domingo, septiembre 03, 2017

AL OTRO LADO DE LA ESPESURA…



*Foto de Karina Giglio.












Escafandra de mí *




Desde la madrugada estoy metida en el área perdida donde me secuestro de vez en cuando. En cierto lugar entre mi persona y su capacidad de agitarse. Entre el olvido de mis facciones, el color de mi pelo y la necesidad de gesticular o peinarme.
En esta sombra íntima, hasta respirar es extraño.
Atrapada en una neblina espesa, tengo todas las heridas disponibles. Y siento. Mi cuerpo retumba. Se hace eco de ideas que mi mente expulsa, sin pensar.
(Síntomas físicos: dolor de garganta, siestas inconclusas, mareos, dolor de cabeza, espasmos estomacales.)
En esta celda, mi celda, podría llorar, pero no lo hago. Es que no hay una idea precisa que me duela. No hay ideas. Me duelo yo.
Miro al espejo cada cinco segundos, reviso la tapa de los diarios, me acuesto en lecturas que no leo.
Días que no se mueven hacia adelante. Horas que se incrustan al presente como pegamento a mis uñas. Uñas que aunque rasque y cepille siguen pegadas adhiriéndose al resto de la mano y a mi propia ropa cuando intento sacarme de encima laca de horas eternas.

Si logro llegar a la noche, mañana estaré en el lugar acostumbrado. Si lo logro, seré otra vez yo con mi mente. Y volveré a ocuparme de la logística de la vida. Prolija y ordenada armaré cada cruce. Voy a llevar y traer papeles, ropa, niños, carteras, mochilas, perros, personas. Voy a dar caricias, abrazos, miradas, espaldas. Un día de trabajo productivo. Y una sonrisa, siempre una sonrisa.
Si logro llegar a mañana volveré a ser algo más que esta escafandra de mujer, algo más que este pelo pesado o piel que arde, volveré a ser mucho más que todo lo que pierdo porque no puedo tenerme a resguardo.




*De Lorena Suez. lorenarsuez@gmail.com
-De su libro Intemperie. Viajera Editorial 2017









AL OTRO LADO DE LA ESPESURA…








*


Es probable
que todo lo que pienso
acerca de la vida y de la muerte
se parezca a esta naranja,
oculta entre las otras del frutero.

En un puñado
arden sobre la mesa
como una constelación
alcanzada
por la luz de la ventana.
¿Qué es lo que distingue a un fruto
si no es la entrega al sol?

Huele
a bosque la casa.
Imagino enredaderas
trepar por las paredes
buscando mi raíz,
el tallo
que me permita saltar
al otro lado de la espesura.

¿Qué puede importarles
la fascinación?

Nada saben de destino.
No han sido alcanzadas
por el deseo
ni la razón.
Se dejan caer desde el árbol
perfumadas,
implacables
en su perfecta redondez,
listas
para ser devoradas.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com














