viernes, noviembre 02, 2018

EN ESA LLAMA SIN TIEMPO..


*Foto de Antonio Dal Masetto por Daniela Dal Masetto.









ÉL*

(18/11/90)




Vagando por las calles solitarias,

Él está

Y en su cabeza dando

Vueltas y vueltas sus ideas están

Caminando sin saber a donde ni porque.

Sentarse en el primer bar que encuentra

Y tomar un café.

Anotar en una servilleta

Ideas sueltas, cosas locas

Solo él las puede entender.


Callado, pensativo, él camina,

Se sienta en un banco de plaza

Saca la servilleta y escribe;

Se levanta y camina

Siempre silencioso y pensativo;

Fuma un cigarrillo atrás de otro

Y no deja de empezar.

Llega a su casa, saca la servilleta

Agarra una carpeta que esta llena

De papeles escritos.

Une las ideas.

Enciende la computadora y empieza a escribir.


Suena el teléfono

Es un amigo

Deja todo como está

Apaga la computadora

Y baja para encontrarse

Con su amigo en el bar,

Mientras el amigo charla

Él escucha con mucha atención

Y analiza palabra por palabra

Para ver si algo de lo que dice el amigo

Puede llegar a escribirse en una servilleta


Daniela/90.

Pá: te quiero mucho, mucho, mucho,...

¡Sos mí ídolo!

¡Sos lo más grande que existe en este planeta!



*Escrito por Daniela Dal Masetto a los 13 años para su papá Antonio.










EN ESA LLAMA SIN TIEMPO..

-Textos de Antonio Dal Masetto.
(Intra,  14 de febrero de 1938 - Buenos Aires, 2 de noviembre de 2015)









ALERCES



Había llegado al extremo de uno de los brazos del Menéndez, en el Parque Nacional Los Alerces, viajando parte de un día y de una noche en el trencito desde Ingeniero Jacobacci hasta Esquel y después en un ómnibus y finalmente en una lancha a través de las aguas calmas del lago, bajo el resplandor del glaciar del Cerro Torrecillas. Iba a encontrarme con los árboles que tienen 2.500 años.

La casualidad quiso que fuera mi cumpleaños y todo el tiempo me habían acompañado las exigencias que suelen caminar con uno en esas fechas: realizar balances, cumplir con los compromisos siempre postergados, tomar determinaciones. En resumen, clarificar el panorama y empezar de nuevo.

Me había parado en la proa de la lancha y, mientras miraba los bosques y los perfiles de las montañas contra el cielo sin nubes, en la cabeza me daban vueltas, juntas, la cifra de los 2.500 años con cuya evidencia me enfrentaría en unos minutos y mi propia cifra, la de mi edad. Un poco alucinado por la falta de sueño, oscilaba entre una impaciencia que por momentos se volvía casi angustia y un vago sentimiento de resignación. No hubiese podido decir cuál de las dos cifras provocaba impaciencia y cuál resignación.

La lancha atracó en un muelle de madera y nos metimos por una senda cuesta arriba, entre la vegetación espesa. Había mariposas alrededor. Después de andar un rato vimos el primer alerce. El guía habló de los 2.500 años y nos informó que sobre otra orilla del lago, una zona donde no se permitía el acceso de turistas, había alerces de mayor antigüedad, que superaban los 3.000 e incluso llegaban a los 4.000 años. Éramos unas veinte personas detenidas en semicírculo a un par de metros del hermoso tronco claro y recto. Mirábamos hacia arriba. A través de las hojas del alerce llovía luz. Me di cuenta de que todos se sentían obligados a bajar la voz.

El guía propuso seguir. Dejé que el grupo se alejara, lo perdí de vista y quedé solo. Me acerqué al alerce y lo toqué. Entonces, la imaginación galopó hacia atrás, hacia el fondo de los 2.500 años. La imaginación partió y regresó trayendo nombres, fechas y geografías. Traté de mirar en ese torbellino, establecí asociaciones, hice cálculos, llegué a conclusiones simples y obvias y que sin embargo me costaba aceptar. Pensé, por ejemplo, que cuando las legiones romanas marchaban y el imperio se expandía, el árbol sobre cuyo tronco ahora yo apoyaba la mano ya estaba ahí. Y estaba cuando en algún lugar de Palestina supuestamente se produjo el nacimiento que marcó el comienzo de una era. Cuando las tres carabelas avistaron las playas del nuevo continente, hacía dos mil años que el árbol estaba. Mientras el mundo cambiaba, evolucionaba o se desangraba, el alerce siguió estando, creciendo en el secreto de los bosques y los lagos.

Y estaba ahí ahora. No era una roca, no era un monumento. Era algo vivo. Había recibido el sol, el agua, el viento de veinticinco siglos. Y yo, que medía mi tiempo en horas, en minutos, y había llegado a ese rincón del mundo en el día de uno de mis cumpleaños, podía tocarlo. Me dije: estoy frente a algo extraordinario, tal vez me ocurra algo extraordinario. Apoyé la otra mano y también la frente contra el tronco, y esperé. Primero llegó el silencio. Un bautismo de silencio. Luego sobrevino una calmada euforia en la que se fue disolviendo toda dureza y toda tensión. Y después sólo hubo humildad y respeto ante el gran árbol.


-De "El padre y otras historias".











