*Foto de Eduardo
F. Coiro. “Mascarón del duquesa de Albania”
*
De a poco, como
ocurren las tragedias silenciosas,
mi cuerpo
comprendió que seguía vivo.
Qué pasó.
Me mantuve de
pie y el cuerpo se mantuvo.
Un contrahecho.
De repente
estaba mar adentro.
Me abracé al
viento y mi cabeza golpeó
contra el
mascarón de proa
del barco más
viejo del mundo.
Yo recuerdo el
ángel de madera, su boca abierta,
la palabra
Albricia debajo de su cara.
Mi cuerpo
sobrevivió a mi muerte.
¿Qué
significaba la palabra amor?
Ahora vengo a
celebrar con mi fantasma
su poca
idoneidad en estos menesteres.
Me canta.
Le canto.
Entre vino y
vino, hablamos de los puertos.
Hay hombres y
mujeres que se levantan
al amanecer
y cantan para
que alguien vuelva.
Bailamos.
Pero bailamos
sin que el roce casual
nos incomode.
El fantasma no
me toca.
Es extraño no
ser tocado por nadie.
No hacer
temblar a nadie.
A veces
recuerdo al mascarón de proa
y repito:
“Albricia”.
Mi vida se ha
vuelto un contrahecho.
Querido Arlt,
lo que queda es
la parte feroz de la joroba.
Mi cuerpo no
entiende dónde empieza.
*De Valeria
Pariso.
-Valeria Pariso nació en la
Provincia de Buenos Aires. Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el
nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la
persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta
casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la
noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza"
(2017) Editorial Detodoslosmares.
En el año 2014
crea, en Bella Vista, un ciclo de poesía destinado a la lectura de poesía
contemporánea entre vecinos que continúa coordinando en la actualidad,
incluyendo fotografía a cargo de Karina Giglio y música a cargo de César Jorge.
Coordina
talleres de poesía.
Sus blogs:
MÁS ALLÁ DE LO INNOMBRABLE…
*
Ayer fuimos
arena de desiertos lunares,
fuimos bosque
que espera los rumores del viento.
Luego nació la
era en que se abren las flores,
llegó la
primavera con su vértigo eterno.
Fuimos la avena
que germina, la naciente alborada,
el tallo que se
eleva en busca de la aurora.
Como ángeles
indómitos abrimos
nuestra piel al
aullido de las olas.
Ciegos, nos
embarcamos con rumbo a la aventura,
todo el mar era
calma, todo el cielo promesa.
Todo en el
horizonte azul era un remanso
sin nubes de
alquitrán oscureciendo el alba.
Desde distinto
puerto nuestras naves zarparon
cargadas de
esperanza, de ilusiones repletas.
Se alejó de la
costa nuestro sueño dorado,
mar adentro las
olas fueron embraveciéndose.
Navegando entre
rocas fuimos perdiendo el rumbo.
La fe de las
bodegas se nos fue consumiendo.
La resaca nos
trajo veladas decepciones.
La noche se
acercaba y el mar era un desierto.
Azotes de la
espuma de las playas vacías
fueron preñando
el cielo de grises nubarrones.
Hoy todo es
abordaje y mar bravía,
todo es fiero
oleaje, marejada cruel sobrevenida.
Hoy todo es un
relámpago violento y desbocado,
todo un trueno
incesante de furia y torbellinos.
Anochece a lo
lejos y nada es la respuesta.
¡Sin brújula ni
estrellas! ¡Con las velas en llamas!
Hoy somos
peregrinos en sendas paralelas
(los estrechos
caminos de los sueños perdidos)
Hoy somos los
jinetes del agrio desencanto,
las aves que
perdieron sus alas en el viento.
¡A la deriva,
amor, a la deriva!
Pero el alba se
acerca y la tempestad cesa,
se aleja el
vendaval hacia nuevos naufragios.
Hay un puerto a
lo lejos, nuevas naves esperan
nuestro peso de
espiga que aspira a ser paloma.
Nuevas naves
celestes ajenas a los restos
de los antiguos
sueños ahora desmantelados.
Nuevas naves
doradas ansiosas de futuro
sin lastres ni
equipaje ni rutas prefijadas.
Es hora de
partir, de quemar el velamen
de las viejas
goletas que al caos nos guiaron.
Es hora de
zarpar, nuestro es el horizonte,
nuestra es la
claridad que se derrama.
Es hora de
zarpar, todo está en calma.
¡Oh, dulce amor
entre las dulces olas!
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Objetos
perdidos*
*De Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Uno
Había una silla
junto a la ventana. El calor se extendía en la pequeña estación de autobuses.
