-Presentación de
“Poesía Completa” de Liliana Díaz Mindurry.
CANTO VIII*
Han roto mi garganta: ahora podré hablar,
han vaciado mi voz, sólo me queda el engaño de la palabra,
suspendida en mi tela, guardiana del misterio, centro de una hilera
de
moscas atrapadas, mis criaturas,
clavada en el asombro, soy mi propio cáliz, mi propio
veneno. Apenas un punto entre el barro y las constelaciones
del absurdo, una fractura en el orden perfecto del vacío,
me acongojan los paisajes de los vivos, sus perfiles de máscaras.
El juego de los dioses: el religioso hermetismo de la geometría
que las moscas adoran. Sin fin la gratuidad de engarzar nubes,
hilos y poemas.
La locura es fundamento de las cosas,
gota en un abismo universal donde nada se teje
ni desteje:
ni mitos ni grandes decoraciones.
Mi tela separa el sueño de los durmientes del sueño
de los despiertos.
Perdí el hilo que sujeta la leyenda de vivir.
*De Liliana Díaz Mindurry.
lidimienator@gmail.com
*DE “PARAISO EN TINIEBLAS”
(1991)
EL SUEÑO DE LOS DURMIENTES DEL SUEÑO…
-Poesías de Liliana Díaz
Mindurry.
ALICIA*
-Fragmento-
En algún tiempo Alicia se puso los anteojos:
El mundo parecía una hilera de recuerdos destinados a
la lobotomía,
claro, el mundo parecía,
el mundo no era
ningún campo de juego,
ninguna
gelatina
ningún
rey o reina de corazones
inventando
la farsa de los
estrangulamientos.
Ningún
grupo destinado a fabricar
torturas,
qué esperanza, nada de eso.
A quién se le ocurre.
La internaron en el manicomio. La destinaron al
electroshock
como corresponde,
como es justicia. La locura silba y hay que enmudecer
a la locura.
Es víbora peligrosa.
(Los conejos vestidos de poetas son buenos testigos
para la ejecución).
Hubo entonces campeonatos para cirujanos.
Esponjas para sorber cerebros.
Agujas reluciendo como el grito,
como
las esmeraldas,
grifos anestesiados y tortugas fraguadas, langostas
danzando sobre la blancura
de las sábanas,
juicios donde los acusados eran todos
los locos, por supuesto. Los sanos enviaban órdenes
para las decapitaciones.
Qué pasó, quién, qué, hacia dónde, por qué razón, de
qué modo, cuándo, cómo,
no, nunca, basta, jamás,
como si nada.
Hay lanzas de silencio,
fauces, élitros negros,
claridad
de la infamia.
Voltios, furias revueltas en el testimonio de un mazo
de cartas.
No oigas. No importa. Disparan en la oscuridad.
Eso le pasa a Alicia,
a
los grifos del sueño,
a
la sota de corazones,
a
nadie.
-DE “WONDERLAND” (1994)
MENTIRAS*
Siempre se conoce la trampa de antemano
pero
mejor
es
no
pensar. ¿ Y qué es una ventana? ¿Para qué sirve?
¿Una ventana es un éxtasis?¿Es un sol colorado que aturde entre las
nubes?
¿La habrán construido para aquietar las bestias que duermen debajo
de cualquier palabra
escondida en la lengua? ¿O, por el contrario, para que se nos
enrede el azul del ojo y aplaste el negro del centro y se llene lo blanco de un
rojo
del todo
extraño?
¿Posee secretos de curación transmitidos de abuelos a padres, de
padres a hijos? ¿ Sirve para encender las llamas de esas que se llevan un
pueblo, de golpe, por ejemplo, Guernica? ¿Para que se arroje por ella al perro
flaco que nos devora por dentro? ¿Para que se amanse la rabia y que se
domestique, tranquila, o por el contrario para que salga, descalza, y con todos
los crímenes guardados en la alforja?
Cuando Guernica a la tarde se llenó de los toros caídos del falso
cielo pintado de celeste,
el amante abandonó la caricia y el eco se transformó en algo
similar al golpe,
y regresó a su parte desconocida que siempre está atrás de la
corriente,
se salió el encapsulado universo
adentro del universo,
la ventana miró a todos con sus frases hechas, publicitarias, desde
tiempos
sin nombre,
esas frases para dormir y calmar la intemperie,
las máscaras políticas intentaron sonrisas muy blancas
para mostrar dientes uniformes,
y pretender un orden de las cosas y un sentido,
a mitad del camino de la vida,
a mitad de la furia,
a mitad del cansancio.
