*Dibujo de Erika
Kuhn.
*
hay algo que me
falta
que me ayuda a
prolongar el espacio
los mares
anaranjados me sumergen
un manto gira
para distraer
esferas
la obturación
genera espacios desconocidos
ayuda a detener
lo que se
modifica
adonde se
esconden los pájaros sin obstaculizar
me vacío hasta
el límite
un carretel
vertiginoso se descorre
*De Nestor
Cheb Terrab.
-Poema de “La
fauna de un topacio”. Viajera Editorial 2017
-Nestor Cheb
Terrab. Nació el 5 de febrero de 1960 en Buenos Aires, Argentina. Sonomana
es su primer libro de poemas, editado por Viajera, 2012.
Recientemente
su obra fue comentada en la antología Poetas sobre Poetas de editorial
Castalia.
En 2015
participó en los festivales internacionales de Zamora Michoacán (México) y en
el de Quetzaltenango (Guatemala). En 2016 estuvo en el Festival Internacional
de Poesía de Vittoria Gasteiz (España) y en el de Poesía Contemporánea de San
Cristóbal de las Casas en Chiapas (México).
Forma parte de
la antología de poetas contemporáneos de Lidia Vinciguerra con su poemario La
piel gruesa del mundo (2016). Participa de la antología Voces de América
Latina, compilación de la editora y escritora María Palitachi, con poetas
de 21 países de Latinoamérica.
UN CARRETEL VERTIGINOSO SE DESCORRE…
*
Dicen que sobre
los vidrios negros
escribía:
“concédeme un
caballo,
tengo los pies
pequeños
y llegará la
muerte antes que yo”.
Dicen que al
despertar, bajaba de su cama,
y arrastraba su
cabello por la casa
hasta llegar al
jardín.
Que se hacía
una trenza con la hiedra
más dura y las
flores caídas, dicen.
Que el día era
de sol y ruido.
Que cantaba
como si no importara.
Que no se
miraba los pies para no acordarse.
Que reía.
Y que cada
noche,
antes de
dormir, escribía:
“concédeme un
caballo,
concédeme un caballo,
concédeme un
caballo”
sobre los
vidrios negros.
*De Valeria
Pariso.
-Valeria Pariso nació en la
Provincia de Buenos Aires. Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el
nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana",
Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la
Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono
Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares.
En el año 2014
crea, en Bella Vista, un ciclo de poesía destinado a la lectura de poesía
contemporánea entre vecinos que continúa coordinando en la actualidad,
incluyendo fotografía a cargo de Karina Giglio y música a cargo de César Jorge.
Coordina
talleres de poesía.
Sus blogs:
El lugar de
nadie*
Mientras
avanzan a enfrentar a los soviéticos,
una agotada
tropa de soldados alemanes topan por accidente
con un pueblo
inocente y totalmente ajeno
a las noticias
de la guerra.
¿Dónde diablos
se encuentran?
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Mayo de 1941.
Hitler planeaba el acecho definitivo a la Rusia Soviética. En el fragor de la
Segunda Guerra Mundial las divisiones alemanas avanzaban con torpeza y con
incierto fervor en territorio enemigo. Las líneas rusas aún no se adivinaban en
el horizonte. Semanas atrás, en el frente más oriental, el agrupamiento
acorazado de Günter von Kleist –uno de los generales más prestigiados del
Tercer Reich– había tenido algunos escarceos que, a pesar de su intermitencia,
cobraron decenas de muertos y no pocos heridos. Los soldados, algunos de ellos
muy jóvenes, tenían poca experiencia en batalla. Quizás por eso, en las noches,
mientras acampaban en valles cuyo silencio creaba una vaga sensación de
infinito, compartían rumores sobre posibles deserciones mientras encendían con
ansia trémulos cigarrillos que conseguían de contrabando. El humo, entonces,
flotaba sobre sus cabezas y, en medio de las respiraciones y las miradas bajas,
parecía lo único vivo.
El general Von
Kleist miraba el cielo limpio de nubes y se acicalaba los bigotes. La estepa ya
había reverdecido aunque la magra altura de sus pastos, en algunas partes aún
amarillentos, dejaba entrever los daños de un feroz invierno. Cercano a las
élites del partido nazi, se decía que Von Kleist gozaba de los favores de
personajes como Goebbels, Hess y Göring. Sin embargo había algo en su carácter,
quizás cierto matiz taciturno en sus palabras, que parecía alejarlo de aquellos
hombres que buscaban cualquier pretexto para ordenar encarcelamientos y
asesinatos. Algunos decían que su única guía en tiempos de guerra era un patriotismo
ciego, fomentado desde temprana edad por un padre alcohólico que buscaba en los
saldos de la guerra un remedio a su ruina personal y económica. Hitler había
dado la orden de devastar los pueblos que encontraran a su paso: la tierra
debía ser quemada y los hogares destruidos para que no sirvieran de refugio. En
este escenario se movía el agrupamiento acorazado de Von Kleist que, con marcha
lenta, como un animal de sosegadas costumbres, buscaba las señales adecuadas
para empezar el ataque.
Von Kleist entró
a su tienda, se aflojó los cordones de las botas y miró su mapa: en el camino
habían quedado las ciudades de Lublin y Rovno con sus pilas de cadáveres en
precario equilibrio, asediadas por voraces moscas. Aún quedaban en la memoria
las fosas excavadas con prisa, agujeros que, a la distancia, semejaban una
herida viva que mezclaba cuerpos de aliados y enemigos. Reemprendieron la
marcha. Después de un par de jornadas, en las inmediaciones de un bosque,
encontraron la fuerte resistencia de una dispersa pero determinada unidad rusa.
