FOTO*
La foto, en apariencia, no tiene nada de especial. Y sin embargo, la
miramos. Sin saber muy bien el porqué. La ausencia de color nos hace suponer
que es antigua; también el hecho de estar rasgada en algunos puntos y arrugada
en otros. Los años han gastado las esquinas; en una de ellas, arriba a la
izquierda, falta un trocito minúsculo, tal vez demasiado pequeño para afirmar
que la imagen está incompleta. Al mirarla por primera vez, se tiene una ligera
sensación de frío, tan leve que casi no la percibimos. Sólo más tarde (pero
¿cuánto más tarde?) seremos conscientes de ello.
Muestra un pequeño edificio de una sola planta, con una especie de
porche o tejadillo exterior que da a un andén. Sabemos que es un andén por la
presencia de las vías en la parte inferior de la imagen. La conclusión resulta
obvia: El lugar es una estación. En un lateral del tejadillo hay seis letras
que nos indican el nombre, seis mayúsculas irrebatibles: ANDANT. Quizá sea esa
media docena de letras, que parecen un tanto anacrónicas, lo que nos perturba
ligeramente. O el color apagado del cielo, en el que, sin embargo, no se
aprecia nube alguna. Lo cierto es que nos asalta una sensación desagradable
que, por otra parte, no nos impide seguir mirando la foto; acaso anhelamos
encontrar eso que nos molesta un poco no saber definir o señalar con precisión.
La visión de líneas paralelas sugiere el infinito. Aquí, las vías
quedan bruscamente cortadas en los bordes izquierdo y derecho de la foto,
negando con violencia esa abstracción, segmentando una mínima parcela de
realidad -o de ese conjunto de percepciones que llamamos realidad. En el andén
hay seis personas. Posan (la contemplación de una foto puede llevarnos por
caminos un tanto sinuosos e intrincados; hacernos pensar, por ejemplo, en la
actitud del que posa, en la perpetua repetición de ese momento, en la pavorosa
idea de que toda la vida es pose). Cinco de ellos miran directamente a la
cámara. El otro, el primero por la izquierda, está con los brazos cruzados y
parece tener la vista clavada en un punto inconcreto, hacia la derecha del
fotógrafo. Nos incomoda ese detalle (¿porque insinúa una ruptura, un
desorden?). Nos incita a preguntarnos qué está mirando exactamente. ¿Por qué no
hace como todos los demás y simplemente fija la vista en el centro? (si es que
el ojo de la cámara es el centro, si podemos atrevernos a presumir la
existencia de un centro) ¿Qué es eso que está ahí, fuera del ámbito de la foto,
y qué significa esa mirada y por qué los otros no ven lo que él está viendo?
Podría pensarse que sólo es un gesto, una pose diferente, una obstinación lícita
en no mirar directamente al ojo de la cámara, y tal vez no sea otra cosa, pero
nos desasosiega un poco esa asimetría.
-Cabe preguntarse si en realidad tenemos derecho a asomarnos a una
foto. No me refiero al vistazo casual o efímero, al frívolo escrutinio de un
momento, que con frecuencia provoca una sonrisa o un rechazo o mera
indiferencia. Hablo de mirar una foto como quien mira un cuadro, durante un
tiempo que no se puede medirse con cronómetros o calendarios, el tiempo dúctil
de quien pinta un atardecer a lo largo de infinitos atardeceres o el de
aquellos que esperan, agazapados durante toda su vida, el instante exacto del
resplandor que les justifique. Esa contemplación, que en el fondo es una
búsqueda, ¿no sería una forma de intrusión en ese otro orden que nos es ajeno?
¿No serán, pues, nuestros ojos invasores -camuflados tras el objetivo y el
tiempo- lo que miran esas cinco personas, preguntándose acaso el motivo de tal
insistencia?
La wikipedia nos cuenta que hace más de treinta años que por ahí ya
no pasa el tren y que en Andant, el pueblo, apenas quedan cuarenta habitantes.
Visto desde lejos, sólo son cifras. Pero la lenta despoblación de todos estos
lugares nos da qué pensar. Pensamos, por ejemplo, si eso que mira el primero de
la izquierda, eso que parece estar un poco a la derecha del fotógrafo,
ligeramente a la derecha y hacia arriba, no será lo que, sin ruido, sin que
casi nadie lo perciba, va limando con paciencia los bordes de las fotos,
oscureciendo los paisajes y los rostros, devastando, centímetro a centímetro,
los campos y las calles asfaltadas, terminando poco a poco con la vida en los
pueblos y devolviendo al desierto lo que, acaso, siempre fue del desierto.
-Y así, la inmovilidad de la foto desborda el ámbito del papel y se
expande implacable por la realidad (por este lado de la realidad). Pienso que
debería ponerme de una vez a escribir algo sobre ella. Pero no se me ocurre
nada. La tengo ahí, delante de mis ojos, dejándose mirar mansamente,
permitiéndome atisbar cada detalle, acaso contemplándome, o contemplándose a sí
misma a través de mis ojos un poco cansados. Y yo no puedo hacer otra cosa:
sólo mirar la foto y dejarme contagiar esa parálisis, esa suerte de espera;
inmóviles ellos en su perpetuo instante desgajado para siempre del tiempo;
inmóviles todos en nuestro diario periplo por las avenidas de la rutina;
inmóvil yo en mi celda sin barrotes; tanto, que ni siquiera me molesto en girar
un poco la cabeza, en mirar de reojo hacia atrás, a mi derecha, donde sé que se
arremolina en silencio, expectante, eso que está mirando, desde la lejanía y el
pasado, el hombre de la foto, eso que siempre ha estado ahí y que no puede
verse; que nadie puede ver sino a través de un reflejo, una señal inequívoca en
los ojos asombrados de otro, una sombra difusa atravesando océanos y décadas.
DONDE SÉ QUE SE ARREMOLINA EN SILENCIO…
-Textos de Sergio Borao Llop.
FANTASMAS EN UNA ESTACIÓN*
Sentado en el andén, veo acercarse al viejo Nicolás, con su maleta
raída por el tiempo. Igual que ayer.
Cuando llegue hasta aquí, se dejará caer en este mismo banco, no
demasiado cerca, pero sí lo suficiente para intercambiar unas palabras.
Preguntará, ignorando la evidencia mostrada por sus propios ojos,
si el tren no llegó todavía. Yo le responderé que no, que todavía no, pero que
ya no debe tardar.
Entonces él hará un gesto de resignación y acomodará la maleta a su
lado, en el extremo del banco. Luego cerrará los ojos y cualquiera que lo viese
pensaría que duerme. Pero no lo hace: Sólo piensa.
La primera vez que coincidimos, me contó su historia. Detalles al
margen, supe que una mujer lo estaba esperando en alguna parte (no capté bien
el nombre del sitio y después no me atreví a preguntar), o más bien que él
albergaba esa esperanza, aunque, según deduje, no tenía la menor certeza al
respecto. Ese día me quedé muy sorprendido cuando llegó el tren y el viejo,
tras despedirse de mí con una breve frase y un gesto, agarró con fuerza la
maleta, se dirigió hacia uno de los vagones, se detuvo antes de llegar, se
quedó inmóvil, mirando algo que tal vez estaba más allá del tren y de la propia
estación. Luego dejó la maleta en el suelo y se cruzó de brazos. Cuando el tren
se puso en movimiento, lo miró alejarse durante un buen rato. Después, volvió a
tomar la maleta y se fue caminando muy lentamente hasta perderse de vista. De
más está decir que la escena descrita se ha venido repitiendo con regularidad
desde entonces.
Lo sé porque, aparte de los funcionarios que trabajan en la
estación, soy el único que está aquí siempre a esa hora. Lo veo cada día y me
pregunto ¿hasta cuándo? Claro que esa pregunta también es aplicable a mí. Porque
¿qué hago yo todos los días sentado en ese gastado banco, mirando con
impaciencia hacia el punto por el que ha de llegar el tren? No hay ningún
misterio: Sólo espero. ¿Qué es lo que estoy esperando? En realidad, después de
mucho pensarlo, he llegado a la conclusión de que sólo espero un instante. Me
es imposible ver más allá de ese preciso y minúsculo punto en el tiempo. La
escena la he contemplado miles de veces en mi imaginación: Isabel, radiante, se
apea del tren, mira alrededor, me ve, sonríe y camina hacia mí. Yo voy a su
encuentro. Sería el final perfecto para una de esas películas antiguas. Sólo
que esto no es una película, sino una secuencia que, a estas alturas, juzgo
imposible. Y a pesar de todo, contra toda lógica, sigo esperando.
Es sabido que la repetición incesante de los mismos rituales
conduce, inexorable, a la locura; o a una suerte de locura que tendemos a
confundir con la normalidad –lo cual es, en sí mismo, terrible.
Por eso, cabe preguntarse: ¿Qué obstinación es más patética, más
trágica: La del viejo Nicolás esperando inútilmente reunir el valor para partir
en busca de su sueño o la mía, anhelando un hecho que no sucederá?
En medio de esas reflexiones llega el tren. Ambos nos levantamos
para cumplir con el protocolo habitual, ya casi un automatismo. Uno de los
funcionarios nos contempla con tristeza -¿Tal vez también con algo de
expectación?- desde su puesto. De fondo, sólo el sonido de la locomotora.
PASAJERA*
- No me gustan las despedidas - había dicho mi amigo Luis.
Después me abrazó con impaciente levedad y se alejó hacia la calle,
sin volver el rostro, sin mostrar la menor emoción. Dejando atrás los reflejos
de los innumerables cristales, salió de la estación y se dirigió con prisa
hacia el aparcamiento. Sonreí. Le conocía bien. Las separaciones le resultaban
tan dolorosas como a cualquier otro, pero le molestaba emocionarse. Por ese
motivo, siempre que era capaz de prever algún conato de abrazos prolongados y
frases empalagosas, escapaba a la situación alegando una prisa que no siempre
era fingida. Por otra parte, apenas faltaba un mes para que comenzase la nueva
temporada: la rutina de los entrenamientos, el descubrimiento de las virtudes y
de los defectos en los jugadores nuevos, la épica de los partidos, los problemas
con la directiva... Y ahí íbamos a estar un año más, codo con codo, lidiando
con jugadores, directivos y árbitros, empeñándonos en sacar adelante al equipo,
sufriendo acaso alguna decepción en forma de final perdida, llenándonos de
orgullo cada vez que alguno de nuestros jugadores llegaba a las ligas
superiores. De ahí, del esfuerzo común, provenía nuestra amistad. A través de
la enorme cristalera, vi pasar su auto, lanzado ya hacia la costa.
Consulté el reloj. Aún faltaban quince minutos para la salida del
tren que debía tomar. (Tomar un tren - pensé - lo mismo que quien toma café o
un aperitivo) Volví a comprobar mi billete; apuré el cortado que se enfriaba
sobre la barra de la cafetería; compré algunos diarios; me dejé mecer por una
apacible nostalgia.
Había terminado mi semana. L´ Estartit quedaba ahora allá atrás,
arrinconado en los estantes de la memoria. Quedaban pequeños detalles,
instantáneas fugaces que fui atrapando y colocando cuidadosa, ordenadamente, en
el archivador de recuerdos gratos: Los paseos en barca, la inefable calma de
las mañanas de pesca, los atardeceres frente al mar, en la terraza del club
náutico o al otro lado del puerto, junto a la playa... Ahora todo era una
bonita película en colores cuyas escenas desfilaban a cámara lenta, fotograma a
fotograma, ante mis ojos agradecidos. La arena, el inequívoco olor del mar, las
islas...
Pero en este lado, los minutos pasaban implacables. Aferré la bolsa
de viaje y bajé las escaleras, al asalto del tren.
Un andén no difiere en exceso de cualquier otro. Los de esta
estación, sin embargo, me resultaron particularmente hostiles (porque me
alejaban del mar, de las tranquilas calas, de los inquietantes acantilados, del
oleaje y las Medas. Porque me arrojaban de vuelta a la rutina, al trabajo agotador,
al rostro siempre huraño y desconfiado del patrón, a la inacabable monotonía
sonora de la máquina, a la nave oscura, a los hierros y a tantas cosas que
aborrezco y de las que aún no he aprendido a prescindir)
Mi tren estaba llegando. Puntual como una calamidad. Silencioso
como el sueño. Lento y poderoso, hizo su entrada en la estación, se detuvo,
escupió algunos viajeros, permitió el abordaje de otros, cerró impasiblemente
sus puertas y partió con el mismo sigilo con que llegara, igual que si estuviese
huyendo del bullicio de las estaciones, buscando acaso el anonimato de los
raíles.
Desde mi asiento, pude contemplar cómo la ciudad se iba diluyendo
entre árboles, cómo los edificios se transformaban en bosque y las calles
dejaban paso a los senderos. "Esta es - pensé - una ciudad de hermosos
contrastes. Hay agua, hay vegetación, aire. Es cuanto se necesita para vivir.
Hay asfalto, hay civilización. Es cuanto se precisa para ser desdichado".
Tratando de huir de la tristeza que imperceptiblemente comenzaba a
embargarme, indagué con disimulo los rostros de mis escasos compañeros de
viaje. Ninguno de ellos consiguió llamar mi atención. Me resigné a los diarios.
Bombardeos en Mostar, corrupción gubernamental, hambre en alguna parte (o en
muchas partes) de África y en otros lugares de difícil pronunciación,
violaciones sistemáticas de los derechos humanos, no menos atroces violaciones
de muchachas solitarias en parques nocturnos o garajes o zaguanes oscuros,
nuevos atentados... Compruebo sin entusiasmo la fecha, sabiendo de antemano que
es inútil. Que la fecha puede ser la de hoy, pero el horror no es nuevo, es el
mismo que se repite sin descanso, día tras día, sin que nadie mueva un dedo por
cambiar el signo de las cosas, sin que podamos aferrarnos ni siquiera al mínimo
consuelo de una remota esperanza.
Agobiado, guardé el diario y busqué una revista de humor, tratando
de huir de la espantosa realidad. Con disgusto, con desaliento, comprobé que no
tenía ninguna. Se habían quedado atrás, en el hotel o en casa de mis amigos,
encerradas en el tiempo de las vacaciones, ajenas al devenir del ajetreo,
aparentemente inocentes de las malas noticias que me traían de vuelta a lo
cotidiano.
Estábamos llegando a Barcelona. De nuevo los enormes bloques de
viviendas levantándose a izquierda y derecha, como otros tantos nichos
alineados frente al pálpito cansado de mis ojos, delatando la presencia de la
concentración humana, certificando de alguna manera el fin del verano.
Luego, los túneles sumiendo al tren en las entrañas de la ciudad,
entre vistosas pintadas distribuidas por los muros. Alegría o decepción
coloreando los rostros de los viajeros que llegaban al final de su viaje y se
apiñaban con sus maletas en los pasillos, prestos al abandono de los vagones,
resignados al inaplazable retorno a la rutina, de algún modo impacientes por
terminar con ese incómodo interludio que separa el verano del resto de los
días.
Lo que siguió fue un barullo de gentes bajando a los andenes,
abrazándose, despidiéndose, estorbándose, subiendo con prisa, casi con
precipitación, a los vagones detenidos, buscando acomodo para sus maletas y
para sí mismos, todo como una película antigua, de ésas en que los personajes
se movían a una velocidad insólita y casi ridícula, pero nada de ello me
pareció gracioso. Por el contrario, las prisas, el cruce de miradas fugaces, la
disimulada lucha por un determinado asiento, los movimientos de cabeza en busca
de una ubicación idónea, los gritos, las carreras por los pasillos, no hicieron
sino contribuir al desánimo que había ido asentándose en mi alma en los últimos
minutos.
Entre el gentío, me llamaron la atención dos mujeres. Ambas
viajaban sin compañía. Una de ellas era rubia, bonita, de ojos inexpresivos.
No supe si lamentar o celebrar que pasase a mi lado sin mirarme. La
otra no era hermosa, pero su larga melena negra, sus formas poderosas y un algo
exótico en su rostro, en su atuendo, obligaban a mirarla con detenimiento.
En mal español, preguntó si el asiento contiguo al mío estaba
libre. Me apresuré a ofrecérselo.
Cuando el tren se puso en movimiento, noté con asombro que el bolso
de mano que descansaba en su regazo se movía. Una diminuta cabeza canina asomó
por la abertura. Sonreí con disimulo ante aquella transgresión de las normas.
En ese momento, entró el revisor en nuestro vagón. Ella me miró con sus enormes
ojos negros. Puso su dedo índice sobre los labios carnosos, pidiéndome
silencio, convirtiéndome en su cómplice, llenándome de una extraña ternura.
Alentado por ese gesto de confianza, me atreví a contemplarla casi
con descaro. Su pelo basto, muy oscuro, la voluptuosidad de las nalgas, los
labios llenos, gruesos, delataban la raza negra en algún recodo de su árbol
genealógico. Todo lo demás parecía claramente occidental. Cuando por fin el
revisor hubo contrastado los billetes y abandonado el vagón, le ofrecí un
cigarrillo, que ella rehusó, y charlamos. Por sus palabras, supe que venía de
Lisboa, que su nombre era Andrea, que regresaba, como todos, de unas cortas
vacaciones junto al mar, que siempre viajaba con su perrito y que vivía en una
pensión desde que se separó de su novio. Su voz destilaba bondad. Nada dijo
acerca de su profesión. Sospeché oscuramente que era prostituta. Tuve ganas de
abrazarla. Yo le conté a grandes rasgos las trivialidades que se suelen confiar
a alguien que acabamos de conocer. (Pero ya intuía que no se trataba de una
extraña, que ese gesto suplicante había tendido un puente entre nosotros, un
puente que nos unía y que nos elevaba sobre el murmullo de las conversaciones a
nuestro alrededor, separándonos de esas otras voces, de esos otros rostros que
no formaban parte de nuestra pequeña isla en medio de las vías) Ella me hablaba
de su Lisboa, de su pasado. Después, la conversación derivó hacia las tópicas
generalidades.
Hubo momentos de cálido silencio, de miradas.
El tren se deslizaba veloz sobre los raíles acercándonos a la
inevitable separación. En cada pueblecito atravesado, en cada estación, yo le
contaba cosas de aquellos lugares, historias que a menudo inventaba para ver el
gesto de maravillada sorpresa en el rostro de mi amiga, todo en pos de unos
minutos más de conversación, de escuchar una vez más aquella voz con acento
portugués que tanto me relajaba, que conseguía arrullarme llevándome a esa
dimensión en la que todo es aún posible, donde cabe la ilusión de un mañana, de
una flor renaciendo entre los escombros. Otras veces, fue ella quien hizo
preguntas, tal vez por idénticas razones. En un par de ocasiones, pronunció mi
nombre, atándome a su voz, llenándome de felicidad y desazón porque ya Lérida
había quedado atrás y mi ciudad iba acercándose sin compasión. Yo deseaba
prolongar aquel viaje, permanecer allí sentado junto a Andrea que me miraba
lánguidamente y cuyas manos oscuras de larguísimas uñas rojas despertaban mis
viejos instintos primordiales.
Un silencio de campos vertiginosos corría paralelo allende las
ventanillas.
El sol bañaba los rastrojos y los montes lejanos, pero en el
interior del vagón no había más luz que la que irradiaban los ojos de Andrea,
que a ratos parecían estar buscando algo en el fondo verdoso de los míos. El
tren lanzado era una sádica resta de minutos y yo no encontraba las palabras
precisas. Me iba perdiendo entre explicaciones casi absurdas sobre los cultivos
y el clima, disertaciones inexplicables acerca de la vida en las aldeas de mi
tierra y en sus asfixiantes ciudades y exposiciones sinceras de las maravillas
existentes en los tan amados Pirineos, pero todo ello como un alejamiento a
pesar de los cuerpos tan cerca, de los rostros casi juntos y las manos
rozándose en la división de los asientos. Cada estación era como una siniestra
zarpa cayendo sobre mi rostro y desgarrándome. Uno tras otro, iban pasando los
kilómetros, el paisaje se iba transformando, la angustia crecía hasta límites
intolerables. Ya se divisaban, al fondo, los edificios que marcaban el final de
mi viaje, los pétreos sepulcros verticales que iban a sumirme, de nuevo, en la
más insoportable tristeza. Pensé, deseé, estuve a punto de pedirle que se
bajase conmigo, que renunciase a su Lisboa, que se quedase a mi lado en esta
ciudad, que compartiese mi vida.
En cambio, sólo atiné a decir: "Estamos llegando a Zaragoza.
En medio de aquellos edificios altos está mi casa" El tren se hundió en
las profundidades de la tierra, bajo el ajetreo de la ciudad; fue reduciendo la
velocidad, prolongando cruelmente los minutos finales, aquellos en los que ya
nada es posible. Por fin, quedó parado entre las luces falsas de la estación.
Aun fui capaz de una última inspiración: No me apearía, seguiría con ella hasta
Madrid, o hasta Lisboa o al fin del mundo. Un beso en la mejilla me separó de
Andrea para siempre. Cuando el tren se puso de nuevo en movimiento, aún pude
ver sus ojos clavados en mi rostro, como formulando una pregunta de imposible
respuesta.
Después, recomenzó el decurso de los días de absoluta normalidad.
Regresé a mis obligaciones, a la inmovilidad de una vida
sedentaria, enmarcada entre las crudas aristas del trabajo y la soledad.
Sé que nada es perdurable. Que todo es un tren que viaja incansable
entre las innumerables estaciones, deteniéndose efímeramente en alguna de
ellas, atravesando otras sin ruido y arrebatando miradas de nostalgia,
suspiros. Sé que la vida no es sino un compendio de recuerdos, un asombrado
catálogo de estaciones que fuimos dejando atrás. Pero ahora que el tiempo ha
pasado, el recuerdo de aquel viaje, de Andrea, vuelve a mí con insistencia,
tiñendo de melancolía los atardeceres, y llevándome incomprensiblemente a ese
banco del andén, desde el que, cada tarde, contemplo con atención el tránsito
engañoso de los trenes.
LA ESTACIÓN*
Salí al aire frío de las calles, abandonando la oscuridad del
almacén. Alguien que no reconocí me despidió con un extraño ademán. Recordé
confusamente que debía tomar un tren.
Pocos días antes me había sido enviada una carta en la que se me
recomendaba un viaje. Adjunto venía un billete de ferrocarril, que ahora
descansaba sobre la mesilla de la solitaria habitación en la que cada noche me
entrego a los despóticos juegos del sueño. No me tomé siquiera la elemental
molestia de averiguar quién era el remitente de tan curioso envío, ni busqué en
una guía cualquiera el lugar de destino. Pero ¿Quién hubiese vacilado ante un
reto semejante? ¿Quién se hubiese resistido a ese instinto que siempre nos lanza
hacia lo inesperado con tanta decisión como desprecio ante los posibles
peligros? Conjeturé que sólo la cobardía hubiera podido impedir que recogiese
el guante que el destino había tenido a bien lanzar contra mi rostro. Y nunca
fui cobarde.
Así, poco después de las cinco de la tarde, tras una corta pero
intensa siesta, me puse mi único traje (que apenas había utilizado una vez)
metí en una maleta adquirida dos días antes mis escasas pertenencias y partí
hacia la estación, dejándome azotar por las continuas ráfagas de un viento
helado que hería inclemente las esquinas, los árboles, y el tránsito fugaz de
los peatones que surcaban con rapidez las avenidas.
