*Dibujo de Erika Kuhn.
*
Y fue
el tiempo
para caer hacia la tierra.
Digo:
todas las voces hablan
en la voz de la lluvia.
Escucho.
No hay otra voz que cante
debajo de los talas,
más que el ruido del agua
rompiéndose
de a poco.
Es la hora
-pensé-
de persistir.
TODAS LAS VOCES HABLAN EN LA VOZ DE LA LLUVIA...
EL BAR EL CAIRO Y LOS POEMAS DE YANNIS RITSOS*
La librería en la que yo trabajaba en ese tiempo estaba en el
número 950 de la Peatonal Córdoba. En un atardecer entró un señor mayor y, con
gesto resuelto, me espetó a mí, que estaba cerca de la puerta:
– ¿Tiene algún libro
de Juan Ritsos?
Lo delató un acento marcadamente extranjero; era, por lo que
recuerdo, robusto, bien vestido y entrado en años, pero dueño de un señorío muy
europeo.
En una mesa cercana, estaba la pilita del poema “La ventana”, que
la gente de Lagrimal Trifurca había editado en forma de libro, traducido por
Juan Laurentino Ortiz, con un prólogo de Elvio Gandolfo y unos hermosos
collages en la tapa, obra e industria del poeta Hugo Diz.
Se lo ofrecí diciéndole que era —y en verdad lo era— la primera traducción
hecha al castellano. Transitábamos uno de los pocos años democráticos de aquel
tiempo: 1973. Hermosísimo año para todos nosotros.
El volumen era pequeño, y una joyita editorial, y con todo orgullo
le digo: “es la mejor editorial de poesía del país”.
Sin hacer caso a mi argumento de venta, me pregunta: “¿y a quién
pidieron permiso para editarlo?”
Caí en cuenta rápidamente de que mi entusiasmo me había metido sin
querer en un brete, pero a quién se le podía ocurrir una cosa así.
Puse mucho empeño en defender aquello de lo que yo estaba
convencido.
– Señor – le digo –
quien tradujo del francés este poema es un gran poeta al que todos respetamos y
él vive en una ciudad cercana donde vamos a escuchar las lecturas que nos hace
de los poemas de Ritsos, a quien nos hizo conocer.
El gran poeta griego había sido preso político de lo que se llamó
“la dictadura de los coroneles”. Después de décadas, la solidaridad
internacional lo puso de nuevo en libertad y fue candidato al premio Nobel.
– Por Ortiz, hemos
conocido a uno de los más grandes poetas vivos, y en cuanto a los editores, son
un grupo de bohemios que aman la poesía.
– Haber empezado por
ahí, mi amigo – me dice el señor con una carcajada – si son bohemios, son buena
gente.
Entonces, se da a conocer: era griego y su hermano era amigo de
Juan Ritsos, como lo llamaba él, y además era uno de los dueños del bar El
Cairo.
– Véngase esta noche a
tomar un café. Yo vivo en Buenos Aires y vengo los lunes.
Así fue. Al cerrar la librería, me fui hasta El Cairo y pregunté
por él. Me invitó a una mesa y conversamos. Al parecer, el hermano de este
hombre, el amigo de Ritsos, también era poeta. Pasado un rato, llamó al
encargado y me lo presentó, aunque ya nos conocíamos porque yo iba mucho por
ahí.
– Cuando venga este joven,
no le cobre el café – le ordenó. – Es mi invitado.
Así fue como tomé unos cuantos cafés gratis en El Cairo, hasta que
un día no lo vi más y me dijeron que era uno de los socios, pero el bar había
cambiado de dueño. Entonces, seguí yendo, pero tuve que pagar.
La mesa de los galanes que inventó el querido Negro Fontanarrosa
era todavía un sueño que no se le había ocurrido, porque él, como todos
nosotros, tomaba el café en el bar Odeón, que era el bar de moda en ese tiempo.
Estaba en la esquina de Mitre y Santa Fe; en esa ochava hoy hay un banco.
El gran poeta que vivía a la vera del gran río, conocía a Ritsos
desde la época en que sus poemas se publicaban en la Nueva Revista Francesa,
que es donde se hace conocer. Y Juanele estaba abonado desde la época en que
estaba dirigida por Sartre, es decir, en la época de la Resistencia.
Nos comenzamos a interesar por los poemas que él iba traduciendo.
Un día nos habló de un largo poema que se llamaba “La cárcel y las mujeres”, y
creo recordar que su tema era el de la guerra. Lo seguí muchos años para
conseguir una copia. Hasta que la oportunidad se dio. Yo iba mucho a Paraná en
ese tiempo, allí estaban mis amigos los Volpe; Adolfo, el mayor, se había
casado con una compañera de la facultad. El papá de Adolfo tenía un campito y
un día observo fascinado un grupo importante de cañas de Indias. Pronto
cortamos unas cuantas, como 50, y las metimos en el baúl de su Citroën. Al otro
día, nos aparecimos en la casa del poeta. Yo había observado que usaba unas
cañas de Indias para fabricarse unas boquillas alargadas. Cualquiera podía
verlo. Son famosas las fotos con ese tipo de adminículo. Cuando empezamos a
bajar las cañas, el viejo poeta no daba con su entusiasmo. Entonces,
arteramente, le arrancamos las carpetas con los poemas, cuya ubicación
conocíamos, y nos fuimos hasta los Tribunales donde funcionaba la única
fotocopiadora de Paraná.
