POEMA CINCO*
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Hubo también en
vida de Alicia reuniones sociales, tés
de locos,
cumpleaños de
nadie destinados a no festejar nada,
liebre de marzo
y sombrerero comiendo pan con
manteca,
lirones que
soñaban con hermanas ciegas en pozos
para dibujar
vacíos.
Y todo parecía
posible.
Que llorara el
niño sin dolor.
Que sonaran
flautas detrás de la ventana.
Que la jarrita
de leche se volcara en la taza y no en el
plato.
Que no metieran
el lirón en la tetera
ni en la sopa.
Había
adivinanzas, remiendos de luna roja sobre el
patio de las
muertes.
Había formas de
matar el tiempo y arrancarle las
tripas sobre
las macetas de malvones
o sobre la
alfombra.
Pero, ¿no habría alguien
en alguna parte?
¿Algún
tiempo nuevo con
agujas que giraran al revés?
¿Algún cielo que no fuera en
ruinas?
¿Alguna luz en el armario
sin heridas?
Ir a ninguna
parte es lo mejor.
No ir.
Ni siquiera
abrir
la puerta del
árbol.
En una libreta
persisten
los nombres
del olvido.
En una agenda
las oportunidades
del fracaso.
Y
sin embargo la otra vez,
esta que sigue,
siempre la otra,
la otra,
la otra.
¿No llorará el
niño sin dolor?
¿No sonarán
flautas detrás de la ventana?
¿No se detendrá
el tiempo
en el instante
como la
traslúcida luz
de un Dios que viene
desde alguna parte?
*( De "Wonderland"
de Liliana Díaz Mindurry, libro que será reeditado por Ediciones
del Dock, Colección Pez Náufrago" y se presentará el 22 de noviembre en La
Paz Arriba, a las 19, Montevideo 421, Ciudad Autónoma de Buenos Aires)
¿ALGÚN TIEMPO NUEVO CON AGUJAS QUE GIRARAN AL REVÉS?
Recuerdo*
Atardecía. Se
asomó por la ventana y observó a un niño cruzar el parque y dirigirse a la
fuente. Recordó una tarde muy parecida, muchos años atrás, en
ese mismo
parque, cuando era niño y jugaba hasta el anochecer. Siguió observando al niño
y encontró algo familiar en él: quizás la gorra, la playera roja, los tenis. El
niño se volvió y dirigió la mirada a la ventana desde donde era observado. En
ese instante ambos desaparecieron.
*De Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
-Texto incluido
en “El caso Max Power y otros cuentos”, publicado por Aurora
Boreal.
Hormigas*
San Vicente,
enero de 1977
Las hormigas lo
perseguían hasta en los sueños. Rodolfo ya no sabía qué hacer con ellas,
avanzaban silenciosas, multitudinarias. Una noche llegó a soñar que, yendo al
almacén, se encontraba con una gigantesca. La hormiga le arrebataba el carrito
de los mandados y le daba dos cachetazos. Se despertó transpirado, y cuando se
pasó las manos por la cara, ya sentado en la cama, sintió que tenía lágrimas en
los ojos. Se levantó al baño dando tumbos, se lavó la cara y volvió al dormitorio.
Intentó recuperar el sueño. Ya no pudo. A la mañana siguiente entre mate y mate
se lo contó riéndose a Lilia, ella lo escuchó atenta.
─ ¿Qué te
parece que hagamos?─ le preguntó.
─ Seguí
buscando el libro de Maeterlink, de ahí vamos a sacar la información que
necesitamos─ dijo él.
─Estuve
preguntando, hasta ahora nadie lo tiene. Mañana cuando vuelva a Buenos Aires
averiguo en otras librerías.
A Rodolfo lo
obsesionaba ese libro donde se hablaba de la vida de las hormigas. Desde que
por primera vez había visto una fila avanzando en un surco perfecto en el medio
del terreno donde estaba la casita, insistía en conseguir ese libro.
