*Dibujo de Erika
Kuhn.
HUECO EN PIE*
*De Natalia
Litvinova. litvinova25@hotmail.com
Hay días en los
que río con mi risa triste.
Mi risa
equilibrista que cae,
me río entonces
con el fracaso,
risotada de
tronco hueco que se mantiene en pie
por lo que
alrededor florece.
Soñé con mi
abuelo, estábamos capturados.
Nos pedían
concentración, que tocáramos música
y que nos
peináramos los unos a los otros.
Nos obligaban a
construir pianos antiguos de madera.
Por las noches
nos vendaban las manos
para que no
crecieran, porque pequeñas y delicadas
sirven para
llegar hasta las cuerdas.
Mi madre
decidía el lugar de las cosas.
El jarrón de
acá para allá, el sillón, los cuadros, mi padre.
Y cuando yo
intentaba crecer, zas – zas,
cortaba los
caminos de mi pelo.
Huele a
gasolina y hace frío.
Tengo miedo de
encender el fósforo.
Va a llover
nieve sucia.
Estoy en un
pueblo abandonado de Europa del Este,
estiro el
vestido para taparme.
Una anciana que
lleva una gallina en los brazos
tropieza y cae
de rodillas.
El ave que no
sabe volar es arrojada al aire.
- De
"Siguiente vitalidad" -
-Natalia
Litvinova (Gómel – 1986) Escritora argentina de origen bielorruso, dedicada
al campo de la poesía y de la traducción. Publicó: Esteparia (Ediciones del
Dock, 2010), reeditado en España y en Uruguay, Balbuceo de la noche (Melón
editora, 2012), Grieta (Gog y Magog ediciones, 2012) reeditado en España y en
Costa Rica, Todo ajeno (Vaso roto, 2013) y Cuerpos textualizados (Letra viva,
2014). Compiló y tradujo varias antologías de poetas rusos. Siguiente vitalidad
(Audisea, 2015) es su reciente poemario, publicado en Argentina y reeditado en
Chile, México y España.
COMO UNA BRÚJULA EQUÍVOCA...
Intimidad de
herrumbre*
Intimidad de
herrumbre
puertas
abiertas como nunca sin control
entrega
poner en
palabras la mente las dudas
quitar el peso
del cuerpo
la fuerza que
impusiste a tu ritmo
cabeza en
llamas
no hay aire
mientras vibro
quema tanta
vida nueva
nadando
río arriba
dedos tatuados
en los brazos
mi historia
latidos de amor
y dolor
soltar no
entender
sensación de no
sé qué va a pasar
qué va a pasar
lo que pincha
desafía a mi cuerpo
sin poder decir
no
salvaje
alma prendida
perdida
sin nadie a
quién
*De Lorena
Suez. lorenarsuez@gmail.com
-Publicó Intemperie.
Por Viajera Editorial. -2016-
CABEZA Y
TIEMPO*
El busto estuvo
siempre sobre la mesita del living, una de esas cosas invisibles por exceso de
permanencia, por desaparición de los sentidos a fuerza de repetición. Como el
olor de la propia casa, única confluencia de rastros olfativos que nos está
negada porque se halla ya incorporada de tal modo que desaparece, así el
pequeño busto de mármol era un objeto transparente.
Años de pasar
por la habitación sin reparar en la esculturita, blanquecina presencia
cotidiana dentro del paisaje visual.
Justo ahora se
le ocurre mirarla. Extiende la mano y la sensación del peso, la frescura de la
piedra calza guante y zapato, dedo por dedo talón arco justo en las palmas.
Hecho para ser observado de cerca, se revela a su mirada como una foto polaroid
que corporiza una presencia de espíritu y mediúmnicamente invoca un fantasma.
Es una cabeza
masculina y esa es la primera sorpresa, porque los bustos suelen ser retratos
de mujeres más o menos lánguidas, con esa belleza anodina de las muchachas que
parecen abstraídas en sus pensamientos, pero en las que se adivina un
definitivo no pensar, se adivina la pose tentadora de la reflexión imitada
rasgo por rasgo frente silenciosa ojos perdidos en una lejanía romántica labios
quietos casi serios casi a punto de sonreír, una más bien nada, como conviene a
una jovencita.