No pudimos publicar ese largo poema, porque nuestra revista dejó de
salir. Y cuando los muchachos del Diario de Poesía en los ochenta me pidieron
material de Ortiz, se los alcancé y salió en un dossier del primer número.
El griego me había dado la dirección de Ritsos, que ya estaba libre
y vivía en Atenas. Le envié el libro editado por Lagrimal Trifurca y le escribí
explicándole todo. Me envió un paquete con cinco libros en su versión griega y
francesa: uno dedicado a Ortiz, otro a mí. A los tres restantes, los regalé;
uno a Elvio que tradujo y difundió por varios países. Nosotros le publicamos un
largo poema, Greciedad, que tradujo Alejandro Pidello, y publicamos también una
hermosa foto de Ritsos a toda página, que está en nuestro último número de la
revista La Cachimba.
Así fue como en un arrabal del mundo, nosotros, diez años antes que
los mexicanos y veinte antes que los españoles, nos dimos el gran gusto de
traducir a Ritsos y hacerlo conocer.
Así fue, creo, como sucedieron las cosas.
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Hojas de remolacha*
En esa casa vivía la polaca. Si nos ponemos a describirla ahora,
podemos decir que sobre el muro descascarado una Santa Rita se desborda en
fucsia y espinas, con esa belleza traicionera de las enredaderas que dicen te
abrazo y lastiman a traición con sus ferocidades ocultas. Delante del muro, una
vereda estrecha de césped sin cortar y un basurero de hierro oxidado, que está
hecho con una vara de cosa de un metro de alto y un canasto encima para que los
perros no destrocen las bolsas.
Detrás del paredón se ven algunos pinos, naranjos y un limonero.
Más atrás todavía otros árboles y el techo de chapa de la casa, con cenefas del
tipo de las que tenían los andenes del ferrocarril, hojalata con recortes que
recuerdan puntas de flecha vueltas hacia abajo.
La polaca había venido huyendo de la guerra, como tantos, y
conservó el acento extranjero hasta el último día. La señora la conoció, en los
últimos tiempos le hacía los mandados y la ayudó a la sobrina cuando hubo que
hacerle la mudanza final.
Se queda un momento mirando el muro, la señora, recuerda.
La Polaca no tenía nombre, era La Polaca; tenía los ojos muy claros
y unas manos con venas en relieve y callos como los de un albañil. El marido
trabajaba en los ferrocarriles, ella hacía huerta y cosía para afuera cosas
sencillas en una máquina negra, Singer, que funcionaba a pedales.
En la huerta lograba zapallitos, tomates, arvejas en sus chauchas
de papel de felpa, pimientos, zanahorias. Se encorvaba trabajando, siempre en
lucha contra los yuyos, los caracoles, las hormigas, las heladas. De día en la
cocina y en la huerta, a la nochecita con los carreteles de hilo y las tijeras.
Recuerda, la señora, las sopas de La Polaca, las tortas suculentas, el pan
recién sacado del horno.
Había venido huyendo del hambre europea. Cuando vio la arena no
podía creer que de este extraño suelo brotase la vida, floreciesen los
naranjales y prosperasen los nísperos y las hortalizas. Asombrada y
escandalizada veía cómo caían las moras, eran pisoteadas y se creaba un barro
espeso. Eso es un pecado, decía, tirar comida es un pecado, y con las cáscaras
de las papas hacía abono para las plantas, con la cáscara de los huevos
disuelta en vinagre procuraba calcio para los huesos débiles.
Después fue que murió el marido. No se abandonó La Polaca, siempre
con los batones limpios, el pasto cortado, su mantel en la mesa y las carpetas
tejidas al crochet, blancas de toda blancura, sobre el bahiut de roble
lustrado.
Pero el tiempo no solamente despintó los muros, desgastó las
puertas, se le marcó en la cara, también y además de todo esto La Polaca se fue
doblando. Despacio.
La señora se acuerda de haberla visto mucho tiempo con bastón,
caminando cada vez más lentamente y con pasitos más cortos, la espalda cada vez
con un ángulo más cerrado, hasta que quedó mirando el suelo. Y lo último ya fue
que para trasladarse usaba dos botellas, se apoyaba con una mano en cada una y
era casi como caminar en cuatro patas. Resultaba demasiado penoso y así ya no
podía vivir sola.
Entonces vino la sobrina y la llevó al geriátrico.
