*Dibujo de Erika
Kuhn.
Lágrimas de una
bruja joven*
No quedaba nada
sobre el asfalto cuando entraste
en el recuerdo
de cien molinitos de papel girando
con
desesperación en la puerta de un quiosco, un invierno.
Colores
vertiginosos que confirieron
su índole a ese
tránsito
hacia el pasado
por el que recorrés ahora
la misma calle,
la misma húmeda avenida,
fresca,
desnuda, lunar, en que cesó el ruido
y las artes
mágicas te permiten flotar
hacia la noche
cada vez más fría y ancha,
-una libertad
que te deja sin habla-,
como si en el
fondo del cuadro hubiera un gran país nevado
y aquel titilar
de lámparas que empezaban a encenderse
detrás de las
ventanas cuando
volvías,
dejando el campo atrás, ensimismada.
*De Jorge
Aulicino, inédito
ESTA EXISTENCIA A VECES APARECE…
*
Algún día supe
que así como hay perfumes sensuales o alegres, hay perfumes tristes, y que el
sufrimiento tiene también un perfume delicado, pacífico, un poco brutal. Pero
que yo nunca lo elegiría y siempre sentiría odio por los que crean esos
jardines de la desesperanza y los crean tranquilamente, como si nada, o peor,
como si fuera necesario.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
El Colgado*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Uno
Primero fue un
cuervo, después un aleteo, medio incandescente, medio alborotado por el sol en
una rama. Su figura de aire, volátil, no pudo contener el vuelo y desapareció.
Un remolino de polvo en el llano. Arrastraba hojas. El niño seguía el vuelo del
polvo. Imaginaba voluble el del cuervo. Las plumas negras. Su estela y sus
ansias. A lo lejos la carpa del circo. Multicolor, por la perspectiva, flotaba.
—¿Qué haces?
El niño movió
la cabeza. Miró al hombre, el deterioro de las botas, los nudillos salientes,
el sombrero de palma, sus innumerables agujeros que iluminaban el semblante.
La carpa se
inflaba por el viento. A un lado, diminutos, los remolques. El hombre se sentó
y sacó un cigarro. Pronto una llama. Y vertical el humo, buscando el cielo. El
niño miró su vuelo. Se preguntó, de nuevo, por el remolino del cuervo. El
hombre estiró las piernas. Entre las rocas su afilada sombra, de reptil en el
desierto, incluso se proyectaba el humo, la punta del cigarro. No había nada
que ver además de la carpa, sin embargo el hombre, como coyote, remiraba
hambriento el llano. Abría leve la boca, saboreando el aire. Sus ojos eran
ambarinos, con rojas nervaduras. El niño se rascó la cabeza.
—Te perdiste...
El niño tampoco
respondió. El hombre, pobre de carnes, apenas llenaba las ropas. Como colgajos
en los huesos. Esqueleto de pez, cuando giró el cuello, las vértebras. Sobre el
sombrero todo el peso del sol, su aura.
—Es fácil
perderse por aquí, no hay puntos de referencia —dijo y señaló con un dedo el
horizonte. El dedo estuvo unos instantes obcecado, apuntando a la nada.
El niño evitó
mirar a la dirección que señalaba. Sus ojos al árbol, a los zapatos, a una
brecha.
—A veces pasa
gente —dijo, al fin, el niño.
El hombre
suspiró.
—Pero la
carretera queda lejos de aquí —dijo.
El niño señaló
la carpa. Redonda como fruto y, acreditada la forma, más roja, viva como las
manzanas.
—¿Desde cuándo
están ahí?
—No sé.
—¿Se irán
pronto?
El hombre miró
el horizonte. Afuera de la carpa, nadie. Sólo el viento, el sol, los ardores.
Volvió la vista al niño.
—¿Entonces?
—reiteró.
—No sé, van y
vienen.
—¿Vas al
pueblo? —le preguntó el niño, más abiertos los ojos.
Dos
Después de
caminar un rato subieron a un Datsun viejo. El hombre quitó unos periódicos del
tablero. Calentó un rato el motor. Una brecha se perdía en el llano. El
paisaje, sin ninguna sombra, inmóvil en el fuego de la tarde. El niño se miró
en el espejo lateral, las pestañas, los ojos fijos en su imagen.
—Vámonos —dijo
el hombre.