La ventana era el lugar del escape, mientras a la casa le llameaban
las fauces.
No imaginar soluciones fáciles cuando la náusea tuerce el cuerpo y
la lastimadura
es general,
entonces no hay éxtasis
ni origen,
el dolor es un instante que se sale del cuerpo,
la ventana, en cambio,
un capítulo
de la ficción.
*DE “GUERNICA” (2017)
EL GUITARRISTA
CIEGO*
-Fragmento-
Es posible que la música
sea una
forma ciega de tomar las cosas,
una
astilla en el ojo,
la astilla
de un ojo que no quiere ver más.
O al menos una forma de guardar la noche,
esa noche donde nada es seguro.
Es posible que la música
sea una forma ciega
de verificar las relaciones,
y el ojo abierto,
apenas una trampa
desde lo virtual.
Una pequeña bofetada a las ilusiones de este mundo.
Ya se
sabe:
la música
lo dice:
Estamos
hechos para la muerte.
*DE “RESPLANDOR FINAL” (2011)
NUEVA MIRADA SOBRE NIÑOS*
Con la seducción de una luna
fragmentaria,
como si la condena fuera ver estanques helados
con niños que patinan,
y mirarlos desde esa brutalidad del que mide las cosas
con precisión imposible pero con un ahogo
nacido del fondo de los años,
ver esa selva oscura de Dante en las casitas de tejados blancos
y también adentro de figuras pintadas
que se deslizan en cuadros donde la nieve no disimula
el malestar futuro,
los cuartos
húmedos,
vacíos,
como si siempre la condena fuera verlos
sin saber hasta cuándo se puede soportar
el saber que ya la violencia
se organiza
en los ojos
de los
niños.
*DE “CAZADORES EN LA NIEVE”
(2014)
POSIBILIDADES*
Claro que hay palomas feroces y quemados vivos que se deleitan y
mujeres de quinqué
que razonan genocidios
y hay mujeres que se devoran sus hijos y caballos brutales y toros
que pacen hierba feliz
de los valles
y guerreros inmortales de epopeyas y ventanas que abren vacíos y
bombillas eléctricas
que desean vivamente oscurecer
y mujeres que desean perderse y que sus heridas les adornen el
cuerpo como bellos
tatuajes
y hasta es posible que haya techos que leviten de placer y paredes
que se derrumben
como las que caen en brazos del amante y terrazas que suban a las
nubes,
y el horizonte, ya sabemos, se tuerce hacia cualquier parte,
eso nos permite hacer de cuenta que no, señores, no,
hasta es posible
mirar
hacia
otra
parte.
*DE “GUERNICA” (2017)
NOLI ME TANGERE*
Y si no tocar es la consigna,
y si sólo me es dada la transparencia de la opacidad,
y si lo sagrado se revela escondiéndose,
y si en una zona de combustión sucede lo invisible,
y si sólo tengo la heterogeneidad en el vacío,
y si guardamos en una partitura la desarmonía del cosmos,
y si no es posible domesticar el absurdo,
y si Minos puede encerrar nuestra sed en un palacio sin salida,
y si sólo puedo verme en la región de los sueños donde los
jardineros se disfrazan de follaje:
celebro las computadoras que rezan
letanías para convocar la inexistencia.
*DE “SINFONÍA EN LLAMAS”
(1990)
*
Era una
compañera de escuela de los últimos años de la secundaria y se llamaba Paulina.
Caminaba como distraída del mundo, con los carteles que le colocábamos en su
espalda: "no sirvo para nada", "estoy loca", por ejemplo,
los más suaves. Si supiera que la recuerdo siempre y que regresa en todos mis
cuentos, asoma la cabecita un poco extraña y diferenciada de todas, en muchos
de mis poemas y novelas. Ella era de otro mundo, de algún paraíso único y
absurdo, lejano a nuestras risas, a nuestra grosería, a mi propio miedo de ser
como ella, de otro planeta.