Pero es una
cabeza masculina. Un hombre que la mira a los ojos con atención, minuciosamente
cincelado cada pequeño detalle, con los rasgos firmes de quien no condesciende
al engaño y se atreve a sostener con solvencia el puente sólido y perturbador
de los ojos en los ojos.
Por un rato no
puede hacer otra cosa que mirar los ojos que la miran.
Siente que hay
en dejar vagar la atención por el resto del rostro como una claudicación, un
apartarse perturbado. Siente que cortar el puente es un reconocimiento de
vergüenza, una especie de demostración de debilidad. El hombre la mira a los
ojos, ella no puede apartar la mirada. Se dice que es gracioso, pero no tiene
ganas de sonreír.
Con aceptación
de derrota aparta entonces la vista y descubre las finas líneas de arrugas en
la frente, las cejas de arco perfecto recorriendo con firmeza el contorno de
las órbitas, los labios cerrados. Hay en la expresión del hombre callado y
quieto una seguridad sin fisuras. Atento y cerrado en sí mismo, bloque de
material pero de conciencia, único e indiviso apariencia peso color rasgos
unívocos. Exceso de yo en ese hombre que confortablemente es él y no aparenta
ni finje, que es él y no otro, tal como debe ser tal como fue creado desde
siempre desde toda la eternidad, que si un vago escultor no lo hubiese tallado
cincelado extraído de la piedra, otro lo hubiese hecho, pues se demuestra en la
forma el grado de necesariedad. Y en la palma de su mano, en la palma de su
mano.
¿Quién eres
tú?, pregunta sin mover los labios ella que lo sostiene en la palma de la mano,
ella que es sostenida desde la palma por esa pieza monolítica de maravilla.
¿Quién eres tú?, sabiendo que es solamente una escultura en su mano, una cabeza
de mármol negada al habla negada a la palabra negada a la vida, esta vida que
transcurre y modifica y hace crecer pero las más de las veces descompone,
derrota, finalmente destruye y acaba y despedaza y desperdiga y finaliza.
Esos ojos esa
boca que no puede responder la contemplan desde la eternidad. Desde la
inmovilidad del tiempo quieto fija el hombre la mirada en sus ojos. Desde
siempre pero en este instante la mira. Y ella sabe ahora, siempre lo supo pero
ahora sabe que va a morir, que habrá mañanas y tardes y noches acumuladas pero
que va a morir, que su rostro y su cuerpo se derretirán en torno a los huesos,
que su carne está construida con la fragilidad de lo perecedero y no de piedra
inmutable. Este hombre que la observa se lo dice con tranquilidad, sin
dramatismo sin exceso de desesperación. Con tranquilidad se lo comunica
silenciosamente. Y la mira.
Deposita
suavemente el busto en la mesita.
Se sienta en
una silla.
Volverá a
tomarlo en sus manos una que otra vez, cada tanto. Rehuirá los ojos cincelados
y olvidará la cabeza tiempo y quietud y espacio estanco durante largas
temporadas. Pero estará ahí, segura como segura es la propia muerte, algunas
veces como amenaza, otras como promesa, las más como simple clausura si es que
existe alguna clausura que pueda relacionarse de alguna forma con la
simplicidad.
¿Quién eres
tú?, dirá silenciosamente. ¿Quién eres tú?
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
La mano
señala al sur.
El ojo busca el
monte,
el río,
los pájaros
huyendo hacia
la tarde roja
en el pastizal.
Siempre al sur
como una
brújula equívoca,
rota como los
juegos de la infancia.
No hay nada.
No hay nada
allí.
No hay nada,
más que una
sombra larga
que se estira
en la tierra
mientras se
huye,
lejos,
desesperadamente
lejos
y sin mirar
atrás.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
43*
Buscar tus huellas
y pisarlas.
