*Foto de Karina
Giglio.
Escafandra de mí
*
Desde la
madrugada estoy metida en el área perdida donde me secuestro de vez en cuando.
En cierto lugar entre mi persona y su capacidad de agitarse. Entre el olvido de
mis facciones, el color de mi pelo y la necesidad de gesticular o peinarme.
En esta sombra
íntima, hasta respirar es extraño.
Atrapada en una
neblina espesa, tengo todas las heridas disponibles. Y siento. Mi cuerpo
retumba. Se hace eco de ideas que mi mente expulsa, sin pensar.
(Síntomas
físicos: dolor de garganta, siestas inconclusas, mareos, dolor de cabeza,
espasmos estomacales.)
En esta celda,
mi celda, podría llorar, pero no lo hago. Es que no hay una idea precisa que me
duela. No hay ideas. Me duelo yo.
Miro al espejo
cada cinco segundos, reviso la tapa de los diarios, me acuesto en lecturas que
no leo.
Días que no se
mueven hacia adelante. Horas que se incrustan al presente como pegamento a mis
uñas. Uñas que aunque rasque y cepille siguen pegadas adhiriéndose al resto de
la mano y a mi propia ropa cuando intento sacarme de encima laca de horas
eternas.
Si logro llegar
a la noche, mañana estaré en el lugar acostumbrado. Si lo logro, seré otra vez
yo con mi mente. Y volveré a ocuparme de la logística de la vida. Prolija y
ordenada armaré cada cruce. Voy a llevar y traer papeles, ropa, niños,
carteras, mochilas, perros, personas. Voy a dar caricias, abrazos, miradas,
espaldas. Un día de trabajo productivo. Y una sonrisa, siempre una sonrisa.
Si logro llegar
a mañana volveré a ser algo más que esta escafandra de mujer, algo más que este
pelo pesado o piel que arde, volveré a ser mucho más que todo lo que pierdo
porque no puedo tenerme a resguardo.
*De Lorena
Suez. lorenarsuez@gmail.com
-De su libro Intemperie.
Viajera Editorial 2017
AL OTRO LADO DE LA ESPESURA…
*
Es probable
que todo lo que
pienso
acerca de la
vida y de la muerte
se parezca a
esta naranja,
oculta entre
las otras del frutero.
En un puñado
arden sobre la
mesa
como una
constelación
alcanzada
por la luz de
la ventana.
¿Qué es lo que
distingue a un fruto
si no es la
entrega al sol?
Huele
a bosque la
casa.
Imagino
enredaderas
trepar por las
paredes
buscando mi
raíz,
el tallo
que me permita
saltar
al otro lado de
la espesura.
¿Qué puede
importarles
la fascinación?
Nada saben de
destino.
No han sido
alcanzadas
por el deseo
ni la razón.
Se dejan caer
desde el árbol
perfumadas,
implacables
en su perfecta
redondez,
listas
para ser
devoradas.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
TAREA NOCTURNA*
*De Antonio
Dal Masetto
El hombre toma
en su mano un elemento árido −piedra, arena, madera seca−, y en él, en su
centro, en su corazón muerto, planta su fe y su empecinamiento. Cuida de esa
semilla, la alimenta con su vigilia, la espía, rastrea señales en ella,
residuos de fuegos perdidos. Sopla sobre esas brasas abandonadas.
Y así va y
viene con su humilde cosa. Sale a la noche y se acuesta sobre la tierra. Boca
abajo, en cruz, imagina que su abrazo se extiende hasta doblar la curva de los
horizontes. Presiente costas y aguas y vegetaciones y cielos debajo de él. Cree
oír, oye el grave corazón de la tierra, su respiración y su gran voz. Reconoce
fuerzas dormidas y en acecho, desfallecimientos, quietudes, temblores,
explosiones. Rumores de marchas sobre llanuras inclementes −estepas, vados,
desfiladeros− en la nieve, bajo el sol que calcina. Multitudes doblándose y
levantándose, avanzando siempre, empujadas por el oscuro legado, soportando un
viejísimo peso, resistiendo, afirmándose en las rocas y en el viento, los ojos
fijos, la llama obstinada y demente en el centro del iris, brillando en las
noches, en la soledad, en el miedo, al resplandor del fuego, en el fondo de
cuevas, bajo las constelaciones cambiantes.
