*Dibujo de Erika Kuhn.
Hoy la promesa
es otra*
Dedicado a Isidro
Baldenegro López,
indígena
tarahumara defensor de los bosques de Chihuahua, México
asesinado el
pasado 15 de enero de 2017
Tu tiempo es
esa hora de la sangre hialina
donde las casas
huelen a comida, risas y silencios.
En este tiempo
sólo está lo necesario,
lo que es útil,
lo que es bueno: hay café sobre la lumbre.
Toma un poco y
déjame partir al lugar de los seres de papel,
donde anidan
los volcanes que exhalan coyotes.
Allá quise a
una flor:
entró en su
capullo luz de humareda,
salió flor con
alas;
raíces del
peldaño de luna
que deshebra la
carne de mi sombra.
Este mundo es
una cueva oscura,
donde tú
también te alimentas de luz:
te he visto con
la boca batida,
restos de luz
atorada en tus dientes
y cuando me
acerco,
un penetrante
aroma de luz con saliva
se desprende
del ondulatorio brincoteo de tu lengua.
Te alimentas de
luz:
dejas los
trastes sin lavar,
el mantel y la
cocina toda llena de luz.
Luego vas a
descansar debajo del árbol
ese que tiene
sombra pelona y vientre húmedo de lombriz.
En medio del
manantial la flor me mira.
Olisquea en
espera de que la tarde sea baja en calorías,
entendí después
que aguardaba a que fuera con mi cuerpo
recostado para
llegar a acariciar su perfume reptante.
Árbol olvidado
que detienes el mundo:
a ti vuelvo en
silencio;
ya sin sombra,
ya sin piel.
La lumbre
desprende su fragancia
a rectángulo y
caracola que nos cuida el sueño.
Rodeada por
tiempos de muros, debacle humana:
nunca
culparemos a mi flor por haber aprendido a volar,
soñar,
perderse…
Sólo así podrá
encontrarse.
*De hugo
ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
UNA PLUMA DE HILOS SIN MEMORIA…
Pequeñas
migraciones*
*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
¿Cuántas
migraciones hay en nuestra vida? ¿Qué significa abandonar un territorio,
conocido hasta el último detalle, e internarse en un nuevo lugar? A veces se
cree que la migración debe ser un desplazamiento muy largo. El migrante tiende
a visualizarse a través de las grandes diásporas de la humanidad: el judío que
recorre media Europa huyendo de las purgas raciales; el republicano español que
abandona su país gobernado por la dictadura y pasa sus días en el extranjero
esperando que el régimen caiga; el mexicano que supera el trance del desierto
para ir a un país cuyo idioma y costumbres desconoce. Pero, ¿qué pasa con las
otras migraciones, las diminutas, las que apenas se pueden percibir en el mapa?
El 19 de
septiembre de 1985 un sismo de 8.1 grados estremeció la ciudad de México. Yo
tenía siete años y vivía con mi familia en el cuarto piso de un pequeño
edificio en la delegación Coyoacán. Recuerdo muchas cosas de aquel día: la
sensación de amenaza ante los cuadros que se movían como los objetos en el
interior de un barco y la luz de los focos que parpadeaba con violencia; el
susurro del edificio cuyos cimientos se remecían por el movimiento; nosotros
mirando el estacionamiento común, a través de una pequeña ventana rectangular,
sin decir una sola palabra. El resto de la historia es bien conocida aunque no
suficientemente explorada. La destrucción y la pérdida de vidas humanas
modificaron el espíritu de la ciudad. El destino de mi familia también cambió
ya que un par de años después nos mudamos a la ciudad de Puebla donde mi padre
tenía parientes cercanos. La decisión no sólo tenía que ver con el sismo sino
con las amenazas de la gran ciudad: contaminación, delincuencia, sobrepoblación
y otros fantasmas que empezaban a agudizarse. Así que abandonamos el edificio
del que apenas conservo algunas imágenes y nos establecimos en una ciudad nueva
para seguir con nuestras vidas. Con el tiempo, después de superar el cambio,
comencé a pensar en mi vida si mi familia no hubiera tomado esa decisión. ¿Qué
carrera habría estudiado? ¿Habría mantenido los mismos amigos? ¿Sería alguien
completamente diferente? Se me antojaban ridículas esas suposiciones pero de
vez en cuando me daban vueltas por la cabeza. ¿Qué tan diferente puede ser una
vida que se aleja poco más de 123 kilómetros de su origen?
Avancé en la
escuela y, entre mis conocidos, descubrí a algunos que también habían migrado
desde lugares cercanos. Algunos, como yo, venían de la ciudad de México y otros
de estados vecinos como Tlaxcala, Veracruz o Guerrero. Entonces comencé a
pensar en aquellas familias que hicieron un viaje parecido al mío, un viaje que
era tan insustancial, tan poco heroico, que apenas salía a relucir en alguna
plática aislada. En el caos de las posibilidades, estos pequeños
desplazamientos parecían no ser significativos y, sin embargo, estaba
convencido de que habían modelado las vidas de muchas personas. ¿Cuántas
personas decidieron aprovechar alguna oportunidad y salieron definitivamente de
la ciudad de México? Sus historias recientes partieron de una nueva ruta en el
camino, un giro poco dramático que se esconde, como una especie de susurro, en
cada una de sus biografías.
