*Foto de Paula Novoa.
OTOÑO*
7
Delante de mí camina una pareja:
él la abraza, firme.
Ella gesticula.
Los conozco desde siempre
pero no los detengo.
¿Por qué interrumpir el ritual
de dos que están solos
como antes de que yo naciera?
INVIERNO*
6
Querías sacar el almendro
para construir nuestra casa.
Hoy,
escribo bajo su sombra.
PRIMAVERA*
4
Todos estuvimos en un laberinto alguna vez,
matamos a un minotauro
y seguimos el hilo de Ariadna para salir.
Todos alguna vez versionamos nuestro propio mito.
VERANO*
1
No sé si los grillos traen buena o mala suerte,
pero uno se posó sobre mi hombro
y cargué sobre él toda mi fe.
*De Paula Novoa.
-Poemas de su libro El paso de la babosa,
Cave librum editorial, 2018
-Presentación de "El paso de la
babosa"
Sábado, 19 de mayo a las 17:30
En Libros Saint Exupéry. Piñero 975, Bella
Vista
ALGÚN FOGONAZO DE LUZ Y NADA MÁS…
DESTIERRO*
Sentí el impacto.
La escotilla de la nave cilíndrica se abrió quejosamente. Con lentitud
comencé a moverme. ¿Cuánto tiempo había transcurrido en esa nave? Cientos de
años, tal vez. Asomé en esa inmensa soledad. Sólo arena y más arena. A lo
lejos, un cordón de montañas. Hay cierta distancia. No sé cuánta. Nunca antes
pase por esto.
Debo caminar, me dije. Miré la carrocería de mi nave habitáculo:
con abollones. El brillo original, era de suponer, opaco. Sé que no puedo
volver. Es un viaje sin regreso, me dijeron. Y debía retirarme rápidamente,
luego de abierta la escotilla, porque se va a destruir. Y se destruyó.
No sé dónde estoy. Ni en qué galaxia ni en qué parte del universo
visible. Recuerdo, vagamente, que antes de esto, era una idea o algo así. Y
para estar en este universo, tengo un cuerpo. Este cuerpo. Y no sé quién me lo
asignó ni sé cómo caí en esta trampa. El cuerpo, ¿estaba desde antes o me
introduje en él al caer la cápsula de viaje? ¿Para qué necesitaba, entonces,
una cápsula espacial? ¿Será, tan solo, una ilusión? Lo cierto es, percibo, que
este es un universo muy pesado, muy duro.
Comencé a caminar y a tener sensaciones que nunca tuve. Sed.
Hambre. Cansancio. Sueño. Soledad. En mi estado anterior, eso no ocurría. Y
todas esas sensaciones me alteraron, me enojaron. Y grité. Grité a rabiar.
Nadie contestó.
GENESIS
Llegué a las montañas. Me senté sobre una roca. Había sombra. Un
hilo de algo brilloso y fresco pasaba a metros entre las rocas. Debía aprender.
Mi mano se extendió y fue agradable la sensación. Me chupé los dedos. Sentí una
sutil sensación de alivio. Con mis dos manos unidas unté ese brillo fresco y me
lo llevé a la boca en reiteradas ocasiones. Todo mi cuerpo se estremeció.
Estaba aprendiendo. Ese brillo que corría era útil a mi cuerpo. Debía estar
cerca de él. Un poderoso sentimiento de supervivencia despertó en mí. Debía
descansar mi cuerpo. Agotado, dolorido, con esa sensación extraña de desear
masticar algo. Debía aprender. Busqué un lugar cómodo para descansar. Debía
hacerlo pero, a la vez, estar alerta. No sabía si estaba solo o había alguien o
algo más. No sabía nada de este universo. Sólo de su dureza. Y me dormí cuando
la luz se fue haciendo sombra. Ese fue el fin de mi primer día.
*
Este cuerpo es muy tosco. Sin nada que lo cubra. Por primera vez
sentí la necesidad de abrigo. El frío, en mi otro universo, no existía. ¿Cómo
lograrlo? Mientras cavilaba sentí que algo se movía. Me puse en guardia.
Alerta. Primero fue una sombra. Luego una pierna. Luego un cuerpo entero.
Cuerpo distinto al mío pero igual de tosco. Se sentó frente a mí. Yo estaba
sentado y retrocedí cuando extendió su brazo para tocarme. Percibí que no había
intención de agredirme. Volvió a realizar el gesto y esperé su contacto.
