*Foto de Jorge
Isaías.
-Fuente:
Reportaje en CultuSur: https://www.youtube.com/watch?v=xwYR8Cw76nc
CUADERNO DE
TAPAS AZULES*
1-
Quedémosnos
dijiste
quedémosnos un
poco más
ahora
y el verano
invadía
los zaguanes
saqueaba los
azahares
no dejaba
enfriar el agua
en los aljibes.
Quedémosnos
dijiste
el mundo es vil
afuera
no hay lluvia
no hay caminos
no hay trenes
sólo una gran
llanura
salpicada
por la sangre
de tanto
derrotado.
2-
Dejábamos esa
noche
nuestro amor
perdiéndose en
las sombras
en la altura de
tus ojos
que eran
comidos por la noche
tus pechos
saltando
entre mis manos
las caderas
dejando
huir mis manos
asiéndolas
tratando de no dejar
huir el
atolladero
de los vientres
el doloroso
sentir
que la
eternidad
me amaba a mí
y era tan
frágil.
3-
Si fuera
posible ahora
desentrañar
sueños antiguos
ríos que
subterráneamente
rodean y aún
besan
las raíces de
los grandes árboles
que unen su
copa
con los pájaros
y el cielo.
Si fuera
posible saber
los misterios
que abren
el esplendor de
tus ojos
que llevan mi
cuerpo
amándote
locamente.
4-
Si supiera
dónde
si supiera cómo
llevarte en un
loco tren
inundándose de
nubes
invadiendo
mis hondos
silencios
sacudidos por
la pena.
5-
Enamorado de tu
vientre
que insume
marañas
y temblores,
lisuras que
arden
como una
pradera en el verano.
Si enamorado de
tus ojos
que tienen el
mar revuelto
cuando amas y
el cielo
enlutado del
crepúsculo,
cuando pasa en
ellos
un suspiro
melancólico
digo, que si
enamorado
como estoy de
cada célula
tuya que
tuviste o amor
de aquellas que
se quedan
para amarme, yo
no pudiera
durar como ese
río
que recorre tu
cuerpo
y maravilla,
digo
si un ciego
amor
como éste mío
–torpe y alto
terminara
el cielo
entonces inundaría
de pus y sangre
nuestro ojos,
dejarían de
parir los animales
y el tenso
crepúsculo
moriría para
siempre.
6-
Estar adentro
tuyo
sentir tus
temblores íntimos
humedades
jugos
calideces que
envuelven
mi hombría
y tus brazos
que recorren
suavemente
mi espalda
donde la luz
lechosa
del cuarto
borra el
espacio
que queda
aprisionada
entre los
cuerpos.
7-
Hoy me asomé
al día
de otro modo.
Hoy tuve que
mirar
el mundo de
otra forma
porque estar
con vos
lima toda la
idiotez
del mismo mundo
con tus ojos
que barren
impurezas,
raíces, hojas
secas.
8-
Hoy
me asomé al
mundo
de otro modo.
Importa poco
si el mundo se
enteró
que vos y yo
anoche
estuvimos
juntos.
9-
Cuando vi
el crepúsculo
incendiándose
hacia el cielo
comprendí
que no era el
sol
ni era el
crepúsculo
allí estallaban
las bellas
estrías
de tus ojos.
10-
Emerjo de las
sombras
bailadoras del
sueño.
Es el alba
o son recuerdos
que vienen con
el alba
y en ella es el
brillo
de tu mirada
que abarca
el universo.
Ese mismo
universo girando
entre las
sombras
las selvas y
las mesetas
que acuchillan
los vientos despiadados.
Emerjo de esa
distancia
fenomenal de tu
saliva
y, huérfano de tus
jugos
quiero gritar
llamándote
sabiendo que
vendrás.
Amo tu cuerpo
blanco
suave
que crece en el
amor
como una valva
inmensa y
protectora.
Amo tus ojos
mojados
por la luz del
mediodía.
Llegaste para
quedarte
Y has borrado
los vestigios
de todas
aquellas
que estuvieron
antes que vos
me iluminaras.
*Poemas
inéditos de Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
COMO SÍMBOLO DE LA FUGACIDAD DE LA VIDA…
-Selección de escritos de Jorge Isaías-
Un crepúsculo
perfecto
Cuando yo era
demasiado chico, es decir, cuando aún no iba a la escuela mi padre solía
llevarme con él por las tardes. Quizás hacíamos algún mandado, pero la mayoría
de las veces cumplíamos su propia rutina.
Con mi madre
también hacíamos algún mandado, pero siempre de mañana y el trámite era siempre
llevado con urgencia. En la casa la esperaban otras tareas, las domésticas que
incluían el cuidado de la quinta y las gallinas.
Con mi padre
era distinto, era verdaderamente otra cosa, siempre más apasionante.
Como en ese
tiempo fumaba unos toscanitos que compraba en el bar de don Marcos Markicich,
lo bueno venía cuando me compraba a mí también...pero de chocolate. Eran unos
bastoncitos riquísimos que don Marcos me alcanzaba entrecerrando los ojos por
el humo del cigarrillo que fumaba con unas largas
boquillas
doradas.
Luego de
tomarse una copa podíamos hacer una etapa en algún otro boliche que nos quedara
en el camino de regreso. Podía ser el del Turco don José Alé o el "de los
turquitos" como le decían al que estaba en la ochava vecina a la
peluquería de Spina "El pobre". Este bar tenía en lo alto un cartel
pintado de celeste con dibujadas letras blancas. Decía, lo recuerdo: Bar
"El cometa" y tenía un dibujo de un meteoro con una cola, todo rojo,
cruzando el cielo pulcro y bobo, y en letras más chicas "de Salvador y
Jacinto Esne".
Ese era el
mundo alucinante y mágico de los hombres, de los mayores, que se tomaban una
copa acodados en el mostrador de estaño, con el sombrero puesto, el pañuelo al
cuello y fumando sus agrios cigarrillos de tabaco negro.
Casi siempre
había una o varias partidas de naipe en las mesas desvencijadas y oscuras.