Como trayéndote.
*De Paula Novoa.
-De El año que
fui homeless, Cave Librum Editorial (2014)
La larga batalla
de la Diosa*
El crepúsculo
se esfuma en el viento, parece una batalla perdida, disuelta en la noche. En la
sombra semioculta se intuye el perfil de una diosa peinando su melena roja,
dispuesta a resistir, a volver, con la bravura de las mujeres que desafiaron a
Creonte.
La sombra teje
sus filigranas, el sueño le alcanza tercos animales de pelos y ojos abiertos a
lo sagrado.
Ella se
renueva, carga en canastos todos los rojos frutos de la tierra y el mar, la
sangre de lo no fecundado, la sangre de la herida, las uñas como un poema
extenso para tocar, el roce de los labios recién untados. Las estrellas rojas
de los pechos dadoras de vida, vía de banderas cubriendo las avenidas del mundo
pidiendo justicia. Se pone una ancha pollera con bolsillos con libros y
pinturas: Andre Bretón, Picassos y el no pasarán en letras rojas en español
intraducible.
Se mira en el
espejo de un paraíso de fuegos naturales y vuelve, siempre vuelve, desde
Lilith, desde Antígona, siempre volverá a derramar otra vez la flor roja del
crepúsculo para desarmar lo gris.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
RESULTADO AL
FINAL*
Yo conocí a
Cachito y a Dorita. Son pobres, son ancianos, viven en una casa cerca del río,
lejos del pueblo más cercano, y se ayudan a sobrevivir con una quinta y un
gallinero. Ella cose ropa para afuera aunque la vista ya le falle, y los ojos
enrojecidos se quejen de este esfuerzo suplementario, este esfuerzo de seguir
trabajando cuando deberían descansar.
Cachito era
ferroviario. No tiene estudios, pero tiene la educación del sindicato, cuando
los italianos trajeron junto a las propuestas comunistas y anarquistas, la
curiosa idea de que un operario tenía que leer, informarse, comprender no sólo
su país sino el mundo. Los sindicatos tenían bibliotecas, eran fraternidades,
tenían el ansia de formar hombres libres trabajando con dignidad.
La meta no era
enriquecerse, no era lograr un puestito cómodo, no era acomodar a los hijos,
nietos y sobrinos. Su ideal era que los compañeros o camaradas tuviesen una
vida digna y estuviesen orgullosos de construir una sociedad igualitaria.
Cachito dobla
la espalda sobre la tierra arenosa, tan poco proclive a la dádiva, para recoger
las verduras y llevarlas a la mesa. Dorita riega las plantas con flores que
adornan el jardín delantero. Los perros arman barullo alrededor. No son ricos
pero encarnan la mayor riqueza que puede haber, la riqueza onerosa de quien
tiene la conciencia limpia. Y es hacia el final cuando se hacen las sumas y las
restas para conocer el resultado.
De qué riqueza
gozarán los gremialistas que envejecen en mansiones, qué conciencia dormirá sus
noches cuando usan la mentira para perpetuarse en el poder, cuando celebran el
embrutecimiento de sus afiliados, lo potencian, y utilizan discursos anodinos
que llenan el vacío con palabras efímeras. Quién recordará sus nombres con
emoción, si sus nombres están unidos a negociados innombrables, dobles sueldos,
diezmos. Si cada acto, cada discurso, aún los correctos, esconden intenciones
confundidas con réditos personales.
Y qué aporte
habrán hecho a nuestra patria. Enseñar a la gente a tener miedo, a callar, a
tomarse del pasamanos del colectivo sin saber que el colectivo les pertenece.
Los gremialistas de la política del vasallaje enseñan constantemente que el
sindicato es del sindicalista, que hay un padre que premia o castiga, y que los
afiliados reciben dádivas. Enseñan a no hacer preguntas molestas, enseñan que
no hay que cuestionar al cuerpo directivo, porque pueden enojarse y retirar los
regalos que ofrecen. Y no proponen debates, los clausuran con un portazo
ofendido.