Y desde su
lugar, con su pobre cosa encerrada en el puño, el hombre se suma a la caravana
de penitentes, nómadas, siempre extranjeros. Se estremece con sus gritos de
pigmeos erguidos contra el silencio, comparte esa gran fuerza −desconocida por
ellos mismos− que los mantiene en camino y los acompaña y los preserva bajo el
cielo de los años, tocados por la vibración de una energía primordial. Y la
furia, el tesón, y también la delicadeza de los nacimientos, la salvaje alegría
de la vida bastándose a sí misma. Y sus intuiciones, sus ensoñaciones venidas
desde otras partes, desde mundos jamás vistos, que les aportan un sabor único,
una exaltación única, y que ellos definen con nombres extraños. Los ve bailar
frenéticos invocando a sus ídolos de turno, oye los cánticos, las letanías, el
retumbar de sus pisadas en la danza ritual, en la huida, en la conquista, miles
de pies surcando la tierra, agrediéndola, arándola, fecundándola.
Y ve desfilar
imágenes, ademanes, perfiles, remontándose y regresando en el tiempo, y la cara
de su padre, y la del padre de su padre, la suya propia, su cuerpo en cruz
sobre tierra americana, entregado, rendido, asumiendo un mensaje, oyendo una
voz hacerlo responsable, exigiéndole, elevándolo a la condición de heredero
consciente.
No hallo
posición*
*Por Karina
Macció. karina@siempredeviaje.com.ar
Me doy vuelta,
no hallo posición. Giro de nuevo. Sé que no estoy sola en la cama. Algo
respira. No hallo posición. No quiero pensar, no quiero pensar, si lo hago, me
despierto. Algo late. No quiero abrir los ojos. Hay una luz que se cuela aún
con los párpados pegados, apretados. La oscuridad nunca es perfecta, solo en el
momento primero cuando irrumpe, de pronto: plano negro, corte, negro, corte,
oscuridad pura. No quiero pensar, algo me incomoda, qué es. No voy a abrir los
ojos. Trato de acomodar mis manos, giro, quedo de costado, los dedos se
deslizan como gusanos, toco algo. ¿Qué tengo en el pecho? Hilos? Sopapas? Ahora
me examino, veo poco, pero me encuentro llena de cables, algo me monitorea,
está conectado a mi corazón. Los latidos se aceleran, no puedo librarme de esto
que está adherido, pegado a mí. La piel tira, cruje. Desde el pecho una
vibración insoportable se irradia, electriza mis brazos, mis piernas. En el
centro de los pies siento clavos. Y la electricidad se vuelve dolorosa. Estoy
atada, estoy vigilada. Algo me mira. ¿Es la oscuridad? En todo caso, las
sombras. Ya no se trata de una banda negra, plana, hay formas nubosas, dudosas,
con leves brillos. Algo se agita, corre desbocado, se va. Se va de mí. No hallo
posición, pero ya no puedo girar. O sí. No sé dónde estoy. Este silencio es
falso, se puebla de jadeo y asfixia. No podría pedir ayuda. La boca se ahoga.
No sé qué es mi cuerpo.
-Karina
Macció (Buenos Aires, 1974) es escritora, editora, docente apasionada por
la traducción. Dirige Siempre de Viaje, talleres de lectura y escritura, y
Viajera Editorial, dedicada a la literatura contemporánea, especialmente a la
poesía. Es profesora de Semiología en el Carlos Pellegrini y egresada del
colegio Nacional Buenos Aires. Le gusta organizar encuentros donde la poesía
brille y sea una experiencia inolvidable.
Ha publicado
Ocre, Amarillo vol1 (Textos Intrusos); Mis Peores Poemas de Amor/My love worst
poems (traducido por Annie McDermott, Viajera), Diario de la Transformación
(Viajera), La Pérdida o La Pérdida (Viajera), impresos en rojo (Gog y Magog),
Ferina (La Bohemia), Lestrygonia (Aurelia Rivera), Pupilas Estrelladas
(Siesta).