Salvo mi padre
que no era afecto al juego (hasta el día de hoy sospecho que no sabía jugar a
ninguno), el resto aceptaba el convite. Se jugaba por la copa o tal vez por
alguna moneda. Y si bien nunca presencié alguna gresca, uno siempre se enteraba
si las había y casi siempre por la presunción de una trampa que exaltaba el
"alcohol pendenciero", como diría Borges.
No era raro que
se hablara en esos boliches de los temas excluyentes: el tiempo, la política,
las carreras o el fútbol. Pero también se hablaba de cosechas, es decir del
trabajo.
En algunos de
esos boliches no sería raro entonces que se le preguntara a mi padre adónde
iría ese año "de juntada", como se le llamaba a la recolección manual
del maíz, que congregaba a las familias pobres del pueblo y aún a otros de
provincias vecinas.
-De Domingo
Clérici- contestaría mi padre- Vamos con todo.
La respuesta
era obvia, nunca había ido a otra chacra y la expresión "con todo"
implicaba que nos instalaríamos en una pieza de la chacra con parte de los
muebles (camas, mesa, sillas, un ropero chico) mientras durase la cosecha que
podía llevar un poco más de dos meses.
Yo perdería las
clases en ese lapso y luego debía recuperarlas con mi ángel guardián de
entonces, la señorita Lidia Manavella, mi maestra de mis dos primeros grados,
con sus bellos ojos glaucos y su larga trenza rubia. La señorita Lidia, que se
preocupaba por todos los chicos que por el mismo motivo que yo se atrasaban
luego de empezar tan tarde el ciclo escolar.
Todas las
tardes entonces íbamos a la casa de la familia Juárez donde ella alquilaba una
habitación durante la época escolar, ya que era rosarina, pero estaba muy
integrada a la vida social del pueblo. Obvio es agregar que no cobraba un
centavo a nuestros padres.
Luego de estos
dos primeros años donde se repitió como un calco la situación de mi retraso en
comenzar los estudios, mi padre tomó una decisión drástica.
Fue él sólo,
todas las madrugadas a pie, a juntar maíz para que yo pudiera comenzar con
todos los chicos las clases.
Los sábados mi
madre lo ayudaba en esas tareas durísimas, y yo también iba, pero a vagabundear
por esa chacra que me resulta con el correr de los años el único paraíso
posible para mí.
Recuerdo
todavía que los caballos se ataban con la noche cerrada, antes del alba, el
vapor que salía de sus narices, algún relincho, alguna patada que se tiraban
entre ellos o simplemente su resignación cuando los ataban al aradito de dos o
tres rejas para arar duro hasta mediodía cuando se roturaba la tierra para una
siembra futura.
De alguna de
aquellas "primeras veces en la matriz infantil" a la que alude Cesare
Pavese, me queda un recuerdo tal vez único, tal vez nítido.
Después venía
el final "de la campaña", como se le llamaba al concluir la
"juntada" y de la reunión alrededor de un cordero a las brasas, muy
ritual y de rigor, en especial convite del dueño de la chacra para todos los
juntadores y donde siempre se agregaban parientes y vecinos; luego de la torta
de naranjas de doña María (¡la dulce "Tía" María!) y tal vez el
acordeón de un comedido sólo quedaba el regreso para el día siguiente.
De ese regreso
quiero contar aquí.
Mi padre le
pidió "la gauchada" a don Pascual Andrina, piamontés y vinero que
tenía un forcito "T a bigotes", colorado que usaba para el reparto de
bordalesas por los boliches y almacenes de mi pueblo.
La gauchada
cabe doble, repetía mi padre cuando viene de un paisano piamontés. Y allá fue
don Pascual con su boina bruna y su forcito hipante a recoger nuestros trastos
a la chacra.
Llegamos al
atardecer a la casa solitaria y casi vacía. Una luz que usaba una densidad
estremecida nos estaba esperando.
Como mi madre
se nos había adelantado, los pisos de ladrillo tenían una pulcritud que sólo
ella -no sé cómo- conseguía.
La hora
insólita, los dos meses en el campo donde lo cotidiano era un cielo más abierto
y los ruidos eran otros, y ahora, así, con los gorriones que hacían un barullo
del demonio mientras buscaban su lugar para dormir en los paraísos del patio,
todo eso sobrecogió mi breve vida de entonces.
De pronto la
lengua violenta del crepúsculo se filtró por la ventana abierta e iluminó el
umbral de la cocina donde mi madre se empeñaba en encender el fuego o tal vez
una lámpara.
Yo me paré un
instante en el patio de tierra y ese instante me pareció mágico y es probable
que allí no imaginé que más de cincuenta años después iría a recordarlo.
No lo supe
porque yo en ese tiempo era inmortal y en ese carácter era el dueño del tiempo.
El de ese
instante del tiempo y el de todos los tiempos.
DARÍO
¿Darío? ¿Cuál
Darío? Se pregunta Idea Vilariño en su penetrante libro “Conocimiento de
Darío”, imprescindible para conocer una personalidad tan evasiva o inasible
como la de este poeta grande y verdadero.
No se
ponen de acuerdo sus contemporáneos ni sobre su aspecto físico ni por los más
sobresalientes de su carácter. Pero casi todos coinciden en esa imagen de
indefenso “que iba como dormido entre la gente”, según alguien lo definió.
También es muy
cierto que como alguna vez aseveró el crítico Ángel Rama y que aquí retoma
Vilariño, a nadie se le exigió tanto, a nadie se perdonó menos, ya que cada una
de sus actitudes políticas no se ponen en contexto y se lo enjuicia con la
implacable vara de la coherencia que no siempre pudo exhibir un hombre que fue
muchos hombres y a veces debió luchar con sus propias debilidades y sus propias
miserias como cualquier mortal.
Nacido en un
pequeño poblado de Nicaragua, llamado Metapa, en 1867, con el nombre de Félix
Rubén García Sarmiento y criado por sus abuelos paternos tras la separación de
sus padres, fue un niño precoz que a los catorce años ingresa a un diario
opositor y es detenido por escribir contra el tirano de turno en su país.