La tarde que
las había visto fue apenas unos días después de llegar a San Vicente. Se había
acordado de su padre y el campo. Él habría tenido unos siete años y estaban en
el jardín de la casa donde vivían, en Choele Choel. Mirá Rodolfo este es uno de
nuestros peores enemigos, peor que los del banco, había dicho su papá y se
había echado a reír con una mueca, un gesto que subrayaba la ironía. ¿Sabés lo
que le hacen a los ranchos? Mientras vos te creés que son hormiguitas
inofensivas, ellas se vuelven miles, cuando te querés dar cuenta se metieron en
tu casa y ya no las podés sacar más. Más de un gaucho ha tenido que dejar su
casa transformada en tapera escapando de las hormigas. No hay que dejarlas,
apenas las ves, hay que matarlas.
Tantos años y
no se olvidaba. La imagen de lo que podrían hacer las hormigas en el terrenito
de la casa que había podido conseguir con Lilia, no era algo de lo que pudiera
reírse aunque delante de ella lo intentara.
Había elegido
San Vicente cuando ya no pudieron volver al Delta de Tigre. Habían dado
vuelta todo. No quedaba nada sano. Entonces no tuvo más remedio que seguir con
lo que él llamó su expedición al sur. Se sentaban con Lilia frente a un mapa
abierto de la provincia de Buenos Aires buscando el camino.
─ Nos sacaron
el río pero nos quedan las lagunas, mirá─ le decía a Lilia señalando el mapa─
Buenos Aires está llena de lagunas.
Así habían
llegado una tarde de diciembre. Bajaron del tren y fueron directo a la
inmobiliaria del pueblo. Rodolfo llevaba los clasificados con esa casa marcada.
Apenas estuvieron frente al lugar supo que no se habían equivocado. Unos días
después de la llegada, a pesar de la falta de luz eléctrica, y de tener pisos
de ladrillos y paredes de adobe, la máquina de escribir tenía su lugar sobre la
mesa y sus papeles a los pies de la cama. Los libros que lo acompañaban
descansaban por los rincones, esperando el turno de ser leídos. Cuando había
que comer o dormir las cosas encontraban otro lugar. Estaban cómodos.
Ahora, un mes
después de ese primer día, el sol empezaba a caer en un atardecer caluroso.
Tenía que levantarse de la máquina de escribir para preparar los faroles. Una
vez que encendió los cuatro que usaban dentro de la casa, buscó un cigarrillo y
salió a la vereda a ver si ya volvía Lilia en el tren de las siete y
veinte. Mientras fumaba pensó que ojalá ella hubiese encontrado el libro.
En ese momento pasó un vecino. Lo saludó como cada día que se cruzaban, desde
que él había llegado ahí como un profesor de inglés retirado. Escuchó a su
vecino llamarlo Beto, ese nombre que ya había sido su escudo protector en otro
tiempo. Le dejó una pregunta flotando en el aire ¿cuántos nombres había tenido
en cincuenta años? ¿Cuántas personas habían sido?
El hombre
siguió por la vereda y Rodolfo exhaló una bocanada de humo. No hubo tiempo de
pensar en las respuestas. Miró la calle por la que ahora venía caminando Lilia
a unas dos cuadras. Dio la última pitada, tiró la colilla del cigarrillo y
caminó hacia ella. Cuando llegó a su encuentro la saludó con un beso y le
preguntó cómo le había ido.
─ Si te referís
al libro de Maeterlink, no lo conseguí.
─ Lo demás.
─ Todo bien,
sin novedades─ dijo ella y siguieron caminando hasta la casa.
Llegaron y
pusieron las bolsas con la comida sobre la cama porque la mesa todavía tenía
los papeles y la máquina de escribir. Él le pidió ir al fondo a ver qué hacían
con las mierdas esas. ¿Te parece, ahora? Había intentado ella. Sí, ahora, vamos
a verlas, les eché el veneno nuevo que me dio el ferretero, vamos a ver si
sirvió. Cada uno con un farol en la mano salieron al jardín.
Dos pasos más
allá de la puerta de la casa ya se veían los pequeños surcos que se abrían
formando un abanico. Vieron el ir y venir de las hormigas. Siguieron una
de las filas hasta llegar al hormiguero y ver cómo estaba. Ojalá se hayan
reventado todas, dijo Rodolfo. Aunque la vitalidad de las hormigas que
recorrían los caminos le confirmaban lo contrario. Encontró un palo tirado, si
no se murieron, les doy con esto, miró a Lilia y movió el palo en el aire,
amenazante. El final del camino de las hormigas coincidía con un costado de la
casa para el que Rodolfo tenía planes: el hormiguero estaba justo donde él
pensaba simular un galponcito con cuatro chapas, con una boca en el piso que se
abriría como túnel en caso de emergencia. Si los milicos llegaban a reventar la
casa, Lilia y él tendrían una vía de escape.
