y sin chistar.
Afuera, si es
que había afuera, escribe Calveyra donde “te pones esa pollera de medianoche”.
Como aquella mujer alta con su carne morena, sus trenzas azabache y sus ojos
impenetrablemente oscuros, que estaba bajo los paraísos de la noche en la
vereda de su casa, frente a la pequeña placita donde corrimos aquel perrito que
huía embarrado bajo la lluvia. Esa mujer misteriosa a quien pedíamos permiso
para su hijo nos acompañara a jugar, porque era nuestro amigo. ¿Qué misterios
escrutaría en las sombras perdidas de aquellas noches de verano que se fueron
para siempre?
Pero era definitivamente
el afuera o con luna que tiraba su plata helada sobre nosotros, el afuera del
verano cuando la luna rebotaba en la hilera de pinos que tenía la cancha de
pelota a paleta. En aquellos tiempos que se tragó no sólo el olvido de los años
niños sino esta prepotencia que sólo nos deja una hilacha sola para arrimarnos
una brizna solitaria, qué digo, una breve luciérnaga instantánea para que
quedemos en ese afuera para siempre.
Desde el fondo
de los tiempos cuando ya nadie se recuerda y la anécdota va cambiando el lugar
en la cabeza olvidadiza que no ensombrece la memoria agotada por años y
tormentas.
Llegar al
amanecer a esas chacas solitarias y dormidas como una perdiz echada, era llegar
escoltados de rocío, recibidos por los perros que cambiaban el gruñido por la
fiesta de caricias. Ellos también recibían esa luna de plata en sus pelajes, en
sus hocicos húmedos donde el vapor caliente lo rodeaba, en la cocina ya
encendida. Esa gran cocina de hierro fundido que habían comprado los abuelos
hacía mucho y que tanto puchero o guiso cocinó para un par de generaciones
dando vueltas por la vida.
Y uno piensa y
repiensa la frase del gran Arnaldo Calveyra, entrerriano y poeta fino, hombre
de talento generoso, de gesto amplio y abrazo apretado como un puñado de trigo.
Es decir, si en
verdad había afuera, era todo cálido, aunque la helada y la plata lunar y el
aire frío y el rocío que nos sigue como un perro y cae sobre nuestros hombros
como la ristra de años que perdimos para siempre.
*De Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
LÍNEAS *
Solo una línea
de tiempo separa la tortuga de la liebre
Para que una
mano no escuche los pesares de la otra hablo bajito.
Una pena
grandota sube y en réquiem nos abrasa.
Muriendo de mi
misma. Naciendo en cada diente de leche.
El hombre que
me ama, no esta sordo, solamente, solo.
El hombre que
no amo es tapera, sauce y rosedal.
El hombre que
no pudo amarme, se clavaba espolones.
La muchacha
callaba. Y la mujer callaba.
Ay, las cosas
que ha abortado mi boca.
Crecen hierbas
desde mi primera sepultura.
-Debiste mal
parir aquella noche-
Y la noche,
insomne dormía entre dragones.
Herida ya. De
vida y muerte herida. Herida, herida ya.
Extrañamente
los días cenicientos retroceden.
Una línea de
tiempo apolilla soledades.
Y los ojos del
hijo trazan rayas.
Los ojos del
viejo escriben al revés.
Líneas. Líneas
de la vida o la muerte, es lo mismo
Paralelas
ahora, no se hasta cuando.
Lo sé, ya no
esperas la palabra de Lázaro.
Y no entiendes
y preguntas al mundo tus respuestas.
¿Que hemisferio
se robó tus preguntas?
La cisura del
límite peligra… ¿desde cuando…hasta cuando?
(¿Hasta cuando,
Dioses hasta cuando?)
Una cruz de
lunas yertas. Lápidas y polvo y gritos.
Solo una línea
de tiempo separa la tortuga de la liebre
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
Luna negra*
Para Esteban, mi hermano
El José era mi amigo y había
prometido ayudarlo. Noche negra aquella, sin luna. O con la luna negra,
como decía José. Para Esteban, mi hermano
Habían acordado en encontrarse
en la primera noche sin luna en el fondo del patio de la casa de ella, detrás
del enorme paraíso que esa noche todavía largaba un aroma inolvidable.
