martes, octubre 24, 2017

UN BRILLANTE GRANO DE FELICIDAD…




*Dibujo de Erika Kuhn.









*



Toda mi vida fue difícil

como la de un buscador de oro.

Tanta arena dejé

pasar

entre los dedos

para encontrar un

brillante

grano de felicidad.



*De Tamara Karpenok.
(Bielorrusia - 1950)

-Traducción de Natalia Litvinova. litvinova25@hotmail.com









UN BRILLANTE GRANO DE FELICIDAD…










ADIOSES*


“Disfruté tanto, tanto, cada parte, y gocé tanto, tanto, cada todo,
que me duele algo menos cuando partes porque aquí te me quedas de algún modo.”
Silvio Rodríguez



Basta ya, amor. Enterremos nuestros muertos.
Dejemos de horadar en cementerios.
Mira, rotas nuestras uñas, nuestras pausas.
Ya fue, amor, ya fue.
Conjuguemos el verbo amar en pretérito perfecto.
El amor se va. Como se va la vida. Como se va la noche.
El deseo animal. La ternura.
Esperma derramada, solitaria.

Espantemos los búhos para que lleguen las primeras luces.
Ya está. El amor es finito. Efímero. Fugaz.
Breve alondra que parte a otros mundos.
Te amé. Me amaste. ¿O fue el hombre del gallo?
¿Se criaban gallos en Jerusalén?
O la mujer con pechos insepultos, rosas de Luxemburgo.
Quizás fue la avidez. O la leche agria.
Nos mandan a degollar a Dios, y no me animo, ni tú.
Náufragos miserables y sedientos.
Leche. Flor de cannabis. Alcohol. Vómitos atajados.
-No lucho con molinos de viento, no. No más-
Todo en la tierra es una despedida.
El árbol se ha secado. ¿La negación es patrimonio del hombre?
Sabes, soy yegua chúcara que no se doma.
Monedas de dos caras. Cara y seca. Seca.
No hay culpas, corazón, es la vida tirando, siempre.

Hoy fui al barrio del sur, al sur del sur. Pobreza.
¿Que es el olvido frente al hambre?
¿Que es el olvido frente al hambre? Pregunto.
Lloremos un poco amor, para ablandar al mundo.
Solo un poco, amor, solo un poco.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com

















Una vez fui adolescente.*




La crisis mundial de la década del treinta se hizo sentir fuertemente en la Argentina y mi familia no pudo evitar el ramalazo económico, entonces mis padres decidieron alquilar la habitación que en épocas más felices estaba destinada para mi uso personal.

Nuestra casa era de típico estilo “rioplatense”, las habitaciones en línea continua bordeaban un patio con galería cubierta, la última, la pegada a mi dormitorio, la de mis gustos, era la que se alquilaría.

Mis pocos años no podían creer que esa habitación, mi preferida, la de los bellos sueños, fuese ocupada por un ajeno, pero la verdad fue contundente y con algo parecido al desencanto, mudé libros y bártulos a mi dormitorio y se clausuró la puerta que comunicaba las dos piezas. Así mi dormitorio se llenó de trastos que desde ese momento comenzaron a ser trastornos.

De todos los numerosos postulantes a inquilinos, los que le cayeron mejor a mi madre fueron los Paz; padre e hija, entonces mi padre cerró el contrato de inmediato.

El señor Paz declaró que conducía trenes cargueros de larga distancia, por lo que su permanencia en la casa sería discontinua, en cambio, su hija, Aurora, estaría todo el tiempo en casa, esto me agrado, como también me agradó el color rojo de su pelo que contrastaba con la blancura de su piel.

La mudanza de los Paz se concretó al día siguiente. Descargaron unos pocos muebles y envoltorios y el señor Paz partió hacia su trabajo, Aurorita, como la llamó mamá, se dedicó a la tarea de acomodar lo traído en mi ex pieza, esto me dio la oportunidad de ofrecerle ayuda y al aceptarla supe que lo que vislumbré debajo su blusa me aceleraba las pulsaciones.

Esa fugaz visión me impulsó a horadar frenéticamente la madera de la puerta clausurada, hice un agujero de un diámetro no mayor que la circunferencia de mi dedo índice, tamaño suficiente para verla en su intimidad virginal.