El veneno no
había funcionado. Dejó caer el palo y apoyó su farol en el piso. Fue un
quedarse mudo, con la mirada fija en el volcán de hormigas que Lilia iluminaba.
A la mañana
siguiente se despertó apenas sintió el sol que se metía por la ventana, no
había cortinas, lo había visto como una ventaja, no necesitaban despertador.
Era sábado y Lilia podía seguir durmiendo. Se levantó y puso la pava a fuego.
Tenía que seguir escribiendo la carta, faltaban tres meses para el primer
aniversario del golpe, tenía doce semanas para escribir y corregir todo lo que
hacía tanto le daba vueltas adentro, una realidad apenas creíble. No esperó a
que el agua estuviera a punto, se sentó frente a la máquina de escribir que del
suelo subió a la mesa.
El repiqueteo
incesante no logró despertar a su mujer. Buscó una carpeta que había dejado en
la silla, busco anotaciones, las leyó, volvió a sentarse. El silbido de la pava
indicando que el agua ya no servía para tomar mate no logró frenarlo.
La carta iba a
marcar su vida, lo sospechaba. No sería sin consecuencias. Tendrían que volver
a mudarse, seguir hacia el sur. Pensaba en eso mientras escribía pero un
impulso más fuerte que todo el dolor que había sentido lo empujaba a seguir.
Pensó en su hija, en Viqui, resistiendo con su risa y su camisón sobre la
terraza metralleta en mano. Borró el recuerdo que había construido gracias a
los dichos de otro. Si no lograba mantener la angustia a raya no iba a poder
seguir. Se secó una lágrima impertinente y se levantó por fin a apagar el
fuego.
Esa noche Lilia
lavaba los platos de la cena de espaldas a Rodolfo. Se secó las manos en el
repasador y se acercó a la mesa, pequeño pero testigo fiel y mudo del tecleo
incesante de la máquina de escribir.
─ ¿Terminaste?
Por toda
respuesta él la tomó por la cintura y le dio un beso en los labios. Ella lo
dejó hacer. Los dos volvieron a mirar sobre la mesa. Cinco copias de la misma
carta descansaban allí.
─ Es la primera
versión, tendría que seguirla revisando y agregar algunas cosas, datos que me
faltan.
─ ¿Y qué va a
pasar cuando esté lista?
─ La voy a
llevar a los diarios y a algunos amigos que saben dónde entregarla
Ella se acercó
a la última hoja, leyó en voz alta: Rodolfo Walsh y el número de su documento.
─ ¿Así con
firma? ¿Estás seguro?
El notó el
arrepentimiento en su mirada. La conocía bastante como para saber que hubiese
querido no preguntar. Se le escapó.
─ Sí.
Lilia aguantó
las lágrimas. Él se dio cuenta, no dijo nada, carraspeó. Se dispuso a meter
cada carta en su sobre, mientras Lilia se iba al baño. Tardó en salir aunque
nada se oyera en el silencio de la noche él supo que ella lloraba.
Lilia salió y
se encontró a Rodolfo fumando en la ventana, se acercó y lo abrazó por detrás
apoyando la oreja izquierda en su espalda. Rodolfo sentía su corazón latirle
apenas en un ritmo más acelerado e imaginó que ella también podía notarlo.
Terminó el cigarrillo, apagó la colilla en el cenicero y se dio vuelta para
abrazarla.
─ ¿Vamos a
dormir? ─ preguntó él
─Vamos ─ dijo
ella una vez más.
*De Victoria
Mora. mvictoriamora@yahoo.com.ar
-VICTORIA
MORA nació en Buenos Aires en 1979. Es psicoanalista, docente y narradora.