Esperaba la luna negra para que
no los vieran y cuando nadie se animaba a salir, él se hacía valiente porque
ese encuentro justificaba cualquier peligro. En esa época no había demasiadas
luces en el pueblo. En las esquinas un solo farol iluminaba las calles de
tierra, y la plaza tenía algunas más, pero daban pena. Nadie salía a
caminar de noche en un día de semana. Había que estar muy aburrido. O muy
desesperado.
Yo lo aguanté cuando trepaba por
el viejo tapial. Había tirado las zapatillas cerca de la cuneta porque así, en
patas, podía subir más rápido, apoyándose en la saliente de los gastados
ladrillos.
Lo escuché caer del otro lado.
Apenas un ruido seco entre los yuyos y las enredaderas del patio.
Ahí fue cuando decidí trepar yo
también y asomarme, para advertirle sobre cualquier peligro, aunque sabía que
no iba a ver mucho por culpa de la luna negra.
El José caminó hasta el árbol,
donde ella lo esperaba. Seguro que le agarró la mano para guiarlo y lo estrechó
contra su cuerpo, suave y tibio, lleno del aroma del paraíso.
Él soñaba con esa boca húmeda,
con ese pelo negro, con estar dentro de ella.
Tan oscuro estaba, que no
llegamos a verlo. Ahora pienso que tendría que haberme alarmado cuando los
grillos dejaron de cantar.
Me sorprendió el insulto,
fuerte, lleno de odio y oí el cuerpo de José cuando cayó por el empujón.
No se lo esperaba. La chica
creía que se había dormido sobre la mesa después de tanto tomar.
Pero no. Sigiloso como una
culebra había aparecido, y estaba furioso.
A pesar de ser más joven y más
grandote, José no habrá querido lastimarlo, al fin que era el padre de ella,
así que se zafó como pudo y empezó a correr hacia donde estaba yo.
Desde arriba le tendí la mano
rápido y cuando ya estaba con una pierna para el otro lado, se dio vuelta para
mirarla.
El viejo la había agarrado del
cabello y casi arrastrándola la llevaba para la cocina. Cuando la escuchó
llorar, el José se quedó tieso.
¡Vamos José, dejála. Ella se
dejó, que se las arregle!, le dije nervioso.
Pero no sé. Se habrá acordado de
esa boca o de lo bien que lo hacía sentir, porque en ese momento decidió ir a
defenderla.
El viejo estaba borracho pero
tal vez entendiera, me dijo.
No lo pude detener. Volvió a
caer entre las enredaderas y no supe dónde estaba cuando dejé de escuchar sus
pasos.
La luna estaba negra y no se oía
nada, hasta que la lechuza largó un chistido.
Ahí me acordé que era 13.
Maldita suerte, pensé.
El José también lo habrá
pensado, seguro, cuando la noche negra se le volvió roja
al explotarle la cabeza bajo el ladrillo, justo cuando aprendía a portarse como
un hombre.
Luna negra, noche roja. Yo le
habìa prometido ayudarlo. Y cuando me carguè su cuerpo, para atravezar el
tapial, me di cuenta de que parecìa un chico dormido, cansado de alguna
travesura.
*De Cecilia
Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
El valle de los
angelitos*
En una curva
del río,
casi perdido
por la neblina,
me encontré con
un hombre de luto.
Estaba de
rodillas en la orilla,
con la cabeza
entre las
manos.
"¿Qué
pasa?" le pregunté.
"He venido
del valle de los angelitos,"
contestó.
"Donde nos
despedimos de nuestros hijos".
"¿Qué
querés decir?"
pregunté.
“Los enterramos
allí,
en el
aire."
"El hombre
es la más bella conquesta del aire",
dije, citando a
Larrea.
*De Robert Gurney. . bob@verpress.com
-Inédito-
Volver*
Tanto pensar
“cómo quisiera que mi viejo estuviera aquí, aunque sea por unas horas”, que
justo ese día mi Padre volvió.