Sonrió. Sonreí. Señaló su estómago. De un saco hecho con cuero rústico sacó
algo que comenzó a masticar y me ofreció un bocado. La sensación de hambre
corroía mi estómago. Acepté. Fue un bocado agradable. Ese ser hizo un gesto de
aprobación y se echó hacia atrás levantado sus brazos para volver a su posición
normal. Nos miramos. Tenía protuberancias en el pecho. Yo no. Tenía un tajo
entre sus piernas. Yo no. Nos sentimos atraídos. Hicimos del lugar un espacio
para vivir. Nuestro lenguaje era gestual con pocos sonidos guturales. Pero nos
entendíamos. Su panza se hinchó y, al tiempo, otro ser distinto al nuestro salió
de sus entrepiernas. Y lo cobijamos. De hecho, no fue el único. Con el tiempo,
otros aparecieron de la misma manera. Pero los estábamos esperando porque lo
sabíamos. Algunos murieron; duro aprendizaje, como lo es todo en este mundo.
*
Con el paso del tiempo, enredado en quehaceres diarios, fuimos
olvidando nuestro origen de más allá de las estrellas. A ella le había ocurrido
algo similar: un largo viaje. Aprendimos a hablar, a escribir, a bailar, a
entonar canciones, a defendernos, a sembrar, a cazar, a atacar, a domesticar, a
guerrear, a esclavizar, a industrializar, a navegar, a volar, a reproducirnos,
a morir… pero con el olvido instalado. Más, algo quedó en nosotros. Una cierta
nostalgia al mirar las estrellas; cierta nostalgia que no tenía cabida en el
quehacer cotidiano. Entonces, inventamos dioses de toda laya y color para
entender la nostalgia de lo perdido sin memoria.
*
Un universo que sólo reconoce la fuerza física. Aquí estamos, me
dije, le dije. Hay que hacer fuerzas para todo. Caminar o nadar. Saltar o
levantarse. Procurarse la comida o la vestimenta. En cada acción debemos hacer
fuerza porque hay una fuerza que nos enfrenta. Así empezamos a darnos cuenta
que este universo sólo opera con la fuerza. Y que si pensamos, imaginamos,
reflexionamos, podemos crear algo para enfrentarla y superarla. Así creamos las
ideas y las aplicamos para nuestro beneficio.
*
De la atávica memoria no quedan rastros. Sólo
ráfagas de brisa, un hilo de la trama, algún fogonazo de luz y nada más.
¿Alguien o algo se encarga de borrarla?
COLONIZACIÓN
Las naves nunca dejaron de llegar. Siempre naves personales
enviadas desde remotos lugares del universo, condenados a soportar una
condición de sumisión y de prisión. Imperceptibles, continúan llegando.
Ese hecho posibilitó nuestra expansión en el planeta en tan corto
plazo. Había otros cuerpos, pero eran y siguen siendo cuerpos de animales de
toda forma y tamaño. Creo firmemente que estaban antes que nuestros cuerpos en
este planeta. Pero no saben que saben. En cambio, nosotros, sí: sabemos que
sabemos. Ese último matiz, nada desdeñable, hizo que acumuláramos experiencia
tras experiencia, beneficiando cada vez más cualquier acción que emprendíamos.
Fue así que, con el paso del tiempo, fuimos incorporando
territorios a nuestra ocupación. En ocasiones pacíficas y, en otras, muy
violentas. Desplazar a los animales a un nuevo reducto o encontrarnos con una
tribu, similar a nosotros, pero desconocida, hacia que las acciones no
estuvieran carentes de violencia.
De todas maneras, una y otra tribu –amigas o no- terminamos
colonizando todo el planeta.
Y aquí estamos. Desde hace un tiempo nos llaman Adán y Eva.