Los pájaros eran infinitas figuras antes del vuelo. Un vaso sudaba su fiebre en
la penumbra. La humedad del vidrio dejaba su huella en la mesa. Inútil
esperanza porque era puro despojo, cosa inútil e inacabada. Las moscas formaron
una nube inestable. Volátiles se movían en la escena. "Ayer dejaron
algo", dijo el viejo. Su compañero de trabajo —un muchacho— se acercó. El
primero se balanceó en la mecedora. De gimnasta su vaivén por la precisión y el
tino: los pies al aire y luego al suelo. Una secuencia donde destacaban la
espalda, la camisa a cuadros y los pies alumbrados. Los pájaros, contraste
entero del viejo, estaban prendidos al esqueleto de un árbol y desde ahí, al
unísono, medraban. Los dos presentían nubes pero, por una absurda superstición,
no lo decían. Las palabras del viejo, inacabadas todas, aún perduraban como la
estela de humedad en el vaso. "¿Qué dejaron?", preguntó el muchacho.
La mano fue al vaso, pero no para beber, sólo era distracción del tacto
mientras llegaba la respuesta. El viejo se levantó: imagínese su lento andar,
su respiración que apenas rompía el silencio. La silla conservó la inercia del
movimiento y su sombra anegó una parte del suelo. El viejo abrió un cajón y
señaló con solemnidad un sobre amarillo. La mirada quedó ahí, en todo el
cuerpo, vibrante y estancada. El muchacho abrió el sobre. El contenido era una
hoja y una leyenda: "Vendrán más cosas". Remiró la frase. Las palabras
eran tres pájaros en la escena. En una delgada rama los imaginaba, listos para
volar una vez seca la tinta de sus alas.
La labor del
muchacho era vender los boletos de la única corrida del día. También, desde
hacía meses, cuidaba al viejo. Alguna vez pensó que no llegaría el camión: un
derrumbe en la carretera, una avería en las llantas, una jauría de asaltantes
despachando a los pasajeros. Entonces, como es natural, pasarían el día
aturdidos, sin nada qué hacer, como estancados peces. "¿Quién dejó el sobre?",
preguntó el muchacho. "Cuando llegué ya estaba aquí", respondió el
otro. Imaginaron una broma fruto, quizá, de la ociosidad: un adolescente de los
alrededores, con pluma en mano, garabateando en la noche una hoja en blanco.
Después, oculto en la penumbra, oscuro gato en la ventana. Habría caminado,
leve, al escritorio. La luna alumbraba el sobre y, seguramente, el intruso, en
un solo acto, se habría dirigido al cajón repleto de lápices y sellos para
dejar su anzuelo.
Al siguiente
día llegaron a la estación muy temprano. El viejo estuvo un rato en la calle,
ensimismado en el horizonte. Una conjura eran las nubes. Apenas empezaba la
trampa del calor. Como endebles sustitutos el humeante café, los sorbos que
avivaban y se repetían. El vaso, en el mismo lugar, ahora libre de humedad por
la acción del tiempo. Los dedos del muchacho se acercaron a los cabellos para
distraer el nervio. Los pájaros como parroquianos, como en una cantina sus
trinos. Acomodaron las sillas. Barrieron la entrada. Verificaron la hora en el
reloj. En una hora llegaría el camión. El sobre seguía en el mismo lugar como
animal en silencio, interrogante.
Evitaron
acercarse al escritorio. Los dos eran nerviosas moscas alrededor. Imagínese una
mezcla confusa de aprensión, duda y silencio. El sobre era un estorbo, pero no
lo podían quitar del escritorio. Su lugar en el mundo, para ambos, era estar
ahí, confusos, revoloteando. "¿Qué pasa?", dijo el muchacho. "El
sobre", murmuró el viejo, molesto.
Transcurrieron
varios minutos. Las calles encendieron sus piedras, los pájaros se
volatilizaron en el resplandor de la mañana.
Más tarde llegó
el camión. Imagínese un barco salitroso, lleno de agujeros, haciendo agua por
todas partes. Una cordillera de nubes dejaba a su paso: polvo flotando sobre
polvo. El camión detuvo su marcha entre resoplidos. El chofer bajó y estiró las
piernas. De juguete, la estación, por la lejanía. El chofer se acercó al viejo:
–Algo raro
ocurre en estos días –dijo oteando el horizonte.
–¿Qué pasa?
–preguntó el viejo.
–La niebla baja
más. Casi todo el tiempo tengo las luces prendidas.
–Será la época
del año.
El chofer
suspiró. Los disparejos bigotes eran leve huella sobre los labios.
El viejo miró
el esqueleto de un árbol. Las descubiertas manos temblaban. Sus ojos, quizá por
inercia, enfocaron al suelo. Y los escasos pelos de su cabeza, encendidos por
el sudor, coronados por el mediodía. Sin saber por qué sintió lástima por el
chofer, por la corbata azul, por los zapatos llenos de polvo. Los pasajeros,
medrosos como los peces, permanecían en silencio tras las ventanillas. Un par
más se unió a los aglomerados. Casi inmóvil el ámbito allá adentro. El chofer
abrió con dificultad la compuerta para las maletas. El reloj indicó la partida.