La señora recuerda todo esto en medio segundo, porque contar lleva
tiempo, recordar es un viento que pasa por el corazón. Cien imágenes cien
sentimientos, una polka en la radio, el aroma de las flores de ligustro,
levadura en una masa a contraluz, una fotografía en un marco oval, el chirrido
de una mecedora, un gato en un alféizar. Fotos y fotos y fotos vistas todas a
la vez, humo en los ojos, algo que parece nítido pero se desvanece entre las
manos.
Saca la llave de la cartera, la señora, hace girar la llave en la
cerradura, penetra en el predio.
La Polaca murió en el geriátrico.
La sobrina puso en venta la casa, y la vende con todo. No tiene el
interés o el ánimo para enfrentar los objetos huérfanos. Hay demasiado silencio
aquí, la tristeza de las cosas sin dueño es desoladora. Cómo defenderse de un
peine con una hebra de cabello blanco, cómo no contagiarse de la angustia de la
mecedora vacía junto a la ventana. Hay que huir, buscar una plaza donde jueguen
chicos de risas agudas, ponerse una coraza de luz solar.
Con un estremecimiento, la señora habla al vacío, pide perdón por
la intrusión, va abriendo los cajones y reuniendo todos los papeles, las cartas,
las fotografías. A las fotografías las guarda en su bolso, a los papeles, sin
desdoblarlos, sin leerlos, los quema en el asador de la galería. Después toma
un objeto, sólo uno, de recuerdo, y vuelve a su casa.
La señora tiene sobre la mesada cinco remolachas con sus tallos y
sus hojas. Toma la cuchilla, corta los tallos al ras de los tubérculos, limpia
las hojas y las cocina con cebolla y morrón. Ves Polaca, dice. Ves, Polaca, no
voy a tirar nada, Polaquita. Nada, viejita, hoy hay tarta de hojas de remolacha
por vos, para no cometer pecado el día de tu entierro.
Monstruos en el placard*
—No tengas miedo, Mati —dijo el papá de Matías, y apagó el
velador—. Es solamente una sombra.
Matías cerró los ojos, intentó dormir. Por supuesto que era una
sombra, él lo sabía muy bien. Pero esa sombra, proyectada por la luna invasora,
se transformaba. A veces cobraba vida de animal, otras se convertía en los
extraterrestres de las películas. Y otras, se multiplicaba en bichos de patas
largas y colmillos enormes.
Todas las noches lo mismo. Cada vez que Matías se acostaba, se
quedaba mirando el techo, pensando en aquella sombra. Y la garganta se le
secaba más y más. ¿Y si adentro del placard se escondían todos esos seres
espantosos de cada noche? ¿Y si un monstruo esperaba, para atacar? ¡No, para
nada! ¡Era una estupidez! ¡Qué iba Matías a tener miedo! ¡Justo él!
Sin embargo… ¿por qué cada vez que miraba el placard se le ponía la
piel de gallina, eh?
Porque, según los vecinos, en la casa centenaria habitaban
“extrañas presencias”. El abuelo las había visto, según le contó un día, poco
antes de morirse. Y también papá las vio. En cuanto a él, aquello eran
solamente cuentos que inventaban los grandes para controlarlo a uno. Al menos, quería creer que eran solamente cuentos.
Y en esos “cuentos” —de alguna manera había que llamarlos— se oían
pasos por los corredores desiertos, se oían cadenas y quejidos del más allá,
que no dejaban dormir.
¿Cuentos? No, qué iban a ser cuentos. Matías sabía que las
presencias existían, porque las había visto una vez, ahí adentro, en el
placard.
¿O eran solo sombras?
No estaba seguro, y esa incertidumbre era lo peor. Por eso tenía
miedo. Por eso se tapaba con la frazada, como ahora, para no mirar. Cuando
intentaba echar un vistazo, ¡zas!: ahí estaban, otra vez, las presencias.
Las presencias. Sombras funestas esperando tragárselo ni bien se
asomara al placard a sacarse de encima aquella maldita incertidumbre.
La luna atravesaba la ventana, seguía poniendo en todo sombras
siniestras. Pero Matías tenía sed. Debía levantarse a buscar un vaso de agua,
debía salir a los pasillos inquietantes, donde cadenas solitarias se
arrastraban como serpientes. Y debía, por último, entrar a esa vieja cocina de
campo… en la que alguna vez habían asado a un hombre.
¡Mentiras! ¡Mentiras del abuelo!
Pero papá también aseguraba que aquello era verdad.
¿Y si era verdad? ¿Si aquellas
presencias se alimentaban de carne humana?
Aunque tembloroso, Matías enfrentó la situación. Ahora la sed
aumentaba.
Tanteó en busca de la perilla del velador. Al prender la luz, las
sombras se desvanecieron: un problema menos. Sin embargo, esa luz parpadeante…
en cualquier momento se apagaría —andaba fallando desde hacía semanas—, y
volvería la oscuridad. Ma sí, él se apuraría con ese vaso de agua, y después
volvería a la cama y se taparía de nuevo con la frazada. Bien tapado se taparía.