Rubén Darío,
tal el nombre que adoptó, tal vez en homenaje a su abuelo, produjo una revolución
en las letras escritas en castellano , tan original que fue un acontecimiento
continental único, ya que los otros movimientos fueron copias de las
vanguardias europeas y es junto a la gauchesca, lo más original (únicas) que
dieron estas tierras.
Vivió como pudo
del periodismo y de la diplomacia—cuando no cambiaban los gobiernos de su país
por asonadas o golpes de estado—y entonces sobrevivía de su trabajo
intelectual, siendo tal vez de los primeros en hacerlo profesionalmente.
En 1888 está en
Chile cumpliendo tareas diplomáticas y se pone al frente del Modernismo con su
libro “Azul”, una tendencia que había comenzado otro grande que al conocerlo lo
abrazó y lo llamó “hijo”. Era José Martí.
El Modernismo,
como sabemos, oxigenó la poesía y la prosa de nuestro idioma. También tuvo un
ejército de seguidores menores pero de ello no tiene la culpa.
Volviendo al
texto de Vilariño que trata de desentrañar la psicología de este desconocido
“que era muchos hombres, ingresa en el análisis de sus amores tempestuosos
y tal vez nunca ponderados como tales, ya que frecuentemente son relaciones
pasajeras o, la frase es de Vilariño “carne de alquiler”.
Siendo
embajador en Madrid en el año 1900, conoce a Francisca Sánchez del Pozo,
natural de Navalsaús, Avila, que le presenta Amado Nervo y conviven catorce
años. Tienen tres niños, dos nenas que mueren pronto y un niño, Rubén Darío
Sánchez, que sobrevive. Esta mujer, analfabeta, a quien él enseña a leer y
escribir en castellano y francés será la responsable de que nosotros podamos
leer sus poemas, ya que lo amó con devoción y a la muerte del poeta recorrió
todos los países donde él había estado y recogió amorosamente sus escritos
porque en el desorden de la vida de Rubén Darío no le permitía guardar un solo
original.
Cuando él
partió hacia Nicaragua, donde moriría le escribió un poema bellísimo y
desgarrador donde le dice “Francisca Sánchez acompañamé”, que es súplica y
agradecimiento.
Ángel Rama se
preguntaba por qué si su estética estaba perimida sus poemas nos siguen
conmoviendo Tal vez porque Darío fue un grande de verdad, que la humanidad
conoce muy de vez en cuando, sin asomo de duda y su voz resuena para siempre
entre nosotros.
EL ANTIGUO
VERANO
A veces creo
que el tiempo no viene como antes.
Los veranos
podrían suspenderse en las alas de las infinitas mariposas, o en una tajada
roja de sandía o en las fatigantes siestas en que perseguíamos esas mariposas
con las ramas peladas de tamariscos, o el carro de Ugolini con las monedas para
comprarle esas jugosas sandías que vendía caladas y probadas.
También la
pesca de los bagres furtivos, tanto como lo eran nuestras escapadas sin
permiso, por esos callejones que nos llevaban a las cañadas llenas de
chuncacos.
Mitigábamos
aquellas inolvidables canículas con los chapuzones en esas aguas amargas y
barrosas.
Eran menos
frecuentes en ese tiempo tan caluroso la persecución de los cuises con veloces
boleadoras de alambre que mi padre me construía. Derretía una bola de
plomo y le ponía una arandela en la punta. Luego le ataba un
alambre largo en esa arandela y arrojaba a los cuises o, a las bandadas de
pájaros. El modo de usar consistía en hacer girar el alambre sobre la cabeza y
luego arrojar. Mi padre era un avezado tirador ya que en la chacra del abuelo
él y sus hermanos eran muy buenos tiradores. En la adolescencia la cambiaron
por las temibles escopetas. En general eran buenos con cualquier arma, todos.
Lo que quiero
decir aquí es que el verano no era para andar detrás de cuises presurosos o
liebres aún más esquivas.
Este deporte,
diversión o travesura quedaba más bien para cuando los días refrescaran,
ya sea el otoño lento, cobrizo y querendón, o el invierno con su escarcha
y su llovizna.
A veces a estos
temibles alambres -como las llamaba mi padre- le colocaba tres puntas de plomo
y entonces era raro que al tirar con violencia no cobrara una pieza. Si era
pato o una liebre, allí estaban los perros, serviciales, que enseguida traían
la pieza herida delicadamente entres sus dientes temibles.
El verano era
bien distinto, No se podía andar en esos campos de Dios bajo esos solazos
pampas y aunque todos llevábamos nuestros humildes sombreritos de plástico, no
faltaba “el que andaba en cabeza”, como decía mi madre. Y era raro que uno se
pescara una insolación.
De aquella
barrita desflecada recuerdo los nombres y los rostros de muchos, pero tal vez
en el recuerdo agrego alguno y olvido a otros.
El año pasado
presenté un libro en mi pueblo y pedí que se hiciera en lo que había sido mi
escuela querida, donde ahora funciona un jardín de infantes.
Allí leí un
texto que se llama “Una travesura” y que narra esa imagen confusa de los
que protagonizamos ese hecho, yo dije que no los recordaba a
todos y pedía disculpas. Mi amigo Roberto Vega que estaba presente comentó su
participación en ese robo de duraznos al Turco Alé, con final casi
cinematográfico. Pero a mí no me reprochó nada. Aquí le pido disculpas. La
memoria suele ser esquiva y engañosa, como sabemos, muchas veces.
Con esto quiero
decir que esta barrita de los veranos podía sumar algún chico que estuviera de
casualidad, de vacaciones y que fuera de otro lugar. Por lo tanto no diré el
nombre de nadie, aunque casi todos ustedes saben quienes eran mis amigos más
cercanos de entonces. Y los que lo siguen siendo hoy.
Estamos
contestes entonces que preferíamos evitar el campo traviesa, o los callejones
donde los árboles eran una ausencia visible. Pero en ese tiempo había muchos
que sí estaban y profusamente festoneados por arboledas frondosas y eran pinos,
plátanos u olorosas casuarinas oscuras.
En la noche sí
éramos muy felices porque el tiempo era más laxo, ya que no había clases.