TAREA NOCTURNA*



*De Antonio Dal Masetto



El hombre toma en su mano un elemento árido −piedra, arena, madera seca−, y en él, en su centro, en su corazón muerto, planta su fe y su empecinamiento. Cuida de esa semilla, la alimenta con su vigilia, la espía, rastrea señales en ella, residuos de fuegos perdidos. Sopla sobre esas brasas abandonadas.
Y así va y viene con su humilde cosa. Sale a la noche y se acuesta sobre la tierra. Boca abajo, en cruz, imagina que su abrazo se extiende hasta doblar la curva de los horizontes. Presiente costas y aguas y vegetaciones y cielos debajo de él. Cree oír, oye el grave corazón de la tierra, su respiración y su gran voz. Reconoce fuerzas dormidas y en acecho, desfallecimientos, quietudes, temblores, explosiones. Rumores de marchas sobre llanuras inclementes −estepas, vados, desfiladeros− en la nieve, bajo el sol que calcina. Multitudes doblándose y levantándose, avanzando siempre, empujadas por el oscuro legado, soportando un viejísimo peso, resistiendo, afirmándose en las rocas y en el viento, los ojos fijos, la llama obstinada y demente en el centro del iris, brillando en las noches, en la soledad, en el miedo, al resplandor del fuego, en el fondo de cuevas, bajo las constelaciones cambiantes.
Y desde su lugar, con su pobre cosa encerrada en el puño, el hombre se suma a la caravana de penitentes, nómadas, siempre extranjeros. Se estremece con sus gritos de pigmeos erguidos contra el silencio, comparte esa gran fuerza −desconocida por ellos mismos− que los mantiene en camino y los acompaña y los preserva bajo el cielo de los años, tocados por la vibración de una energía primordial. Y la furia, el tesón, y también la delicadeza de los nacimientos, la salvaje alegría de la vida bastándose a sí misma. Y sus intuiciones, sus ensoñaciones venidas desde otras partes, desde mundos jamás vistos, que les aportan un sabor único, una exaltación única, y que ellos definen con nombres extraños. Los ve bailar frenéticos invocando a sus ídolos de turno, oye los cánticos, las letanías, el retumbar de sus pisadas en la danza ritual, en la huida, en la conquista, miles de pies surcando la tierra, agrediéndola, arándola, fecundándola.
Y ve desfilar imágenes, ademanes, perfiles, remontándose y regresando en el tiempo, y la cara de su padre, y la del padre de su padre, la suya propia, su cuerpo en cruz sobre tierra americana, entregado, rendido, asumiendo un mensaje, oyendo una voz hacerlo responsable, exigiéndole, elevándolo a la condición de heredero consciente.

















No hallo posición*




*Por Karina Macció. karina@siempredeviaje.com.ar



Me doy vuelta, no hallo posición. Giro de nuevo. Sé que no estoy sola en la cama. Algo respira. No hallo posición. No quiero pensar, no quiero pensar, si lo hago, me despierto. Algo late. No quiero abrir los ojos. Hay una luz que se cuela aún con los párpados pegados, apretados. La oscuridad nunca es perfecta, solo en el momento primero cuando irrumpe, de pronto: plano negro, corte, negro, corte, oscuridad pura. No quiero pensar, algo me incomoda, qué es. No voy a abrir los ojos. Trato de acomodar mis manos, giro, quedo de costado, los dedos se deslizan como gusanos, toco algo. ¿Qué tengo en el pecho? Hilos? Sopapas? Ahora me examino, veo poco, pero me encuentro llena de cables, algo me monitorea, está conectado a mi corazón. Los latidos se aceleran, no puedo librarme de esto que está adherido, pegado a mí. La piel tira, cruje. Desde el pecho una vibración insoportable se irradia, electriza mis brazos, mis piernas. En el centro de los pies siento clavos. Y la electricidad se vuelve dolorosa. Estoy atada, estoy vigilada. Algo me mira. ¿Es la oscuridad? En todo caso, las sombras. Ya no se trata de una banda negra, plana, hay formas nubosas, dudosas, con leves brillos. Algo se agita, corre desbocado, se va. Se va de mí. No hallo posición, pero ya no puedo girar. O sí. No sé dónde estoy. Este silencio es falso, se puebla de jadeo y asfixia. No podría pedir ayuda. La boca se ahoga. No sé qué es mi cuerpo.






-Karina Macció (Buenos Aires, 1974) es escritora, editora, docente apasionada por la traducción. Dirige Siempre de Viaje, talleres de lectura y escritura, y Viajera Editorial, dedicada a la literatura contemporánea, especialmente a la poesía. Es profesora de Semiología en el Carlos Pellegrini y egresada del colegio Nacional Buenos Aires. Le gusta organizar encuentros donde la poesía brille y sea una experiencia inolvidable.

Ha publicado Ocre, Amarillo vol1 (Textos Intrusos); Mis Peores Poemas de Amor/My love worst poems (traducido por Annie McDermott, Viajera), Diario de la Transformación (Viajera), La Pérdida o La Pérdida (Viajera), impresos en rojo (Gog y Magog), Ferina (La Bohemia), Lestrygonia (Aurelia Rivera), Pupilas Estrelladas (Siesta).

