Salió a la oscuridad del pasillo. Entraba a la cocina cuando oyó
horribles estallidos metálicos.
—¡Las cadenas, las cadenas!
Cerró de un portazo y echó llave. Ahora estaba fuera del alcance de
las cadenas, pero adentro de esa maldita cocina. ¿Y si venían a cocinarlo a él?
No, haría lo imposible por evitar ese horror. Se apuraría.
Abrió la heladera y sacó la jarra de agua. Con los nervios, se le
resbalaba de las manos. Se servía un vaso cuando lo vio: a media altura flotaba
algo nebuloso. Sin forma, fue convirtiéndose en un viejo. ¡Un viejo que
asustaba, un viejo decrépito! Abrió una boca llena de dientes sangrantes y
afilados, y se le vino encima…
Matías despertó en la cama. La pesadilla había sido… eso: una
pesadilla. Pero muy real. Demasiado.
Se levantó y salió al pasillo. No había cadenas ni ruidos, así que
caminó tranquilo a la cocina a buscar un vaso de agua bien fría. No prendió la
luz. ¡Para qué, si él no le temía a la oscuridad!
Abrió la heladera y sacó la jarra. Se sirvió un vaso, mientras pensaba
en la absurda historia del cuerpo asado. En la pesadilla, su papá le había
contado la historia, pero no en el mundo real. ¿O sí? ¿Acaso el lunes pasado no
le había prohibido la entrada a la cocina? Aquel mismo lunes dormía, cuando lo
despertó un aroma particular: asaban un pollo, o algo así. Quiso salir de la
habitación, pero su papá lo detuvo. Le dijo que durmiera, que él cenaría en la
cocina con unos amigos.
Le molestó recordarlo, pero… ¿lo había soñado, o lo había vivido?
Encendió la lámpara. Se sirvió un vaso y guardó la jarra. Tragaba y
tragaba, cuando oyó a sus espaldas un ruido extraño. Se dio vuelta y vio a su
padre empuñando una cuchilla. Sin pies, flotaba a medio metro del piso junto
con sus tres amigos. Todos abrieron sus fauces, mostrando espantosos dientes
rojos y afilados. Se abalanzaron hacia Matías en el mismo momento en que la luz
se apagaba.
Despertó.
—Otra vez las pesadillas —dijo.
Y otra vez la sed: señal inequívoca de que se había tratado de un mal
sueño. Como antes, la pesadilla se esfumó en la oscuridad.
Matías sudaba, las gotas resbalándole por la frente. Pesadilla o
no, lo cierto es que acababa de despertarse en cualquier lugar menos en su
cama.
Qué extraño.
Un vidrio opaco de suciedad velaba lo que él apenas alcanzaba a
distinguir: la alacena, el lavaplatos… y tres imprecisas formas que jamás había
visto en la cocina.
La garganta seca pugnaba por agua. Él levantó una mano y chocó con
algo metálico.
¿Un techo?
Lo envolvía una tenue luz rojiza. Le costaba respirar, los vahos
ardientes en las fosas nasales. Y el vapor entraba en su piel.
Palpó paredes calientes, y ahora pudo notar que las formas del otro
lado del vidrio… se movían.
Hubiera querido que fuese una pesadilla, pero no: cuchilla en mano,
papá se acercaba al horno.
¡Se acercaba a él!
Los otros lo seguían, codiciando con ojos de ansiedad a ese
delicioso ejemplar humano.
—En diez minutos cenaremos —anunció el padre.
Un análisis desde el
Abismo de los Sueños Podridos.*
Un Muerto ya no duerme, solo se limita a respirar, respira por la
tráquea, y justo un poco más abajo desata batallas, tan salvajes que podrían
romper los sueños, inclusive aquellos ya rotos, por que pareciese que un muerto
no termina de romperse jamás.
Aquellos sueños que parecían inquebrantables e insuperables, se
destazan los unos a los otros, pero ya no gimen, ya no lloran.
El Muerto, respira por la tráquea y parece que todo lo que inhala
es azufre, extraño aire puro e irrespirable, pero, hay que absorber el gas aquel, si no, se dejaría de ser un Muerto, un
Muerto de costillas oxidadas, de estómago hecho nudo por veinticuatro horas
continuas, un Muerto de podredumbre, que transpira y que suspira pasados y
futuros luxados.
¿Qué es un Muerto? Un Muerto suele ser una “NecroRevelación”, por
debajo de la almohada deshilada, donde moran piedras enmohecidas, carcomidas
por las ilusiones.