Muestras
familias cenaban temprano, por lo cual nos íbamos arrimando a esa esquina donde
sobraba la gramilla y el polvo reseco había sido aplacado por la acción del
regador comunal. Persistía aún ese olor agradable a tierra mojada que calmaba
los ánimos como el recuerdo del mar que conocimos después.
Pasábamos
varias horas allí, contando cuentos y anécdotas, cantando el que sabía o se
animaba algún tango escuchado en la radio.
También
corríamos alguna carrera hasta la pequeña placita vecina a mi escuela, y era
muy difícil que nos aventuráramos más lejos. Por dos razones: no había permiso
de los padres y en otro barrio tal vez nos topáramos con una barrita que
cuidaba su lugar y podríamos tener un disgusto.
Al tirarnos esa
noche en la cama donde el sueño nos esperaba y caía sobre nosotros “como
una parva sobre un chingolo”. Tal vez sin llegar a pensar en las aventuras que
nos esperaban con el primer canto del primer pájaro, cuando el día era tan
nuevo como nosotros en la rugosa corteza del mundo.
El habla de las
mujeres
"Si la
escritura y el silencio se reconocen uno a otro en ese camino que los separa
del habla, la mujer, silenciosa por tradición, está cerca de la
escritura", escribió Tamara Kamenszain en "Bordado y costura del
texto".
Ahora, en un
rincón muy alejado, aletargado tal vez de mi memoria, lo recuerdo al leer estas
palabras. Mi abuela materna, recién instalada en Rosario, viajaba a mi pueblo
para acompañarnos a mi madre y a mí, en esos meses en que mi padre viajaba al
Sur a cumplir con sus tareas de la cosecha fina, como se llamaba a la trilla
del trigo en ese tiempo.
Eran tiempos
laxos para nosotros que descansábamos de esa especie de Catón, que era mi padre
muy adicto al autoritarismo y la censura.
Todavía
recuerdo aquella noches en que yo recostaba mi breve cuerpo de no más de cuatro
años en la cama grande mientras mi madre y mi abuela, acomodaban ropa, zurcían
o remendaban, o directamente la cosían con esa máquina que inventaba el ruido
de la lluvia. En un momento, sólo oía sus voces cuyo sentido no lograba
descifrar porque venían en un dialecto dulzón del sur de Italia. Llegaban esas
voces protectoras y queridas como arropándome, como bañándome de abandono, como
produciendo en mis músculos esa laxitud que me introducía en el sueño paulatino
y lentamente, como si yo fuera un leve pájaro que recibe sobre sí el peso de
una montaña de plumas. Así de blando, así de dulce era todo.
Al otro día
despertaba en mi cama, justo debajo de una ventana que daba a un ceibo
pletórico por el canto de los pájaros y con ese despertar y con ese ceibo que
ya no existe, sueño todavía.
Del
clarificador texto de Kamenszain digo solamente que es una manera de explicar
tal vez el origen de toda creación poética y cito luego unas palabras de
Eloisa, hermana de José Lezama Lima; que copio: "Las mujeres de aquella
familia invertían gran parte del tiempo en interesantes diálogos que se
interrumpían para proseguir la cotidianidad y se volvían a hilar con una
técnica perfeccionada. Esos diálogos dieron a los niños de la familia una cultura
insuperable..."
Y vuelvo
entonces a aquella edad donde no recuerdo ningún día donde no brillara el sol,
donde yo no estuviera en compañía de mis amigos, donde el cielo no fuera sino
azul y los pájaros no fueran sino esas flechas veloces que cruzaban el aire en
aparente desorden y caos, pero nosotros sabemos que un orden mayor, rítmico y
señero seguramente tienen.
También
recuerdo que en mis incursiones por la casa, o para tomar agua, por un alto en
los juegos, o ya porque mi madre me llamaba para la merienda, yo oía los
restos, las hilachas desvaídas o misteriosas que mi madre, mis tías o mis
abuelas compartían.
Muchas veces lo
pensé, pero ahora estoy convencido al leer esas palabras de Tamara Kamenszain:
en ese lugar de bordado y de costura nacerán los futuros escritores. De esos
fragmentos de conversaciones a veces misteriosas, a veces en un secreteo que
implicaba una mirada dulce de mi madre como para que yo comprendiera que no
podía oír cosas que eran inconvenientes para un niño. ¿Un amor perdido de alguien
tal vez? ¿La que fue abandonada? ¿La que se fue con su amor? ¡Quién sabe! Pero
en ese trasiego, en ese ir y venir ellas iban armando esa "costura"
de sentido, que se aposentaba en mí como una mariposa, que luego volando me
traería la poesía.
Creo haber leído
en García Márquez alguna vez, que las mujeres son, al fin de cuentas, las que
arreglan el mundo que los hombres desordenan y arruinan con sus desaguisados y
sus guerras.
También
aquellas reuniones, que no excluían el trabajo, y que tal vez lo potenciaran,
eran un espacio u ocasión para los mimos extras porque esas mujeres siempre
llegaban con presentes seguramente comestibles: pasteles, tortas, buñuelos,
esas exquisiteces de las que yo daba cuenta sin ningún rubor ni ninguna
timidez.
Esas voces, ese
parloteo entusiasta me sigue todavía, cuando no está ninguna de ellas viviendo
sobre la faz de este planeta y ya sus voces y sus risas se han acallado para
siempre. No sin antes dejar a un hombre, ya con sus años, que vive agradecido
porque esa herencia llegó a transformarse con los días que se arracimaron
duramente sucesivos.
Nadie sabe
cuánto daría por dormirme oyendo las voces de mi madre y de mi abuela que
acompañaban mi sueño blando al compás de ese dialecto dulzón que atraviesa para
siempre mi vida y mi escritura.
Y hoy, cuando
despierto en las mañanas no están ni el ceibo, ni los pájaros, ni aquella
ventana pintada de verde ni la voz querida de mi abuela, parándose en la
puerta, preguntándome cómo había dormido y diciendo que ya tenía el desayuno
preparado.