Ruidos adentro,
un alboroto. Unas tuercas, como sonajas, junto a la palanca de velocidades. Un
rato después, sobre camino más plano, el cascabeleo desapareció. Trabajoso el
acelerar del auto: el motor forzado, los labios apretados acompañando la
marcha. El niño bajó la ventanilla. Una línea infinita de postes, algunos
inclinados, señalando los devastados maizales. En resistencia, a lo lejos, las
nubes. El aire revolvía los cabellos del niño y, en el ámbito del hombre, el
temblor del sombrero, sus nerviosas alas.
El hombre miró
de reojo al niño. Trató de recordar su cara. Pero no había referencias, sólo el
llano, las palabras que le dirigió, la manera en que miraba los remolques y la
carpa.
—En las noches
pululan animales venenosos, arañas —dijo el niño.
El hombre no
supo qué responder. Se concentró en el camino. No había dormido bien:
persistente el insomnio en el verano y con la estación también los sudores, el
latido del cuerpo entre las sábanas. Y entonces se levantaba y merodeaba en el
cuarto como gato, como loco.
El niño sacó la
mano derecha por la ventanilla. Los matorrales veloces desfilaban. El campo
todo de amarillo, todo consumido en el paisaje.
Tres
Después de un
rato avistaron una tienda. El hombre desaceleró. Las alas del sombrero dejaron
de temblar y el niño acomodó el cuerpo en el asiento. Las manos juntas, los
dedos entrelazados, como en oración, esperando algo. El hombre estacionó el
auto junto a un árbol. Por la inmovilidad más el calor, pesados los brazos,
ámbito de brasas en la nariz, en cada respiración. Se bajó del auto y miró la
sombra del árbol, el breve frescor proyectado. En la cima el deslumbrado
follaje, el esqueleto de las ramas, el magro tronco. Un bostezo en el niño,
después la boca entreabierta y el hombre pensó que debía tener sed, después de
estar en el llano, como penitente, mirando los remolques.
—Voy por agua
—dijo.
El niño apenas
volteó, como si la voz del hombre fuera una cosa extraña en el aire, el
parloteo del cuervo que había mirado en la rama.
El hombre
renqueó a la tienda, el paso entrecortado por una reciente ampolla en el pie
derecho. La frontera de la puerta alivió el calor y el hombre merodeó con
paciencia entre los anaqueles. El dependiente limpiaba con esmero una antigua
caja registradora. El radio murmuraba en el silencio, apenas despabilaba.
Después de unos minutos el hombre se acercó con dos botellas de agua.
—¿No vendes
cerveza?—preguntó.
—A un lado, en
la cantina —respondió el muchacho y las habilidosas manos en la caja
registradora, en las teclas, en la tira de papel que se desenrollaba.
El hombre salió
de la tienda, miró el auto: el niño estaba bajo la sombra del árbol, pateando
unas piedras. El hombre se acercó y le tendió una botella.
—Ahora regreso
— le dijo.
—¿A dónde vas?
—A comprar una
cerveza.
El niño abrió
la botella y la inclinó para un trago largo, tan largo que un poco de agua
brotó de los labios. Un manantial entonces y las gotas pronto en caída,
humedeciendo la tierra. Una sonrisa.
El hombre,
satisfecho, dio media vuelta y entró a la cantina. Un paisaje desolado lo
recibió: a media luz el ámbito, los parroquianos jugaban cartas, algunos
fumaban con las quijadas inmóviles, imaginando imposibles apuestas. Los ojos en
un precipicio por la tentación. Se acercó a la barra. Una vieja echaba lenta el
tarot, los ojos sumidos, el gesto embotado, las canas en contraste con la
oscuridad del rostro.
—Una cerveza.
La vieja, un
instante, extendidas las manos. Las palmas, las uñas amarillas. Los ojos un
poco más vivos por la petición aunque eso no repercutía en la entera
apariencia, en la sensación de abandono que provocaba.
Pronto la
cerveza en la barra. Una servilleta abajo. Vasos empañados en una hilera. El
hombre pensó en el niño, en el calor y en su íntima relación con el insomnio.
Un poco de espuma en la boca de la botella. El primer trago y sintió frescas
burbujas en la garganta. Mientras duraba la sensación miró a la vieja: de
fastidio un bostezo por lo largo, por el suspiro que siguió y los dientes
amarillos en la pausa de los labios, coloreados con tristeza, con descuido
frente a un espejo.
Estaba a punto
de otro trago cuando rechinó la puerta de la cantina. La menuda figura del niño
entonces. Más pequeña resaltaba, por el lugar, por el techo alto, por la barra.