Era el día en
que cumplía sus años cuando lo vi doblar desde la esquina con su bastón
artesanal, el mismo que armo con sus propias manos con un mango de paraguas y
una caña a la que le dio terminación con un regatón de goma.
Me vio desde su
paso lento cosechando las nueces altas con un largo palo armado para la
ocasión. Cosechar las nueces del año en el día del cumpleaños de mi padre es
una ceremonia que mantengo con mis hijos.
Esta vez, la
llegada de mi padre me sorprendió en la puerta de casa con las yemas de los
dedos bien manchadas por la tinta que liberan las nueces al separarlas del
tegumento verde que las recubre en la planta.
Mi Padre estaba
feliz en el regreso. Venía de visitar al santuario Della Madonna di Viggiano.
Nos dimos el
doble beso de mejilla a la usanza italiana. Mezclamos lágrimas y risas.
*De Eduardo Francisco
Coiro.
*
Creo
en el sol
y su porfía
de amanecer
cada mañana.
Creo
en la sombra
y su secreto
rumor de selva.
Creo
en la flor,
en la fugaz
vida de la flor,
en la eterna
muerte de la flor.
Creo
en los sauces
frente a mi ventana
y en la palabra
que dibujo
sobre el vidrio.
No sé si creo
en dios.
Pero creo en
mí.
Creo en mí.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
VÉRTIGOS
MODESTOS*
Los plátanos,
que excepto por su nombre engañoso ninguna relación tienen con los bananos o
palmeras, se erigían altísimos en la noche, retorcidos en sus posturas
escénicas, las ramas como brazos implorantes, flamígeros, que se pierden
teatralmente en la oscuridad del cielo, y los troncos dramáticamente definidos
en luz y sombra por las luminarias ciudadanas.
Ya hubo, entre
las altas copas y alrededor de las ramas blanquecinas, una veloz danza de
murciélagos. Ahora, que es noche profunda, los murciélagos han ido a buscar
insectos en la esfera de luz de otros faroles, y la calle está inmóvil de
solemne soledad. Apenas la hace vibrar brevemente el salto blando de un gato
desde un muro a un techo, o los faros de un automóvil allá lejos, que nos
demuestran que todavía alguien está despierto.
En algún lugar
se cierra una persiana.
María Beatriz
camina por el centro de la vereda, despacio, intentando en la penumbra no
tropezar con las baldosas quebradas y desparejas por la presión de las raíces
de los árboles. Los plátanos sofocan la luz de los faroles, María Beatriz
vacila escogiendo cuidadosamente adónde poner, uno tras otro, sus zapatones de
vieja bibliotecaria de escuela.
Lleva una falda
gruesa de lanilla, una blusa, un saquito, todo con esa voluntad de amarronarse
en una amalgama desalentadora.
Dos calles más
adelante gira una camioneta que se acerca. A través de las ventanillas bajas
sale una música estridente y peligrosamente soez, como las carcajadas bastas de
los hombres que viajan en la cabina. Van tomando cerveza a pico de una botella
marrón, la camioneta tiene la patente sucia con barro, ilegible, y el
guardabarros delantero está semi desprendido. En el badén de la esquina el
guardabarros toca el asfalto con un fuerte golpe, lo que causa una enorme
hilaridad en los hombres.
María Beatriz
intenta mantenerse serena pero inadvertidamente apura el paso. No levanta la
vista mientras llegan hasta ella. Siente calor y un vértigo que le vacía el
cuerpo. No los mira, no gira la cabeza, es preciso simular que caminar sola a
plena noche es natural y seguro.
No los mira,
fijamente no los mira con los ojos, pero sabe que los acecha como una presa
siente la presencia del rapaz con los vellos de la nuca. Pasan. Al pasar el
conductor le grita algo que quizás el miedo no le permite entender.
La camioneta se
aleja, y los hombres siguen riendo, celebrando con grandes carcajadas la frase
que seguramente fue una burla. La música es lo último que se pierde.
María Beatriz
sigue caminando con una sensación magnífica de haber sorteado un gran peligro.