AL ESCAMPE
Aquellos
lugares siempre nos traían el recuerdo en la alas de las mariposas que en todos
los veranos ganaban las calles y la punta de los tamariscos y en los paraísos
que festoneaban los hondos callejones hundiéndose en el campo, que tenía el
olor de la alfalfa recién cortada y las florcitas blancas que coronaban los
tréboles de cuatro hojas, muy preciados por nuestra inocente búsqueda de la
originalidad.
Habrá razones
objetivas para que esa nube de mariposas blancas y amarillas haya desaparecido
de nuestro paisaje para siempre, yo sólo noto su falta, como en los días en que
las tormentas de verano se precipitaban, primero levantando un poco de tierra
desde el fondo último de los campos, y luego un ejército de alguaciles
zumbadores se entrechocaban en el medio del viento y cuando los primeros
goterones caían como monedas pesadas sobre la tierra iban desapareciendo como
por arte de magia y cuando la lluvia era un tapiz oblicuo y obcecado sobre las
cosas y los hombres, los animales y las casas que iban largando agua a chorro
por los caños de chapa cantarines que abrían grandes charcos cuando tocaban el
suelo hacía un rato de tierra seca y ahora una gran mancha de barro
expandiéndose y dando camino a los sapos que cantaban su alegría y abandonaban
sus cuevas con sus crías donde habían estado sofocándose durante días y días.
Era muy difícil que en pleno verano ocurriera un temporal, nada hay más cierto
ese refrán popular que dice de la cortedad y prontitud de las tormentas de verano.
Por más que los relámpagos rajaran el cielo como si fuera una sandía gigantesca
y los truenos amenazaban partir la tierra en un instante. No pocos minutos
después, como por arte de magia el agua que había sido hasta allí una blanda
cortina líquida, y el escampe acontecía con su arco iris inmenso e inevitable,
y las gotas iban brillando sobre los pastizales porque al día le sobraba
claridad y un sol largo antes que deviniera el crepúsculo.
Las no pocas
cañadas que en aquel tiempo rodeaban el pueblo hincharían de agua su cauce
lleno de juncos, espadañas y nidos de chorlitos y bandurrias, y patos crestones
que escapaban raudos a los tiros de los primeros cazadores furtivos que ya
andarían probando matar algún bicho acuático para engrosar una olla flaca de
por sí.
Los siriríes
siempre desconfiados ya volaban muy alto, muy por encima de las municiones y de
las detonaciones de las escopetas. Nunca supe hacia que lugares volaban, salvo
que su grito característico de donde viene su nombre iba hendiendo lento,
perforante el cielo quebrado del atardecer.
A veces he
pensado que los patos siriríes se iban acercando hacia esas nubes bajas y
sobrepasándolas irían a buscar lagunas que le dieran mayor seguridad a la vida
suya y a la de sus pichones, y esos lugares debían estar muy lejos de las
poblaciones, que los humanos llenaban de peligros, para su ansiada libertad.
Los recuerdos
más gratos de aquel tiempo, sin embargo, terminan siendo no la lluvia y
las tormentas, sino el final de todo ello. Cuando obteníamos el consabido
permiso paterno para chapotear descalzos en ese lodazal en que se transformaban
las calles, y el agua se atropellaba en los hondos zanjones que drenaban hacia
el campo pasando por la última casa que no era sino la de don José Vélez,
frente a la chacra de la familia Pozzi.
Todos los que
fuimos chicos en aquel tiempo remoto coincidimos que luego del juego del
fútbol, nada se aproximaba más a la felicidad que esas carreras con barquitos
improvisados que aprovechaban la rápida correntada y que casi siempre perdíamos
porque iban esa aguas a desembocar en la cañada más cercana al pueblo y
que no era otro que la del gordo Compañy.
Esos días
inolvidables que apenas podemos rescatar de las brasas casi apagadas del
recuerdo y que era esa sensación de libertad que nos proporcionaban esos pies
descalzos, esos pantaloncitos cortos que nuestras madres hacendosas cosían, ese
torso desnudo que llevaban las marcas de las sanguijuelas y los mosquitos, ese
afán de piratas, de bucaneros o de corsarios que leíamos en los libros del gran
Emilio Salgari, que nos proporcionaba dulcemente doña Julia, ese hada buena y
protectora de la infancia perdida para siempre. Y nosotros no mirábamos sino
esa correntada que se llevaba nuestros frágiles barquitos hechos de maderas
diversas, latas u otros materiales igualmente desechables.
No mirábamos el
cielo porque si no hubiéramos visto el vuelo de los patos hacia los cañadones
más lejanos, las gaviotas que en sus alas sostenías los rayos de ese sol débil
que ninguna cigüeña había podido sostener con esas inmensas alas que simulaban
dos nubes blancas percudiendo el cielo recién lavado, impoluto que se
interponía ante nosotros como la matriz más secreta de todos los relatos.
BEBIENDO SUS
BARBAS
Flamante ex
conscripto, me lancé por las librerías para recuperar el tiempo muerto de la
colimba y comencé a frecuentar las escasas que en ese año 1967 había en
Rosario. Entre ellas, debía visitar la de usados, porque mi condición de
desempleado hacía ardua la adquisición que presuponía la compra de un libro.
Un día, uno de
ellos llamó mi atención en la antigua Longo de calle Sarmiento, casi Mendoza.
Era un volumen editado por Castellví, de Santa Fe, y que tenía en la tapa un
taco, una mesa de paño verde y tres bolas de billar. Se llamaba En la zona. Leí
en la solapa: Juan José Saer, Serodino, 1937, y el libro era de 1960. Quiere
decir que al publicarlo él tenía 23 años.
Cuando ya en la
pensión lo hube devorado, sin saber nada de literatura —casi como hoy—, me di
cuenta de que este autor me decía otra cosa que los escritores argentinos que
yo llevaba leídos en ese tiempo no me decían. Era, por decirlo de algún modo,
un libro con cuentos inquietantes y en mis charlas de ese tiempo con mis
escasos amigos nadie lo había leído, ni siquiera lo había oído nombrar.
En librería
Aries, compré más adelante La vuelta completa, el libro que el año anterior le
había editado la editorial Biblioteca, es decir, “la Vigil”, como se la
conocía. En ese tiempo, mi trabajo alimenticio era vender rifas para esa
institución, recuerdo que no estaba autorizada su venta en otras provincias.