El peso de las
cosas*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Los frascos de
conservas apuntalan la tarde en la cocina. Están repartidos en las repisas,
alineados entre reflejos, esperando algo. El gato, un poco más abajo, junto a
los últimos cajones. El silencio en sus ojos. En su mirada todo destaca: el
alboroto de las servilletas, un salero, la sombra de la mujer que desciende. El
gato se mantiene inmóvil, a pesar del acercamiento, de la sombra que ahoga, de
los dedos indecisos, con leve temblor, al encuentro del humo que brota, del
café que bulle en el recipiente de peltre.
—¿Cómo estás?
La mujer mueve
la cabeza. Los cabellos en una coleta, pero quedan algunos, en caída sobre las
mejillas, incluso rizos. Orienta el cuerpo. El movimiento a la voz, toda lenta,
incluso los labios.
Un viejo entra
a la cocina, arrima una silla, extiende las piernas. Una tentativa de brinco en
el gato, pero sólo los músculos en tensión, el ámbar de los ojos en el viejo
mientras se acomoda en la silla, mientras se quita el sombrero y lo deja sobre
la mesa, como cosa perdida, abandonada.
La mujer llena
dos tazas. El viejo, sus canas al sol, voraces sobre las orejas, en desparpajo.
Su sombra aletarga a unas moscas que minutos antes, caldeadas por el
resplandor, hervían verdes en el cuarto.
—¿Qué piensas?
—Está a punto
de oscurecer.
—Sí.
El viejo se la
queda mirando. La mujer le lleva una taza.
—Está caliente
—le dice y se sienta en la mesa, en idéntica posición, como si no hubiera
pasado el tiempo, como si el viejo nunca se hubiera quitado el sombrero y
permaneciera ahí, en la silla, acomodando los huesos, esperando con soberbia a
la muerte. La mujer se adelanta:
—¿Vamos?
—¿A dónde?
El gato merodea
entre los dos. Las entumidas moscas, a media altura, danzantes en su cabeza. La
mujer mira al animal, sus afiladas orejas. El secreto andar, también cuando
araña, cuando apacigua los ojos, cuando la tarde.
—Deja acabo mi
café.
La mujer
asiente en silencio. Muñeco de trapo por la sombra, al viejo apenas le resta la
voz, un poco destemplada por la soledad, por el peso de las cosas. Apresura un
sorbo. La mujer sonríe:
—Olvidé que te
gusta tibio.
El viejo
intenta corresponder a la sonrisa pero el gesto le sale agrio. Entonces las
arrugas, el gesto largo. El semblante oscuro, como el último durazno en el
frutero. Se quedan en silencio. El calor disminuye en la estancia. El gato, un
bostezo, los bigotes que miden el tiempo. La noche está cerca. El cielo nuboso
y desordenado. Del racimo una nube. Se traslada en el desorden. También su
sombra en la casa. Primero en los muebles cercanos a la ventana. La penumbra,
como en el viejo, una segunda piel en el gato. Y están ahí, mientras el aire se
enfría. Mientras el cielo se oscurece y se vacía. Como un cuerpo que se queda
sin sangre.
***
Despierta y
mira por la ventana. Las ramas del único árbol. El paisaje sin relieves. El sol
derramado en los arbustos espinosos. A lo lejos la osamenta de una vaca, medio
comida por el tiempo. La había visto deambular, días atrás, como un bote de
remos vacío. Después el cuerpo en la tierra, de un solo movimiento, nubes de
polvo alrededor. La encallada impregnó, desde entonces, el momento de abrir los
ojos, de levantarse, de apartar las cortinas.
La mujer
abandona la ventana y se dirige al comedor. El gato en el trayecto, entre sus
piernas, la cola en alto. Ella ríe y camina más lento. Sus pies abrevan en la
luz del corredor. El resplandor en la espalda, por la posición; luego en el
torso, como el sol en la arena.
***
El café sigue
ahí, en la hornilla, humeando. También las dos tazas, con abundantes pozos.