El último día de
septiembre*
(Parte 5 de 10)
Soy Ezequiel Linares. Vine al mundo el 14 de octubre de 1977. Desde
hace años no sueño. Soy Ezequiel y tengo insomnio. Por eso, cuando no estoy con
mis compinches, saco una silla y miro el patio de la casa. Miro el camino en
común con las otras casas. Me siento un animal carroñero en busca de un cadáver
que se demora, que nunca llega. Fantaseo con vender la casa aunque está a
nombre de mi esposa y ella jamás lo consentiría. También pienso en mi despido y
en los perros que vagabundean en la colonia. Estamos como ellos, peleando por
un lugar, disputando un territorio, un pedazo de carne. Estoy a pocos metros de
una tienda en busca de una botella de ron. El alcohol se ha vuelto un
instrumento de sobrevivencia, una brújula que apunta a la nada, a la basura que
se acumula como un sedimento imperturbable al paso del tiempo, al río de aguas
negras que corre por esta parte de la ciudad y que se desborda en temporada de
lluvias. Cuando el efecto del alcohol disminuye o cuando despierto al día
siguiente, con las huellas de algún golpe, varado en la cama, con una sed que
quiere paralizar mi garganta, imagino que he muerto y que estoy en la antesala
del infierno. Las moscas entran a la habitación y las cortinas percudidas,
devastadas en algunas partes, no pueden contener el sol que me recorre con su
aliento ardiente y amarillo. Después de discutir con mi esposa me convenzo de
que puedo emplearme en algunas cosas, quizás llevar las cuentas de un negocio.
No me asustan los números a pesar de la falta de práctica. No terminé la
preparatoria porque reprobé un par de materias y mi padre me puso a trabajar en
el taller de herrería; después, cuando tuve la mayoría de edad, me consiguió un
taxi viejo que apenas pasaba los controles del gobierno. En realidad siempre
soñé con atender una tienda a la orilla de una carretera. Una vez lo planeé tan
bien que estuve a punto de salir de mi casa, abandonar a mi mujer, cambiarme el
nombre para que nunca me encontrara. Ya imaginaba mi fotografía en los
periódicos, en los portales de internet, mis señas en algún noticiario de
radio. Como soy un cobarde no llegué al final de la calle. No llevaba nada
conmigo. Ni una maleta o algún veliz con ropa. Sólo caminé con la idea en la
mente, como si fuera el único requisito para cumplir mi meta. No hubiera durado
mucho. Apenas tenía el dinero suficiente para un par de viajes en el camión y
hasta ahí. Hubiera regresado a las pocas horas, avergonzado, volviendo a
encontrar a mi mujer para seguir peleando, tratando de encontrar alguna
solución para acabar ahí, dejar todo de una manera fácil. Por eso me arrepentí,
enfrenté mi derrota secreta evitando fantasear y ahora estoy aquí, entrando en
la tienda después del largo peregrinaje entre lodo, podredumbre y oscuridad.
Roberto recupera el aliento y alza las cejas en señal de victoria. Jonás tiene
una mirada en la que se mezclan el alivio y el ansia. Nos internamos por los
pasillos. Hay estantes repletos de papas fritas, pan de caja, dulces y
galletas. A un lado hay una máquina de café. Hace mucho que no pruebo uno. En
los refrigeradores brillan las cervezas. Las luces nos deslumbran. Parecemos
insectos encandilados por la luz blanquísima de la tienda. Jonás toma la
iniciativa, olvida el espejismo de las cervezas y se dirige a la caja para
pedir el ron. Parece, por el gesto detenido en su rostro, que lo olisquea.
Roberto mira los estantes como si tuviéramos dinero para comprar más cosas.
Balbuceo una burla que se queda en el camino. Hay varias personas en la fila.
Quizás vengan de alguna fiesta. Mientras espero llega a mi mente la palabra
Madagascar; sí, incluso soñé con viajar a Madagascar. ¿Por qué? Busqué en un
almanaque las referencias y supe que era una isla, que había especies animales
únicas y árboles de formas extrañas. Memoricé el nombre de su capital:
Antananarivo. Parecía un juego, una broma para horas después, cuando mengue la
botella de ron y apostemos si tenemos la suficiente habilidad para pronunciar
esa palabra. Sin embargo, nunca lo he hecho, a nadie le he confesado este
secreto. Jonás tiene un leve tambaleo o eso parece desde mi perspectiva
afectada por el alcohol. Hay un par de personas en la fila. Un hombre le pide
al dependiente –un muchacho de unos quince años– una recarga de crédito para su
teléfono celular. Estamos los tres, Roberto, Jonás y yo, muy juntos, como si
esta compra fuera la última y la botella de ron fuera un evento digno de
memoria. Sin embargo no es así. Seguiremos reuniéndonos muchas noches para
beber, jugar dominó, pensar que somos ladrones terribles, terroristas de la
nada.
***
Al fin regresa. Miro el taxi por la ventana de mi departamento.