Era un verano tórrido, mi madre baldeaba el patio hasta dejar los mosaicos relucientes, Aurorita la secundaba y con la ropa mojada pegaba al cuerpo se convertía en Diana Cazadora. Me sentí cazado y fue un placer.

Una tarde llegó a casa un hombre joven que declaró llamarse Franco y ser primo de Aurorita, mi madre que estaba tomando mate, lo trató con mucho respeto porque Franco era cura, además le ofreció hospitalidad con estas palabras; Monseñor Franco las puertas de esta casa estarán siempre abiertas para usted.

Monseñor Franco aceptó la invitación a pie juntillas y todos los jueves, a las cuatro de la tarde en punto, llegaba para tomar mate y también para catequizar a la señorita Aurorita. Esos días el espionaje era imposible, algo obscuro tapaba el agujerito e impedía ver, el fastidio y la curiosidad se me hicieron intolerables, entonces no aguanté más y una tarde, con un lápiz, empujé y empujé hasta que la obscuridad desapareció. La negra sotana de Monseñor Franco había caído y junto con la caída de la sotana, cayó mi inocencia y la virtud de Aurorita.




*De Emilio López.
-Artista plástico. Escritor-












*


Mirás hacia el cielo
y ves
tanta minúscula belleza
suelta en el aire:
la diminuta certeza
de que algo
persiste fuera de tu alcance,
se escapa siempre
al empecinado ejercicio de tu razón.
El viento está lleno
de estas pequeñas cosas,
que arden
y se consumen solas,
sin molestar
a nadie,
sin grandes ceremonias.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com













OBCECACIONES*



*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar



Un escritor, diría Piglia, escribe lo que puede y no lo que quiere. En todo caso, hace su camino por los lugares que elige, seguro de lo que no desea para ser el escritor que se supone que quiere ser. Con elegancia decía que si se dejara llevar por el deseo todos seríamos Dante Alighieri. Entonces —repetía— todo sería más fácil.

Un escritor, decía Juan Rulfo, no puede escribir con una palabra neutra. Y le dijo una vez a Héctor Tizón, que era su joven amigo y siempre lo consultaba, que el único que usaba un idioma para todos era el Papa. Quien hablaba todos los idiomas, pero a todos los hablaba mal. Le recomendó escribir como hablaban sus paisanos, esa modulación que el jujeño había aprendido de sus niñeras quechuas. Dicho con mis palabras, un escritor tiene que escribir en una palabra que tenga carnadura sin importarle si sigue el canon o la lengua estrictamente literaria. Al contrario, creo que cada vez que esté más cerca de la lengua hablada, mejor.

Acaso, como escribió Saer, la lengua privada apela a una originalidad más plena porque sale de la naturaleza y se mete en la historia.

Nuestro país ha instaurado un canon desde Buenos Aires que caló en la Civilización y Barbarie. Para la capital orgullosa y unitaria, lo primero, y lo segundo fue llamado Regionalismo. Tal vez para no ofender al patriciado con esa palabra que remonta a la época de Rosas y el caudillaje, que como quisieron Sarmiento y los porteños atrasaron al país 200 años.

Muchos escritores del Interior se pasaron a una lengua urbanizada y pulcra para no ser reconocidos y así se arruinaron muchos.

Sobre todo para dar razón a mi amigo Miguel Federik, el poeta de Villaguay, quien opina que los únicos acreedores al gentilicio de argentinos son los porteños, ya que los demás no lo somos. Respondemos por ser mendocinos, santafesinos, cordobeses, salteños y hasta rosarinos. Somos (vamos al baldón) escritores del Interior. Muchos se han malogrado porque han sido tan cuidadosos que no tienen identidad, son lo que los porteños quieren para nosotros, por más que nos hayamos criado en la selva misionera, en las sierras de Córdoba, en la llanura santafesina o en las islas del delta del Paraná.

Borges escribió: “Queremos no ser menos que el mundo, queremos ser tan desmesurados como el mundo”.* Y cuán desmesurados queremos ser nosotros, hombres que no desistimos de alabar los cielos abiertos, el viento sobre los pinos, el temporal que ruge en los matorrales solitarios, la mirada atenta que busca los pájaros por el aire, los gorriones que roban el fruto de los trigales, la última mariposa que poliniza sobre la alfalfa con sus flores blancas, el cielo que se traga para siempre esa bandada de flamencos de alas rosadas y la gaviota que persigue al arador solo en nuestro recuerdo empecinado en sostener la niñez muerta para siempre.