A causa de la menuda e impertinente lluvia que había comenzado a
desgranarse sobre la ciudad, me vi obligado a tomar un taxi. Muy pronto, el
automóvil se detuvo frente a un moderno edificio de dos plantas, ante el que
otros autos vomitaban su carga humana, partiendo raudos en busca de otros
pasajeros, de otras historias.
Antes de entrar en la estación, me detuve un instante, con la viva
sensación de haber pasado algo por alto, de no haber prestado la debida
atención a algún ínfimo detalle, de ésos que luego resultan ser
trascendentales, pero, no siendo capaz de concretar en que pudiera consistir
ese olvido, me encogí de hombros y penetré en el edificio entre una muchedumbre
de rostros desconocidos y bonitas muchachas uniformadas y empleados siempre
dispuestos a la oportuna indicación, al breve diálogo.
Ya en el interior, me sentí invadido por un reconfortante
calorcillo, más agradable, si cabe, teniendo en cuenta el frío que la llovizna
había traído consigo allá afuera. Al fondo, al otro lado de las ventanillas
ante las que el gentío formaba largas colas esperando su turno, pude ver una
gran sala en la que multitud de personas charlaban, gesticulando. Un poderoso
rumor se extendía a lo largo de toda la nave. Era la suma de las conversaciones
de los presuntos viajeros, el eco de las despedidas, de las tópicas recomendaciones
y las frases cariñosas. A la izquierda, un enorme mural representaba el mapa
del país, cruzado por innumerables líneas rojas, como tantas otras arterias
surcando el espacio, entrecruzándose, uniéndose, mezclándose y formando un
complejo entramado que llegaba hasta los más recónditos rincones de la patria.
Al lado, un cartel electrónico indicaba las próximas entradas y salidas, el
horario previsto y el número del andén correspondiente. De cuando en cuando, se
oía por los altavoces repartidos por todo el recinto una muy bien modulada voz
femenina, anunciando la inminente partida de algún tren. Podían verse entonces
algunas personas corriendo en todas direcciones, abalanzándose hacia las
escaleras mecánicas que llevaban a los andenes. Otros paseaban con impaciencia
frente a las ventanillas, lanzando insistentes miradas al electrónico, y
escuchando con desmesurada atención cada uno de los mensajes que los altavoces
vertían sobre el aire cálido de la sala espaciosa.
No dejó de llamar mi atención la aparente ausencia de escaleras
ascendentes, ya que había, en efecto, un piso superior, que se veía a través de
grandes cristales, y en el cual podían distinguirse varios grupos de personas,
saboreando sus bebidas y riendo despreocupadamente. Otros, por el contrario,
contemplaban con aire apesadumbrado el piso en el que yo me encontraba y
callaban; sólo callaban ignorantes de las alegres risas que brotaban a su
alrededor. (¿Habré de decir que en este lugar toda risa es forzada; toda
alegría, aparente?) Enajenándome a esas tristes miradas, supuse que habría
alguna escalera en el interior de la cafetería, pero esto aún no me preocupaba,
puesto que mi intención no era subir a aquella atalaya acristalada, sino tomar
un tren.
Sí, subir a ese vagón que el destino había puesto en mi camino y
que ya no podía tardar mucho en hacer su entrada. Volví a consultar la lista de
horarios sin hallar referencia alguna al tren que debía tomar, al itinerario
que muy pronto había de emprender. Caminando con tranquilidad, me aproximé a
uno de los numerosos bancos que ocupaban el centro de la enorme nave y me senté
en él, situándome frente al letrero en el que, de un momento a otro, surgirían
las mágicas palabras anunciando la llegada de mi tren, anunciando el comienzo
de algo quizá maravilloso y excitante.
A mi lado, una mujer gorda dormitaba apaciblemente, y un poco más
allá, un anciano miraba como hipnotizado, con expresión de ciego incapaz de
admitir la ceguera, hacia el gigantesco mural. Niños ruidosos correteaban entre
los bancos, pero, no sé por qué, en sus juegos se adivinaba como una falta: No
denotaban la natural alegría que suelen atesorar la mayoría de los niños. Me
dio la impresión de que ni siquiera estaban jugando sus propios juegos, sino
cumpliendo un ritual insoportable y absurdo. No eran risas infantiles lo que
llenaba el ámbito, no eran reales; y además, en sus rostros podía percibirse un
deje de rutina y melancolía, como si tales carreras, tales saltos y gritos, no
hiciesen sino aburrirles y fastidiarles. (¡Cómo no lo vi entonces! ¡Cómo no
salí corriendo de aquel lugar, de este lugar en el que ahora estoy sentado y
escribiendo estas agónicas frases que se han venido repitiendo una y otra vez
en mi atormentada mente!)
Sonó la campanilla. De inmediato, oyóse la dulce y acariciante voz
de mujer, recitando la aprendida lección de entradas y salidas. Escuché con
atención, sólo para comprobar que tampoco era éste el tren que esperaba. Volví
a mirar el billete, para prevenir cualquier posible error por mi parte. Tomar
un tren equivocado solía acarrear, según había oído decir, tremendas molestias
e incontables transbordos posteriores, e incluso existía un rumor que aseguraba
que, en caso de confusión, se hacía prácticamente imposible regresar a la
estación de origen, descartando así toda probabilidad de emprender algún día el
viaje proyectado, dada la gran complejidad de la red ferroviaria. (En algún
momento, en el pasado, tuve la sensación de haber tomado un tren erróneo, pero
eso ahora no es más que un vago recuerdo y las certezas no existen) Sin
embargo, no es menos cierto que si procedemos con atención es en verdad difícil
equivocarse, debido en gran medida a la asombrosa exactitud de las
informaciones proporcionadas por los altavoces y por el cartel de horarios.
La mujer gorda respingó, miró en todas direcciones, se incorporó de
un salto, se frotó los ojos con el dorso de la mano y leyó frenéticamente las
ocho líneas electrónicas que resplandecían frente a ella. Después respiró con
fuerza y volvió a sentarse, tal vez algo desalentada. Fue entonces cuando se
percató de mi presencia. Me contempló con curiosidad durante un segundo. Luego
preguntó sin protocolo alguno:
- ¿Ha salido ya el tren hacia Santos Unzué.?
- No puedo estar seguro - contesté con amabilidad - Lo único que
puedo asegurar que no lo ha hecho desde que estoy aquí - no dije nada más,
tratando de rehuir el diálogo. Pero ella, ya más despierta, ensanchó un punto
su sonrisa y dijo:
- Entonces ¿Llegó usted hace poco?
Iba a responderle con una escueta afirmación, demostrativa de mi
escasa predisposición a entablar una conversación intranscendente, cuando me vi
bruscamente interrumpido por el anciano que, con gran descortesía, increpó a la
mujer:
- ¡Estás loca! - Gritó. Después se dirigió a mí en otro tono - Se
lo he repetido cientos de veces. Su tren partió hace mucho. Pero ella se empeña
en seguir esperando, aun cuando sabe de sobra que soy yo quien está en lo
cierto - se volvió de nuevo hacia ella y con voz chillona agregó: - Nunca
volverá ese tren ¡Nunca!
- Calla, viejo idiota - dijo ella entre sollozos - Tratas de
confundirme.
Este amable caballero acaba de decir que aún no ha pasado. Yo sé
que llegará y me marcharé en él, mientras tú te quedas ahí sentado,
refunfuñando y soñando con un destino que jamás estuvo a tu alcance. A mí me
queda la esperanza. A ti, nada más que la resignación o la locura.
- Yo nada espero. Eso es cierto - aceptó él con un tono más calmado
- Hace tiempo que comprendí mi derrota. Pero tu esperanza ha de transformarse, ya
lo verás, en una larga espera baldía, en sufrimiento y agonía, pues no quedan
trenes que tu puedas coger, no hay destino que te reclame, ni andén que pueda
llevarte hacia la luz.
- ¡Cállate! - Gritó la mujer en dirección al viejo. Luego,
mirándome con los ojos arrasados en lágrimas, dijo: - Es insoportable. Siempre
está gritando lo mismo. Siempre ahí sentado, malhumorado e insultante, como si
su único fin fuese destrozar mis esperanzas. Siempre descargando sobre mí su
odio de viejo egoísta, su desesperación de hombre abandonado. Pero no vaya a
pensar que puedo huir de sus reconvenciones. No importa dónde vaya, allí está
él para seguir machacándome. No deja de perseguirme, todo el santo día, de acá
para allá. No sé si tendré fuerzas para seguir esperando mucho más.
Algo en las palabras de la mujer, en la actitud del anciano, hizo
que, por un momento, me sintiera descolocado, como viviendo una situación
irreal, un sueño absurdo del que no había escapatoria. Tratando de serenarme un
poco, de superar con rapidez la confusión, miré al anciano a los ojos y, sin
acritud, le espeté:
- ¿No le avergüenza tratar así a la señora? ¿Acaso carece del menor
escrúpulo? ¿Es insensible al dolor que le causa con sus palabras?
Tras unos segundos de silencio, bajó los ojos, incapaz de soportar
la hostilidad que se reflejaba en los míos. En voz baja, respondió:
- Tú también lo serás, cuando llegues a mi edad. Si hubieses estado
aquí tanto tiempo como yo, quizá fueses más cruel - su tono fue subiendo poco a
poco - ¿Qué derecho tienes tú a reprocharme nada? Te queda una larga vida, y se
nota que no te falta ilusión. Tu tren llegará muy pronto y te marcharás,
como tantos otros, sin recordar nunca más esta escena, ni a ninguno
de nosotros. No, muchacho, no tienes ningún derecho a juzgarme ¿Con qué
propósito, pues, te inmiscuyes en asuntos que son completamente ajenos a ti?
Acabas de llegar y ya crees saberlo todo - su voz adquirió un
tonillo irónico - pero no tienes la menor idea... Está bien, quédate ahí con
esa chiflada. Así aprenderás. Yo me voy a otro lado.
Presa de una gran excitación, fingida al menos en parte, sacó de
debajo del asiento unas muletas y se alejó con dificultad hacia otro banco
próximo, desde el que también podía ver el luminoso. De nuevo esa sensación de
irrealidad me fue subiendo por dentro, mezclada con un poco de frío, procedente
de los andenes. En el exterior estaba anocheciendo y el viento castigaba con
dureza las copas de los árboles y también a los pocos viandantes que circulaban
a esa hora por las calles. Dentro se notaban, de cuando en cuando, pequeñas
bocanadas de aire fresco que hacían bajar, lenta pero inevitablemente, la
temperatura. Anochecía y mi tren no llegaba, y una sorda preocupación se iba
abriendo paso en mi interior.
La mujer gorda, que había cesado en sus sollozos y secado las
lágrimas, se apretó un poco contra mí, musitando en mi oído:
- Tal vez el tren que estamos esperando va a llegar pronto.
Por algún motivo que entonces no supe precisar, esas palabras me
produjeron una intensa desazón, pero el calor de su cuerpo a mi lado, y el
suave aroma que de él se desprendía, consiguieron adormecerme.
En el sueño, vi miles de trenes entrecruzándose, entrando,
saliendo, cambiando de vía. Vi trenes lanzados a toda velocidad, galopando por
extensas llanuras desiertas; vi trenes que descendían interminablemente,
máquinas que arrastraban un número infinito de vagones vacíos y silenciosos; vi
vagones repletos de gente y detenidos en medio de la vía, abandonados a su
suerte entre los páramos. También pude ver, al fondo, allá en lo más profundo
de mi sueño, un trenecito muy pequeño, antiguo, uno de esos que hace tiempo
cayeron en desuso, algo desvaído por el paso de los años, aparentemente fuera
de servicio. Pero una suave dulzura emanaba de sus gastadas maderas, de sus
oxidados remaches, de sus cansadas ruedas. Y supe que ése era mi tren y que no
debía perderlo. Y entonces recordé que estaba soñando; desperté sobresaltado,
con la vista fija en el cartel, releyendo con precipitación cada una de sus
líneas, sólo para comprobar con desaliento que mi tren seguía sin haber llegado
a la estación.
Sentí un frío intenso. La mujer había desaparecido. En su lugar,
aunque algo más alejado, estaba el anciano, contemplándome con curiosidad.
Aturdido aún por el violento despertar, pregunté:
- ¿Qué ha sido de ella? ¿Llegó por fin su tren?
- De ningún modo - respondió él, sonriendo con amargura - Ese tren
ya pasó y nunca regresan - hizo una breve pausa - Yo traté de avisarla cuando
sucedió, pero se burló de mí, me insultó y desoyó mis consejos. No sé dónde
habrá ido ahora. Lo más probable es que esté en la cafetería, tratando de subir
al piso de arriba. Por la noche, cuando llega el frío, todo el mundo trata de
resguardarse.
Algo se debatía en mis entrañas, como una inconcebible certeza de
estar viviendo una situación que desafiaba toda razón. La increíble sospecha
que se había ido asentando en mi mente desde el momento en que llegué,
comenzaba a tomar forma; las palabras del viejo delineaban los contornos
precisos de la pesadilla:
- Se dice que allá arriba no hace frío y que la gente es más
amable, y la vida, más confortable. Pero nadie sabe cómo subir. A mí ha dejado
de importarme. Apenas sería capaz de subir dos peldaños - al decir esto,
remangó sus pantalones, dejando al descubierto dos piernecillas algo deformes
y, sin duda, enfermas - Es por la humedad que viene cada noche desde los
andenes y quizá también por las caminatas.
- ¿Caminatas? - Pregunté. Cada nueva revelación me iba arrastrando
más y más hacia las desoladas regiones del pánico.
- Sí. Es preciso caminar mucho, para combatir el entumecimiento. De
lo contrario, se corre el peligro de morir congelado. No ponga esa cara. Yo sé
que todos se burlan de mis consejos, pero hágame caso: camine, camine todo lo
que pueda. Todas las mañanas, los empleados tienen que retirar los cuerpos
congelados de quienes no tomaron las debidas precauciones. Lo hacen con sigilo,
fingiendo que nada ocurre, pero yo llevo demasiado tiempo en este lugar y nada
se me escapa.
- ¿Sugiere usted que hay personas que pasan aquí la noche? - Dije.
Algo en mi interior se resistía a creer en lo que estaba oyendo. No era
posible.
Nada era verdad. Pronto despertaría en mi habitación, entre mis
libros. Todo habría sido un sueño, desayunaría, me asearía y saldría hacia el
trabajo, como cada mañana...
- Muchos días y muchas noches - respondió él con cierto desaliento
- Hace años que espero, obstinado, la llegada de ese tren en el que ya no creo.
Pero no conozco otro camino.
- Sin embargo, yo no puedo esperar. Debo...
- Nadie puede, en realidad. Pero no me haga demasiado caso. No
desespere. No es imposible que su tren llegue, en efecto, esta misma noche. En
muchos casos sucede así. Permanezca atento a los altavoces. Trate de no
dormirse.
Sea amable con los funcionarios, y ellos le corresponderán
gestionando con rapidez los trámites de su partida. Pero, ante todo, deseche la
prisa, reprima la ansiedad. Nada sucede antes de tiempo.
- Pero es que debería regresar antes del lunes...
- ¿Regresar? ¿Cómo ha de regresar?
- Tengo que acudir al trabajo, o seré despedido. Son muy estrictos.
- ¡Vamos! ¡No sea hipócrita! Usted conoce perfectamente su
situación. Sabe de sobra que no hay sitio al que regresar. ¿Acaso no lleva en
su maleta todo aquello que considera imprescindible? ¿No arrojó la llave de su
casa en una sucia alcantarilla? ¡Pues claro que lo hizo! Igual que lo hicimos
todos, sabedores de que no hay regreso. Porque regresar equivale a fracasar ¿Y
quién tiene el valor de reconocer el fracaso, de admitir el error? Antes la
muerte, antes el sufrimiento más horroroso, que la confesión de la derrota.
¿No es, en rigor, la más completa verdad cuanto estoy diciendo?
¿Sería capaz de negarlo, de negármelo a mí?
Me sentí derrotado, desenmascarado. Con algo de vergüenza, admití:
- Sí... Es cierto. Eso es exactamente lo que hice... Pero en el
fondo, yo esperaba regresar... ¿Cómo hubiese tenido, de lo contrario, el valor
de partir? Es verdad. Sabía que el regreso no es posible, pero todo hombre
necesita algo a lo que aferrarse, una referencia, un punto de apoyo para
superar la terrible realidad... De modo que no me resta sino la espera. La
espera que, según sus palabras, puede llegar a ser insoportable. Mas... siempre
puedo bajar al andén y tomar el primer tren que llegue, aunque no sea el
indicado...
- ¡De ningún modo! No hay dos trenes que puedan conducirle al mismo
lugar.
Hay que atenerse al billete. Es imposible sospechar siquiera dónde
podría terminar quien hubiese tomado un tren equivocado. Además, sepa que si
baja al andén es muy posible que no pueda volver a subir, del mismo modo que
resulta prácticamente imposible acceder desde aquí al piso de arriba.
Pensé en un número ilimitado de pisos, desconocidos entre sí. Un
infinito edificio de incontables pisos desde cada uno de los cuales no fuese
posible ver sino el superior y el inferior. Y en cada una de esas plantas,
hombres idénticos a nosotros, hablando con nuestras palabras, compartiendo
nuestros pensamientos, hasta los más íntimos; siendo, en suma, perfectas
imitaciones nuestras (o lo que es peor: nosotros imitándoles, siendo meras
caricaturas, marionetas cuyos hilos...) Preferí no pensar más, escuchar en todo
caso al anciano, que seguía hablando, pero la idea infernal de la
multiplicación infinita de los pisos me había conmocionado de tal modo, que ya
no me sentía con ánimos para seguir oyéndole. Sólo una voz interior que me
repetía una y otra vez la completa imposibilidad de tan absurdo pensamiento: No
puede haber más que tres plantas, tres únicos niveles. Pero mi mente dudaba, y
acaso...
La mujer gorda se aproximaba a nosotros, con la sombra de una aguda
decepción oscureciendo su rostro. Sin una palabra, tomó asiento a mi lado y
recostó su cabeza en mi hombro, disponiéndose, sin duda, a dormir un rato.
Yo, sin esperanza, hice lo mismo, pero mis oídos permanecieron
atentos a los altavoces, mis ojos se abrían de cuando en cuando, vigilantes
incansables del cartel electrónico. Esa noche no vino mi tren. Tampoco las
siguientes.
El tiempo ha ido desgranándose y mi tren no ha llegado. Hay
momentos de desesperación en los que pienso que no es imposible que haya
descuidado la vigilancia durante unos minutos, quizá los necesarios para que
ese tren hiciese, raudo, su entrada, reclamándome y partiendo sin respuesta,
vacío de mí, corriendo inútilmente por una vía muerta.
Como todos he intentado en vano el ascenso al piso superior. Como
todos, he pensado en bajar a los andenes y tomar un tren cualquiera, para
terminar de una vez por todas con esta exasperante espera, pero siempre me
fallan las fuerzas, y permanezco aquí, sentado en este viejo banco, con los
ojos cansados de tanto mirar en la misma dirección, con el corazón atormentado
y apagándose.
Miles de trenes han partido y ninguno era el que yo esperaba. La
mujer y el anciano, simples sombras en mi memoria, desaparecieron hace tiempo.
Tal vez llegó su tren; tal vez hayan muerto sin haber llegado a tomarlo,
anónimos figurantes en una siniestra farsa que se nos va llevando sin
concedernos una segunda oportunidad.
Pero también los demás han ido diluyéndose hasta dejar vacía la
estación.
Los niños y sus fingidos juegos son ahora pasto del olvido y hasta
los mendigos que solían estacionarse en la entrada han abandonado su antigua
costumbre y han emigrado a otros lugares donde quizá haga menos frío, donde
quizá haya limosnas.
La cafetería fue cerrada, y con ella se perdió mi última esperanza
de ascender al piso de arriba, que ya ni siquiera puedo ver, y que tampoco me
importa, si es que alguna vez me importó. Este nivel se ha quedado desierto por
completo, a excepción de uno de los empleados, que permanece ahí, parapetado
tras la rejilla y el cristal, que no habla ni responde a mis preguntas, que
parece condenado a la eternidad sin fondo de las ventanillas.
Y la voz. La voz interminable, intolerable, anunciando trenes para
nadie, melódicas burlas del destino, incongruentes frases sin destinatario. Es
como si toda la estación estuviese aún abierta sólo por mí, únicamente para que
yo pueda tomar mi tren y alejarme hacia otra quimera respirable. Y a veces aun
creo que acaso sea posible, como si todo este tiempo no hubiese transcurrido,
como si aún se pudiesen construir nuevas ciudades, edificar otras realidades
menos lamentables, calles habitables, nítidas, parques de sol, fuentes de
esperanza sincera y real, monasterios...
Y sin embargo, sé que todo es mentira, ¿por qué no confesarlo de
una vez? Sé que mi tren no ha de pasar, que mi espera ha de ser forzosamente
estéril.
Pienso que un viento frío, una de estas noches, apagará para
siempre mis esperanzas, congelándome, y así el ciclo se habrá completado y la
estación perderá definitivamente su razón de ser y desaparecerá, como todo lo
que un día hubo en ella. Porque ese tren que espero es algo que nunca existió,
una sórdida invención de mi cansado corazón urbano; porque fui yo mismo quien
envió aquella carta, buscando un pretexto para escapar a la insufrible rutina
de las tardes sin nadie y sin nada en el monótono horizonte de la casa vacía.
Hay otras estaciones desiertas, otros hombres iguales a mí, igualmente
abandonados por la suerte, idénticamente solos, esperando a un tren que saben
no ha de llegar, aguardando sin fe un destino que no existe, sabiendo con
implacable certeza que todo es inútil, que ya nada va a ocurrir...
Pero he aquí que la campanilla suena de nuevo, y aunque conozco de
antemano la inutilidad de mi acción, escucho atento, y lo que oigo me llena de
desconcierto y de alegría, porque esta vez, desafiando todas las leyes de la
razón, es mi tren el que está entrando con poderosa lentitud en la estación
abandonada. El letrero luminoso así lo atestigua, y acaso también la leve
sonrisa que me ha parecido sorprender en el pétreo semblante del empleado.
Asombrado aún, con las piernas temblando de emoción, cojo mi maleta
y corro hacia la escalera descendente para hundirme en las profundidades del
andén, sabiendo ahora que hay, en efecto, una escalera que sube y sube hasta
perderse en el infinito, sabiendo que es esta misma escalera por la que voy
bajando hacia el andén desierto. Pero eso ha dejado de importar, y corro sin
descanso hacia ese tren que viene a buscarme exclusivamente a mí, corro
incansable hacia ese destino que viene a reclamarme.
Lo inmediato*
El hombre, casi un anciano, camina erguido por la acera.
El papelito en la mano.
En él, esas extrañas palabras: “Estación Polvaredas”.
La sensación de libertad y de vértigo.
La multitud pasando junto a él sin prestarle atención. Al mismo
tiempo, el recuerdo de una institución. ¿De qué clase? ¿Una cárcel? ¿Un cuartel?
¿Un claustro? ¿Una Universidad? No. Esto último no. La sensación recordada, o
más bien vagamente intuida, es opresiva, de encierro. Pero ya se ha ido. De
nuevo es la gente que pasa. Un joven trajeado le sonríe. ¿Tal vez le conoce? No
va a ser posible saberlo, porque el joven continúa su veloz marcha entre los
demás viandantes y se pierde tras un grupo de jovencitas que conversan con gran
estrépito.