Ilusiones, estampidas momentáneas de luz, esa luz que no le
pertenece al Muerto, aunque por ahí se diga que “transita por lo largo y ancho
de un túnel oscuro, y al final… la luz!”. La luz… la luz… ¡Eso no es cierto!,
solo son cuentos de cuna, para no espantar al Ángel de la Guarda, que silente,
siempre encuentra al Muerto, a veces por debajo, a veces por encima de la cama,
y lo expía a lo lejos, para ver su auto disección.
Anoche me dejé crecer las pesadillas, y pude entonces convertirme
en Muerto, afuera, en esa madrugada, había eclipse lunar, majestuoso,
gigantesco, pero no menguaba el tamaño de mi pesadilla. Por primera vez me detuve
a ver como la oscuridad devoraba a la luminosidad de la luna. La oscuridad como
aparato devorador de luz, la implacable desamortización de los sentimientos
positivos que devoran corazones con hambre de amar. ¿Sería el augurio de mi
próxima “NecroRevelación”?
Anoche me atavié en tentáculos sin carne, solo de hueso, y sus
astillas se infiltraron por mis córneas hasta caer abruptamente a las
profundidades de mi Ser.
El alma se enferma, cuando uno se pone en el papel de Muerto, pero
yo ya había estado ahí, cuando Enya se me escurrió entre los dedos de manera
momentánea en aquella pesadilla plagada de insomnio, cuando la promesa falsa se
internó en sábanas que no eran las mías, sino las del infame parásito calvo; y
hoy, vuelvo a estar Muerto.
¿Qué es un Muerto? Es una amorfa semilla, que florece a pétalos de
agua y de espinas, tan salvajes que se quedan sepultadas de por vida, o de por
muerte, según se vea, según se sienta por debajo de las uñas, y éstas adoptan
primero una cromaticidad verdosa, luego morada, hasta adoptar su perfecto tono
falto de luz: negro. Negro, el color del luto en este lado del mundo, puesto
que por éste lado no hemos aprendido aún
a reconciliarnos con la muerte, porque el Muerto duele, por eso al Muerto le
arde y le despedaza el alma en fragmentos y en intentos de volver a respirar
plenamente, pero, es que… el Muerto tal vez dejará de verdaderamente inhalar,
pero no cesará de soñar, por que los sueños le impiden sentir la total oquedad,
lo que le haría desaparecer por completo.
Un Muerto es la antesala a la locura, que se desnuda de cordura, se
reseca la boca y se empapa los ojos… Un Muerto es cambio, es la desarticulación
de las extremidades del croma más puro del espíritu.
Anoche mi cuerpo comenzó a temblar, a estremecerse sin control, y
me brotaron larvas por la piel, esas larvas que trepan a mi pecho… parecieren
de plomo, presionan mi caja torácica de una manera tal que llega el punto que
se vuelve insoportable, es cuando te das cuenta de que eres un Muerto. Puedes
ver tus brazos, y no reconocerlos como tuyos., es espantoso, es horroroso, es
vacuidad total y plena.
Muchos pensarían que un cadáver es un Muerto, no es así, un cadáver
es tan solo un cascarón roto, un argón en desuso, ¿materia a la que se le ha
agotado el tiempo? ¡No! Un Muerto respira, camina, anda, medio conversa, medio
procesa… un Muerto deambula, se va a la cama muy entrada la noche, por que ha
extraviado sus almohadas, y se incorpora antes del alba, para lavar su cara con
agua fría, para extraviarse en el baño, cepillar sus dientes sin notar que lo
hizo, hasta que sangran las encías, después, calentar el motor del vehículo por
diez minutos, posteriormente, manejar por las aún oscuras calles y avenidas con
la vista empapada en lágrimas, con hemorragia de angustia y pérdida,
inutilizando la sonrisa para su eterna obturación, claudicando a la fe; el
Muerto vive en el tiempo, sin estar en él. Se vuelve atemporal.
En resumen, un Muerto puede ser, tan solo la reencarnación de un
Pintor al que le asesinaron su Alma Gemela, al que se le ha gangrenado el
espíritu y cae a palpitaciones incrédulas en un abismo donde los sueños se han
descompuesto, donde aparece un cuadro destrozado con decenas de cristales
rotos, sustituyendo a su propio marco, brutalmente inundado de odio y rabia.
*
Lo que se expulsa
no se sostiene en el interior de las entrañas
lo que se expulsa no queda pegado a los músculos
como la bocanada última del pez que recibe la
muerte
siempre hacia adentro.
Morir de adentro hacia afuera es posible
y aun así, seguir vivo.
-Mercedes Álvarez nació en Tandil,
provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve
años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por
la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural.
Publicó los libros Vecinos (Baile
del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón
(Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros
(Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas
(comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013) y Saigón
(Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015). En 2013 ganó el premio Edmundo
Valadés de cuento latinoamericano con el relato Grow a lover.