Dicen, cuando
están apurados, que todos somos iguales; para que lo canallesco, al difundirse,
se torne borroso y nos abarque.
Reafirman
nuestra cultura colonialista con patrones y siervos dóciles.
Desde los
pequeños ámbitos crean las células que forman el organismo político de nuestra
nación.
Morirán en sus
mansiones bajo sábanas limpias. No hay dudas. Pero la cama simple de Cachito y
Dorita es más fuerte que sus cuentas de banco. Y si alguna vez el automóvil de
un secretario general se cruza con la bicicleta de Cacho, deberá detenerse y
hacer una reverencia, avergonzado de su brillo superficial a fuerza de cera y
paño.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Hija,
las mujeres de
nuestra sangre
cantan
cuando quieren
llorar,
y cosen largos
ruedos desprendidos
con hilvanes de
lluvia.
Pasan largos
días al borde de sus hombres;
cuando se van
inician la
nostalgia del fuego.
Asumen que no
saben de fragilidad,
porque no
tiemblan al quedar desnudas.
Mientras pasa
la vida, se peinan y despeinan
la larga trenza
ceñida al
cuello.
Hija,
yo, que no
tengo nada,
te regalo el
don de la inusual.
Coronate en la
selva,
bailá sola en
la orilla del mundo.
Temblá de
miedo,
de inocencia,
de coraje.
Y que aúllen
los lobos
festejando
tu orgullo de
mujer recién venida.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
Desvivida*
Esa mujer se
rompió por la línea punteada, muñeca inerte donde el tiempo se estanca
se recostó en
la tarde sostenida de nada en el hueco virtual donde la muerte no podía llegar
y al mismo tiempo la acunaba.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
16 *
Una niña
busca en mi
cuerpo
sus pasos
embarrados.
Ligera
camina
por temor a
despertarme.
*De Paula
Novoa.
-De Hija de
mala madre, Cave Librum Editorial (2016)
-Paula Novoa
nació un 08 de marzo de 1976 en San Antonio de Padua. Es profesora en Lengua,
Literatura y Latín (I.S.F.D. N°45, Haedo) y Licenciada en Lengua y Literatura
con orientación en análisis del discurso (UNLaM). Escritora de poesía.
Publicó: El
año que fui homeless, Cave Librum Editorial (2014) e Hija de mala madre,
Cave Librum Editorial (2016).
Actualmente
trabaja como profesora de Lengua y Literatura en escuelas secundarias del
municipio de Moreno.
InvenTren
Oráculos*
*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
Me leyeron las líneas de la mano
en La Plata. Los posos del café en Villa Mercedes. Una mujer sumamente vieja y
delgada, cuyos ojos refulgían como diminutos diamantes de fuego, me echó las
cartas en un oscuro tugurio de Buenos Aires.
Todas las predicciones auguraban
lo mismo: Debía ir a ese lugar. Tal coincidencia me alarmaba. Las
razones nunca estaban claras. Unos decían una cosa, otros, la contraria; los
más, esgrimían la consabida excusa de que la adivinación no es una ciencia
exacta y de ese modo eludían dar mayores explicaciones.
Les cuento lo más curioso: yo
nunca creí en esas patrañas. Fue una amiga quien me persuadió. ¿Qué mal podía
hacerme? -preguntó, con esa convicción inocente de la que sólo ellas son
capaces. Así pues, lo hice únicamente por complacerla (y de paso, me dije, tal
vez ella, alguna de estas noches...)
Si la primera adivina (su
cuchitril era un arquetipo de consulta esotérica engañabobos, con gigantescas
cartas de tarot en las paredes, a modo de cuadros, y una bola de cristal sobre
un tapete de terciopelo negro, colocado encima de la mesa hexagonal que ocupaba
el centro de la sala, sobre la cual había una lámpara de gran potencia. El
resto del cuarto estaba a media luz, para realzar el misterio, supuse) no
hubiese mencionado el nombre, la cosa hubiese terminado ahí. Un juego
inocuo, una frivolidad más entre tantas otras. Pero lo hizo. Y luego me miró,
leyendo en mis ojos una intranquilidad que le animó a seguir por ese camino.