Volvamos al papel. ¿Qué hace ahí? ¿Qué significa? Estación… ¿De
tren? ¿De autobús? Y ¿Quién escribió la nota? Porque esa no es su letra. ¿O sí?
Vuelve a mirar alrededor. Palpa sus bolsillos, mas no hay nada en ellos. ¿Es un
indocumentado? No sabría decirlo. El dolor en el costado le hace pensar que tal
vez alguien le asaltó para robarle, pero no puede recordarlo. Quizá no sea más que una dolencia propia de
la edad. Las risas de unos niños le distraen. Mira hacia ellos. Juegan. ¡Qué
cosa grande ser niño y jugar con esa alegría, esa despreocupación! Por fin una
certeza: Es un adulto. Si pudiera mirarse en un espejo… Justo entonces ve la
entrada a unos grandes almacenes. Se dirige hacia ellos. Tiene la impresión de
que encontrará allí alguna respuesta, aunque ignora a qué pregunta. Al entrar
al sitio, junto a las escaleras mecánicas, ve el espejo y se acerca. Se mira en
él, pero no reconoce a ninguno de todos esos reflejos. Tras unos segundos,
logra identificarse, pero su aspecto no le resulta familiar. Ése no puede ser
él. Y ahí surge una nueva pregunta: ¿Quién es él? E inevitablemente, una
segunda: ¿Qué aspecto tiene o debería tener? Ambas respuestas le están vedadas.
No puede recordarlo. Vuelve a mirar el papelito y esas dos palabras escritas,
como si allí pudiese existir alguna clave para desentrañar el misterio.
Una empleada sonriente se le acerca y pregunta si puede ayudarle en
algo. Le gustaría responder afirmativamente, pero oscuramente sospecha que si
le hace a ella las preguntas que él mismo no logra responder, muy bien puede
tomarle por un desequilibrado. ¿Será eso? ¿Estará loco? No quiere ni pensarlo.
Más bien entrevé otra cosa: Un olvido momentáneo, la urgencia de hacer algo, de
ir a algún sitio… ¿Será ése el sitio? se pregunta mirando de nuevo el papelito.
La empleada sigue ahí y el hombre niega con la cabeza, tratando de devolver una
sonrisa cordial, pero consiguiendo apenas una mueca que inquieta ligeramente a
la vendedora, quien se propone no perderle de vista, al menos mientras deambule
por esa planta.
Tal vez el hombre haya percibido, de algún modo, esos pensamientos,
porque se dirige hacia la escalera mecánica y, mediante ella, al piso superior:
“Moda caballero”, desapareciendo en unos segundos del campo de visión de la
empleada recelosa. La segunda planta está llena de trajes, pantalones,
corbatas, zapatos y demás prendas de vestir. Un par de vendedores, de ésos
cuyas sonrisas parecen talladas en piedra, se le acercan ofreciéndole algún
producto, pero el hombre niega con la cabeza y camina sin prisa por entre los
innumerables pasillos. ¿Busca algo? Sí. Un recuerdo que no llega. Su presencia,
en un lugar tan grande, debería pasar desapercibida, pero no es así. En todo
momento hay alguien pendiente de sus actos. Como si ese inocente papelito en su
mano fuese un artefacto explosivo o la revelación de un secreto abominable.
Ha debido cambiar nuevamente de planta, porque ahora se encuentra
rodeado de artículos deportivos. La visión de los balones, las canastas, las
raquetas, le transportan muy lejos, hacia atrás, en el recuerdo. Pero es sólo
un instante. Las escenas de esa lejana juventud ni siquiera llegan a
concretarse. Pasea por la sección de artes marciales bajo la atenta mirada del
encargado de la misma. Ya no le preguntan si desea algo. Se ha debido correr la
voz. Un intruso recorre los almacenes sin objeto alguno. No parece peligroso,
pero hay que mantenerle vigilado.
Con la mano libre, sopesa una pelota de tenis. Mira hacia arriba,
como tratando de apresar un instante en su pasado, pero no hay nada. Sólo el
contacto suave de ese objeto, que le resulta grato. Resignado, la deja junto a
las otras pelotas y continúa su peregrinaje por el edificio. En la sección de
moda femenina siente como un pinchazo, una revelación. Sin embargo, se va tan
velozmente como vino. Cabecea dos o tres veces, como negando algo a un
interlocutor invisible y sigue subiendo.
Se detiene en la sección de juguetería, con una indefinible pero
agradable sensación. Pasea entre los múltiples estantes repletos de artículos
hechos para el ocio. Algunos le traen vagos efluvios de un pasado remoto. Otros
no. Se pregunta cómo funciona uno u otro de los que están a la vista. En
cualquier caso, son siempre instantes. Instantes desgajados de su empresa
principal, que es una búsqueda, aunque él mismo ignore el objeto de la misma.
De pronto ve un tren: una maqueta hecha a escala. Una de esas maquetas
tan perfectas que cualquiera tomaría por trenes reales. Y lo recuerda todo:
Mira el papelito. Sabe que debe reunirse allí con… ¿Con quién? ¿Con quién? Pero
¿y la fecha? ¿Qué fecha es? Es urgente encontrar un calendario, preguntar a
alguien… En ese momento ve los ojos. Unos ojos grandes que le miran con
simpatía. Los reconoce, aunque no pueda precisar a quién pertenecen. Sólo sabe
que no son ésos los ojos que hay tras el papelito. Ella se le acerca, le habla
en susurros, le dice que ya todo está bien, que ella va a llevarle al sitio
donde debe ir. Él, olvidado ya de todo, se deja llevar. Tras la extraña pareja
(él con su traje raído, ella con su uniforme blanco), dos fornidos enfermeros
caminan en silencio, paralelos, clones de sí mismos. El papelito descansa ahora
en el bolsillo de la camisa del hombre. Los recuerdos, la entrevisión de esa
estación perdida en el misterio, como cada tarde, se han desvanecido
nuevamente.
La huida*
Un tren en movimiento es una cárcel.
Con más razón para quien está huyendo.
Como a tantos otros, me acusan de un crimen que no cometí. No
importa la verdad: Estoy sentenciado desde que tuve aquel desencuentro con el
diputado. Lo vi claramente en su mirada. Antes o después, iba a pagar mi atrevimiento.
Ignoro qué destino me tienen preparado, pero, en cualquier caso, las opciones
de escapar a él son mínimas.
Por eso, cada par de ojos que se posan en mí representan un
peligro. Son muchos quienes me buscan. El poder encuentra aliados en todas partes.
La única realidad posible es la huida. Ningún rincón del país es seguro ahora.
Sólo en el extranjero, lejos, podré eludir los largos tentáculos de mi enemigo.
Mas no debo pensar en el futuro lejano cuando en un instante todo puede irse al
carajo. Lo urgente es salir de aquí.
Todos los rostros que me rodean son una amenaza. Por desconocidos, por multiplicados.
Vine a la estación porque me pareció el mejor lugar para pasar
desapercibido. En principio, sólo tomé el tren por alejarme de aquí. El destino
fue casual –era el tren que en ese momento se disponía a partir-, pero en
Enrique Fynn tengo amigos que tal vez puedan ayudarme.
Ahora, cuando el tren ya abandona la ciudad y avanza hacia la
interminable llanura, sólo ahora he caído en la enorme indefensión del
proscrito que toma la decisión de subirse a un tren –un avión, un autobús,
cualquier medio de transporte colectivo, en definitiva-. Por eso, trato de
evitar las miradas de los otros pasajeros. Las gafas de sol ayudan, pero no son
un muro tras el que esconderse. Sólo un diminuto camuflaje. Si alguno de mis
perseguidores está a bordo, soy hombre muerto.
Haría bien, lo sé, en ocupar mi mente con otro tipo de
pensamientos. La forma de burlar la vigilancia a que estoy sometido, por
ejemplo. La acción que debería llevar a cabo si descubro a uno de ellos… esas
cosas. Pero el temor me impide pensar: Un indicio claro de ello es que, justo
antes de tomar el tren, he llamado a mis amigos para avisarles de mi llegada.
Sólo un minuto más tarde he caído en la cuenta de lo inoportuno de mi visita.
Por nada del mundo desearía meter en líos a mis amigos. Pero ya está hecho. No
puedo volver atrás. Dejo mi destino en manos de este enorme artefacto que me
traslada con rapidez entre campos y pueblos que, a esta hora, parecen abandonados.
A pesar del miedo, el cansancio acumulado en las últimas horas me
induce a dormitar. Breves cabezadas de las que salgo con un sobresalto. Cada
vez, miro alrededor con aprensión. Nada en el vagón parece amenazarme, pero con
esta gente nunca se sabe.
Para un prófugo, todo son ojos. Ojos expectantes, acusadores,
irónicos, traicioneros. Ojos enemigos.
Cuando, al volver de alguna de esas ensoñaciones, distingo una
sombra en algún punto inconcreto del vagón, mi corazón se acelera. Cada vez que
el tren se detiene, temo que suban, que me busquen, que me saquen esposado y
vencido a la vista de todos y me metan en un auto verde, uno de esos autos
verdes de los que no se regresa…
Una mirada fija es una alarma causando un estruendo insoportable en
mi interior. Una inocente sonrisa se me antoja como la señal inequívoca de mi
perdición.
Los kilómetros y las estaciones se suceden, pero mi angustia no
mengua. No obstante, si he de ser sincero, no hay la menor señal de los
sicarios. Se trata sólo de la sensación de ahogo propia de quien se sospecha
rodeado.
Miro hacia afuera y percibo que ya estamos llegando. La próxima
estación es Enrique Fynn. Allí tal vez pueda estar seguro uno o dos días,
mientras decido qué hacer, hacia donde seguir huyendo…
Con suma precaución, la misma que he empleado en las últimas horas
o días (en la huida llega a perderse la noción del tiempo), me preparo para
salir de este encierro rodante. Abajo todo será distinto.
Sin embargo, la frecuencia de mis latidos no disminuye. Mientras el
tren va reduciendo su velocidad y la silueta de la estación se perfila en el
horizonte cercano, me asalta una revelación: Ellos están ahí, esperándome. Esta
vez no se trata del pánico, sino de una fría certeza. No necesito verlos. Lo
sé. Conocían mis planes y no han hecho otra cosa que alimentar mi esperanza,
dejando que el viaje llegue a su fin. No habrá escándalo ni una persecución
cinematográfica. Simplemente, alguien se acercará a mí y me susurrará al oído
unas pocas palabras. Yo le seguiré en silencio, velando así por la seguridad de
mis amigos, a quienes me prometerán no hacer el menor daño si colaboro. No me
hará falta ver a uno de mis antiguos compañeros, quizá el más joven o aquel que
siempre enrojecía al mirarte a los ojos, escondido tras una columna, observando
con el corazón en un puño mi detención y, tal vez, respirando aliviado al
comprobar mi sumisión. Después, el protocolo se cumplirá con precisión
geométrica, del mismo modo que siempre. Y el mundo me olvidará como se olvida
todo.
KronoX*
Las generaciones futuras no recordarán mi nombre (y en el fondo,
quizá sea mejor así), pero yo inventé una máquina del tiempo (a esta altura,
utilizar el artículo la sería –probablemente- inexacto. Y algo pedante por mi
parte). Por otra parte, esta denominación –máquina del tiempo- quizá tampoco
sea del todo correcta. El lector juzgará una vez conozca los hechos. Sin más
preámbulos, procedo a relatar la historia.
Mi pretensión, en pocas palabras, era crear un nuevo software,
capaz de recrear el pasado y actuar sobre él. Sólo virtualmente, claro (o eso
me decía a mí mismo, pero la esperanza, esa maldita…). Tardé años en definirlo,
en atreverme a postular una ecuación irresoluble. En el transcurso de mis
investigaciones hubo altibajos. Tan pronto creía haber hecho un descubrimiento
asombroso, como me abandonaba a la desesperación por no sentirme preparado para
llevar a cabo tan magna empresa. Una de esas veces, en medio de la fiebre
nocturna, producto, sin duda, de una indigestión, soñé o imaginé que el viaje
podría ser real y tener lugar en un único sentido –al pasado- y sólo una vez.
Es decir: sin regreso.
Al día siguiente, sin embargo, no me atreví a reírme de tal
disparate. Algo había en mi planteamiento –algo que no era capaz de recordar y,
no obstante, me corroía por dentro. Aun así, no quise pensar más en ello: Tener
una única oportunidad me pareció estadísticamente arriesgado. Ese fue un
inconveniente que no supe solventar en la vigilia. El desánimo de esas horas
posteriores estuvo cerca de hacerme desistir. Luego, pensé que no tenía derecho
a renunciar. Tal vez con base en mi proyecto, me dije, alguien conseguiría
solucionar ese defecto formal. (Entonces era joven e irresponsable. Lo sé
ahora. Sólo descubrimos eso cuando ya es tarde. Un motivo más para implicarse
en la invención de mi máquina).
Pero la amargura no desapareció. Durante unos meses, el vodka y los
antidepresivos fueron mis más cercanos compañeros. Con ayuda de una mujer cuyo
nombre y rostro (me avergüenza confesarlo) se mezclan en mi memoria con otros
muchos nombres y rostros, de otras muchas mujeres, todas ellas memorables sin
duda, conseguí salir de ese vil estado y retomar mi trabajo.
Comento ahora otro punto sobre el que medité mucho: El ser humano
es capaz de darle un mal uso al mejor de los inventos, es sabido. La Historia
lo atestigua sobradamente. ¿Debería eso detenerme? La respuesta lógica,
racional (más aún si lo pienso ahora, cuando ya nada tiene remedio), hubiera
sido: SÍ. Pero el deseo del inventor es impermeable a razones que le alejen de
su objetivo. De nada sirve pensar en Hiroshima.
Así pues, emprendí la tarea. Fueron años de caos, esfuerzo,
dedicación, fiebre, noches en vela, soledad (porque hube de alejarme de todo
cuanto pudiese distraerme de mi meta), multitud de preguntas cuya respuesta
sabía informulable, fracasos, depresión y cansancio. Pero lo logré.
Antes de continuar escribiendo este relato de los hechos –o
cualquier otro, en cualquier otro lugar-, debería hablarles de la máquina,
detallar su funcionamiento, explicar las fases de su construcción… Pero no lo
haré. No sé si esta omisión es una especie de escudo ante mi mala conciencia,
aunque de sobra sé –ahora- que nada me justifica. Esta narración sólo es
informativa. Ni espero ni deseo ser perdonado o comprendido. El perdón o
incluso la tolerancia ante mis actos, lo confieso, me parecería injusta.
Voy pues, a los hechos: El día señalado llegó. El momento
definitivo –eso creía yo en mi ingenuidad. Me coloqué el casco, programé una
fecha y un lugar y presioné el botón Play.
Ese instante se eternizó. Cerré los ojos, asustado, esperanzado,
ansioso. Muchas imágenes pasaron por mi cabeza. Muchas posibilidades
entrecruzándose, como trenes en la estación de una metrópoli. Respiré hondo y
abrí los ojos.
Había funcionado.
Estaba en el lugar y tiempo programados. Con precisión
cronométrica. Para esta primera prueba, es obvio, había buscado una fecha lo
más próxima posible y un lugar conocido: El día de ayer, en mi taller. En la
pared oriental, el reloj marcaba la hora exacta que yo había previsto. Podía
moverme, tocar los objetos (el tacto de la mesa me resultó extraño, como si en
lugar de madera se tratase de plástico o algún material sintético), oír los
sonidos provenientes de afuera. También sentía los diferentes olores. Sopesé
tomar un trago de agua; la botella estaba ahí, sobre la nevera. Pero no me
atreví. El deseo fue más débil que el miedo. No sabía qué podría ocurrir
(Durante la ejecución del programa, uno no es consciente de estar viviendo una
simulación. Esa agua, para mí, era real. Pensé que beber de ella podría
acarrearme algún efecto secundario indeseado). Sólo fue un acto instintivo,
irracional. Seguí moviéndome por la sala. Reconociendo los objetos. Algunos de
ellos estaban marcados (para comprobar si la simulación funcionaba, había
señalado con tiza roja algunas cosas y luego las había cambiado de sitio) y
ocupaban el lugar donde ayer mismo habían estado. Lo maravilloso era la
sensación de realidad. Me asomé a la ventanita y pude contemplar el paisaje ya
conocido, sólo un poco ensombrecido por las nubes (ayer estuvo nublado todo el
día, aunque no llovió), pero tan nítido como en cualquier otro momento. Después
de un rato dando vueltas por toda la habitación, satisfecho y moderadamente
feliz, decidí regresar (por así decirlo).
Me quité el casco, abrí los ojos. Fui a la nevera y descorché la
botella de champán. Es triste beber solo, ya se dijo. Pero me sentía eufórico.
A la embriaguez por el descubrimiento, se unió la otra, más concreta: la
etílica. Terminé tirado en el sofá, en una posición ridícula e incómoda. En
medio de la exaltación y las burbujas, yo tenía un algo removiéndose en mis
entrañas y no sabía qué. Lo achaqué a la emoción del momento y me dormí,
entreviendo con detalle una sala de variedades parisina que jamás había
visitado.
Repetí el experimento varias veces, siempre satisfactoriamente. Al
principio fueron “viajes” (los llamo así porque no se me ocurre otra manera
mejor) cortos: Unos pocos días atrás, lugares cercanos. Como si esa prudencia
fuese necesaria. Como temiendo perderme y previniendo ese azar mediante la
proximidad geográfica y temporal. Poco a poco, previsiblemente, extendí el
campo de mi experimento. Quise ir cada vez más lejos, tanto en el espacio como
en el tiempo. Visité (¿de qué otro modo llamarlo?) Rosario a finales del siglo
XX, cuando el Museo de Arte Contemporáneo todavía no estaba ahí. Cuanto más
lejos iba, más extraña era la sensación que experimentaba dentro de esa
realidad virtual. Cada una de estas recreaciones era como una victoria. ¿Una
victoria sobre el tiempo? Creo que mi vanidad no era tanta. Más bien me sentía
un jugador inmerso en una partida que no terminaba de comprender. Y ganaba
siempre. Embriagado por el éxito, me planteé retos cada vez más difíciles. Fui
a Mendoza meses antes de la construcción del Arco del Desaguadero. Y en efecto,
no estaba. A Buenos Aires hacia finales del siglo XIX, cuando aún no existía la
Avenida de Mayo.
Yo esperaba que al irme alejando en el tiempo, y teniendo en cuenta
que los datos suministrados al programa eran, en muchos casos, fotos en sepia y
documentos sacados de archivos municipales, no del todo bien administrados –es
el caso decirlo-, los objetos, los lugares, irían perdiendo nitidez. Es decir:
Se verían como en esas fotos y esas descripciones. Pero (esto debió alertarme)
no era así en absoluto. Todo era como debió ser en realidad. Algunos edificios,
algunas esculturas, hoy corroídos por la erosión implacable, se veían nuevos,
radiantes, en la recreación. Mi juguete cada vez me emocionaba más.
Una tarde de 1876 me encontré paseando por Barcelona. La Sagrada
Familia aún era un proyecto en la mente del gran Gaudí. También me aventuré en
París, en New York, en Londres, siempre buscando fechas anteriores a la
construcción de edificios o monumentos emblemáticos, sólo por el placer de ver
cómo fue aquello antes de ser como es ahora (si es que aún puedo pronunciar la
palabra ahora sin cometer un terrible anacronismo). Mi ambición me llevó a
Granada en el siglo XII, Pisa en el XI y hasta la China anterior a la Gran
Muralla. Me sentí colmado. Salí del taller y me di cuenta de que llevaba allí
encerrado más de un mes, comiendo mal y durmiendo peor. Pero era feliz.
Decidí dejar de lado mi pasatiempo, al menos durante unas semanas.
Ver a unos pocos amigos, salir con una mujer, distraerme. Fue en vano: Dos días
más tarde estaba de nuevo sentado en el sillón de terciopelo rojo, con el casco
en mi cabeza y viviendo momentos de otro siglo y otro lugar. Me había vuelto un
adicto.
Entonces recordé –cegado por la euforia, había llegado a perder de
vista el objetivo principal- el motivo que me empujó a emprender este proyecto.
Los hechos capitales en la vida de todo ser humano son pocos. El
descubrimiento del amor, la primera visión del mar, la pérdida de un ser
querido, un éxito de tipo deportivo o social… En la mía, el hecho trascendental
fue una despedida. Ocurrió en el año 1960, en la estación José Ramón Sojo,
cerca de Saladillo, en la provincia de Buenos Aires. Era invierno o así lo he recordado
siempre. Ahora ya no sé qué pensar. Ni sé si invierno y verano son conceptos
diferentes. Ella (una mujer, sí; no podía ser de otro modo. Ya lo dijo
Aristóteles) se llamaba Natalia y durante los cuatro años anteriores a ese
momento crucial había ocupado cada minuto de mi vida y también de mis
pensamientos. Por ello, su marcha me resultó inconcebible. Como un mal sueño
del que muy pronto iba a despertar. Desde entonces habían transcurrido más de
cuarenta años y la pesadilla continuaba.
Otro, tal vez, se hubiese abandonado a la locura. Yo, en cambio,
diseñé una máquina para reparar ese instante del pasado. Si se mira bien, quizá
ambas cosas vengan a ser equivalentes, después de todo. Ese fue, es preciso
contarlo –por más que la vergüenza me oprima al confesarlo-, el único objetivo
de mi invención.
Al pensar con espíritu crítico en ese olvido, no me fue difícil
llegar a la conclusión obvia: No es que hubiese olvidado el porqué del
experimento. Simplemente, había ido posponiendo el viaje importante. Por miedo,
sin duda. Tememos enfrentarnos a nuestros más fervientes deseos, casi tanto
como desafiar a nuestras fobias crónicas. Mientras visitaba otras ciudades y
otras épocas remotas, mientras me maravillaba ante la visión de lugares que
ningún otro ser humano vivo había podido contemplar, ese invierno de 1960 y esa
estación casi jubilada (un año después –si la palabra año todavía significa
algo para mí- dejó de utilizarse) estaban siempre ahí, esperándome. Como la
musiquilla pertinaz que siempre retorna y nos acompaña, sin que acertemos a
recordar dónde la oímos o a que hecho va asociada.
La partida de Natalia fue más dolorosa porque me quedó la sensación
de haber podido hacer algo para evitarla. No pensé entonces (lo repito, era
joven, era inexperto) que tal vez se fue solamente porque ya no encontraba
ningún aliciente en nuestra relación. Más bien creí que todo fue culpa mía y,
de haber actuado de otro modo, las cosas se hubieran arreglado y la tan amarga
separación nunca hubiese tenido lugar. Por eso, debía volver. Para saber.
Siempre queremos saber, encontrar una respuesta, aun cuando sepamos que ésta no
va a ser satisfactoria. Me obsesioné con esa idea en el pasado. Después no sé.
Quizá simplemente actuaba por inercia. O por obstinación.
Había llegado, pues, el momento: Con ansiedad, con temor, introduje
la fecha y las coordenadas de la estación. Pulsé el botón. Esperé. Abrí los
ojos. Natalia estaba a pocos pasos, mirándome, como extrañada.