*De Liliana Díaz Mindurry.
lidimienator@gmail.com
-Liliana Díaz Mindurry
presenta la Poesía Completa
publicada hasta ahora (1990- 2017) por Editorial
Ruinas Circulares.
El jueves 22 de noviembre en
el Bar Lavalle, Lavalle 1693, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, a las 19 horas.
Presentan: Enrique Solinas,
Eugenio Polisky y Mariano Diaz Barbosa. Música de José Antonio Cadórniga.
Inventren
LA ESTACIÓN*
Salí al aire
frío de las calles, abandonando la oscuridad del almacén. Alguien que no
reconocí me despidió con un extraño ademán. Recordé confusamente que debía
tomar un tren.
Pocos días
antes me había sido enviada una carta en la que se me recomendaba un viaje.
Adjunto venía un billete de ferrocarril, que ahora descansaba sobre la mesilla
de la solitaria habitación en la que cada noche me entrego a los despóticos
juegos del sueño. No me tomé siquiera la elemental molestia de averiguar quién
era el remitente de tan curioso envío, ni busqué en una guía cualquiera el
lugar de destino. Pero ¿Quién hubiese vacilado ante un reto semejante? ¿Quién
se hubiese resistido a ese instinto que siempre nos lanza hacia lo inesperado
con tanta decisión como desprecio ante los posibles peligros? Conjeturé que
sólo la cobardía hubiera podido impedir que recogiese el guante que el destino
había tenido a bien lanzar contra mi rostro. Y nunca fui cobarde.
Así, poco
después de las cinco de la tarde, tras una corta pero intensa siesta, me puse
mi único traje (que apenas había utilizado una vez) metí en una maleta
adquirida dos días antes mis escasas pertenencias y partí hacia la estación,
dejándome azotar por las continuas ráfagas de un viento helado que hería
inclemente las esquinas, los árboles, y el tránsito fugaz de los peatones que
surcaban con rapidez las avenidas.
A causa de la
menuda e impertinente lluvia que había comenzado a desgranarse sobre la ciudad,
me vi obligado a tomar un taxi. Muy pronto, el automóvil se detuvo frente a un
moderno edificio de dos plantas, ante el que otros autos vomitaban su carga
humana, partiendo raudos en busca de otros pasajeros, de otras historias.
Antes de entrar
en la estación, me detuve un instante, con la viva sensación de haber pasado
algo por alto, de no haber prestado la debida atención a algún ínfimo detalle,
de ésos que luego resultan ser trascendentales, pero, no siendo capaz de
concretar en que pudiera consistir ese olvido, me encogí de hombros y penetré
en el edificio entre una muchedumbre de rostros desconocidos y bonitas
muchachas uniformadas y empleados siempre dispuestos a la oportuna indicación,
al breve diálogo.
Ya en el
interior, me sentí invadido por un reconfortante calorcillo, más agradable, si
cabe, teniendo en cuenta el frío que la llovizna había traído consigo allá
afuera. Al fondo, al otro lado de las ventanillas ante las que el gentío
formaba largas colas esperando su turno, pude ver una gran sala en la que
multitud de personas charlaban, gesticulando. Un poderoso rumor se extendía a
lo largo de toda la nave. Era la suma de las conversaciones de los presuntos
viajeros, el eco de las despedidas, de las tópicas recomendaciones y las frases
cariñosas. A la izquierda, un enorme mural representaba el mapa del país,
cruzado por innumerables líneas rojas, como tantas otras arterias surcando el
espacio, entrecruzándose, uniéndose, mezclándose y formando un complejo
entramado que llegaba hasta los más recónditos rincones de la patria. Al lado,
un cartel electrónico indicaba las próximas entradas y salidas, el horario
previsto y el número del andén correspondiente. De cuando en cuando, se oía por
los altavoces repartidos por todo el recinto una muy bien modulada voz
femenina, anunciando la inminente partida de algún tren. Podían verse entonces
algunas personas corriendo en todas direcciones, abalanzándose hacia las
escaleras mecánicas que llevaban a los andenes. Otros paseaban con impaciencia
frente a las ventanillas, lanzando insistentes miradas al electrónico, y
escuchando con desmesurada atención cada uno de los mensajes que los altavoces
vertían sobre el aire cálido de la sala espaciosa.