Cuando salimos (mi amiga me acompañaba), mis comentarios acerca de esos lugares
de adivinos y mi risa forzada provocaron su curiosidad. Algo había sucedido
allá adentro y ella era consciente. Le conté lo sucedido (realmente no todo,
sólo lo necesario. Tampoco es cuestión de airear chismes de otro tiempo) y dije
que sólo se trataba de una casualidad, pero no quedó convencida. Propuso
visitar otro sitio. Ella se ocuparía. Conocía gente. Yo aparentaba estar
tranquilo, pero algo había permanecido dando vueltas en mi interior. Así que,
entre risas, y sólo por contentarla, volví a aceptar.
La segunda vez fue en Morón. A
Rebeca (mi amiga) le hablaron de un hombre anciano, recluido en una casa a las
afueras y cuyo contacto con el resto de los vecinos era muy escaso. Se dedicaba
a algo llamado libanomancia, un rito mediante el cual se puede adivinar
a través de la observación del humo. Jugar con fuego no me atraía en absoluto,
pero ya había dado mi consentimiento previo, así que no fue posible echarse
atrás. Fuimos hasta allí, vimos cómo el viejo juntaba un montón de ramas secas
y las encendía, sentándose luego junto a la hoguera e invitándonos a imitarle.
Mientras aguardábamos, él contemplaba el humo, muy atento. Quizá para hacernos
más llevadera la espera, nos estuvo hablando de su especialidad (también
llamada capnomancia o ignispecia) y de los múltiples éxitos
cosechados en más de cuarenta años de práctica. En un momento dado, enmudeció,
me miró con una expresión severa y nombró el sitio. Después nos rogó que
nos marchásemos. Dejé unos billetes sobre la mesa de la cocina y salimos a la
brisa del atardecer. Mi amiga callaba. Dos veces no podía ser una mera
coincidencia.
Pero si por un momento pensé que
la cosa iba a terminar ahí, no conocía bien a Rebeca. Unos días después se
presentó en mi casa, me obligó a vestirme con prisa, nos metimos en el auto y
condujo hasta Quilmes. Allí nos recibió Madame Cheirét (o Chouriet, o algo
similar). Su técnica era la fisiognomía. Esta especialidad consiste,
según me fue explicando Rebeca durante el viaje, en el estudio de las cabezas y
las caras. La mujer, ciertamente amable, me ofreció asiento en una silla
antigua. Después, se colocó frente a mí, en un sillón situado sobre una especie
de pequeña tarima, y se puso a mirarme con insistencia y atención. De cuando en
cuando, se levantaba y pasaba sus manos por mi cabeza o mi rostro, como para
comprobar la veracidad del testimonio ocular. Me sentía terriblemente incómodo,
pero Rebeca estaba radiante. Aguanté casi una hora entera. Después, escuché la
palabra que no deseaba (pero temía) oír, pagué, nos despedimos. Regresamos a la
ciudad.
“En Rosario hay un tipo que se
dedica a la grafomancia”, dijo Rebeca por teléfono dos días más tarde.
“Mañana vamos”, contesté. Mientras yo trataba de fijar una cita para esa misma
tarde (cine, cena y unas copas cómplices), ella me explicaba con detalle la
“ciencia” en cuestión: Se trataba, según entendí, del estudio de la escritura.
Tamaño, forma, inclinación, todo eso. No hubo más discusión. No oyó (u simuló
no haber oído) mis razones, casi súplicas, para vernos esa misma noche.
Al día siguiente viajamos hasta
Rosario. En tren. No me apetecía conducir tantas horas y, de paso, tenía la
esperanza de quedarnos allí a pasar la noche y, ¡quién sabe!