Imagina la porcelana caliente, los labios en el borde, sus huellas. Mira el
lugar donde estuvo el viejo. La sombra leve del sombrero. Intenta recordar las
palabras dichas, los pensamientos apenas esbozados. Pero sólo queda la derrota
del viejo en la silla, los remanentes del gato. La quietud de todos, como ovejas
que pacen. Y por hacer algo acude, nerviosa, a la fiebre del café. El sudor en
la ventana por la humareda. Y sus pechos apuntalan la mañana —como el día
anterior los frascos de conservas— y le dan forma. Pasa una mano para sentir el
calor, sube la intensidad de las flamas y la hornilla, abundante, se corona.
***
—¿Cómo estás?
La mujer mueve
la cabeza por instinto. No responde. Pero habla la mirada, todo el cuerpo, la
tensión que los une. Los cabellos en la misma caída. Algunos en desorden, por
el despertar apresurado. Y los dedos, por el calor, son brasas que restan. Mira
al viejo que se detiene en el quicio de la puerta. Mira sus zapatones. El
movimiento latente en sus miembros. Recuerda: “el viejo llegó ayer, se sentó en
la silla y dejó su sombrero”. Y fresca en la memoria, la mano en el sombrero,
los dedos en el ala, aferrados, como si la figura entera estuviera expuesta a
un fuerte viento. Pero la perturbación en el ámbito es mínima. Quizás la puerta
entreabierta, las moscas que medran en el frutero. Y el viejo repite el
movimiento. La mano derecha y el sombrero pronto en la mesa. Y de nuevo la
sensación de levedad, de no estar ahí, de no estar sucediendo. Inmóviles todos,
incluso el gato. Ella quiere estar sentada, como el viejo, para estar ahí unos
minutos, para mirarlo y abandonarse un poco. Pero el café sigue su curso. Y la
humareda, con sus figuras en ascenso; el vaho en los cristales. La observación
de la mujer se extiende por la cocina, como si recobrara lentamente la esencia
de las cosas.
—¿Qué piensas?
La mujer se
mantiene en silencio. Busca nuevas tazas en la alacena. Los pies en puntas, por
la altura. Y en el movimiento el afán del viejo por las piernas, por los senos
que en el instante —por la mirada— se alumbran. El cuerpo de la mujer,
reflejado en la ventana, es el de un pájaro. Y el viejo trata de retenerla así,
un poco volátil y oscura. Sin embargo la mujer apresura la labor y rompe la
imagen. Mete las manos en la neblina, los dedos a un trapo para cubrir la palma
del asa que quema. La rutina del gato, la diligente limpieza. Está en los
lengüetazos, en el fútil zumbar de las moscas. La mujer comienza a llenar las
tazas. El hervor desciende. El humo en el descenso. El café pronto en el borde.
Y ella se asoma, mira su rostro en el espejo, la calma que lo dibuja, incluso
los cabellos.
***
La mesa absorbe
el resplandor de la mañana. También el salero, las servilletas. La mujer al fin
se decide, arrima una silla y se sienta. Las manos de los dos, separadas por un
círculo de luz. El viejo sorbe con lentitud, amparado por la soledad y el
silencio. La mujer cruza las piernas. Y el viejo percibe el movimiento, la leve
perturbación bajo la mesa, como la de un cielo apenas revuelto, la de un cuerpo
entrando en el agua. La mujer se percata del efecto e intenta prolongarlo. Pero
el viejo, oscurecido por un gesto de dolor, desentume el cuerpo. Cruje la
madera de la silla. Afuera, una racha de viento. Las ramas del árbol se mueven,
arañan con su sombra los rostros. El viejo aprieta los párpados, trata de
guardarse el dolor. Después toma el sombrero y se lo cala hasta las orejas. Lo
sujeta un momento, como si presintiera el viento afuera, la violencia del
descampado. Abre los ojos poco a poco. La mujer lo imagina frente a una fogata,
la espalda encorvada, las infinitas chispas. Y con la imagen presiente algo
inminente. También el gato que se arquea, se tensa como una cuerda. Y el denso
maullido apenas llega, apenas toca a las moscas avivadas por la lumbre del día.
— ¿Vamos?
—dice, al fin, el viejo.
Espera la
respuesta con las manos juntas. La quijada apretada y el amarillo de los
dientes le forman un semblante de muerto. El filo blanco de las uñas, el
movimiento que las lleva a las canas que escapan del sombrero. Y dedica unos
instantes a hurgar, a entretener la nueva espera. La mujer medita sus palabras.