El peso de las cosas*




*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com




Los frascos de conservas apuntalan la tarde en la cocina. Están repartidos en las repisas, alineados entre reflejos, esperando algo. El gato, un poco más abajo, junto a los últimos cajones. El silencio en sus ojos. En su mirada todo destaca: el alboroto de las servilletas, un salero, la sombra de la mujer que desciende. El gato se mantiene inmóvil, a pesar del acercamiento, de la sombra que ahoga, de los dedos indecisos, con leve temblor, al encuentro del humo que brota, del café que bulle en el recipiente de peltre.
—¿Cómo estás?
La mujer mueve la cabeza. Los cabellos en una coleta, pero quedan algunos, en caída sobre las mejillas, incluso rizos. Orienta el cuerpo. El movimiento a la voz, toda lenta, incluso los labios.
Un viejo entra a la cocina, arrima una silla, extiende las piernas. Una tentativa de brinco en el gato, pero sólo los músculos en tensión, el ámbar de los ojos en el viejo mientras se acomoda en la silla, mientras se quita el sombrero y lo deja sobre la mesa, como cosa perdida, abandonada.
La mujer llena dos tazas. El viejo, sus canas al sol, voraces sobre las orejas, en desparpajo. Su sombra aletarga a unas moscas que minutos antes, caldeadas por el resplandor, hervían verdes en el cuarto.
—¿Qué piensas?
—Está a punto de oscurecer.
—Sí.
El viejo se la queda mirando. La mujer le lleva una taza.
—Está caliente —le dice y se sienta en la mesa, en idéntica posición, como si no hubiera pasado el tiempo, como si el viejo nunca se hubiera quitado el sombrero y permaneciera ahí, en la silla, acomodando los huesos, esperando con soberbia a la muerte. La mujer se adelanta:
—¿Vamos?
—¿A dónde?
El gato merodea entre los dos. Las entumidas moscas, a media altura, danzantes en su cabeza. La mujer mira al animal, sus afiladas orejas. El secreto andar, también cuando araña, cuando apacigua los ojos, cuando la tarde.
—Deja acabo mi café.
La mujer asiente en silencio. Muñeco de trapo por la sombra, al viejo apenas le resta la voz, un poco destemplada por la soledad, por el peso de las cosas. Apresura un sorbo. La mujer sonríe:
—Olvidé que te gusta tibio.
El viejo intenta corresponder a la sonrisa pero el gesto le sale agrio. Entonces las arrugas, el gesto largo. El semblante oscuro, como el último durazno en el frutero. Se quedan en silencio. El calor disminuye en la estancia. El gato, un bostezo, los bigotes que miden el tiempo. La noche está cerca. El cielo nuboso y desordenado. Del racimo una nube. Se traslada en el desorden. También su sombra en la casa. Primero en los muebles cercanos a la ventana. La penumbra, como en el viejo, una segunda piel en el gato. Y están ahí, mientras el aire se enfría. Mientras el cielo se oscurece y se vacía. Como un cuerpo que se queda sin sangre.



***


Despierta y mira por la ventana. Las ramas del único árbol. El paisaje sin relieves. El sol derramado en los arbustos espinosos. A lo lejos la osamenta de una vaca, medio comida por el tiempo. La había visto deambular, días atrás, como un bote de remos vacío. Después el cuerpo en la tierra, de un solo movimiento, nubes de polvo alrededor. La encallada impregnó, desde entonces, el momento de abrir los ojos, de levantarse, de apartar las cortinas.
La mujer abandona la ventana y se dirige al comedor. El gato en el trayecto, entre sus piernas, la cola en alto. Ella ríe y camina más lento. Sus pies abrevan en la luz del corredor. El resplandor en la espalda, por la posición; luego en el torso, como el sol en la arena.