Ha participado en jornadas y publicado trabajos entrecruzando psicoanálisis y
literatura. Entre otros reconocimientos en 2012 ganó el primer premio del
concurso de cuentos de la Fiesta Nacional de las Letras de Necochea con
su cuento “El último tren”. En 2013 su cuento “Herencias” resultó uno de los
ganadores del Concurso del 1° de Mayo organizado por la Casa de los
trabajadores de Córdoba. Fue finalista del II Concurso de cuento breve Osvaldo
Soriano organizado por la facultad de Periodismo de la UNLP con su cuento
“Huellas” (2014). Su microrrelato “Masacre” recibió una mención en el Concurso
Provincial de Murales Literarios (2014). En 2014 publicó su primer libro
de cuentos Un mundo oscuro por editorial Llanto de mudo. Recibió la 2° Mención
Especial en el Certamen Literario La Pluma Azul con el cuento “Cementerio”
(2015). En 2016 fue finalista del Concurso Literario Periodismo y Terrorismo de
Estado organizado por la Facultad de Periodismo de la UNLP con el cuento
“Hormigas” y una de las ganadoras del Concurso El lado oscuro del
conurbano con su cuento “Basural” (Jurado Osvaldo Bayer, Vicente Zito Lema y
Damián Snitfiker). Formó parte de la Colección Pelos de Punta. Colabora
con la revista digital Kundra y con el sitio de reseñas Solo Tempestad. Este
año su libro Un mundo oscuro se reedita por la editorial Peces de Ciudad.
*
Y heme aquí
ahora
pronunciando
palabras tópicas
cuando lo que
en realidad deseo
es llevarte
lejos, a la soledad de las montañas
y hablar de ti
y de mí y de las noches rumorosas
llenas de aves
y volcanes y estremecidos aguaceros;
experimentar a
tu lado la frescura de las brisas matinales,
la incomparable
magia de los amaneceres pirenaicos,
explorarte en
la tibia intimidad de una tienda de campaña
o besar el filo
de tu piel a dos mil metros de altura,
junto a la
indómita quietud de los lagos.
Y tú, mientras,
ahí, al otro lado del cristal,
mirándome de a
ratos y cautivándome con tu sonrisa
y respondiendo
con palabras
cuando sabemos
que sólo puede hablarse
con los ojos y
las manos, con la piel y con la sangre.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
- 1994-
LA POESÍA Y LOS
POETAS*
¿Para qué sirve
un poeta?, se interrogaba Isidoro Blaisten. Según cómo se formule la pregunta,
podríamos agregar que para nada. Pero el poeta es el único que no ve pasar el
cadáver de su enemigo frente a su casa. Ve pasar su propio cadáver.
Ya lo escribió
el gran poeta alemán Angelus Silesious tan caro a Borges: “La rosa es sin
porqué”, y no puede interpretar que la belleza no tiene lugar en el mercado,
suponiendo que existiera un mercado para ello. Y suponiendo que la poesía –de
eso se trata— pudiera tener una definición o un fin práctico en el mundo donde
todo se pignora, se canjea o se transforma en una triste mercancía.
Tenemos en las
artes muchas formas de desinterés, pero ninguno tan despojado, último gramo de
intemperie sin fin a la que apelaba Juan L. Ortiz y que no es otra que la
poesía. Alejada de los halagos, confundida con la confesión y lo subjetivo,
nadie puede vivir sin ella, aunque sea una sola vez en la vida. Aun los
socarrones que la ignoran y la insultan, porque ante una mujer bella se puede
decir “es un poema”, escribió Blaisten, no se dice “es una comedia festiva en
un acto, es un entremés”.
¿Quiere decir
lo más alto? Y si es así, ¿por qué Pedroni decía que era “un arte de bajo
precio”?
La poesía es
palabra en el tiempo, decía Antonio Machado. O como escribió mi amigo Juan
Manuel Inchauspe: “Nosotros sabemos que el poema es un objeto hecho de palabras
trabajadas a lo largo del tiempo, vividas con el cuerpo, rescatadas por la
memoria”, no dice que se puede llegar a ella en tres lecciones en un taller
literario al uso.
Tal vez la
poesía, o mejor sin tal vez, la poesía es la palabra que se amasa con las
vísceras y –como temía Blaisten—tal vez llevara a la locura, y él llegó a ser
un perfecto cuentista porque no se animó a seguir escribiendo poesía. Pero de
algún modo era un auténtico poeta, a juzgar por cómo trató al idioma respetando
sus matices, hasta los más íntimos, hasta los más leves, hasta los más
secretos.