Sentí que estaba de nuevo allí. Reviviendo –en toda su magnitud- el
momento atroz de la despedida. Me acerqué a ella, pronuncié algunas palabras
–imposible recordar cuáles desde este presente borroso, si presente es la
palabra, si recordar es el verbo-. Ella –igual que entonces- meneó la cabeza a
izquierda y derecha un par de veces. En sus ojos se apreciaba el dolor
producido por esa negativa inevitable. Regresé. Abatido, con el peso de los
muchos años transcurridos oprimiendo mi corazón. Desolado. Bebí, dormí. Después
amaneció y volví a intentarlo. El resultado fue idéntico. Aplaqué mi decepción
con otros viajes, pero cada mañana volvía a ese invierno, a esa estación, a
Natalia negando, al tren moviéndose, lento, sobre las vías, iniciando el viaje
sin retorno.
El dolor por esa separación multiplicada, no me dejó ver, al principio,
otro detalle más atroz. En alguna parte había leído que todo acto conlleva
consecuencias que ni alcanzamos a sospechar. Yo había actuado, sin saberlo, de
forma imprudente. Pronto iba a darme cuenta.
El primer indicio me causó perplejidad. Fue en una cafetería, a
media tarde. Estaba leyendo el periódico cuando mis ojos se posaron en una
imagen: Era París y el lugar de la Torre Eiffel estaba ocupado por un edificio
de ladrillo claro. Alrededor todo tenía unos colores mortecinos. Parpadeé un
par de veces, incrédulo. Examiné la foto con atención. No había dudas: Ése era
el sitio de la Torre y no estaba. Supuse que se trataba de una imagen trucada;
ahora todo el mundo maneja programas de retoque fotográfico. Pero ¿en el
diario? No me quedó otra que leer todo el artículo, para averiguar el motivo de
esa usurpación. En vano. No había allí la menor explicación. Me encogí de
hombros. Ni siquiera me dio por pensar que yo tuviese algo que ver con tal
misterio.
Unos días más tarde, escuché una conversación en el metro. Eran dos
hombres y hablaban en voz muy alta; era imposible sustraerse a sus palabras.
Todo el vagón fue testigo de la discusión. Ésta versaba sobre política y en
ella se mencionaba el nombre de algunos dirigentes de países vecinos. No
reconocí ni uno solo. Tampoco esto me pareció relevante, porque no suelo
prestar mucha atención a las noticias relacionadas con asuntos políticos. No
era extraña mi ignorancia acerca de tales nombres. Pero mentiría si afirmase
que ese desconocimiento no me causó cierto desasosiego. Podría ser simple
desidia, pero tal vez otra cosa. En mi estómago se cocía una verdad que no
estaba dispuesto a admitir sin resistencia.
El hecho definitivo, el que me abocó a esta sinrazón que hoy es mi
vida, fue algo en apariencia trivial: Marqué el número de mi amigo Celso, a
quien llevaba tiempo sin ver, y una voz agria me respondió que no había allí
nadie con ese nombre. Revisé mi agenda. Volví a marcar, uno a uno, los números
allí anotados. Con sumo cuidado, para no equivocarme. La misma voz. Esta vez
acompañó la negativa con un insulto. Desistí. Conjeturé un cambio de número,
nada más lógico. Llamé a información telefónica y pregunté: Nadie así llamado
tenía vinculado un número de teléfono en toda la ciudad, ni siquiera en la
provincia. ¿Deseaba consultar la guía nacional?, me preguntaron. En otras
circunstancias, me hubiese mostrado irónico y dudado de la eficiencia del
operador que me suministró la información, tal vez hubiera insistido o vuelto a
llamar, por ver si esta vez daba con un telefonista más eficaz. Pero de pronto,
la verdad me explotó en pleno rostro: En mi ventana, el paisaje no era el de
siempre. No supe precisar qué era, pero no hizo falta: Algo no era igual, algo
había cambiado. Las imágenes, las palabras, se agolparon en mi cabeza. Esta
realidad ¡cómo admitirlo! era otra.
Salí a la calle, poseído por la fiebre. A causa de mi despiste, no
me había dado cuenta antes, pero era cierto. Nada estaba en su lugar. Me
pregunté cómo, cuándo, qué… pero ni siquiera atinaba a formular las preguntas.
Todo era demasiado inverosímil. Un tipo que no reconocí me dio un abrazo en la
entrada a un pasaje que nunca había visto. En un cine daban Terciopelo azul,
pero en los carteles, el director no era David Lynch. Recorrí la ciudad hasta
el cansancio. Quizá era sólo eso lo que buscaba: Agotarme hasta caer rendido,
evitando así el caos reinante en mi mente.
Caminé y bebí. Hice preguntas estúpidas, sólo para comprobar que
las respuestas no eran las ya conocidas por mí. En algún momento quise creer que
todo era un complot de mis conciudadanos para volverme loco. Llegué a casa -¿De
verdad podía aún llamar casa a algún lugar?- y me dejé caer en el sofá.
La frontera entre el mundo virtual y el llamado, tal vez
erróneamente, real, es más fina de lo que jamás hubiésemos sospechado. Sabemos
que son posibles múltiples mundos virtuales, por así llamarlos. Pero nunca
imaginamos que pudiesen combinarse o invadir el mundo real. Yo ¡irresponsable!
lo había hecho. Al despertar lo vi claro. Cada recreación erigía una nueva
realidad -o una nueva ficción, ahora ambos términos vienen a ser sinónimos- y
yo iba saltando de una a otra sin percibirlo. Me pregunté si en verdad estaba
mirando el río desde mi ventana o permanecía sentado en el sillón, con el casco
puesto y buscando una salida.
Desde entonces –y ahora la palabra entonces ha perdido su
significado, lo mismo que la palabra ahora- vivo recreando esa escena ocurrida
en la estación, sin impaciencia, porque la verdad desplegada ante mis ojos –la
coexistencia de múltiples vidas (o reflejos)-, me dice que hay una esperanza. Y
sueño con Natalia cambiando ese gesto de negación. Sueño su sonrisa y su mano
aferrando la mía, sus palabras diciendo que todo es aún posible, sueño ese tren
partiendo sin ella…
Sólo una cosa me inquieta: Si eso llega a suceder, ¿Tendrá esa
Natalia algo que ver con la original? ¿Será la misma de quien tanto tiempo
estuve enamorado? Y yo mismo: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Soy acaso aquel que
sufrió la decepción y el abandono? ¿El autor de estas líneas? ¿La misma persona
que proyectó la máquina? ¿O sólo el fantasma de alguien, vagando por
dimensiones infinitas y haciéndose preguntas sin respuesta?
De paso*
Lo pensó así en el momento exacto en que se apeaba del tren:
"nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto". Intuía o recordaba
que era el título de una canción, una película, un libro... Algo que le venía
de remotas regiones de su mente, palabras difuminadas por la resaca del tiempo
que ahora, sin motivo aparente, habían salido a la superficie para volver a
sumergirse en el olvido minutos u horas más tarde. El hombre ya no era joven.
Tenía esa edad indefinida de quienes han vivido en muchos sitios o -pensémoslo
despacio- en ninguno. Por eso una frase aparecida de repente en su cabeza
podría venir de cualquier parte: La edad mezcla palabras y recuerdos,
invenciones y vivencias. Todo es una misma argamasa que se amontona, informe,
en los anaqueles de la memoria.
Pero ¿a qué venía esa frase justamente ahora? El traje raído, las
arrugas delatoras, el exiguo maletín ¿pueden ser, acaso, la respuesta? El
hombre miró al frente. Un cartelito despintado anunciaba el nombre de la
estación: "Ingeniero de Madrid". Le resultó chocante, porque él había
nacido allí, muy cerca de Madrid; en España, esa España ahora tan lejana como
las brumas de un entresueño, que se van desvaneciendo poco a poco cuando
despertamos y de las que, al final, apenas queda un vago rescoldo, una cicatriz
inexistente.
Tal vez fue ese detalle -pero esto lo pensó ahora, mientras
contemplaba el letrero-, el nombre de la estación, lo que le trajo a la mente
la frase lapidaria. Porque ¿algún ser vivo recordaba todavía quién fue
exactamente ese ingeniero? Cierto que en algún libro, en alguna enciclopedia
cubierta de polvo, quizá se reflejase no sólo el nombre, sino incluso también
el hecho por el cual este lugar que ahora pisaba había adoptado ese nombre, que
-a pesar de todo- no dejó de resultarle sumamente curioso. Pero ¿puede una
enciclopedia, por exacta y completa que sea, imitar o suplantar eso que
llamamos recuerdo? ¿Son esos artículos, esas anotaciones, una forma de seguir
existiendo en la memoria de las gentes futuras? Tal vez, pero, en cualquier
caso, una forma distorsionada, infinitesimal. Las biografías las escribe gente
viva sobre gente muerta (o gente muerta sobre gente muerta, que viene a ser lo
mismo) y quienes las escriben no saben nada, absolutamente nada. A lo sumo, una
mínima colección de hechos aparentemente importantes, pero que en realidad son
irrelevantes o anodinos, puesto que no arrojan ninguna luz sobre la persona
biografiada... La única biografía posible la va escribiendo uno mismo, con sus
propios actos, y no queda registro en parte alguna...
Vio las vías perdiéndose en el horizonte. Las vías del tren
sugieren la infinitud y el desencuentro (Acaso también la infinitud del
desencuentro) pero en este caso concreto, además, ese desencuentro resultaba
aún más dramático porque dos pares de vías se cruzaban en este punto para ir
alejándose después hacia sus respectivos destinos, líneas infinitas que jamás
volverían a encontrarse. Y este punto, el único lugar en que esas líneas se
encuentran, es una estación erigida en medio de la nada, un punto perdido entre
otros puntos igualmente perdidos o inimaginables.
Así sucede -pensó- tantas veces. Tal vez sólo exista un punto, un
único punto en todo el inimaginable cosmos, donde sea posible el encuentro.
¡Qué dicha, el encuentro! Y qué tristeza ver alejarse de nuevo los trenes del
destino, intuyendo.
Desencuentros... Si lo pensaba con frialdad y atención, fueron
precisamente ellos quienes le habían traído hasta este lugar, quienes habían de
llevarle adónde iba. Pero ¿dónde iba exactamente? No podía recordar el nombre
(si es que tal cosa puede tener importancia en realidad), y no tenía el menor
deseo de sacar del bolsillo el papel donde figuraba. Ya habría tiempo para eso
cuando el nuevo tren se pusiera en marcha hacia el siguiente destino. La vida
es una sucesión de trenes que, en apariencia, nos llevan de un lugar a otro.
Sabía que una vez allí tenía que hablar con un tal Pereira o Pereyra, un
portugués o brasileño que también -por circunstancias desconocidas y que, en el
fondo, no importaban- había venido a dar con sus huesos en ese lugar alejado
del mundo y de la historia. (Pero -atinó a pensar más o menos confusamente-
¿hay algún lugar que no esté alejado del mundo y de la historia? De ser así, el
tiempo, juez definitivo, ya vendrá a corregir esa desigualdad momentánea, ese
error inocuo). Tampoco recordaba, hecho anecdótico si lo miramos bien, cómo se
llamaba el lugar del cual venía. De ese triángulo escaleno, sólo el curioso
nombre de esta estación solitaria había echado raíces en su memoria. En la
estación no había nadie más. De nuevo, estaba solo.
Los desencuentros, sí... Llegan a ser tantos que es imposible
recordarlos todos. Y ¿para qué habríamos de recordarlos si sólo pueden producir
dolor, desolación? Amigos que se fueron diluyendo en un pasado cada vez más
difuso, amantes cuyos rostros apenas son una neblina inconsistente, familiares
a quienes no había visto en dos décadas... Y le vino de nuevo esa frase:
"Hablar de nosotros después de muertos- musitó con una sonrisa
amarga-. Si al menos alguien lo hiciese cuando aún estamos vivos, si es que en
verdad lo estamos". Si alguien. Porque: ¿Quién le brindó una mano cuando
su mundo se desmoronaba? ¿Quién le habló cuando precisaba una palabra? ¿Quién
estuvo ahí en esas horas de amarga e interminable soledad, o en esas otras de
inasumible derrota? ¿Quién, finalmente, vino a despedirle a la estación -esa
otra, ahora disuelta entre las telarañas de un olvido consciente- veinte años
atrás, cuando tuvo que partir para no regresar? Para no regresar.
¿Amistad? Palabra casi siempre exagerada para definir relaciones
superficiales entre seres humanos. ¿Amor? Ya lo dijo Bécquer: es un rayo de
luna. ¿Fidelidad? Palabra horrible y abstracta. Encierra una falacia.
Un día, no muy lejano, de esta estación sólo quedarán ruinas,
algunas fotos viejas, tal vez uno que otro recuerdo impreciso como la sombra
tenue de un sueño abandonado en las hondonadas del tiempo. De quienes en ella
esperaron alguna vez, de quienes tomaron un tren o se apearon de otro, de
quienes en ese mismo andén conversaron durante unos minutos, desconocidos
atrapados durante un instante en un lugar que ninguno de ellos eligió, ¿Qué
será exactamente lo que quede?
Un vacío tan grande como el que ahora veían sus ojos, allí en esa
estación inconcebible, era la única respuesta a todas esas preguntas. El hombre
suspiró, miró hacia el cielo gris. El cansancio ya conocido vino a posarse
sobre sus hombros. Tuvo que sentarse. Tal vez se adormeció. Por eso, no podría
decir si vio, o sólo los soñó, a los jinetes que venían cabalgando desde el
Sur, lentos, callados, cabizbajos.
De los dos jinetes, el más joven se quedó un buen rato mirando al
hombre que dormitaba, sentado en el destartalado banco de madera de la vieja
estación.
Hizo un gesto vago de saludo, sin obtener respuesta. Luego miró a
su acompañante y preguntó:
- ¿Qué estará haciendo ahí?
Después de un rato, el otro jinete, un viejo de pelo blanco y
rostro endurecido por lluvias y sequías y noches durmiendo al raso, contestó
sin apartar sus ojos del camino:
- Está esperando.
El joven le mira, incrédulo.
- ¿El tren? Pero entonces tal vez deberíamos decirle...
- Probablemente él sabe.
- Pero si supiera, entonces...
El viejo calla. Deja que la verdad se vaya abriendo paso en la
mente del otro. Sólo cuando ya casi le han perdido de vista, cuando el hombre
desconocido y la estación abandonada apenas son un recuerdo que se va
desdibujando, vuelve a oírse su voz grave, sentenciosa.
- Hay gente que va en busca de su destino; y hay gente que espera.
Y también hay gente que hace las dos cosas. Dónde, cuándo, por qué... sólo son
detalles circunstanciales, insignificantes. Y ni siquiera podemos hablar de
elección. Caminas durante años y un día, sin que se sepa el motivo, los pies se
niegan y ya no hay alternativa. Ese hombre -su rostro lo gritaba- se cansó de
caminar. Y ahora espera. Nada más.
Y sin mirar atrás, los dos jinetes siguen cabalgando, sin apuro,
como si en realidad no fuesen a ningún lugar, como si la única realidad posible
fuese el camino que se extiende bajo los cascos de sus caballos. El silencio se
ha instaurado de nuevo entre ellos, y sobre la escena, ahora, apenas se oye el
rumor de la brisa que recorre, casi con timidez, el inabarcable páramo, rozando
al pasar, de forma leve, todo aquello que aun tiene consistencia y que algún
día, pronto, sólo será una sombra, un apunte inconcreto en los ajados libros de
los hombres.
Oráculos*
Me leyeron las líneas de la mano en La Plata. Los posos del café en
Villa Mercedes. Una mujer sumamente vieja y delgada, cuyos ojos refulgían como
diminutos diamantes de fuego, me echó las cartas en un oscuro tugurio de Buenos
Aires.
Todas las predicciones auguraban lo mismo: Debía ir a ese lugar.
Tal coincidencia me alarmaba. Las razones nunca estaban claras. Unos decían una
cosa, otros, la contraria; los más, esgrimían la consabida excusa de que la
adivinación no es una ciencia exacta y de ese modo eludían dar mayores
explicaciones.
Les cuento lo más curioso: yo nunca creí en esas patrañas. Fue una
amiga quien me persuadió. ¿Qué mal podía hacerme? -preguntó, con esa convicción
inocente de la que sólo ellas son capaces. Así pues, lo hice únicamente por
complacerla (y de paso, me dije, tal vez ella, alguna de estas noches...)
Si la primera adivina (su cuchitril era un arquetipo de consulta
esotérica engañabobos, con gigantescas cartas de tarot en las paredes, a modo
de cuadros, y una bola de cristal sobre un tapete de terciopelo negro, colocado
encima de la mesa hexagonal que ocupaba el centro de la sala, sobre la cual
había una lámpara de gran potencia. El resto del cuarto estaba a media luz,
para realzar el misterio, supuse) no hubiese mencionado el nombre, la cosa
hubiese terminado ahí. Un juego inocuo, una frivolidad más entre tantas otras.
Pero lo hizo. Y luego me miró, leyendo en mis ojos una intranquilidad que le
animó a seguir por ese camino. Cuando salimos (mi amiga me acompañaba), mis
comentarios acerca de esos lugares de adivinos y mi risa forzada provocaron su
curiosidad. Algo había sucedido allá adentro y ella era consciente. Le conté lo
sucedido (realmente no todo, sólo lo necesario. Tampoco es cuestión de airear
chismes de otro tiempo) y dije que sólo se trataba de una casualidad, pero no
quedó convencida. Propuso visitar otro sitio. Ella se ocuparía. Conocía gente.
Yo aparentaba estar tranquilo, pero algo había permanecido dando vueltas en mi
interior. Así que, entre risas, y sólo por contentarla, volví a aceptar.
La segunda vez fue en Morón. A Rebeca (mi amiga) le hablaron de un
hombre anciano, recluido en una casa a las afueras y cuyo contacto con el resto
de los vecinos era muy escaso. Se dedicaba a algo llamado libanomancia, un rito
mediante el cual se puede adivinar a través de la observación del humo. Jugar
con fuego no me atraía en absoluto, pero ya había dado mi consentimiento
previo, así que no fue posible echarse atrás. Fuimos hasta allí, vimos cómo el
viejo juntaba un montón de ramas secas y las encendía, sentándose luego junto a
la hoguera e invitándonos a imitarle. Mientras aguardábamos, él contemplaba el
humo, muy atento. Quizá para hacernos más llevadera la espera, nos estuvo
hablando de su especialidad (también llamada capnomancia o ignispecia) y de los
múltiples éxitos cosechados en más de cuarenta años de práctica. En un momento
dado, enmudeció, me miró con una expresión severa y nombró el sitio. Después
nos rogó que nos marchásemos. Dejé unos billetes sobre la mesa de la cocina y
salimos a la brisa del atardecer. Mi amiga callaba. Dos veces no podía ser una
mera coincidencia.
Pero si por un momento pensé que la cosa iba a terminar ahí, no
conocía bien a Rebeca. Unos días después se presentó en mi casa, me obligó a
vestirme con prisa, nos metimos en el auto y condujo hasta Quilmes. Allí nos
recibió Madame Cheirét (o Chouriet, o algo similar). Su técnica era la
fisiognomía. Esta especialidad consiste, según me fue explicando Rebeca durante
el viaje, en el estudio de las cabezas y las caras. La mujer, ciertamente
amable, me ofreció asiento en una silla antigua. Después, se colocó frente a
mí, en un sillón situado sobre una especie de pequeña tarima, y se puso a
mirarme con insistencia y atención. De cuando en cuando, se levantaba y pasaba
sus manos por mi cabeza o mi rostro, como para comprobar la veracidad del testimonio
ocular. Me sentía terriblemente incómodo, pero Rebeca estaba radiante. Aguanté
casi una hora entera. Después, escuché la palabra que no deseaba (pero temía)
oír, pagué, nos despedimos. Regresamos a la ciudad.
“En Rosario hay un tipo que se dedica a la grafomancia”, dijo
Rebeca por teléfono dos días más tarde. “Mañana vamos”, contesté. Mientras yo
trataba de fijar una cita para esa misma tarde (cine, cena y unas copas
cómplices), ella me explicaba con detalle la “ciencia” en cuestión: Se trataba,
según entendí, del estudio de la escritura. Tamaño, forma, inclinación, todo
eso. No hubo más discusión. No oyó (u simuló no haber oído) mis razones, casi
súplicas, para vernos esa misma noche.
Al día siguiente viajamos hasta Rosario. En tren. No me apetecía
conducir tantas horas y, de paso, tenía la esperanza de quedarnos allí a pasar
la noche y, ¡quién sabe!
El Doctor Morales –tal era el nombre del grafomante- vestía una
bata blanca cuando nos abrió la puerta de su estudio, un lugar atiborrado de
objetos de diversa índole, muchos de los cuales desentonaban entre sí, dándole
al lugar el aspecto de un trastero, un almacén de antigüedades o la vivienda de
un demente. De entrada, me incliné por esta última posibilidad. El tipo nos
condujo, a través de aves disecadas, aparatos de radio estropeados y muebles
con irreparables desperfectos, hasta su despacho, no muy diferente, en
realidad, de lo que habíamos dejado atrás, salvo por la luz, más nítida.
Me sentó a una mesa –previo desalojo del montón de objetos
amontonados sin orden sobre ella- y me conminó a escribir. “Cualquier cosa”,
dijo. “Da lo mismo si es una idea, unos versos de Dante o una colección de
chistes sobre gallegos. Usted escriba. Para ponérselo más fácil, esperaremos
aquí al lado. Cuatro o cinco folios bastarán. Lo dejo a su elección”. Después
de proveerme de unas cuantas hojas de papel en blanco, lapiceros y una botella
de agua, el doctor desapareció con Rebeca por una puerta diferente a la
utilizada para entrar. Sospeché que conducía a la casa, a sus habitaciones.
Sentí una cruel punzada de celos, cuyo aguijonazo aplaqué escribiendo casi
furiosamente.
No me seducía la idea de dejar allí constancia de mis ideas, así
que recurrí a los clásicos. Recordaba pasajes del Decamerón, del Quijote, de La
Ilíada. También el cuento Ante la Ley, de Kafka. La rememoración de esos
textos, leídos tantas veces en la soledad de mi cuarto, me sirvió para olvidar
dónde estaba y qué estaba haciendo –y, sobre todo, el temor infundado de que,
en ese mismo momento, el supuesto doctor y mi adorable Rebeca estuvieran
demasiado juntos-. En el cuarto folio redacté dos sonetos de Borges y el quinto
lo usé para reproducir El espejo que huye, relato de Giovanni Papini. Sin
omitir una coma. Lo conocía de memoria.
Tardaron más de hora y media en regresar. Para entonces ya había
usado otros tres folios, dejando en ellos fragmentos dispersos de Lugones, Poe,
Chéjov y Pablo Neruda, el poeta con mayúsculas, como le llamaba cariñosamente
uno de mis alumnos. Morales tomó asiento frente a mí y se abismó en la lectura
de mis garabatos. Mi amiga se colocó justo detrás de él, leyendo por encima de
su hombro. Yo la miraba con amargura y también un poco de ira, pero ella no me
prestaba atención, concentrada como estaba en la contemplación de los folios
escritos. Deseé estar lejos. Aunque fuera en ese lugar al que todas las señales
parecían ligar mi futuro. El “doctor” tomaba notas, subrayaba algunas palabras,
hacía círculos rojos alrededor de párrafos enteros. Yo esperaba el veredicto
sin interés. La voz de Morales pronunció el nombre como una sentencia. Al
oírlo, el rostro de Rebeca resplandeció, o eso creí ver. Fue sólo un chispazo,
pero esa sonrisa borró de un plumazo mi malhumor. Caminamos charlando hasta un
hotel. El conserje nos recibió con suma amabilidad. Hubo suerte (sin duda
apoyada por el billete que deslicé con disimulo sobre el mostrador de
recepción): Había, en efecto, dos habitaciones contiguas con puerta de
comunicación interior.