Durante todo el día sólo he podido mirar los árboles, las personas que desfilan
por la banqueta, los anuncios de las tiendas que comienzan a encenderse. Es
domingo, el último día de septiembre. El calendario, por alguna razón, parece
llegar a su fin, como si los meses restantes de este año fueran una farsa, una
entelequia. Miento, no sólo miré, también escribí un par de páginas. Están a
poca distancia de mí, en el escritorio. En algún punto de la tarde, después de
comer en un restaurante casi abandonado, interrumpí el trabajo de la oficina y
comencé a escribir en la libreta. Al principio tenía la mente en blanco.
Después describí el itinerario de un viajero, sus devaneos en una ciudad muy
parecida a ésta. Lo imagino como una variación del álter ego, el hombre que ha
vivido mi vida en la ciudad de México, la continúa. Ahora no lo pienso como un
enemigo o una amenaza. Es, más bien, una versión diminuta de mí, un portavoz de
mis pensamientos. Pienso que este personaje también está pendiente de su
llegada. Pero, quizás, hay una ligera variación en su espera. En lugar de estar
en la ventana del departamento, mirando el taxi, al conductor que, en este
momento, busca un espacio para estacionarse, va a la terminal de autobuses.
Estaría sumergido en la multitud, con un café humeante entre las manos,
pendiente de su llegada. Esa diferencia es la que me impide bajar de inmediato
por las escaleras. Esa distancia es la que hace que siga pensando en ella como
un evento presente. El conductor del taxi abre la cajuela y deja en el piso una
enorme maleta. Ella paga y, antes de enfilar a la entrada, dirige la mirada al
edificio, como si llegara por primera vez a la zona y no estuviera segura de
haber llegado a la dirección correcta. Me escondo entre las cortinas como un
animal que se refugia en su madriguera. El cielo está oscuro y, a lo lejos, se
ven algunas manchas oscuras, nubes que pronto dejarán caer su carga de lluvia
sobre la ciudad. La veo arrastrar su maleta y casi calculo los segundos para
bajar con rapidez las escaleras y encontrarla en la puerta principal. No quiero
delatarme, que ella no sepa de mi espera impaciente, de mi sueño intranquilo,
breve, de la tarde. Mientras salgo del departamento pienso en su próxima
ausencia, en diciembre, cuando ella regrese con su familia y yo me tenga que
enfrentar con las huellas de mi madre muerta, imaginar las marcas de su cuerpo
en el sillón reclinable, aún cubierto por una sábana blanca. Quizás por eso
este último día de septiembre parece alargarse. Mañana, primero de octubre, tendrá
el doble de horas. La primera semana del nuevo mes tendrá la extensión de un
año. Todo octubre será una extensión casi infinita, alimentada de actos
insulsos y cotidianos: tomar café, esperar el rojo del semáforo para cruzar la
calle, mezclarme entre la gente de una tienda departamental para leer revistas.
Ahí habrá una pausa para no pensar, para bajar las escaleras y salir a la calle
sin un itinerario fijo. Los árboles de la calle alentarán su crecimiento, sus
hojas permanecerán más tiempo entre las ramas. Aquel viejo que contempla el
aparador de una tienda será eterno. Quizás encuentre la fórmula para que nunca
acabe el año, para que no haya un nuevo inicio que me haga sentir más cansado
y, así, pueda seguir con los mismos planes inconclusos. Prolongar el tiempo,
estoy seguro, nos haría más seguros, más sabios.
La encuentro en las escaleras. Me abraza y hay algo en su olor que
evoca Mérida, una estancia impaciente en un cuarto que aún conserva rastros de
la adolescencia. El tiempo se reanuda mientras le pregunto cómo le fue en el
viaje y, finalmente, si tiene hambre. ¿Sabes qué? Creo que aceptaré la
invitación que me hiciste a cenar. ¿Recuerdas?
***
¿No alcanza el dinero? A ver, cuente bien. Jonás separa las monedas
con dedos temblorosos. El dependiente lo mira y en sus ojos hay una mezcla de
impaciencia y curiosidad. Faltan 15 pesos. Roberto le pide que vuelva a contar.