No dejó de
llamar mi atención la aparente ausencia de escaleras ascendentes, ya que había,
en efecto, un piso superior, que se veía a través de grandes cristales, y en el
cual podían distinguirse varios grupos de personas, saboreando sus bebidas y
riendo despreocupadamente. Otros, por el contrario, contemplaban con aire apesadumbrado
el piso en el que yo me encontraba y callaban; sólo callaban ignorantes de las
alegres risas que brotaban a su alrededor. (¿Habré de decir que en este lugar
toda risa es forzada; toda alegría, aparente?) Enajenándome a esas tristes
miradas, supuse que habría alguna escalera en el interior de la cafetería, pero
esto aún no me preocupaba, puesto que mi intención no era subir a aquella
atalaya acristalada, sino tomar un tren.
Sí, subir a ese
vagón que el destino había puesto en mi camino y que ya no podía tardar mucho
en hacer su entrada. Volví a consultar la lista de horarios sin hallar
referencia alguna al tren que debía tomar, al itinerario que muy pronto había
de emprender. Caminando con tranquilidad, me aproximé a uno de los numerosos
bancos que ocupaban el centro de la enorme nave y me senté en él, situándome
frente al letrero en el que, de un momento a otro, surgirían las mágicas
palabras anunciando la llegada de mi tren, anunciando el comienzo de algo quizá
maravilloso y excitante.
A mi lado, una
mujer gorda dormitaba apaciblemente, y un poco más allá, un anciano miraba como
hipnotizado, con expresión de ciego incapaz de admitir la ceguera, hacia el
gigantesco mural. Niños ruidosos correteaban entre los bancos, pero, no sé por
qué, en sus juegos se adivinaba como una falta: No denotaban la natural alegría
que suelen atesorar la mayoría de los niños. Me dio la impresión de que ni
siquiera estaban jugando sus propios juegos, sino cumpliendo un ritual
insoportable y absurdo. No eran risas infantiles lo que llenaba el ámbito, no
eran reales; y además, en sus rostros podía percibirse un deje de rutina y
melancolía, como si tales carreras, tales saltos y gritos, no hiciesen sino
aburrirles y fastidiarles. (¡Cómo no lo vi entonces! ¡Cómo no salí corriendo de
aquel lugar, de este lugar en el que ahora estoy sentado y escribiendo estas
agónicas frases que se han venido repitiendo una y otra vez en mí atormentada
mente!)
Sonó la
campanilla. De inmediato, oyose la dulce y acariciante voz de mujer, recitando
la aprendida lección de entradas y salidas. Escuché con atención, sólo para
comprobar que tampoco era éste el tren que esperaba. Volví a mirar el billete,
para prevenir cualquier posible error por mi parte. Tomar un tren equivocado
solía acarrear, según había oído decir, tremendas molestias e incontables
transbordos posteriores, e incluso existía un rumor que aseguraba que, en caso
de confusión, se hacía prácticamente imposible regresar a la estación de
origen, descartando así toda probabilidad de emprender algún día el viaje
proyectado, dada la gran complejidad de la red ferroviaria. (En algún momento,
en el pasado, tuve la sensación de haber tomado un tren erróneo, pero eso ahora
no es más que un vago recuerdo y las certezas no existen) Sin embargo, no es menos
cierto que si procedemos con atención es en verdad difícil equivocarse, debido
en gran medida a la asombrosa exactitud de las informaciones proporcionadas por
los altavoces y por el cartel de horarios.
La mujer gorda
respingó, miró en todas direcciones, se incorporó de un salto, se frotó los
ojos con el dorso de la mano y leyó frenéticamente las ocho líneas electrónicas
que resplandecían frente a ella. Después respiró con fuerza y volvió a
sentarse, tal vez algo desalentada. Fue entonces cuando se percató de mi
presencia. Me contempló con curiosidad durante un segundo. Luego preguntó sin
protocolo alguno:
- ¿Ha salido ya
el tren hacia Santos Unzué?
- No puedo
estar seguro - contesté con amabilidad - Lo único que puedo asegurar que no lo
ha hecho desde que estoy aquí - no dije nada más, tratando de rehuir el
diálogo. Pero ella, ya más despierta, ensanchó un punto su sonrisa y dijo:
- Entonces
¿Llegó usted hace poco?