ALMENDROS



Sentado en el vagón de un tren que cruza la isla de Mallorca, el hombre recuerda el llamado de su hija hace nueve meses cuando le anunció que estaba embarazada, y aquella frase: “Esto no significa que vaya a dejar de ser tu nena, ¿verdad?”. El fruto maduró y el nacimiento se produjo. Ocurrió esta misma mañana, a las 8.43. El hombre había viajado desde Buenos Aires para pasar junto a su hija la última etapa del embarazo. Ahora se dirige a Manacor, ciudad del interior de la isla, al hospital donde ella trabaja como instrumentista y donde eligió que naciera su bebé. Lo decidió así porque, si bien vive en Palma, quiso ser atendida por los médicos que conoce. La frente apoyada contra el vidrio de la ventanilla, el hombre mira el girar lento del paisaje y habla a media voz en el traqueteo del tren. Le habla al recién nacido. Lo llama por su nombre: Nahuel. “Nahuel —murmura—, creo conocer algo del alimento que nutrirá tus años futuros.” Lo que ve desfilar son tierras cultivadas, montañas al fondo contra el cielo lavado, manchas claras de pueblos con sus campanarios, molinos de viento, olivares trepando las laderas, plantaciones de almendros a ambos costados de las vías. Y son fundamentalmente los almendros los que le aportan esa posibilidad de conocimiento que se atribuye, la progresiva revelación que él llama, a falta de mejor definición, algo del alimento de días y años futuros. Es la voz de los almendros la que se instala allá en los tiempos por venir. Estos almendros en su actitud de espera durante el letargo de los meses de invierno. La pujanza que el hombre presiente bajo la corteza de los troncos y las ramas, la concentración de fuerza trabajando y preparándose para la gran explosión primaveral. Es esa presencia sobre los campos la que llena esta nueva mañana del mundo. Nueva para el hombre, primera para el recién nacido.
De tanto en tanto el tren se detiene en estaciones semivacías y vuelve a partir en un arranque silencioso. El hombre habla, reconstruye los acontecimientos de las últimas horas: “Tu padre me llamó minutos después de tu primer berrido. ‘Nació el chaval’, me dijo. Me contó pormenores del nacimiento. Me los contó aparentando calma, pero estaba excitado, le faltaban palabras, le faltaba tiempo. Habían pasado a tu madre a la sala de partos y preveían una espera de un par de horas hasta que se produjera la dilatación adecuada. Pero tus ritmos cardíacos se alteraban y resultó evidente que tenías el cordón enroscado en el cuello y que al esforzarte para salir te estrangulabas. Así que decidieron intervenir sin perder tiempo, apurar, sacarte, evitar el peligro. Lograron desenroscar el cordón de tu cuello. La dilatación todavía no era suficiente, sólo alcanzaba los siete centímetros. Lo normal hubiesen sido diez. Pero había que seguir. Y ya era tarde para una cesárea, estabas demasiado encajado, demasiado abajo. Por lo tanto debías pasar por esos siete centímetros. Eran dos médicas las que estaban atendiendo a tu madre. Recurrieron a la ventosa, la aplicaron adentro, en tu cabeza. Mientras una chupaba y tiraba, la otra se montó sobre la panza y empezó a empujar desde arriba hacia abajo y poco a poco allá fuiste abriéndote paso. Tu padre mientras tanto la estaba pasando mal. Se encontraba en una habitación contigua y podía presenciar los detalles de lo que ocurría a través de un vidrio, aunque no oía nada. Todo le parecía muy violento, muy brutal. Lo que veía además no era sólo a las dos médicas trabajando, sino de pronto una cantidad de mujeres de blanco que aparecían desde alguna parte. Estaba asustado y se decía: ‘Algo grave está sucediendo’. Lo que no sabía era que, al enterarse de la inminencia del nacimiento y de la situación de apuro, habían acudido las compañeras de trabajo de tu madre, querían estar presentes y además colaborar en lo que pudieran. Para tu padre aquel revuelo sólo significaba una cosa: señal de alarma. Una de las mujeres entreabrió la puerta, se asomó y le dijo: ‘Tranquilo, no vamos a dejar que le suceda nada malo’. Y tu padre se preocupó aun más porque pensó: ‘Entonces algo está pasando, si me dice eso es porque algo está pasando’. Y su nerviosismo crecía y seguía pegado al vidrio tratando de adivinar, sin entender nada. Luego, cuando por fin asomaste la cabeza, lo llamaron, lo hicieron entrar y presenció de cerca el resto del alumbramiento. Así fue. Ahora ya estabas en una habitación con tu madre. Una habitación compartida con otra madre de una recién nacida”.
Una nueva parada, el arranque suave, la marcha. El hombre continúa con su monólogo. Pese a las imágenes que se ha ido formando del recién nacido después del relato del padre, pese a que lo llama por su nombre, siente que en realidad le está hablando a su hija, y que es a través de ella que sus palabras encuentran el camino para alcanzar al destinatario, como si el niño aún permaneciese dentro de la panza. Recién cuando llegue al hospital, y lo vea en los brazos de la madre, que quizá lo esté amamantando, podrá decirse: ahí lo tenemos, ya es alguien independiente, hasta hace unas horas existía como parte integrada de otro cuerpo y ahora se ha escindido, respira su propio aire, comienza su aventura, su pena de vivir y su gloria de vivir, su libertad y su carga.
La habitación es la número 231, segundo piso, lo anotó en su libreta. El hombre habla: “Los padres de tu compañera de habitación son africanos. Una pareja de los tantos inmigrantes que andan por acá. Africanos, asiáticos, latinoamericanos. Gente que emigra. Gente de todas las latitudes que como ha ocurrido siempre huye del hambre, de las guerras, de las dictaduras. Razas desbandadas por el mundo. También parte de tus orígenes provienen de esa clase de dispersiones. No por el lado de tu padre, que nació en esta isla. Una de tus raíces está fuertemente hundida en esta tierra donde florecen los almendros. Pero hay otros componentes con los que está amasada tu carne y ésos vienen de lejos. Tu madre lleva en las venas sangre italiana, del sur y del norte. Del sur, por línea materna, del norte por la paterna. Hombres y mujeres que abordaron un barco y enfrentaron la incertidumbre de las partidas definitivas y más tarde el desarraigo. El que hoy viaja en este tren, el padre de tu madre, yo, viene de un pueblo al pie de los Alpes. Emigrante niño, fue trasplantado a la edad de doce años a la vastedad de la pampa argentina. Tu madre nació en la ciudad de Buenos Aires, allá se crió y se formó y un día, como tantos jóvenes de su generación, decidió partir y tentar la aventura de una nueva vida. También ella cruzó el océano, esta vez en sentido inverso y, por elección o porque el azar así lo quiso, optó por esta isla. Derivó hacia esta isla para que vos nacieras. Orígenes, cruces de caminos, coincidencias, encuentros. Cada uno de nosotros ha venido de tantas partes, de tantas cosas. Somos uno y la suma de muchos. Y en esta suerte de balance no puedo dejar de señalar tu nombre: Nahuel. Un nombre que nada tiene que ver con los Alpes ni con la isla de tu padre ni con la pampa ni con la ciudad de tu madre, y sí con el pueblo mapuche que habitó el remoto sur patagónico antes de la llegada de los conquistadores exterminadores, una tierra sin límites donde el viento es señor y que un día querrás conocer y conocerás. De allá viene esa marca que te identifica y de la que deberás hacerte cargo. Te preguntarán sin duda qué significa ese nombre y habrá mucho para contar si te da la gana. También estás hecho de eso”.
El tren avanza. Los almendros lo acompañan siempre. El sol que da en el vidrio obliga al hombre a entrecerrar los ojos y le provoca una sensación de ensueño. Habla desde ese ensueño: “Soy alguien en tránsito que va a tu encuentro. En estos momentos estoy despojado de todo, salvo de esta expectativa de conocerte. Mi cabeza ya casi no alberga pensamientos. Si algo percibo todavía es el peso de mi cuerpo abandonado sobre el asiento de un tren en marcha. Me agrada sumergirme en este paréntesis de vacío. No es algo nuevo, reconozco este estado de cosas. Lo he vivido en cada hecho importante de mi vida. El viaje de hoy no empieza en este tren. Es un largo viaje. Me parece como si hubiese transitado por los trenes de las vías férreas de medio mundo, remontando tramo tras tramo, jornada tras jornada, para llegar hasta acá. Y en cada etapa, antes de cada decisión, antes de cada salto en el vacío, de cada enfrentamiento fundamental, sobrevino, igual que ahora, esta pausa de inercia y concentración, este recogimiento, esta suerte de suspenso donde soy sólo estupor y silencio. Si entreabro los ojos sigo viendo los almendros deslizándose en ese gran silencio. Sé, como lo he sabido en cada oportunidad, que allá en el fondo de esta aparente deserción del cuerpo y de la mente, agazapado en el sopor, algo sigue trabajando. Siempre algo fermenta detrás del silencio. Lo percibo como una vieja exigencia que me ha acompañado desde el comienzo, una forma de empecinamiento que no espera respuestas, que sólo pretende mantenerse activo, una obstinación en estado puro. Tampoco hoy habrá respuestas. Al menos no las habrá en términos de ideas. Las ideas quedan descartadas de este pequeño universo en el que acabo de enquistarme. Lo que hay, lo que habrá, son hechos concretos. El nacimiento de esta mañana a las 8.43 es un hecho concreto. Hoy es eso lo que se impone, lo que manda. Hoy también yo nazco un poco. Uno más de los tibios nacimientos que soy capaz de permitirme todavía. También vos, en tu futuro, tendrás otros nacimientos. Y sabrás que siempre es complicado nacer. Lo aprenderás una y otra vez a lo largo de tu historia”.
Una nueva parada y otra vez la marcha. Ya apenas faltan dos estaciones. El paréntesis se acaba, pero aún queda algo de tiempo. Afuera el paisaje sigue igual. Los tiernos colores invernales unifican cada cosa. El hombre habla: “Más allá de las montañas y los campos está el mar que ahora no se ve pero cuya presencia se siente. Son todas imágenes amables. Y sin embargo este mundo al que viniste no te aguarda con buenas noticias. La que nos precede, la que te precede, es una larga historia de atrocidades, de crímenes, de violencia. Una historia donde cada atisbo de piedad parece haber perdido la batalla. Desde siempre ha sido así. No le bastarán a la humanidad los siglos de su existencia futura para compensar, para saldar tanto dolor. Y pese a todo, en la luminosidad de este día, creo percibir un aleteo de difusa esperanza. Apelo a la única herramienta de que dispongo, la palabra. Arriesgo una frase: tu venida al mundo se opone a la irracionalidad del mundo. Y vuelvo a los almendros. También los almendros se oponen, también desmienten, también se resisten. Renacerán de su sueño y florecerán en poco tiempo, como lo han hecho cada año. E igual que cada año los campos se cubrirán con el blanco de las flores y serán una vez más ‘la última nevada’, como la llaman acá. La vida insiste. A esto quiero llegar. Puede sonar pueril ver en los almendros una señal de resistencia contra los tropiezos que te aguardan en los años por venir. Y sin embargo me obstino en creerlo así. Me basta mirar mi propia historia para saber que son justamente ciertas imágenes primeras las que nos ayudan a salvarnos. Imágenes aparentemente borradas, aparentemente perdidas, pero que persisten, arraigadas en el fondo de la memoria. Esas que desfilan rápidas ante mis ojos, las de los almendros en flor que pronto enriquecerán la llanura y los valles, son las que frecuentarás e incorporarás, y perdurarán en vos, en alguna parte de vos, intocadas, concentradas en su poder, dispuestas para resurgir y ayudarte a elegir el camino cuando haga falta. No el camino menos doloroso, pero probablemente el más limpio, el más cercano a una forma de dignidad. Y sé que al reencontrarlas recuperarás, cada vez, como recuperé yo, calma y sostén, también algo de la inocencia perdida, y fidelidad por esos principios sin nombre que siento vivir bajo el cielo de esta mañana soleada. Ahora sí estamos cerca, el tren acaba de entrar en la estación de Manacor.


-De El padre y otras historias.












Alturas



Mi abuelo paterno Antonio, llamado Toni Furbo, era hombre de montaña, había nacido en una aldea de 20 casas y ahí vivió toda su vida. Iba a visitarlo en las vacaciones de verano y con el tiempo llegué a pensar que la montaña y él eran una misma cosa. Me contaban que a veces, sobre todo cuando era más joven, preparaba su mochila y desaparecía unos cuantos días, subía hacia las cimas, iba desplazándose sobre el filo de los cerros y por las noches prendía fogatas para que la gente de la aldea pudiera decir: “Allá está”.

En esas visitas de los veranos me llevaba con él a recorrer otras aldeas donde realizaba sus negocitos prohibidos por la ley. Tomábamos senderos escarpados y subíamos a buen paso, pero mi abuelo nunca seguía la senda, en algún momentos se apartaba y elegía atajos complicados, donde era necesario trepar por laderas rocosas y al llegar arriba nos sentábamos y nos quedábamos en silencio mirando abajo los valles, algún carro en un camino, grupos de casas, un arroyo, el desplazarse de un trencito.