También supo
escribir: “Terca la memoria olvida. Y estoy autorizado a creer que lo obvio es
la lucidez de un fantasma”.
Ya lo escribió
Cesare Pavese brillantemente, para que lo supieran para siempre: “Es necesario
saber que no alcanzamos nunca a ver las cosas la primera vez, sino solo en la
segunda. Entonces las descubrimos y las recordamos”.
También estoy
persuadido de que solo los que frecuentan los poemas de los grandes, inmensos,
inalcanzables poetas de todos los tiempos son los verdaderos lectores del
mundo. Los que se apoyan en la trama, en la argumentación lineal de un texto en
prosa cabal nada tienen que ver con ser lector.
Nada menos que
William Faulkner, entre otros grandes, puso en primerísimo plano a la poesía. Y
supo escribir: “Yo empecé con la poesía, lo más perfecto, lo más sublime y
fracasé. Pasé al otro género casi tan riguroso: el cuento. Fracasé. Entonces
decidí ser novelista, por descarte”.
Y termino con
este fragmento de las Anticonferencias de Blaisten: “Todos los poetas han ido
escribiendo desde el centro del dolor. Entonces todo ser humano desde el necio
al soberbio va a recordar al suicida que escribió ‘y vendrá la muerte y tendrá
tus ojos’, al fusilado que dijo ‘no le tapen la cara con pañuelos para que se
acostumbre a la muerte que lleva’, y al negado que una vez dijo ‘con el número
dos nace la pena’”.
Para eso sirve
un poeta.
*De Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
ENCUENTROS*
“Esa sonrisa me
ha salvado de llantos y dolores”
Salvatore
Quasimodo
Mi señor. Mi
niño. Mi inmortal amado.
Puedo descansar
ahora, en la cornisa de tus manos.
En los ojos de
sapos. En las langostas.
Puedo acostarme
sin miedo- en llaga viva-Aguas vivas.
Lechos de sal y
ortigas . Bendecida agüita de tu cielo.
Hay una puerta
única que me lleva hacia vos. Si.
Yo se, de
largas lápidas. Borradas. Escondidas.
Agrios vientos
y médanos oscuros.
Infancia de
soledad y espinos y cirios encendidos.
Un puñal
clavado en el olvido. Sementera de sangre.
Una niña, un
niño. Malezas y tigres y serpientes.
Revolcarse,
solos, con una conocida angustia en la garganta.
Había que
perder para encontrarse. Ay, llagas en las rodillas.
Resucitar
espejos oxidados y retratos casi muertos.
Había que
transitar territorios de miedo.
Al final,
mirando la llovizna, vos.
Y peces y
frutos colorados y azulados sabores.
Briosos ángeles
de la guardia. Una urgencia.
Una glorificada
urgencia de la sangre subiendo en marejadas.
Perderte para
hallarte, mi señor mi niño, mi inmortal amado.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com
-13 de
noviembre / 17
UTOPÍA*
Una haciéndose
mujer, no naciendo. Cabeza erizada de preguntas, polleras indómitas, los pechos
siguiendo las lecturas como dedos, para después volcarse, volcarse, volcarse en
esa isla. Una, como isla a la deriva de lo no dicho. Una siempre buscando su
propia lengua en la ajena. Internándose en el amor a primera lectura, en esa
isla de utopía, donde íbamos a encontrarnos en una fiesta y fue no.
¿En algún lugar
del cuerpo, del tiempo, del espacio ha sido si?
Un sí que todo
lo que siguió no puedo destruir. Aunque nadie lo sepa, aunque una tampoco lo
sepa.
Aquí se quedan
la entrañable trascendencia de tantas queridas presencias, reales y de cuento.
Prendidas hacia adentro, cuerpo adentro, bien adentro, fuerza.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
*
La felicidad
sólo puede darse en un reino de paradoja y de ironía.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
Tren fantasma *
Hacía apenas
tres días que Laurita se había mudado al campito del abuelo para transcurrir
sus vacaciones estivales; y, la verdad sea dicha, ya se encontraba bastante
aburrida. Pensar siquiera en las semanas que le quedaban por delante para que
regresara a su casa, sólo acrecentaba su melancólico mal humor. ¿Por qué la
habían castigado de esa manera sus padres, yéndose de viaje a conocer la Isla de
Pascua en una segunda –y acaso vana- luna de miel, mientras ella debía padecer
aquel solitario tormento? Por más que le daba vueltas y vueltas en su cabeza, a
pesar de la notable inteligencia que había desarrollado para sus escasos diez
años de edad, le era imposible darse una respuesta válida.