Cuando fui
empleado de Aries, comencé a oír que se lo nombraba tupido a Saer, sobre todo
por sus coloridas anécdotas de las que era un pícaro acreedor. Hacía seis
meses, en ese momento, que se había ido a Francia.
Entre los
habitués de mi nuevo empleo me hice muy amigo del poeta Aldo Beccari, había
sido contertulio del mítico bar Erhet, que yo no llegué a conocer, y lo había
tratado mucho. Un día me contó a manera de confesión: “Si estabas en un bar con
tu novia y llegaba el Turco Saer, no te podías levantar para ir al baño, porque
te la conquistaba”.
En plan de las
tantas anécdotas referidas a Saer donde se notaba la aceptación de su
literatura, como así facetas de su personalidad, Rubén Sevlever, uno de los
titulares del negocio, me contó lo siguiente:
–
Yo vivía en una pensión en el centro y él vino de Santa Fe, donde vivía, un
viernes para quedarse conmigo el fin de semana. Se quedó tres meses.
–
¿Y cómo fue eso?
–
Yo lo llevé a vender libros con la famosa venta a crédito de enciclopedias y
diccionarios. Y él quiso probar. Empezamos el sábado a la mañana por calle San
Luis. Saer vio un negocio que supuso de un sirio y entró resuelto: “Hola,
paisano, vengo a ofrecerle esta bicoca, una enciclopedia en cuotas para sus
hijos”. Y como el tendero se mostrara renuente, lo tomó del brazo y le imploró:
“Paisano, si usted no me compra mis hijos no comen”. Con esos hijos inventados,
tocó la sensibilidad del comerciante que presto cerró el trato. Como el sistema
de ventas preveía un 20 % para el vendedor en concepto de comisión y 8 cuotas
consecutivas, resultaba un buen dinero. Esa misma tarde fue al hipódromo, donde
ganó y volvió después de una semana. Nunca supe por dónde había andado.
Pasaron muchos
años y ya en democracia, cuando lo conocí, le referí esta anécdota. Cuando
terminó de reírse, a su vez, me refirió la suya.
En la pensión
que compartieron había que andar con cuidado porque en ese tiempo, además de la
poesía, Rubén Sevlever se dedicaba a pintar. Y no había que dejar ninguna
camisa a mano porque limpiaba su pincel con el primer género que encontraba, y
es proverbial lo distraído que era. En una mañana, cuando iban a salir a trabajar,
Rubén se estaba afeitando sentado en la punta de una mesa larga, con la brocha
que mojaba en una taza con espuma. Apoyaba un espejito en un sifón para esa
tarea. De pronto, se pasó la mano por el rostro y dándose por satisfecho, tomó
la taza con los restos del rasurado y se los bebió. Saer terminó con una
carcajada la anécdota. “Nuestro amigo”, concluyó, “fue el único poeta que se
bebió sus propias barbas”.
TERNURAS LEJANAS
Fue en el
atardecer en que admiramos más allá del crepúsculo las últimas estribaciones
donde reinaban los árboles.
Era cuando el
mundo admitía su derrota no de golpe, sino de un modo paulatino y sagaz, casi
como si no quisiera darse cuenta.
Aquellos
árboles, preguntaste, qué son.
Eran especies
ajenas a mi conocimiento de entonces, y callé. Volviste a hacer la pregunta de
un modo un poco imperativo, sonriendo y con una casi vehemencia que nunca había
sido tu estilo. Sonreí cohibido, y volviste a esa serena sonrisa con la cual
volvías todo a su exacto lugar. Y me dijiste que repitiera esos nombres: tilos,
casuarinas, magnolias y palo borracho, de flores blanquísimas que en mi memoria
flotan como copos de algodón o de azúcar en esos capullos de azúcar que
comprábamos los domingos en la cancha de fútbol donde merodeábamos curiosos
antes de interesarnos por el juego que más temprano que pronto iría a ser
nuestra
pasión
excluyente y el motivo de un reto paterno, por el temor que el hijo perdiera
interés en los estudios y pretendiera abandonar la escuela, como ya habían
hecho algunos chicos del pueblo. Entonces hubo órdenes rígida, como toda regla
del padre: ”En esta casa sólo está permitido hacer comentarios de fútbol los
sábados y domingos”. Inútil protestar porque el castigo podría ser mayor. Pero
uno se desquitaba con los amigos en la escuela o en el campito de gramilla
mezquina que soportaba nuestras zapatillas rotas o nuestros pies descalzos si
era verano.
Pero vos, que
todo miraba con esos ojos oscuros, que todo comprendías, ahogabas una lágrima
en tu delantal que olía a cebolla, y amasabas esos buñuelos repletos de
azúcar impalpable para el mimo que mi padre no percibía, en esa distracción y
en su empecinado autoritarismo. Y ese gesto que ofrecía siempre la arista más
dura, obcecada e intolerante. Y pobre si alguien osara contradecirlo en su
orden que reportaba con su andar mudo y taciturno, cómo saberlo si era real o
un papel que debía cumplir como hombre que no llora nunca.
No sé si es
cierto papá que nunca lloraste.
Y sin embargo
ella que era tan propensa al llanto llevaba en su tímida risa todo el amor que
cobija mi pena infinita en estos tiempos hostiles como antes en la indefensión
de los años.
EL INVIERNO
CERCA
En este tiempo
a esta hora, ya es de noche. El invierno está cerca. Por esa época el viejo
carneaba para Domingo Cléreci.
Faenaban un par
de cerdos que habían estado en engorde desde la primavera anterior. Los sacaban
de a uno del pequeño chiquero donde apenas podían moverse y sólo comían. Cuando
pesaban cerca de quinientos kilos los sacrificaban. Los sacaban de a uno para
que no se trasmitiera uno al otro el miedo porque apenas estaban en el patio
gritaban realmente “como marranos”, como dice el dicho popular. Quiere decir
que algún presentimiento de muerte tendrían, y si no, no hubiera sido tan
significativo ese terror manifiesto.