Yo también había nacido y crecido entre montañas, y me gustaba andar por los bosques y las cuestas, y buscaba las cimas y pasaba el tiempo allá arriba y cuando volvía contaba a quien quisiera escucharme lo que había visto en el oro de los horizontes y sentía que ese amor por las alturas me había venido de mi abuelo, que yo era su heredero. Entonces me preguntaba de quien sería heredero Toni Furbo.

Después pasó el tiempo, mi abuelo murió y mi familia emigró a la Argentina, y en la pampa, en el pueblo de Salto, llanura y llanura, lo que yo más extrañaba era la presencia de las montañas. A los 17 años me vine a ver cómo era la gran ciudad y acá reemplazaba mi nostalgia subiéndome a lo que pudiera. Con el tiempo me hice de algunos amigos y a veces me invitaban a un asado y si las casas tenían jardín y algún árbol al poco rato yo ya estaba entre las ramas y les hablaba a los demás desde mi lugar de privilegio y los obligaba a girar las cabezas hacia arriba y alguien se las ingeniaba para alcanzarme un vaso de vino. Si no había árboles me encaramaba a los tejados. La cuestión era un poco de altura.

Cuando a los veinte años hice un viaje al sur, a Bariloche, de mochilero, y vi los primeros cerros a través de la ventanilla del tren me volví un loco. “Montañas, montañas”, le gritaba a mi compañero, y empecé a correr ida y vuelta por el vagón y después salí al aire libre para gozar mejor del espectáculo y ver cómo las cimas poco a poco se acercaban y era un muchacho feliz.

Mi hijo Marcos, con su esposa Patricia, tuvieron tres hijos, Maxi, Lucas y Julieta, pero sólo el del medio, Lucas, resultó de la estirpe de los que buscan la altura. Lo veía, cuando chico, correr por encima de los tapiales, saltar, trepar donde pudiera, lanzarse y quedar colgado de una rama y después, lo mismo que yo, subir y quedarse sentado allá arriba, lejos de todos, por encima de todos. Otros sólo verían en eso un juego de chicos, pero yo reconocía que él también era un heredero y, destinado a la llanura, ésa era su forma de expresar su nostalgia de altura.

Mi hija Daniela, que ahora vive en Palma de Mallorca, tuvo dos hijos, Nahuel y Olivia. Olivia, con su actual marido Jorge. La nena todavía no cumplió los dos años. Daniela me cuenta que Olivia es rápida, escurridiza, y hay que tener cuidado, de pronto desaparece y está en alguna habitación donde vio la posibilidad de treparse a algo. Esté donde esté nada la atrae tanto como el desafío de escalar. Recibo fotos, algún video, y la veo, lanzada hacia su objetivo, los bracitos arriba, una rodilla, una piernita, otra piernita, obstinada en llegar hacia ese punto sobre su cabeza y del que no separa la vista, supongo que sin saber todavía por qué se empeña, aunque quizá sí lo sepa. “Ahí está otra de los nuestros, otra nostálgica de lo alto”, me digo.

Recuerdo, pienso, miro, me remonto a Toni Furbo, a sus andanzas solitarias por las cimas, a las fogatas nocturnas, y me siento orgulloso de pertenecer a la pequeña lista de integrantes de esta especie de logia secreta desparramada por el mundo, integrantes con almas, con corazones de cabras.

















Conversación




Es agradable recorrer el pueblo vacío en la hora anónima de la siesta, llegar hasta la ruta y seguir pedaleando parejo como quien tiene un destino preciso. No hay tránsito en esta ruta, a los costados sólo campo y campo, y la luz se devora todo. Nace una figura allá adelante, desdibujada primero, más precisa después: otro ciclista. Avanza y se detiene cuando estamos a punto de cruzarnos, me detengo también, hay un saludo y hablamos un poco, cada cual sobre su bicicleta, un pie en el suelo y otro en el pedal.
-Es raro encontrar a alguien pedaleando en este camino- dice el desconocido.
-Es cierto, hace rato que vengo andando y no he visto a nadie- digo.
-¿Sale seguido a pedalear?
- No muy seguido, casi nunca en realidad.
-Los primeros quince minutos son los más duros, después la bicicleta va sola.
-Entonces hace por lo menos sesenta minutos que estoy en los primeros quince minutos.
-¿Se dirige a alguna parte en especial?
-Solamente pedaleo.
-Eso es bueno. Pedaleando se descubren cosas. Uno llega silenciosamente y toma las cosas por sorpresa.
-Algo de eso percibí.
-No quisiera parecer pretencioso, pero andar por la ruta en bicicleta es una forma de sorprender el mundo.
-Es una buena definición.
-¿Cómo describiría todo esto?
-Es muy grande y hay mucha quietud.
-¿Le gusta la palabra quietud?
-Me gustan todas las palabras.
-¿Vio muchas cosas pedaleando?
-Vi insectos. Vi nubes de mariposas amarillas y negras, y también una blanca, voló delante de mi bicicleta durante un trecho largo y era como si me guiara. También vi una mariposa muerta sobre el asfalto. Evité pisarla con la rueda.
-¿Qué más vio?
-Vi un animalito bastante grande parado al borde del camino. Yo avanzaba hacia él y el animal no se movía. Me esperó hasta que estuve bien cerca, a un par de metros, recién entonces me miró y se fue.
-¿Dice que lo esperó? ¿Está seguro que lo esperó?
-Me dio toda la impresión.
-A esta hora hay mucho silencio, pero si uno presta atención también hay muchos sonidos.
-Tiene razón, hay muchos sonidos en el silencio.
-Al principio son difíciles de captar, uno ni se da cuenta, hasta que empieza a detectarlos y entonces es como un tejido uniforme de sonidos rodeándolo, sonidos lejanos y tenues, son miles.
-Hay pájaros.
-Cantidades de pájaros, una red de trinos en sordina.
-Me pregunto si no serán todos esos sonidos los que hacen el silencio.
-Es la luz la que hace el silencio. Los pájaros se esconden en la luz. La luz esconde todo.
-Empiezo a darme cuenta.
-También hay voces en el silencio, susurros. Dicen que es el lenguaje de las almas de los muertos.
-No sabría identificarlas. Nunca me tocó escuchar las voces de las almas de los muertos.
-Debería prestar atención.
-A veces pasa un coche y el silencio se rompe.
-Cuando el coche pasa junto a uno es como un chocar de agua y después es como un agua que se aleja. También el coche sirve para evidenciar el silencio y los sonidos que se esconden en el silencio.
-Cuando la ruta cruza a través de una arboleda todo cambia.
-Meterse entre árboles es igual que zambullirse en la frescura de un arroyo y buscar el fondo. Hay otros sonidos y otro silencio.
-Venía pensando en esas experiencias, pero todavía no había conseguido ponerles palabras. ¿Usted va a alguna parte en especial?
-¿Ve aquella masa de árboles azules que tienen forma de ballena?
-La veo.
-Me propongo llegar hasta ahí.
-¿Y después?
-Después elijo otra meta. Y después otra. Y sigo.
-¿Hasta cuándo?
-La ruta no se acaba nunca.
Nos despedimos y cada uno se va por su lado. Cuando encaro por la ruta vacía y vibrante de luz elijo también yo mi próxima meta: un árbol solitario, muy lejos, muy alto, muy fino, y con la cima curvada como un anzuelo o un signo de interrogación.


-Fuente: contratapa de Página/12.