El Doctor Morales –tal era el
nombre del grafomante- vestía una bata blanca cuando nos abrió la puerta
de su estudio, un lugar atiborrado de objetos de diversa índole, muchos de los
cuales desentonaban entre sí, dándole al lugar el aspecto de un trastero, un
almacén de antigüedades o la vivienda de un demente. De entrada, me incliné por
esta última posibilidad. El tipo nos condujo, a través de aves disecadas,
aparatos de radio estropeados y muebles con irreparables desperfectos, hasta su
despacho, no muy diferente, en realidad, de lo que habíamos dejado atrás, salvo
por la luz, más nítida.
Me sentó a una mesa –previo
desalojo del montón de objetos amontonados sin orden sobre ella- y me conminó a
escribir. “Cualquier cosa”, dijo. “Da lo mismo si es una idea, unos versos de
Dante o una colección de chistes sobre gallegos. Usted escriba. Para ponérselo
más fácil, esperaremos aquí al lado. Cuatro o cinco folios bastarán. Lo dejo a
su elección”. Después de proveerme de unas cuantas hojas de papel en blanco,
lapiceros y una botella de agua, el doctor desapareció con Rebeca por una puerta
diferente a la utilizada para entrar. Sospeché que conducía a la casa, a sus
habitaciones. Sentí una cruel punzada de celos, cuyo aguijonazo aplaqué
escribiendo casi furiosamente.
No me seducía la idea de dejar
allí constancia de mis ideas, así que recurrí a los clásicos. Recordaba pasajes
del Decamerón, del Quijote, de La Ilíada. También el cuento Ante la Ley, de
Kafka. La rememoración de esos textos, leídos tantas veces en la soledad de mi
cuarto, me sirvió para olvidar dónde estaba y qué estaba haciendo –y, sobre
todo, el temor infundado de que, en ese mismo momento, el supuesto doctor y mi
adorable Rebeca estuvieran demasiado juntos-. En el cuarto folio redacté dos
sonetos de Borges y el quinto lo usé para reproducir El espejo que huye,
relato de Giovanni Papini. Sin omitir una coma. Lo conocía de memoria.
Tardaron más de hora y media en
regresar. Para entonces ya había usado otros tres folios, dejando en ellos
fragmentos dispersos de Lugones, Poe, Chéjov y Pablo Neruda, el poeta con
mayúsculas, como le llamaba cariñosamente uno de mis alumnos. Morales tomó
asiento frente a mí y se abismó en la lectura de mis garabatos. Mi amiga se
colocó justo detrás de él, leyendo por encima de su hombro. Yo la miraba con
amargura y también un poco de ira, pero ella no me prestaba atención,
concentrada como estaba en la contemplación de los folios escritos. Deseé estar
lejos. Aunque fuera en ese lugar al que todas las señales parecían ligar mi
futuro. El “doctor” tomaba notas, subrayaba algunas palabras, hacía círculos rojos
alrededor de párrafos enteros. Yo esperaba el veredicto sin interés. La voz de
Morales pronunció el nombre como una sentencia. Al oírlo, el rostro de
Rebeca resplandeció, o eso creí ver. Fue sólo un chispazo, pero esa sonrisa
borró de un plumazo mi malhumor. Caminamos charlando hasta un hotel. El
conserje nos recibió con suma amabilidad. Hubo suerte (sin duda apoyada por el
billete que deslicé con disimulo sobre el mostrador de recepción): Había, en
efecto, dos habitaciones contiguas con puerta de comunicación interior.
En la cena me mostré encantador,
conseguí que Rebeca tomase un par de copas de champán tras el postre, le
prometí un nuevo viaje para la semana próxima: iríamos a ver al siguiente de su
lista (a esa altura ya había confeccionado una vasta nómina de “especialistas”
en asuntos esotéricos), pero la puerta de comunicación permaneció cerrada toda
la noche. No dormí bien. En la madrugada, creí oír un ruido. Fui hasta la
puerta con la esperanza de que ella, por fin… Traté de girar el pomo con precaución,
mas no se movió ni un milímetro. Decepcionado y triste, volví a la cama y caí
en un sueño entrecortado, repleto de imágenes tenebrosas. En medio de dos
pesadillas, me juré terminar con todo aquello de inmediato.