Los parroquianos, en un solo movimiento, lo miraron. El niño tenía los ojos
brillantes, el gesto curioso y dispuesto.
Los hombres
dejaron de jugar, también inmóviles los tarros y la escasa luz que entraba por
la puerta, ahogando los gestos. Entonces resaltó el abandono de las cartas, el
dominó en suspenso, los desvalijados cuerpos que esperaban: algunos con auras
de humo, otros aturdidos por el alcohol. Y la música persistía y el niño se
acercó al hombre. En el lugar sólo las moscas, las respiraciones breves, de
cansadas bestias. El niño miró con maravilla las cartas de la vieja, las
escenas representadas.
— ¿Es su hijo?
El hombre se la
quedó mirando, indeciso. Negó con la cabeza. El sombrero le ocultó el gesto de
repulsión por la pregunta, por el niño que se detenía junto a él y alzaba la
mirada esperando una reacción, una palabra. Entonces, a su pesar, informó:
—Estaba mirando
el llano, los remolques.
El hombre
retomó el silencio. Pero sabía que vendrían más preguntas de la vieja y algún
parroquiano, aguijoneado por el alcohol, se inmiscuiría en el intercambio.
—Es cierto lo
que le digo, el niño estaba en el llano, mirando los remolques.
Los hombres
regresaron a su murmullo, quizás decepcionados, dispuestos de nuevo al convite,
al demonio del juego.
—Ya nos vamos
—dijo dando un trago profundo y por el torrente desaparecieron las burbujas en
la garganta. Un par más y acabaría con la botella. Y el niño no dejaba de mirar
la barra, la bandeja plateada para las propinas, el rostro encendido de la
vieja.
—Espera —dijo
ella — ¿no eres hijo de Eudora?
El niño la miró
con simpatía y asintió. Entonces la vieja contó de una mujer trapecista, que
iba de gira con el circo y que varias veces al año se quedaba en el pueblo.
—Pero este año
no llegó.
—Pero están los
remolques ahí, en el llano —dijo, vehemente, el hombre.
—No hemos visto
remolques, ninguna carpa —dijo alguien desde el fondo.
—La mujer murió
el año pasado —completó otro.
El hombre trató
de ubicar a los responsables pero sólo encontró rostros aturdidos, la pasividad
vacuna en las miradas, miradas de gente que sabe que el mundo arderá en llamas.
En el hombre aún retumbaban las voces, el odio destilado por los otros que aún
seguía, que ascendía conforme los segundos, como el salitre en el interior de
un barco.
La vieja bajó
la mirada. Varios títulos en las cartas: El Colgado, El Trono, Los Amantes. El
hombre despachó el último trago. Los parroquianos, rabiosos, esperaban.
Volvieron a sus asuntos cuando el hombre puso dos monedas, dejó la botella e
hizo inminente su despedida.
—No les gusta
el niño —dijo la vieja.
—¿Por qué?
—No sé, están
locos.
El hombre miró
por última vez las cartas, le llamó la atención El Colgado, con las piernas en
cruz, entre dos árboles, de cabeza en el suplicio, esperando.
—Voy a llevarlo
con su madre.
Cuatro
Salieron de la
cantina. El horizonte: una orilla del mundo, por el escaso sol, en viva sangre.
Apenas una colina y sólo despojos de matorrales. Un mar evaporado enfrente y en
su lecho huellas, quizás salobres esqueletos. El niño atrás del hombre, los
dedos de nuevo juntos, entrelazados. El Datsun, medio encallado por las tolvaneras,
con los vidrios impregnados, cundidos de fino polvo. El fuego amainaba pero no
el calor que aún exhalaban las piedras. El hombre se enjugó el sudor de la
frente. Subieron al auto.
—¿Por qué no me
dijiste que vivías en los remolques?
—Quería ir al
pueblo.
El hombre
calentó el motor. Tembló el tablero y la guantera. Las alas del sombrero ya no
formaban penumbra pero aun así velaban los ojos. Pensó en el pueblo, en los
remolques, en lo que diría cuando entregara al niño.
—Te escapaste
—afirmó.
Un poco de odio
en el niño, algo duro en el gesto, en la mirada. Ahora enemigo, el copiloto, en
silencio no por vocación sino por no encontrar palabras para rebatir, para
abogar por su causa. Al fin dijo, mirándolo por primera vez en el trayecto:
—No estoy huyendo.