En la cena me mostré encantador, conseguí que Rebeca tomase un par
de copas de champán tras el postre, le prometí un nuevo viaje para la semana
próxima: iríamos a ver al siguiente de su lista (a esa altura ya había
confeccionado una vasta nómina de “especialistas” en asuntos esotéricos), pero
la puerta de comunicación permaneció cerrada toda la noche. No dormí bien. En
la madrugada, creí oír un ruido. Fui hasta la puerta con la esperanza de que
ella, por fin… Traté de girar el pomo con precaución, mas no se movió ni un
milímetro. Decepcionado y triste, volví a la cama y caí en un sueño
entrecortado, repleto de imágenes tenebrosas. En medio de dos pesadillas, me
juré terminar con todo aquello de inmediato.
En el desayuno, Rebeca me anunció que debía permanecer en la ciudad
un par de días, trámites burocráticos para su madre, quien no andaba bien de
salud. El viaje de vuelta fue una tortura. Me encerré en casa y juré no volver
a salir en mi vida. Leí furiosamente, escuché música a un volumen que mis vecinos
seguramente juzgaron excesivo, jugué al ajedrez contra un rival imaginario,
ordené toda mi colección de sellos antiguos. No habían pasado tres días cuando
Rebeca se presentó en mi puerta, se declaró asustada ante mi aspecto, me obligó
a tomar una ducha, afeitarme, vestirme “decentemente” y acompañarla a un sitio.
“Es una sorpresa” dijo. Esa energía suya siempre me desarma, así que obedecí.
Sin la menor objeción.
Todos padecemos adicciones. Sean graves o insignificantes, nos
acompañan a lo largo de nuestra vida y, a veces, ni las percibimos. Puede ser
el alcohol, las drogas, el sexo, el ego –la más común y menos diagnosticada-,
el chocolate o las bebidas dulces. En esa ocasión, mientras íbamos hacia
Trelew, para visitar a un experto en ornitomancia (observación de las aves),
descubrí que la adicción de Rebeca eran los gabinetes esotéricos. Y me
arrastraba tras ella como a un perrito, con la excusa de hacerme un favor: era
yo quien necesitaba “consejo espiritual”. El asunto resultaba muy extraño –no
voy a negar lo evidente-, y mi curiosidad crecía con cada nueva respuesta
afirmativa. Pero ¿quién necesita conocer el futuro? Bastante tenemos con
soportar el peso del pasado y vivir lo mejor posible el presente.
En Corrientes fue la enomancia (lectura de símbolos en el vino).
En Mendoza la numerología.
En Luján, la sicomancia, que utiliza hojas.
Fueron semanas de viajes, escenas sacadas de películas en blanco y
negro, habitaciones contiguas pero siempre separadas y esperanzas renovadas por
la mañana, que veía arder cada noche en el fuego glacial de la soledad. La boca
de Rebeca era una promesa eternamente pospuesta. Y el dinero empezaba a menguar
de forma alarmante.
En Bahía Blanca,
botanomancia (como se deduce del nombre, usa las plantas).
Xilomancia (madera) en Paraná.
Aluromancia (adivinación practicada con harina) en Junín.
Se ha dicho que la locura es hacer siempre lo mismo esperando un
resultado distinto. Nosotros hacíamos justo lo contrario: Probar diferentes
medios y obtener un mismo resultado. Llegó un momento en que ya parecía
imposible la existencia de otra respuesta. Si eso hubiera sucedido, si se
hubiese producido un cambio, tanto Rebeca como yo nos hubiéramos quedado
atónitos y, con seguridad, hubiésemos pedido la repetición de la prueba.
Bibliomancia en Córdoba (El libro utilizado fue La Eneida, de
Virgilio. Así solían hacerlo, se nos explicó, los romanos).
En Catamarca, ceromancia (se usa la cera de una vela).
Si al principio nos guiaba la búsqueda de una comprobación, ahora
era más bien la esperanza del error: que en una de esas gravosas visitas,
alguien pronunciase otro nombre, abriendo así una ventana a otra realidad, un
agujerito minúsculo por el cual escapar de esta condena que se cernía,
implacable, sobre mí.
Aeromancia (observación de los fenómenos atmosféricos) en Salta.
Tarot en Resistencia.
Al borde de la extenuación y la ruina, Rebeca insinuó una última
posibilidad: En un lugar llamado La Serena, en Chile, existía un viejo cuya
habilidad consistía en interpretar los signos de la arena. Tras dos horas
caminando por la playa, agachándose de cuando en cuando para observar algún
dibujo más de cerca, el anciano meneó la cabeza: Su dictamen fue implacable.
Era el último viaje. O más bien el penúltimo. Faltaba uno,
naturalmente. Yo ya no tenía ni para gasolina. A la vuelta, vendí el auto y fui
a la estación. Saqué dos pasajes para Ingeniero Williams y llamé a Rebeca, pero
no obtuve respuesta. Dos días estuve telefoneando sin resultado. Fui a su casa,
pero la portera sólo me informó, secamente, de su ausencia y no condescendió a
dar más explicación. Me miraba con desconfianza. Pensé en contactar con la
policía y denunciar su desaparición, pero algo me urgía más: Terminar con eso
que me estaba calcinando por dentro. A la mañana siguiente, tomé el tren hacia
Ingeniero Williams.
Hice la mayor parte del viaje dormido. O abstraído. Al llegar, bajé
del vagón con un sentimiento de derrota en mi ánimo. Como si los fantasmas del
pasado me hubiesen obligado a regresar. “¿Y ahora?”, me pregunté. En la
estación no parecía haber nadie más, lo cual me contrarió, porque charlar dos
minutos con el encargado o un viajero cualquiera, me hubiera servido para
serenarme. Para sentir el suelo bajo mis pies.
Me senté en un banco, al sol. Recordé, como había venido haciendo
durante esas últimas semanas, las escenas de veinte años atrás. Quise razonar
que tal vez este regreso era mi expiación. Sin duda, no estaba preparado para
lo que ocurrió a continuación.
De un rincón en penumbra, a mi derecha, a unos diez u once metros,
surgió una voz que no pude dejar de reconocer.
- Te estaba esperando.
Pensé que se trataba de un espectro, pero el contorno del hombre de
quien provenía el sonido parecía muy sólido. No podía verle el rostro (¿era
realmente necesario?). Sólo el gabán, el sombrero, los zapatos. Las manos
enguantadas.
- Te creía muerto – respondí, con un aplomo que no hubiera
supuesto.
- He esperado mucho tiempo –dijo, como si no me hubiera oído.
- Veinte años – susurré.
- Veinte años – repitió él, como un eco acusador.
Podría excusarme alegando que lo ocurrido entonces fue accidental.
Que yo no pretendía su ruina ni seducir a su mujer. Y mucho menos hacerle daño
a él, a quien consideraba un buen amigo. Simplemente ocurrió así. Sólo defendía
mis intereses. Eran las reglas. Pero incluso a mí, tras tanto tiempo, todo eso
me sonaba a palabrería sin sentido. Había llegado la hora de la venganza y yo
estaba dispuesto a dejarme matar sin una sola queja. Me parecía justo.
Fue entonces cuando percibí el perfume. Miré hacia el rincón. Tras
la sombra del hombre, había otra, más pequeña, casi imposible de ver desde la
zona soleada donde yo me encontraba. Y lo comprendí todo. Sin decir palabra,
fijé la vista en el suelo, ante mí. Otro tren acababa de llegar. Iba en
dirección contraria. Nadie bajó. Oí pasos a la derecha. Cuando miré, en el
rincón no había nadie. Por un instante, aún tuve la esperanza de haber sufrido
una alucinación provocada por el sol. Pero al volver la vista pude ver, como en
un destello, un abrigo de mujer desapareciendo en el interior del vagón. La
puerta se cerró y el tren echó a rodar sobre las vías. La estación quedó
desierta. Pronto, el sol se pondría y la noche austral lo invadiría todo.
De las conversaciones en los trenes*
"Todo lo que ocurre, ocurre en un tren", dijo alguna vez
un poeta menor. Uno de esos poetas que el tiempo olvida como se olvida todo.
Probablemente se refería a que en el fondo la vida es un tren, con
su eterno ambular, sus breves paradas, su rutina de vías y estaciones y rostros
que nunca son el mismo rostro pero que interminablemente se parecen. Aunque eso
–lo que quiso insinuar- nunca lo sabremos, porque como poeta menor ni siquiera
el nombre conocemos, y así sería francamente difícil preguntarle, al menos
hasta que las sombras del tiempo nos igualen a todos, momento en que ya no
serán necesarias las respuestas. Y no nos engañemos: Como poeta, se expresaría con palabras enigmáticas y
evasivas y nos remitiría al texto citado. “Una frase significa lo que dice esa
frase”, esto lo dijo otro, pero es aplicable en cualquier caso cuando no queda
más remedio. El encogimiento de hombros es una técnica alternativa y, con
frecuencia, más eficaz.
Pero, como siempre, me voy por las ramas. Esto sucedió en un tren.
Decir que ese tren se dirigía hacia La Rica tal vez sería aventurarse
demasiado, porque no me paré a considerar el destino. Sólo precisaba
movimiento. Irme de allí (allí, otra inconsecuencia), alejarme lo antes
posible, hacia cualquier parte… Huir, en definitiva. ¿De qué huía? Esto tampoco
lo sabremos. Para la historia que narro carece de relevancia.
Así pues, viajaba en tren, tal vez hacia La Rica, tal vez hacia
otro lugar, pero el traqueteo era la prueba contundente del viaje y la única
realidad que me importaba. En el vagón no había más de cuatro o cinco personas,
cuyos rostros me eran desconocidos. Desde que leí la novela “Extraños en un
tren” de Patricia Highsmith, siempre me da por pensar en esas insólitas
conversaciones que tienen lugar en los trenes. Uno se sienta junto a un desconocido,
saluda, hace alguna tópica observación sobre el clima y de repente la cosa
empieza a complicarse y sobreviene la hora de las confidencias inverosímiles…
Porque no me negarán que ponerse a hablar de cosas íntimas con un desconocido
y, a veces, en un viaje nocturno, resulta algo extravagante. Pero sucede. Y con
más frecuencia de lo que piensan quienes rara vez viajan en trenes de largo
recorrido.
Dos filas más adelante, yacía un hombre despatarrado en su asiento.
Seguramente dormía, pero lo cierto es que parecía muerto. “¿No lo estamos
todos?”, me pareció escuchar. Me sobresalté. Miré alrededor pero nadie más
parecía haber oído esas palabras, así que las juzgué producto de mi
amodorramiento. ¿No estamos qué? -me pregunté- ¿Dormidos o muertos? Una mujer,
un poco más allá, apoyaba el lado izquierdo de su cara en el asiento mirando
hacia afuera. Quizá dormitaba, quizá contemplaba el paisaje, si es que podemos
llamar paisaje a aquello que sólo dura un instante en nuestro campo visual.
No me era posible ver a los otros viajeros. Sólo una pierna
estirada en el pasillo, un sombrero asomando, una mano apoyada en un
reposabrazos… vagas señales de la
presencia de alguien, pero al mismo tiempo, indicios de su invisibilidad. Como
de costumbre, me puse a divagar. El objeto, claro, no podía ser otro que la
mujer presuntamente adormecida. En otra vida, tal vez, me hubiese levantado del
asiento, hubiese caminado esos pocos pasos que nos separaban y le hubiera
pedido permiso para sentarme frente a ella, iniciando poco más tarde una
conversación trivial que nos condujese hacia otra cosa. Pero no hice nada de
eso. Sencillamente imaginé cómo podría haber sido esa conversación.
Me parece innecesario señalar que no era la primera vez que hacía
esto. Quienes vivimos en permanente movimiento, padecemos cierta timidez y no
confiamos en exceso en el género humano, tendemos a practicar este tipo de
juegos, u otros menos inocuos. Normalmente, todo empieza con las
presentaciones, unos pocos detalles personales (lugar de nacimiento, profesión,
estado civil… esas cosas) y después se elige un tema al azar, que
invariablemente conduce a otros hasta llegar el momento que antes mencioné: el
de la confidencia. Exactamente igual que si todo fuese real. Sólo que no lo es.
Y por lo tanto, en estas conversaciones simuladas pueden deslizarse detalles
cursis o atroces. Nadie nos juzgará por ello.
En esta ocasión, sin embargo, el asunto se descontroló desde el
primer momento. Su nombre no quedó claro, fue imposible averiguar a qué se dedicaba
y su acento me resultó del todo indescifrable. No parecía extranjera, pero su
forma de pronunciar delataba el aprendizaje tardío del idioma. Puesto que todo
esto formaba parte de mi fantasía, decidí modificarla. No pude. Una fuerza que
me era imposible controlar guiaba los acontecimientos imaginarios. Me sentí
perplejo ante lo inexplicable. Pero lejos de abandonar el juego, mi naturaleza
lúdica me impulsó a adentrarme en él, dispuesto a comprender y asimilar las
nuevas normas.
Así, traté de llevar la conversación hacia el terreno que me
convenía, pero cada uno de mis intentos fracasaba y terminábamos hablando de lo
que ella quería. Busqué la calidez de la charla a media voz, esperando que me
hiciese confidencias; vano empeño: fui yo quien desnudó por completo su alma
ante la desconocida. No importaba, sabía que no importaba porque en el fondo
todo sucedía solamente dentro de mi cabeza, mas una sensación de derrota se fue
asentando en mi ánimo. Sí, eso era lo que parecía estar sucediendo dentro de mí:
una batalla que nunca podría ganar. Insistí, una y otra vez me propuse cambiar
el signo de la ilusoria confrontación. Sin embargo, nada cambió. Era como si yo
transitase un camino entre montañas (ésa fue la imagen que evoqué) y en cada
bifurcación escogiese ir hacia la derecha pero en cambio tomase siempre el
camino de la izquierda. Frustrante y excitante a la vez. Al menos si se es
jugador. Cuando el tren se detuvo, no sé ya si en la estación La Rica o en
cualquier otro lugar, me sentía exhausto y avergonzado, aunque no hubiera
sabido explicar el motivo de tal estado.
Al detenernos, la desconocida pareció regresar de un viaje muy
largo; otro viaje, no el que había hecho en tren, sino uno mucho más vasto y
complejo. Levantó el rostro y paseó la vista lentamente alrededor, como
buscando por el vagón. Hasta que sus ojos toparon con los míos. Entonces me
miró fijamente y una sonrisa irónica surgió en sus labios. Después, como si
nada hubiera pasado, se dirigió a la puerta y bajó del tren. Aún pude verla
alejándose por el andén. Yo me quedé allí sentado, como vacío. No sé cuánto
tiempo. En cierto modo, creo que podría decirse que aún estoy allí, en ese
vagón de tren, detenido en el tiempo y encerrado en algo que no sabría definir
y que en el fondo, ahora, ya no importa.
Feria*
Poco antes de mediodía, Mariano bajó del tren.
Siguiendo una vieja costumbre, respiró profundamente. Después de un
par de horas encerrado en el vagón, el aire del andén siempre le parecía
delicioso, a pesar de la abundante contaminación existente en la Ciudad. Miró a
ambos lados, como buscando a alguien, a sabiendas de que nadie podía estar
esperándole pero aun así escudriñando todos los rostros, acaso con una secreta
esperanza. Al entrar en la zona acristalada, se miró de reojo en un espejo,
gesto mecánico que nunca lograba convencerle de que su apariencia era normal,
de que no tenía pinta de pueblerino con su traje negro de catorce años atrás y
su camisa blanca recién sacada del armario. Nunca pudo soportar la corbata, por
lo que tampoco la usó en esta ocasión. Naturalmente, una vez que se vio en
marcha, navegando sobre las vías a toda velocidad, le entraron los
remordimientos y tuvo nostalgia de la corbata que nunca fue capaz de ponerse.
Pero ahora ya estaba en la ciudad. Como en años anteriores, un
joven fornido, tocado con una gorra de visera, se ofreció a llevarle el
equipaje. Como siempre, Mariano rehusó con timidez, recordando lo que le
ocurrió la primera vez que vino a la Ciudad, cuando un joven muy parecido al
que ahora le ofrecía su ayuda desapareció de repente con su maleta y un hatillo
repleto de rosquillas que traía para invitar a los otros agricultores. En
aquella ocasión, por suerte, Mariano llevaba el dinero encima, por lo que
maleta y hatillo fueron encontrados por un anciano a dos manzanas de la
estación y restituidos a su legítimo dueño.
Cuando salió de la estación, miró el cielo sin nubes, miró la
calle, repleta de peatones y de automóviles que atravesaban raudos la avenida,
miró la parada de taxis pensando acaso en tomar uno. Finalmente, con gesto
decidido, echó a andar en dirección al hotel de todos los años, del que apenas
le separaban cuatro o cinco manzanas. Unos pasos más allá, cuando cruzó el
semáforo, ya no recordaba la desagradable impresión de sentirse extraño en la
Ciudad, de saberse un aldeano de paso. En ese momento sintió la conocida
transformación. De repente le parecía que en realidad había vivido allí
siempre, que aquel era su auténtico hogar; aquellas plazas con fuentes y
palomas, aquellas avenidas con olor a gasolina, aquellas calles llenas de
sombra, aquellas esquinas tras las que podía ocurrir cualquier cosa, eran más
suyas que los áridos campos en los que llevaba toda una vida trabajando.
"Este año, este año quizá..." pensó. Mas ahuyentó con un encogimiento
de hombros la idea que estaba formándose en su mente y aceleró el paso para
llegar al hotel con tiempo suficiente para comer algo.
Luego, por la tarde, tras una brevísima siesta, visitó la Feria. Sin
intención de comprar nada, apenas cumpliendo un ritual tan antiguo como inútil.
Saludó fugazmente a algunos conocidos de años anteriores. Charló con
agricultores venidos de otros pueblos, de otras regiones. Se interesó sin el
menor interés por los pormenores del funcionamiento de alguna máquina, por el
precio del abono, por las innovaciones técnicas. Anotó números de teléfono,
aceptó tarjetas y sonrisas mecánicas de los vendedores, hizo acopio de folletos
informativos, se aburrió en abundancia. Absurdos paseos entre expositores y
corredores iluminados, tediosos minutos cuyo fin no parecía llegar nunca.
Cuando estuvo bien seguro de que algunos paisanos le habían visto, se despidió
con amabilidad del comerciante que en ese momento trataba de colocarle una buena
partida de semillas y tomó el autobús en dirección al hotel.
Al entrar en la habitación consultó el reloj. Sin pérdida de
tiempo, tomó una ducha, se afeitó, perfumó su piel y sus ropas y bajó a cenar,
solo. Si bien en la aldea toleraba las conversaciones con sus convecinos, aquí
en la Ciudad la sola idea de tener que compartir la misma mesa le resultaba
insoportable, casi ridícula. Aquí, él era otro. O dicho de otro modo, era él
mismo, no el sumiso Mariano que conocían los campesinos, no el callado Mariano
que perdía irremediablemente en las partidas de cartas de la sobremesa en el
café, no el comprensivo Mariano que aceptaba con humildad las variopintas
excusas que su esposa enarbolaba noche tras noche para evitar las embestidas de
su cuerpo ansioso. Aquí, sólo aquí, entre estas calles, podía volver a ser el
muchacho de veinte años que fuera en otro tiempo, aquel que las almas mezquinas
de sus vecinos mataron definitivamente en aquel largo verano que ya no podía
borrarse.
Tras la cena, escasa pero sabrosa, salió a dar un paseo. Como en
años anteriores, se encaminó al barrio de las prostitutas. Sin la menor
vacilación entró en el bar de siempre, tomó asiento en una banqueta junto al
mostrador, miró en torno, pidió una copa de anís y se dispuso a esperar.
Algunas chicas se le acercaron y él las rechazó con suavidad. La mujer que le
había servido el anís le lanzaba de vez en cuando fugaces miradas como tratando
de recordarle de alguna otra ocasión, pero, por más que le miraba, no conseguía
reconocerle. Sin embargo, una sensación de intranquilidad se iba abriendo paso
en su interior. Una joven de unos treinta años, morena, hermosa, tomó asiento
junto a Mariano y se puso a mirarle fijamente.
—¿No vas a invitarme a una copita? —preguntó al poco rato.
—Me gustaría mucho —respondió él— pero estoy esperando a una amiga.
—¿Es más guapa que yo? —dijo la chica fingiendo sentir celos.
—Las dos sois muy guapas, pero ella y yo somos amigos desde hace
muchos años.
Algo pareció agitarse en los ojos de la chica, ensombreciéndolos,
en el momento en que volvió a hablar.
—¿Quién es? ¿Cuál es su nombre?
—¿Qué más da?
—Dímelo, por favor —el ruego de la joven desconcertó a Mariano por
la extraña intensidad de su voz, por el límpido brillo aparecido de pronto en
sus ojos. La mujer de la barra también se había acercado con una expresión
extraña en su mirada.
—Bueno, aquí le dicen "Visi".
Un repentino silencio se extendió entre ellos. Los ojos de la chica
buscaban apoyo en la camarera, que tragaba saliva con dificultad y parecía
tener algún problema para respirar. Otra de las chicas se había acercado lo
suficiente para oír las últimas palabras y se había quedado allí, inmóvil, con
los ojos fijos en el entarimado, apoyada sin fuerzas en la barra, amenazando
caerse de un momento a otro. Finalmente, cuando ya Mariano empezaba a
preguntarse que podía significar la extraña actitud de aquellas mujeres, fue la
camarera la que habló, con un hilo de voz que poco a poco se iba rompiendo en
sollozo, dijo:
—La "Visi" se mató hace un mes. Se enteró de que había
cogido el SIDA y no quiso seguir aguantando. Se tiró a las vías... y el tren,
el tren...
No pudo seguir hablando. Un llanto convulsivo e imparable se
apoderó de ella.
Las otras también lloraban, aunque con menor desconsuelo. Mariano
se quedó inmóvil, como ajeno a las palabras que sus oídos acababan de percibir.
Callado e inerte, apoyado en la barra, no terminaba de admitir la realidad de
lo escuchado. Su pensamiento se remontó en el tiempo, buscando en el pasado lo
que el presente le estaba negando, acaso también como una ineficaz escapatoria
a la tragedia sucedida.
Se recordó veinte años atrás, paseando del brazo de la
"Visi" (Visitación Crespo, la hija de Marcelino, por aquel entonces)
por las calles de su pueblo. Tan sólo eran dos adolescentes, caminando sin
prisa bajo la atenta mirada de todas las personas respetables del lugar. Su
relación (si podía llamarse de ese modo) consistía en esos largos paseos
vespertinos a la vista de todo el pueblo, en las cortas y asfixiantes visitas a
la casa de los Crespo los domingos por la tarde, en regalos tradicionales y no
menos tradicionales conversaciones hábilmente dirigidas por la señora
Ascensión, madre de la "Visi". Pero ya en aquel tiempo borroso,
Mariano estaba enamorado de la chica.