Las monedas forman una nueva pila. Ahí, en esa superficie blanca, iluminada por
la luz de una pantalla, está nuestro tesoro que se revela insuficiente, una
broma. Podríamos reír. Podríamos tomar la botella y salir corriendo. Pero el
alcohol, antes acicate, ahora nos paraliza. Hay un hombre atrás, esperando
pagar. El mundo parece conspirar contra nosotros. Dios aprieta el puño y nos
hace ver nuestra insignificancia. Dios es un ojo ardiente. Dios es una sonrisa
abrasiva. Dios es una patada en los riñones. Jonás sigue mirando las monedas
como si esperara que, en cualquier momento, pudieran aparecer algunas más, no
muchas, sólo las suficientes para comprar la botella. La esperanza se diluye y
Roberto parece un animal desahuciado, meditando en silencio sus escasas
opciones. Todos los productos de la tienda son espejismos, sueños que pronto se
evaporan. Jonás, sin decir nada, recoge las monedas y se las echa en el
bolsillo. Yo comienzo a salir de la tienda. De nada sirve rogar, buscar en el
piso monedas extraviadas, de brillo desgastado, estrellas fuera de su órbita,
peces agonizando en la arena. Estamos afuera de la tienda pero no nos atrevemos
a alejarnos. Roberto, al fin, explota. “¡Maldita sea!, les dije que contaran
bien el dinero”. Se rasca la cabeza. Ligeras gotas caen en el estacionamiento.
Hace frío pero la voz de Roberto parece hervir desde muy adentro. Me mira a mí
y luego a Jonás. Quizás, en otros tiempos, hubiera soltado algún manotazo, un
empujón para buscar la chispa de la violencia y hundirse en ella para olvidar
su derrota. Sin embargo, se limita a patear una piedra pequeña que apenas hace
ruido cuando se estrella contra un bote metálico de basura. La calle está
solitaria. No hay autos en el estacionamiento. El hombre compra una botella de
vino barato. Escuchamos el sonido electrónico de la caja. Aún se percibe la
botella de ron, a la distancia, como una promesa no cumplida. El dependiente la
conserva en el mismo lugar, como si quisiera remarcar su cercanía, los
remanentes de la vergüenza que aún rondan entre nosotros. Jonás sonríe aunque
su sonrisa cambia a un temblor de labios. Después, como si fuera un acto
planeado de antemano, con una furia alimentada de locura, saca las monedas de
su bolsillo y las arroja al piso. “¡A la chingada con todo!”, exclama. Su grito
es absorbido lentamente por el silencio de la noche. Apenas hay un eco. En esta
noche el alcohol ya no puede ser el disfraz de la desgracia. El alcohol, ahora,
es el conteo antes del fuego, la grieta antes del derrumbe. Y lo necesitamos.
No hay vuelta atrás. Nuestras ropas se humedecen. Quizás por eso seguimos en el
estacionamiento. Seguir adelante es, quizás, volver a casa de Jonás. Seguir
adelante es dejar que la sobriedad empiece a poner las cosas en su lugar y que
la vergüenza aumente. Se escucha el rumor de una avenida cercana. No podemos
seguir adelante y, conforme transcurren los segundos, sumergidos en un engañoso
sosiego, nos convencemos de un camino alterno aunque todavía desconocido. Como
si el camino de regreso fuera más largo que el de ida. Las monedas siguen en el
piso, inútiles y brillantes.
***
La mira subir al autobús. La mira en la cama, desnuda y dispuesta
para él. La escucha en las escaleras. La espía por las cortinas entreabiertas
mientras abre el refrigerador y su cuerpo oculta por un instante la luz del sol
que entra por la ventana. La asedia con preguntas después de hacer el amor con
la esperanza de más información. Sin embargo, ella apenas da pistas. A veces
hay muchas versiones de una misma historia. A veces Mérida tiene las
características de otra ciudad, una ciudad oriental, repleta de callejones
oscuros, gatos pintos y fumadores de ojos amarillos; una ciudad de calles
abandonadas que, de pronto, se llenan de voces, ruido de autos, puestos
ambulantes. Una avenida cambia de nombre, se transforma en otra. El relato de
una conversación podría ocurrir muchos años después. Por eso los textos que R
escribe cambian. Las hojas se amontonan en el fólder de siempre, sujetas con el
mismo clip, pero ahora ya no le interesa hilar los párrafos, condensarlos en
busca de una coherencia que pronto se revela inútil. A veces una frase queda
incompleta o sembrada con el germen de una palabra que no evoluciona. La
palabra, entonces, queda frente a un vacío, como un viajero enfrentado a un
imprevisible abismo. Quizás, esta interrupción, es porque R deja la pluma en la
mesa y se interna en escenarios futuros, momentos volátiles que se diluyen con
cualquier distracción: el vuelo de una mosca, una llamada a su teléfono
celular, el ladrido de un perro que tiene la suficiente fuerza para llegar