Deambulaba por
los alrededores sin entusiasmarse demasiado con nada. El paisaje la fastidiaba.
Extrañaba ver televisión, jugar ocasionalmente con la computadora de su
hermano, encontrarse con sus amigas para escuchar música, como haría cualquier
chica de su edad; o simplemente permanecer en su casa, escribiendo en su
diario. Aquí, en cambio, todo obtenía un carácter soporífero. Por más que le
fascinara la lectura, placer que heredara con orgullo de su padre, por el que
llevase consigo de vacaciones varios libros de cuentos, y alguna que otra
novela, no conseguía concentrarse para sentarse a leer -como su papá Augusto le
había prometido que disfrutaría, en un último intento para convencerla de ir a
pasar aquella temporada con los abuelos- trepada en las ramas del coposo árbol
de la estancia, o sin concretar acrobacias, al menos entre sus mullidas raíces,
cubiertas de vegetación. No había caso: el campo la deprimía.
El abuelo había
comprado aquel terreno cuando su papá era muy joven, ni bien clausuraran el
ramal ferroviario de trocha angosta que solía atravesar aquellos campos. Por
entonces, desbordantes vagones de carga desfilaban delante de la otrora
estación, edificio que actualmente constituía parte de las edificaciones de la
estancia familiar. En ese sentido, su abuelo era un purista; había mantenido
intacto el carácter tradicional del inmueble, conservando ciertos detalles
propios como las campanas, las inscripciones en determinados carteles, las
ventanillas… ¡Con decir que la antigua boletería se había transformado en su
estudio particular, y la oficina del Jefe de Estación en su propio dormitorio!
Aquellos
detalles resultaban por completo superfluos para Laurita. Ella era curiosa por
naturaleza, aunque su atención no pudiese mantenerse en pie durante mucho
tiempo. Se cansaba fácilmente de las cosas, por lo que solía aburrirse bastante
seguido. Y en el campo era peor. Por eso, a los tres días de estar allí, ya
había recorrido todo lo que le resultara de interés. Tendría que hallar algo
que la sorprendiese de verdad, a fin de no llegar a pensar seriamente en
colarse en el primer vehículo a motor que apareciese por allí, ocultarse debajo
de alguna manta o cajón, y fugarse con enorme prisa hacia Buenos Aires, a la casa
de alguna amiguita o pariente que la cobijara con excesiva discreción; ya vería
dónde.
El hecho
sorprendente llegó de la mano de Teresa, la cocinera de la estancia, mujer
enorme tanto de cuerpo como de corazón. La mañana del cuarto día, al comprobar
el rostro compungido y de mirada triste que Laurita presentaba por encima de la
humeante taza del desayuno, Teresa se acercó hasta ella por detrás y le
susurró:
-Una niña tan
seria y bonita no podría andar por ahí con esa cara si supiera el secreto que
yo sé…
Laurita la
miró, apenas motivada frente al imaginable tedio que la aguardaba durante el
resto del día. Teresa continuó:
-Y los
secretos, al ser compartidos con ciertas personas especiales, se vuelven
mágicos…
Aquello venció
cualquier barrera de sospecha que la niña pudiese esgrimir frente a las
diversas motivaciones que la entrañable mujer pudiese formularle. Y la hostigó
a preguntas, sintiendo cómo se desperezaba su inquieto sentido por la
curiosidad. Teresa finalmente, luego de hacerse desear durante unos minutos, le
narró la antigua historia que circulaba por aquellos pagos desde hacía varias
décadas.
A escasos
doscientos metros de la casa, donde las densas ramas de los árboles crecieran
formando un protector túnel vegetal, se extendían en el pasado los rieles de la
trocha angosta del antiguo ferrocarril. Y allí mismo, un tiempo después de
haberse cerrado aquel ramal, comenzaron a ocurrir cosas muy extrañas.