Pájaro



Mirando a través de la ventana de mi departamento veo un pájaro cruzando el cielo de la ciudad. Entonces acude el recuerdo impreciso de cierta vez en que yo también anduve por el aire y creí sentir cómo era ser pájaro. Sé que en aquella experiencia hubo también un dolor. Un dolor pequeño, como el pinchazo de una aguja o de una espina. Aunque no consigo saber con exactitud qué oculta esa sombra todavía desdibujada en la memoria. No puedo precisar cuándo fue, dónde fue. Continúo en la ventana, otro pájaro pasa por encima de los edificios. Y otro más. Y yo sigo sin lograr recuperar. Después, poco a poco, la bruma que oculta los detalles del recuerdo se diluye y entonces puedo comenzar a ver. Había llegado a una pequeña ciudad, lejos, y después de andar arriba y abajo por sus calles empedradas tomé el funicular que iba desde la base a la cumbre del cerro. Estaba parado dentro de un canasto metálico, la baranda me llegaba a la cintura y era como estar en un balcón circular suspendido sobre el mundo. Me desplazaba hacia la cima y a los pies del cerro iban quedando los techos rojos apiñados y más allá había un valle con un largo camino recto y algunos autos que lo recorrían como hormigas.
Debajo de mí desfilaba la pendiente abrupta, rocas, arbustos y árboles.
También pasó una capilla, perdida en el bosque, con su campana y las tejas del techo destrozadas. Entonces fue cuando pensé en aquello de ser pájaro.
Deslizarse en silencio por el aire, solo, sereno, apenas unos metros por encima de las copas de los árboles, indagando, descubriendo algunos nidos ocultos entre las últimas ramas. Así, me dije, era como se verían siempre las cosas si uno fuera pájaro. Seguía subiendo y me sentía bien. Cada vez más alto. Permanecía atento, disfrutaba, registraba, absorbía, devoraba, era todo ojos y sensibilidad alerta. El trayecto hasta la cumbre era largo, tenía tiempo por delante. De todos modos, junto con el placer, no podía evitar que que me acompañara la sombra y la pena anticipada de saber que a medida que seguía elevándome, también me acercaba al final del recorrido.
Entonces algo vino en mi ayuda. Ocurrió un milagro. Hubo un desperfecto o un corte de energía, vaya a saber. Lo cierto fue que la maquinaria que me transportaba por el aire y me convertía momentáneamente en pájaro se detuvo.
Me di vuelta hacia la cima y vi la doble hilera de canastos detenidos, los que iban y los que venían, y en uno de ellos una figura. Estaba lejos, aunque podía adivinar que se trataba de una mujer. Éramos los únicos pasajeros. Los canastos oscilaban un poco por el viento. Yo la miraba y me parecía que ella también me miraba. Estuve a punto de levantar una mano para saludarla, pero no lo hice. Permanecimos así, solos allá arriba, ella, yo y el sol, en el silencio de la montaña.
Al cabo de un buen rato, sorpresivamente, sin que nada lo anunciara, comenzamos a movernos. Nos fuimos acercando y cuando su imagen se definió y la tuve frente a mí, vi que era la criatura más hermosa con que me había cruzado nunca. Vi también que sus ojos, que efectivamente no cesaban de mirarme, estaban llenos de promesas. Y después, mientras yo seguía hacia la cima y ella bajaba hacia el valle y su cara se borraba para siempre en la gran luz de la tarde, supe que estaba súbitamente enamorado y que en mi vuelo inaugural como pájaro, la vida acababa de herirme con un desconcierto nuevo.


-Fuente: contratapa de Página/12.
















Mujer en el Balcón



Asomándose a la ventana, hacia la izquierda, más allá de cables y ramas, el hombre alcanza a divisar el balcón de una vieja construcción de tres pisos, tal vez un hotel de cuarta categoría, tal vez una pensión. En el balcón hay macetas y ropa tendida. A veces, a través de la puerta que da al interior, en la penumbra de la habitación, se adivina el temblor de una llama: un calentador, la hornalla de una cocina. Todos los días, hacia el atardecer, aproximadamente a la misma hora, en el balcón aparece una muchacha embarazada. Mira el cielo y la ciudad como si acabara de descubrirlos. Es muy flaca, morena, de cara aindiada. Debe andar por los nueve meses de embarazo y se desplaza trabajosamente de un lado al otro, lenta, cuidadosa, la espalda echada hacia atrás, contrarrestando el peso de su gran panza. Recorre el balcón de un extremo al otro igual que si estuviera inventariando una vasta propiedad. Con la mano derecha roza la ropa tendida, las plantas de las macetas, el parapeto del balcón. Esta ceremonia, este reconocimiento o saludo diarios, le llevan largos minutos. Después la muchacha desaparece en la habitación y regresa arrastrando una silla. Entonces se sienta. El hombre sabe que ya no se moverá y permanecerá ahí, la vista fija, las manos abandonadas sobre el regazo, hasta que se haya hecho de noche. En algún momento comenzará a hablar sola. Al hombre le gusta imaginarse el largo discurso de la muchacha. Le pone palabras, inflexiones, fantasías, proyectos. Deja la ventana y vuelve a sus cosas. De tanto en tanto se acuerda, se asoma y comprueba que ella sigue allá, hablando y hablando. Es placentero espiarla discurrir con el aire. Es como usurpar un secreto, como cometer un robo. Alrededor, la ciudad hierve de calor, de motores y bocinas. La muchacha habla. A veces, una de sus manos vence la inercia, se eleva y dibuja en el aire un gesto breve y definitorio. Se iluminan algunas ventanas. La calle se tranquiliza. Ella sigue sentada en la oscuridad. Seguramente hablando. Por fin alguien llega: el compañero de la muchacha embarazada. Se saludan, entran, encienden la luz. Eso es todo. Esa es la historia de cada día.Esta tarde ocurre algo. Desde un techo, desde una rama, aleteando torpemente, cae un pájaro y aterriza en el balcón. El hombre piensa que se trata de un pichón en su primer intento de vuelo. Después se dice que quizá no sea época de pichones. Lo cierto es que ahora en el balcón se encuentran la muchacha embarazada y el pájaro que acaba de caer. Igualmente asombrados, igualmente torpes. La muchacha levanta el pájaro, desaparece y vuelve con un vaso de agua y un pan. Se sienta. Mete un dedo en el agua y colocándolo sobre el pájaro intenta dejarle caer algunas gotas en el pico. Después le ofrece migas de pan. Finalmente apoya el pájaro sobre su vientre prominente y maduro, y lo acaricia. Y comienza a hablar. El hombre, desde su ventana permanece atento. Comienza a oscurecer. La figura se desdibuja y es como si llegara de otras épocas, de días lejanos en el pasado, de días por venir: una muchacha intemporal acariciando un pichón de pájaro o un pájaro herido o un pájaro distraído. Hay rubores en el aire cálido de la ciudad. A la memoria del hombre que espía acuden, sin buscarlos, los versos de viejo poeta peninsular (a los que, hace muchos años, el trovador oriental Taco Muñoz le pusiera música). Los recita mentalmente mientras observa el pausado y mecánico movimiento de la mano de la muchacha que acaricia el pájaro: “La dulzura/ el aire duro de esta nueva primavera/ tu presencia que ronda mi vida como un soplo/ ahora que en vos/ inocente/ inexorable como el destino de los mundos/ alienta subterránea/ la vida”. La última luz del día envuelve el balcón, luz lenta, dulce, silenciosa, luz que indudablemente conoce su camino, luz todavía suficiente para revelar y homenajear, luz que busca a la muchacha, la acaricia y la viste con el ropaje más adecuado. Y pasan los minutos. Y se hace noche. Y después llega el compañero de la mujer que espera un hijo y habla sola.


-De “Gente del Bajo”















CAPERUCITA ROJA



Existen muchas versiones de Caperucita Roja dando vueltas por el mundo. También a mí me contaban una cuando era chico. Me la contaba mi abuela. La Caperucita de mi niñez tenía más o menos el aspecto de tantas otras, pero con una particularidad: bajo la ropa llevaba siempre un cuchillito bien afilado. Y no era fácil engañarla con el viejo truco del lobo disfrazado de abuela. En realidad nadie lo logró jamás. Con esta Caperucita los lobos no tenían ninguna chance. Ella, a los lobos, los detectaba a distancia. Los olfateaba. Había aprendido docenas de maneras para eludirlos y enfrentarlos. Y si en algún momento se veía realmente en apuros, sacaba a relucir la hoja plateada de su pequeño puñal de acero sueco bien templado y con un movimiento rápido (y generalmente también elegante) hería justo ahí abajo en el lugar donde más duele. Después se disculpaba porque era una niña bien educada y retrocedía unos quince o veinte pasos antes de pegar media vuelta, marcharse y perderse entre las flores, los arbustos y los árboles del bosque. Esto de retroceder nunca se supo si lo hacía para disfrutar un poco del dolor de su víctima o simplemente para no darle la espalda demasiado rápido y correr el riesgo de un contraataque.

La cuestión es que a esta altura ya no quedaba lobo feroz que no llevara en el cuerpo, en el corazón y en la memoria la marca de por lo menos una herida. Pero aquéllos eran lobos obstinados, no se resignaban, se la pasaban inventando estrategias para sorprenderla y mantenían reuniones y organizaban convenciones y discutían largo sobre el tema. Y por supuesto la historia se repetía y los lobos siempre terminaban pasándola mal y luciendo un nuevo tajo ahí donde suelen verse brillar las estrellas de mayor tamaño. Y mientras el bosque se estremecía largamente por algún nuevo aullido de dolor, Caperucita seguía saltando de acá para allá y recogía fresas y otras frutas silvestres y cantaba una cancioncilla cuya letra variaba cada vez aunque se apoyaba en el mismo pegadizo estribillo:

Soy la bonita Caperucita del bosquecito
y tengan cuidado con el tajito de mi cuchillito.

En cuanto al resto de los animales, no eran ni amigos ni enemigos de Caperucita, digamos que la respetaban, y cuando la veían venir brincando con su pollera corta que siempre se le subía y dejaba a la vista los cachetes rosados de sus nalguitas, solían decir:

-Ahí viene la nenita del traserito caliente, más vale alejarse antes de que nos tiente.

Y así estaban las cosas en el bosque, que después de todo no era un lugar tan malo para vivir. Ésa es la versión que me contaba mi abuela.



-De "Señores más señoras".