Con los años
entendí que la persona que soy no parte de una bifurcación, ni de la crisis de
un único momento. Soy una persona en continua migración. Estoy, casi todo el
tiempo, moviéndome entre pensamientos, deseos y temores. Los interrogo, salgo y
vuelvo a entrar en ellos. Somos migrantes de nosotros mismos, pero nuestros
desplazamientos obedecen a coordenadas secretas, menos obvias y que revelan su
influencia después de muchos años, quizás en el último momento. Algunos rasgos
de la personalidad se mantienen, en apariencia, indelebles, pero vistos a la
distancia son como los colores que se contaminan con tonalidades más densas,
perdurables, que flotan en el mar de la memoria. Uno de estos referentes, una
isla inmóvil que sirve como punto de partida a migraciones futuras, es el acto
de leer. Nuestros ojos van al encuentro de palabras que sufren diversas
metamorfosis gracias al contacto con otras palabras. Por eso, al leer, parece
que nos enfrentamos a la visión de un paisaje turbio y siempre cambiante. Sin
embargo, nos mantenemos en el viaje porque el vértigo de las palabras se
hilvana en un flujo que reafirma nuestra individualidad y la pone en diálogo
con un mundo desconocido. Una vez que nos apoderamos de esa realidad podemos
migrar a otra. Así, de texto en texto, de libro en libro, nos movemos en
coordenadas que dan origen a nuevas preguntas, nuevos descubrimientos.
La lectura no
sólo me ha convertido en un nómada que se recluye en el reducido espacio de su
biblioteca o en el barullo incesante de una cafetería. La migración a través de
las palabras me ha predispuesto a las pequeñas revelaciones. Después de
internarme por las páginas de una buena novela –mientras la vida, alrededor,
sigue su curso normal– siento que respiro en un ámbito más profundo, en una
atmósfera en la cual el pensamiento se mueve sin los límites que nos impone la
vida cotidiana. Por eso hay que estar atentos a pequeñas revelaciones que sólo
pueden detonar gracias a la imaginación literaria. Yasunari Kawabata, escritor
japonés cuyo estilo es una rica fusión de Oriente y Occidente, fundó la Escuela
de la Nueva Sensibilidad que se oponía a la narrativa realista que dominaba la
literatura de su tiempo. El autor refiere que llegó a esa certeza después de
mirar cómo la luz del sol resplandecía sobre unos vasos. Esa epifanía fue
suficiente para cambiar el derrotero de su estilo. A partir de ahí el reflejo
de un rostro en la ventanilla de un tren, como ocurre en el inicio de su novela
País de nieve o el contacto apenas perceptible de un viejo ante una
bella mujer que duerme como ocurre en El palacio de las bellas durmientes,
quizás su obra más conocida, son elementos capitales de su poética, detalles
nimios cuya acumulación otorga a sus historias una fuerza sutil y perdurable.
No deja de ser perturbador pensar en el final del autor japonés. En 1972, solo
en su departamento, dejó abierta la llave del gas y lo inhaló hasta la muerte.
¿Qué fantasmas acosaban la mente del viejo maestro? ¿Fue la vejez o la
desesperanza que se nutre de la decadencia del cuerpo? Lo cierto es que su
final, su manera de sentir la belleza del mundo, no pueden desligarse de la
sensibilidad que cultivó y que lo llevó –como dio a entender en el discurso de
aceptación del premio Nobel en 1968– a tener una profunda conversación con sus
temores y sus demonios. La literatura, como una larga migración que llega al
último destino, puede ser un salto al vacío.
-Alejandro
Badillo
(Ciudad de
México, 1977)
Es autor de los
libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y
las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC
Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio
Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos
(Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado
Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras
Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador
de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en
diversas compilaciones de minificción.
INCERTEZA*
La persuasión
avanza. Lentamente.
Hora a día. Día
a gota. Gota a hora.
Carga una
maleta pesada como el mundo.
Infecta los
octubres con su dardo inmortal.
La angustia
crece en hojas macilentas.
Se elevan y
caen como mariposas muertas.
El patio de mi
casa es una alfombra negra.
Por dentro
tapian las ventanas lirios de luto.
La congoja es
un vampiro ciego.
En un lago sin
agua beben los peces su ceguera.
Una mujer pasa
a mi lado con su vela blanca.
Un niño mira un
perro.
Un hombre ojo
carga el luto del monte.
Nadie parece
verme.
¿Qué hacer?
¿Crucificar al
hombre? ¿Matar la bestia?
¿Vaciar las
ánforas?
¿Elegir el
dulce tormento del amor?
¿El exilio de
la lágrima?
¿El sutil beso
de la rosa?
¿Acaso elegir
el tormento, el exilio, lo impalpable de la rosa?
¿No es una
forma absurda, ciega, cierta, segura de incerteza?
La persuasión
avanza y cubre de polvo, el polvo
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com
Man in blue*
A Reinaldo Arenas
Yo te escribía
tres mentiras
guajiras
Yemayá,
y Ochún jugaba
con las negras
mariposas
que surfeaban
en las lámparas:
Hogares de
genios cosmopolitas.
Nos drogábamos
los espíritus
con vainas
oscuras
y perniciosas
que dan ataques
de alegría
sin ser días
festivos.
De lo profundo
se desplomaban
las voces
de las gallinas
existenciales
que dejaban
huevos agridulces
en las retinas
salobres.
¿Qué más
querías?
¿Volar cometas
con cielo nublado?
-No, las rosas
no caminaban
Yemayá.
Era tu sequito
de Orishas
los que
danzaban.
Los tambores
gritaban lunes
feriado, con
balsas
y Key West era
el paraíso:
El Canaán de
los nuevos israelitas
transeúntes del
trópico.
En su arena
blanca
soñábamos
levantar chozas
de rumba, son y
salsas borregas
para turistas
incautos.
No fue así.