***



El café sigue ahí, en la hornilla, humeando. También las dos tazas, con abundantes pozos. Imagina la porcelana caliente, los labios en el borde, sus huellas. Mira el lugar donde estuvo el viejo. La sombra leve del sombrero. Intenta recordar las palabras dichas, los pensamientos apenas esbozados. Pero sólo queda la derrota del viejo en la silla, los remanentes del gato. La quietud de todos, como ovejas que pacen. Y por hacer algo acude, nerviosa, a la fiebre del café. El sudor en la ventana por la humareda. Y sus pechos apuntalan la mañana —como el día anterior los frascos de conservas— y le dan forma. Pasa una mano para sentir el calor, sube la intensidad de las flamas y la hornilla, abundante, se corona.




***



—¿Cómo estás?
La mujer mueve la cabeza por instinto. No responde. Pero habla la mirada, todo el cuerpo, la tensión que los une. Los cabellos en la misma caída. Algunos en desorden, por el despertar apresurado. Y los dedos, por el calor, son brasas que restan. Mira al viejo que se detiene en el quicio de la puerta. Mira sus zapatones. El movimiento latente en sus miembros. Recuerda: “el viejo llegó ayer, se sentó en la silla y dejó su sombrero”. Y fresca en la memoria, la mano en el sombrero, los dedos en el ala, aferrados, como si la figura entera estuviera expuesta a un fuerte viento. Pero la perturbación en el ámbito es mínima. Quizás la puerta entreabierta, las moscas que medran en el frutero. Y el viejo repite el movimiento. La mano derecha y el sombrero pronto en la mesa. Y de nuevo la sensación de levedad, de no estar ahí, de no estar sucediendo. Inmóviles todos, incluso el gato. Ella quiere estar sentada, como el viejo, para estar ahí unos minutos, para mirarlo y abandonarse un poco. Pero el café sigue su curso. Y la humareda, con sus figuras en ascenso; el vaho en los cristales. La observación de la mujer se extiende por la cocina, como si recobrara lentamente la esencia de las cosas.
—¿Qué piensas?
La mujer se mantiene en silencio. Busca nuevas tazas en la alacena. Los pies en puntas, por la altura. Y en el movimiento el afán del viejo por las piernas, por los senos que en el instante —por la mirada— se alumbran. El cuerpo de la mujer, reflejado en la ventana, es el de un pájaro. Y el viejo trata de retenerla así, un poco volátil y oscura. Sin embargo la mujer apresura la labor y rompe la imagen. Mete las manos en la neblina, los dedos a un trapo para cubrir la palma del asa que quema. La rutina del gato, la diligente limpieza. Está en los lengüetazos, en el fútil zumbar de las moscas. La mujer comienza a llenar las tazas. El hervor desciende. El humo en el descenso. El café pronto en el borde. Y ella se asoma, mira su rostro en el espejo, la calma que lo dibuja, incluso los cabellos.




***



La mesa absorbe el resplandor de la mañana. También el salero, las servilletas. La mujer al fin se decide, arrima una silla y se sienta. Las manos de los dos, separadas por un círculo de luz. El viejo sorbe con lentitud, amparado por la soledad y el silencio. La mujer cruza las piernas. Y el viejo percibe el movimiento, la leve perturbación bajo la mesa, como la de un cielo apenas revuelto, la de un cuerpo entrando en el agua. La mujer se percata del efecto e intenta prolongarlo. Pero el viejo, oscurecido por un gesto de dolor, desentume el cuerpo. Cruje la madera de la silla. Afuera, una racha de viento. Las ramas del árbol se mueven, arañan con su sombra los rostros. El viejo aprieta los párpados, trata de guardarse el dolor. Después toma el sombrero y se lo cala hasta las orejas. Lo sujeta un momento, como si presintiera el viento afuera, la violencia del descampado. Abre los ojos poco a poco. La mujer lo imagina frente a una fogata, la espalda encorvada, las infinitas chispas. Y con la imagen presiente algo inminente. También el gato que se arquea, se tensa como una cuerda. Y el denso maullido apenas llega, apenas toca a las moscas avivadas por la lumbre del día.
— ¿Vamos? —dice, al fin, el viejo.
Espera la respuesta con las manos juntas. La quijada apretada y el amarillo de los dientes le forman un semblante de muerto. El filo blanco de las uñas, el movimiento que las lleva a las canas que escapan del sombrero. Y dedica unos instantes a hurgar, a entretener la nueva espera. La mujer medita sus palabras. La taza ya no pulsa. Ya no hay calor en ella. Sólo la porcelana fría, su calma en los dedos. No hay restos de café en las tazas. Los pozos desvanecidos. Leves sedimentos juegan en el fondo.