hasta la altura del departamento. Él persevera a pesar de los papeles
abandonados y los enunciados inconclusos. Tumbado en un sillón, con una cerveza
a un lado, se imagina con ella. Fantasea con una vida en común, una convivencia
que pone en riesgo su soledad cultivada con obsesión durante muchos años. En
este escenario él sigue escribiendo en la sala, con la televisión sintonizada
en el noticiario nocturno. Ella duerme en una recámara y él abandona la
escritura, se levanta de la silla y camina para verla. Dormida, imagina, quiere
creer, parece otra, más antigua. Dormida su rostro se despoja de los gestos
infantiles que aún conserva a sus veintitantos años: el puchero que hace cuando
no puede acordarse de una fecha, su risa que brota fácil o la manera de
entrecerrar los ojos cuando habla de su vida en Mérida, como si estuviera
expuesta a las calles blancas, al sol inclemente que pone a hervir piedras,
tejados, sombreros. Pero ya no puede imaginar más y regresa a la realidad del
departamento. Nunca ha viajado a Mérida y ese viaje no realizado se convierte
en una carencia. Por eso, en estos días de septiembre, en el par de semanas que
tiene de conocerla, sólo puede asentir en silencio o acompañar con monosílabos
a cada una de las referencias que da de la ciudad. Por eso, también, trata de
llevar la conversación a un tema más tangible para él, algo material,
verificable. Y le habla de su trabajo en el que contesta correos electrónicos
hasta el hartazgo con la esperanza de que ella muerda el anzuelo. Ella, desnuda
en la cama, sólo le dice que le gusta subir al autobús porque no soporta
manejar un auto. “Me pongo nerviosa” y después utiliza esas palabras como
pretexto para hablar del pasado, para ahondar en sus días de escuela, cuando se
escapaba de clases y se iba con sus amigas a un parque o a un centro comercial.
***
Entonces lo vimos salir de la tienda. Las monedas seguían en el
piso y su brillo aún no había terminado. Eran los postes de luz o quizás la
luna que se asomaba redonda de entre las nubes. El diminuto resplandor era una
gota a punto de derramarse, a punto de caer e iniciar una reacción en cadena.
El hombre, quizás de unos cuarenta años, enfilaba hacia la avenida principal,
cuando Roberto y Jonás se acercaron con pasos rápidos. El hombre pensó, tal
vez, es algo que ahora reflexiono y le doy vueltas, que iban a preguntarle
alguna dirección o pedirle fuego para encender cigarros. Pero cómo pedir una
dirección en aquel laberinto de calles a medio asfaltar, repletas de zonas
irregulares y de autos avanzando trabajosamente. Cómo pedir lumbre con ese
gesto entre apresurado y nervioso. Sin embargo, el hombre supuso esa
posibilidad porque elaboró una media sonrisa que quedó interrumpida cuando lo
jalaron de los brazos y le metieron la boca del revólver entre las costillas.
Yo sólo pude seguir a la procesión conformada por Jonás y Roberto. El alcohol
parecía haberse evaporado de mi cuerpo. Para ellos ya no importaba. La
decisión, aparentemente, había sido gestada en instantes. Pero yo sabía,
mientras miraba de reojo la entrada de la tienda y seguía a mis compañeros, que
en esos momentos estaban consolidándose las ruinas de sus vidas, sus biografías
de polvo, sus esperanzas hechas de terrores cotidianos y delirios amansados a
medias por el alcohol. Por eso era la sed y la necesidad de llenar los espacios
vacíos que se multiplicaban en sus cuerpos con cada respiración. Yo también
estaba involucrado. Llevaron al hombre por callejones vacíos, llenos de grandes
charcos, montañas de tierra y cadáveres de perros que aceleraban su pudrición
por la humedad. Me gritaban algo como Ezequiel, chingada madre; Ezequiel, no te
retrases; Ezequiel, ahora sí nos la van a pagar; Ezequiel, lo tenemos;
Ezequiel, vamos a ver qué hacemos con él. Eran voces lejanas, venidas del fondo
de una pesadilla, de un cuarto oscuro lleno de posibilidades. Eran voces agrias
y victoriosas, apenas atenuadas por el sonido de sus pasos. Las luces de la
ciudad latían atrás de nosotros. Apreté el paso y pude distinguir el cuerpo
desmadejado del hombre. Por un instante, temí que estuviera muerto. Roberto y
Jonás, sumidos en el vértigo de la adrenalina, no habrían podido contenerse. Un
disparo bastaría para derramar la vida del hombre. Sin embargo, vi cómo movía
los pies, elaborando una última y demorada resistencia. Las casas, medio
derruidas, algunas inacabadas y sin pintura, permanecían calladas. Apenas podía
distinguir un par de ventanas iluminadas, como si sus habitantes estuvieran
tras las cortinas, escondidos, conformes con su papel de cómplices silenciosos.