El rosario de plata*
La casa fue construida en parte con ladrillos comunes, en parte con
bloques de cemento pero está sin revoque desde siempre, nunca es el momento, nunca
sobra dinero para revestirla y queda como está. El techo de chapas se asegura
contra los vientos por el peso de esqueletos de alambre para cargar botellas,
cascotes, cubiertas viejas de automóvil. Al fondo del terreno hay un gallinero
de alambre tejido, la soga con la ropa tendida, y varios perros hacen su vida
desparramados por el predio, cada uno en su pozo excavado en la arena buscando
la tierra fresca de más abajo en el verano, reparo contra el frío y las ráfagas
impiadosas en el invierno.
La familia vive al lado de la defensa, ese terraplén elevado para
evitar que el río entre en los pueblos cuando sube; pero la casa está del lado
de afuera, ocupando tierra fiscal y sujeta a la inundación que inevitablemente
sucede cada tanto. Entonces, cuando se viene el agua, levantan todo, y al
volver hay que recomenzar. Los vecinos son un poco más nuevos, las casas no
están completamente construidas de material como la de ellos, sino que todavía
hay alguna pared de chapa o de maderas mal clavadas que dejan entrar el viento
y los bichos por las hendijas.
Un letrero escrito a pincel “albañilería, corte de césped”, y la
perita para mezclar el cemento debajo de una chapa adosada en forma de galería,
nos dicen que son gente de trabajo. El hombre hace labores ocasionales que
consigue por su cuenta, y lo que le va dando un contratista cuando lo necesita.
La mujer limpia casas; el hijo mayor sale a trabajar con el padre o consigue
changas como cargar y descargar fletes, podar algún árbol, pintar una pared. La
hija mayor ya formó pareja y tiene un nenito, se fue a vivir a La Guardia con
un muchacho que trabaja en una fábrica de tanques de agua; los más chicos van a
la escuela, y Lautaro estudia en la Facultad.
A Lautaro, de llamarlo Lauti pasaron a decirle “el doctor” desde
que comenzó a estudiar abogacía, y todos fingen que no les importa, pero están
encantados con la perspectiva de tener una persona con título en la familia. La
madre está segura de que cuando trabaje vestido con saco y corbata, la va a
llevar a vivir a una casa con cloaca y agua corriente, calefactor y gas natural
como las casas de sus patronas. El padre se le burla, pero se nota que está
orgulloso del doctorcito.
No es fácil conseguir la comida para poner a la mesa todos los
días. Los tres menores gastan ropa y zapatillas como si fuesen diez en vez de
tres, comen como lima nueva y siempre hay alguna cosa para la escuela que hace
falta sacar fiado del quiosco a último momento.
El Lauti, que va a la Facultad, no puede andar rotoso. El padre le
alarga unos billetes enrollados sin decir nada; la madre, que se quedó unas
horas más en una casa porque la señora tenía invitados, le pone la ganancia
extra entre las hojas del libro; el hermano mayor, Ezequiel, le regala unos
pantalones, una camisa, unos pesos para que cargue la tarjeta de colectivo.
Ezequiel el mayor, con sus veintitrés años ya sabe que la vida no
le va a ser fácil. Él ya no es una carga sino una ayuda, la hermana hace su
vida, pero están todavía los tres más chicos y el Lauti. Los padres, aunque
todavía jóvenes, sufren el desgaste del trabajo duro, las temporadas de frío,
calor y humedad eterna que se les acumulan en los huesos. Quisiera, Ezequiel,
ser capaz de aportar más de lo que consigue llevar a la familia. Sale de la
casa bien temprano con la gorra manchada de pintura y los pantalones de
albañil, rasgados en las rodillas para que no tiren al agacharse, y cava pozos,
encala postes, acompaña a un amigo a pescar y después venden las piezas a los
puestos sobre la ruta, corta el césped de una quinta; pero es joven, y a pesar
del agotador trabajo del día, al anochecer todavía tiene fuerzas para jugar al
fútbol en un campito y se toma unas cervezas con los amigos, de parados nomás,
afuera del quiosco. Debajo del farol, se ríen, y van perdiendo los dientes, y
los cuerpos jóvenes se van poniendo duros y fibrosos por el trabajo.
Lautaro ya lleva dos años yendo a Santa Fe, a la Facultad. Por
suerte la C verde lo deja justo en la esquina. Dice el Lauti que las clases son
muy largas, que las aulas están tan llenas que a veces no alcanzan las sillas,
que hay que memorizar libros enormes, que él estudia en la biblioteca porque
los textos son muy caros. Muchas veces termina tarde las clases o se reúne a
estudiar en grupo, y se queda a dormir en la casa de un amigo. Y dice Lautaro
que los amigos viven en el centro de Santa Fe, que uno es hijo de un médico y
tiene su propio automóvil, otro es hijo de un abogado y se prepara para entrar
en el estudio del padre. Cuando se reciba, seguro que lo van a ayudar a empezar
el ejercicio de la profesión, le van a allanar el camino, dice, y el padre se
ríe y dice que la llana sirve para emparejar la mezcla, y le da un bofetón en
broma que es una caricia.