***



La mujer recoge las tazas y las deja en el fregadero. Presiente los ojos del otro, de animal carroñero, en su espalda. Pero no le incomoda el fuego del viejo. Porque sabe que su calor no dura, que se consume rápido en lo que toca. Quizás, años antes, devoraba todo. Ahora planea, sin fuerza, en las cosas. En el horizonte de la mesa, bajo la penumbra de las sillas, donde transcurre el silencio del gato. Y la mujer está un rato así, caldeada por la mirada, frente al cielo que aún conserva el desorden. Busca nubes desprendidas, como la solitaria, la que llamó su atención en la tarde. Después gira el cuerpo, un poco harta, y pone la mirada en todas partes. En el andar del gato, en el recuerdo donde el animal repite la misma ruta sobre las baldosas. El viejo la espera paciente, le merodea el cuerpo con su paciencia. De cera sus manos. La expresión entera, inmóvil, de ciego.
—¿Vamos? —dice de nuevo.
La mujer lo mira como a un niño pequeño. Y entonces, como cantaleta, su respuesta:
—¿A dónde?
La voz sale muy débil, como el reflejo de luz que toca los frascos.
Las manos tiesas del viejo, un poco desesperadas, casi danzantes sobre las piernas. Van y vienen. Pero ya no está dispuesto a esperar. Porque su caudal se agota. Porque siente de cerca a la muerte. Entreabre la boca, como si paladeara de antemano la palabra. La mujer percibe la intención y se acerca a la mesa. El gato mengua en el cuarto. Como el viejo que empieza a desbaratarse en la silla. Las abiertas alas del sombrero. Y un destello empieza a emerger, primero en los ojos, luego el incendio por completo en el rostro. Crispa las manos.
—Necesitamos salir.
—¿Para qué?
—Para que te enseñe.
El viejo se apoya en la mesa y se pone en pie con dificultad. Más alto por el sombrero. La mujer se acerca. Las pecas en los hombros, en el traslado resaltan. Son estrellas, luces dispersas. El viejo la toma del brazo. Ella siente su tacto nervioso, de insectos que la recorren, que la invitan. Caminan a la entrada. Las bocanadas de sol entonces. Abren la puerta. Avistan los restos de la vaca, barco hundido, a pocos metros. Encallados los huesos en el polvo, cundidos todos de moscas. El zumbido casi murmullo. Como la conjura de muchos hombres. Entonces de nuevo la inminencia de la palabra. El nombre del lugar al que nunca van. La respiración del viejo tiene el peso de una hoja. Acerca el rostro a la mujer y murmura cerca de los cabellos, de su llamarada por el viento. Ella escucha la palabra. El tacto del viejo que estremece. Mira a la vaca y sonríe.





-Del libro de cuentos "La herrumbre y las huellas".



-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.














Receta para disfrutar de la llovizna*



La llovizna es una lluvia tan finita que se cuela en el alma en ese lugar en que la tristeza se vuelve dulce. Nos recuerda que sentir es estar vivos. La llovizna tiene la ternura de lo pequeño. El recuerdo de lo perdido que se acerca.

Para sentir el placer de la llovizna se necesitan una ventana, un libro, el silencio y la memoria bien vivida de muchos días de sol.