Yo era como ellos: testigo falaz, hombre directo al precipicio porque sólo eso
le da sentido a su vida.
***
Siempre pensó que su madre sufría depresión. Quizás fue una
enfermedad anterior al cáncer, un prólogo o un escenario que se estableció poco
a poco, echó raíces y empezó a cambiar su vida. ¿Qué habrá detonado la
enfermedad? ¿Fue algo químico? ¿El continuo alejamiento de su padre? Teorías y
más teorías. Lo cierto es que ella no disfrutaba la vida y se concentraba en
los pequeños desencuentros, las molestias cotidianas que, de tanto pensarlas,
se volvían entes gigantescos, desiertos cuyas arenas ocultaban cualquier ruta
de escape. Decía que tenía los dientes desgastados por la tensión que tenía en
las mandíbulas. Él se acercó a ese pozo sin fondo un año después de su muerte.
No había podido recibir un pago prometido desde hacía mucho. En las tardes se
refugiaba en pequeños cafés en los que gastaba el tiempo leyendo novelas
policiales. De regreso al departamento hacía cuentas de los ajustes a su presupuesto.
Esa cadena de obstáculos, en apariencia irrelevante, fue creciendo en su mente.
Fantaseaba con renunciar de una vez por todas al trabajo y encerrarse de forma
definiva en el departamento. Vería el mundo a través de la ventana. Incluso
renunciaría a los encuentros esporádicos con su padre y con su hermana. El
siguiente escenario, cuando quedaran pocas monedas sobre la mesa, sería el
suicidio. Para qué seguir en un mundo que había perdido sus significados más
interesantes. Las semanas eran una superficie pantanosa. Los años empezaban y
terminaban de la misma forma. Una tarde, aburrido y casi sin proponérselo,
comenzó a investigar en internet. Buscó métodos indoloros para acabar con él.
No soportaba la idea del dolor. Quería despertar y darse cuenta que ya no
estaba en el mundo. Pero no era tan fácil. Se metió en foros en los que había
varios consejos para suicidas. Algunos recomendaban algunos analgésicos que no
requerían prescripción médica. Otros decían que era más efectivo el veneno para
ratas. Leyó aquellos consejos con curiosidad creciente y, mientras lo hacía, se
olvidaba de sus intenciones iniciales. Se enteró, por ejemplo, de que el
Paracetamol sólo causaba daños al hígado. Llegó a la conclusión de que la
ingestión de medicinas entrañaba grandes posibilidades de fallar. ¿Dónde
conseguir una pistola? Apenas se aventuraba en la periferia de la ciudad y,
seguramente, le costaría localizar a algún contacto que le vendiera un arma en
el mercado negro. Ahora, en las noches, antes de dormir, elaboraba distintos
escenarios para lograr su meta. Curiosamente, ese pensamiento constante, esa
amenaza íntima y posible, lo habían acercado tanto a la muerte que la
convirtieron en un acto banal. Ya no era un escape sino un escenario para la
egolatría y la presunción. Se había habituado a la oscuridad. Le había perdido
miedo al fuego y, ahora, se sentía capaz de explorarlo, palpar sus distintas
partes. El tiempo avanzó. Pensó en su madre, en sus mandíbulas apretadas
mientras intentaba conciliar el sueño. Era una tortura sostenida, un hilo
sometido a una tensión extrema, un hilo que, a pesar de temblar y estremecerse,
no se rompía. Así era su vida: un dique que soportaba el embate del mar y que,
a veces, parecía derrumbarse. Una mañana, después de desayunar, fue al banco y
encontró el depósito prometido.
(Continuará)
*Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue
dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas
(Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta)
y Por una cabeza (Premio Nacional de
Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ,
Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la
revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas
compilaciones de minificción.
MARCADO*
Eran entonces los atardeceres en un pueblo de llanura, lejano y
mezquino como lo son todos y tal vez no haya un sentimiento que lo vuelva
generoso.