Los soldados probaron su valor aunque los rusos se replegaron aprovechando su
conocimiento del terreno. El combate se prolongó hasta el anochecer. Avanzaron
penosamente entre la espesura y los restos incendiados de algunas cabañas. A lo
lejos se veían ráfagas luminosas de metralla que eran más una advertencia que
un intento serio de menguar las fuerzas enemigas. Kleist recibía noticias desde
Berlín: en poco tiempo tendría refuerzos; su deber era abrir camino y debilitar
al enemigo antes del embate final. El día siguiente transcurrió sin novedades.
Kleist encomendó a Voggel, uno de sus subalternos más cercanos, que formara un
grupo de soldados para ir a las aldeas vecinas a buscar pertrechos y comida.
Los elegidos dejaron sus mochilas para viajar ligero y partieron en dirección
al oeste. Sus siluetas vadearon unos matorrales hasta desaparecer por completo.
Regresaron con las manos vacías. El cielo, después de algunos días limpios, fue
habitado por nubes.
Los combates
siguieron aunque fueron cada vez más escasos. El nervio recorría los cuerpos de
los soldados. A veces disparaban en vano ante la sombra proyectada por un
animal furtivo. ¿Detenerse a prender un cigarro podría alejarlos del camino de
una bala perdida? ¿Aquella mirada que se entretenía en la rama de un árbol era,
en realidad, el fugaz presentimiento de estar en la mirilla de un tirador
solitario? Muchos se refugiaban en un silencio casi sólido que parecía moldear
los rostros y volverlos más viejos. A pesar de los esfuerzos no pudieron
diezmar al enemigo cuyos pasos parecían no tener peso. Avanzaron sin muchos
problemas un par de kilómetros. Los combates desaparecieron. Sólo quedaba la
amenaza enturbiando los pensamientos. Las comunicaciones fueron cada vez más
esporádicas con el mando central que afirmaba, sin pruebas muy contundentes,
que el enemigo estaba por retomar posiciones para un nuevo ataque. Debían
esperar en el sitio hasta recibir órdenes. Von Kleist desconfiaba de los planes
de sus superiores y tenía miedo de un ataque sorpresa fruto del espionaje.
Algunos soldados temían que los estuvieran utilizando como carnada de una
secreta estrategia. Varados, sin oportunidad de mostrar su valor ante un rival
demasiado evasivo, casi inexistente, consumían el tiempo en verificar sus
armas, leer diarios atrasados y contar a sus compañeros la vida que habían
dejado atrás: mujeres y niños que esperaban su regreso en pueblos que no
aparecían en los mapas. Von Kleist miraba el horizonte y después, solitario en
su tienda, diseñaba en silencio, amparado por el breve calor de una lámpara,
maniobras militares que parecían meros ejercicios de ficción, cartografías
imaginarias para apaciguar el ansia de su mente. Más tarde iba a la cama y en
sus sueños Europa ardía en una fogata inmensa cuyas lenguas de fuego llegaban
hasta el cielo y hacían hervir los océanos de la tierra. Un día, harto de
esperar, llamó a Voggel y a diez de sus soldados más confiables. Se alejaron
unos metros del campamento. A lo lejos se veía una colina cuya cima se asomaba,
indecisa, entre nubes bajas. Von Kleist les dijo que si ascendían quizás
podrían vislumbrar la retaguardia de alguna división rusa movilizándose hacia
el norte para unirse al frente. Con más devoción que argumentos los arengó
diciéndoles que la gloria podría ser para su ejército y para el Tercer Reich.
Hicieron los preparativos para salir el día siguiente y recorrer la ruta del
bosque para no ser descubiertos por el enemigo en campo abierto. La nota en la
bitácora oficial, escrita con parcas referencias que intentaban destacar el
carácter ineludible de la tarea, indicaba un reconocimiento del terreno para
tomar providencias en caso de un ataque sorpresa.
Se despertaron
temprano y caminaron en silencio, acompañados por sus respiraciones que se
hicieron trabajosas cuando encontraron las primeras dificultades en el terreno.
El calor arreciaba. Algunos insectos siseaban entre las piedras. Casi no
hablaron en el trayecto. A veces se detenían, alertados por el canto de un pájaro,
pensando en una emboscada. Después de un par de horas de caminata llegaron a la
cima. Del otro lado se vislumbraba una superficie plana y homogénea. No había
ningún punto de referencia, alguna señal que indicara los pasos del enemigo.
Tampoco, por más que miraron por los binoculares, encontraron restos de
edificaciones. La colina parecía una isla rodeada de un verde impreciso, como
el difuso brochazo en una pintura inacabada. Decepcionados por postergar el
enfrentamiento inspeccionaron por última vez y emprendieron el camino de
vuelta. El sendero era fácil de seguir aunque el sol permanecía alto y hacía
penosa la marcha. A ratos bebían de sus cantimploras. Von Kleist intentó llamar
al campamento para avisar de su regreso, pero el equipo de comunicaciones
emitía una señal inestable que, en el mejor de los casos, generaba estática.