Mientras él se pasaba las noches suspirando y soñando con el día en
que pudiese tener por fin a Visitación entre sus brazos, Ramón, otro de los
mozos de su quinta, fue menos sutil y una noche, durante las fiestas
patronales, aprovechando la oscuridad y los efluvios del alcohol y la música,
se la llevó al descampado donde la luz de la luna y las falsas promesas
deslumbraron a la doncella, que de este modo dejó de serlo, con tan mala suerte
que algunos vecinos que paseaban cerca del lugar, por casualidad, no pudieron
evitar ver el deshonroso lance.
Los padres de Visitación la repudiaron, las gentes de bien le
negaron a partir de entonces el saludo. Ramón, por supuesto, evadió cualquier
responsabilidad y escurrió el bulto alegando que la chica no era virgen y él no
iba a cargar con ella por un pequeño desliz. En efecto, la chica ya no era
virgen, pero nadie le dio la oportunidad de explicar que lo había sido hasta
esa noche, lo cual, por otro lado, había dejado de tener la menor importancia.
Hasta Mariano, dolido en su amor propio, se apartó de ella, abandonándola a su
desdicha.
El pueblo entero se había vuelto de espaldas y Visitación, llena de
una inmensa amargura, hubo de marcharse a la Ciudad, sin más equipaje que
algunas prendas de vestir y un billete de tren que su padre se apresuró a
comprar para perderla de vista lo antes posible. Aquel día, Mariano fue a la
estación con intención de despedirse de ella, de ofrecerle su perdón, de
rogarle que se quedase, pero nada de eso ocurrió. Mariano, vencido por la
timidez o el orgullo herido, acobardado por causas que aún desconocía,
permaneció escondido tras unos setos y sólo pudo contemplar, impotente, como la
única mujer que había significado algo en su vida se marchaba para siempre a la
Ciudad, que por entonces era casi lo mismo que decir al extranjero.
La vida en el pueblo no sufrió cambios significativos. El Paseo
había perdido a dos de sus más fieles adeptos. En la mesa de los Crespo había
un cubierto de menos. Eso fue todo. Eso y la desesperación de Mariano, que no
podía soportar la idea de vivir sin amor. Al principio, incluso pensó en
fugarse, en fatigar los caminos y las aldeas en busca de su amada, pero la
ignorancia respecto al posible paradero de Visitación logró disuadirle por
completo. También soñó inmisericordes venganzas contra Ramón, venganzas que
hubo de posponer una y otra vez, debido principalmente a la diferencia de peso
y tamaño entre él y su rival.
El tiempo fue pasando y las heridas fueron dejando paso, según
suele ocurrir, a las feas cicatrices. Mariano, resignado, se dejó querer por
Charito, la hija del alcalde. Con bastante alboroto, se celebró la boda un
domingo por la mañana. A partir de entonces, Mariano se refugió en el trabajo.
Las enseñanzas de su padre y las fértiles tierras que el alcalde había aportado
como dote le convirtieron en uno de los mejores y más respetados agricultores
de la zona. Su afán de mejorar fue lo que, un día cualquiera, le llevó a
plantearse la necesidad de viajar a la ciudad para visitar la Feria, como
hacían otros. A pesar de la inicial oposición de su esposa, cuyo instinto le
decía que ese viaje era peligroso, logró convencerla de que no había otro modo
de modernizar los aperos y herramientas para poder seguir ofreciendo los
mejores productos.
Mientras apuraba el tercer anís, Mariano salió un momento de su
ensoñación. La chica morena seguía sentada junto a él, sin turbar su silencio,
sólo acompañándole, como una muestra de solidaridad y de duelo. Su mano suave
de largas uñas se posó sobre la de él, en un gesto de ternura. A pesar de la
aparente impasibilidad del rostro, era evidente que el hombre sufría y que
nada, en ese momento terrible, podría mitigar su pena, pero aquella mano que
descansaba sobre la suya era como un asidero, algo a lo que aferrarse en los
peores momentos. No se trataba de la mano lasciva de la puta Andrea tratando de
seducir por el simple contacto o la caricia experta. En esa hora dolorosa no
era más que la mano amiga de Andrea, la mujer, que intentaba rescatar de las
tinieblas a un hombre al que ni siquiera conocía. Esa noche, sin proponérselo,
sin siquiera sospecharlo, Andrea fue Ana, la joven indigente que le salvó la
vida a Thomas de Quincey; fue, como tantas otras, un símbolo, pero allí no
había ningún intérprete de símbolos, por lo que Andrea, para el mundo, siguió
siendo nada más que una prostituta, linda y voluptuosa.
El descubrimiento de la Ciudad cambió algo en el interior de
Mariano. La sola visión de los edificios, de las luces, de la gente que llenaba
las calles, los almacenes, los modernos bares, le produjo un cálido sentimiento
de familiaridad, como si finalmente hubiese llegado al sitio que durante años
había estado buscando sin saberlo. El aire olía a gasolina quemada, a plástico,
a humanidad, pero permitía respirar la libertad. Fue como si jamás hubiese
estado en otro sitio, como si los surcos y las semillas y el sueño inquieto que
presagia una aplazada tormenta no fuesen sino el recuerdo de un cuento oído
tiempo atrás y ya casi olvidado.
Aquella primera vez, el tiempo corría vertiginoso. La Feria estaba
muy bien, había muchas máquinas que podrían ahorrar trabajo y hasta peones,
infinidad de artículos que jamás hubiera podido soñar, pero el hábil agricultor
había dejado paso al explorador ávido y la estancia de Mariano en la Feria fue
más bien breve (más tarde, en el tren, durante el viaje de vuelta, tuvo que
estudiar a fondo los folletos para poder explicarle a Charito las cosas que
teóricamente había estado viendo durante todo el fin de semana).
Durante la mayor parte del sábado se dedicó a recorrer el centro.
Visitó grandes almacenes repletos de ropa, objetos de cocina, artículos
deportivos, electrodomésticos y un sinfín de aparatos de dudosa utilidad. Pero
no había tiempo para preguntar a los vendedores por sus funciones. La Ciudad
era enorme, infinita, y sólo disponía de otro día más. Recorría las calles
aspirando el inconfundible aroma, sólo perceptible por quienes vienen del
campo. Se adentró en callejuelas estrechas y en zaguanes oscuros. Vagó sin
dirección y sin memoria por las interminables avenidas atestadas de gente, de
vehículos, de ruido. Se perdió entre setos y glorietas. Se dejó arrastrar por
algo que podía ser una intuición innata. De ese modo llegó, insólitamente,
frente a la puerta del hotel en que se había hospedado. Pero su ansia urbana no
había quedado satisfecha, así que, después de cenar con algunos convecinos que
también se alojaban allí, alegó un pretexto banal o increíble y volvió a salir
al frescor de las calles y al bullicio de los bares que aún permanecían
abiertos.
¿Cómo no evocar, en ese momento en que ya el alcohol empezaba a
adueñarse de sus recuerdos, el instante preciso en que divisó a la mujer y
creyó reconocerla? Su mano se cerró con fuerza sobre la de Andrea, que
permanecía allí, junto a Mariano, silenciosa y ajena al ajetreo del bar y a las
solicitudes de los clientes.
Un camarero le había dado unas indicaciones. Mariano tomó por la
avenida, cruzó tres calles y una plaza, giró a la izquierda, siguió durante
unos cien metros y se introdujo por otra calle lateral, algo más estrecha. Al
llegar a una pared que tapiaba el fondo de la calleja, supo que se había
equivocado. Volvió sobre sus pasos. Al desembocar de nuevo en la avenida, la
vio. Incrédulo, la siguió durante un rato. Finalmente la alcanzó, la tomó de
los hombros y se quedó mirándola en los ojos, sin una sola palabra. Para un
espectador casual, la seriedad que reflejaba su rostro hubiese contrastado,
casi brutalmente, con la franca sonrisa que nació en los labios de la mujer,
que se abrazó a él entre agudas exclamaciones y ruidosas carcajadas.
Habían pasado siete años y Visitación estaba mucho más hermosa. Un
fondo de tristeza en sus ojos la embellecía aún más si cabe. Allí detenidos
bajo el influjo de las luces eléctricas, en medio de la avenida, ruidosa a
pesar de la tardía hora, dejaron deslizarse los segundos sin hablar. Sus
miradas decían más de lo que hubieran podido decir sus palabras. Pero la gente
pasaba junto a ellos contemplándoles con curiosidad. Alguien rompió el silencio
y comenzaron a caminar entrelazados. Tomaron asiento en una terraza,
consumieron algún licor y charlaron. De pronto, la mujer miró el reloj y
respingó involuntariamente. "Debo ir a trabajar" musitó.
El cambio de expresión en su rostro no pasó desapercibido para
Mariano. "¿A trabajar? ¿A estas horas?" preguntó él, asombrado. Ella
esgrimió evasivas, pero al final, ante la insistencia del hombre, no le quedó otro
remedio que confesar la verdad: Servía copas y alternaba con los clientes en un
bar de dudosa reputación. No pudo evitar que Mariano la acompañase hasta la
puerta del local, donde se despidieron con un beso, no sin intercambiar
teléfonos y fijar una cita para el día siguiente.
Pero ése fue un ritual inútil, aunque ella en ese momento no
hubiera alcanzado a sospecharlo. Una hora más tarde, Mariano entraba por la
puerta del Club. Con aplomo, tomó asiento en la barra, solicitó una copa y
buscó a su amiga con la mirada. Sólo unos minutos más tarde se dio cuenta de
que todo podía haber sido un engaño. Quizá ella le había conducido a otro lugar
sospechando lo que planeaba. Quizá a estas horas se encontraba en el otro
extremo de la ciudad. Apuró su copa y pidió otra. Al menos el anís era bueno.
En ese momento, al levantar la vista buscando a la camarera, vio a
Visitación. Bajaba por una escalera, de la mano de un hombre que casi le
doblaba la edad. Sonreía, pero de una forma muy diferente a como le había sonreído
a él un rato antes. Al verle allí sentado, palideció. Se despidió de su
acompañante con un beso mecánico y se acercó a Mariano con un destello de furor
en la mirada.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Sólo quiero estar contigo —respondió él humildemente.
—Deberías irte. Aquí no hay nada bueno para ti.
—Estás tú. Quiero pasar la noche contigo. Llevo muchos años
esperando esto. Si ha de ser de este modo, así sea. Te quiero demasiado para
que me importe.
Increíblemente, a ella tampoco le importó. Habló un momento con una
compañera algo mayor, volvió junto a Mariano, bebió de su copa mirándole a los
ojos y dijo: "Llévame a tu hotel".
Los detalles de ese primer encuentro carecen de importancia. Baste
decir que a ella le pareció que ésa había sido su primera vez y que Mariano
conoció esa noche el amor físico. (Con su inevitable mezcla de temor, deseo y
algo de desesperación. Nada que ver con los fugaces y anodinos encuentros con
Charito).
Mariano regresó, no podía ser de otro modo, a su pueblo, a las
cosechas, al café, al velado cariño conyugal, a la vida insulsa del invierno en
la aldea. Pero ahora tenía algo: Una isla habitable en medio del mar de
mediocridad y desconsuelo. Una feria que se celebraba anualmente y que le daba
la oportunidad de vivir, siquiera por unas horas, la vida que realmente hubiera
deseado. Desde entonces, sus visitas a la capital se repitieron cada doce
meses. Durante esos dos o tres días que permanecía allí, Visitación guardaba
fiesta y le acompañaba a todas partes. Después, volvía la rutina y el ciclo de
la espera recomenzaba.
A causa de algunos cambios bastante evidentes en su marido, Charito
supo lo que ocurría desde el primer momento, pero algunas amigas le aconsejaron
que hiciera la vista gorda. Al parecer, las escapadas de los agricultores a la
Ciudad eran comunes y, según algunas que se las daban de modernas, necesarias
para preservar la paz en el matrimonio. Así pues, ignorante de la identidad de
la amante de su marido, Charito se encogió de hombros y toleró, como tantas
otras, con idéntica resignación, los viajes de Mariano.
También la "Visi", según el testimonio de sus compañeras,
sufrió una transformación importante. Seguía siendo la amiga alegre, pero
ahora, además, había en sus ojos un fulgor nuevo. Se la veía ilusionada, feliz.
Dos días al año no son gran cosa, es cierto, pero son mucho más que nada. Un
pequeño remanso donde tomar fuerzas para seguir nadando río arriba, tal vez
hacia ninguna parte, pero nadando a pesar de todo, con ayuda del recuerdo de la
última Feria y la esperanza de la próxima.
Durante catorce años la vida fue eso, un antes y un después del fin
de semana mágico que cada otoño les tenía reservado. En muchas ocasiones
Mariano propuso alargar hasta el infinito esas horas, quedarse allí, junto a
ella, compartiendo su vida, pero siempre los labios de la "Visi"
tapaban los suyos en un cálido beso y no volvía a hablarse del asunto. La
ciudad era el escenario perfecto. Nunca dejaron de sentir que, en el fondo, el
sórdido incidente del pasado era lo que había propiciado su encuentro lejos de
las calles del pueblo. No era posible evitar el sentimiento compartido de que
las cosas jamás hubiesen podido ser iguales entre las viejas casas de la aldea,
bajo los ojos vigilantes y acusadores de los vecinos. La felicidad se hallaba
bajo las circunstancias más extrañas.
Y ahora, la "Visi" se había marchado. Por segunda vez se
le había ido sin que él pudiera esbozar siquiera una breve despedida. Y lo peor
era esa obstinada voz que, por encima de los efluvios del anís, le repetía que
esta vez era para siempre, que esta vez no iba a tener la suerte de
encontrársela al filo de los años en las calles de la Ciudad.
Se percató de que Andrea estaba hablándole en voz baja. Supo que las
palabras no eran tan importantes como el hecho de que alguien estuviese
pronunciándolas. Notó que lloraba y no trató de evitarlo ni de ocultarlo. Dejó
que las lágrimas corriesen por su rostro mientras el dolor de la pérdida roía
su corazón.
Pagó las copas y se dispuso a marcharse. Andrea, sin que nadie lo
pidiese, le acompañó. Caminaron por las estrechas callejas donde la noche,
dicen, es peligrosa; sintieron el aire fresco demorándose en sus rostros, tal
vez charlaron.
Esa noche, en brazos de Andrea, Mariano consiguió olvidar el dolor,
siquiera durante brevísimos momentos. El alcohol y los besos de la chica le
transportaron a otras noches y a otros besos. Volvió a sentir la vida bullendo
en su interior, el calor y el frenesí de la Ciudad nocturna, la expectación
ante cada umbral por trasponer, el fuego de la carne. Se juró que jamás
regresaría a las noches vacías de la aldea, a la intolerable madrugada, a la
siembra, a las insulsas partidas de cartas, al lecho frío.
Al día siguiente, al despertar, la habitación estaba desierta. A su
lado, entre las sábanas, no había nadie. Mariano comprendió, suspiró, se
levantó, se duchó, hizo la maleta, bajó a desayunar, pagó la cuenta, caminó
hasta la estación, sacó un billete y tomó el tren. Mientras los campos pasaban
vertiginosos al otro lado del cristal, con un gesto seco enjugó su última
lágrima. Sus tierras le esperaban. Habría otros años y otras ferias. La vida,
inconcebiblemente, seguía.
Pero he aquí que en ese instante de suprema renuncia, Mariano
recuerda un detalle que había permanecido agazapado en su mente. En su mano, de
repente, surge un sobre cerrado. Es una carta que la "Visi" dejó para
él. Rasga el sobre, extrae el papel doblado y lee. Su rostro va adquiriendo una
expresión diferente. La resignación desaparece, una creciente calma va ganando
el pecho del viajero, una vaga sonrisa surca de pronto su cara campesina.
Ignoramos el texto de la carta. Sólo sabemos que Mariano, después
de doblarla cuidadosamente y depositar en ella un tierno beso, la guarda en su
bolsillo, mira por la ventanilla, se incorpora, no se toma siquiera la molestia
de recoger su equipaje y se apea en la primera estación.
Más tarde tomará otro tren que le devuelva a la ciudad, a la que
ahora, definitivamente, pertenece.
BOLETOS*
No nombraré la ciudad porque la ciudad es múltiple, y porque lo que
allí sucede, bien puede suceder a diario en otra ciudad, en otro país. Acaso
cambien los nombres, los rostros, los objetos.
Yo, turista en todas partes, eterno extranjero, pertinaz
inhabitante, venía caminando hacia la estación, con mi maleta medio vacía
(maleta de nómada incurable, brevísimo catálogo de recuerdos y ausencias,
inútil equipaje), y un creciente cansancio que se iba acentuando a medida que
mis pies cruzaban más fronteras, a medida que mi pasaporte acumulaba sellos.
Puesto que aún faltaba más de una hora para la salida de mi tren, tomé asiento
en una terraza sombreada.
Enfrente, al sol, había varios niños jugando. Niños pobres,
harapientos, de los que abundan en los alrededores de casi todas las estaciones
del Sur. Cuando pasaba alguien con traje, o con aspecto de turista, uno de
ellos se separaba del grupo y se acercaba al desconocido, ofreciéndole un
billete de lotería. El timo es antiguo. Se trata de billetes viejos, sin
premio, que los chicos recogen del suelo o de las papeleras y planchan lo mejor
que pueden para darles apariencia de nuevos. A veces, algún despistado compra
un billete, pero generalmente hay gritos y amenazas, y a menudo, los chicos
tienen que salir corriendo para no caer en manos de la policía.
No muy lejos de allí, las máquinas excavaban lo que muy
probablemente se convertiría con el tiempo en un centro comercial o un edificio
de oficinas. Quizá a causa del monótono ruido de las excavadoras, me amodorré
un poco.
Una voz suave me despertó.
- Señor...
Cuando levanté la vista, una chiquilla morena, con dos trenzas
medio deshechas y una mancha oscura en la mejilla, me ofrecía uno de aquellos
billetes.
Mi primer impulso fue echarme a reír y despedir a la mocosa con
unos céntimos o con la amenaza de la policía, que es el remedio habitual en
estos casos, pero algo en su mirada me impedía hacer una cosa así.
- El número es lindo -dijo, tratando de vencer mi indecisión con
esas simples palabras.
Entonces la miré con más detenimiento. Sus ojos no eran los de una
niñita suplicante, no eran ojos mendicantes, ni ojos víctimas; tampoco eran los
ojos pícaros de quien está estafando a un turista crédulo; aquéllos eran los
ojos firmes y tranquilos de alguien que sólo pide lo que por derecho le
corresponde.
No lo dudé un instante. Conté algunas monedas y puse en su mano el
dinero que costaba el billete. Ella me dio las gracias, sonrió dulcemente y
regresó junto a sus amigos. Mientras la miraba alejarse correteando
alegremente, guarde el papelito en mi cartera, junto a la fotografía de
Mariela.
Miré el reloj. Había que irse. Mi tren estaba a punto de llegar.
Sé que es innecesario contar lo que sigue, decir que aquel fue el
primero de una larga colección de boletos caducados, que hubo en mi camino
otras muchas estaciones, otros niños y otras excusas, que en cada lugar que
visité fui atesorando con avidez los boletos que aquellos niños famélicos me
ofrecían, siempre ante la atenta y burlona mirada de los testigos, ciegos,
incapaces de percibir que todos y cada uno de aquellos papelitos medio
arrugados tenían un premio mucho más valioso que el que indicaban los números
impresos.
Durante años he llevado conmigo ese primer boleto, prueba
irrefutable de que la escena anteriormente narrada no fue un sueño. A veces,
contemplo la cifra, ("-El número es lindo") como si en ella pudiera
leerse algo que no fuese una sucesión más o menos armoniosa de dígitos. A
veces, contemplo la cifra como esperando que esos signos revelen algo que en
realidad no necesita ser revelado.
Reflejo en la niebla*
Yo era un buen tío. Lo que coloquialmente se entiende por un buen
tío. Siempre ayudaba a mis amigos. Hacía buenas obras… Ya sabe: Dar limosna,
indicaciones a desconocidos para encontrar tal o cual sitio, consejo a quien lo
necesitase. Nunca volví la espalda a nadie. Nunca me faltó una sonrisa o una
palabra de aliento. Igualmente fui generoso en el esfuerzo. No es por jactarme,
pero fui el mejor en lo mío. En mi oficio, quiero decir. Hubo un tiempo en que
no dejaba de recibir ofertas para cambiar de empresa. Acepté unas y rechacé
otras, siempre en busca de algo mejor, en el más amplio de los sentidos. Pero
ocurrió como tantas veces: Llegó el cambio de siglo y mi oficio empezó a
desvanecerse. Hoy apenas quedan unas pocas empresas del gremio, en las que,
como es natural, importan mucho más los resultados económicos que la calidad
del trabajo en sí. Por eso un día amanecí desempleado y pobre. Y, para peor,
viejo. Otros venden su cuerpo o venden su alma. Quizá ni siquiera aprecian la
diferencia entre una cosa u otra. Pero yo no sirvo para eso. De haber servido,
otro hubiera sido sin duda mi destino. Oportunidades no me faltaron. Pero hace
falta un talante especial para mirarse en el espejo la mañana siguiente y no
arrojarse de cabeza contra el propio reflejo. Sé que usted me comprende. Y sabe
que sólo por eso le estoy apuntando con
esta pistola, instándole a que me dé su dinero y objetos de valor. No hay nada
personal en ello. Son negocios, como suele decirse.
Me cuenta todo esto mientras me mira con unos ojos que no delatan a
un criminal, sino, más bien, a una persona atrapada en un pantano o encerrada
en una prisión de barrotes invisibles. Así que le doy cuanto me pide (no todo
lo que llevo, sino más o menos la mitad, siguiendo sus instrucciones: Un poco
de dinero y un reloj de escaso valor) y el tipo me agradece, guarda la pistola,
dice que ha sido un placer tratar conmigo, que no me mueva de ahí hasta que él
haya desaparecido por la esquina de la plaza.
Miro en la dirección que señala. De allí viene un eco sordo: el
estrépito lejano de un tren a poca velocidad, tal vez entrando en la estación,
sonido que irremediablemente me recuerda “Bailando en la oscuridad”, la
estremecedora película de Lars Von Trier.
Todavía estoy atontado por el sobresalto de verle aparecer frente a
mí con el arma en la mano. Quizá por eso me pregunto qué tren, qué estación. No
recuerdo que haya una cercana. Él sigue hablando, con la misma calma. Me
aconseja no denunciarle. No por posibles represalias suyas, que desde ese
momento se compromete a que no las haya en cualquier caso, sino por la conocida
inefectividad de la policía. "Perderá usted una mañana entera poniendo la
denuncia y no recuperará nada de esto. Y no se le ocurra preguntar por la causa
de tanta espera. Si lo hiciera, lo mismo termina usted investigado o algo
peor", me dice. Luego se disculpa, hace un gesto que podría significar
cualquier cosa y se aleja hacia la estatua medio oculta entre la bruma.
Al principio me sentí enfadado. No mucho, pero lo bastante como
para haberle dado un buen mamporro al tipo si no hubiese sido por el
contundente detalle de la pistola. Pero mientras lo veía alejarse, me invadió
una especie de nostalgia inexplicable y pensé que tal vez, en el fondo, ambos
éramos la misma luz descuartizada por el tiempo y las circunstancias. Pensé
que, en un país como éste, repleto de desempleados y azotado por la injusticia
social y la corrupción del poder, casi era una suerte haber topado con este
individuo y no con otro más violento, o peor: Una multinacional dispuesta a
extraerme hasta la última gota de sangre para venderla en el mercado y después
arrojar mi cadáver a las alcantarillas de la miseria.