Por ello te
escribo
tres mentiras
mediáticas:
Estoy bien,
no te necesito,
déjame la
puerta abierta
por las noches,
cuando duermas...
No me preguntes
si vuelvo,
que esas cosas
no se dicen
a estas
alturas,
cuando las
nubes lucen sus calvas,
y los dólares
parecen cuervos.
*De Daniel
Montoly. danielmontoly@yahoo.es
PÁJAROS Y
MEMORIA*
Laurie Anderson
escribió en su espectáculo "Homeland" una historia con la que
comienza el show. En ella los pájaros, que existían antes de que el mundo
exista, vuelan sin tener más que aire y ningún lugar donde posarse. El problema
surge cuando el padre de una de las aves muere, y no saben qué hacer con el
cadáver ya que es una nueva cuestión, algo que los sorprende por ser la primera
vez que algo así les ocurre. Finalmente, un pájaro decide sepultarlo en la
parte trasera de su propia cabeza, y ello marca el inicio de la memoria.
Magnífica
poeta, maravillosa creadora Laurie, que nos muestra los cadáveres de nuestros
padres en las nucas abultadas.
Historias,
olores, sabores de antes, pasado y putrefacción, dichas que ya fueron y dolores
que retornan. Las voces que no murieron, los asombros, las caricias de manos
que no conocimos. Todo detrás de la cabeza, todo allí apretadamente emplumado,
tibio y gélido, maravilloso y atroz.
El cadáver del
padre. El cuerpo muerto de las generaciones. Los días que gastaron otros, los
que pasamos sin advertirlos, las tramas sobre lo minucioso cotidiano, los hilos
que conectan continentes, las palabras de las que desconocemos el significado y
sin embargo siguen allí, en la nuca, peso y alivio.
Tan cerca que
lo sentimos detrás de las orejas, tan lejos como esa propia nuestra espalda que
no podemos ver. La memoria.
Cuántas veces
habrá deseado el pájaro arrancarse el cadáver de su padre.
Tantas como las
que le llevó comprender que ya no hay retorno cuando el hombre comienza a
conocer cuando reconoce.
Y llevamos, es
cierto, más cadáveres de los que sabemos detrás de los ojos. Alegrémonos si nos
ayudan a mirar.
*De Mónica Russomanno.
russomannomonica@hotmail.com
*
La tristeza
siempre es en
pasado.
Es la bestia
que nos mordió
una vez,
cuando fuimos
inocentes.
Lo que duele es
la cicatriz,
el rastro de la
herida
quemando hasta
el hueso,
hasta la
certeza virgen de la felicidad.
Entonces,
¿quién puede
pronunciar
los nombres del
dolor?
¿Quién recuerda
esa fragilidad
de rama
quebrándose en
el aire?
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
Regreso con
Ollie*
Los dos hombres
han salido a cubierta. Amanece y desde el barco puede divisarse la costa, el
primer movimiento del día. Una leve bruma dificulta la visión desde la popa,
donde los dos hombres se han apoyado y permanecen en silencio.
El gordo está
prolijamente peinado, el cabello ralo apretado por la gomina. La brisa le hace
entrecerrar los ojos. Una arruga le cae entre las cejas, otras dos a los
costados de la nariz y la boca es un arco fláccido sobre el mentón quebrado.
Los ojos del
hombre flaco son opacos; los rasgos suaves del rostro denotan comprensión
-resignación tal vez-, y ya no hay ternura ni esperanza en su gesto. Toda la
amargura del mundo mira, desde esa cara, a la costa inglesa.
Stan coloca una
mano sobre los ojos, a modo de pantalla, un poco para evitar el fulgor del sol
que se levanta en el horizonte, un poco para que el gordo no advierta que esa
costa (que es la misma que dejo hace cuarenta años), es otra para él.
Los cuarenta
años pasados en Hollywood lo han convertido en un hombre cansado. Al fin y al
cabo, es mucho tiempo y la vitalidad no le puede ganar a la vida. ¿De qué
valdría estar recostado en un cómodo sillón, rodeado de nietos que miman, de
periodistas que adulan? John Wayne le dijo una vez al gordo, que ahora está a
su lado y entonces no le hizo caso, que la vida es dura y es mejor defender a
cada momento lo que se consigue porque si no, la gente lo olvida. y la gente
olvida su propia risa.
El flaco ha
movido levemente la cabeza y le ha parecido percibir, en el gesto del gordo
Ollie, una mueca parecida a una sonrisa.
-Ya salen los
pescadores- ha dicho el gordo.
En el
horizonte, centenares de barcazas dejan la costa en dirección al pequeño barco.
Sólo Laurel y Hardy permanecen en cubierta. Ambos han levantado las solapas de
sus sacos, aunque no hace demasiado frío; el viento silba contra el buque.
-Habrá que
tomar un tren hasta Lancashire-, dice el flaco sin mirar a su compañero.
-los trenes
tienen que ver con el principio y con el final- ha dicho Stan.
-Por primera
vez, Ardí se ha dado vuelta para mirarlo. Luego baja la vista. Le gustaría
estar otra vez bajo los reflectores, frente a una cámara de cine.
Piensa que no está
demasiado viejo para eso. Tiene 62 años y está cansado, es cierto, pero debe
reconocer que es la gente quien se ha cansado de él y de Stan.
"Los
trenes tienen algo que ver con el principio y con el final", piensa Ollie.