Iba a
responderle con una escueta afirmación, demostrativa de mi escasa
predisposición a entablar una conversación intranscendente, cuando me vi
bruscamente interrumpido por el anciano que, con gran descortesía, increpó a la
mujer:
- ¡Estás loca!
- Gritó. Después se dirigió a mí en otro tono - Se lo he repetido cientos de
veces. Su tren partió hace mucho. Pero ella se empeña en seguir esperando, aun
cuando sabe de sobra que soy yo quien está en lo cierto - se volvió de nuevo
hacia ella y con voz chillona agregó: - Nunca volverá ese tren ¡Nunca!
- Calla, viejo
idiota - dijo ella entre sollozos - Tratas de confundirme.
Este amable
caballero acaba de decir que aún no ha pasado. Yo sé que llegará y me marcharé
en él, mientras tú te quedas ahí sentado, refunfuñando y soñando con un destino
que jamás estuvo a tu alcance. A mí me queda la esperanza. A ti, nada más que
la resignación o la locura.
- Yo nada
espero. Eso es cierto - aceptó él con un tono más calmado - Hace tiempo que
comprendí mi derrota. Pero tu esperanza ha de transformarse, ya lo verás, en
una larga espera baldía, en sufrimiento y agonía, pues no quedan trenes que tu
puedas coger, no hay destino que te reclame, ni andén que pueda llevarte hacia
la luz.
- ¡Cállate! -
Gritó la mujer en dirección al viejo. Luego, mirándome con los ojos arrasados
en lágrimas, dijo: - Es insoportable. Siempre está gritando lo mismo. Siempre
ahí sentado, malhumorado e insultante, como si su único fin fuese destrozar mis
esperanzas. Siempre descargando sobre mí su odio de viejo egoísta, su
desesperación de hombre abandonado. Pero no vaya a pensar que puedo huir de sus
reconvenciones. No importa dónde vaya, allí está él para seguir machacándome.
No deja de perseguirme, todo el santo día, de acá para allá. No sé si tendré
fuerzas para seguir esperando mucho más.
Algo en las
palabras de la mujer, en la actitud del anciano, hizo que, por un momento, me
sintiera descolocado, como viviendo una situación irreal, un sueño absurdo del
que no había escapatoria. Tratando de serenarme un poco, de superar con rapidez
la confusión, miré al anciano a los ojos y, sin acritud, le espeté:
- ¿No le
avergüenza tratar así a la señora? ¿Acaso carece del menor escrúpulo? ¿Es
insensible al dolor que le causa con sus palabras?
Tras unos
segundos de silencio, bajó los ojos, incapaz de soportar la hostilidad que se
reflejaba en los míos. En voz baja, respondió:
- Tú también lo
serás, cuando llegues a mi edad. Si hubieses estado aquí tanto tiempo como yo,
quizá fueses más cruel - su tono fue subiendo poco a poco - ¿Qué derecho tienes
tú a reprocharme nada? Te queda una larga vida, y se nota que no te falta
ilusión. Tu tren llegará muy pronto y te marcharás,
como tantos
otros, sin recordar nunca más esta escena, ni a ninguno de nosotros. No,
muchacho, no tienes ningún derecho a juzgarme ¿Con qué propósito, pues, te
inmiscuyes en asuntos que son completamente ajenos a ti?
Acabas de
llegar y ya crees saberlo todo - su voz adquirió un tonillo irónico - pero no
tienes la menor idea... Está bien, quédate ahí con esa chiflada. Así
aprenderás. Yo me voy a otro lado.
Presa de una
gran excitación, fingida al menos en parte, sacó de debajo del asiento unas
muletas y se alejó con dificultad hacia otro banco próximo, desde el que
también podía ver el luminoso. De nuevo esa sensación de irrealidad me fue
subiendo por dentro, mezclada con un poco de frío, procedente de los andenes.
En el exterior estaba anocheciendo y el viento castigaba con dureza las copas
de los árboles y también a los pocos viandantes que circulaban a esa hora por
las calles. Dentro se notaban, de cuando en cuando, pequeñas bocanadas de aire fresco
que hacían bajar, lenta pero inevitablemente, la temperatura. Anochecía y mi
tren no llegaba, y una sorda preocupación se iba abriendo paso en mi interior.