Comencé a frecuentar el parque todos los días, me habitué al ruido
de los trenes -había una estación, después de todo-, me convertí en una
presencia habitual, como tantas otras irreconocibles al otro lado de la niebla,
acaso esperando repetir el encuentro, tener la oportunidad de explicar con
detalle -y ser escuchado- las circunstancias de mi propia deriva, de la resaca
que me va llevando, lentamente, hacia lo tenebroso.
Manos*
Se miró una vez más las manos. Lo hacía constantemente en los
últimos días. Desde lo del tren, las sentía como algo ajeno, algo que en
realidad no formaba parte de él pero que estaba ahí, como una especie de
entidad parasitaria, un virus que amenazase con propagarse de forma fulminante
al resto de su cuerpo, pero que, en cualquier caso, no podía ser exterminado ni
aislado. Sólo quedaba entonces una especie de resignada desconfianza y ese
gesto ya casi mecánico de contemplar con insistencia sus propias manos como si
en realidad fuesen las de un desconocido, y hubiese que estar atento para saber
qué hacía con ellas.
No puede negarse que, después de lo ocurrido, las manos habían
vuelto a comportarse normalmente, sin apartarse un ápice de su rol establecido.
Igual que antes de ese frío día del carbón y los muchachos corriendo, sus manos
tocaban, aplaudían, acariciaban, sujetaban, escribían cartas y palmeaban
espaldas como siempre habían hecho.
Pero ese día, cuando sus ojos vieron venir a los chicos corriendo
(eran rostros de frío, eran cuerpos de hambre, eran manos heridas de miseria,
eran piernas enfermas de injusticia, eran ojos de muertos que caminaban, de
muertos que corrían en busca de una pequeña brizna de esperanza, encerrada esta
vez en ese negro carbón que viajaba silencioso por las vías) las manos
obedecieron órdenes que su cerebro no había pronunciado. Con implacable
lentitud montaron el arma, apuntaron, hicieron fuego. Cuando el chico cayó al
suelo, no hubo remordimiento. No podía haberlo. Él no había hecho nada. Fueron
las malditas manos, como gobernadas por alguien que de repente hubiera asumido
el control, quienes hicieron todo eso de forma tan eficiente como rutinaria.
Por eso ahora se mira tenazmente las manos, como tratando de descubrir algo que
sabe imposible. Por eso casi no duerme, temiendo que alguna de estas noches las
manos vuelvan a actuar por su cuenta, temiendo que esas manos de otro se
deslicen furtivamente por su pecho y sigan subiendo, con infinito sigilo sigan
subiendo hasta cerrarse blandamente en torno a su cuello, privándole poco a
poco del aire y haciendo que el sueño se transforme en otra cosa aún más
nebulosa, quizá un territorio de trenes y muchachos famélicos con ojos de
hambre antiguo buscando un poco de carbón para calentarse en ese otro lado del
que no se regresa.
El Sur (Dudignac)*
Podría abrir los ojos, encogerme de hombros, decir: “no sé qué
estoy haciendo aquí”. Y sería verdad, al menos parcialmente. Toda verdad es
incompleta, eso lo sabemos. Porque el conocimiento de nuestra propia realidad
también es parcial. Verdad es que nunca antes había oído esa palabra, pero no
es menos cierto que escucharla me trajo, de repente, imágenes de un tiempo ya
pasado, de un lugar nunca visto, de una música extraña…
Creo que lo dijo Urbano Powell, una tarde imposible, mateando.
Aunque ya no sé si es recuerdo o presunción. Evoco la palabra: “Dudignac”, una
voz pronunciándola, el tenue escalofrío que mi cuerpo sintió… Otra voz, no la
primera, apuntó: “eso está en Europa, en Francia, en el sur”, y la primera voz,
tranquila, replicó, “no, ché, eso está aquí mismo, a poco más de 300 kilómetros
de Buenos Aires, cerca de Nueve de Julio. Es un pueblito… y bueno, también es
una estación abandonada…” un silencio expectante, un leve carraspeo “de
aquellas del Midland, ya sabés”.
Y yo, que escuchaba en silencio, con el corazón encogido, no sabía,
pero… supe.
Supe que tenía que ir a esa estación, y no, no me pregunten, porque
aun hoy, aquí sentado, todavía no tengo una respuesta… No podría precisar
tampoco los acontecimientos que siguieron. Todo fue un vértigo de acciones
sumidas en la niebla. Sé que hablé con personas a quienes no conocía, que
acumulé datos innecesarios, que hice preguntas cuya respuesta en realidad no me
importaba, porque desde el primer momento, desde que aquella voz pronunció esa
palabra, yo sabía que un día mis pies se posarían en la antigua estación
abandonada, en ésta en la que ahora me encuentro, viviendo en primera persona
esta historia que ni siquiera yo comprendo…
El verde tiene muchos tonos, hay muchos verdes, pero el sur francés
es otra cosa. No lo sé yo, yo nunca estuve allí, nunca salí de esta tierra que
a veces me resulta inhóspita, pero a la que, sin saber muy bien el motivo, no
puedo dejar de amar… Yo no lo sé, repito; pero lo sabe él: ese hombre que
escribe, ese hombre que está escribiendo estás líneas, alguna vez estuvo allí,
en ese sur plagado de colinas verdes y valles inmensos que su palabra inhábil
no alcanza a describir de forma precisa…
Pero yo no lo sé, yo nunca estuve allí. Sin embargo, si cierro
estos ojos, testigos de la infamia de más de medio siglo, que sin querer mirar
lo han visto casi todo… Si aquí sentado cierro los ya cansados ojos y dejo que
mi mente vague libre, puedo sentir el olor de esos viñedos que no son de estas
tierras; puedo percibir, sin ver, esos árboles verdes, ese césped que es casi
un resplandor a ras de suelo, los diminutos pueblos que adornan las laderas.
Pero si abro los ojos, si cedo a la tentación de lo real (pero ¡qué sabemos en
el fondo si es, en verdad, real!), vuelvo a estar aquí en Dudignac, una vieja
estación abandonada por la que ya no pasa el tren; o tal vez sí: un tren
fantasma que no conduce a ningún sitio, sólo al recuerdo de otras gentes que
están lejos de aquí, allende el mar y el tiempo, escribiendo palabras que yo no
entendería.
Allí, en ese otro lado, en ese otro sur que nunca vi, la estación
tiene vida. Hay viajeros que esperan, viajeros que conversan, viajeros
solitarios que no saben muy bien cuál será su destino (si lo miramos bien
¿quién sabe, en realidad?). Hay funcionarios con sus uniformes un tanto
gastados por el uso, hay maletas, cigarrillos, un viejo reloj, expectativas…
Acaso alguna vez, ese hombre que escribe, estuvo en tal lugar, acaso él escuchó
la música que ahora, sentado en este banco con los ojos cerrados, me parece
evocar.
Con los ojos cerrados se siente un viento fresco, la caricia del
sol en pleno rostro, ese sopor me lleva hacia lejanas fechas, me invaden los
recuerdos de aquella primavera (¿qué primavera? pienso) Aquella primavera que
es mi otoño, tal como siempre fue. Con los ojos cerrados casi puedo sentir el
temblor de la tierra, el sonido lejano de un tren que va acercándose, las voces
que resuenan alrededor de mí…
Y aunque sepa que por aquí no pasa el tren desde hace más de
treinta años, es tan grato dejarse seducir por esa magia… Tal vez sólo por eso,
permanezco sentado en este banco, con los ojos cerrados, aguardando en secreto
la llegada del tren, ese tren que es tan sólo una esperanza, la inverosímil
fantasía de un alma que dormita.
Y entonces, él también, ese hombre que escribe, puede cerrar los
ojos; allí parapetado tras su mesa, puede cerrar los ojos, recobrar ese olor
casi olvidado, sentir la emanación de los viñedos, las voces, las campanas, y
retornar al día en que llegaba el tren que no pudo tomar en su lejana Europa
(ese tren que había de conducirle a su destino). Nada importará entonces si el
nombre no es el mismo, si es apenas el eco de una voz junto al fuego, una
simple palabra que se quedó prendida en el alféizar gris de esa ventana que
algunos llaman alma. Tal vez así los dos: ese hombre que sueña (si es que es
él, el que sueña), y este hombre que espera (si es que soy el soñado) podamos
al final entremezclar nuestras ficciones: su Sur con este Sur, el mío con aquel
que nunca he conocido.
DE LA FUERZA DEL NOMBRE*
I
El Coiro me manda un enigmático y brevísimo correo donde dice:
"¿Podés escribirme algo sobre Casbas?". El nombre no me suena de
nada, por lo que abro el Firefox y busco en Internet. El primer enlace conduce
hasta un pueblo de Huesca cuya existencia ni siquiera conocía (Huesca es la
provincia limítrofe por el norte con Zaragoza, donde vivo), un pueblo pequeño
hacia el este, cerca de Abiego y Bierge, nombres que sí reconozco. Y puesto que
nunca antes he estado allí, me digo: "¿Por qué no?", pensando que lo
que mi amigo argentino quiere es información de primera mano sobre este pueblecito,
y nada más natural, por otra parte, que me pida el favor viviendo yo tan cerca
del sitio en cuestión.
Así que al otro día meto unas cuantas cosas en una bolsa de deporte
y me echo a la carretera. Camino durante un buen rato, hasta que un auto negro,
un Renault 5 con más de veinte años, se detiene junto a mí. El conductor, casi
un adolescente, me pregunta: "¿Te llevo?". Por supuesto, acepto. Él
tampoco conoce el sitio. Su acento le delata: es gallego. Con una sonrisa
franca, confirma mi sospecha. Dice que va al norte, a los Pirineos, sólo por
ver la cordillera. Le han hablado de parajes extraordinariamente bellos, aunque
no recuerda bien los nombres o los mezcla o los confunde. Para no resultar
redundante, le menciono sólo cuatro lugares (también escribo en un papel los
nombres y la forma de llegar hasta allí) que en mi recuerdo crecen más y más
conforme se aleja el tiempo en que me fue dado visitarlos. El primero es el
Forau d´Aigualluts, en el Valle de Benasque, una pequeña explanada rodeada de montañas
donde, a veces, se tiene la sensación de que llueve hacia arriba. Es lo más
lindo que yo vi nunca. El segundo, un pueblo llamado Aínsa. El tercero, aunque
he de confesar que no me impresionó cuando estuve allí, es el Monasterio de San
Juan de la Peña. No sé que es, pero hay algo desconcertante en la montaña donde
está situado, algo feo y sin embargo inolvidable; tal vez -pienso confusamente-
hago mal en recomendarle esa visita. Por último, escribo: Selva de Oza.
"¿Qué es?", me pregunta. Es un valle hacia el oeste, por donde
discurre el río llamado Aragón-Subordán. La vegetación tiene un color oscuro
que produce sensaciones difíciles de describir, pero allí uno siente que está
vivo, que de verdad pueden ocurrir cosas que te hagan sentir vivo, cosas maravillosas
o atroces, pero en cualquier caso reales. El tipo asiente, acaso sin comprender
del todo el sentido de mis palabras, y promete que irá a todos esos sitios.
Luego se pone a hablar de su coche y, más tarde, de los grupos musicales que le
gustan, cuyos nombres casi siempre me resultan extraños. No obstante, reconozco
algunos, lo cual es motivo de alegría para ambos. Le recomiendo otros, que él
no oyó jamás. “Te gustarán”, le digo.
Al llegar a Huesca, tomamos la carretera hacia Lleida. Unos
kilómetros más adelante, nos despedimos con un apretón de manos. No tardaré en
darme cuenta de que ni siquiera nos habíamos presentado. Somos dos extraños
caminando en un túnel o en un insondable laberinto, que sólo por casualidad han
compartido un brevísimo trecho del camino. Tal vez ninguno de los dos encuentre
lo que busca, o como sucede tantas veces, lo encuentre y no lo reconozca.
Por la estrecha carretera que conduce a Casbas apenas hay tráfico.
Atravieso una población y sigo adelante. Según el mapa, ya casi estoy. Es
entonces cuando, de pronto, me asalta una extraña idea: ¿Y si no es esto lo que
quería el Coiro?, pienso. ¿Qué interés puede tener para Inventiva un minúsculo
pueblo aquí en mi tierra? Un sitio del que, por otra parte, ni siquiera yo
tenía noticia hasta este momento. ¿Habrá algo que se me escape en todo este
asunto? Perdido en esa confusión y en esa carretera solitaria, unas palabras
aparecen en mi mente, fosforescentes como un letrero luminoso en medio de la
noche: Próxima estación Casbas. Me doy cuenta de que he metido la pata (el
Casbas sobre el que debería escribir es otro, y está en Argentina y no sé
absolutamente nada de él. Mi maldito despiste crónico me impidió recordar hasta
ahora que es una de las próximas estaciones del Inventren) y lo peor es que
está anocheciendo (es otoño y los días acortan). Por suerte, al fondo puedo ver
las primeras casas. Advierto que estoy cansado. Espero encontrar un sitio donde
me dejen dormir, porque hace un poco de frío y la manta que he traído es más
bien fina. Pero no se ve un alma por las calles.
Al fin, distingo un vago destello al fondo de una calle lateral. Se
trata de una puerta iluminada. De no haber anochecido ya, no la hubiese visto,
tan tenue es el resplandor que de ella sale. Hacia allí me dirijo, con paso
lento y el oído alerta. No es natural este silencio. Sobre la puerta hay un
letrero de madera. La inscripción apenas puede leerse, pero se adivina que el
lugar es una taberna. Cruzo el umbral y me encuentro en un cuchitril mal
iluminado donde parece no haber nadie. Al oír mis pasos, un hombre sale por una
puerta situada al fondo y, con un perfecto acento argentino, me saluda y
pregunta si deseo tomar algo.
II
Una sensación de irrealidad me atenaza. No acierto a responder. Sólo
le miro como se mira a un aparecido o como se podría mirar el propio reflejo en
un espejo diseñado por Klein (el de la botella). Él repite la pregunta, más
despacio, como si yo fuera extranjero y no comprendiese bien el idioma. No sé
qué decir, qué hacer. Me siento como un actor de teatro esperando que el
apuntador le sople el texto. Por fin, con cierto embarazo, me atrevo a pedir
una cerveza. Mientras me sirve, el tipo explica que el pueblo está desierto
porque hay un concierto en las piscinas municipales, un grupo de pop, uno de
esos que venden muchos discos donde las diez o doce o quince canciones son, en
realidad, la misma. Añade que incluso ha venido gente de los otros pueblos
cercanos y hasta algún autobús de la ciudad. (Ese silencio ahí afuera, sin
embargo, esa ausencia…). Al preguntarle dónde estoy, él me mira de arriba abajo
y dice con naturalidad el nombre del pueblo. La siguiente pregunta no es fácil
de hacer. Si el mundo sigue girando en su órbita normal y éste es, como parece,
un hombre serio y cabal, se va a acordar de mis muertos y suerte tendré si no
me saca del establecimiento a golpes; si por el contrario, el temor que me
aprieta el corazón resulta ser fundado, yo me volveré loco. Aun así, no queda
otro remedio: "Pero ¿Casbas de España o de Argentina?" digo en un
susurro. Al principio, pienso que no me ha entendido, y tal vez sea lo mejor;
acaso en el fondo conocer ese detalle no importe en realidad.
Pasado un instante, levanta la vista del barreño en el que en ese
momento estaba lavando unos cubiertos y dice: "¿Acaso quieres tomarme el
pelo?". Entonces me atropello, intento explicarle lo ocurrido, nombro el
Inventren y algunas otras estaciones, le cuento que soy poeta.
"¡Poeta!" dice él. "¡Poeta!" repite. "No me lo creo.
Nadie va por ahí en estos tiempos diciendo que es poeta. Usted es un
aprovechado. Un sinvergüenza". Yo insisto. Mi sombra en el suelo gesticula
como una marioneta de trapo, parece la sombra de otra persona, idéntica a mí
pero con otro ritmo. Con amargura recuerdo que no he traído un solo libro; de
haberlo hecho, mis argumentos quizá tuviesen más peso. Entonces, sin
explicación, hay por su parte como una sorda aceptación, no ya de mis palabras
o de lo que ellas pretenden comunicar, sino de la remota posibilidad de que sean
ciertas. Mirándome de reojo, con desconfianza aún, se dirige hacia un extremo
del mostrador, levanta un trapo oscuro que cubre un ordenador portátil y
sentencia: "Ahora lo veremos". Abre el explorador, busca el
Inventren, busca mi nombre, encuentra resultados que le satisfacen, parece
comprender que no le he mentido. La expresión de su rostro es otra ahora; luego
me indica una mesa y sale del mostrador con una botella de vino en una mano y
dos vasos en la otra. Nos sentamos, sirve el vino, enciende un cigarrillo y se
larga a hablar convulsiva y nostálgicamente.
Así, me entero por fin de que nada extraño ha sucedido (si es que
no es extraño encontrar de repente, en medio de un desierto, a un hombre que
creemos habitante de otro desierto distante más de diez mil kilómetros). No
hubo viajes astrales ni agujeros en el espacio. Estamos en Huesca. Con la voz
plena de emoción, Manu (ese es el nombre de mi interlocutor) me habla de su
niñez, de su adolescencia, se demora en detalles que tal vez hayan dormido ahí
durante años, esperando esta noche y este vino; (afuera continúa el silencio,
no hay ruido de pasos, ni de autos en marcha, ni siquiera el eco lejano del
concierto. Si yo fuese otro, si fuese un tipo valiente, tal vez me asomaría un
instante a la puerta, para mirar la luna, sólo eso: mirar la luna y saber que
todo está bien). Mientras, la voz ronca de Manu me habla de la barra, de una
novia que tuvo y perdió, “¡qué linda era!”, exclama. Luego hay un silencio
necesario. Un movimiento lento, la mano de Manu buscando en su cartera y
sacando de allí una foto cuarteada por el tiempo. La miro y hago un gesto de
admiración. En efecto, la muchacha es guapa. (no sé si es entonces cuando
comprendo que éste es cualquier lugar y cualquier momento, un retazo arrancado
a mordiscos de la eternidad; tal vez por eso el obstinado silencio del
exterior, la silueta en la pared de dos desconocidos conversando, dos
latinoamericanos perdidos en cualquier parte, lejos y cerca de la vez, tenues
fantasmas de sí mismos, sombras que se proyectan desde remotas noches
olvidadas, que viajan en la nada hacia un tiempo inconcebible). Después escucho
la descripción de un oscuro boliche que en su memoria se confunde con otros
muchos que habría de conocer más tarde; me habla de su trabajo en el campo, del
fatídico día en que se fue el último tren... Entonces algo parece romperse en
el pausado hilo del relato. Clavo mis ojos en los suyos. Sujeto el vaso que
viaja hacia sus labios. Lo insto a continuar, con el leve asomo de una sospecha
insinuándose en mi entendimiento. Él me mira gravemente y retoma la narración:
"...yo me fui en él. Aquel último tren que pasó por Casbas City, hace ya
más de treinta años, se me llevó consigo. Luego anduve haciendo un poco de todo
por todas partes. En Argentina, en Chile, en Colombia, en Bolivia y Ecuador,
que es decir casi lo mismo, o de forma más breve, más certera, en
Latinoamérica, que es mi patria... Nuestra patria" se corrige. Yo asiento.
Luego continúa narrando las peripecias de una vida, una vida errante, como lo
son todas. "Y, entonces, de pronto, llegué aquí" dice mientras vacía
en los vasos lo que queda de la segunda botella. "De alguna manera, sentí
que mi deriva había terminado. No es que la coincidencia del nombre y el
cansancio acumulado me llevasen a tomar la decisión de quedarme. Esa decisión
era anterior, fue ella quien guió mis pasos hacia estas tierras, ella quien me
llevó de pueblo en pueblo hasta terminar en éste. Cuando llegué era de noche,
como ahora. Dormí en unas ruinas a las afueras. No supe donde estaba hasta la
mañana siguiente, pero durante el sueño supe que me quedaría aquí. No puedo
explicarlo mejor. Lo sentí. Sólo eso. Y aquí estoy desde entonces".
No hablamos más. Ambos estábamos algo borrachos y era muy tarde.
Dormí allí mismo, en una pequeña habitación que servía de almacén y donde había
sitio de sobra. Al otro día, después de un abundante desayuno, Manu estrechó mi
mano y nos despedimos como dos viejos amigos. Ambos sabíamos que había muy
pocas posibilidades de volvernos a encontrar. Eché a andar por la carretera, en
dirección al sur, no a ese Sur que nunca vi y que mi corazón incansablemente
anhela, sino al otro, al de todos los días, al sur prosaico donde la vida sufre
una combustión tan lenta que ni combustión parece.
Inventren*
Al amigo Coiro, que sueña trenes.
Lo que vemos desde aquí no es más que un modesto edificio de una
sola planta, con una puerta de madera y dos ventanas. Se adivina que en otro tiempo
estuvo pintado de blanco, pero ahora toda la fachada está repleta de
desconchones y lo que parece ser un impreciso conglomerado de restos de
pintura, con diversos colores mezclados de forma aleatoria, como lo haría un
niño. "Ese estrago no es obra de niños" dice el Gringo. El Gringo era
actor. Vino hace casi treinta años a participar en una película, descubrió la
melancólica noche de nuestras ciudades y la insondable desnudez de nuestros
yermos, y nunca más volvió a su tierra. Desde entonces vaga por ahí con su
videocámara y un ansia insaciable de escenas por grabar, de mundos por
descubrir y relatar.
Si nos acercáramos un poco más, veríamos que se trata de la oficina
ya inútil de un apeadero abandonado, último residuo de un pasado que se nos va
marchando lentamente. Un poco más cerca, observamos que la puerta, que alguna
vez fue verde y ahora es un mero trozo de madera reseca, ha sido abierta, quizá
forzada, y que las ventanas no tienen cristales. Pensamos que acaso alguien se
los llevó para venderlos, o que estarán esparcidos por el suelo, fragmentados
en miles de pequeñas astillas transparentes que dentro de un rato, cuando el
sol esté alto, sembrarán de reflejos el entorno, multiplicando la aridez de
este paisaje.
Nuestros pasos, lentos, resuenan sobre la calma del amanecer
austral mientras nos vamos aproximando a la caseta. A pocos metros hay un auto,
que parece tan abandonado e inútil como todo lo demás. El volante y el cambio
de marchas han desaparecido, así como tres de las ruedas. La cuarta está
destrozada. También faltan la puerta del conductor y los espejos. Ese auto
tiene un no sé qué de animal herido. De bestia moribunda que se ha arrastrado
hasta aquí a exhalar su último aliento, al lado de las vías por las que una vez
circuló esa especie de hermano mayor: el tren. Pero también las vías han
emigrado a otras latitudes. No queda por allí ni un solo hierro. Algunas
traviesas de madera, uno que otro tornillo enterrado, la hierba seca marcando
el lugar donde antes hubo raíles, como queriendo contar una historia, una vieja
balada de destierros y encuentros.
Dentro del inmueble en ruinas hay alguien. Se asoma al acercarnos.