Al filo del
mediodía llegaron a las cercanías del campamento. Cuando entraron al claro en
el bosque vieron que no había rastro del ejército. No encontraron hombres, ni
tanques, ni las huellas de las estacas que habían servido de ancla a las
tiendas. Al inicio pensaron que habían llegado a un lugar distinto. Tal vez el
calor y la prisa por regresar los habían hecho tomar un sendero erróneo. Sin
embargo, Voggel identificó un arce de abundantes ramas en cuyo tronco seguían
las marcas que habían dejado para instalar las tiendas. También creyó ver, en
una superficie lodosa, el paso reciente de una batería antiaérea. Deambularon
desconcertados. Alguien dijo que los rusos habían masacrado al ejército entero,
sin embargo, no encontraron un solo casquillo, las ruinas de un tanque o un
cadáver que sustentaran su teoría. Tampoco percibieron ese olor a carne quemada
que causaba náuseas y cuya fuerza quedaba indeleble en la memoria de los que lo
percibían por primera vez. Todo lo vivido, desde la salida de los cuarteles
hasta la llegada a aquel páramo desolado, parecía un espejismo, una broma
increíble de la memoria. Los soldados deambularon un rato en las cercanías
mientras Von Kleist se enfrascaba en elucubraciones cada vez más fantásticas.
La tarde se derramaba entre las ramas de los árboles más altos y un limo azul
se fundía en el horizonte. Calentaron en una fogata los últimos sobrantes de
comida y temieron que su futuro se pareciera a las vivas ascuas que disminuían
su fuerza hasta volverse ceniza. Esbozaron otras probabilidades. Quizás la
tropa había sido desbandada por el enemigo en un ataque sorpresa o tal vez
habían seguido un señuelo que los habría llevado a una emboscada. Pero cada suposición
se revelaba inútil al paso del tiempo: movilizar a toda la tropa en pocas horas
era un ejercicio imposible. Von Kleist caviló en silencio y, después de unos
minutos, con voz acre que no podía disimular la incertidumbre, les dijo que
pasarían la noche en ese lugar y que, apenas clareara la mañana, irían en busca
del resto del ejército. Los diez se cubrieron con sus abrigos y esperaron en
silencio.
Al siguiente
día se pusieron en marcha: seguirían bordeando el bosque hasta llegar a un río.
Según el mapa, había dos o tres poblaciones cerca. Von Kleist confiaba en que
estuvieran bajo el control nazi. Los soldados pensaron, sin atreverse a
insinuarlo, en la posibilidad contraria. Las frentes sudaban. El camino parecía
idéntico al de la jornada anterior. Después de mediodía encontraron el río.
Llenaron las cantimploras y aprovecharon para descansar. Retomaron la marcha
con las fuerzas disminuidas. En poco tiempo tendrían que buscar comida. Las
armas y las botas pesaban más. Entonces, cuando el crepúsculo comenzaba a
aparecer en el horizonte, descubrieron un pueblo pequeño, quizás algunas
docenas de casas. No se veía ninguna señal de presencia militar. Seguramente el
lugar era poco estratégico y había sido olvidado por la lucha.
Von Kleist
encomendó a Voggel que investigara más. El soldado se quitó la parte superior
del uniforme y se quedó con una playera blanca y una camisa a la que
previamente le había despojado las enseñas militares. Se internó por las calles
desiertas, malamente iluminadas por la escasa luz del sol. Unos minutos pasaron
para que distinguiera el resplandor amarillo de una taberna. Algunos cantos
caldeaban el ambiente y llegaban hasta la calle. El ánimo festivo contrastaba
con la devastación que imperaba en gran parte de Europa. Voggel pensó que valía
la pena el riesgo y se acercó para averiguar. Volátiles murmullos se confundían
y pudo escuchar palabras en ruso, en ucraniano y en dialectos ininteligibles
que remitían a los antiguos cosacos de la zona. Voggel pensó, no con poco
temor, que cualquier habitante del pueblo podría dar la voz de alarma al
descubrir a un soldado alemán deambulando entre ellos. Iba a volver para dar la
noticia a sus compañeros cuando la puerta principal se abrió. Una mujer rubia
lo saludó en ruso y le preguntó si iba a entrar. Voggel, tratando de ocultar su
nerviosismo, asintió en silencio y caminó tras ella. Su ruso era limitado,
apenas algunas frases que había escuchado cuando era asistente de un alto
oficial de la Gestapo. Recordó a los prisioneros rusos, interrogados hasta el
cansancio, clamando por piedad antes de ser objeto de las más variadas
torturas. Se refugió en un extremo de la barra mientras buscaba en su mente
pretextos para evitar algún contacto con los parroquianos. Trató de captar el
mayor número de detalles antes de enfilar a la salida: una decena de mesas
ocupadas por hombres que tenían más pinta de campesinos que de combatientes
encubiertos. Una pequeña orquesta acompañaba el convite. Las cervezas
espumeaban en sus tarros. Un gato pardo se paseaba con pereza entre las mesas.
Debían ser ucranianos, rusos y algunos ruidosos gitanos. La mujer rubia –en ese
momento descubrió que era una de las meseras– lo volvió a abordar y, por lo que
pudo entender, le preguntó qué bebida quería. Él hizo gesto de excusarse y
farfulló una torpe disculpa en ruso. Ella adivinó el acento y le dijo que
seguramente venía de muy lejos. Él mintió y le dijo que visitaba el pueblo con
unos amigos. Eran todos civiles y venían huyendo de la guerra. La mujer lo miró
con extrañeza y afirmó que no había guerra ahí ya que el pueblo estaba en paz
desde hacía muchos años. Voggel pensó que el aislamiento del lugar era tal que
no habían recibido noticias de la guerra. Sin embargo, no podía confiarse ya
que en cualquier momento avistarían algún avión o recibirían algún telegrama
informando de las batallas. Se despidió antes de pedir algo y regresó por las
calles, cuidando de que nadie lo siguiera.