Es cierto. También los barcos y la distancia. Uno siempre va a morir lejos de
los mejores lugares. Por vergüenza tal vez, como los elefantes. El siempre tuvo
algo de elefante. No sólo físicamente. Los elefantes son codiciados en su mejor
momento cuando sus colmillos son frescos y deslumbrantes. La gente sólo busca
eso, los colmillos. Si atrapa a un elefante, enseguida se los corta y toda la
grandeza del animal desaparece. Queda apenas el cuerpo pesado, dolorido, tan
dolorido está el elefante que cualquier otro animal puede matarlo.
-Me siento como
un elefante-, ha dicho Hardy, Stan lo mira y luego dirige sus ojos a la
distancia donde las chalupas navegan agitadas por el mar.
-¿Tu padre sabe
que llegás? -pregunta Ollie.
-Le mande un
telegrama. Habrá función en Lancashire. El todavía trabaja en el teatro del
condado.
Cuarenta años
fuera de Inglaterra. Nunca extrañó demasiado. Sin embargo, Stan siente esta
madrugada un suave estremecimiento cuando piensa que su padre lo verá en el
escenario. Siempre le mandaba cartas luego de ver las películas. Alguna vez,
recuerda, le sugería cambiar detalles. El viejo era muy minucioso y no
perdonaba nada. El lo hizo actor y no le dolió cuando lo dejó ir, aún sabiendo
que no regresaría. Quizás esperaba de su hijo la grandeza que él nunca había
conseguido. Y ahora el hijo regresa, con toda su grandeza a cuestas, y le da
miedo enfrentar al viejo (tendrá más de ochenta años ahora), que todavía actúa
en comedias y ha sido premiado en el condado. Dos hombres viejos van a
encontrarse, van a resumir sus vidas en un instante.
Ollie mira a
Stan. Tiene los ojos nublados y siente ahora un poco de frío. El sol se levanta
cada vez más. Las estrellas, que aún brillan, son las mismas que las de aquella
noche de 1912, cuando Stan partió de Inglaterra. Stan siente ahora lo mismo que
aquel día. Es necesario apostar otra vez por la vida, pero no sabe si alguien
querrá aceptar la apuesta de un viejo perdedor.
Stan enciende
un cigarrillo, tiene que darse vuelta, dar la espalda al viento para que el
fósforo no se apague.
A lo lejos comienzan
a sonar las campanas de la iglesia del pueblo. Ollie reconoce antes que Stan el
ritmo de los tañidos, la música que tantas veces oyeron en sus películas. Se
han mirado sin hablar. Stan se ha cubierto la cara con las manos. Arroja el
cigarrillo al mar. Ollie le da la espalda. Ambos saben que todo final abre la
esperanza de un nuevo comienzo.
La música llena
el aire.
*De Osvaldo
Soriano.
(6 de enero de
1943 – 29 de enero de 1997)
-"Regreso
con Ollie" esta incluido en Artistas, locos y criminales.
*
y ahora
cuando el
hombre
es sólo un
rugido
una pluma de
hilos sin memoria
un reloj
partido por el viento
sin anclaje
llora erguido
frente al espejo
y un rostro cae
blandamente
y comienza
*De alba
estrella Gutiérrez. alba.estrella@gmail.com
http://inventren.blogspot.com/
LA ESTACIÓN*
Salí al aire
frío de las calles, abandonando la oscuridad del almacén. Alguien que no
reconocí me despidió con un extraño ademán. Recordé confusamente que debía
tomar un tren.
Pocos días
antes me había sido enviada una carta en la que se me recomendaba un viaje.
Adjunto venía un billete de ferrocarril, que ahora descansaba sobre la mesilla
de la solitaria habitación en la que cada noche me entrego a los despóticos
juegos del sueño. No me tomé siquiera la elemental molestia de averiguar quién
era el remitente de tan curioso envío, ni busqué en una guía cualquiera el
lugar de destino. Pero ¿Quién hubiese vacilado ante un reto semejante? ¿Quién
se hubiese resistido a ese instinto que siempre nos lanza hacia lo inesperado
con tanta decisión como desprecio ante los posibles peligros? Conjeturé que
sólo la cobardía hubiera podido impedir que recogiese el guante que el destino
había tenido a bien lanzar contra mi rostro. Y nunca fui cobarde.
Así, poco
después de las cinco de la tarde, tras una corta pero intensa siesta, me puse
mi único traje (que apenas había utilizado una vez) metí en una maleta
adquirida dos días antes mis escasas pertenencias y partí hacia la estación,
dejándome azotar por las continuas ráfagas de un viento helado que hería
inclemente las esquinas, los árboles, y el tránsito fugaz de los peatones que
surcaban con rapidez las avenidas.
A causa de la
menuda e impertinente lluvia que había comenzado a desgranarse sobre la ciudad,
me vi obligado a tomar un taxi. Muy pronto, el automóvil se detuvo frente a un
moderno edificio de dos plantas, ante el que otros autos vomitaban su carga
humana, partiendo raudos en busca de otros pasajeros, de otras historias.
Antes de entrar
en la estación, me detuve un instante, con la viva sensación de haber pasado
algo por alto, de no haber prestado la debida atención a algún ínfimo detalle,
de ésos que luego resultan ser trascendentales, pero, no siendo capaz de
concretar en que pudiera consistir ese olvido, me encogí de hombros y penetré
en el edificio entre una muchedumbre de rostros desconocidos y bonitas
muchachas uniformadas y empleados siempre dispuestos a la oportuna indicación,
al breve diálogo.