* “Otra vez la metáfora”, en El idioma de los argentinos, Buenos Aires, 1928.


















AZOGUE Y FALTA*




El azogue se colocaba detrás de los cristales para que la límpida superficie duplicase el universo. La falta es eso que no está, que podría estar, que quizás alguien puede darme para que algo se complete o enriquezca.

Los ojos de Marilyn Monroe, los ojos de María Callas, los ojos de James Dean. No tanto los ojos como las miradas, esas miradas que cautivaron, atraparon, mantuvieron en vilo los corazones, la atención, la memoria de un público que se sintió mirado, abarcado, estremecido.

Dicen que la Callas podía cortar la respiración de todo un auditorio, un inmenso auditorio, cuando abría los ojos y los fijaba con intolerable fijeza en los espectadores. Hemos visto esa sensual forma de ver con los párpados entrecerrados de Marilyn, y la desafiante mirada de James Dean que hacía suspirar a las adolescentes, temblar a las ancianas.

Quien nada dice permite que el otro diga. Quien ofrece oscuridad pone en la imaginación todas las claridades.

Ellos, que no veían, que compartían una miopía que les desdibujaba el mundo, enfocaban la imperfecta mirada un poco más atrás, más lejos, más profundamente. Sin ver, proporcionaban la hermosa ilusión a los otros de ser vistos en una intimidad perfecta y desnuda. Miradas que no ven, pero que se dejan mirar. Como los ojos inmóviles de las antiguas fotografías que nos siguen atentamente por el cuarto de paredes empapeladas, como los ciegos ojos de las estatuas, como los ojos ciegos de los barnizados retratos al óleo, de los daguerrotipos que han sido hechos para que, mirándolos, nos miremos. Ojos espejo, estanques vacíos que reflejan los cielos que los observan.

Nada decían, sus ojos. Poco veían, esos ojos. Pero se dejaban mirar y confeccionaban sabiamente el ardid de azogues y pozos que duplican las lunas. Creaban las tramoyas necesarias para que lo difuso abarcase a cada uno personal, punzantemente.

Hay quien utiliza el ardid de lo intangible para el engaño, y miente interés en esa mirada crepuscular que no nombra y puede, por lo tanto, ser apropiada por cada incauto que se siente amado, incluido, protegido por la particular preocupación, falsa preocupación, del encantador de serpientes que lanza su red para atrapar adoradores, quizás votantes. El vacío discurso que diestramente permite que cada uno escuche lo que desea oir, los vacíos rostros gigantescos en los carteles.

Pero quedémonos con los ojos de Marilyn, de James Dean, de la Callas. Guardemos la crepuscular maravilla de ser mirados por quien no ve, la excepcional cualidad del lenguaje de decir más para quien lee, de uno, que está leyendo, que de quien escribe. No siempre es horroroso que las palabras sean polisémicas o que los sonidos resuenen en cada cabeza con diferentes ecos.

Esas miradas estaban hechas para ser miradas, y para estremecer por reflejo de los anhelos de los espectadores. Y las canciones, las canciones están hechas para que otras voces las enriquezcan, y mi espíritu, este, mi espíritu, está hecho para que el tuyo le preste luz.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-2007-













Jubileo*



El sol se ofrece generoso.

Con esa luz difícil de explicar.

Los árboles gorjean.

Es la mañana un estreno,

un cofre de seda para guardar

miradas rotas, desencuentros, ausencias...

No irán lejos -sólo las guardamos- son nuestras.

Hay que quedarse inmóvil un momento,

se siente la presencia

de la Presencia.

La soledad de pronto,

puede llenarse con el universo entero.



*De Miryam Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar















*


El mundo del sentido sólo está en la ficción.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com