Von Kleist y
los otros ocho soldados escucharon, incrédulos, las palabras de Voggel. Algunos
pensaron que la rubia mentía. Otros, poniendo en entredicho su valor militar,
le pidieron a Von Kleist que se dispersaran antes de ser linchados por el
pueblo. Indecisos y frustrados agotaron sus últimos cigarros. Von Kleist les
dijo que tendrían que esperar en los márgenes del pueblo, a una prudente
distancia y entre los árboles, a que amaneciera. La luna estaba oscurecida por
espesas nubes. Organizaron guardias para poder dormir y reparar fuerzas. La
madrugada transcurrió silenciosa y sin novedades. Las primeras luces de la
mañana llegaron y se pusieron en pie, con los miembros entumidos y con renovada
hambre.
Caminaron
intentando reconocer el sendero que habían utilizado el día anterior. Sin
embargo, después de un par de trabajosas horas, no encontraron alguna seña
familiar. El bosque se extendía y parecía no tener fin. Las ramas de los
árboles eran un entramado que impedía vislumbrar la lejanía. Von Kleist, ante
la inquietud de la minúscula tropa, ordenó que se detuvieran. Consultaron
mapas, probaron la brújula y trataron de utilizar el equipo de comunicación que
seguía emitiendo un zumbido. Un soldado dijo que, sin alimentos, sería inútil
aventurar exploraciones más ambiciosas. El comentario fue recibido con un
silencio que, conforme pasaron los segundos, dio paso a tímidos gestos de
aceptación. Von Kleist pensó en la poca gloria de un ejército desaparecido, con
sus últimos integrantes deambulando, medio muertos de hambre. Casi podía
imaginar sus cuerpos engullidos por el bosque, festín para gusanos y carroñeros
más grandes. Les dijo que Voggel podría regresar al pueblo y obtener algunos
bastimentos. Los demás esperarían a una distancia segura y aprovecharían el
tiempo para decidir qué hacer. El riesgo era grande pero el hambre era acicate
suficiente para emprender la vuelta. La tropa regresó. El suelo cubierto de
hojas parecía amplificar sus penosas respiraciones. El sol ya estaba alto
cuando divisaron las primeras casas. Voggel volvió a quitarse las insignias y
enfiló a la calle principal.
Esperaron cerca
de media hora su regreso. La única esperanza era la simpatía que Voggel había
despertado en la mujer y que, efectivamente, la gente del lugar ignorara la
guerra. El soldado regresó con un poco de carne curtida, algunas legumbres y
varias latas de conservas. Les dijo que no había encontrado a la mujer pero que
el dueño de la taberna, que vivía en el segundo piso del negocio, le había
ofrecido comida después de escuchar la historia de un grupo de civiles huyendo
de una guerra. Comieron con ansia y, una vez satisfechos, comenzaron las
especulaciones. Alguien mencionó la posibilidad de someter al pueblo y
obligarlos a confesar la verdad. Otro más apuntó que quizás tendrían algún
sistema de comunicación que ellos podrían utilizar para contactar, en secreto,
a las tropas alemanas. Un tercero, escéptico, dijo que el pueblo debería
carecer de cualquier radio o telégrafo ya que no estaban al tanto de la guerra.
Von Kleist interrumpió estas suposiciones: tantas posibilidades lo mareaban.
Extinguió su cigarro con el tacón de su bota derecha y les dijo que tendrían
que ser cautos, aprovechar la situación hasta poder tomar decisiones seguras.
Después ordenó que se quitaran las enseñas militares y cualquier indicio que
los identificara con el ejército del Tercer Reich. Pronto todos estuvieron con
camisas blancas. Enterraron las pistolas (Voggel guardó una por si acaso) y se
aseguraron de reconocer el paraje para ubicarlo rápidamente. Se internaron por
las calles del pueblo y llegaron a la taberna. Ahí, frente al tabernero, la
mujer rubia y un maestro de escuela que sabía alemán y que servía de intérprete
a los curiosos y parroquianos que aumentaban en número, hablaron de Hitler, del
ascenso al poder del Partido Nacionalsocialista y del advenimiento de una época
dorada con el triunfo del Tercer Reich. Sin embargo, ante las referencias sólo
había negativas e, incluso, gestos de incredulidad. No quisieron insistir. Esa
noche, por invitación de los aldeanos y después de debatirlo en secreto varios
minutos, se quedaron en tres cuartos habilitados en el segundo piso de la
taberna. Las suspicacias disminuyeron aunque hubo algunos que no pegaron el ojo
pensando en que serían traicionados por sus anfitriones. El día siguiente Von
Kleist mandó a tres soldados a que hicieran un nuevo intento por reconocer el
terreno y encontrar señales aunque fueran del enemigo. Los hombres regresaron
fatigados y sin novedades. Con más confianza, solicitaron mapas de la zona. El
maestro les ofreció un par y un pequeño atlas de páginas carcomidas. Ahí estaban
el accidentado curso del río y la cima a la que habían llegado. Sin embargo,
alrededor de esas mínimas referencias se extendía una zona indefinida
constelada por nombres –pequeñas aldeas, parecían– que no les decían nada. Los
mapas no abarcaban territorios lejanos y el maestro, tratando de mitigar el
desconcierto de sus invitados, les dijo que estaban enterados de la revolución
de 1917 por algún viajero que había llegado por azar a los límites del pueblo,
pero que el imperio soviético desconocía su existencia o, simplemente, eran
irrelevantes para ellos. Con el paso de las generaciones habían logrado la
autosuficiencia y el escaso comercio que realizaban era con pastores y nómadas.