Ya en el
interior, me sentí invadido por un reconfortante calorcillo, más agradable, si
cabe, teniendo en cuenta el frío que la llovizna había traído consigo allá
afuera. Al fondo, al otro lado de las ventanillas ante las que el gentío
formaba largas colas esperando su turno, pude ver una gran sala en la que
multitud de personas charlaban, gesticulando. Un poderoso rumor se extendía a
lo largo de toda la nave. Era la suma de las conversaciones de los presuntos
viajeros, el eco de las despedidas, de las tópicas recomendaciones y las frases
cariñosas. A la izquierda, un enorme mural representaba el mapa del país,
cruzado por innumerables líneas rojas, como tantas otras arterias surcando el
espacio, entrecruzándose, uniéndose, mezclándose y formando un complejo
entramado que llegaba hasta los más recónditos rincones de la patria. Al lado,
un cartel electrónico indicaba las próximas entradas y salidas, el horario
previsto y el número del andén correspondiente. De cuando en cuando, se oía por
los altavoces repartidos por todo el recinto una muy bien modulada voz
femenina, anunciando la inminente partida de algún tren. Podían verse entonces
algunas personas corriendo en todas direcciones, abalanzándose hacia las
escaleras mecánicas que llevaban a los andenes. Otros paseaban con impaciencia
frente a las ventanillas, lanzando insistentes miradas al electrónico, y
escuchando con desmesurada atención cada uno de los mensajes que los altavoces
vertían sobre el aire cálido de la sala espaciosa.
No dejó de
llamar mi atención la aparente ausencia de escaleras ascendentes, ya que había,
en efecto, un piso superior, que se veía a través de grandes cristales, y en el
cual podían distinguirse varios grupos de personas, saboreando sus bebidas y
riendo despreocupadamente. Otros, por el contrario, contemplaban con aire
apesadumbrado el piso en el que yo me encontraba y callaban; sólo callaban ignorantes
de las alegres risas que brotaban a su alrededor. (¿Habré de decir que en este
lugar toda risa es forzada; toda alegría, aparente?) Enajenándome a esas
tristes miradas, supuse que habría alguna escalera en el interior de la
cafetería, pero esto aún no me preocupaba, puesto que mi intención no era subir
a aquella atalaya acristalada, sino tomar un tren.
Sí, subir a ese
vagón que el destino había puesto en mi camino y que ya no podía tardar mucho
en hacer su entrada. Volví a consultar la lista de horarios sin hallar
referencia alguna al tren que debía tomar, al itinerario que muy pronto había
de emprender. Caminando con tranquilidad, me aproximé a uno de los numerosos
bancos que ocupaban el centro de la enorme nave y me senté en él, situándome
frente al letrero en el que, de un momento a otro, surgirían las mágicas
palabras anunciando la llegada de mi tren, anunciando el comienzo de algo quizá
maravilloso y excitante.
A mi lado, una
mujer gorda dormitaba apaciblemente, y un poco más allá, un anciano miraba como
hipnotizado, con expresión de ciego incapaz de admitir la ceguera, hacia el
gigantesco mural. Niños ruidosos correteaban entre los bancos, pero, no sé por
qué, en sus juegos se adivinaba como una falta: No denotaban la natural alegría
que suelen atesorar la mayoría de los niños. Me dio la impresión de que ni
siquiera estaban jugando sus propios juegos, sino cumpliendo un ritual
insoportable y absurdo. No eran risas infantiles lo que llenaba el ámbito, no
eran reales; y además, en sus rostros podía percibirse un deje de rutina y
melancolía, como si tales carreras, tales saltos y gritos, no hiciesen sino
aburrirles y fastidiarles. (¡Cómo no lo vi entonces! ¡Cómo no salí corriendo de
aquel lugar, de este lugar en el que
ahora estoy
sentado y escribiendo estas agónicas frases que se han venido repitiendo una y
otra vez en mi atormentada mente!)
Sonó la
campanilla. De inmediato, oyóse la dulce y acariciante voz de mujer, recitando
la aprendida lección de entradas y salidas. Escuché con atención, sólo para comprobar
que tampoco era éste el tren que esperaba. Volví a mirar el billete, para
prevenir cualquier posible error por mi parte. Tomar un tren equivocado solía
acarrear, según había oído decir, tremendas molestias e incontables transbordos
posteriores, e incluso existía un rumor que aseguraba que, en caso de
confusión, se hacía prácticamente imposible regresar a la estación de origen,
descartando así toda probabilidad de emprender algún día el viaje proyectado,
dada la gran complejidad de la red ferroviaria. (En algún momento, en el
pasado, tuve la sensación de haber tomado un tren erróneo, pero eso ahora no es
más que un vago recuerdo y las certezas no existen) Sin embargo, no es menos
cierto que si procedemos con atención es en verdad difícil equivocarse, debido
en gran medida a la asombrosa exactitud de las informaciones proporcionadas por
los altavoces y por el cartel de horarios.
La mujer gorda
respingó, miró en todas direcciones, se incorporó de un salto, se frotó los
ojos con el dorso de la mano y leyó frenéticamente las ocho líneas electrónicas
que resplandecían frente a ella. Después respiró con fuerza y volvió a
sentarse, tal vez algo desalentada. Fue entonces cuando se percató de mi
presencia. Me contempló con curiosidad durante un segundo. Luego preguntó sin
protocolo alguno:
- ¿Ha salido ya
el tren hacia Santos Unzué?
- No puedo
estar seguro - contesté con amabilidad - Lo único que puedo asegurar que no lo
ha hecho desde que estoy aquí - no dije nada más, tratando de rehuir el
diálogo. Pero ella, ya más despierta, ensanchó un punto su sonrisa y dijo:
- Entonces
¿Llegó usted hace poco?
Iba a
responderle con una escueta afirmación, demostrativa de mi escasa
predisposición a entablar una conversación intranscendente, cuando me vi
bruscamente interrumpido por el anciano que, con gran descortesía, increpó a la
mujer:
- ¡Estás loca!