La taza ya no pulsa. Ya no hay calor en ella. Sólo la porcelana fría, su calma
en los dedos. No hay restos de café en las tazas. Los pozos desvanecidos. Leves
sedimentos juegan en el fondo.
***
La mujer recoge
las tazas y las deja en el fregadero. Presiente los ojos del otro, de animal
carroñero, en su espalda. Pero no le incomoda el fuego del viejo. Porque sabe
que su calor no dura, que se consume rápido en lo que toca. Quizás, años antes,
devoraba todo. Ahora planea, sin fuerza, en las cosas. En el horizonte de la
mesa, bajo la penumbra de las sillas, donde transcurre el silencio del gato. Y
la mujer está un rato así, caldeada por la mirada, frente al cielo que aún
conserva el desorden. Busca nubes desprendidas, como la solitaria, la que llamó
su atención en la tarde. Después gira el cuerpo, un poco harta, y pone la
mirada en todas partes. En el andar del gato, en el recuerdo donde el animal
repite la misma ruta sobre las baldosas. El viejo la espera paciente, le
merodea el cuerpo con su paciencia. De cera sus manos. La expresión entera,
inmóvil, de ciego.
—¿Vamos? —dice
de nuevo.
La mujer lo
mira como a un niño pequeño. Y entonces, como cantaleta, su respuesta:
—¿A dónde?
La voz sale muy
débil, como el reflejo de luz que toca los frascos.
Las manos
tiesas del viejo, un poco desesperadas, casi danzantes sobre las piernas. Van y
vienen. Pero ya no está dispuesto a esperar. Porque su caudal se agota. Porque
siente de cerca a la muerte. Entreabre la boca, como si paladeara de antemano
la palabra. La mujer percibe la intención y se acerca a la mesa. El gato mengua
en el cuarto. Como el viejo que empieza a desbaratarse en la silla. Las
abiertas alas del sombrero. Y un destello empieza a emerger, primero en los
ojos, luego el incendio por completo en el rostro. Crispa las manos.
—Necesitamos
salir.
—¿Para qué?
—Para que te
enseñe.
El viejo se
apoya en la mesa y se pone en pie con dificultad. Más alto por el sombrero. La
mujer se acerca. Las pecas en los hombros, en el traslado resaltan. Son
estrellas, luces dispersas. El viejo la toma del brazo. Ella siente su tacto
nervioso, de insectos que la recorren, que la invitan. Caminan a la entrada.
Las bocanadas de sol entonces. Abren la puerta. Avistan los restos de la vaca,
barco hundido, a pocos metros. Encallados los huesos en el polvo, cundidos
todos de moscas. El zumbido casi murmullo. Como la conjura de muchos hombres.
Entonces de nuevo la inminencia de la palabra. El nombre del lugar al que nunca
van. La respiración del viejo tiene el peso de una hoja. Acerca el rostro a la
mujer y murmura cerca de los cabellos, de su llamarada por el viento. Ella
escucha la palabra. El tacto del viejo que estremece. Mira a la vaca y sonríe.
-Del libro de cuentos "La
herrumbre y las huellas".
-Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros
de cuento Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras
(SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio
Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos
(Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina,
GQ, Letras Libres y el
suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica
y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de
minificción.
Receta para
disfrutar de la llovizna*
La llovizna es
una lluvia tan finita que se cuela en el alma en ese lugar en que la tristeza
se vuelve dulce. Nos recuerda que sentir es estar vivos. La llovizna tiene la
ternura de lo pequeño. El recuerdo de lo perdido que se acerca.
Para sentir el
placer de la llovizna se necesitan una ventana, un libro, el silencio y la
memoria bien vivida de muchos días de sol.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
Los infortunados
(instrucciones para olvidar aquello que no quiere recordar)*
*Por Angie
Pagnotta angie.pagnotta87@gmail.com
Las pocas veces
que algún rincón pequeño de mi corazón extraña cosas, gente o lugares que
ya no existen, un buen truco es recordar ese pequeño momento de la vida en
el que creía que eso (inserte lo que extraña, aquí) era impoluto.