Ya casi llega a la puerta de su pasillo. Solamente le falta dar unos pasos,
abrir la reja, transitar el pasillo desierto (otro desafío, bien podría haber
alguien, alguna figura amenazante escondida detrás de la gran maceta con el
ficus o en el vano de alguna otra puerta)
Con la garganta
cerrada y la sangre haciendo notar el violento bombeo del corazón abre y cierra
la reja, camina por el pasillo, abre y cierra la puerta de su departamento con
dos vueltas de llave.
Está feliz. Por
fin ha vuelto a la cálida seguridad de su dormitorio. Sonríe con alivio y a la
vez con la satisfacción de quien ya ascendió la montaña, y ahora se puede sacar
los guantes y calentarse las manos en la fogata.
Había puesto la
alarma del reloj a las tres de la mañana. Se levantó del lecho tibio, se quitó
el camisón, caminó las nueve cuadras que se había impuesto. Ahora se desviste,
deposita cuidadosamente la ropa doblada en una silla, y ajusta la alarma para
despertarse a las seis y media, a tiempo para desayunar tranquila y tomar el
ómnibus a la escuela.
Piensa que fue
una buena noche; hubo vértigo, amenazas, peligro y retorno feliz.
Hace un tiempo
pudo improvisar un desafío interesante gracias a la noticia que escuchó en la
radio, mientras daba entrada a una colección infantil de libritos ilustrados.
El locutor del noticiero informó del hallazgo de un ahogado en la laguna
Setúbal, desconocido, de una edad de entre treinta y cuarenta años. María
Beatriz fue a la morgue, dijo que un tío suyo estaba desaparecido y pidió ver
el cadáver para cerciorarse de si se trataba o no de su familiar. La trataron
con mucha deferencia, después le dieron un vaso de agua con azúcar. Recuerda la
camilla, que el pobre hombre estaba muy descompuesto, recuerda la horrible
impresión de la carne hinchada, el hedor que le quedó prendido en el fondo del
subconsciente, las pesadillas que tuvo. Fue una buena experiencia, se dice.
Precisamente
hace un mes fue la aventura de robar un sobrecito de ají molido en el
supermercado. Tuvo que verificar con gran agitación que en ese momento el
guardia de seguridad estaba distraído, que ninguna de las camaritas la estaba
captando, que nadie la miraba, y en un instante vertiginoso deslizó la especia
en el bolsillo del tapado. No pudo respirar con calma hasta que llegó a su
departamento. Aún en la calle, a varias cuadras del supermercado, no se atrevía
a mirar hacia atrás, imaginando que vería al policía que la seguiría para
–horror- destruir acusadoramente su reputación de puntillosa honestidad.
Otra vez fue el
absurdo de ahorrar varios meses para ir un fin de semana a Europa. Hizo
economías, fue a una agencia de viajes, ingenió transbordos. Salió directamente
de la escuela el viernes al mediodía para poder llegar el lunes como siempre,
tímida y callada, con sus zapatos de taco bajo, a sentarse detrás de su
escritorio con la cabeza aún mareada de aviones y aeropuertos.
Hubo una noche
en vela, café tras café y películas en la televisión, para lograr esa mañana
alucinada, entre la sensación de fiebre y de sueño diurno, las luces más
brillantes, los objetos encantadoramente fuera de foco. Y qué felicidad luego
de la noche sin dormir y la mañana de trabajo, esa siesta tan deseada y
magníficamente disfrutada entre sábanas de hilo, lavadas, planchadas y
perfumadas con el fin prefigurado de un goce perfecto.
Hoy María
Beatriz guardó un destornillador en la cartera. Ya afiló la punta con la piedra
que usa para la cuchilla de cocina. Habrá de elegir alguno de los automóviles
estacionados alrededor de la escuela y le hará un profundo y hermoso rayón en
la puerta. No deberá ser el sedán del profesor de gimnasia, porque es un hombre
que le desagrada. Será un automóvil escogido al azar, ya que el disfrute debe
de estar ligado a lo gratuito e inconducente.
María Beatriz
se para en la esquina, extiende el brazo para que el ómnibus se detenga, sube
aferrada al pasamanos, vacila cuando el chofer arranca y ella tiene que acercar
la tarjeta magnética a la máquina, con sus cincuenta y seis años, su pelo mal
teñido y la chalina barata sobre los hombros.