- Gritó. Después se dirigió a mí en otro tono - Se lo he repetido cientos de
veces. Su tren partió hace mucho. Pero ella se empeña en seguir esperando, aun
cuando sabe de sobra que soy yo quien está en lo cierto - se volvió de nuevo
hacia ella y con voz chillona agregó: - Nunca volverá ese tren ¡Nunca!
- Calla, viejo
idiota - dijo ella entre sollozos - Tratas de confundirme.
Este amable
caballero acaba de decir que aún no ha pasado. Yo sé que llegará y me marcharé
en él, mientras tú te quedas ahí sentado, refunfuñando y soñando con un destino
que jamás estuvo a tu alcance. A mí me queda la esperanza. A ti, nada más que
la resignación o la locura.
- Yo nada
espero. Eso es cierto - aceptó él con un tono más calmado - Hace tiempo que
comprendí mi derrota. Pero tu esperanza ha de transformarse, ya lo verás, en
una larga espera baldía, en sufrimiento y agonía, pues no quedan trenes que tu
puedas coger, no hay destino que te reclame, ni andén que pueda llevarte hacia
la luz.
- ¡Cállate! -
Gritó la mujer en dirección al viejo. Luego, mirándome con los ojos arrasados
en lágrimas, dijo: - Es insoportable. Siempre está gritando lo mismo. Siempre
ahí sentado, malhumorado e insultante, como si su único fin fuese destrozar mis
esperanzas. Siempre descargando sobre mí su odio de viejo egoísta, su
desesperación de hombre abandonado. Pero no vaya a pensar que puedo huir de sus
reconvenciones. No importa dónde vaya, allí está él para seguir machacándome.
No deja de perseguirme, todo el santo día, de acá para allá. No sé si tendré
fuerzas para seguir esperando mucho más.
Algo en las
palabras de la mujer, en la actitud del anciano, hizo que, por un momento, me
sintiera descolocado, como viviendo una situación irreal, un sueño absurdo del
que no había escapatoria. Tratando de serenarme un poco, de superar con rapidez
la confusión, miré al anciano a los ojos y, sin acritud, le espeté:
- ¿No le
avergüenza tratar así a la señora? ¿Acaso carece del menor escrúpulo? ¿Es
insensible al dolor que le causa con sus palabras?
Tras unos
segundos de silencio, bajó los ojos, incapaz de soportar la hostilidad que se
reflejaba en los míos. En voz baja, respondió:
- Tú también lo
serás, cuando llegues a mi edad. Si hubieses estado aquí tanto tiempo como yo,
quizá fueses más cruel - su tono fue subiendo poco a poco - ¿Qué derecho tienes
tú a reprocharme nada? Te queda una larga vida, y se nota que no te falta
ilusión. Tu tren llegará muy pronto y te marcharás, como tantos otros, sin
recordar nunca más esta escena, ni a ninguno de nosotros. No, muchacho, no
tienes ningún derecho a juzgarme ¿Con qué propósito, pues, te inmiscuyes en
asuntos que son completamente ajenos a ti?
Acabas de
llegar y ya crees saberlo todo - su voz adquirió un tonillo irónico - pero no
tienes la menor idea... Está bien, quédate ahí con esa chiflada. Así
aprenderás. Yo me voy a otro lado.
Presa de una
gran excitación, fingida al menos en parte, sacó de debajo del asiento unas
muletas y se alejó con dificultad hacia otro banco próximo, desde el que
también podía ver el luminoso. De nuevo esa sensación de irrealidad me fue
subiendo por dentro, mezclada con un poco de frío, procedente de los andenes.
En el exterior estaba anocheciendo y el viento castigaba con dureza las copas
de los árboles y también a los pocos viandantes que circulaban a esa hora por
las calles. Dentro se notaban, de cuando en cuando, pequeñas bocanadas de aire
fresco que hacían bajar, lenta pero inevitablemente, la temperatura. Anochecía
y mi tren no llegaba, y una sorda preocupación se iba abriendo paso en mi
interior.
La mujer gorda,
que había cesado en sus sollozos y secado las lágrimas, se apretó un poco
contra mí, musitando en mi oído:
- Tal vez el
tren que estamos esperando va a llegar pronto.
Por algún
motivo que entonces no supe precisar, esas palabras me produjeron una intensa
desazón, pero el calor de su cuerpo a mi lado, y el suave aroma que de él se
desprendía, consiguieron adormecerme.
En el sueño, vi
miles de trenes entrecruzándose, entrando, saliendo, cambiando de vía. Vi
trenes lanzados a toda velocidad, galopando por extensas llanuras desiertas; vi
trenes que descendían interminablemente, máquinas que arrastraban un número
infinito de vagones vacíos y silenciosos; vi vagones repletos de gente y
detenidos en medio de la vía, abandonados a su suerte entre los páramos.
También pude ver, al fondo, allá en lo más profundo de mi sueño, un trenecito
muy pequeño, antiguo, uno de esos que hace tiempo cayeron en desuso, algo
desvaído por el paso de los años, aparentemente fuera de servicio. Pero una
suave dulzura emanaba de sus gastadas maderas, de sus oxidados remaches, de sus
cansadas ruedas. Y supe que ése era mi tren y que no debía perderlo. Y entonces
recordé que estaba soñando; desperté sobresaltado, con la vista fija en el
cartel, releyendo con precipitación cada una de sus líneas, sólo para comprobar
con desaliento que mi tren seguía sin haber llegado a la estación.