La mujer gorda,
que había cesado en sus sollozos y secado las lágrimas, se apretó un poco contra
mí, musitando en mi oído:
- Tal vez el
tren que estamos esperando va a llegar pronto.
Por algún
motivo que entonces no supe precisar, esas palabras me produjeron una intensa
desazón, pero el calor de su cuerpo a mi lado, y el suave aroma que de él se
desprendía, consiguieron adormecerme.
En el sueño, vi
miles de trenes entrecruzándose, entrando, saliendo, cambiando de vía. Vi
trenes lanzados a toda velocidad, galopando por extensas llanuras desiertas; vi
trenes que descendían interminablemente, máquinas que arrastraban un número
infinito de vagones vacíos y silenciosos; vi vagones repletos de gente y
detenidos en medio de la vía, abandonados a su suerte entre los páramos.
También pude ver, al fondo, allá en lo más profundo de mi sueño, un trenecito
muy pequeño, antiguo, uno de esos que hace tiempo cayeron en desuso, algo
desvaído por el paso de los años, aparentemente fuera de servicio. Pero una
suave dulzura emanaba de sus gastadas maderas, de sus oxidados remaches, de sus
cansadas ruedas. Y supe que ése era mi tren y que no debía perderlo. Y entonces
recordé que estaba soñando; desperté sobresaltado, con la vista fija en el
cartel, releyendo con precipitación cada una de sus líneas, sólo para comprobar
con desaliento que mi tren seguía sin haber llegado a la estación.
Sentí un frío
intenso. La mujer había desaparecido. En su lugar, aunque algo más alejado,
estaba el anciano, contemplándome con curiosidad. Aturdido aún por el violento
despertar, pregunté:
- ¿Qué ha sido
de ella? ¿Llegó por fin su tren?
- De ningún
modo - respondió él, sonriendo con amargura - Ese tren ya pasó y nunca regresan
- hizo una breve pausa - Yo traté de avisarla cuando sucedió, pero se burló de
mí, me insultó y desoyó mis consejos. No sé dónde habrá ido ahora. Lo más
probable es que esté en la cafetería, tratando de subir al piso de arriba. Por
la noche, cuando llega el frío, todo el mundo trata de resguardarse.
Algo se debatía
en mis entrañas, como una inconcebible certeza de estar viviendo una situación
que desafiaba toda razón. La increíble sospecha que se había ido asentando en
mi mente desde el momento en que llegué, comenzaba a tomar forma; las palabras
del viejo delineaban los contornos precisos de la pesadilla:
- Se dice que
allá arriba no hace frío y que la gente es más amable, y la vida, más
confortable. Pero nadie sabe cómo subir. A mí ha dejado de importarme. Apenas
sería capaz de subir dos peldaños - al decir esto, remangó sus pantalones,
dejando al descubierto dos piernecillas algo deformes y, sin duda, enfermas - Es
por la humedad que viene cada noche desde los andenes y quizá también por las
caminatas.
- ¿Caminatas? -
Pregunté. Cada nueva revelación me iba arrastrando más y más hacia las
desoladas regiones del pánico.
- Sí. Es
preciso caminar mucho, para combatir el entumecimiento. De lo contrario, se
corre el peligro de morir congelado. No ponga esa cara. Yo sé que todos se
burlan de mis consejos, pero hágame caso: camine, camine todo lo que pueda.
Todas las mañanas, los empleados tienen que retirar los cuerpos congelados de
quienes no tomaron las debidas precauciones. Lo hacen con sigilo, fingiendo que
nada ocurre, pero yo llevo demasiado tiempo en este lugar y nada se me escapa.
- ¿Sugiere
usted que hay personas que pasan aquí la noche? - Dije. Algo en mi interior se
resistía a creer en lo que estaba oyendo. No era posible.
Nada era
verdad. Pronto despertaría en mi habitación, entre mis libros. Todo habría sido
un sueño, desayunaría, me asearía y saldría hacia el trabajo, como cada
mañana...
- Muchos días y
muchas noches - respondió él con cierto desaliento - Hace años que espero,
obstinado, la llegada de ese tren en el que ya no creo.
Pero no conozco
otro camino.
- Sin embargo,
yo no puedo esperar. Debo...