En el desayuno, Rebeca me
anunció que debía permanecer en la ciudad un par de días, trámites burocráticos
para su madre, quien no andaba bien de salud. El viaje de vuelta fue una
tortura. Me encerré en casa y juré no volver a salir en mi vida. Leí
furiosamente, escuché música a un volumen que mis vecinos seguramente juzgaron
excesivo, jugué al ajedrez contra un rival imaginario, ordené toda mi colección
de sellos antiguos. No habían pasado tres días cuando Rebeca se presentó en mi
puerta, se declaró asustada ante mi aspecto, me obligó a tomar una ducha,
afeitarme, vestirme “decentemente” y acompañarla a un sitio. “Es una sorpresa”
dijo. Esa energía suya siempre me desarma, así que obedecí. Sin la menor
objeción.
Todos padecemos adicciones. Sean
graves o insignificantes, nos acompañan a lo largo de nuestra vida y, a veces,
ni las percibimos. Puede ser el alcohol, las drogas, el sexo, el ego –la más
común y menos diagnosticada-, el chocolate o las bebidas dulces. En esa
ocasión, mientras íbamos hacia Trelew, para visitar a un experto en ornitomancia
(observación de las aves), descubrí que la adicción de Rebeca eran los
gabinetes esotéricos. Y me arrastraba tras ella como a un perrito, con la
excusa de hacerme un favor: era yo quien necesitaba “consejo espiritual”. El
asunto resultaba muy extraño –no voy a negar lo evidente-, y mi curiosidad
crecía con cada nueva respuesta afirmativa. Pero ¿quién necesita conocer el
futuro? Bastante tenemos con soportar el peso del pasado y vivir lo mejor
posible el presente.
En Corrientes fue la enomancia
(lectura de símbolos en el vino).
En Mendoza la numerología.
En Luján, la sicomancia,
que utiliza hojas.
Fueron semanas de viajes,
escenas sacadas de películas en blanco y negro, habitaciones contiguas pero
siempre separadas y esperanzas renovadas por la mañana, que veía arder cada
noche en el fuego glacial de la soledad. La boca de Rebeca era una promesa
eternamente pospuesta. Y el dinero empezaba a menguar de forma alarmante.
En Bahía Blanca, botanomancia
(como se deduce del nombre, usa las plantas).
Xilomancia (madera) en Paraná.
Aluromancia (adivinación practicada con
harina) en Junín.
Se ha dicho que la locura es
hacer siempre lo mismo esperando un resultado distinto. Nosotros hacíamos justo
lo contrario: Probar diferentes medios y obtener un mismo resultado. Llegó un
momento en que ya parecía imposible la existencia de otra respuesta. Si eso
hubiera sucedido, si se hubiese producido un cambio, tanto Rebeca como yo nos
hubiéramos quedado atónitos y, con seguridad, hubiésemos pedido la repetición de
la prueba.
Bibliomancia en Córdoba (El libro utilizado
fue La Eneida, de Virgilio. Así solían hacerlo, se nos explicó, los romanos).
En Catamarca, ceromancia
(se usa la cera de una vela).
Si al principio nos guiaba la
búsqueda de una comprobación, ahora era más bien la esperanza del error: que en
una de esas gravosas visitas, alguien pronunciase otro nombre, abriendo así una
ventana a otra realidad, un agujerito minúsculo por el cual escapar de esta
condena que se cernía, implacable, sobre mí.
Aeromancia (observación de los fenómenos
atmosféricos) en Salta.
Tarot en Resistencia.
Al borde de la extenuación y la
ruina, Rebeca insinuó una última posibilidad: En un lugar llamado La Serena, en
Chile, existía un viejo cuya habilidad consistía en interpretar los signos de
la arena. Tras dos horas caminando por la playa, agachándose de cuando en
cuando para observar algún dibujo más de cerca, el anciano meneó la cabeza: Su
dictamen fue implacable.