Un día a Ezequiel lo llamaron para ayudar en una mudanza. Iban tres
muchachos en la caja de la camioneta, sentados entre las cosas atadas con
cintas. Ya habían subido todo, en Candioti, y lo descargarían en el barrio Sur,
a pocas cuadras del parque.
Habían comprado una gaseosa que iba pasando de boca en boca. Cuando
la camioneta pasaba un badén o un pozo, el que estaba tomando se derramaba
gaseosa en la remera, y los demás se reían. Estaban mirando las chicas que
salían de un colegio, cuando un grito los hizo volverse a los tres a la vez
hacia la izquierda. Una mujer había quedado tendida en la vereda, y una moto
pasaba a toda velocidad al lado de la camioneta. La motocicleta no tenía
patente, un muchacho la conducía y otro, el de atrás, que había ejecutado el
arrebato, llevaba la cartera de la señora y la estaba abriendo para hurgar en
su interior.
El fletero se detuvo para asistir a la mujer, los ayudantes también
bajaron. La mujer, sentada en el suelo, aturdida, se había doblado una muñeca
cuando frenó la caída con la mano, pero no quiso que llamaran a una ambulancia.
Les dijo que no hacía falta, aunque estaba llorando, un poco por el susto y
otro por la angustia de haber perdido la cartera. Dijo que en la cartera tenía
los documentos, dinero, pero, lo más importante, tenía un rosario de plata que
había sido de su abuela. Lo decía y lloraba, como azorada por entender que
nunca más volvería a pasar entre sus dedos, una por una, las cuentas pulidas
por el uso.
Ezequiel no había descendido con los demás. Se había quedado en la
caja de la camioneta, mirando todo desde arriba. Pensaba que la señora podría
ser su mamá, que rezaba una decena del rosario mientras amasaba, o mientras
tejía silenciosamente las tardes amables en que el sol la dejaba poner una
silla debajo del naranjo. Y pensaba que el pibe chorro de la motocicleta, el de
atrás, era muy parecido a su hermano el doctor.
Todo había pasado con rapidez, dos segundos y la escena había
comenzado y dado fin, el de la moto iba mirando el interior de la cartera, él
apenas había vislumbrado un perfil, a medida que los minutos transcurrían separándolo
de la certeza, la necesidad de haberse equivocado lo hacían dudar, y al final
del día casi había logrado convencerse de que el ladrón no era su hermano, que
no había visto su cara, que los pantalones y las remeras se fabrican por
millares, y son todas parecidas, fáciles de confundir.
Sin embargo, al llegar a la casa esa noche no pudo contar el
incidente, de sólo pensar en lo ocurrido se le atenazaban los músculos de la
garganta. Sentía una mancha oscura extendiéndose sobre la familia.
No fue esa semana, ni la otra.
Fue cuando vio el rosario de plata en el cuello de la madre, cuando
la madre le dijo que el doctorcito lo había encontrado en una vereda en Santa
Fe, al salir de la Facultad. Entonces supo.
No era muy difícil. Una vez que uno sabía, con dos o tres preguntas
atinadas a la gente correcta se podía averiguar todo. Se pierde la inocencia, y
se accede al conocimiento, pero claro, hay que perder la inocencia, y es un
alto costo porque entonces ya no se puede ser feliz como un niño, no más.
Se enteró de que Lautaro había dejado de estudiar al mes de entrar
a la Facultad, que se iba todos los días con un grupo de amigos que vivían en
una casa tomada en el norte de Santa Fe, y que esos amigos lo habían
introducido en los arrebatos y robos en viviendas. Ahora que sabía, podía dejar
de negar el evidente olor a mariguana, y no culpar a la lectura por el
enrojecimiento de los ojos de su hermano.
Ezequiel esperó que los chicos fuesen a la escuela, que la madre
fuera a trabajar, que el padre hubiese dejado el patio rumbo a la obra. Sólo
con Lautaro, le preguntó con la voz dura cómo le iba en el estudio, y escuchó
con cara de ídolo tallado en madera la respuesta del hermano, sabiendo que le
mentía.
No le dio ninguna explicación. Ya había visto cómo los padres de
amigos suyos que se habían hecho delincuentes, se habían apagado como si les
hubiesen extraído la sangre, el orgullo, la posibilidad de caminar con la
cabeza levantada, la posibilidad de ser felices.
No le dio ninguna explicación. Una niebla roja le nubló la vista, y
al golpe de pala el Lauti ni lo vio venir; después fue pasarlo por sobre el
terraplén, y tirarlo al río que todo lo acalla en sus aguas marrones.
Pasaron varias semanas buscando hasta que por fin lo encontraron en
un bañado, enredado en las cañas de la orilla. Lo pudieron enterrar y llorarlo.
Se investigó un poco, pero la historia se fue olvidando.