El camión reanudó su camino impulsado por su lluvia de polvo. Un lago en reposo
era la sombra de la silla y lo vadeaban, indecisas, las moscas.
El muchacho
tomó la libreta, abrió el cajón con las monedas y verificó la cuenta del día.
El viejo dio unos pasos en dirección a la calle. Contempló, dios devastado, sus
dominios: no había nadie. Y entonces prendió un cigarro. Las volutas, en un
primer impulso, flotaron desvalidas, buscando agotar el tiempo. Pero su
deshilache fue severo y sólo quedó la respiración del viejo, entrecortada, como
agobiada por un largo esfuerzo. En aquel paraje, pensó el muchacho, la gente
entretenía los ojos en lo nimio, en lo absurdo, en lo descompuesto. Las escasas
personas que compraban boletos se sentaban en una banca de metal blanco y
miraban la carretera, resignadas. Imagínese un hato de bestias que esperan la
muerte; un montón de peces boqueando, asfixiándose lentamente en el aire.
Ensimismado en sus meditaciones estaba cuando escuchó la voz del viejo:
"Mira, encontré algo". El muchacho regresó a galope. Los dos se
acercaron, de nuevo merodeadores. A una prudente distancia encontraron una
chamarra de color verde.
Dos
Esa noche el
viejo soñó que abría la puerta del local. Con luminosas nubes la mañana,
blanquísimas por el sueño. Encontró una caja de cartón, de color amarillo, sin
identificación. Se acercó con tiento, midiendo los pasos, la respiración y los
latidos. La miró un buen rato bajo la luz muerta de una lámpara, sin atreverse
a ejecutar un movimiento definitivo. Enfiló el temblor de los dedos a las
llaves, sopesó el filo y, una vez seguro, cortó la cinta adhesiva. La caja, a
punto de develar su secreto, emitió un crujido. Era lenta puerta que se abre,
demorada quizá por goznes demasiado espesos. Entonces los ojos se hundieron en
la caja, en el sueño profundo que la contenía y cuyo abismo repetido recordaba
el juego de las muñecas rusas. Imagínese la habitación del viejo, la figura
naufragando en el desorden de la cama; los párpados cerrados, su revuelta. En
el sueño miraba el fondo de la caja y hubo vértigo y náuseas. Una luz empezó a
surgir. El viejo despertó entre sudores, tosiendo, como si humo imaginario
enredara los hilos de su respiración, su pensamiento.
Tres
El viejo y el
muchacho llegaron a la estación con la sospecha afianzada. Los segundos
quitaban vitalidad, aire. Sentían maligno el despunte de la mañana. Presagios
en todas partes. "¿Qué pasará hoy?", dijo el muchacho, pero no eran
interrogantes sus palabras, sólo eran un pensamiento a la deriva, pronunciado
por accidente. Abrieron la cortina y, casi inmediatamente, encontraron sobre el
escritorio varias camisas. En una esquina destacaba la silueta de un sillón de
terciopelo rojo y, junto al bote de basura, una guitarra. Volvió el rito del
café mientras inventariaban. En los cajones descubrieron un reloj-despertador,
un manojo de llaves, una boina de color negro. Revisaron los candados de la
puerta trasera pero no había nada anormal. ¿Qué harían con los nuevos objetos?
El silencio de los sorprendidos acompañaba las suposiciones. "Tendremos
que preguntar en el pueblo", dijo el viejo mientras consultaba el reloj.
"Después de que pase el camión", completó el muchacho.
Reanudaron sus
escasas labores. La guitarra era lamida por el sol. El rojo sillón semejaba una
fruta madura. Las sombras morían en la escena. Mientras llegaba el camión
miraban los nuevos objetos. El pasajero que esperaba no hacía preguntas pero de
cuando en cuando curioseaba. El muchacho se abanicó el rostro con una revista,
imaginó probables lugares para preguntar: la cantina, la única peluquería, el
casi deshabitado palacio municipal. El viejo, por su parte, se enfocaba en la
razón por la cual las pertenencias eran abandonadas. Ya no era una broma, la
manía de un adolescente urgido de notoriedad, ni siquiera una provocación
ingeniosa. Era algo que trascendía lo superficial, que buscaba una explicación
profunda. Imagínese a los dos desconcertados, azuzando sus escasos
pensamientos: avivaban con teorías sus imaginaciones que vagaban en despoblado,
sin nada a qué asirse, como malabares en el aire. El viejo bosquejó una fila
conformada por todos los habitantes del pueblo. La fila, muy recta, ocuparía
varias calles. Todos cargarían algún objeto. Algunos, por el tamaño de sus
pertenencias, utilizaban diablitos. Tal vez no hablaban entre sí, como si el
evento fuera algo cotidiano, ordinario, incluso tedioso. La clave, quizás, era
la relación de las personas con lo que abandonaban: un mal recuerdo, una
memoria dolorosa, por ejemplo: muertes, divorcios, alejamientos. Entonces quiso
encontrar los vínculos del sillón, de la guitarra, de la chamarra verde, de
todo lo restante. Pero la mente se enfangaba en decenas de suposiciones. Como
abrir una caja y encontrar una caja más pequeña que contiene, a su vez, otra.