- Nadie puede,
en realidad. Pero no me haga demasiado caso. No desespere. No es imposible que
su tren llegue, en efecto, esta misma noche. En muchos casos sucede así.
Permanezca atento a los altavoces. Trate de no dormirse.
Sea amable con
los funcionarios, y ellos le corresponderán gestionando con rapidez los trámites
de su partida. Pero, ante todo, deseche la prisa, reprima la ansiedad. Nada
sucede antes de tiempo.
- Pero es que
debería regresar antes del lunes...
- ¿Regresar?
¿Cómo ha de regresar?
- Tengo que
acudir al trabajo, o seré despedido. Son muy estrictos.
- ¡Vamos! ¡No
sea hipócrita! Usted conoce perfectamente su situación. Sabe de sobra que no
hay sitio al que regresar. ¿Acaso no lleva en su maleta todo aquello que
considera imprescindible? ¿No arrojó la llave de su casa en una sucia
alcantarilla? ¡Pues claro que lo hizo! Igual que lo hicimos todos, sabedores de
que no hay regreso. Porque regresar equivale a fracasar ¿Y quién tiene el valor
de reconocer el fracaso, de admitir el error? Antes la muerte, antes el
sufrimiento más horroroso, que la confesión de la derrota.
¿No es, en
rigor, la más completa verdad cuanto estoy diciendo? ¿Sería capaz de negarlo,
de negármelo a mí?
Me sentí
derrotado, desenmascarado. Con algo de vergüenza, admití:
- Sí... Es
cierto. Eso es exactamente lo que hice... Pero en el fondo, yo esperaba
regresar... ¿Cómo hubiese tenido, de lo contrario, el valor de partir? Es
verdad. Sabía que el regreso no es posible, pero todo hombre necesita algo a lo
que aferrarse, una referencia, un punto de apoyo para superar la terrible
realidad... De modo que no me resta sino la espera. La espera que, según sus
palabras, puede llegar a ser insoportable. Mas... siempre puedo bajar al andén
y tomar el primer tren que llegue, aunque no sea el indicado...
- ¡De ningún
modo! No hay dos trenes que puedan conducirle al mismo lugar.
Hay que
atenerse al billete. Es imposible sospechar siquiera dónde podría terminar
quien hubiese tomado un tren equivocado. Además, sepa que si baja al andén es
muy posible que no pueda volver a subir, del mismo modo que resulta prácticamente
imposible acceder desde aquí al piso de arriba.
Pensé en un
número ilimitado de pisos, desconocidos entre sí. Un infinito edificio de
incontables pisos desde cada uno de los cuales no fuese posible ver sino el
superior y el inferior. Y en cada una de esas plantas, hombres idénticos a
nosotros, hablando con nuestras palabras, compartiendo nuestros pensamientos,
hasta los más íntimos; siendo, en suma, perfectas imitaciones nuestras (o lo
que es peor: nosotros imitándoles, siendo meras caricaturas, marionetas cuyos
hilos...) Preferí no pensar más, escuchar en todo caso al anciano, que seguía
hablando, pero la idea infernal de la multiplicación infinita de los pisos me
había conmocionado de tal modo, que ya no me sentía con ánimos para seguir oyéndole.
Sólo una voz interior que me repetía una y otra vez la completa imposibilidad
de tan absurdo pensamiento: No puede haber más que tres plantas, tres únicos
niveles. Pero mi mente dudaba, y acaso...
La mujer gorda
se aproximaba a nosotros, con la sombra de una aguda decepción oscureciendo su
rostro. Sin una palabra, tomó asiento a mi lado y recostó su cabeza en mi
hombro, disponiéndose, sin duda, a dormir un rato.
Yo, sin
esperanza, hice lo mismo, pero mis oídos permanecieron atentos a los altavoces,
mis ojos se abrían de cuando en cuando, vigilantes incansables del cartel
electrónico. Esa noche no vino mi tren. Tampoco las siguientes.
El tiempo ha
ido desgranándose y mi tren no ha llegado. Hay momentos de desesperación en los
que pienso que no es imposible que haya descuidado la vigilancia durante unos
minutos, quizá los necesarios para que ese tren hiciese, raudo, su entrada,
reclamándome y partiendo sin respuesta, vacío de mí, corriendo inútilmente por
una vía muerta.