Es el Marmota. Le llaman así porque siempre parece estar durmiendo. La realidad
es que padece una suerte de insomnio crónico, que le impide dormir durante la
noche. Eso hace que se pase el día dando cabezadas. Antes la cosa era
diferente: El Marmota trabajó, como todos nosotros, en el ferrocarril. Fueron
años dichosos. Uno se pone a contar anécdotas y no termina. Ganamos algo de
plata, hicimos buenos amigos, recorrimos este país hermoso, vivimos. Luego todo
terminó de repente. La casa donde vivía el Marmota en esa época estaba a unos
doscientos metros de las vías. Cada noche, antes de acostarse, escuchaba pasar
el tren de las once, que iba hacia el norte. Media hora más tarde, con bastante
puntualidad, podía escuchar, a veces ya desde la tibia región del duermevela,
el que venía atravesando la estepa rumbo al sur. Ese era el mejor indicio de
que el mundo seguía marchando, de que todo estaba bien. Después -esto ya lo
supo todo el país por los diarios o la televisión- esa ruta quedó obsoleta y se
suspendió el tráfico. Muchos de nosotros nos quedamos sin trabajo. Aquella
primera noche sin trenes, el Marmota permaneció acostado cara al techo durante
horas, esperando, sin saberlo, el sonido que había venido escuchando y amando
desde que tenía conciencia. El bárbaro silencio no lo dejó dormir. Desde
entonces, cada noche no es más que un reflejo borroso de aquélla, la pesadilla
de la que no le es posible despertar.
Por eso no es extraño que haya sido el primero en llegar. Nos
saluda con un gesto. Nos muestra el interior. Un armario desgajado y un par de
sillas raídas, un tablón de anuncios con cuatro o cinco chinchetas oxidadas, un
botiquín vacío. También hay un diminuto baño con las paredes desnudas. Habrán
aprovechado las baldosas. "No es mucho, la verdad" murmura el Gringo.
"Hay que ser cautos" dice alguien. "No sabemos bien de qué va
esto. Ya se verá".
Todavía falta gente, no sabemos cuánta. Nos sentamos afuera, en el
suelo, a la sombra. Aún no hace calor, pero es el lugar más agradable para
esperar. Fumamos en silencio, con la mirada perdida en un punto inconcreto,
cada uno sabrá qué es lo que ve en esa intersección imaginaria.
Un rato más tarde aparecen dos mujeres con un bulto. A lo lejos,
parece una especie de alfombra enrollada. Se oye un susurro: "Son
ellas". Caminan despacio, quizá el peso les impide avanzar más aprisa. Dos
de los hombres se incorporan, tiran sus cigarrillos al yermo donde antes
estaban las vías, y van al encuentro de las mujeres. El tercero sonríe. Hace
años que las conoce. Sabe lo que va a pasar, como si ya lo hubiera visto antes,
como si no hubiera hecho otra cosa en su vida que ver una y otra vez esa misma
escena: Se encontrarán a mitad de camino, o un poco más lejos, allí donde un
letrero sujeto con alambre al poste inclinado todavía indica el nombre del
apeadero, y una flecha mínima, insignificante, señala la dirección a seguir.
Después, ellos se ofrecerán a llevar el pesado fardo. Ellas, educada pero
firmemente, rechazarán la propuesta. Habrá una breve y acalorada discusión.
Luego, ellos regresarán a paso ligero, sin mirar atrás, mientras ellas se van
aproximando con lentitud, saludando con la mano de vez en cuando y parándose a
descansar un par de veces.
Cuando llegan, apoyan el fardo sobre uno de los muros y saludan a
todos. Hay sonrisas y abrazos. Queda olvidado el incidente de unos minutos
antes. Somos una misma cosa, las pequeñas contrariedades no deben afectarnos.
Tenemos un objetivo, aunque aún no sepamos muy bien cuál es. Así pues, nos
saludamos y charlamos durante algunos minutos. En realidad, no sabemos de qué:
Lo importante en ese momento es el sonido de las voces, saber que estamos ahí,
que hemos regresado del exilio al que nos sometimos, o al que no pudimos
escapar.
Luego, todos callamos. En el horizonte ha aparecido el Catalán. A
esa distancia parece más pequeño, pero así y todo, no pasa desapercibido.
Alguien pregunta "¿Se habrá acordado de traer los cuadernos?". Es una
pregunta retórica. Todos conocemos la extrema seriedad y eficiencia del
Catalán. Resulta extraño verle con traje y corbata en un día como hoy y en un
lugar como éste. Al caminar, sus pies levantan pequeñas nubes de polvo que se
quedan durante un instante posadas sobre el camino terroso y después se
desvanecen como fantasmas inexpertos. Trae una maleta en la mano derecha, una
maleta pequeña. Nos sorprende un poco reparar ahora en que los demás no hemos
traído equipaje. No pensábamos que fuese necesario, y quizá no lo sea, mas el
hecho de ver a uno con una maleta nos hace pensar en ello por primera vez desde
que iniciamos esta aventura. Entendemos, porque así se nos dijo, que todo
empieza en este lugar y en este día, pero nada sabemos de lo que vendrá luego.
"¿Y no es siempre así en la vida?" se pregunta uno de nosotros,
imposible saber quién.
Ha ido llegando más gente. Unos charlamos, otros permanecemos
callados mientras oteamos la lejanía por si vienen más. La mañana va
floreciendo. Nadie mencionó una hora concreta; no obstante, algunos empezamos a
estar un poco intranquilos. Aunque nadie va a volver sobre sus pasos, eso no lo
dudamos. Así que nos ponemos a esperar. Fumamos y charlamos; caminamos y
fumamos, alguien canta por lo bajo. El día va transcurriendo. Hay quien piensa
que tal vez sería hora de regresar a su casa; sin embargo, aquí nadie se mueve.
No sabemos qué, pero en el fondo todos confiamos –o nos dejamos mecer en ese
espejismo- en lo que ha de venir, aunque nos sea imposible cifrarlo o
definirlo. Escrutamos la inmensa extensión que se extiende en torno; creemos
adivinar, a lo lejos, sombras que se mueven, autos que van o vienen, aunque
sabemos que no hay ninguna carretera cercana. Llega la primera penumbra del
crepúsculo. Tal vez nos preguntamos si en verdad es posible aún esperar algo.
Como un ronroneo creciente, la noche se acerca y nada ha sucedido. Sobre el
murmullo, se escucha un rasgueo de guitarra, una voz que entona una milonga,
otra que le acompaña. Al otro lado, en el yermo, se repiten los ecos nocturnos
de los lugares abandonados para siempre. Entre todos estos ruidos tan
familiares, se cuela uno nuevo, inexplicable: Si no fuera imposible, diríamos
que se ha oído el traqueteo de un tren en la distancia. "Habrá sido un
camión" farfulla una voz, aunque le falta convicción. Un rato después, el
sonido se repite. Pedimos silencio. En efecto, hay un rumor, lejano aún, pero
inequívoco. Esta vez nadie tiene dudas. Al fin y al cabo, somos todos del
oficio. "El viento lo habrá traído desde la ciudad" musitamos,
tratando de negarnos esa ambigua ilusión que comienza a asentarse en nuestro
ánimo. Sin embargo, aguzamos el oído por si nos es dado establecer de dónde
viene; escudriñamos el norte y el sur, el este y el oeste, convencidos de la
inutilidad de nuestra solícita vigilancia, y al mismo tiempo con la secreta
esperanza de ver aquello que deseamos, distante quimera que nos alzó de
nuestros lechos y nos condujo hasta este minuto en el que todo va a tener
sentido, o a perderlo. El sonido es real y poco a poco aumenta su volumen.
Crece entre nosotros un griterío apagado, hay movimientos inquietos, miradas
interrogantes, cierta confusión. De pronto alguien grita mientras señala un
punto luminoso en el sur: "Allí, allí". Ya no es sólo el traqueteo
remoto. Ahora lo acompaña una luz que se nos va acercando, una luz que viene
del Sur. Desconcertados, nos miramos. Nos gustaría ensayar una hipótesis, fijar
con unas pocas palabras eso que está sucediendo y que no tiene explicación, mas
nadie dice nada. El sonido se va elevando hasta resultar casi insoportable. El
círculo de luz también ha aumentado ostensiblemente su tamaño. No puede ser,
pensamos. Pero es: Una locomotora antigua, cubierta por la tierra de todos los
caminos, erosionada por todas las lluvias que el mundo ha visto, se acerca,
poderosa y desafiante, hacia el lugar en que estamos, hacia este apeadero
inútil, hacia este yermo desolado, provocando un rechinar, una agria
resonancia, fantástica música que escuchamos con el corazón encogido. Con un
chillido de frenos viejos, desacostumbrados, se detiene justo al lado de este
barracón donde esperamos, arracimados y anhelantes. Vemos al conductor. Le
reconocemos. Era cierto, entonces. Una voz se eleva por encima del murmullo
general. La voz, resuelta, garabatea en el aire un pensamiento común:
"Vamos subiendo. Es la hora".
Destiempos*
Hace tiempo que
perdí la cuenta de las veces que alguien me acusó de soberbia, sin más motivo
que unas palabras leídas o escuchadas en alguna parte. Las más de las veces -no
deja de ser curioso- fue por tratar de desenmascarar a cerdos con piel de
cordero (en contra del dicho popular, no son los lobos quienes se disfrazan de
cordero, sino los cerdos. Miles de mujeres de todos los lugares del mundo
podrán corroborar esta afirmación). Nunca me defendí de esas acusaciones:
probablemente no sean del todo infundadas. No obstante, siempre me he
preguntado si esta soberbia que me achacan -y de la que soy culpable- es
realmente un defecto más terrible que la falsa modestia de quienes lanzan
dichas acusaciones. Cuestión de poca importancia es ésta, tienen ustedes razón.
Si lo mencioné es porque de algún modo está relacionado con lo que vine a hacer
a esta parte del mundo.
He viajado
algo. No demasiado, pero lo suficiente para comprender que un viaje es algo que
sucede dentro de uno, no fuera. Por eso, ahora, cuando me dispongo a bajar del
tren que me ha traído hasta aquí, sé que el tren, el pueblo, los páramos
atravesados, la tierra amarillenta, los viajeros sonrientes y los viajeros
huraños, son algo que está dentro de mí, que forma parte de mí. Por eso, a
pesar de todo, no tengo miedo.
¿Por qué habría
de tener miedo? se preguntará quien hasta aquí haya llegado. Pronto iremos con
eso. Pero antes deberé explicar los sucesos que se encadenaron para traerme
hasta Indacochea. Y ahí es donde entra la soberbia.
Sucedió que un
desconocido me envió un mail. Se confesaba argentino y detallaba la ubicación
exacta del lugar donde habitaba, así como algunas particularidades del mismo.
Tras estas formalidades, a las que presté poca o ninguna atención, de forma
amable pero inequívoca me acusaba de haberle plagiado. Según su parecer, mi
relato "La transición del hielo" se asemejaba sospechosamente a uno
que él había escrito años atrás y cuyo título era "Labio mudo".
Añadía una serie de datos complementarios, tales como fecha de publicación,
editor, etc. Y como colofón adjuntaba ambos relatos, el suyo y el mío, en
archivos de texto separados.
De entrada me
indigné porque la acusación era falsa. Después pensé que no merecía la pena
hacerse mala sangre y borré el mensaje sin la menor intención de responder a
él. No obstante, tras una ducha, un buen paseo y el posterior descanso a la
sombra contemplando los patos, me pareció que al menos debería leer su relato
para saber en qué se basaba la ridícula infamia.
Y así lo hice
nada más regresar. Recuperé el mensaje (por suerte siempre me demoro un tiempo
en vaciar la papelera de reciclaje), descargué los adjuntos y leí. Ciertamente,
existían un par de similitudes superficiales, pero nada más. Me pareció tan
absurdo como si el tipo hubiese argumentado que la acción de ambas historias
transcurría en una misma ciudad no inventada. Justamente así -con cierto grado
de ironía- se lo hice saber en mi respuesta (que, después de todo, no podía
dejar de producirse) añadiendo que ni lo conocía a él ni conocía su obra, por
lo que sus acusaciones no sólo carecían de fundamento, sino que eran
completamente descabelladas. También le rogaba que antes de calumniar a otra
persona, en especial si esa persona era yo, leyese con atención y cautela para,
de ese modo, no caer en el error de confundir una cosa con otra. Creí que mi
mensaje era lo bastante severo para que el asunto quedase zanjado ahí.
Me equivoqué.
Unos días más tarde, llegó su respuesta. En esta ocasión se trataba de otro
relato: "Los días del perro", que según su versión yo habría
convertido en mi "Ópera con lluvia". El tono del mensaje era seco y
pretendía ser hiriente. Al principio me hizo gracia, la verdad. Pero en cuanto
empecé a leer, me invadió una sensación de desasosiego que en algunos momentos
se teñía de incredulidad. En efecto, ambos relatos se parecían. No se trataba
ya de dos o tres detalles nimios como en el caso anterior. El lenguaje y el
estilo eran diferentes, los lugares no eran los mismos, los nombres de los
protagonistas eran distintos, pero lo que se contaba en uno y otro difería muy
poco. Yo estaba seguro de no haber leído jamás aquel cuento. ¿O tal vez lo
leyese mucho tiempo atrás y lo olvidase luego, como confiesa Borges en relación
a un cuento de Papini? Eso me hizo pensar en la fecha, que me apresuré a
comprobar.
Mi confusión no
disminuyó al averiguar que en este caso su cuento era más reciente que el mío.
Lógicamente (¿lógicamente?) sospeché que era él quien me estaba plagiando a mí.
Pero entonces -era inevitable preguntárselo- ¿por qué me acusaba? Pospuse esta duda
para más adelante y contesté al mensaje en un tono todavía más arrogante que el
empleado por mi interlocutor. Le hice notar el detalle de las fechas y le acusé
de ser él quien plagiaba. También manifesté mi estupor ante sus injustificables
acusaciones y hasta insinué la posibilidad de presentar una denuncia contra él.
Su posterior
respuesta (que apenas tardó un par de días) rebosaba incredulidad. Jamás
-afirmaba- se le había pasado por la cabeza la idea de plagiar a nadie. Y menos
-añadía- a alguien a quien estaba seguro de no haber leído nunca antes.
Obviamente, había algún error en las fechas -el obviamente quedaba atenuado por
el tono inseguro de algunas otras afirmaciones- pero lo que era seguro
-insistía- era que si había un plagiador -no dejé de notar ese condicional que
significaba una nueva vía de comunicación, ajena tal vez a la disputa que cabía
prever teniendo en cuenta el curso que estaba tomando todo el asunto- no era
él.
Porque la
historia empezaba a cansarme, mi respuesta fue escueta. "Lo que vale para
usted -escribí- vale para mí. Yo no plagio. Tal vez sí me haya leído antes y no
lo recuerde" -brevemente introduje la anécdota de Borges y Papini-
"En cualquier caso, le rogaría que retirase ese cuento que tanto se parece
a mi "Ópera con lluvia" de la web donde se publicó.
Atentamente."
Pasó una semana
y creí que todo se normalizaba. Además, otros asuntos más agradables habían
ocupado mis horas en esos días y tenía el tema bastante olvidado. Hasta que
llegó el siguiente correo. En él se hacía referencia a otros seis cuentos (tres
suyos y tres míos). Su "Endiablado fagot" era calcado a mi "Musa
abandonada", salvo por el estilo, naturalmente. En los otros dos casos,
los cuentos eran aparentemente distintos, pero poniendo atención a sus símbolos
y al significado oculto, no quedaban dudas: Unos eran clones de los otros.
Pensé que el tipo trataba de tomarme el pelo; pensé que lo hacía simplemente
por aburrimiento; luego pensé que estaba loco y que mejor sería olvidarse de
todo ese embrollo. Tomé un analgésico y me puse a navegar por Internet,
tratando de borrar acaso la desagradable sensación que me había dejado la
lectura de aquellos cuentos.
Después de un
rato leyendo noticias increíblemente parecidas a las noticias del día anterior
y del mes anterior (crisis económica, corrupción, tornados, USA planeando
bombardear algún país, mucho deporte –eficaz antídoto contra el nocivo vicio de
pensar– y más corrupción), sin darme cuenta puse el nombre del tipo en el
buscador y comencé a adentrarme en su mundo. Comprobé que muchos de sus relatos
habían sido publicados en revistas electrónicas o en páginas de contenido
literario. Leí uno al azar, por puro aburrimiento (o eso me hice creer
entonces). Ya sin sorpresa, fui redescubriendo mis propios relatos en los de
aquel desconocido. Leí durante horas. Creo que ya sólo me movía la curiosidad
de saber si ese reflejo era infinito, el anhelo de hallar un relato que
rompiese ese patrón. No sucedió. Pensé (quise pensar) que alguien dijo –o
escribió- en una ocasión que todo ya
había sido escrito y ahora sólo reescribíamos; que tal vez, después de todo, la
originalidad no existe. Pero todo fue en vano. Se apoderó de mí una intensa
tristeza, y melancólicamente me dije que también eso era un reflejo.
Rescaté
entonces el mensaje original del desconocido y lo leí con atención. En él narra
que vive en un lugar llamado Indacochea, en la provincia de Buenos Aires. Lo
llama lugar, -aclara- porque "tal vez pueblo sea un término exagerado para
definir esos escasos edificios bajos y esa estación abandonada". Dice que
habita una casa de dos plantas que no comparte con nadie. Que las pocas
personas que hay por allí se dedican a pescar. Pero él no pesca ni hace nada.
Salvo escribir. A veces. O sentarse a la orilla del Río Salado y pensar. O
simplemente contemplar las aguas y las riberas mientras transcurre el tiempo
que se lo va llevando, igual que la corriente se lleva las ramitas que en él
flotan río abajo. De su explicación se desprende la idea de que habita un
desierto que es más grande que el nombre que lo define.
Yo vivo en una
gran ciudad que se asemeja pavorosamente a un desierto. Escribo o me siento a
la orilla del río Ebro a contemplar las aguas y los patos. Mientras el tiempo
fluye. Al leer me doy cuenta: No somos dos personas diferentes, sino una misma
persona viviendo dos vidas paralelas en lugares distintos. ¡Cómo no íbamos a
escribir lo mismo, aunque de otro modo!
Mandé un mail
expresando estas ideas un tanto confusas. Fui tajante. Había que solucionar
esto de un modo u otro. "Sería conveniente (eufemismo que muy bien podría
cambiarse por imprescindible) -aclaré- que nos viésemos. Allá o acá. Donde
sea". El habló de la completa imposibilidad de emprender un viaje.
Imposible para él conseguir la plata necesaria para el pasaje de avión.
Demasiados kilómetros…
Mi dificultad
no era menor; la única diferencia era mi resolución para zanjar el asunto
definitivamente. Conté el poco dinero que tenía; vendí las dos o tres cosas de
valor que me restaban; pedí prestado. Con todo, pude juntar la plata necesaria.
Sabía que nunca podría devolver los favores ni el dinero, pero ¿qué importancia
podía tener todo eso? Si alguna vez regresaba…
Escribir no es
gratis -pensé mientras hacía el escueto equipaje-. Entraña un riesgo. Uno puede
encontrarse de repente o perderse para siempre entre esas encrucijadas. Los
pensamientos son trenes que se niegan a seguir el itinerario de las vías.
¿Puede haber algo más peligroso en estos tiempos?
Y ahora estoy
acá. En Indacochea. La estación quedó atrás. Una vereda de tierra me conduce
hacia donde debo ir. Es como si mi voluntad, ahora, no contase. Mientras camino
no puedo evadirme al sentimiento de familiaridad que me despierta todo esto. Los árboles son como los árboles
bajo los que alguna vez he paseado; el rumor del río resuena igual que el río
que pervive en mi memoria y que acaso es la suma o la yuxtaposición de todos
los ríos que en mi vida atravesé o bordeé; los pájaros entonan las mismas
melodías que en otro tiempo escuché...
-El lector
atento no habrá pasado por alto un detalle: Lo que estoy contando, según las
evidencias, sucede hacia los años finales de la primera década del siglo XXI o
los iniciales de la segunda. Pero el último tren a Indacochea vino en 1977.
Dejaré que sea ese mismo lector quien aclare este modesto entuerto, porque el
tiempo ya no me da para más: Estoy llegando ante la casa a la que me dirijo.-
Me detengo a
unos metros. Respiro profundamente mientras contemplo la fachada. Una inmensa
quietud me rodea. Dejo la maleta en el suelo, junto al umbral, y golpeo la
puerta.
Lentamente,
como las campanas de las iglesias en el toque de difuntos, los golpes resuenan
en la hoja de madera vieja.
Lentamente, con
esa lentitud que sólo es posible en el Sur, la puerta se abre.
La noche es pródiga en
ausencias*
Sobre almohadas dormitan estaciones desiertas.
Mas debe haber algún tren entre los páramos,
o en el fondo sin nombre de los túneles.
Debe haber algún tren quizá dormido,
bruscamente parado al borde de un recuerdo,
girando sin consuelo tras una aurora falsa
o apresado en la telaraña de los itinerarios.
Hay calma en el andén, niebla de cigarrillos,
ojos enrojecidos de espera, un viento frío.
Hay trenes varados, negros, trenes averiados
siniestramente abandonados en alguna vía muerta.
Nada se mueve, todo es quietud en tonos grises,
ni un sonido perturba la paz de las almohadas.
Y sin embargo, el sueño esboza una presencia
al final del andén, sin maletas, sin prisa,
un rostro que apenas presentido se diluye
en la explosión violenta del día que comienza.
El alba es un puñal de amargo filo
que penetra de luz los trémulos andenes.
Y a este lado, la estación está vacía.
*Narraciones y poema de Sergio Borao Llop.
**
-Sergio Borao Llop. Narrador y
poeta. Nacido en Mallén (Zaragoza, España) en 1960.
-Miembro de Poetas del Mundo,
del directorio REMES, del movimiento
internacional Los Puños de la Paloma y del Club de Cronopios.
-Colaborador habitual o esporádico en varias revistas y boletines
electrónicos (Inventiva social, IslaNegra, Gaceta
Virtual, Con voz propia…).
Presente en diversas webs de contenido literario (Letralia,
EOM, Almiar
Margen Cero, Biblioteca Virtual Miguel
de Cervantes…) así como en algunos programas radiofónicos.
-Fue finalista en los certámenes de poesía y relatos Ciudad de
Zaragoza (1990) y durante un tiempo administró el blog Al_Andar,
homenaje a las voces clásicas y muestra de algunas de las voces de hoy.
-Obra publicada: El alba sin espejos
(relatos) (Literatúrame, 2013).
La mano en la palabra (selección y prólogo) (MediaIsla,
2015).
Desde las profundidades (prólogo) (Black Diamond Ed. 2013).
Varios relatos en la Revista Nitecuento.
-Incluido en las antologías: Relatos Zaragoza 1990 (Ayto. Zaragoza,
1990), Poemas Zaragoza 1990 (Ayto. Zaragoza, 1990), Callejón de palabras
(Alternativa Editorial, 2002), Poemas quietos (Alternativa Editorial, 2002),
Versos sin bandera (Tusitala, 2009).
-Actualmente buscando editor para la novela EL
PLAN DE JONES, así como para una colección de poemas inéditos.
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J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
Km 55
-Por Ferrocarril Midland
Próximas estaciones
ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.
RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA.
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