Pasaron los
minutos. Tan entretenidos estaban que apenas atendían el calor y al único y
paciente pasajero. Los pájaros trinaban en un inútil llamado a la lluvia. Las
cosas, una vez más, eran derrotadas por el sopor y por el tiempo. Con el
retraso habitual llegó la única corrida de la jornada.
El chofer bajó
del autobús. Se acercó trabajoso a la oficina. Saludó al muchacho y firmó su
hoja de llegada. El viejo apenas atendía la operación, ensimismado como estaba.
El chofer le dijo:
–Casi no hay
pasajeros
–Disminuyen todos
los días.
–Si no mejora
esto cancelarán la ruta.
Las palabras
del chofer eran serenas, probablemente lo reubicarían en otra línea de
autobuses, algo habitual la región. Ya no más aquella parada, ya no más
orillarse en la carretera, intercambiar palabras, recoger a uno, dos pasajeros.
Una breve sonrisa alumbró su rostro.
El viejo remiró
las cosas abandonadas. La mano derecha, los huesudos dedos, rascaron la
barbilla. Después, sin pensarlo mucho, aliviado, como si se estuviera
confesando, dijo:
–Han estado
dejando cosas.
–¿Quiénes?
–La gente.
–¿Objetos
perdidos?
–Así parece.
El chofer se
encogió de hombros. Mordisqueó las puntas de sus bigotes. El tedio ganaba a la
curiosidad, mejor irse para evitar la creciente niebla en la carretera. Se
despidió.
El camión
reanudó su camino.
El viejo y el
muchacho observaron las huellas de las llantas. Imagínese un par de pajarillos
contemplando el infinito desde una rama. Después volvieron a la oficina,
acomodaron cosas, calcularon la cuenta del día. El muchacho fue a la puerta y,
por no dejar, verificó la cerradura y el candado. Incluso trató de vislumbrar
huellas en la mesa y en las sillas. Miraba todo de cerca esperando un golpe de
suerte, una aproximación novedosa, para encontrar alguna señal. El viejo,
cansado, le dijo:
–No vale la
pena.
–Vamos a
investigar –dijo el muchacho.
Se dirigieron
al centro del pueblo. Imagínese al viejo renqueante, farfullando en su mente el
interrogatorio. ¿Quién fue? ¿Es un movimiento organizado? ¿Quién o quiénes
podrían ser los sospechosos? El joven, por su parte, pensaba en el fracaso, en
no descubrir ningún entramado, ninguna conjura. Su rutina sería alterada por
más objetos. A lo mejor los podrían vender. A lo mejor podrían abrir una nueva
oficina, más grande, para las cosas perdidas. No quisieron comentar la probable
cancelación de la ruta. El joven podría emplearse en otros trabajos, quizá
viajar a una ciudad grande.
Apenas
encontraron gente en las calles. Había más perros que humanos. Los perros eran
casi iguales, negros, de orejas afiladas, costillas expuestas en los tristes
esqueletos. Algunos, belicosos, se disputaban los restos de la basura. La
cantina, antes encendida por sus vivos oficiantes, estaba abandonada. Sólo
oscuras moscas en el reflejo de los vasos. Ceniceros extrañando su humo,
botellas añejando sus fondos cenagosos. Los autos estacionados parecían
detenidos en el tiempo. La ropa tendida en las azoteas se agitaba con el
viento. Fino polvo rodeaba todo.
Después de
varios minutos de marcha llegaron a la plaza principal. La tienda de abarrotes
tenía algunos clientes. Una viejilla sobaba las cuentas de su rosario. No
tuvieron que buscar mucho para dar con el alcalde. Estaba sentado en una de las
bancas de la plaza. A un lado una paloma picoteaba el suelo. Su traje,
arrugado, apenas contenía su figura. Sus zapatos eran grises de tanto polvo. El
muchacho y el viejo saludaron.
– ¿En qué los
puedo ayudar? –dijo el alcalde.
– Verá...–dijo
el muchacho pero no encontró palabras para seguir.
El viejo
intervino:
–Han estado
dejando cosas en la oficina.
–¿Quiénes?