—Vamos de
regreso, a donde te encontré — completó el hombre.
Cinco
Las líneas de
la carretera, una a una desfilaban, como lerdas ovejas, ovejas lanudas en el
intento de sueño. Pero el hombre no estaba adormecido, los sentidos a la
expectativa, buscando el paraje donde dejó el auto, donde miró por primera vez
al niño. Pocas vueltas en el camino, algún atisbo de luz, ningún auto.
Acostumbrado al mutismo del niño, metido en sus pensamientos, recordó las
cartas de la vieja, los hirvientes bebedores. Los movimientos de todos,
apretados como cardumen, al unísono boqueando. Las miradas de odio. Y la vieja
lenta, toda de herrumbre, abandonada en la barra. En la tarde crecían dispersas
luces, chispas de una fogata, insuficientes para orientarse. En poco tiempo
llegaría la noche y el equívoco sería la norma y habría que estar atento a los
pasos, a buscar referencias en todas partes, hasta en las respiraciones.
Seis
Después de unos
minutos, con una uña de sol en el horizonte, creyó llegar al paraje. Disminuyó
la velocidad, vadeó matorrales y piedras; algunas zanjas.
—Debe ser por
aquí.
Bajó del auto.
La bocanada de los faros, alboroto de insectos por el resplandor y las botas en
el piso, volátil huella, levantaban polvo. El cuerpo orientado al llano en
penumbras, la mirada en una breve colina, un relieve al oeste. El niño, cautivo
en el auto, delineaba con el dedo en el vidrio. El hombre se acercó y abrió la
puerta.
—¿No quieres
bajar?
El niño estaba
empecinado en su labor. Apenas parpadeaba. El dedo en movimiento, en figuras
imaginarias, iba y venía en la película de polvo. El hombre lo sujetó y casi lo
levantó en brazos.
—Vamos.
El niño opuso
resistencia pero pronto cedió a la fuerza del otro. Resignado comenzó a
caminar. El hombre cerró el auto y dejó encendidos los faros. Pero la luz
penetraba poco y apenas descubría el sendero. En una corta distancia, pensó,
los remolques y la carpa. Incluso, tal vez, una fogata, el bullicio de los
cirqueros.
Caminaron en
silencio unos metros. El hombre buscaba terreno plano por la punzada en el pie
derecho. Pero el terreno descendía y la luz del auto, a la distancia,
intermitente por los que convocaba, por sus aleteos. Seguían en la penumbra
cuando el hombre tropezó con el cráneo de una res. Las oquedades de los ojos,
oscuras, en el día convite de insectos. La quijada un bosquejo; la dentadura
devastada, como el costillar cuya estructura había cedido al primer embate de
los carroñeros. El olor descompuesto se metía en las ropas, escocía la garganta.
Apuraron el paso pero no había señales del campamento. Un poco desesperado,
bufando, se detuvo. El niño avanzó unos pasos más. Las luces del auto apenas se
distinguían. Entonces el cielo tornó rojo y la última penumbra en los rostros,
poco a poco, como el agua que corre entre los dedos.
El hombre quedó
ciego un instante, caliente la sangre por el temor a perderse. Tocó la cabeza
del niño, los brazos, pero sólo un instante lo tuvo, como pez retenido entre
las manos, de nuevo al agua por el impulso. No había luna en el cielo, sólo
leve escarcha en las nubes que apenas impregnaba las rocas. Entonces intentó
recuperar al niño pero no hubo cuerpo, sólo una risa que se apagó lentamente
hasta quedar en silencio. El hombre quiso emprender el regreso pero no encontró
las luces del auto. Desconcertado, miró el camino de vuelta, luego alrededor. Y
esperó.
-Del libro de cuentos "La
herrumbre y las huellas".
-Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros
de cuento Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras
(SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio
Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos
(Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina,
GQ, Letras Libres y el
suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica
y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de
minificción.
*
Escribiste la
banalidad de lo bueno:
manchas del sol
en la terraza
y atardeceres
lánguidos, aptos
para la cerveza
amarga. Ensoñaciones
en las que tu
cuerpo viajaba,
inmóvil, como
un alma loca
hasta el
despertar que te devolvía
a tu inútil
condición de escriba. Escribiste
al cielo y a la
ausencia
(a la ausencia
del cielo)
y escribiste el
aura de lo imposible.
Ahora estás
leyendo esas letras muertas
como un forense
que revisa un cadáver
y anota las
razones del deceso.