Sentí un frío
intenso. La mujer había desaparecido. En su lugar, aunque algo más alejado,
estaba el anciano, contemplándome con curiosidad. Aturdido aún por el violento
despertar, pregunté:
- ¿Qué ha sido
de ella? ¿Llegó por fin su tren?
- De ningún
modo - respondió él, sonriendo con amargura - Ese tren ya pasó y nunca regresan
- hizo una breve pausa - Yo traté de avisarla cuando sucedió, pero se burló de
mí, me insultó y desoyó mis consejos. No sé dónde habrá ido ahora. Lo más probable
es que esté en la cafetería, tratando de subir al piso de arriba. Por la noche,
cuando llega el frío, todo el mundo trata de resguardarse.
Algo se debatía
en mis entrañas, como una inconcebible certeza de estar viviendo una situación
que desafiaba toda razón. La increíble sospecha que se había ido asentando en
mi mente desde el momento en que llegué, comenzaba a tomar forma; las palabras
del viejo delineaban los contornos precisos de la pesadilla:
- Se dice que
allá arriba no hace frío y que la gente es más amable, y la vida, más
confortable. Pero nadie sabe cómo subir. A mí ha dejado de importarme. Apenas
sería capaz de subir dos peldaños - al decir esto, remangó sus pantalones,
dejando al descubierto dos piernecillas algo deformes y, sin duda, enfermas -
Es por la humedad que viene cada noche desde los andenes y quizá también por
las caminatas.
- ¿Caminatas? -
Pregunté. Cada nueva revelación me iba arrastrando más y más hacia las
desoladas regiones del pánico.
- Sí. Es
preciso caminar mucho, para combatir el entumecimiento. De lo contrario, se
corre el peligro de morir congelado. No ponga esa cara. Yo sé que todos se
burlan de mis consejos, pero hágame caso: camine, camine todo lo que pueda.
Todas las mañanas, los empleados tienen que retirar los cuerpos congelados de
quienes no tomaron las debidas precauciones. Lo hacen con sigilo, fingiendo que
nada ocurre, pero yo llevo demasiado tiempo en este lugar y nada se me escapa.
- ¿Sugiere
usted que hay personas que pasan aquí la noche? - Dije. Algo en mi interior se
resistía a creer en lo que estaba oyendo. No era posible.
Nada era
verdad. Pronto despertaría en mi habitación, entre mis libros. Todo habría sido
un sueño, desayunaría, me asearía y saldría hacia el trabajo, como cada
mañana...
- Muchos días y
muchas noches - respondió él con cierto desaliento - Hace años que espero,
obstinado, la llegada de ese tren en el que ya no creo.
Pero no conozco
otro camino.
- Sin embargo,
yo no puedo esperar. Debo...
- Nadie puede,
en realidad. Pero no me haga demasiado caso. No desespere. No es imposible que
su tren llegue, en efecto, esta misma noche. En muchos casos sucede así.
Permanezca atento a los altavoces. Trate de no dormirse.
Sea amable con
los funcionarios, y ellos le corresponderán gestionando con rapidez los
trámites de su partida. Pero, ante todo, deseche la prisa, reprima la ansiedad.
Nada sucede antes de tiempo.
- Pero es que
debería regresar antes del lunes...
- ¿Regresar?
¿Cómo ha de regresar?
- Tengo que
acudir al trabajo, o seré despedido. Son muy estrictos.
- ¡Vamos! ¡No
sea hipócrita! Usted conoce perfectamente su situación. Sabe de sobra que no
hay sitio al que regresar. ¿Acaso no lleva en su maleta todo aquello que
considera imprescindible? ¿No arrojó la llave de su casa en una sucia
alcantarilla? ¡Pues claro que lo hizo! Igual que lo hicimos todos, sabedores de
que no hay regreso. Porque regresar equivale a fracasar ¿Y quién tiene el valor
de reconocer el fracaso, de admitir el error? Antes la muerte, antes el
sufrimiento más horroroso, que la confesión de la derrota.
¿No es, en
rigor, la más completa verdad cuanto estoy diciendo? ¿Sería capaz de negarlo,
de negármelo a mí?
Me sentí
derrotado, desenmascarado. Con algo de vergüenza, admití:
- Sí... Es
cierto. Eso es exactamente lo que hice... Pero en el fondo, yo esperaba
regresar... ¿Cómo hubiese tenido, de lo contrario, el valor de partir? Es
verdad. Sabía que el regreso no es posible, pero todo hombre necesita algo a lo
que aferrarse, una referencia, un punto de apoyo para superar la terrible
realidad... De modo que no me resta sino la espera. La espera que, según sus
palabras, puede llegar a ser insoportable. Mas... siempre puedo bajar al andén
y tomar el primer tren que llegue, aunque no sea el indicado...
- ¡De ningún
modo! No hay dos trenes que puedan conducirle al mismo lugar.
Hay que
atenerse al billete. Es imposible sospechar siquiera dónde podría terminar
quien hubiese tomado un tren equivocado. Además, sepa que si baja al andén es
muy posible que no pueda volver a subir, del mismo modo que resulta
prácticamente imposible acceder desde aquí al piso de arriba.