Sonríe
amablemente cuando un chico de secundaria le cede el asiento, y modosamente
acomoda la cartera sobre las rodillas juntas.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
La verdad*
(En el
cumpleaños de Hölderlin)
Un amigo que se
encontraba en la costa del río Negro
me mostró
algunas líneas, hace demasiado tiempo,
escritas por un
poeta alemán:
"La verdad
es como el aroma de un jardín
es la fragancia
de todas las flores
y de ninguna en
particular."
Recuerdo el
calor y las flores:
las rosas y las
dalias,
los alhelíes y
los dragoncillos,
los claveles de
poeta, los geranios.
Recuerdo un
estanque donde mi madre se sentaba
a charlar.
Las libélulas
flotaban por encima de ella.
En el medio
había un lirio blanco.
Me liberó de
las riendas, para que yo lo agarre.
Entre él y yo
había tres hojas redondas
del tamaño de
peldaños enormes.
Caí al agua y
terminé cubierto de barro.
Tal vez
Hölderlin ha sido preciso.
La verdad es
demasiado difícil de capturar.
*De Robert
Gurney. bob@verpress.com
20 de marzo de
2016. Inédito.
(Hölderlin,
nacido el 20 de marzo de 1770, Lauffen am Neckar, Alemania.)
InvenTREN
Estación San
Sebastián*
(Sobre la
memoria, que reivindica los momentos en la distancia,
y sobre la
posibilidad recurrente de una inversión en el tiempo)
Del pueblo solo
queda un caserío exiguo, calles de fresco lodazal que acceden hasta la
estación. He dejado el auto en una calle lateral, de esas que miran hacia un
infinito sin árboles donde solo residen el horizonte y las nubes. Me reciben
los perros, los guardianes incondicionales, como en todo lugar donde los
edificios son bajos y se unen con los componentes básicos de la tierra. El
único elemento del otro lado del endeble alambrado es la estación misma, San
Sebastián. Yo tenía la curiosidad y toda la intención de acercarme al viejo
andén y tomar algunas fotos. La fachada de chapa se conserva muy bien y me
sorprende que esté habitada, una familia del lugar se ha afincado aquí a cambio
de conservar lo edilicio y mantener a raya la naturaleza. Algunas gallinas, un
par de cabras y tres perros componen la fauna doméstica. Un poco más alejado un
pequeño edificio sanitario y leña, mucha leña y en una pared colgada una sierra
de mano y unas sogas viejas, que dan cuenta de la obtención del combustible
primario.
Parado en ese
andén, hoy, quince de septiembre de 2014 al mediodía, observo, hacia Carhué la
nada misma, no hay ni vías, solo pasto seco y el tendido de los viejos postes
de un telégrafo prehistórico. La vía principal no existe, es la orientación
típica de estas estaciones y mi brújula interna la que me indica la dirección
de los perdidos puntos cardinales. Hacia Puente Alsina, unos galpones grandes de
chapa gris, bien conservados, depósitos de vialidad quizás, y otros dos más
chicos, un poco más alejadas también un par de viviendas de los empleados del
Midland, estas si, aunque de piedra, ya hace mucho tiempo abandonadas, el moho
verdinegro toma por asalto las viejas paredes. Al fondo antes de desaparecer de
la vista, el tanque de agua, como un vagón alzado en el aire por una mano
invisible hacia el cielo gris y más alejado aún la silueta de un pájaro delgado
y extraño, el caño hidrante que hoy solo convoca al camión de la municipalidad.
Miro hacia la
estación, que ya ni el nombre conserva, le han quitado las tablas o paneles
donde estaba la denominación y observo que no hay nada que se parezca a una
boletería, quizás estaba en alguna estancia o división interna. La estación
cerró en septiembre de 1977, un día once de ese hermoso mes recorrió el tren de
pasajeros estas poblaciones por última vez. Un día de septiembre cincuenta
estaciones como esta, cuyos nombre de poco van muriendo, pasaron administrativamente
al olvido, y Carhué, la orgullosa Carhué, punta de riel de un pasado turístico
y esplendoroso, quedó a la deriva, un barco despojado, una ciudad que hacia el
sur solo mostraría paramos desolados, cubiertos por la sal del desbordado Lago
Epecuén. Nunca más oiría el trepidar de la maquinaria pesada de un tren, nunca
más el vibrar de los durmientes de quebracho y el baile minúsculo de sus
temblorosos clavos de hierro.