Los soldados
pronto esbozaron algunas palabras en ruso y se integraron paulatinamente a la
vida del pueblo. Alguno, incluso, comenzó a coquetear con la mesera rubia.
Voggel ayudaba a administrar la taberna y un cabo puso en práctica su
experiencia como herrero. Von Kleist, en las noches, buscaba alguna frecuencia
en el equipo de comunicación que había traído del bosque. Decidieron que, por
el carácter pacífico del pueblo, no convenía regresar por las armas.
Transcurrieron los meses. Cuando se acercó el invierno ya habían perdido las
esperanzas de regresar a la guerra y recuperar sus vidas. Algunos, quizás la
mayoría, parecían conformes con su suerte. Von Kleist conservaba su autoridad
aunque fuera más moral que castrense. Guardó la brújula más como un amuleto que
como una herramienta. El grupo se reunía una vez a la semana para intercambiar
opiniones y rememorar, en confianza, su pasado. Una de aquellas veces, después
de que Von Kleist se había retirado para dormir, uno de los soldados refirió a
sus compañeros que había creído ver, en uno de los callejones del pueblo, a uno
de los hombres del agrupamiento desaparecido. Unos segundos de silencio se
extendieron después de la confesión. El soldado pensó que sus compañeros se
burlarían y agachó la cabeza. Sin embargo, poco a poco, se sucedieron
experiencias similares. Las voces, al inicio inseguras, comenzaron a
reconstruir, entre los rostros y palabras de los aldeanos, a algunos de los
hombres que los habían acompañado contra los rusos.
*Fuente: http://s80m1.com/el-lugar-de-nadie/
-Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros
de cuento Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras
(SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional
de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos
(Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina,
GQ, Letras Libres y el
suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica
y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de
minificción.
Frágil…*
este poema
contiene
la fruta azul
del secreto!
Voy a
desprender palabras de árboles altos,
del mar, del
amor y de vientos
para aquella
niña leve
-niña de
escarcha y silencio-
No he perdido
su nombre ni sus calles ni su sed
y mi sangre los
protege.
Fluyo hacia los
huecos de la verdad que eras
cuando tenías
el sutil poderío de los sueños.
Como tus ojos
todavía me navegan
voy hacia ti,
me nazco de oscuras cobardías.
Cerremos la
puerta, los relojes nos acechan
una vez más,
comulguemos del fruto azul, ése
que nos enseñó
secretamente, para subsistir,
el poema.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
*
Observo
mi cuerpo,
la sombra de mi
cuerpo extendida en la tierra,
esa porción de
mundo
que no es mía y
me apropio
tapando el sol.
Mi oscuridad es
otra;
lo que espera
en la calma del viento,
inasible
como el polvo
suspendido en el aire.
Lo que hace
hermosa la carne,
me digo,
es la
fragilidad.
Mi cuerpo,
que aún huele a
fruto devorado en la tarde,
aprende a ser
leve y fugaz.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
*
Estoy parada
frente al espejo del baño más pequeño de mi casa. Apoyo el vientre sobre el
lavatorio, dejándome caer sobre él. Con los dedos en el pelo, anudo sin lógica
mechones caprichosos, desnutridos. Me veo pálida por el sueño entrecortado,
ojerosa y con la mirada más allá del espejo.
Una molestia
punzante en el dedo medio del pie izquierdo.
Un sobresalto.
Los dedos, todos, teclean sobre mis sandalias.
Intento así
alejar las feas sensaciones. Una mordida profunda en el dedo medio del pie
izquierdo, más bien el picor de una mordida o su imagen mental. No hay sangre
ni posibilidad de comprobarlo.
Abstraída,
todavía apoyada en el lavatorio, continúo inmóvil.
Apenas muevo
los dedos y los brazos, pero no puedo cambiar de sitio. Estoy estacada al
suelo.
Siento la
mordida de un bicho. Bicho mordaz que aun espantando al pensamiento, salió de
mi mente y me hizo el favor de irse por la rejilla del baño, para traerme de
vuelta a mi peinado, a mis ojos, a mi letargo.
(Texto que abre
Intemperie)
*De Lorena
Suez. lorenarsuez@gmail.com
-Publicó Intemperie
por Viajera Editorial 2017
Inventren
Oráculos*
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Me leyeron las
líneas de la mano en La Plata. Los posos del café en Villa Mercedes. Una mujer
sumamente vieja y delgada, cuyos ojos refulgían como diminutos diamantes de
fuego, me echó las cartas en un oscuro tugurio de Buenos Aires.
Todas las
predicciones auguraban lo mismo: Debía ir a ese lugar. Tal coincidencia me alarmaba.
Las razones nunca estaban claras. Unos decían una cosa, otros, la contraria;
los más, esgrimían la consabida excusa de que la adivinación no es una ciencia
exacta y de ese modo eludían dar mayores explicaciones.
Les cuento lo
más curioso: yo nunca creí en esas patrañas. Fue una amiga quien me persuadió.