Vagábamos por los dos clubes (al otro lo negábamos porque era un
desprendimiento del nuestro) y todo resultaba excesivamente íntimo, en la
rutina insidiosa y sin horizontes. Lo único efectivamente cierto era que para
los que disponían de una familia que les costeara los estudios ese sería el
último verano que vagarían sin compromiso por esas calles tan quietas, donde
las niñas se paseaban con sus vestidos livianos y soleados, exhibiendo sus
labios que yo jamás besaría, las palabras numerosas de amor que no serían para
mí ni el abrazo que nunca se cerraría en mi cuerpo.
La incerteza a secas amilana, arredra y se pone inmóvil sobre uno
como una piedra inmensa. Dentro de ese espacio cerrado al vacío que implicaba
el accionar un poco espontáneo, pero con proyectos personales más o menos
definidos a voluntad o dirigidos por padres que orientaban sistemáticamente a
ordenar o moldear una vida futura, había un abismo. Lo concreto y lo cierto era
que fueron las primeras promociones que se aventuraron a vivir fuera del pueblo
y se trató de nuestra generación. En verdad, solo los varones se atrevían
entonces, estaba mal visto que una niña de buena familia saliera a buscar su
futuro. ¿Acaso no lo tenían como futuras esposas de los futuros profesionales?
Mi condición de descendiente de analfabetos me tornaba en un
elemento ilegítimo por mi origen. Todos los míos habían sido obreros y estudiar
fuera de la primaria, un desatino, si a veces ni eso tuvieron ni mis abuelos ni
mis tíos.
Algo sin embargo se revolvía dentro mío con más rebeldía y
convicción, como un camino hecho a los tumbos, a los manotazos, pero que se
afirmaba cada vez más como un destino.
Los atardeceres llenos de imágenes ponían un acontecimiento más
triste, si yo me volvía bajo esos plátanos añosos, pisando sus hojas en los
otoños procelosos de nostalgia y mis primeros reveses amorosos que me
recordaban a cada rato que yo me tenía
que ir, que no era bien querido allí y —extremaba— tal vez en ninguna parte,
salvo las dos o tres personas que confiaban en mí.
Cada trabajo que emprendía lo tomaba como momentáneo, aunque es
casi seguro que aprendido de ese oficio yo podría mantenerme e incluso
progresar. Pero yo, oscuramente, buscaba otra cosa, otro horizonte, y los
libros que furiosamente leía en la biblioteca de mi club me dirían alguna vez
la verdad. Al menos la mía, mi pequeña verdad relativa.
Había empezado a escribir casi sin quererlo y con un fin catártico,
sin pensar ni en un momento que publicaría alguna vez y que me dedicaría “a ese
arte de bajo precio”, según escribió Pedroni, y lo cito de nuevo, “al que
finalmente me aficioné”.
Alguna vez pensé que aquella niña no supo nunca que su negativa, su
decisión de retirarme su liviano amor en ese atardecer donde la luz del
crepúsculo nos protegía de todo, menos de las inclemencias que a mí me
esperaron y se ensañaron conmigo como el otoño desnudando sus árboles, hizo que
yo me alejara para siempre pisando esas hojas cobrizas como una imparable
pasión de los tiempos.
El imperio del recuerdo*
El empecinamiento lento, pero firme,
de los pasos en la osadía del regreso
hacia esos lugares donde habitó la sonrisa,
los recodos que se pierden en la memoria.
Creo que pronto comenzará el otoño,
se apresuran los insectos y las nubes,
y es que toda piel presiente el cambio
y un imán acerca la noche a nuestra casa.
La terquedad del retorno a la nostalgia
de aquellos brazos quietos en la niebla.
La caída hacia las viejas oseras abismales
de los monstruos que empeñamos olvidar.
Creo que pronto las lluvias serán frías,
se aprestan los peatones y las luces,
y es que las voces acortan las distancias
y las miradas tornan breves hacia el suelo.
La derrota de los elementos, la invasión,
de la hojarasca, del pensamiento terco.
Viejos pájaros acicalan nuestros cuerpos,
transitando hacia el imperio del recuerdo.
Creo sí, que pronto vagaremos en silencio,
se disponen las cortezas, emigra el verde,
y hacia los recónditos lugares de la tarde
se escapa un suspiro por todo lo perdido.
*
Sin la literatura el hombre niega su condición
confusa. La literatura le devuelve su irrealidad. Se trata de cambiar la necesidad
por la contemplación. Es una operación alquímica de transmutación. De ser
títere de fuerzas desconocidas pasa a ser creador y sus irrealidades le dicen
que también él es irreal. Y lo asume con humor, con paradoja, con ironía. No
hay más gozo que éste.
Inventren
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