–No sabemos,
cuando abrimos en las mañanas las cosas ya están ahí. Hay de todo, muebles,
ropa, hasta una guitarra.
El alcalde miró
fijamente al viejo. Suspiró y se abanicó torpemente el rostro. La paloma voló a
un árbol.
El alcalde dijo
que no había que hacer mucho caso. Dijo que era una broma quizá llevada a más.
Dijo que los suicidios habían aumentado, también la migración, los desplazados
por la violencia creciente en los pueblos cercanos. En resumen: el pueblo se
estaba despoblando. El viejo y el muchacho percibieron, sin embargo, algo
impostado en su voz, como si el alcalde hubiera estado al tanto de su visita.
Las generalidades de sus respuestas parecían, más bien, mentiras rudimentarias,
gestos que buscaban despachar lo más pronto posible las preguntas. Se sintieron
ridículos. Imagínese al alcalde, esforzado actor, ensayando sus respuestas en
la noche, frente a un espejo. Y a pesar de todo el esfuerzo, de la obstinada
memorización, no había logrado engañar por completo a su público. Y como no
había nada más que hacer, una palabra para convencer, al menos para agradar, el
alcalde se sumergió en el silencio apenas roto por algún auto, por el aleteo de
la paloma. El muchacho y el viejo se despidieron.
De regreso
hicieron más preguntas. Entraron a tiendas, preguntaron a dispersos peatones.
Pero sólo encontraban rostros incrédulos, miradas que se regodeaban en su
vacío. Parecía que todos se habían puesto de acuerdo. Parecía que, tras sus
palabras, latía una verdad pura, incorruptible, secreta. ¿Por qué era vedada
sólo a ellos? El nerviosismo reemplazó la incertidumbre. "Vendrán más
cosas", pensaron y recordaron la hoja de papel y su misterio.
Cuatro
El viejo no
había podido dormir bien y, varado en su cama, remiraba el techo. El insomnio
pesaba aún en sus párpados. Se vistió, desayunó frugalmente y enfiló a la
carretera. El sol aún no encendía las piedras. No encontró a nadie en su camino
y supuso que la gente, por alguna razón, se había quedado dormida en sus camas.
Quizá el cambio de horario. El muchacho, por su parte, había soñado con los que
abandonaban los objetos. Pero el sueño había sido desmenuzado por el tiempo.
Imagínese tinta derramada en una carta, letras naufragando, diluidas por la
humedad. En eso se había convertido, por el desgaste, su sueño. Caminó embebido
en sus imaginaciones.
El viejo cruzó
las últimas calles, aguzó la vista y percibió, a lo lejos, la silueta del
muchacho. Algo llamó su atención: la oficina estaba oculta por una montaña. Una
inmensa figura ocupaba todo el horizonte. Cuando se acercó percibió que la
montaña estaba conformada por diminutas partes de distintas texturas y colores.
Apresuró el paso. A medida que avanzaba las cosas se hacían más nítidas: no era
una montaña, era una acumulación que ocultaba, además de la oficina, las casas
cercanas. Incluso sus restos llegaban a la carretera.
El muchacho
estaba en la calle, la entera expresión aturdida, las manos en la cabeza, como
si un dolor creciente lo menguara. El viejo se detuvo a escasos metros de la
acumulación. Había de todo: muebles, electrodomésticos, ropa, fotografías,
envases de cerveza, tapetes. Todo guardaba perfecto equilibrio. Parecía, en su diversidad,
organismo vivo. Miraron incrédulos las casas en la lejanía. En el espacio libre
de la carretera había una desbandada de perros. Los pájaros siguieron la misma
ruta migratoria. Entonces, cuando el último aleteo, cuando los sorprendidos
empezaban a tocar los objetos, la luz del sol comenzó a desaparecer. Parte del
paisaje quedó en anonimato. No había nada que sustituyera la oscuridad: quizás
una estrella, las redondas bocanadas de la luna. El muchacho y el viejo
retrocedieron. Imagínese un espacio vacío, una superficie oscura que se
acercaba y que quitaba sustancia a todo: al aire, a las inquietas respiraciones
de los que atestiguaban. El espacio oscuro, después de engullir casi todo, se
detuvo a unos metros de ellos. Y esperaron.
-Alejandro Badillo.
(Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP),
Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio
Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos
(Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado
Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el
suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y
exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de
minificción.
*
Hemos pasado
tanta vida
dando vueltas
en esta torre
de Babel.
¿Qué hubo
detrás de tu
idioma de agua?
¿Qué símbolos
vedados para mí
nombró tu boca?
¿Cuántas veces
laceré
tu corazón
con mi lengua
de fuego?
Tal vez
el amor
deba prescindir
de la brutal
sentencia de las palabras.