Pido permiso al
actual habitante, padre de familia y este me permite el paso al interior de la
estación, cruzo un umbral hollado por miles de pies antes que los míos. Observo
la carencia de algún reloj como es común o lo dicta la memoria de otras
estaciones entrevistas. Si hay, en un rincón de polvo y hojas secas, una
balanza para pesaje de encomiendas, no de plataforma, sino de esas otras con
pesos deslizables, ni tan vieja ni tan nueva. Un banco contra la pared
solitaria y enfrente una ventanilla de boletería con enrejado marrón, semejante
a un pequeño confesionario surgido entre las sombras. Olor a madera, a capas de
pintura gris, a sellos postales, a monedas antiguas de bronce. Sobre el
antepecho de la ventanilla, me aguarda un pequeño boleto amarillento con número
de serie 18362, lo tomo entre mis dedos, dice en letras pequeñísimas: Servicio
coche Motor - Ferrocarril Midland y en destacadas pone San Sebastián a Puente
Alsina, clase única y el suculento precio de $ 0.40 de moneda nacional. Sonrío
solo para mí y el corazón se me encabrita de pura nostalgia.
Aseguro la
correa de mi cámara, la Kodak Instamatic es una fiel compañera de caminos y de
rieles. Me doy vuelta para hacerle una pregunta al dueño de casa y descubro que
he estado solo, ignoro cuanto tiempo ha pasado. El aire que ha ingresado por la
puerta ha barrido el polvo y las hojas y el banco luce como si le hubieran
aplicado una nueva capa de pintura marrón. Levanto la vista y localizo casi en
las sombras un reloj que se me había pasado por alto, y también escucho su
metálico corazón en movimiento. Salgo nuevamente o recuerdo haber salido una
vez más, a la plataforma. Gente del pueblo se ha reunido en el andén, han
llegado hasta el alambrado delimitador en Falcon Futura, en renoletas, en
Rambler, en Renault 12, en cupés Chevys o Peugeot 504. Tomo algunas fotos de
todos ellos y cambio el rollo, en el aire se siente algo así como una
expectativa, un aire de ceremonia o despedida. Se acerca ahora, viniendo desde
Puente Alsina una formación de coche motor bastante antigua, un gusano
amarillo, rojo y azul que trepida ya cercano, lleva en su frente el número
2779, es un coche Ganz, le saco fotos, es un momento único. Me doy cuenta que
todavía tengo el boleto entre mis dedos, pero algo ha cambiado, las letras
grandes dicen: Puente Alsina a San Sebastián.
Abordamos el
tren, a pesar de sus años de servicio las comodidades son más que buenas. Me
arrellano en un asiento doble cubierto de cuerina marrón, he visto los del otro
vagón, tal vez no pertenecientes a este coche motor, sino un arreglo de último
momento y estos bancos eran de madera, como los de las plazas, también
marrones. Partimos, y toda la cacofonía metálica del tren se armoniza y adopta
una cadencia maravillosa y adormecedora al igual que las conversaciones de los
pasajeros, todo se convierte en un murmullo continuo y conocido. Entreveo pasar
las estaciones, mal recuerdo ahora algunos nombres: La Rica, Araujo, Dudignac,
Corbett, Henderson, Casey, Saturno, son algunas, las demás las devorará el
tiempo que es el depredador de la memoria. A las seis y cuarto de la tarde
arribamos a Carhué partido de Adolfo Alsina.