Verá que lo que ocurre es que una pequeña sonrisa se asoma. Acá viene el
pero, —ese enorme pero que ocurre siempre— porque notará que la
sonrisa dura poco, muy poco. Verá, le explico mejor: ocurre que casi siempre
hay un balde de agua fría y ese balde viene en forma de recuerdo y es allí
donde podrá ver todo lo demás: aquello por lo que padeció, aquello por lo que
se angustió, aquello que lo/la lastimó y, entonces, pierde vitalidad ese
impulso de extrañar. Algo importante: en este manual no nos
referimos a extrañar personas, lugares o situaciones que hicieron bien (esos
rincones siempre suscitan los mejores pensamientos y sonrisas) Hablo de los
otros, los infortunados. Si alguna vez se pudiera volver el tiempo
atrás, digamé si no le gustaría regresar con el corazón puesto allí pero
también con los ojos atentos, ¿no le parece? Así muchas de las cosas oscuras
que pasaron hace unos años, no hubieran pasado ¿Se da cuenta? Pero como
sabiamente me repite alguien muy cercano, tal vez la persona más importante de
mi vida: "todo lo ocurrido nos hizo llegar hasta acá por algo". Le
presto la frase, quedeselá, sienta esa sensación; quedesé con el irrefutable
hecho de que ahora todo es mejor y mirará hacia atrás con otra sonrisa, una
superadora, una mucho mejor.
Confiar y
volver a confiar será la tarea más difícil pero —por suerte— todo
tiempo pasado no fue mejor. Si alguna vez lo traicionaron, perdone. Si alguna
vez lo lastimaron, perdone. Si alguna vez le mintieron, perdone y sólo así
podrá perdonar su herida, la que usted mismo se hizo, sin saber lo que estaba
haciendo.
*ANGIE
PAGNOTTA (Buenos Aires, Argentina) Es Escritora y Periodista. En 2012
fundó Revista Kundra: literatura aleatoria y el portal de Arte y
Cultura, Baires Digital. Trabajó en contenidos de Redes Sociales y
publicidad para programas de televisión como Duro de
Domar, TVR, Fútbol para todos, 678 y portales como Diario
Registrado, entre otros. Colabora en distintos medios digitales de Argentina
como Cultura Registrada, Diario Femenino, Solo Tempestad, Revista
Kunst, LEMBRA y trenINSOMNE. También es redactora en medios gráficos
como Revista El Gran Otro y Revista Qu. En 2013 obtuvo una mención en
Narrativa por su cuento “Alejandra”, otorgado por Guka, revista de la
Biblioteca Nacional. Desde 2009 escribe en Motivar el relato un blog
personal donde la espontaneidad y las imágenes son los disparadores de textos,
poesías, relatos, cuentos y fragmentos. Escribió Nada que no quieras, su
primera novela que se encuentra en proceso de corrección y
reescritura y Memoria de lo posible (2017, Peces de Ciudad) es su
primer libro de cuentos. Algunos de sus relatos fueron publicados
en Inventiva Social, Periódico Irreverentes (España), La Nota
Digital y No Tan Cool. Su cuento “Versiones sobre el río”
fue traducido al portugués por Felipe Buenaventura para FRONTERA, un
proyecto que une escritores latinoamericanos alrededor del mundo. Uno de sus
cuentos forma parte de la Antología IV de otoño de Peces de
Ciudad. Desde agosto 2017 se desempeña como columnista literaria del programa
de radio Cuentos Criollos y desde septiembre es editora en Peces
de Ciudad.
SOBRE LA PIEDRA
DEL SACRIFICIO*
Mi entrega.
Al ser
sacrificado por sus ojos
me acercó a su
corazón,
al fuego
que me
abrigaba,
en medio del
invierno
más cruento
que mi piel
recuerde,
y me escondió
con sus
palabras,
brindándome un
hogar
en su boca,
asilo de nubes
y de poetas
que huían
para no ser
enjaulados
como canarios
por los
comisarios
del odio, y
como ellos
me hizo
contarle sueños,
arcos iris,
sonatas de
peces
embrujados,
langostas de
misterios tristes,
hasta dejar de
ser
eso que escucha
si susurra.
*De Daniel
Montoly. danielmontoly@yahoo.es
*
“Hay días en
que todo duele, pero también son días de grandes revelaciones.”