La madre del doctorcito reza por las tardes con el rosario de
plata, y, cuando está en la casa, Ezequiel mira con sus ojos oscuros cómo pasa
las cuentas pulidas entre sus dedos, una por una, sin decir una palabra.
*
En el café de la mañana revuelvo la angustia. Le
pongo azúcar y sabe bien. Los edulcorantes le dan a la angustia un cierto sabor
a metal. Puedo colocarle una gota de locura para que la angustia no me duela en
el estómago. Entonces está todo bien y salgo a la calle.
Inventren
La
Rica*
El hombre lee en su asiento una carta escrita sobre papel verde. Se
inclina un poco tratando que el sol que ingresa por la ventanilla ilumine de lleno
en esas letras de birome azul. Tiene sus ojos cansados y la presbicia lo obliga
a distanciar bastante la carta, a punto de temer con incomodar con la extensión
de su brazo a la señora sentada enfrente en la que puede ver una mirada curiosa
detrás de esos anteojos redondos con bastante aumento.
Y además, que importancia tiene que esa señora sepa de su
felicidad, de su ir y venir con el amor y la distancia.
Ella iba y venía, en su trabajo por los aires, en sus ensueños o en
amores fugaces de cada aeropuerto que no lograban desplazarlo a él. Su hombre.
Él, que iba y venia todos los fines de semana para compartir su lecho, sus
labios. Para caminar con ella de la manito o en el abrazo de hombro de ella a
cadera de él que tanto les gustaba, como a los eternos amantes, novios o
compañeros de vida, aunque nunca supieron definirse, no les interesaba otra
cosa más que llevarse de la mano o del abrazo por la vida que era una sucesión
de instantes o una eternidad bajo una misma luz, pisándose a veces con mutua
torpeza los pies en aquellas estrechas veredas del centro antiguo de la ciudad,
para luego retornar al departamento de ella y fundirse en un solo cuerpo a luz
de luna o estrellas, a sol que entibia la piel o a cielos de acero sin grietas.
Aun parece sentir el ruido de la lluvia cayendo a gotones de sonido persistente
por los techos, mientras adentro los cuerpos se encendían bajo cobijas del frío
invierno.
Sentados en la cama, los domingos a la tarde él le leía cuentos de
Dal Masetto y ella a él a Borges o Cortázar. Una vez, le leyó
"Romance" y él sabía, que era apenas un pretexto para llegar a la
frase final que tanto lo oprimía como presagio, como una anticipación acechante
a la vuelta de la esquina, o en cada ir y venir a la estación de trenes, para
llegar o partir de los brazos de ella, su amor, su compañera.
Recuerda haberle leído esa frase final del cuento de Antonio Dal
Masetto que ahora ronda en su cabeza: “el destino es
insondable y no existe felicidad que no este amenazada”.
Su piel lo enloquecía. Su blanca piel casi transparente en la que
podía ver rutas celestes que no parecían venas sino mapas de cielo.
Él sentía cada encuentro y cada despedida como si fueran una misma
imagen superpuesta de ese intento imperfecto de volver una y otra vez al
placer, o al contacto de la piel, la fusión de los cuerpos, el orgasmo de cada
cual a su tiempo y modo, la sonrisa del después y el dormir abrazados para
entrar en la noche del sueño bien juntitos. Gabriela y su parecido a Bette
Davis. Sobre todo la expresión de su mirada. Fue un descubrimiento mientras en
una madrugada vieron “La extraña pasajera”. Como les pego esa frase que
adoptaron casi como un lema propio: "tenemos las
estrellas, no pidamos la luna".
*
Vuelve a doblar las tres o cuatro hojas de la carta sin dejar de
echar una última mirada con los ojos húmedos sobre el encabezado, que
seguramente la señora que esta allí enfrente ya ha leído, aun fingiendo
desinterés y con la mirada perdida en algún punto de la estación que de una vez
están por dejar cuando la fuerza de la máquina logre romper la inercia y el
viaje se desate sin atenuantes.
“A los tristes no los quiere nadie” se dice a modo de explicación.
Entonces cunado el tren arranca el hombre rompe la carta en cuatro
con expresión de angustia marcada en el rostro, aunque ya maldice su impulso,
su inútil esfuerzo por doblegar ese pequeño hilo de ilusión que lo mantiene
ahí, no queriendo preguntarse sin respuesta, y entonces guarda esos grandes
pedazos en el bolsillo derecho de su campera, quizá ya mismo piensa en pegarlos
con cinta transparente al llegar a su casa. Lo que no tiene remedio es el
contenido de la carta.
Intenta disimular su rostro desencajado. Se levanta y se va al otro
vagón, no quiere testigos, que nadie se pregunte por que él sigue yendo y
viniendo en ese tren. Como si el tiempo no hubiera pasado.
*De Eduardo Francisco Coiro.
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LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A.
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ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO
GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
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ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
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LA PLATA.
***
-Por Ferrocarril Midland-
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ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.
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CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
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