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar















Los infortunados (instrucciones para olvidar aquello que no quiere recordar)*



*Por Angie Pagnotta angie.pagnotta87@gmail.com



Las pocas veces que algún rincón pequeño de mi corazón extraña cosas, gente o lugares que ya no existen, un buen truco es recordar ese pequeño momento de la vida en el que creía que eso (inserte lo que extraña, aquí) era impoluto. Verá que lo que ocurre es que una pequeña sonrisa se asoma. Acá viene el pero, —ese enorme pero que ocurre siempre— porque notará que la sonrisa dura poco, muy poco. Verá, le explico mejor: ocurre que casi siempre hay un balde de agua fría y ese balde viene en forma de recuerdo y es allí donde podrá ver todo lo demás: aquello por lo que padeció, aquello por lo que se angustió, aquello que lo/la lastimó y, entonces, pierde vitalidad ese impulso de extrañar. Algo importante: en este manual no nos referimos a extrañar personas, lugares o situaciones que hicieron bien (esos rincones siempre suscitan los mejores pensamientos y sonrisas) Hablo de los otros, los infortunados. Si alguna vez se pudiera volver el tiempo atrás, digamé si no le gustaría regresar con el corazón puesto allí pero también con los ojos atentos, ¿no le parece? Así muchas de las cosas oscuras que pasaron hace unos años, no hubieran pasado ¿Se da cuenta? Pero como sabiamente me repite alguien muy cercano, tal vez la persona más importante de mi vida: "todo lo ocurrido nos hizo llegar hasta acá por algo". Le presto la frase, quedeselá, sienta esa sensación; quedesé con el irrefutable hecho de que ahora todo es mejor y mirará hacia atrás con otra sonrisa, una superadora, una mucho mejor.
Confiar y volver a confiar será la tarea más difícil pero —por suerte— todo tiempo pasado no fue mejor. Si alguna vez lo traicionaron, perdone. Si alguna vez lo lastimaron, perdone. Si alguna vez le mintieron, perdone y sólo así podrá perdonar su herida, la que usted mismo se hizo, sin saber lo que estaba haciendo.







*ANGIE PAGNOTTA (Buenos Aires, Argentina) Es Escritora y Periodista. En 2012 fundó Revista Kundra: literatura aleatoria y el portal de Arte y Cultura, Baires Digital. Trabajó en contenidos de Redes Sociales y publicidad para programas de televisión como Duro de Domar, TVR, Fútbol para todos, 678 y portales como Diario Registrado, entre otros. Colabora en distintos medios digitales de Argentina como Cultura Registrada, Diario Femenino, Solo Tempestad, Revista Kunst, LEMBRA y trenINSOMNE. También es redactora en medios gráficos como Revista El Gran Otro y Revista Qu. En 2013 obtuvo una mención en Narrativa por su cuento “Alejandra”, otorgado por Guka, revista de la Biblioteca Nacional. Desde 2009 escribe en Motivar el relato un blog personal donde la espontaneidad y las imágenes son los disparadores de textos, poesías, relatos, cuentos y fragmentos. Escribió Nada que no quieras, su primera novela que se encuentra en proceso de corrección y reescritura y Memoria de lo posible (2017, Peces de Ciudad) es su primer libro de cuentos. Algunos de sus relatos fueron publicados en Inventiva Social, Periódico Irreverentes (España), La Nota Digital y No Tan Cool. Su cuento “Versiones sobre  el río” fue traducido al portugués por Felipe Buenaventura para FRONTERA, un proyecto que une escritores latinoamericanos alrededor del mundo. Uno de sus cuentos forma parte de la Antología IV de otoño de Peces de Ciudad. Desde agosto 2017 se desempeña como columnista literaria del programa de radio Cuentos Criollos y desde septiembre es editora en Peces de Ciudad.












SOBRE LA PIEDRA DEL SACRIFICIO*




Mi entrega.
Al ser sacrificado por sus ojos
me acercó a su corazón,
al fuego
que me abrigaba,
en medio del invierno
más cruento
que mi piel
recuerde,
y me escondió
con sus palabras,
brindándome un hogar
en su boca,
asilo de nubes
y de poetas
que huían
para no ser enjaulados
como canarios
por los comisarios
del odio, y
como ellos
me hizo contarle sueños,
arcos iris,
sonatas de peces
embrujados,
langostas de misterios tristes,
hasta dejar de ser
eso que escucha
si susurra.



*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es














*


“Hay días en que todo duele, pero también son días de grandes revelaciones.”