Cosas menores



Tal como me la contaron, así la cuento. Ni una palabra menos, ni una palabra más. Se llamaba Eusebio o Pandolfi o Schab o vaya a saber. Y esto carece de importancia porque con el tiempo todo el mundo lo identificó como el hombre del paquete.
En algún momento, hacía años, muchos, nadie podría precisar cuando, el tipo empezó a circular con un paquete. No muy grande, tal vez del tamaño de una caja de zapatos. Un paquete envuelto en papel de diario o pael madera y atado con piolín. Un paquete. Ese fue el arranque.
Al principio nadie reparó en el detalle, no había razón para hacerlo, pero después de meses, tal vez más que meses, aquel Eusebio o Pandolfi o Schab se convirtió inevitablemente en el hombre del paquete. Lo llevaba bajo el brazo o, cuando circulaba en bicicleta, apresado en el resorte del portaequipaje. Si dejaba la bicicleta volvía a meterse el paquete bajo el brazo. Jamás lo abandonaba.
Y así fue como se acostumbraron a verlo y a identificarlo, a reconocerlo y en cierto modo a aceptarlo: el tipo y su envoltorio, ligados, una misma cosa, inseparables, como la imagen mental de un camello es inseparable de sus jorobas o la de un elefante de su trompa.
Aquel fulano no poseía muchas cosas: un rincón techado para cobijarse, la bicicleta, suficiente habilidad como para procurarse el alimento diario, y el paquete. Más de cuatro -es lógico- se habrán preguntado qué ocultaría el misterioso bulto. Y hubo alguien que una mañana, justo en la esquina de la plaza que da al banco, concretamente le gritó:
-Che, fulano, ¿qué tenés en el paquete? ¿Llevás tu almita en pena escondida en el paquete?
No era una ocurrencia excesivamente original, pero de todos modos prosperó, y así como hasta ese momento se había aceptado con naturalidad la figura del tipo indivisible de su paquete, ahora también se impuso, alegremente, la costumbre de asegurar que llevaba su alma envuelta bajo el brazo. Cosas que pasan, cosas menores, tibios adornos navideños para el largo tedio de los días.
Y siguió la vida y todo muy tranquilo y cada cual con sus asuntos. Hasta que un anochecer de frío o de calor, alguien, un grupito, seguramente reunido alrededor de una mesa de confitería, resolvió que acababa de sonar la hora de averiguar el contenido del famoso paquete.
No fue empresa difícil acorralar al tipo, despojarlo, romper el piolín, desgarrar el papel y develar el enigma. Adentro no había gran cosa: un zapato viejo, un frasco vacío, un cepillo sin pelos. Quizá algunos objetos inútiles más.
(Ahí están, desnudos, abandonados sobre la vereda, recibiendo la mezquina bendición del farol de la esquina.)
Y así, en una calle cualquiera, en un par de minutos, contra una pared de ladrillos, sucumbió el humilde mito provinciano y el hombre del paquete se quedó sin su paquete y quizá sin su alma.
Después, empujando la bicicleta, regresó a su porción de techo, ahora convertido en el señor nadie, o simplemente en Eusebio o Pandolfi o Schab, definitivamente despojado de su única riqueza, esa pequeña cuota de misterio conservada y alimentada durante años, y que le había permitido transitar tal vez con un poco menos de pena por la pálida vida de los hombres, y tener un pálido nombre propio entre los pálidos nombres de los hombres.


-Fuente: contratapa de Página/12.












Encuentro




En un viaje reciente al pueblo donde viví de chico me detuve en una esquina, cerca de la estación de trenes, donde todavía resiste una vieja casa de ladrillos sin revoque y una vez más me vino a la cabeza el nombre de Borges. En aquella época de mi adolescencia la casa era un almacén que funcionaba también como boliche y seguramente tenía unas piezas al fondo donde los paisanos podían alquilar una cama. Ahí, una tarde, mientras pasaba en mi bicicleta de reparto, vi salir a dos hombres y detenerse bajo el sol y sacar sus cuchillos.
Yo acababa de llegar al pueblo desde otro continente. Había cruzado el océano en un barco de emigrantes y en nuestros bultos, entre las escasas pertenencias, había algunos libros de Emilio Salgari. Me pertenecían y habían llenado mi infancia de aventuras. durante la travesía, yo sentía que esas aventuras comenzaban a perfilarse como posibles y parado en la proa del barco soñaba con una América mítica y confusa donde se mezclaban los indios sioux, el México legendario, el Amazonas y los Andes. Es probable que, cuando llegamos, aquél pueblo chato me desilusionara un poco. Lo que descubrí fueron silenciosos hombres de a caballo y que llevaban cuchillos en la cintura. El cuchillo era una herramienta de trabajo para los hombres de campo, pero también servía para dirimir oscuras reyertas en cualquier calle de las orillas del pueblo. Supe de muchas peleas y algunas habían alcanzado estatura de leyenda.  Y aquella tarde vi mi propia pelea. Tal vez sentí que la aventura había llegado por fin a buscarme. También es posible que aquel enfrentamiento bajo el sol me haya parecido una ceremonia triste. En esos días apenas masticaba algunas palabras del nuevo idioma y hacía mi aprendizaje recorriendo las páginas de revistas viejas. Sé que una de las primeras historias que pude leer entera -o tal vez fue una de las primeras que me impresionó- trataba de dos hombres que se enfrentaban a cuchillo. El autor se llamaba Borges. Aquello que había visto meses antes en una esquina volvía a encontrarlo en las páginas de una revista o de un libro. Este acercamiento doble, mi experiencia por un lado y las palabras escritas por otro, ahora asociados, abrían una perspectiva nueva, le conferían al hecho una importancia que yo todavía no hubiese podido definir, pero cuya magia comenzaba a seducirme. Tal vez descubrí ahí, sin saberlo, la fascinante alquimia del traspaso de la realidad a la ficción, la realidad rescatada y perpetuada en la literatura. Después, mucho después, accedería a los libros de Borges y volvería a enfrentarme con otros rituales donde la violencia y un par de hojas afiladas eran los principales protagonistas. Y tal vez pude especular, igual que otros, con la inútil reflexión de que esa pasión por los cuchillos, que atraviesan tantas de sus páginas, no sea más que la manifestación nostálgica de un hombre condenado al hábito de las ideas; nostalgia por un mundo donde lo que importa es el riesgo y el coraje físico. Descubriría también que las historias de Borges no estaban hechas sólo de puñales y hombres que los esgrimían. Su literatura era mucho más que eso y me deslumbré con sus juegos, su humor, sus laberintos y su inteligencia. Pero para mí, aquel hallazgo inicial siguió teniendo peso propio. El recuerdo de los dos hombres parados bajo el sol de una calle de mi adolescencia irían acompañados siempre por la fuerte resonancia del nombre de un escritor. Y me remitirían a él tanto o mucho más que las catedrales elaboradas por su prodigiosa fantasía. Estas cosas sentí en mi última visita al pueblo, parado frente a aquella vieja esquina. Volví a pensar que ahí había comenzado efectivamente una aventura y que esa aventura todavía me acompañaba. Pensé también que esa contraposición o esa alianza entre la barbarie del cuchillo y la delicadeza del pensamiento se convirtieron después en una imagen válida para definir la América que descubriría con el pasar del tiempo.

-Fuente: contratapa de Página/12.