Inventren






De paso*




Lo pensó así en el momento exacto en que se apeaba del tren: "nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto". Intuía o recordaba que era el título de una canción, una película, un libro... Algo que le venía de remotas regiones de su mente, palabras difuminadas por la resaca del tiempo que ahora, sin motivo aparente, habían salido a la superficie para volver a sumergirse en el olvido minutos u horas más tarde. El hombre ya no era joven. Tenía esa edad indefinida de quienes han vivido en muchos sitios o -pensémoslo despacio- en ninguno. Por eso una frase aparecida de repente en su cabeza podría venir de cualquier parte: La edad mezcla palabras y recuerdos, invenciones y vivencias. Todo es una misma argamasa que se amontona, informe, en los anaqueles de la memoria.
Pero ¿a qué venía esa frase justamente ahora? El traje raído, las arrugas delatoras, el exiguo maletín ¿pueden ser, acaso, la respuesta? El hombre miró al frente. Un cartelito despintado anunciaba el nombre de la estación: "Ingeniero de Madrid". Le resultó chocante, porque él había nacido allí, muy cerca de Madrid; en España, esa España ahora tan lejana como las brumas de un entresueño, que se van desvaneciendo poco a poco cuando despertamos y de las que, al final, apenas queda un vago rescoldo, una cicatriz inexistente.
Tal vez fue ese detalle -pero esto lo pensó ahora, mientras contemplaba el letrero-, el nombre de la estación, lo que le trajo a la mente la frase lapidaria. Porque ¿algún ser vivo recordaba todavía quién fue exactamente ese ingeniero? Cierto que en algún libro, en alguna enciclopedia cubierta de polvo, quizá se reflejase no sólo el nombre, sino incluso también el hecho por el cual este lugar que ahora pisaba había adoptado ese nombre, que -a pesar de todo- no dejó de resultarle sumamente curioso. Pero ¿puede una enciclopedia, por exacta y completa que sea, imitar o suplantar eso que llamamos recuerdo? ¿Son esos artículos, esas anotaciones, una forma de seguir existiendo en la memoria de las gentes futuras? Tal vez, pero, en cualquier caso, una forma distorsionada, infinitesimal. Las biografías las escribe gente viva sobre gente muerta (o gente muerta sobre gente muerta, que viene a ser lo mismo) y quienes las escriben no saben nada, absolutamente nada. A lo sumo, una mínima colección de hechos aparentemente importantes, pero que en realidad son irrelevantes o anodinos, puesto que no arrojan ninguna luz sobre la persona biografiada... La única biografía posible la va escribiendo uno mismo, con sus propios actos, y no queda registro en parte alguna...
Vio las vías perdiéndose en el horizonte. Las vías del tren sugieren la infinitud y el desencuentro (Acaso también la infinitud del desencuentro) pero en este caso concreto, además, ese desencuentro resultaba aún más dramático porque dos pares de vías se cruzaban en este punto para ir alejándose después hacia sus respectivos destinos, líneas infinitas que jamás volverían a encontrarse. Y este punto, el único lugar en que esas líneas se encuentran, es una estación erigida en medio de la nada, un punto perdido entre otros puntos igualmente perdidos o inimaginables.
Así sucede -pensó- tantas veces. Tal vez sólo exista un punto, un único punto en todo el inimaginable cosmos, donde sea posible el encuentro. ¡Qué dicha, el encuentro! Y qué tristeza ver alejarse de nuevo los trenes del destino, intuyendo.
Desencuentros... Si lo pensaba con frialdad y atención, fueron precisamente ellos quienes le habían traído hasta este lugar, quienes habían de llevarle adónde iba. Pero ¿dónde iba exactamente? No podía recordar el nombre (si es que tal cosa puede tener importancia en realidad), y no tenía el menor deseo de sacar del bolsillo el papel donde figuraba. Ya habría tiempo para eso cuando el nuevo tren se pusiera en marcha hacia el siguiente destino. La vida es una sucesión de trenes que, en apariencia, nos llevan de un lugar a otro. Sabía que una vez allí tenía que hablar con un tal Pereira o Pereyra, un portugués o brasileño que también -por circunstancias desconocidas y que, en el fondo, no importaban- había venido a dar con sus huesos en ese lugar alejado del mundo y de la historia. (Pero -atinó a pensar más o menos confusamente- ¿hay algún lugar que no esté alejado del mundo y de la historia? De ser así, el tiempo, juez definitivo, ya vendrá a corregir esa desigualdad momentánea, ese error inocuo). Tampoco recordaba, hecho anecdótico si lo miramos bien, cómo se llamaba el lugar del cual venía. De ese triángulo escaleno, sólo el curioso nombre de esta estación solitaria había echado raíces en su memoria. En la estación no había nadie más. De nuevo, estaba solo.