¿Qué fue del
canto y la devoción por el instante
y la memoria
atada al clamor de los idos para siempre?
¿Qué fue de las
promesas y de los harapos del hambriento
y de los gritos
por un horizonte redentor,
por banderas
encendidas?
¿Qué del poema
que nos salvaría de la barbarie
y sus monstruos
y desiertos?
*De José Di
Marco.
Un concierto*
*Por Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Cuando el
atardecer se vaya aproximando lentamente como una mancha que saliera de ese
maizal alto que se aproxima a la casa.
Cuando las
sombras se vayan arracimando, quitando la luz hueca del día, y la negrura de la
noche solo trague esa multitud incontable de pequeñísimas luciérnagas rápidas,
arbitrarias, eléctricas, ciegas de un lado hacia otro. Locas. Como si hurtaran
sombras, como si quisieran ganar un terreno que no les pertenece, que a puro
empeño andan luminosamente extáticas.
Cuando la noche
se aposenta señorona sobre esa pequeña chacra que rodean maizales y sostienen
el grito angustioso de los terneros llamando a las madres, ese hombre solitario
recién saldrá de las sombras con ese inmenso farol que estuvo encendiendo
-tratando de encender y colgará de un gancho de alambre atado a un gajo
de un paraíso añoso y lleno de cicatrices y de cortezas inmemoriales. Esas
cortezas que recorren los insectos y las hormigas que aún no pudieron con él.
Ese hombre
solitario que ingresa por esa puerta que lo devora entero, saldrá con una silla
que depositará cuidadosamente en el patio de tierra apisonada y bien barrida.
Volverá a entrar por esa puerta honda de la casa aún en sombras y que habrá de
permanecer un tiempo largo así.
Desde el fondo
de las habitaciones saldrá con una guitarra en la mano derecha, se acomodará
tranquilo en ese ritual que lleva muchos años. Se habrá de sentar acompañado de
su parsimonia añosa, templará como al descuido esas cuerdas buscando un tono.
Habrá de interrumpir aún y mirará ese campo que se come el haz luminoso del
farol, pondrá el oído presto hacia el campo que en ese momento quiere
transmitirle algo, no lo sabemos, porque es verdad que en esa hora prima de la
llanura el campo es todo oídos, el hombre no puede ser menos, no se quiere
perder el ruido del mar que dejó en su niñez en aquella Europa milenaria que a
veces extraña más y a veces mucho menos, porque el hombre con sus años, tan
solos, que ya han hecho una llaga sobre su corazón casi más tosca que las que
la escarcha produjo en sus manos que manejaron por cincuenta años las alas de
la mancera. Más de una vez creyó que iría a volar detrás de ese revolotear de
las gaviotas blancas que se disputaban los gusanos, las isocas y tanto manjar
cuando la reja clavándose en la tierra la diera vuelta y una lengua muy negra
se mezclara con esa zona de amarillento pasto donde tuvo el valor de clavar ese
acero condenado a desflorar.
Después de un
rato de aprontes, por fin emprenderá el sendero de la música que no será esta
noche el filón nostálgico y doloroso de sus canciones antiguas sino unas
milongas criollas que le ha hecho conocer el vecino, un puestero también muy
mayor como él, un auténtico entrerriano de Montiel, solitario como él, pero la
soledad suya no es por soltería como el hombre que deja acariciando las cuerdas
de una guitarra, sino una viudez lejana, y si no fuera por este gringo, mal lo
pasaría con sus hijos desflecados al viento.
Cuando el
criollo monte ese moro manso ya se pondrá en camino desde su rancho a la casa
de ladrillos que lo espera con esa gran luz aplanándose sobre el patio de
tierra, para provocar un concierto que solo escucharán los sapos, las ranas y
esos terneros guachos que gimen lastimeramente buscando a su madre.
11 *
De soslayo
de susurros
de a
escondidas.
Esta existencia
a veces
aparece.
*De Paula
Novoa.
-Poema incluido
en Hija de mala madre.
-Paula Novoa
nació un 08 de marzo de 1976 en San Antonio de Padua. Es profesora en Lengua,
Literatura y Latín (I.S.F.D. N°45, Haedo) y Licenciada en Lengua y Literatura
con orientación en análisis del discurso (UNLaM). Escritora de poesía.
Publicó: El
año que fui homeless, Cave Librum Editorial (2014) e Hija de mala
madre, Cave Librum Editorial (2016).