Y fundarse
en una región
deshabitada,
más allá de lo
innombrable,
donde mirarnos
sea, apenas,
comprendernos.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
ADÓNDE VOLVER*
Uno envidia a
quien es capaz de desnudarse, de dejar las prendas y los lenguajes, abandonar
la merienda servida e irse; irse lejos, atravesar países tiempos y gentes.
Todos sentimos alguna vez esa inclinación a soñar con el mar, con los caminos
que se pierden, con horizontes difusos que borren el asfixiante aquí y ahora.
Se puede
viajar, si, es posible disolver la pertenencia en escapadas, en huidas
tempranas o tardías. Es posible cortar las cintas que nos aferran a la tierra,
a la familia, a los amigos. Se puede, aunque sea esta una empresa de personas
marcadas por algún secreto signo que no está visible en la frente.
Lo que perdura
allá en un fondo de pozo con sapo y luna, es el miedo a no tener adónde volver.
La vida entera
es la dificultosa construcción de aquel sitio que nos reciba al fin de la
jornada. Puede que sea un intento fallido; que al acabarse la partida sólo un
gato sigiloso murmure su aprobación solitaria a la viejita olvidada entre muros
silentes, o que por ser el último en abandonar el ferrocarril, el anciano quede
con los naipes en la mano, vacías las sillas de sus compañeros ya desvanecidos.
Pero habrán
tenido puerto para la charla amable o ácida. Habrán hecho sus nudos de amores u
odios donde fuesen reconocidos, donde la familiaridad les prestase un entorno
que sintieran propio, intrínsecamente propio. Odiado puerto, amado puerto el
del fin de la jornada, pero una amarra que nos contiene cuando el embate del
mar. El vértigo absoluto de un viajero es no tener adónde volver.
Y no nos
engañemos, viajamos tanto los que se van y pasan de vida a vida como los que
nos quedamos, y hacemos rutina de veredas fatigadas. Todos debemos retornar a
casa cuando el crepúsculo nos trae. Y algunos, no tienen adónde volver.
Quién escuchará
la narración efímera de los incordios del día, quién compartirá la mesa, quién
respirará quizás en otro cuarto, quizás en otra casa, pero quién respirará
nuestro aire.
En qué lugar
habrá una caja con fotografías de nuestra infancia, quién preguntará cómo
estás, y aguardará la respuesta. Y, si me voy, quién recibirá mis cartas.
El vértigo absoluto
de un viajero es no tener adónde volver.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Duermo con
vista a un pedacito de cielo, una lluvia de infinito cae sobre los sueños.
Me abrigo en el arte efímero de los pequeños momentos.
Entre el
infinito y el instante, fluye la vida.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
RESFA*
Todos los días
Resfa viene a la orilla del mar
se confunde con
las olas
y desciende a
mareas profundas.
Verde,
tembloroso mar,
fría niebla,
negra brisa.
¿Qué secreto es
el que guardas
en tu vientre
mineral?
¡Oh, corazón no
preguntes!
Ya renuncié a
poner rosas
no hay en la
tierra un lugar.
Mis hijos
crucificados tienen santuario en el mar.
Suave niebla,
blanca brisa,
gaviota de luz
al cielo,
viejo viento
compañero,
pongan calor a
su canto
que mis niños
tienen frío.
Aves de día,
bestias de noche.
No han podido,
ni podrán.
La vida no se
maniata.
El amor no se
improvisa
Flota la pena
en el mar, día y noche, noche y día.
¡Que pasen, ya
vendrán otras!
Otras penas y
otro mar.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com
- Resfá:
Personaje bíblico que sentada en una piedra, vela para que los
buitres no
devoren a sus hijos, de día, ni las bestias, a la noche.
SABIDURÍA*
Edipo se acercó
a la Esfinge.
La Esfinge era
hermosa y distante.
Simétrico
rostro de mujer, bellísimo busto, grácil cuerpo sedente de animal de presa.
Patas delanteras extendidas, laxas; patas traseras prontas al salto. Siempre
vigilante, siempre en quietud. Ni dormida ni en movimiento, su calma era la de
quien demuestra soberanía controlando el músculo y el erizarse de los cabellos.
Frágil solidez
de quien no puede darse ni al reposo ni a la furia. Pero desde aquí lo vemos;
no vio esto Edipo en la mujer animal. Le fue dado el temor y la admiración
frente a lo terrible. Y le fue dada, también, la paralizante atracción que
halla su sujeto en quien ha de destruirnos.
La Esfinge
proferiría su enigma, su pregunta afilada, certera, aguda; su pregunta que
condenaría la falta de entendimiento con la ganada muerte.
Edipo lo sabía.
Había realizado su jornada para el lívido momento en que el enigma definiese su
suerte. Y ahora aguardaba. Por un instante miró el cielo por si fuese última
visión, dibujó con ternura la silueta de un árbol en su memoria.