Los desencuentros, sí... Llegan a ser tantos que es imposible recordarlos todos. Y ¿para qué habríamos de recordarlos si sólo pueden producir dolor, desolación? Amigos que se fueron diluyendo en un pasado cada vez más difuso, amantes cuyos rostros apenas son una neblina inconsistente, familiares a quienes no había visto en dos décadas... Y le vino de nuevo esa frase:
"Hablar de nosotros después de muertos- musitó con una sonrisa amarga-. Si al menos alguien lo hiciese cuando aún estamos vivos, si es que en verdad lo estamos". Si alguien. Porque: ¿Quién le brindó una mano cuando su mundo se desmoronaba? ¿Quién le habló cuando precisaba una palabra? ¿Quién estuvo ahí
en esas horas de amarga e interminable soledad, o en esas otras de inasumible derrota? ¿Quién, finalmente, vino a despedirle a la estación -esa otra, ahora disuelta entre las telarañas de un olvido consciente- veinte años atrás, cuando tuvo que partir para no regresar? Para no regresar.
¿Amistad? Palabra casi siempre exagerada para definir relaciones superficiales entre seres humanos. ¿Amor? Ya lo dijo Bécquer: es un rayo de luna. ¿Fidelidad? Palabra horrible y abstracta. Encierra una falacia.
Un día, no muy lejano, de esta estación sólo quedarán ruinas, algunas fotos viejas, tal vez uno que otro recuerdo impreciso como la sombra tenue de un sueño abandonado en las hondonadas del tiempo. De quienes en ella esperaron alguna vez, de quienes tomaron un tren o se apearon de otro, de quienes en ese mismo andén conversaron durante unos minutos, desconocidos atrapados durante un instante en un lugar que ninguno de ellos eligió, ¿Qué será exactamente lo que quede?
Un vacío tan grande como el que ahora veían sus ojos, allí en esa estación inconcebible, era la única respuesta a todas esas preguntas. El hombre suspiró, miró hacia el cielo gris. El cansancio ya conocido vino a posarse sobre sus hombros. Tuvo que sentarse. Tal vez se adormeció. Por eso, no podría decir si vio, o sólo los soñó, a los jinetes que venían cabalgando desde el Sur, lentos, callados, cabizbajos.
De los dos jinetes, el más joven se quedó un buen rato mirando al hombre que dormitaba, sentado en el destartalado banco de madera de la vieja estación.
Hizo un gesto vago de saludo, sin obtener respuesta. Luego miró a su acompañante y preguntó:
- ¿Qué estará haciendo ahí?
Después de un rato, el otro jinete, un viejo de pelo blanco y rostro endurecido por lluvias y sequías y noches durmiendo al raso, contestó sin apartar sus ojos del camino:
- Está esperando.
El joven le mira, incrédulo.
- ¿El tren? Pero entonces tal vez deberíamos decirle...
- Probablemente él sabe.
- Pero si supiera, entonces...
El viejo calla. Deja que la verdad se vaya abriendo paso en la mente del otro. Sólo cuando ya casi le han perdido de vista, cuando el hombre desconocido y la estación abandonada apenas son un recuerdo que se va desdibujando, vuelve a oírse su voz grave, sentenciosa.
- Hay gente que va en busca de su destino; y hay gente que espera. Y también hay gente que hace las dos cosas. Dónde, cuándo, por qué... sólo son detalles circunstanciales, insignificantes. Y ni siquiera podemos hablar de elección. Caminas durante años y un día, sin que se sepa el motivo, los pies se niegan y ya no hay alternativa. Ese hombre -su rostro lo gritaba- se cansó de caminar. Y ahora espera. Nada más.
Y sin mirar atrás, los dos jinetes siguen cabalgando, sin apuro, como si en realidad no fuesen a ningún lugar, como si la única realidad posible fuese el camino que se extiende bajo los cascos de sus caballos. El silencio se ha instaurado de nuevo entre ellos, y sobre la escena, ahora, apenas se oye el rumor de la brisa que recorre, casi con timidez, el inabarcable páramo, rozando al pasar, de forma leve, todo aquello que aun tiene consistencia y que algún día, pronto, sólo será una sombra, un apunte inconcreto en los ajados libros de los hombres.




*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com






-Próximas estaciones de escritura:

PLOMER    
-Por Ferrocarril Midland-

JUAN ATUCHA.  
–Por Ferrocarril Provincial-


***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril Provincial:

JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.  
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.  
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.   
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA. 
LA PLATA.

***

El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril Midland:

KM. 55.    ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.  
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS. 
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.   
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



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