Daniel




Había una vez un joven virtuoso y de corazón noble de nombre Daniel. Había tenido grandes maestros en todas las artes, en toda clase de literatura y ciencia. Había superado a sus maestros. Daniel tenía el don de descifrar cualquier visión o sueño.
El pueblo de Daniel fue asediado y luego tomado por un poderoso ejército y el rey enemigo ordenó a sus generales que eligieran a algunos jóvenes pertenecientes a la nobleza para servir en su corte. Debían ser jóvenes inteligentes y apuestos. Daniel estaba entre ellos y sin duda era el más apuesto y brillante de todos.
Cuando marchaba hacia su nuevo destino, mientras sus compañeros se lamentaban por la humillación de la derrota y el cautiverio, Daniel pensaba: "Después de todo, esto que me ocurre es bueno porque tendré oportunidad de servir en la corte del rey más poderoso del mundo y progresar y triunfar gracias a mi capacidad".
Y así fue. Había muchos magos, hechiceros, adivinos y astrólogos en el reino, pero eran tres los de mayor jerarquía y estaban instalados en la corte. Los magos leían la suerte de las batallas en las estrellas, en el vuelo de las aves, desentrañaban el sentido oculto de los sueños, pronosticaban el futuro. Pero muy pronto Daniel demostró que los aventajaba a todos.
Tanto se distinguió con sus cualidades extraordinarias que fue nombrado por el rey en cargos cada vez más importantes. Esto preocupó a los magos, hechiceros, adivinos y astrólogos, especialmente a los tres magos mayores. Que se alarmaron por la presencia de este extraño que amenazaba con desplazarlos de sus lugares de privilegio, y comenzaron a confabular.
Acusaron a Daniel de blasfemar contra los dioses adorados por el rey y contra el rey mismo, aportaron pruebas falsas y testigos falsos.
Daniel fue condenado y arrojado al foso de los leones. El rey mismo selló con su anillo la piedra que tapaba la entrada. Al día siguiente encontraron que Daniel seguía vivo y salió del foso sin un rasguño. Este milagro causó gran asombro general. Nadie podía saber que entre las múltiples virtudes de
Daniel estaba la de ser un inigualable domador de leones.
El rey interpretó el hecho de que saliera ileso de aquel foso como una prueba de la inocencia de Daniel, mandó traer a los que falsamente lo habían acusado y ordenó que se los arrojara a los leones. Y no solamente a ellos sino también a sus familias.
Y Daniel pensó: "Después de todo, esto que me ocurre es bueno porque disminuye el número de mis enemigos y mis competidores".
El rey siempre había sido implacable con los errores de sus magos y cuando sus respuestas no le satisfacían los mandaba ejecutar. Con el transcurrir del tiempo sus visiones y sueños fueron más frecuentes y enigmáticos, hacía comparecer a cualquier mago, hechicero, adivino, astrólogo elegido al azar y si los pronósticos no eran de su agrado, levantaba el dedo índice de la mano derecha y los guardias ya sabían lo que significaba esa señal: foso de leones.
Así que llegó un día en que cierto mago, al ser requerido por el rey para descifrar una de sus visiones nocturnas, antes de ir a verlo visitó en secreto a Daniel para solicitarle ayuda. Enfrentado a Daniel, depositó una bolsa de monedas de oro sobre la mesa y le pidió protección con su magia poderosa.
Daniel se mantuvo en silencio. Miró la bolsa, miró al mago a los ojos y nuevamente la bolsa. El mago creyó comprender que la oferta no era suficiente y depositó una segunda bolsa de monedas de oro sobre la mesa.
Daniel miró las dos bolsas, miró al mago y de nuevo las bolsas. El mago depositó una tercera bolsa. Esta vez Daniel solamente permaneció con la mirada fija en las tres bolsas sin que su rostro denotara expresión alguna.
El mago dedujo que ahora la suma era considerada suficiente, que el trato estaba aceptado, respetuosamente se retiró caminando hacia atrás y fue a enfrentar su compromiso con el rey y fracasó y terminó en el foso de los leones con todos los integrantes de su familia, de donde no regresaron.
Tiempo después fue otro mago el que acudió a Daniel ofreciéndole monedas de oro y piedras preciosas. También terminó en el foso de los leones. Y luego hubo otro y otro y otro más.
Y Daniel pensó: "Después de todo, esto que me está ocurriendo es bueno porque mis riquezas aumentan y el número de mis competidores sigue disminuyendo".
En cuanto a Daniel, cuando su presencia era solicitada, sus interpretaciones siempre satisfacían al monarca. A esta altura había alcanzado el cargo más alto en la corte y vivía en una gran casa con muchos esclavos y hermosas esclavas.
Hasta que llegó el día en que el rey consideró que a un ser tan absolutamente perfecto como Daniel le correspondía un ámbito también absolutamente perfecto, y el único ámbito sobre la Tierra que se le equiparaba en perfección era el desierto. Así que aligeró a Daniel de todos sus bienes y lo envió a las infinitas extensiones de arena.
Y pasaron los años que pudieron ser siglos y en tanta luz y tanto espacio la cabeza de Daniel se fue vaciando de memoria y ya no supo quién era ni de dónde venía y ni siquiera le quedó el recuerdo de su nombre.
Y deambulaba y repetía continuamente su lamento:
"Ay de mí, ay de mí, éste es mi hogar, una llanura sin fin donde se arrastran sin pausa días y noches de silencio. Nada hay acá que no me pertenezca. Nada que suscite mi deseo. Si me desplazo en una u otra dirección, no habré por eso de alejarme de sus confines. Siempre me rodeará un amplio círculo cuyo centro soy yo, único y absoluto señor de este reino estéril y preciso. Hacia todas partes se extienden límites que nunca agotaré, todo amanecer es portador de una jornada que ya he vivido. Cada evidencia de mi poderío no hace sino reafirmar la medida de una esclavitud.
Y sin embargo, una sola mínima alteración, un solo accidente insignificante, serían suficientes para sembrar el desconcierto.
"Entonces nacería una tregua en este orden, existirían también otros centros, otras distancias, el equilibrio se habría roto y el horizonte ya no tendría su perfección inviolable. A veces sueño, creo que sueño. Pero nada conservo de esos sueños. Existe en el despertar una fracción de segundo en que imágenes fugitivas cruzan por mi mente, pero de inmediato se esfuman. Si lograra conservar una, solamente una de esas imágenes, todo cambiaría porque yo tendría un recuerdo. Cuando un nuevo sol asoma solamente mi sombra me hace compañía. Ángel del Señor, dame una mano."














Pensamientos




El boliche, que era nuestro segundo hogar, se esta poniendo cada vez más mustio. Desaparecieron la jarana y el espíritu de camaradería. La malaria general nos sacudió duro y logro que cada uno de nosotros, aislado del resto, pensativo frente a su copa, mastique y digiera sus problemas en soledad.
-Queridos clientes - Nos dice el gallego -, los vengo observando y me parece que llego la hora de que les cuente la historia de la fundación de mi pueblo en Galicia. Los habitantes originales eran gente muy primitiva, hosca, cerrada, no se hablaban entre ellos, cada cual se ocupaba de lo suyo, cada uno en su casa y si algo le pasaba al vecino no se daba por enterado. Era además, hay que decirlo, gente a la que le costaba mucho pensar, tardaban un montón en construir un pensamiento. Eso sí, una vez que conseguían tenerlo armado no se lo derrumbaba ni una bala de cañón. Allá por los comienzos, el único pensamiento al que habían llegado todos, sólido como una roca, era: "Primero yo, segundo yo, después mi familia y nadie más". Imagínese como seria el trato con los de afuera. En general la naturaleza era generosa; las lluvias llegaban puntualmente; la tierra respondía y le daba a cada uno cosechas razonables. Pero según cuenta la historia en algún momento hubo una serie de cataclismos que dejaron a mis antepasados temblando. Primero sequías que quemaban todo, después lluvias que no paraban más y pudrían hasta las piedras. Resulta que un hombre de la aldea se había caído en un pozo en el medio del pueblo y ahí quedo sin poder salir durante días. Todos pasaban al lado y seguían de largo. No es que fueran mala gente, pero darle una mano a un tipo caído en un pozo era un pensamiento que todavía no habían pensado. Hasta que cruzó la aldea un caminante, vio al tipo allá en el fondo, le tiro una soga y lo saco. Los demás se acercaron curiosos y uno preguntó: "Oiga, ¿Por qué hizo eso?". Y el hombre contestó: "Porque si algún día yo me caigo en un pozo me gustaría que alguien me saque". Y siguió su camino. Mis antepasados se quedaron en silencio mirándose unos a otros y después se fueron a sus casas a tratar de pensar. Tuvieron que trabajar mucho con la cabeza. Hasta que un día una mujer le dijo a otra: "Vecina, me di cuenta de que usted se quedo sin harina para hacer pan, a mí todavía me quedan un par de tazas, así que podemos compartirla". Uno de los hombres estaba arreglando su granero que se había quedado sin techo en la tormenta y otro se acerco y le dijo: "¿No quiere que le de una mano?, entre dos es más fácil". Ahí fue cuando todos miraron el puente sobre el arroyo que la correntada había hecho de goma hacia como un año y marcharon a reconstruirlo. Mientras trabajaban se pusieron a considerar las calamidades que habían estado sufriendo y tuvieron una idea todos juntos: "¿Por qué no nos ponemos a trabajar para prevenir las épocas de malaria?". Y bueno, una cosa trajo la otra; cavaron canales para traer agua, levantaron defensas contra inundaciones, construyeron un depósito colectivo para almacenar los cereales. ¿Se acuerdan de la señora de la taza de harina? También ella tuvo otro pensamiento nuevo, ya a esta altura le venían solos los pensamientos, y le dijo a la vecina: "¿Y si en vez de hacer pan cada una por su cuenta nos juntamos y hacemos pan para todos?". Ya les dije que tardaban, pero cuando tenían una idea bien agarrada no se la volteaban ni cincuenta cañonazos. Cómo se podrán imaginar, a partir de ese momento la vida en el pueblo cambio totalmente. Mis ancestros instauraron el día del caído en el pozo, festividad que todavía se celebra con gran pompa y que es una ceremonia lindísima: delante de una estatua que esta en la plaza y representa al caminante que les trajo aquella idea, se hace un pozo bien profundo, uno de los vecinos se tira adentro de cabeza y después entre todos lo ayudan a salir del agujero.



-Fuente: Contratapa de Página/12.