Actualmente
trabaja como profesora de Lengua y Literatura en escuelas secundarias del
municipio de Moreno.
*
Me pareció
haber atravesado un puente. Como los de Madison.
De qué
de qué
se vestirán los
puentes con la entrada
de la noche en
sus metálicos huesos.
¿Por qué
estelares fríos
serán
invadidos?
Allí ,en esos
pasajes
dónde el amor
jamás
podrá
perpetuarse .
¿Qué dirá el
árbol solitario
frente a
intemperie por el vuelo
intempestivo de
toda ala?
¿Qué no podrá
la fuerza del agua
llevarse
hasta la
próxima mañana ?
Cuánto las
vigas de los puentes
deberán pesar
para no caer
por el llanto ahogado.
A veces es
insostenible
la liviandad de
los cuerpos .
.
Insoportable
será el peso
de seres que se
miran
indefensos
entre pausas de silencio.
Cuánto
las vigas de
los puentes
deberán pesar
para sostener
la indefensión
del amor.
Qué aromas
y qué silencios
qué rumores de
palabras
el paso del
agua
llevarse no
podrá
cada mañana.
*De Adriana
Saliche. adrianasaliche@hotmail.com
Chivilcoy.
*
Ella estaba
acostada, oyó el ruido de la puerta al cerrarse, sintió las manos que la
recorrían. Freud dijo que uno no es responsable de sus sueños y recordando eso
fue más allá de lo que nunca hubiera imaginado. En la cama encontró una nota al
despertarse: "Sueña usted que es una maravilla, señorita, que sus sueños
no queden solo para su psicoanalista".
*De Cristina
Villanueva libera@arnet.com.ar
Inventren
Manos*
Se miró una vez
más las manos. Lo hacía constantemente en los últimos días. Desde lo del tren,
las sentía como algo ajeno, algo que en realidad no formaba parte de él pero
que estaba ahí, como una especie de entidad parasitaria, un virus que amenazase
con propagarse de forma fulminante al resto de su cuerpo, pero que, en
cualquier caso, no podía ser exterminado ni aislado. Sólo quedaba entonces una
especie de resignada desconfianza y ese gesto ya casi mecánico de contemplar
con insistencia sus propias manos como si en realidad fuesen las de un
desconocido, y hubiese que estar atento para saber qué hacía con ellas.
No puede
negarse que, después de lo ocurrido, las manos habían vuelto a comportarse
normalmente, sin apartarse un ápice de su rol establecido. Igual que antes de
ese frío día del carbón y los muchachos corriendo, sus manos tocaban,
aplaudían, acariciaban, sujetaban, escribían cartas y palmeaban espaldas como
siempre habían hecho.
Pero ese día,
cuando sus ojos vieron venir a los chicos corriendo (eran rostros de frío, eran
cuerpos de hambre, eran manos heridas de miseria, eran piernas enfermas de
injusticia, eran ojos de muertos que caminaban, de muertos que corrían en busca
de una pequeña brizna de esperanza, encerrada esta vez en ese negro carbón que
viajaba silencioso por las vías) las manos obedecieron órdenes que su cerebro
no había pronunciado. Con implacable lentitud montaron el arma, apuntaron,
hicieron fuego. Cuando el chico cayó al suelo, no hubo remordimiento. No podía
haberlo. Él no había hecho nada. Fueron las malditas manos, como gobernadas por
alguien que de repente hubiera asumido el control, quienes hicieron todo eso de
forma tan eficiente como rutinaria. Por eso ahora se mira tenazmente las manos,
como tratando de descubrir algo que sabe imposible. Por eso casi no duerme,
temiendo que alguna de estas noches las manos vuelvan a actuar por su cuenta,
temiendo que esas manos de otro se deslicen furtivamente por su pecho y sigan
subiendo, con infinito sigilo sigan subiendo hasta cerrarse blandamente en
torno a su cuello, privándole poco a poco del aire y haciendo que el sueño se
transforme en otra cosa aún más nebulosa, quizá un territorio de trenes y
muchachos famélicos con ojos de hambre antiguo buscando un poco de carbón para
calentarse en ese otro lado del que no se regresa.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
-Próximas estaciones de escritura:
PLOMER
-Por Ferrocarril Midland-
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE. FUNKE. LOS
EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN
JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR
GARCIA.
LA PLATA.
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM. 55. ELÍAS
ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL
BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO. ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA
SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO
MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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