¿Qué mal podía hacerme? -preguntó, con esa convicción inocente de la que sólo
ellas son capaces. Así pues, lo hice únicamente por complacerla (y de paso, me
dije, tal vez ella, alguna de estas noches...)
Si la primera
adivina (su cuchitril era un arquetipo de consulta esotérica engañabobos, con
gigantescas cartas de tarot en las paredes, a modo de cuadros, y una bola de
cristal sobre un tapete de terciopelo negro, colocado encima de la mesa
hexagonal que ocupaba el centro de la sala, sobre la cual había una lámpara de
gran potencia. El resto del cuarto estaba a media luz, para realzar el
misterio, supuse) no hubiese mencionado el nombre, la cosa hubiese terminado
ahí. Un juego inocuo, una frivolidad más entre tantas otras. Pero lo hizo. Y
luego me miró, leyendo en mis ojos una intranquilidad que le animó a seguir por
ese camino. Cuando salimos (mi amiga me acompañaba), mis comentarios acerca de
esos lugares de adivinos y mi risa forzada provocaron su curiosidad. Algo había
sucedido allá adentro y ella era consciente. Le conté lo sucedido (realmente no
todo, sólo lo necesario. Tampoco es cuestión de airear chismes de otro tiempo)
y dije que sólo se trataba de una casualidad, pero no quedó convencida. Propuso
visitar otro sitio. Ella se ocuparía. Conocía gente. Yo aparentaba estar
tranquilo, pero algo había permanecido dando vueltas en mi interior. Así que,
entre risas, y sólo por contentarla, volví a aceptar.
La segunda vez
fue en Morón. A Rebeca (mi amiga) le hablaron de un hombre anciano, recluido en
una casa a las afueras y cuyo contacto con el resto de los vecinos era muy
escaso. Se dedicaba a algo llamado libanomancia, un rito mediante el cual se
puede adivinar a través de la observación del humo. Jugar con fuego no me
atraía en absoluto, pero ya había dado mi consentimiento previo, así que no fue
posible echarse atrás. Fuimos hasta allí, vimos cómo el viejo juntaba un montón
de ramas secas y las encendía, sentándose luego junto a la hoguera e invitándonos
a imitarle. Mientras aguardábamos, él contemplaba el humo, muy atento. Quizá
para hacernos más llevadera la espera, nos estuvo hablando de su especialidad
(también llamada capnomancia o ignispecia) y de los múltiples éxitos cosechados
en más de cuarenta años de práctica. En un momento dado, enmudeció, me miró con
una expresión severa y nombró el sitio. Después nos rogó que nos marchásemos.
Dejé unos billetes sobre la mesa de la cocina y salimos a la brisa del
atardecer. Mi amiga callaba. Dos veces no podía ser una mera coincidencia.
Pero si por un
momento pensé que la cosa iba a terminar ahí, no conocía bien a Rebeca. Unos
días después se presentó en mi casa, me obligó a vestirme con prisa, nos
metimos en el auto y condujo hasta Quilmes. Allí nos recibió Madame Cheirét (o
Chouriet, o algo similar). Su técnica era la fisiognomía. Esta especialidad
consiste, según me fue explicando Rebeca durante el viaje, en el estudio de las
cabezas y las caras. La mujer, ciertamente amable, me ofreció asiento en una
silla antigua. Después, se colocó frente a mí, en un sillón situado sobre una
especie de pequeña tarima, y se puso a mirarme con insistencia y atención. De
cuando en cuando, se levantaba y pasaba sus manos por mi cabeza o mi rostro,
como para comprobar la veracidad del testimonio ocular. Me sentía terriblemente
incómodo, pero Rebeca estaba radiante. Aguanté casi una hora entera. Después,
escuché la palabra que no deseaba (pero temía) oír, pagué, nos despedimos.
Regresamos a la ciudad.
“En Rosario hay
un tipo que se dedica a la grafomancia”, dijo Rebeca por teléfono dos días más
tarde. “Mañana vamos”, contesté. Mientras yo trataba de fijar una cita para esa
misma tarde (cine, cena y unas copas cómplices), ella me explicaba con detalle
la “ciencia” en cuestión: Se trataba, según entendí, del estudio de la
escritura. Tamaño, forma, inclinación, todo eso. No hubo más discusión. No oyó
(u simuló no haber oído) mis razones, casi súplicas, para vernos esa misma
noche.
Al día
siguiente viajamos hasta Rosario. En tren. No me apetecía conducir tantas horas
y, de paso, tenía la esperanza de quedarnos allí a pasar la noche y, ¡quién
sabe! El Doctor Morales –tal era el nombre del grafomante- vestía una bata
blanca cuando nos abrió la puerta de su estudio, un lugar atiborrado de objetos
de diversa índole, muchos de los cuales desentonaban entre sí, dándole al lugar
el aspecto de un trastero, un almacén de antigüedades o la vivienda de un
demente. De entrada, me incliné por esta última posibilidad. El tipo nos
condujo, a través de aves disecadas, aparatos de radio estropeados y muebles
con irreparables desperfectos, hasta su despacho, no muy diferente, en
realidad, de lo que habíamos dejado atrás, salvo por la luz, más nítida.
Me sentó a una
mesa –previo desalojo del montón de objetos amontonados sin orden sobre ella- y
me conminó a escribir. “Cualquier cosa”, dijo. “Da lo mismo si es una idea,
unos versos de Dante o una colección de chistes sobre gallegos. Usted escriba.