Pensé en un
número ilimitado de pisos, desconocidos entre sí. Un infinito edificio de
incontables pisos desde cada uno de los cuales no fuese posible ver sino el
superior y el inferior. Y en cada una de esas plantas, hombres idénticos a
nosotros, hablando con nuestras palabras, compartiendo nuestros pensamientos,
hasta los más íntimos; siendo, en suma, perfectas imitaciones nuestras (o lo
que es peor: nosotros imitándoles, siendo meras caricaturas, marionetas cuyos
hilos...) Preferí no pensar más, escuchar en todo caso al anciano, que seguía
hablando, pero la idea infernal de la multiplicación infinita de los pisos me
había conmocionado de tal modo, que ya no me sentía con ánimos para seguir
oyéndole. Sólo una voz interior que me repetía una y otra vez la completa
imposibilidad de tan absurdo pensamiento: No puede haber más que tres plantas,
tres únicos niveles. Pero mi mente dudaba, y acaso...
La mujer gorda
se aproximaba a nosotros, con la sombra de una aguda decepción oscureciendo su
rostro. Sin una palabra, tomó asiento a mi lado y recostó su cabeza en mi
hombro, disponiéndose, sin duda, a dormir un rato.
Yo, sin
esperanza, hice lo mismo, pero mis oídos permanecieron atentos a los altavoces,
mis ojos se abrían de cuando en cuando, vigilantes incansables del cartel
electrónico. Esa noche no vino mi tren. Tampoco las siguientes.
El tiempo ha
ido desgranándose y mi tren no ha llegado. Hay momentos de desesperación en los
que pienso que no es imposible que haya descuidado la vigilancia durante unos
minutos, quizá los necesarios para que ese tren hiciese, raudo, su entrada,
reclamándome y partiendo sin respuesta, vacío de mí, corriendo inútilmente por
una vía muerta.
Como todos he
intentado en vano el ascenso al piso superior. Como todos, he pensado en bajar
a los andenes y tomar un tren cualquiera, para terminar de una vez por todas
con esta exasperante espera, pero siempre me fallan las fuerzas, y permanezco
aquí, sentado en este viejo banco, con los ojos cansados de tanto mirar en la
misma dirección, con el corazón atormentado y apagándose.
Miles de trenes
han partido y ninguno era el que yo esperaba. La mujer y el anciano, simples
sombras en mi memoria, desaparecieron hace tiempo. Tal vez llegó su tren; tal
vez hayan muerto sin haber llegado a tomarlo, anónimos figurantes en una
siniestra farsa que se nos va llevando sin concedernos una segunda oportunidad.
Pero también
los demás han ido diluyéndose hasta dejar vacía la estación.
Los niños y sus
fingidos juegos son ahora pasto del olvido y hasta los mendigos que solían
estacionarse en la entrada han abandonado su antigua costumbre y han emigrado a
otros lugares donde quizá haga menos frío, donde quizá haya limosnas.
La cafetería
fue cerrada, y con ella se perdió mi última esperanza de ascender al piso de
arriba, que ya ni siquiera puedo ver, y que tampoco me importa, si es que
alguna vez me importó. Este nivel se ha quedado desierto por completo, a
excepción de uno de los empleados, que permanece ahí, parapetado tras la
rejilla y el cristal, que no habla ni responde a mis preguntas, que parece
condenado a la eternidad sin fondo de las ventanillas.
Y la voz. La
voz interminable, intolerable, anunciando trenes para nadie, melódicas burlas
del destino, incongruentes frases sin destinatario. Es como si toda la estación
estuviese aún abierta sólo por mí, únicamente para que yo pueda tomar mi tren y
alejarme hacia otra quimera respirable. Y a veces aun creo que acaso sea
posible, como si todo este tiempo no hubiese transcurrido, como si aún se
pudiesen construir nuevas ciudades, edificar otras realidades menos
lamentables, calles habitables, nítidas, parques de sol, fuentes de esperanza
sincera y real, monasterios...
Y sin embargo,
sé que todo es mentira, ¿por qué no confesarlo de una vez? Sé que mi tren no ha
de pasar, que mi espera ha de ser forzosamente estéril.
Pienso que un
viento frío, una de estas noches, apagará para siempre mis esperanzas,
congelándome, y así el ciclo se habrá completado y la estación perderá
definitivamente su razón de ser y desaparecerá, como todo lo que un día hubo en
ella. Porque ese tren que espero es algo que nunca existió, una sórdida
invención de mi cansado corazón urbano; porque fui yo mismo quien envió aquella
carta, buscando un pretexto para escapar a la insufrible rutina de las tardes
sin nadie y sin nada en el monótono horizonte de la casa vacía. Hay otras
estaciones desiertas, otros hombres iguales a mí, igualmente abandonados por la
suerte, idénticamente solos, esperando a un tren que saben no ha de llegar,
aguardando sin fe un destino que no existe, sabiendo con implacable certeza que
todo es inútil, que ya nada va a ocurrir...
Pero he aquí
que la campanilla suena de nuevo, y aunque conozco de antemano la inutilidad de
mi acción, escucho atento, y lo que oigo me llena de desconcierto y de alegría,
porque esta vez, desafiando todas las leyes de la razón, es mi tren el que está
entrando con poderosa lentitud en la estación abandonada. El letrero luminoso
así lo atestigua, y acaso también la leve sonrisa que me ha parecido sorprender
en el pétreo semblante del empleado.
Asombrado aún,
con las piernas temblando de emoción, cojo mi maleta y corro hacia la escalera
descendente para hundirme en las profundidades del andén, sabiendo ahora que
hay, en efecto, una escalera que sube y sube hasta perderse en el infinito,
sabiendo que es esta misma escalera por la que voy bajando hacia el andén
desierto. Pero eso ha dejado de importar, y corro sin descanso hacia ese tren
que viene a buscarme exclusivamente a mí, corro incansable hacia ese destino
que viene a reclamarme.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
- Publicó “El
alba sin espejos”
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM 12. LA
SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A.
BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE. ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY. ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.