*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com







Inventren








Las aguas y los dioses*




En este lugar, aquí, en este hermoso lugar hay verde. Aquí, en este sitio existe el verdor. Aquí es bello, aquí hay plantas. Eso decíamos.
Nosotros, los mapuches, nosotros, los salvajes ignaros decíamos Carhué y era decir nuestra casa, era decir la tierra, era decir mi familia, mi ancestro más remoto, mi vida. Decíamos Carhué y decíamos amo la tierra verde.
Y el lago Epecuén nuestro lago Epecuén era salado. Salado como el mar más reconcentrado, tan salado como si el océano hubiese sido puesto al fuego en una olla de barro y hubiese hervido despacito hasta que el agua fuese casi sal. Así era el lago, así lo extendieron los dioses oscuros sobre la tierra verde. Y era el límite del verde. Mas allá venía la pradera que se tornaba páramo, hasta allí las pasturas y la facilidad. Hasta allí lo cálido y amable, a partir de allí ese límite, ese exterior, esa felicidad que se consigue con mayor dolor. Porque, debo decirlo, también esa era nuestra casa, y así como se ama al hijo obediente, se ama inevitable y dolorosamente al hijo que se eriza en espinas y baldío.

Era Carhué y era el lago de sal. Y fueron los hombres que ya estaban pero estaban todavía lejos. Eran los hombres del color de la blanca muerte, que nos habían dejado tranquilos hasta que su codicia los forzó a extender los brazos más lejos que el corazón. La codicia les dio hierros en los brazos y les dio hierros en los pies, y Carhué que era mi hogar fue mi tumba, y mis lugares tomaron nombres que nunca les casaron, nombres que se resbalan porque no los pertenecen. Pueblo Adolfo Alsina, lago San Lucas, nombres extranjeros, nombres que se desvanecen bajo el cielo de la América y que mi boca no puede pronunciar sin hacerse violencia.

Llegaron los hombres de hierro. Se quedaron los hombres de hierro.
Vinieron en su propia bestia humeante como quien llega montado en una pesadilla. Le dicen ferrocarril a la bestia de fuego, a ese monstruo negro y temible. En tres grandes bestias llegaban los hombres blancos y seguían trabajando para su codicia.
No les bastaba la laguna de sal. Ya no estábamos nosotros, yo era ya polvo de huesos bajo mi tierra verde cuando los intrusos que vendían baratijas y habitaciones y bañadores a rayas quisieron obligar a la tierra a dar más de si. No les bastó ver nuestra tierra, se la apropiaron; no les bastó apropiarse de la tierra, la quisieron doblegar con sus canales y sus terraplenes. No era suficiente con el nuestro lago, no. Hicieron un lago ellos, un lago dulce, trajeron el agua desde otros lados que no son este lado, que no pertenecen a este lado, y con ese agua extranjera hicieron ese nuevo lago y cambiaron la historia de la nuestra tierra.

Y el diez de noviembre uno de los dioses oscuros miró la tierra que era verde, abominó el lago dulce, tomó una palabra, pronunció una nube de ceniza, y el terraplén cedió, y la ciudad conoció el olvido del agua silenciosa. Y el agua avanzó como un ejército en marcha, y las puertas se hincharon en sus marcos, y el inexorable pasado se acumuló sobre los ladrillos de la ignominia. No tañe la campana bajo el agua, no acuden los niños a las escuelas, diez metros de agua se comprimen sobre las plazas y los tejados.
Me duermo en mi tumba ahora. Mientras me adormezco canto quedo una melodía que ya no encuentra cuerdas para sonar. Siento la luz de la luna quebrada sobre el pueblo sumergido. Descanso ahora. Los dioses juegan sus juegos, un pez desprende silenciosa, lentamente, una escama de madera de una silla que se pudre.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com





-Próximas estaciones de escritura:

PLOMER    
-Por Ferrocarril Midland-

JUAN ATUCHA.  
–Por Ferrocarril Provincial-




El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril Provincial:

JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.  
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.  
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.   
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA. 
LA PLATA.

***

El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril Midland:

KM. 55.    ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.  
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS. 
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.   
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.





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