Como todos he
intentado en vano el ascenso al piso superior. Como todos, he pensado en bajar
a los andenes y tomar un tren cualquiera, para terminar de una vez por todas
con esta exasperante espera, pero siempre me fallan las fuerzas, y permanezco
aquí, sentado en este viejo banco, con los ojos cansados de tanto mirar en la
misma dirección, con el corazón atormentado y apagándose.
Miles de trenes
han partido y ninguno era el que yo esperaba. La mujer y el anciano, simples
sombras en mi memoria, desaparecieron hace tiempo. Tal vez llegó su tren; tal
vez hayan muerto sin haber llegado a tomarlo, anónimos figurantes en una
siniestra farsa que se nos va llevando sin concedernos una segunda oportunidad.
Pero también
los demás han ido diluyéndose hasta dejar vacía la estación.
Los niños y sus
fingidos juegos son ahora pasto del olvido y hasta los mendigos que solían
estacionarse en la entrada han abandonado su antigua costumbre y han emigrado a
otros lugares donde quizá haga menos frío, donde quizá haya limosnas.
La cafetería fue
cerrada, y con ella se perdió mi última esperanza de ascender al piso de
arriba, que ya ni siquiera puedo ver, y que tampoco me importa, si es que
alguna vez me importó. Este nivel se ha quedado desierto por completo, a
excepción de uno de los empleados, que permanece ahí, parapetado tras la
rejilla y el cristal, que no habla ni responde a mis preguntas, que parece
condenado a la eternidad sin fondo de las ventanillas.
Y la voz. La
voz interminable, intolerable, anunciando trenes para nadie, melódicas burlas
del destino, incongruentes frases sin destinatario. Es como si toda la estación
estuviese aún abierta sólo por mí, únicamente para que yo pueda tomar mi tren y
alejarme hacia otra quimera respirable. Y a veces aun creo que acaso sea
posible, como si todo este tiempo no hubiese transcurrido, como si aún se
pudiesen construir nuevas ciudades, edificar otras realidades menos
lamentables, calles habitables, nítidas, parques de sol, fuentes de esperanza
sincera y real, monasterios...
Y sin embargo,
sé que todo es mentira, ¿por qué no confesarlo de una vez? Sé que mi tren no ha
de pasar, que mi espera ha de ser forzosamente estéril.
Pienso que un
viento frío, una de estas noches, apagará para siempre mis esperanzas,
congelándome, y así el ciclo se habrá completado y la estación perderá
definitivamente su razón de ser y desaparecerá, como todo lo que un día hubo en
ella. Porque ese tren que espero es algo que nunca existió, una sórdida
invención de mi cansado corazón urbano; porque fui yo mismo quien envió aquella
carta, buscando un pretexto para escapar a la insufrible rutina de las tardes
sin nadie y sin nada en el monótono horizonte de la casa vacía. Hay otras
estaciones desiertas, otros hombres iguales a mí, igualmente abandonados por la
suerte, idénticamente solos, esperando a un tren que saben no ha de llegar,
aguardando sin fe un destino que no existe, sabiendo con implacable certeza que
todo es inútil, que ya nada va a ocurrir...
Pero he aquí
que la campanilla suena de nuevo, y aunque conozco de antemano la inutilidad de
mi acción, escucho atento, y lo que oigo me llena de desconcierto y de alegría,
porque esta vez, desafiando todas las leyes de la razón, es mi tren el que está
entrando con poderosa lentitud en la estación abandonada. El letrero luminoso así
lo atestigua, y acaso también la leve sonrisa que me ha parecido sorprender en
el pétreo semblante del empleado.
Asombrado aún,
con las piernas temblando de emoción, cojo mi maleta y corro hacia la escalera
descendente para hundirme en las profundidades del andén, sabiendo ahora que
hay, en efecto, una escalera que sube y sube hasta perderse en el infinito,
sabiendo que es esta misma escalera por la que voy bajando hacia el andén
desierto. Pero eso ha dejado de importar, y corro sin descanso hacia ese tren
que viene a buscarme exclusivamente a mí, corro incansable hacia ese destino
que viene a reclamarme.
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
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CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
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INTERCAMBIO MIDLAND.
JUAN TRONCONI.
–Por Ferrocarril Provincial-
CARLOS
BEGUERIE. FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
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