Recuerdo Carhué
como entre sombras de esa tarde a la salida de la estación. Un movimiento
inusual me sorprende en la ciudad turística, innumerables coches circulan por
calles prolijas y atiborradas de negocios, cuyos carteles multicolores
comienzan a encenderse. Muchos de ellos son hoteles, hospedajes y pensiones:
Hotel Azul, Hotel Americano, Hotel Las Familias, Hotel Horizonte, Hotel Plaza,
el Hispano Argentino, también casas de regalos y fábricas de alfajores. Casa
Bruni y sus electrodomésticos exhibiendo la nueva cocina marca Volcán. Me llama
la atención un bellísimo coche estacionado como al descuido, un Pontiac
Chieftain color arena que una delicia flamante para gente de buen respaldo
económico y por las calles muchos otros: Pontiac Bonneville, Ford 1950, el año
del Libertador, inverosímiles colectivos de chasis Chevrolet cubiertos de
propaganda local, extraños Kaiser Manhattan, Chevrolet Bell Air, y hasta un
exclusivo y aerodinámico sedan Studebaker.
La ciudad es
pujante y cosmopolita, está en su apogeo, todo el mundo y sobre todo la
sociedad de Buenos Aires se da cita aquí para disfrutar de los baños termales y
su acción terapéutica, reconocida en todo el mundo. En la sede de la Sociedad
Italiana proyectan “El Seductor”, un estreno, con Luis Sandrini, Elina Colomer
y la cubana Blanquita Amaro, que justamente trata de un jefe de una estación
pueblerina que se enamora de una bella mujer que viaja en un tren, todo el
argumento se presta a equívocos y alegres miradas, los espectadores festejan el
lenguaje de gestos del personaje. Más por gastar un par de horas que por las
risas, acudo a la función y después ceno unas pastas en la Sociedad. Luego,
cansado, con los ojos llenos de imágenes busco un hospedaje modesto y me duermo
en un sueño de viajes y pasajeros que se convierten en estatuas de sal.
A las siete y
media de la mañana ya estoy en la estación, el tren ha sido invertido de
sentido en la mesa giratoria y ahora reanudaremos el viaje. Una multitud de
personas despide el tren agitando las manos y algunos pañuelos al abandonar la
plataforma de Carhué a las ocho y cinco minutos exactos. Recorremos las
estaciones a la inversa, San Fermín, Coronel Freyre, Coraceros, Hortensia,
Morea, Ortiz de Rosas, Baudrix, Indacochea, por nombrar las omitidas en el
viaje de ida. En cada una un puñado de pobladores nos despide, ellos saben que
ya es la última vez que verán el tren de pasajeros, hasta los perros nos
acompañan en el lento paso por los gastados andenes. Al pasar por San Sebastián
observo el boleto en mis manos y ahora me muestra la información correcta, el
destino cierto: leo a la luz del mediodía: San Sebastián a Puente Alsina.
Acomodo mi traje de franela gris, el cuello de mi camisa y la delgada corbata
negra, me subo el pantalón bien alto y me relajo para el viaje hacia Buenos
Aires.
El viaje se
hace torpe, traqueteante, las horas, los pensamientos y las estaciones se
suceden lentamente, como un libro que se recorre despacio, hoja por hoja, con
la yema de los dedos. Converso un momento con el guarda uniformado mientras me
pica el boleto y me comenta que la formación es un coche motor Birmingham
Gardner y que todos los asientos ahora son de madera, es más, casi toda la
estructura de este vagón en que viajamos, por ejemplo, es categóricamente, de
madera. Consulto mi Guía Peuser 1948 de Horarios del Ferrocarril Midland y voy
apuntando mentalmente las estaciones que quedan atrás: Ingeniero Williams,
Plomer, Km 38, Rafael Castillo, José Ingenieros, La Salada, La Noria, Villa
Caraza ya ingresando al partido de Lanús. El tiempo está a nuestro favor, hemos
hecho el recorrido con ventaja, los pasajeros descubren una algarabía contenida
que comienza a explotar con el final del viaje. Son las tres y cuarto de la
tarde y la formación llega a Puente Alsina.