Remolino



Después de dieciséis horas de vuelo, dos trenes, un transbordador, el viajero regresa al pueblo donde nació y del que se fue siendo chico. Se instala en un hotel que en un tiempo fue un convento y de inmediato sale a recorrer. Camina lo que queda de ese día, camina al día siguiente. Pasa por la que había sido su casa, por la escuela, por la cancha de fútbol, por el cementerio. Cruza los puentes sobre los dos ríos que bordean el pueblo, busca sin encontrarla la represa donde iba a nadar. Demasiadas cosas cambiaron, modificadas por la intervención de los hombres o por las traiciones de la memoria. Y aun aquellas que se conservan tal como las había fijado el recuerdo ya no le pertenecen. El viajero camina sin parar, desilusionado y extranjero. En algún momento se pregunta si todavía estará cierto patio empedrado, detrás de una pequeña iglesia, bajando hacia el lago. Ahí se reunía a jugar con los amigos después de la escuela. De ese patio, vaya a saber por qué, conservó la imagen de un ángulo formado por las paredes de dos casas, donde el viento se arremolinaba y arrastraba hojas secas, briznas de pasto, papeles. Recuerda en especial -otra curiosa selección de la memoria- los envoltorios de caramelos. En la mañana del tercer día se mete en una callecita en sombra que viborea entre construcciones antiguas, pasa bajo una arcada y ahí está, frente a él, el patio. Acá no advierte grandes cambios. Sólo le parece que las paredes están más negras y que las puertas y las ventanas alrededor variaron de tamaño. Avanza unos pasos cautelosos y entonces lo ve. En el rincón perdura el remolino. El viento arrastra hojas secas y papeles igual que antes. Después de haber deambulado por el pueblo sin encontrar nada que le permitiera identificarse, nada para abrazar, nada para poder decir "esto es mío, esto soy yo", el viajero acaba de oír una voz familiar llamarlo por su nombre. Cierra los ojos para escucharla mejor, para que no se le pierda. Se abandona. Entonces piensa que desde el momento de su partida, la voz estuvo ahí, viva en el remolino, invocándolo, reiterando día tras día el conjuro para el regreso. Piensa que la voz perduró alimentada por un elemento tan inasible como el viento, se mantuvo gracias a la persistencia y a una forma de fidelidad del viento. Y el reclamo sin duda llegaba hasta él, en su ciudad del otro lado del océano, porque ésa, la del patio empedrado, era una de las imágenes que volvían a la hora de recordar. Al viajero le gusta creer eso. Y permanece parado de cara al rincón, viendo desfilar su vida. Su vida transcurrida en otras partes del mundo, sometida a leyes de otros vientos. Aunque ahora le parece saber que, anduviera por donde anduviere, siempre estuvo mirándose en ese espejo, atento a la voz del remolino inicial, intentando mantener vivas también él, en las pérdidas y en las turbulencias de sus años, tantas diminutas cosas desechadas.


-De "El padre y otras historias".













La función del cuentista



El Bajo, madrugada. En el Bar Verde me encuentro con Tusitala, el moreno tamborilero que hace años supo ser cocinero jefe de una tribu de antropófagos reflexivos, en África.
-Tengo una historia para usted -me dice Tusitala-. Me la relató un misionero que capturamos en la selva, un tal Spencer Holst, tipo curioso, había aprendido el idioma de los gatos y hablaba con ellos como si fueran personas. La cuestión es que ya estaba por tirarlo a la olla (pensaba prepararlo a la cazadora con papas) cuando dijo que quería contarnos una historia. A la gente de aquella tribu le enloquecían los cuentos. Así que suspendimos todo y lo rodeamos para escucharlo.
-Usted tiene la virtud de despertar inmediatamente mi interés, Tusitala -le digo.
-Resulta que en un tiempo el misionero había andado por Bali. Usted sabe que Bali es un lugar maravilloso, siempre es primavera, todo es verde esmeralda, las mujeres son hermosas y andan con los pechos desnudos y adornadas con colgantes de oro, jade y laca púrpura, y se la pasan bailando al compás del gamelán.
-Siempre logra asombrarme con sus conocimientos, Tusitala.
-Me limito a repetir lo narrado por el misionero. El Radja de Klunckung, príncipe y señor del lugar, había sufrido terribles heridas en la cara, hacía muchos años, a raíz de un incendio en el puri, o sea, el palacio. Sus cicatrices fueron cubiertas con maquillajes y pinturas indelebles. Con el tiempo ya nadie se acordaba de cuál era su verdadero rostro. Rodeaban al príncipe siete ayudantes cuyas funciones eran dirigir, administrar y alabar.
-¿Alabar a quién?
-Cada día de la semana, por turno, uno de ellos se quedaba junto al príncipe y se dedicaba a halagarle la vanidad. A esa tarea se la llamaba kupiunga, ceremonia de la alabanza. Los consejeros también se encargaban de organizarle diversiones, proveerle los manjares más exquisitos, las mejores bebidas y las mujeres más hermosas.
-¿Mujeres jóvenes?
-Sin duda. Los agasajos mayores los recibía el Radja durante la Galunga, fiesta que comenzaba al sonar de kulkul, duraba quince días y en la cual participaban todos los súbditos. Imagínese que cada ofrenda medía dos metros de altura y se necesitaban tres hombres para levantarla y colocarla sobre las cabezas de las mujeres, que eran las encargadas de transportarlas.
-¿En qué consistían las ofrendas?
-Todo lo que usted se pueda imaginar.
-Piedras preciosas, telas, artesanías, pájaros embalsamados, trofeos, dinero.
-Dinero, no. Porque las kopong, antiguas monedas con su característico agujero cuadrado en el centro, prácticamente habían desaparecido de circulación. Se decía que, en realidad, todas habían ido a parar al bolsillo de los siete consejeros. Una de sus tareas era analizar las ofrendas y parece que acostumbraban ir quedándose con lo más sustancioso para certificar la calidad. Les correspondía a ellos, por ejemplo, comprobar si las niñas destinadas al Radja eran vírgenes.
-No eran tontos esos tipos.
-Resulta que andaba por ahí un actor de mala muerte, que comía salteado y que un día decidió sustituir al Radja. Durante la Galunga, aprovechando que la guardia se había emborrachado por el exceso de tuak, que es un vino de palma, se introdujo en el puri, clavó un kris en el corazón del Radja, lo arrojó a un pozo profundo, después se maquilló adecuadamente y lo reemplazó. Y así comenzó a gozar de la buena vida: comidas de primera, bellas mujeres, regalos y honores.
-¿Nadie lo descubrió?
-Imposible, por lo de la cara deforme.
-¿Y cuando hablaba?
-El Radja siempre había dicho sólo tonterias, así que el actor simplemente se dedicó a imitarlo. Aunque en realidad este asunto del reemplazo venía ocurriendo con bastante frecuencia. Dos por tres surgía algún ambicioso con ingenio que mataba al falso príncipe de turno. Porque el verdadero había sido asesinado y sustituido hacía muchísimo tiempo, después del accidente del fuego. Así que los que le venían sucediendo eran todos impostores.
-¿Cómo es posible que nadie se diera cuenta?
-Bueno, los siete consejeros si estaban enterados. Sabían de las sustituciones desde el principio.
-¿Y no desenmascaraban a los usurpadores?
-¿Para qué? Ellos, los consejeros, no cambiaban, eran siempre los mismos. La pasaban bárbaro estando donde estaban, digitaban todo y hacían muy buenos negocios. Por lo tanto, como les daba lo mismo quién estuviese en el trono, la cosa siguió así para siempre.
-Lo invito una copa, Tusitala, se la ganó, su relato acaba de iluminarme como una revelación.
-Esa es la función del cuentista, mi amigo.
-Una pregunta: ¿se lo comieron nomás a la cazadora con papas?
-No. Por decisión unánime de la tribu lo dejamos partir y lo despedimos con ovaciones. Ya le dije que a los antropófagos reflexivos les gustaban las buenas historias.


-Fuente: Contratapa de Página/12.












Fueguito



Es una noche cualquiera. Usted esta en un lugar cualquiera, un bosque, la costa de un río, el jardín de la casa de algún amigo. Junta hojas y ramas secas, hace una buena pila. Se arrodilla sobre la tierra, acerca un fósforo a las hojas y espera. Su figura -rápidamente lo descubre- tiene la reverente actitud de alguien que aguarda un milagro. Tal vez se trate de una vieja ceremonia a la que esta acostumbrado, y le baste forzar un poco la memoria para descubrir un vasto mapa de de fogatas a lo largo de su historia. Pero esta noche -siempre suele ser así- vuelve a sorprenderlo y a exaltarlo igual que la primera vez.  Ante el crepitar de la llama, usted se siente extrañamente en casa. Es como volver de una larga ausencia. Un reencuentro en el que, con el concurso de la noche y el silencio, se va desanudando un lenguaje al mismo tiempo familiar y secreto, alimentado de certeza y plenitudes breves.  El fuego crece y mantiene un monologo en el que usted encuentra una correspondencia exacta. El fuego es puro movimiento y usted no es más que sus ojos y el calor de su piel. Rodeados por la oscuridad, protegidos, suspendidos, están en el centro del mundo. Usted siente que nada puede tocarlo. Escucha su mente desbrozar trabajosamente una idea: no soy el que fui ni soy el que seré. Simultáneamente toma conciencia de la banalidad de todo pensamiento.
A esta altura, usted es una sola cosa con el fuego, un presente inevitable. Se entrega, se abandona. Sin embargo, cree comprender que de esa comunión se desprende un sentimiento más amplio, que trasciende esta hora. A través del trabajo del fuego parece surgir una medida de orden. Los ojos fijos, subyugado, sin cambiar de posición, usted piensa que, detrás de su persistencia, el fuego es fundamentalmente inocencia, un regreso a la limpidez del origen, al remoto albergue de toda posibilidad. Y comienza a percibirse usted mismo inocente, como una hoja en blanco donde todo puede ser escrito, donde todo esta por ser iniciado. Y acá es donde vuelve a reconocerse. Y a reconocer los términos que han marcado sus pasos a través de los días, los meses y los años: permanecer desposeído, abierto a lo imprevisto, alerta, en permanente sospecha. Son principios de una doctrina que se ha ido forjando y cuyo sentido ahora el fuego le devuelve.  Comprende que también en usted ha ardido siempre parte de ese fuego. Que esa es una llama de consumación. Una llama donde usted se ha sacrificado siempre a si mismo, ha sacrificado su vida, las posibilidades de su vida, los accidentes de su vida, tal vez con el único fin de deshacerse de su historia o de construir una historia diferente.  Es posible que oiga voces a través del aire nocturno, sin saber si se trata de amigos que vienen a buscarlo o si son llamados que llegan desde otros años, desde otros ámbitos, suscitados por otros fuegos. Acomoda algunas ramas y piensa que cuando todo esta dicho es bueno regresar al fuego, al origen.
Que es bueno, muy bueno, volver a arrodillarse ante su voracidad, estudiar su movimiento y el núcleo cambiante de su centro. Que es bueno para sus alegrías y para sus dudas. Que ahí, libre de toda esperanza, puede limitarse a mirar y a no pensar.  Y en esa llama sin tiempo ve arder también el ciclo que termina precisamente esta noche, el ciclo que comienza, los muchos que vendrán con sus cargas de confusiones y riquezas, lo que ha sido, lo que será, y todo cuanto alberga la oscura, invencible memoria o nostalgia de la sangre.