Para ponérselo más fácil, esperaremos aquí al lado. Cuatro o cinco folios
bastarán. Lo dejo a su elección”. Después de proveerme de unas cuantas hojas de
papel en blanco, lapiceros y una botella de agua, el doctor desapareció con
Rebeca por una puerta diferente a la utilizada para entrar. Sospeché que
conducía a la casa, a sus habitaciones. Sentí una cruel punzada de celos, cuyo
aguijonazo aplaqué escribiendo casi furiosamente.
No me seducía
la idea de dejar allí constancia de mis ideas, así que recurrí a los clásicos.
Recordaba pasajes del Decamerón, del Quijote, de La Ilíada. También el cuento
Ante la Ley, de Kafka. La rememoración de esos textos, leídos tantas veces en
la soledad de mi cuarto, me sirvió para olvidar dónde estaba y qué estaba
haciendo –y, sobre todo, el temor infundado de que, en ese mismo momento, el
supuesto doctor y mi adorable Rebeca estuvieran demasiado juntos-. En el cuarto
folio redacté dos sonetos de Borges y el quinto lo usé para reproducir El
espejo que huye, relato de Giovanni Papini. Sin omitir una coma. Lo conocía de
memoria.
Tardaron más de
hora y media en regresar. Para entonces ya había usado otros tres folios,
dejando en ellos fragmentos dispersos de Lugones, Poe, Chéjov y Pablo Neruda,
el poeta con mayúsculas, como le llamaba cariñosamente uno de mis alumnos.
Morales tomó asiento frente a mí y se abismó en la lectura de mis garabatos. Mi
amiga se colocó justo detrás de él, leyendo por encima de su hombro. Yo la
miraba con amargura y también un poco de ira, pero ella no me prestaba
atención, concentrada como estaba en la contemplación de los folios escritos.
Deseé estar lejos. Aunque fuera en ese lugar al que todas las señales parecían
ligar mi futuro. El “doctor” tomaba notas, subrayaba algunas palabras, hacía círculos
rojos alrededor de párrafos enteros. Yo esperaba el veredicto sin interés. La
voz de Morales pronunció el nombre como una sentencia. Al oírlo, el rostro de
Rebeca resplandeció, o eso creí ver. Fue sólo un chispazo, pero esa sonrisa
borró de un plumazo mi malhumor. Caminamos charlando hasta un hotel. El
conserje nos recibió con suma amabilidad. Hubo suerte (sin duda apoyada por el
billete que deslicé con disimulo sobre el mostrador de recepción): Había, en
efecto, dos habitaciones contiguas con puerta de comunicación interior.
En la cena me
mostré encantador, conseguí que Rebeca tomase un par de copas de champán tras
el postre, le prometí un nuevo viaje para la semana próxima: iríamos a ver al
siguiente de su lista (a esa altura ya había confeccionado una vasta nómina de
“especialistas” en asuntos esotéricos), pero la puerta de comunicación
permaneció cerrada toda la noche. No dormí bien. En la madrugada, creí oír un
ruido. Fui hasta la puerta con la esperanza de que ella, por fin… Traté de
girar el pomo con precaución, mas no se movió ni un milímetro. Decepcionado y
triste, volví a la cama y caí en un sueño entrecortado, repleto de imágenes
tenebrosas. En medio de dos pesadillas, me juré terminar con todo aquello de
inmediato.
En el desayuno,
Rebeca me anunció que debía permanecer en la ciudad un par de días, trámites
burocráticos para su madre, quien no andaba bien de salud. El viaje de vuelta
fue una tortura. Me encerré en casa y juré no volver a salir en mi vida. Leí
furiosamente, escuché música a un volumen que mis vecinos seguramente juzgaron
excesivo, jugué al ajedrez contra un rival imaginario, ordené toda mi colección
de sellos antiguos. No habían pasado tres días cuando Rebeca se presentó en mi
puerta, se declaró asustada ante mi aspecto, me obligó a tomar una ducha,
afeitarme, vestirme “decentemente” y acompañarla a un sitio. “Es una sorpresa”
dijo. Esa energía suya siempre me desarma, así que obedecí. Sin la menor
objeción.
Todos padecemos
adicciones. Sean graves o insignificantes, nos acompañan a lo largo de nuestra
vida y, a veces, ni las percibimos. Puede ser el alcohol, las drogas, el sexo,
el ego –la más común y menos diagnosticada-, el chocolate o las bebidas dulces.
En esa ocasión, mientras íbamos hacia Trelew, para visitar a un experto en
ornitomancia (observación de las aves), descubrí que la adicción de Rebeca eran
los gabinetes esotéricos. Y me arrastraba tras ella como a un perrito, con la
excusa de hacerme un favor: era yo quien necesitaba “consejo espiritual”. El
asunto resultaba muy extraño –no voy a negar lo evidente-, y mi curiosidad
crecía con cada nueva respuesta afirmativa. Pero ¿quién necesita conocer el
futuro? Bastante tenemos con soportar el peso del pasado y vivir lo mejor
posible el presente.
En Corrientes
fue la enomancia (lectura de símbolos en el vino).
En Mendoza la
numerología.
En Luján, la
sicomancia, que utiliza hojas.
Fueron semanas
de viajes, escenas sacadas de películas en blanco y negro, habitaciones
contiguas pero siempre separadas y esperanzas renovadas por la mañana, que veía
arder cada noche en el fuego glacial de la soledad. La boca de Rebeca era una
promesa eternamente pospuesta. Y el dinero empezaba a menguar de forma
alarmante.