Lo ataban de
las patas traseras con sogas entre dos hombres les sujetaban las de
adelante y lo tiraban vivo, dentro de un gran fuentón donde se le aplicaba un
corte rápido a la carótida y la sangre salía a chorros. Con la última gota se
lo tiraba sobre una carretilla y se lo rociaba con agua hirviendo que había
estado calentándose en una gran caldera, para ablandarles el pelo que se
le sacaba con un cuchillo filoso. Se tiraban las sogas, atadas las dos patas,
sobre un tirante puesto entre dos árboles y quedaba colgando cabeza abajo. Un
corte certero desde el cuello hasta el vientre y se le sacaban las vísceras que
se separaban y se ponían en una olla con agua, las partes que no servían para
comer se las tiraban a los perros que pululaban histéricos alrededor de todo
este ritual de sangre y sacrificio.
De estos dos
inmensos cerdos se irían produciendo todos los manjares al que cualquier
paladar exigiera. Chorizos, costillares, morcillas, queso de chancho, chorizos
para conservar en grasa de cerdo. En una gran olla negra, en el patio, debajo
de los sauces, hervían calmosamente los chicharrones con los cuales se harían
luego los famosos panes.
Nuestra
ansiedad no permitía llegar a esa industriosa instancia y robábamos puñados
apenas enfriados al aire y los poníamos dentro de una galleta que
ahuecábamos, desmigajándola previamente.
Nosotros, los
más chicos, pedíamos la vejiga, que inflada convenientemente nos servía para
sustituir una pelota de futbol.. Es decir que nos venía para paliar esa
carencia y nos lanzábamos detrás de la casa, en ese inmenso patio que cubrían
los paraísos. Era muy liviana, es verdad, pero a la imaginación de unos niños
desposeídos de juguetes todo nos venía bien a nuestra imaginación que no
nos faltaba un instante.
A esta
tarea se le decía facturar. Y convocaba al trabajo solidario de
parientes, amigos y allegados que en dos o tres días deberían dejar todo listo
para proseguir con el trabajo en otra chacra y luego en otra. La comida debía
durar hasta el invierno siguiente, y se guardaba –a falta de una heladera- en
las famosas despensas que eran piezas muy frescas, con el techo protegido
por cañas para que el techo de chapa no concitara al calor. Allí se
colgaban en varillas de madera las exquisiteces que el ingenio y la tradición
producían: chorizos, pancetas, bondiolas, queso de chancho, y alguna variante
que a mi recuerdo no acude o que mi memoria no puede perforar.
En ese tiempo
anochecía más temprano y la tierra parecía un animal echado, que plácidamente
dormía ocupando todo el cuerpo que lejos de estar en silencio, reproducía el
mugir de las vacas, el balar tonto y cansino de las ovejas, el griterío
estrepitoso de las gallinas que buscaban un lugar para dormir en las rejas de
madera que llamaban gallineros o en su defecto en las ramas más bajas de los
árboles.
Pero el campo
además tenía otra música que producía el grito de alguna lechuza cruzando
admonitoria y final sobre las almas de supersticioso temor, el croar de
las ranas en la laguna cercana, el sinfín de ruiditos minuciosos e
inapreciables de los insectos que no acertábamos a nombrar. Era una hora
especial, donde el campo parecía querer decir algo, y que se prestaría en
cualquier momento a hablar.
Mi madre, por otro
lado, colaboraba con su familia. Tíos y primos, sufridos chacareros que
trataban de sacarle jugo a la tierra para subsistir, y en la época de la
carneada como se le llamaba a estas tareas dividían el esfuerzo con mi padre.
Como era difícil que coincidieran los días, yo ligaba todo este esplendor y
(para mí) diversión que compartía doblemente.
Después
vendrían la época de las perdices, y luego el de las liebres. Era una época muy
feliz para mi padre, para mis tíos (sus hermanos y cuñados) y para mí que trataba
siempre de colarme en estas verdaderas fiestas que duraban varios días.
Luego estaría
también el gran trabajo para las mujeres que debían hacer las liebres en
escabeche para que durara un tiempo, o los patos a la parrilla o en guiso,
previo sacarle con mucho vinagre ese olor a carne salvaje.
Todos estos
recuerdos aparecen bajo soles espléndidos o debajo de finísimas lloviznas
atravesando los campos arados o los rastrojos, pero exentos siempre de tristeza
por que a ellos los recuerdo siempre jóvenes, alegres, llenos de una vida que
uno, tan chico, suponía permanente.
Y los regresos
de estas cacerías se producían siempre cantando, montados todos en una alta
chata con ruedas de goma, tirada por caballos que trotaban desde la noche
aproximándose al pueblo, oscuro, tirado sobre el campo como un grupo de
perdices echadas, las bailoteantes lamparitas de las afueras que nos recibían
con timidez, y uno que al aproximarse a la casa la veía más mezquina, más
pequeña, más austera como a la misma calle, ahora oscura, luego de venir del
campo amplio, libre, desesperadamente amplio que producía un contraste,
inconcebible, inesperado, mientras las lechuzas de mal agüero cruzaban con su
grito estremecedor, invisibles en el telón oscuro del la noche.
-Acerca de Jorge
Isaías.
El autor
publicó este año su volumen número 42, entre poesía, narrativa y ensayo.
De sus libros
prefiere Crónica Gringa, Áspero cielo, Oficio de Abdul y Cartas
Australianas.
En 1991 ganó el
Primer Premio de poesía José Pedroni, que otorga el gobierno de su Provincia
(Santa Fe) y en este 2017 el Premio Internacional de Poesía Dámaso Alonso, que
otorga la Academia Buenas letras de Madrid. Nació en 1946 y vive en Rosario.
Inventren
Entonces los
trenes*
Cuando los
tiempos eran perfectos existieron los trenes.
La estación
tenía las tejas rojas, la galería techada sobre el piso de lajas oscuras y
yendo hacia el sector de las cargas un ancho camino de granza roja que crujía
bajos los pesados botines que usaban los empleados del Ferrocarril.
La construcción
era copiada de las facturas inglesas, es decir: aireadas, altas y seguras en
todo sentido.