Desciendo en la
plataforma y me asombra la complejidad de estación mayor, acostumbrado a las
humildes paradas de provincia. En vías secundarias veo la locomotora más
extraña que rodara por rieles argentinos, una inmensa Sentinel Cammell de
calderas revestidas de acero, un tren blindado, una bestia que devora ingentes
cantidades de carbón y más agua aún. Recorro las dependencias y doy con la
puerta que da al frente, desde allí veo las obras ya casi terminadas sobre el
Riachuelo, del puente Uriburu con su estilo neoclásico, la estación tomaría el
nombre de los sucesivos puentes que como este, fueron construidos desde la
Avenida Saénz para salvar el brazo de agua hacia el sur, hacia donde entreveo
los caserones del barrio Pompeya. En la rotonda cercana, tres líneas de
tranvías se disputan el gentío hacia Constitución, Plaza Once o La Paternal,
las líneas 9, 8 y 55 respectivamente. Para los que no gustan de lo motorizado,
diversos carruajes te acercan hasta los barrios aledaños. Saco algunas fotos de
la fabulosa arquitectura del puente y guardo mi pequeña cámara Agfa Billy
Clack. Extraigo el reloj con su leontina de delicados eslabones del bolsillo de
mi chaleco gris, de paso me acomodo el traje cruzado a rayas también de gris y
mi sombrero de fieltro de ala ancha en la vidriera de un café. Un canillita
pasa a las voces que se han iniciado los conflictos en el Chaco, la situación
entre Bolivia y Paraguay no tiene otra solución que el uso de las armas, la
guerra es inminente. Lo mismo sucede entre los hermanos peruanos y Colombia. El
continente tiene varios frentes de batalla y el hombre solo siente el deseo de
forjar países modernos.
Pernocto en un
hospedaje de Valentín Alsina y escuchando en la radio los conflictos del norte
me duermo. Temprano me levanta el traqueteo de los tranvías y salgo hacia la
cortada Membrillar, son las siete de la mañana. Debo partir, el tren que me
espera en la estación es un pequeño monstruo negro, una Kerr Stuart de cabina
abierta. Solo dos vagones componen el convoy más un pequeño furgón de cola o
Brake Van inglés, suficiente material rodante para el viaje hasta San
Sebastián. Entre bufidos y chorros de vapor de agua como un animal de pesadilla
parte el tren, nos restan unas siete horas de viaje. En Fiorito y en la Noria
abordan operarios e ingenieros de la empresa constructora Hume Hnos, nos
apretujamos un poco entre herramientas y vaivenes, mal agarrados a los fierros
y los bancos de madera, aunque el tren se deslice tranquilo y rápido sobre los
rieles nuevos. Vemos el campo ya amanecido y en sus labores, el sol nos
persigue y en algunas estaciones los niños que marchan hacia las escuelas nos
saludan con los ojos grandes y las sonrisas de la inocencia.
A las diez de
la mañana llegamos a San Sebastián. La estación nueva, toda de chapones
relucientes, hay quien dice que en algún futuro será de material, no es vano
soñar con el futuro de los Ferrocarriles Argentinos, debería ser más que una
utopía. Descienden los operarios de la constructora y todo se llena de voces y
metálica melopea de clavijas y herramientas. Hoy es 15 de junio de 1909, en
dirección a Carhué no hay vías todavía, cientos de durmientes nuevos de
quebracho aguardan que las manos enguantadas los acarreen a sus sepulturas
definitivas, quizás por un siglo o más, la carcoma y la fatiga dictaran sus
años de tierra y sueño. A un costado una pirámide de rieles, buen acero
británico calentándose al sol. San Sebastián esta febril e inquieta, inmensa de
movimientos y vitalidad. Acomodo los operarios para una placa fotográfica y los
inmortalizo para la posteridad. Aquí crecerá un pueblo, al amparo de estas
venas de sangre de este tiempo de industria y avances industriales. Me siento
en el banco de la plataforma y sueño, me adormezco, mi sombrero cubre mis ojos
y escucho el grito eterno del tren.
*De Jorge
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
– 26/07/14.-
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
PARADA KM 79
ENRIQUE FYNN. PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
ÁLVAREZ DE TOLEDO.
POLVAREDAS. JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI.
CARLOS BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
muy buena la edición, a seguir editando
ResponderEliminarToda una trayectoria en la Web . [éxitos -...siempre!!
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