Misteriosas luces que se veían en las noches de luna llena, distantes silbatos
de tren, locomotoras que aceleraban en medio de la noche… La peonada siempre se
asustaba hasta los huesos cuando despertaba del sueño a causa de semejante
presencia, y todos afirmaban que un tren fantasma surgía del olvido, negándose
a detener su marcha, a pesar de las decisiones humanas. Sólo algunos valientes
podían acercarse y jactarse de haberlo visto. Pero para ello, había que llegar
hasta el lugar de la mano de alguien que supiera las palabras mágicas para
convocar a los espectros…
-¿Y cuáles son?
-, exclamó Laurita, olvidada del desayuno, con la mirada fascinada por completo
al escuchar atentamente a Teresa.
-Hay que
pararse debajo de la Cruz de San Andrés y repetir las palabras mágicas que
rezan en ella, haciendo caso de cada una de sus advertencias. Pero una niñita
de ciudad como vos no tendría que ir sola. Podría acompañarte yo, en una de
estas noches. Claro que, mientras esperamos el momento de ir, vos a cambio
podrías ayudarme con algunas cosas que tengo que hacer en la estancia. Juntar
los huevos en el corral, por ejemplo…
Con ello,
Teresa consideró que la mantendría ocupada durante unos días, a fin de que
fueran pasando las vacaciones, retrasando la fecha del futuro encuentro
espectral. A Laurita, en cambio, el arreglo no la convenció para nada. Sin
embargo, ya conocía el hecho fundamental: el corazón del secreto, y la clave
para acceder a él. Y había diseñado su propio plan. Sólo hacía falta que se
hiciese de noche, y pudiera escabullirse sin ser vista.
La emoción la
carcomió durante toda esa tarde. Las horas se demoraban pegajosas sobre la
esfera de los relojes, y a diferencia de lo que Teresa se esperase, la niña no
volvió a abrir la boca respecto de aquel tema. La mujer creyó al caer el sol
que su estrategia de entretenimiento no había dado resultado, y no volvió a
mencionar el tema.
Laurita, en
cambio, aguardó hasta que todos se hubieran acostado, y ni bien dejó de
escuchar los habituales ruidos que realizaban sus abuelos por las noches, se
escabulló fuera de la habitación en puntas de pie, abrigándose con un saco
abierto por encima de su camisón, calzada con sus resistentes ojotas todo
terreno, y salió de la casa por la puerta de la cocina. Una vez que se hubo
alejado unos metros de la casa, encendió la pequeña linterna que se había
traído de Buenos Aires, y caminó sin prisa hacia la enramada, bajo la tenue
mirada de las estrellas.
Soplaba una
fresca brisa que agitaba levemente las ramas de los árboles. Aquel rumor la
inquietaba, aumentando la sensación de soledad que experimentaba de golpe,
aunque al mismo tiempo la impulsara hacia la aventura; como si lo desconocido
muy pronto le deparase una sorpresa inimaginable. Avanzó entre los pajonales y
los ruinosos restos de la vía, carcomida por el óxido y casi sepultada por el
polvo acumulado por los años, hasta detenerse delante de la antigua señal, cuyo
poste –milagrosamente- aún se conservaba de pie.
Aquello debía
haber sido un paso a nivel, el cruce entre la vía férrea y acaso algún camino
municipal. Allí permanecía, incólume, la cruz acostada, con sus letras aún
legibles, inscriptas en cada uno de sus brazos. Laurita respiró hondo,
fascinada ante la perspectiva de lo siniestro; señaló con firmeza el haz de la
linterna sobre la señal, confiando en realizar los pasos necesarios para
convocar la presencia de los espíritus viales, y recitó en voz alta:
-“Cuidado con
los trenes”……Claro que tengo cuidado, aunque ya no pasen por acá… “Pare”, estoy
parada, “mire”, miro para un lado y para el otro, “y escuche”, a ver, qué se escucha……
La brisa
susurró entre los árboles nuevamente, quizá remedando alguna misteriosa
conversación, incomprensible para quien no supiera entender el idioma; y por un
instante, más allá de los quejidos de algún cerdo trasnochado en los corrales,
nada se escuchó. Laurita sintió que comenzaba a hacer frío, y se estremeció.
Entonces, proveniente de territorios en extremo lejanos, creyó escuchar el
agudo silbato de un tren.