Los ojos de la
Esfinge eran espejos de cristal de roca.
Edipo recibió
el peso del temor a la propia ignorancia, le tembló el pecho frente a la
belleza exacta de ese ser maravilloso de contornos perfectos. La imaginó
invulnerable, casi aceptó como inevitable y lógica, acaso necesaria, la
desaparición de su contingente persona frente a la evidente solidez de la
criatura.
Este
inabarcable ser semejaba conocer los secretos del universo. Su calma merecía
ser producto de su seguridad.
Y la Esfinge
ejerció la veladura del silencio para mentir sabiduría.
La Esfinge,
inmóvil como los dioses frente a la agitación de los hombres, ocultó su
ignorancia con la lejanía de una máscara hueca, la arrogancia de una pose
estatuaria. Su silencio no era otra cosa que un oscuro despojo, un muro que
protegía la nada. Mostraba sólo lo pasible de causar admiración, ocultaba el
vacío del centro. La Esfinge nada sabía, nada comprendía, y era, como nosotros,
hábil para la destrucción pero negada para el acto generoso de crear.
Su majestad no
le permitía dudas o inaceptables cuestionamientos.
Estaba
condenada a las sentencias y a la brevedad. Si no hablaba, no se advertiría su
carencia. No mostraría la cera en la grieta del mármol, no permitiría cercanías
que pudieran propiciar el hallazgo de la imperfección.
La belleza
exacta no se arriesga a mostrar el perfil opuesto, curvar el cuello, producir
modificaciones en la obra conclusa. La ignorancia no es capaz de quitarse el
velo que cubre su desnudez.
Edipo, que
viendo a la Esfinge veía los ropajes del hierático desprecio; Edipo, quien
siendo un hombre se sentía ínfimo frente a un oráculo certero; Edipo, engañado
por la Esfinge, la creyó sabia e infalible.
Antes de que la
desmesurada voz declamase el acertijo, se daba ya por muerto.
Se alegraba,
quizás, de su cercana desaparición. Engañado por la aparente esfericidad del
monstruo, deseó que su persona imperfecta no manchase la pureza del ser
fabuloso.
Pensó que sería
un honor alimentar al prodigio. Se resignó a su destino, acaso lo satisfizo que
el hilo de su vida fuese cortado por un adversario de tamaña dignidad.
Otro instante
se demoró la Esfinge en plantear el acertijo. Sabía que la teatralidad le era
necesaria para no desmoronarse. La ejercía con impecable oficio.
Con voz de
Sibila, de Oráculo, con voz de Ídolo de bronce y pedrería la Esfinge desplegó
las palabras que serían su derrota.
No era el
enigma un cofre inviolable. Edipo halló la llave. Con íntima desazón Edipo
halló la llave. Con alivio también, pero con desazón Edipo desató el nudo de
palabras.
Y se alejó
luego de contemplar cómo se despeñaba la Esfinge desde lo alto de la Acrópolis.
Pensó "no he de despeñarme yo por una falla, no he de morir por orgullo ni
ceder a la tentación de la soberbia, y no he de confiar ingenuamente en la
sabiduría de las estatuas".
Lo olvidó
luego, como a todos los alumbramientos que nos proponemos tallar en la memoria.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Creo que es
maravilloso salirse por fin de uno mismo y ser otro, creo que tal vez por eso
escribo: para no estar más adentro de mí, para no tener mis recuerdos y mi vida
y mis miedos y mis absurdos y todas esas horas infinitas desde que a mis padres
se les ocurrió (seguro que ni lo pensaron) realizar un acto automático de
preservación de la especie.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
(Presentará "Wonderland",
libro reeditado por Ediciones del Dock el 22 de noviembre en La Paz
Arriba, a las 19 horas, Montevideo 421, Ciudad Autónoma de Buenos Aires)
Inventren
PARADA KM 79*
De estación en
estación, y todas las estaciones vacías, y todas con lluvia, y todas con este
olor a campo y algunos papeles mojados en los andenes. El campo apenas
adivinado detrás de las ventanillas que no cierran bien y dejan entrar el frío,
las gotas de agua en el vidrio que tiemblan y trazan recorridos oblicuos.
Y yo,
finalmente, yo en este tren que se mueve irremediablemente hacia adelante y más
adelante, y a medida que las estaciones se suceden se va acercando a mi
apeadero, en donde detendré el viaje que para el tren continúa más y más allá,
siempre más adelante y más lejos en esta noche interminable.
El viaje como
una continuidad, un largo camino de aquí hasta allá, y yo que no voy de aquí
hasta allá sino que me bajo antes, en un intersticio, yo que detengo mi viaje
en este tren que va a continuar sin variar casi el peso, sin extrañarme. Yo que
voy descontando paradas, un latido en falso en cada estación, un retorcijón en
el vientre cada vez que tacho en el espacio otro nombre que me acerca a
destino.