En Bahía
Blanca, botanomancia (como se deduce del nombre, usa las plantas).
Xilomancia
(madera) en Paraná.
Aluromancia
(adivinación practicada con harina) en Junín.
Se ha dicho que
la locura es hacer siempre lo mismo esperando un resultado distinto. Nosotros
hacíamos justo lo contrario: Probar diferentes medios y obtener un mismo resultado.
Llegó un momento en que ya parecía imposible la existencia de otra respuesta.
Si eso hubiera sucedido, si se hubiese producido un cambio, tanto Rebeca como
yo nos hubiéramos quedado atónitos y, con seguridad, hubiésemos pedido la
repetición de la prueba.
Bibliomancia en
Córdoba (El libro utilizado fue La Eneida, de Virgilio. Así solían hacerlo, se
nos explicó, los romanos).
En Catamarca,
ceromancia (se usa la cera de una vela).
Si al principio
nos guiaba la búsqueda de una comprobación, ahora era más bien la esperanza del
error: que en una de esas gravosas visitas, alguien pronunciase otro nombre,
abriendo así una ventana a otra realidad, un agujerito minúsculo por el cual
escapar de esta condena que se cernía, implacable, sobre mí.
Aeromancia (observación
de los fenómenos atmosféricos) en Salta.
Tarot en
Resistencia.
Al borde de la
extenuación y la ruina, Rebeca insinuó una última posibilidad: En un lugar
llamado La Serena, en Chile, existía un viejo cuya habilidad consistía en
interpretar los signos de la arena. Tras dos horas caminando por la playa,
agachándose de cuando en cuando para observar algún dibujo más de cerca, el
anciano meneó la cabeza: Su dictamen fue implacable.
Era el último
viaje. O más bien el penúltimo. Faltaba uno, naturalmente. Yo ya no tenía ni
para gasolina. A la vuelta, vendí el auto y fui a la estación. Saqué dos
pasajes para Ingeniero Williams y llamé a Rebeca, pero no obtuve respuesta. Dos
días estuve telefoneando sin resultado. Fui a su casa, pero la portera sólo me
informó, secamente, de su ausencia y no condescendió a dar más explicación. Me
miraba con desconfianza. Pensé en contactar con la policía y denunciar su
desaparición, pero algo me urgía más: Terminar con eso que me estaba calcinando
por dentro. A la mañana siguiente, tomé el tren hacia Ingeniero Williams.
Hice la mayor
parte del viaje dormido. O abstraído. Al llegar, bajé del vagón con un
sentimiento de derrota en mi ánimo. Como si los fantasmas del pasado me
hubiesen obligado a regresar. “¿Y ahora?”, me pregunté. En la estación no
parecía haber nadie más, lo cual me contrarió, porque charlar dos minutos con
el encargado o un viajero cualquiera, me hubiera servido para serenarme. Para
sentir el suelo bajo mis pies.
Me senté en un
banco, al sol. Recordé, como había venido haciendo durante esas últimas
semanas, las escenas de veinte años atrás. Quise razonar que tal vez este
regreso era mi expiación. Sin duda, no estaba preparado para lo que ocurrió a
continuación.
De un rincón en
penumbra, a mi derecha, a unos diez u once metros, surgió una voz que no pude
dejar de reconocer.
- Te estaba
esperando.
Pensé que se
trataba de un espectro, pero el contorno del hombre de quien provenía el sonido
parecía muy sólido. No podía verle el rostro (¿era realmente necesario?). Sólo
el gabán, el sombrero, los zapatos. Las manos enguantadas.
- Te creía
muerto – respondí, con un aplomo que no hubiera supuesto.
- He esperado
mucho tiempo –dijo, como si no me hubiera oído.
- Veinte años –
susurré.
- Veinte años –
repitió él, como un eco acusador.
Podría
excusarme alegando que lo ocurrido entonces fue accidental. Que yo no pretendía
su ruina ni seducir a su mujer. Y mucho menos hacerle daño a él, a quien
consideraba un buen amigo. Simplemente ocurrió así. Sólo defendía mis
intereses. Eran las reglas. Pero incluso a mí, tras tanto tiempo, todo eso me
sonaba a palabrería sin sentido. Había llegado la hora de la venganza y yo
estaba dispuesto a dejarme matar sin una sola queja. Me parecía justo.
Fue entonces
cuando percibí el perfume. Miré hacia el rincón. Tras la sombra del hombre,
había otra, más pequeña, casi imposible de ver desde la zona soleada donde yo
me encontraba. Y lo comprendí todo. Sin decir palabra, fijé la vista en el
suelo, ante mí. Otro tren acababa de llegar. Iba en dirección contraria. Nadie
bajó. Oí pasos a la derecha. Cuando miré, en el rincón no había nadie. Por un
instante, aún tuve la esperanza de haber sufrido una alucinación provocada por
el sol. Pero al volver la vista pude ver, como en un destello, un abrigo de
mujer desapareciendo en el interior del vagón. La puerta se cerró y el tren
echó a rodar sobre las vías. La estación quedó desierta. Pronto, el sol se
pondría y la noche austral lo invadiría todo.
-Próximas estaciones de escritura:
PLOMER
-Por Ferrocarril Midland-
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE. FUNKE. LOS
EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN
JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR
GARCIA.
LA PLATA.
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM. 55. ELÍAS
ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL
BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO. ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA
SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO
MIDLAND.
InventivaSocial
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