Los ingleses
-como los alemanes- llevan el confort en las casas que levantan en cualquier
lugar del planeta, según comenta mi hermano, y es fácil constatar. Gran parte
de la vida social del pueblo pasaba por allí. Cuántos noviazgos de entonces
comenzaron en los momentos febriles en que la ansiedad y el estrépito no
dejaban tiempo a la razón y abría un sendero ancho a los sueños.
Los minutos
previos a la llegada del tren convertían ese minúsculo reducto en una metáfora
que representaba la efusión de la vida, que simplemente daba vueltas, en un
carrousel de sueños, angustia y deseo, pero sobre todo en la carcaza de una
presunta alegría.
En los minutos
previos al arribo del tren todo era conmoción y movimiento. El que siempre
llegaba primero era Pepe Faravelli, el cartero. Montado en una pesada bicicleta
italiana, de anchas llantas que ruidosamente interrumpían sobre la granza
delatora, cruzada en banderola, una gran cartera de cuero crudo para
transportar la correspondencia, su uniforme del correo argentino de entonces
-azul oscuro en invierno (de lana) y color crema (caqui se le decía) y de lino
en verano- silbando sus tangos, eran una marca perfecta, previsible y esperada
antes de la llegada del tren. Porque en la oficina de correo tenían un
telégrafo que avisaba la hora exacta de llegada. Y no pocas veces el tren se
retrasaba motivo por el cual veíamos ese inmenso reloj bajo la galería como un
adorno. La hora exacta de llegada la daba Pepe, el cartero, ya que dos minutos
antes, sin desmontar de su bicicleta, subía el veredón alto por una rampa que
daba parte a la plazoleta y frenaba con un pie calzado en grandes zapatones de
suela de goma.
Había que
asomarse entonces al borde del andén y espiar, apostando cuando veíamos el humo
y calcular dónde se encontraba. Si venía de Rosario: el "Puente de la
vía" y si lo hacía de Río Cuarto, ya en "La Portada", era
perfectamente visible. Antes no, porque lo tapaba la hondonada que hacía el
cañadón del campo de los Luppi.
Los que éramos
mirones habituales nos saludábamos con una seña imperceptible, casi como una
secta de iniciados. Saludar efusivamente a alguien, incluso iniciar una
conversación con él, era signo de que el otro venía a esperar un pasajero, tal
vez un ignoto pariente.
Las caras más
habituales las tengo en la memoria, otros rostros se me escapan y otros,
sencillamente los he olvidado.
Pero todos,
quien más quien menos, bromeábamos con Juan Cúcaro, empleado del Ferrocarril
Bartolomé Mitre, como se bautizó al ex Central Argentino, luego de la
nacionalización en gobierno del primer peronismo. Cúcaro -por lo que recuerdo-
vivía allí mismo en un pequeño cuartucho cuya ventana daba a las vías y era el
encargado de las cargas. Cúcaro solía repetir "el trabajo dignifica",
y yo nunca supe si lo decía en serio o en broma, dado el tono de ironía que
siempre ponía en su voz.
En esos pocos
minutos en que el tren se detenía en la antigua estación de entonces, la
nerviosa vida bullía, se concentraba alrededor de ese edificio estrictamente
inglés en el corazón de la llanura que también llamaban "pampa
gringa". Esos pocos momentos donde el pueblo se despertaba como un saurio
dormido: vendedores de helados, fleteros diversos, jóvenes en busca de caras
flamantes para soñar esa noche, curiosos de toda laya, y en fin, toda esa densa
inquietud que sacudía la modorra en que esa población aletargada y fijada al
duro trabajo bullía por breves minutos.
En todos los
pueblos de llanura la gente iba a las estaciones a ver pasar los trenes. Sin
embargo los que siempre viajaban coincidían en que en este pueblo de mi
infancia la gente concurría ansiosa en gran cantidad para ver llegar y partir
los trenes sin que se supieran los motivos reales de tal afición.
Indagué a
muchos mayores sobre esta inclinación ferroviaria de mis copoblanos y obtuve
diversas argumentaciones, hasta una que no desecho, pero tampoco tomo demasiado
en serio.
Según esta
fuente, que me reservo, todo habría comenzado en los años 20 del siglo pasado
con la instalación de dos prostíbulos, popularmente conocidos como "El Queco
grande" y "El Queco chico", y que estaba en un rincón del
pueblo, apenas separado por una calle polvorienta por donde nadie pasaba, salvo
claro está, los ocasionales clientes, o algún peón de estancia que enfilaba su
oscuro hacia su lugar de trabajo.
Cada dos o tres
meses venían prostitutas nuevas (que un eufemismo piadoso llamaba
"pupilas" y nunca supe por qué) que reemplazaban a las que estaban.
Entonces toda
la población femenina se volcaba a la estación donde las esperaba un
"coche de alquiler", como se llamaba a los pocos taxis que había.
Allí la "madama", o encargada del establecimiento las retiraba y sin
dejarla hablar con nadie, directamente las trasladaba al prostíbulo.
Tal la exótica
versión que alguna vez me dio una persona mayor para justificar esa tradición
de "ir al tren", como se decía vulgarmente a ese paseo a la estación
del ferrocarril en mi pueblo de entonces. Tal teoría nunca fue por mí
compartida, pero me parece leal comentarla.
De todos modos,
a mí esta costumbre me sirvió para sostener uno de mis primeros sueños y que
fue partir hacia otros lugares, conocer nuevas caras, estudiar, y pulsar el
nervioso existir de otras realidades.
Y también
motivó un pequeño sueño hoy casi olvidado: el rostro bello e impasible de
aquella niña que tenía un lunar en la mejilla y que todos los lunes me sonreía
desde una ventanilla furtiva, para luego perderse en la llanura infinita sin
que yo supiera su nombre o cruzara con ella una palabra siquiera y que hoy es
como el símbolo de la fugacidad de la vida.
-Próximas estaciones de escritura:
PLOMER
-Por Ferrocarril Midland-
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN TRONCONI. CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA. D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM.
38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.
ALDO BONZI. KM 12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA
DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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