Llueve, siento
humedad en el aire, abrigo mojado, pelo húmedo, ronquidos desde otro vagón. El
paisaje que se va, que queda atrás, y más atrás, y fuera de alcance. No hay
luna. No hay cielo hoy, sólo una negrura espesa y una lluvia inevitable.
Lluvia, lluvia
y trenes, y estaciones. Y una mujer sola en un vagón con el abrigo húmedo y una
sola maleta y la mano apretada contra la boca cerrada sobre los dientes
apretados. Yo.
Ya casi, falta
poco. Tomo mi maleta para tener algo en la mano, para convencerme de que es
cierto que me voy a bajar. Me convenzo tomando la maleta y arreglándome un poco
el peinado arruinado por la lluvia. Me aferro a mi maleta porque si esto no es
un sueño el tren va a detenerse y en vez de seguir sentada en un viaje infinito
me voy a bajar. Me voy a poner de pie con mi maleta, voy a llegar hasta la
puerta, voy a bajar al andén y voy a encontrarme con Pedro después de esta
larga, larguísima semana.
Va a estar ahí
esperándome, ya nos pusimos de acuerdo. Con las manos en los bolsillos,
seguramente. Terminando un cigarrillo o mirándome de frente con los brazos
cruzados. Va a estar ahí esta noche, nos vamos a subir al auto, vamos a llegar
a casa y no sé si vamos a decir algo. No lo sé.
Siento ya su
cuerpo sentado al lado del mío en el automóvil, la sensación del tapizado del
asiento, mis ojos fijos en el rosario que cuelga del espejito para no mirarlo a
él, silencioso, a mi lado.
Ya me imagino
en casa, dejando la culpable maleta en el ropero, metiéndonos rápido en la cama
para dormir al menos unas horas hasta que suene el despertador. Veo el desayuno
con el mate y yo otra vez usando las pantuflas y el pullover rojo que quedó en
el ropero.
Otra estación,
ya casi. Si fuese de día seguramente podría comenzar a reconocer parajes y
alguna casita rodeada de árboles. Pero no veo nada. Nada de nada.
Mamá me dijo
que una se casa para siempre y que los hombres tienen sus cosas y que la mujer
tiene que aprender a manejarlos. Y dijo mamá que cada esposa con su esposo y
cada carancho a su rancho y que la vida es esto y no cuentitos de princesas y
zapatos de cristal. Le dio vergüenza que yo haya escapado de mi matrimonio y
haya vuelto al pueblo. Se reía con las vecinas pero a mí me congeló con los
ojos fríos cuando me abrió la puerta. Ella habló con Pedro por teléfono y que
si, que claro, que me mandaba de vuelta que las cosas se arreglan entre marido
y mujer y basta de pavadas.
Es la próxima
ahora, Pedro con las manos en los bolsillos seguro, y elevo el cuello de la
campera que no me tapa el moretón pero lo subo igual, no quiero que Pedro vea
el moretón que es como acusarlo y recordar que me escapé.
Ahora sí, en
medio de estaciones y estaciones y estaciones está la parada en el kilómetro
79, ni nombre tiene mi parada, es apenas un intersticio por donde me voy a caer
para siempre para siempre. Y me veo desapareciendo por ese hueco entre campos,
esa grieta entre paredes. Me veo alejándome con Pedro y el rosario colgando y el
color azulado en mi cara que ya no se ve porque se aleja. Se aleja de este tren
que acaba de detenerse.
Me pongo de
pie, tomo la maleta, me subo de nuevo el cuello del abrigo y camino hasta la
puerta del vagón. Estoy caminando en sueños, lo sé. No siento el suelo duro
bajo los pies ni el olor ni los sonidos ni siento mi propio cuerpo. Esto ocurre
despacio y de forma borrosa. Alguien camina con una maleta y es mujer y se
acerca a una puerta del vagón de un tren detenido en una casi estación para
dejarla junto a un casi hombre para que vaya a un casi hogar.
Me quedo. Me
quedo y el miedo desborda, rompe, me hace transpirar en una oleada roja de
pánico salvaje. Aprieto la manija de mi maleta. Me quedo.
Cuando el tren
vuelve a ponerse en movimiento y se sacude, y después se empieza a apurar y al
fin corre sobre sus rieles brillantes de lluvia yo, una mujer con una maleta,
me pongo a alisar los pocos billetes que tengo en el bolsillo, me acomodo en el
asiento e, infinitamente desamparada, sola, sin saber cuál será el futuro,
duermo en una calma de feroz alegría.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Próximas estaciones de escritura:
PLOMER
-Por Ferrocarril Midland-
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN TRONCONI. CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM.
38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.
ALDO BONZI. KM 12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA
DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
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