-Fuente: Contratapa de Página/12.












Juegos


Paso el fin de semana con mi hija. Es sábado, vamos a una plaza. Hace rato que estoy sentado cerca de los juegos, fumando, observando, escuchando, con la cabeza más o menos en blanco. De vez en cuando, en la confusión de colores, corridas y gritos infantiles, detecto la figura de mi hija, y entonces, al descubrirla tan feliz, tan frágil y entregada, me asaltan los mismos contradictorios sentimientos de siempre: una mezcla de placer y angustia. Lucho contra esto, evito ponerme grave, conozco los mecanismos de mis impulsos, se lo que hay ahí de incontrolable y tramposo. Intento abandonarme a la lentitud de la hora, a la calma que me ofrece esta tarde de sol bajo los árboles. Mi hija se acerca corriendo, informa, pide permiso, después vuelve a alejarse. La sigo con la mirada y advierto que, así como yo la busco, también ella, sin interrumpir su juego, suele echar una ojeada para este lado. Esas miradas, rápidas, económicas, precisas, sirven para reafirmar cierto acuerdo tácito establecido entre los dos, para comprobar que todo sigue en orden. Va pasando el tiempo. La claridad comienza a
menguar, hay un cambio en el aire y me inquieto como ante la presencia de una amenaza. Dentro de poco se prenderán los faroles y hará demasiado frío para quedarse. Recorro una vez más las hamacas, los toboganes, busco a mi hija con cierta impaciencia y la descubro inquieta, severa, incansable, absolutamente aplicada a esa actividad de los juegos, a la charla con alguna amiga ocasional. Recupero la paz e intento rescatar algunas de esas ideas que se me han estado insinuando y escapando durante toda la tarde. Pienso en las veces que a lo largo de dos años, en los atardeceres, en las noches, en las madrugadas, estuve así, en esa posición, en esa actitud. Las veces que, por una u otra razón, alegre o desgraciado, harto, enfurecido, mis pasos derivaron hacia un banco de plaza. Igual que entonces, en esta jornada nueva, ahora con mi hija jugando ahí a pocos metros, vuelvo a disfrutar con esta entrega, con el silencio, con la evidencia de cierta vieja tenacidad.
Miro nuevamente alrededor, veo los bancos ocupados, y me digo que al margen de las historias, las mías, las ajenas, siempre he encontrado ahí la misma cosa. Los árboles que se tiñen y pierden sus hojas y vuelven a florecer cuando corresponde. Y también las parejas lentas buscándose y abrazándose en la sombra. Entonces creo saber que puedo liberarme, desentenderme de cuanto está ocurriendo más allá de esta isla. Liberarme de las amenazas, de los miedos, de las desesperanzas. Estos encuentros que se reiteran a mí alrededor parecen desmentir todo. Esas caras y esos cuerpos anónimos, confundidos en la invariable actitud de la ternura, insisten. Se oponen, insisten. Igual que mi hija insiste en sus juegos. Ellos, sean quienes sean, vengan de donde vengan, se asocian para el viejo ritual común. Siento que esa cita a través del tiempo es realmente más fuerte que todo. Y pensarlo es un hallazgo y un alivio. También yo insisto. Esta afirmación mansa, sin estridencias, reencontrada en cada oportunidad, es una de las pocas que he visto perdurar. No ha habido muchas tan firmes, tan intocables, tan alejadas
de las oscilaciones del mundo. Enciendo otro cigarrillo. En el centro de este templo abierto al cielo, entre la multitud de fieles sin cara, percibo, como seguramente lo percibí otras veces, que estoy participando de una ceremonia invencible. Busco una vez más a mi hija. Ella me está dando la espalda, pero ante la insistencia de mi mirada gira la cabeza rápidamente, levanta la mano y esboza un saludo. En la fugacidad de ese gesto pretendo descubrir, no sólo la complicidad de siempre, sino también una aprobación a todas esas divagaciones mías.


*Fuente: contratapa del diario Página 12.







-A la Memoria de Antonio Dal Masetto-












Inventren





Tren*



No es que me pase lo mismo cada vez que veo un tren. Pero a veces ocurre. Y sobre todo si es de noche y el tren viene de frente. Entonces, mientras la distancia se acorta y la luz se agranda, un resorte se me dispara en la memoria e, inmovilizado, espero que esa cosa poderosa me devore.
Realmente tengo que esforzarme para tomar conciencia de que estoy parado a un costado de las vías
-sobre un terraplén, en un paso a nivel, frente a la boca de un túnel- y que el tren seguirá fiel al mandato de los rieles y pasará de largo sin tocarme.
El recuerdo del primer tren arrojándose sobre mí llega desde muy lejos, tanto que a veces me cuesta aceptar que es mío y que no me ha sido relatado por otra persona. Yo tendría siete, tal vez ocho años, y estábamos con mi padre en el andén de la estación de Fondotoce, a unos pocos kilómetros de Intra, nuestro pueblo. Nos dirigíamos a la región del Veneto, donde vivían mis abuelos. Probablemente era nuestro primer viaje después de terminada la guerra. Sé que estaba anocheciendo, que el tren surgió de golpe, sin que nada lo anunciara, y entró en la estación con tal estruendo que me paralizó. Sé que cuando me recobré hice un comentario asombrado y mi padre sonrió y dijo algo que no podré recuperar.
Ésa es la imagen. El ojo de un cíclope -fuerza y furia- abalanzándose desde las sombras y un chico paralizado.
Volví a esa estación de Fondotoce cuarenta años después de nuestra partida a América y habiendo cumplido ya los cincuenta y dos. Había llegado a Intra un par de semanas antes, cruzando el lago en un transbordador y ahora me iba allí en tren. Durante esos días no hice otra cosa que caminar arriba y abajo por las calles del pueblo, por las orillas del lago y los dos ríos, buscando algo que ya no podía estar. Me iba sin llevarme más que desencanto y quizás algunas advertencias para ser analizadas después, cuando decantaran en mí, cuando de nuevo los trenes y los aviones me hubieran llevado lejos.
Lloviznaba de a ratos sobre la estación entre montañas, había mucho color de óxido alrededor y pájaros moviéndose entre las ramas de los arbustos. Oscurecía. Éramos apenas cinco o seis viajeros esperando. Yo caminaba de un extremo al otro del andén, buscaba a través de la niebla que se espesaba la cima del Monte Rosso, el cerro que dominaba mi pueblo. Descubrí que llegando a la estación, del lado de donde vendría mi tren, las vías hacían una curva y había además una ladera rocosa que se interponía e impedía ver más allá. Entonces volvió aquel anochecer de mi niñez y me vi parado ahí con mi padre, junto a una valija. Mi padre que tenía, en el recuerdo, veinte años menos que yo en ese momento. Y de pronto sucedió de nuevo. El tren apareció con su ojo luminoso y su potencia y saltó hacia mí como había ocurrido aquella primera vez. Sentí que el tiempo no había transcurrido y que yo seguía siendo el mismo, con los mismos miedos y seguramente con un desamparo mayor.
Sentí la falta de la compañia de aquel hombre veinte años menor que yo y sus palabras imposibles de recuperar. Desfilaron los vagones, se detuvieron, levanté el bolso y me apresté a subir, deseando encontrar un compartimento vacío para poder estar solo.
Ésa es mi pequeña aventura con los trenes. Un sobresalto infantil que de tanto en tanto asoma la cabeza y se reitera a lo largo de los años. Casi nada, en realidad. Y sin embargo, siempre me sorprendo tratando de escarbar todavía un poco en esa historia. Si insisto en analizarla, si me esfuerzo por fijarla en unas líneas, es porque a veces tengo la impresión de que ahí hay algo que valdría la pena rescatar, una huella, una señal, algo. Pero no sé qué es. No sé en qué dirección va, hacia dónde me lleva, si me lleva a alguna parte.



* Antonio Dal Masetto.
 -De "El padre y otras historias".





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LA PLATA.






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