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
Las aguas y los
dioses*
En este lugar,
aquí, en este hermoso lugar hay verde. Aquí, en este sitio existe el verdor.
Aquí es bello, aquí hay plantas. Eso decíamos.
Nosotros, los
mapuches, nosotros, los salvajes ignaros decíamos Carhué y era decir nuestra
casa, era decir la tierra, era decir mi familia, mi ancestro más remoto, mi
vida. Decíamos Carhué y decíamos amo la tierra verde.
Y el lago
Epecuén nuestro lago Epecuén era salado. Salado como el mar más reconcentrado,
tan salado como si el océano hubiese sido puesto al fuego en una olla de barro
y hubiese hervido despacito hasta que el agua fuese casi sal. Así era el lago,
así lo extendieron los dioses oscuros sobre la tierra verde. Y era el límite
del verde. Mas allá venía la pradera que se tornaba páramo, hasta allí las
pasturas y la facilidad. Hasta allí lo cálido y amable, a partir de allí ese
límite, ese exterior, esa felicidad que se consigue con mayor dolor. Porque,
debo decirlo, también esa era nuestra casa, y así como se ama al hijo
obediente, se ama inevitable y dolorosamente al hijo que se eriza en espinas y
baldío.
Era Carhué y
era el lago de sal. Y fueron los hombres que ya estaban pero estaban todavía
lejos. Eran los hombres del color de la blanca muerte, que nos habían dejado
tranquilos hasta que su codicia los forzó a extender los brazos más lejos que
el corazón. La codicia les dio hierros en los brazos y les dio hierros en los
pies, y Carhué que era mi hogar fue mi tumba, y mis lugares tomaron nombres que
nunca les casaron, nombres que se resbalan porque no los pertenecen. Pueblo
Adolfo Alsina, lago San Lucas, nombres extranjeros, nombres que se desvanecen
bajo el cielo de la América y que mi boca no puede pronunciar sin hacerse
violencia.
Llegaron los
hombres de hierro. Se quedaron los hombres de hierro.
Vinieron en su
propia bestia humeante como quien llega montado en una pesadilla. Le dicen
ferrocarril a la bestia de fuego, a ese monstruo negro y temible. En tres
grandes bestias llegaban los hombres blancos y seguían trabajando para su
codicia.
No les bastaba
la laguna de sal. Ya no estábamos nosotros, yo era ya polvo de huesos bajo mi
tierra verde cuando los intrusos que vendían baratijas y habitaciones y
bañadores a rayas quisieron obligar a la tierra a dar más de si. No les bastó
ver nuestra tierra, se la apropiaron; no les bastó apropiarse de la tierra, la
quisieron doblegar con sus canales y sus terraplenes. No era suficiente con el
nuestro lago, no. Hicieron un lago ellos, un lago dulce, trajeron el agua desde
otros lados que no son este lado, que no pertenecen a este lado, y con ese agua
extranjera hicieron ese nuevo lago y cambiaron la historia de la nuestra
tierra.
Y el diez de
noviembre uno de los dioses oscuros miró la tierra que era verde, abominó el
lago dulce, tomó una palabra, pronunció una nube de ceniza, y el terraplén
cedió, y la ciudad conoció el olvido del agua silenciosa. Y el agua avanzó como
un ejército en marcha, y las puertas se hincharon en sus marcos, y el
inexorable pasado se acumuló sobre los ladrillos de la ignominia. No tañe la
campana bajo el agua, no acuden los niños a las escuelas, diez metros de agua
se comprimen sobre las plazas y los tejados.
Me duermo en mi
tumba ahora. Mientras me adormezco canto quedo una melodía que ya no encuentra
cuerdas para sonar. Siento la luz de la luna quebrada sobre el pueblo
sumergido. Descanso ahora. Los dioses juegan sus juegos, un pez desprende
silenciosa, lentamente, una escama de madera de una silla que se pudre.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Próximas estaciones de escritura:
PLOMER
-Por Ferrocarril Midland-
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE. FUNKE. LOS
EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN
JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR
GARCIA.
LA PLATA.
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM. 55. ELÍAS
ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL
BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO. ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA
SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO
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