Era el último viaje. O más bien
el penúltimo. Faltaba uno, naturalmente. Yo ya no tenía ni para gasolina. A la
vuelta, vendí el auto y fui a la estación. Saqué dos pasajes para Ingeniero
Williams y llamé a Rebeca, pero no obtuve respuesta. Dos días estuve
telefoneando sin resultado. Fui a su casa, pero la portera sólo me informó,
secamente, de su ausencia y no condescendió a dar más explicación. Me miraba
con desconfianza. Pensé en contactar con la policía y denunciar su
desaparición, pero algo me urgía más: Terminar con eso que me estaba calcinando
por dentro. A la mañana siguiente, tomé el tren hacia Ingeniero Williams.
Hice la mayor parte del viaje
dormido. O abstraído. Al llegar, bajé del vagón con un sentimiento de derrota
en mi ánimo. Como si los fantasmas del pasado me hubiesen obligado a regresar.
“¿Y ahora?”, me pregunté. En la estación no parecía haber nadie más, lo cual me
contrarió, porque charlar dos minutos con el encargado o un viajero cualquiera,
me hubiera servido para serenarme. Para sentir el suelo bajo mis pies.
Me senté en un banco, al sol.
Recordé, como había venido haciendo durante esas últimas semanas, las escenas
de veinte años atrás. Quise razonar que tal vez este regreso era mi expiación.
Sin duda, no estaba preparado para lo que ocurrió a continuación.
De un rincón en penumbra, a mi
derecha, a unos diez u once metros, surgió una voz que no pude dejar de
reconocer.
- Te estaba esperando.
Pensé que se trataba de un
espectro, pero el contorno del hombre de quien provenía el sonido parecía muy
sólido. No podía verle el rostro (¿era realmente necesario?). Sólo el gabán, el
sombrero, los zapatos. Las manos enguantadas.
- Te creía muerto – respondí,
con un aplomo que no hubiera supuesto.
- He esperado mucho tiempo
–dijo, como si no me hubiera oído.
- Veinte años – susurré.
- Veinte años – repitió él, como
un eco acusador.
Podría excusarme alegando que lo
ocurrido entonces fue accidental. Que yo no pretendía su ruina ni seducir a su
mujer. Y mucho menos hacerle daño a él, a quien consideraba un buen amigo.
Simplemente ocurrió así. Sólo defendía mis intereses. Eran las reglas. Pero
incluso a mí, tras tanto tiempo, todo eso me sonaba a palabrería sin sentido.
Había llegado la hora de la venganza y yo estaba dispuesto a dejarme matar sin
una sola queja. Me parecía justo.
Fue entonces cuando percibí el
perfume. Miré hacia el rincón. Tras la sombra del hombre, había otra, más
pequeña, casi imposible de ver desde la zona soleada donde yo me encontraba. Y
lo comprendí todo. Sin decir palabra, fijé la vista en el suelo, ante mí. Otro
tren acababa de llegar. Iba en dirección contraria. Nadie bajó. Oí pasos a la
derecha. Cuando miré, en el rincón no había nadie. Por un instante, aún tuve la
esperanza de haber sufrido una alucinación provocada por el sol. Pero al volver
la vista pude ver, como en un destello, un abrigo de mujer desapareciendo en el
interior del vagón. La puerta se cerró y el tren echó a rodar sobre las vías.
La estación quedó desierta. Pronto, el sol se pondría y la noche austral lo
invadiría todo.
-Publicó “El
alba sin espejos”
-Próximas estaciones para escribir:
POLVAREDAS
–Por Ferrocarril Provincial-
PLOMER
-Por Ferrocarril Midland-
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN ATUCHA. JUAN
TRONCONI. CARLOS BEGUERIE.
FUNKE. LOS
EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN
JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY. ESTACIÓN ÁNGEL
ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM. 55. ELÍAS
ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL
BELGRANO. LIBERTAD. MERLO GÓMEZ.
RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA
SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA
CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO
MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
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