Contuvo la
respiración, temerosa de moverse, aunque un impulso la llevó a mirar en ambas
direcciones otra vez. Sólo al reparar varias veces sobre uno de los extremos
consiguió divisar, en los confines del horizonte, la débil luz amarillenta de
un faro de locomotora.
Se le aceleró
el corazón, y comenzó a reírse entre dientes, sin motivo, víctima de su propia
travesura. El faro se acercaba muy velozmente, demasiado como para que aquella
luz perteneciese a una locomotora real… Y de pronto, la brisa se transformó en
un considerable ventarrón, que agitó las ramas con violencia, asustándola aún
más. El viento le golpeó en la cara, despeinándola hacia atrás, obligándola a
entrecerrar los ojos. Entonces, una negra e imponente locomotora, con el número
0410 inscripto en enormes caracteres blancos debajo de la ventanilla de la
cabina, se le apareció delante suyo en todo su esplendor, con el ardiente vaho
de su motor diesel quemándole la cara.
Laurita gritó,
pero nada se oyó por encima del tronar del silbato y el chirriar de los frenos
sobre unos rieles misteriosamente relucientes, extraídos de quién sabe qué otro
ramal en servicio actual e ininterrumpido. El motor regulaba constante mientras
la formación recorría los últimos metros hasta detenerse por completo. Y en ese
último tramo de recorrido, Laurita contempló azorada el interior de los vagones.
Dentro, hombres
y bestias se debatían en caótico desenfreno. Una luz espectral se derramaba
sobre ellos, emergiendo sin piedad hacia aquella virgen enramada pampeana. Los
caballos coceaban los asientos de madera que aún quedaban en pie, haciéndose
lugar, girando sobre sí mismos, mientras los hombres, semidesnudos, con los
brazos extendidos hacia delante y las caras aterradas, intentaban eludir esos
briosos cuerpos, queriendo escapar de un destino prefijado de antemano.
Relinchos y alaridos ensordecieron la noche, mientras una voz, amplificada por
ominosos parlantes, ordenaba:
“¿Quiénes son
tus compañeros, hijo de puta? ¡Hablá de una vez! ¿O querés que te hagamos un
poco más de `submarino seco´? ¡Hablá!”
Un destello
eléctrico. Olor a carne quemada. Y esos gritos…
La cabeza de un
caballo, con los ojos desorbitados y mostrando los dientes, asomó por el hueco
de la ventana faltante de la puerta más cercana a Laurita, quien temblaba como
una hoja, a punto de orinarse encima, y sin dejar de iluminar con su linterna.
El animal se debatía furioso, sin conseguir escapar del vagón, empujado por
detrás por otro caballo, tan encabritado como él, y por algunos hombres,
pálidos y barbados, algunos “tabicados” con sucios trapos, surgidos casi como
de las imágenes en sepia de un sórdido campo de concentración. Entonces, aún
sin comprender la totalidad de lo que ocurría delante de sus ojos, Laurita
observó que el caballo se retiraba, y que los bordes de aquel hueco del ventanal
comenzaban a derramar un líquido oscuro pero brillante: sangre.
Y antes de que
ella respirase lo suficiente como para lanzar el alarido, la siguiente
aparición la dejó sin aliento.
Forcejeaba con
uno de aquellos hombres, intentando que volviera a meterse dentro del vagón.
Pero su silueta era inconfundible. Y al reparar en su presencia, luego de
dominar al pobre infeliz, la miró de frente, con expresión de reproche, y
absoluta firmeza en la voz al exclamarle:
-“¿Qué estás
haciendo acá vos???”
Y Laurita,
antes de huir aterrada hacia la casa, estremecida por la inexplicable presencia
de Augusto, su papá, a bordo de aquel funesto tren fantasma, chilló…
Cuarenta años
después, un alarido similar brota de sus labios -dando comienzo a un cíclico
insomnio que se prolongará durante semanas- al sentarse de golpe sobre su cama,
respirando agitada, rodeada de silencio y de penumbras, mientras los fantasmas
que acudieron aquella noche bajo la enramada, como mudos testigos de …¿un país
que ya no existe?…, aún desfilan erráticos delante de sus ojos, inmensamente
abiertos, aunque cargados de pesadilla…
*De Alberto
Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar
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