sábado, noviembre 17, 2018

EL SUEÑO DE LOS DURMIENTES DEL SUEÑO...




















-Presentación de “Poesía Completa” de Liliana Díaz Mindurry.







CANTO VIII*


Han roto mi garganta: ahora podré hablar,
han vaciado mi voz, sólo me queda el engaño de la palabra,
suspendida en mi tela, guardiana del misterio, centro de una hilera de
moscas atrapadas, mis criaturas,
clavada en el asombro, soy mi propio cáliz, mi propio
veneno. Apenas un punto entre el barro y las constelaciones
del absurdo, una fractura en el orden perfecto del vacío,
me acongojan los paisajes de los vivos, sus perfiles de máscaras.
El juego de los dioses: el religioso hermetismo de la geometría
que las moscas adoran. Sin fin la gratuidad de engarzar nubes,
hilos y poemas.
La locura es fundamento de las cosas,
gota en un abismo universal donde nada se teje
ni desteje:
ni mitos ni grandes decoraciones.
Mi tela separa el sueño de los durmientes del sueño
de los despiertos.
Perdí el hilo que sujeta la leyenda de vivir.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

*DE “PARAISO EN TINIEBLAS” (1991)








EL SUEÑO DE LOS DURMIENTES DEL SUEÑO…

-Poesías de Liliana Díaz Mindurry.








ALICIA*

-Fragmento-



En algún tiempo Alicia se puso los anteojos:

El mundo parecía una hilera de recuerdos destinados a
la lobotomía,

claro, el mundo parecía,

el mundo no era

ningún campo de juego,

                                       ninguna gelatina

                                       ningún rey o reina de corazones
                                                 inventando la farsa de los
                                                           estrangulamientos.

                                       Ningún grupo destinado a fabricar
                                       torturas,

qué esperanza, nada de eso.

A quién se le ocurre.

La internaron en el manicomio. La destinaron al
electroshock

como corresponde,

como es justicia. La locura silba y hay que enmudecer
a la locura.

Es víbora peligrosa.

(Los conejos vestidos de poetas son buenos testigos
para la ejecución).

Hubo entonces campeonatos para cirujanos.

Esponjas para sorber cerebros.

Agujas reluciendo como el grito,

                                       como las esmeraldas,

grifos anestesiados y tortugas fraguadas, langostas
danzando sobre la blancura

de las sábanas,

juicios donde los acusados eran todos

los locos, por supuesto. Los sanos enviaban órdenes
para las decapitaciones.

Qué pasó, quién, qué, hacia dónde, por qué razón, de
qué modo, cuándo, cómo,

no, nunca, basta, jamás,

como si nada.

Hay lanzas de silencio,

fauces, élitros negros,

                                       claridad de la infamia.

Voltios, furias revueltas en el testimonio de un mazo
de cartas.

No oigas. No importa. Disparan en la oscuridad.

Eso le pasa a Alicia,

                                       a los grifos del sueño,

                                       a la sota de corazones,

                                       a nadie.



-DE “WONDERLAND” (1994)







MENTIRAS*


Siempre se conoce la trampa de antemano
pero
mejor
es
no
pensar. ¿ Y qué es una ventana? ¿Para qué sirve?
¿Una ventana es un éxtasis?¿Es un sol colorado que aturde entre las nubes?
¿La habrán construido para aquietar las bestias que duermen debajo de cualquier palabra
escondida en la lengua? ¿O, por el contrario, para que se nos enrede el azul del ojo y aplaste el negro del centro y se llene lo blanco de un rojo
del todo
extraño?
¿Posee secretos de curación transmitidos de abuelos a padres, de padres a hijos? ¿ Sirve para encender las llamas de esas que se llevan un pueblo, de golpe, por ejemplo, Guernica? ¿Para que se arroje por ella al perro flaco que nos devora por dentro? ¿Para que se amanse la rabia y que se domestique, tranquila, o por el contrario para que salga, descalza, y con todos los crímenes guardados en la alforja?

Cuando Guernica a la tarde se llenó de los toros caídos del falso cielo pintado de celeste,
el amante abandonó la caricia y el eco se transformó en algo similar al golpe,
y regresó a su parte desconocida que siempre está atrás de la corriente,
se salió el encapsulado universo
adentro del universo,
la ventana miró a todos con sus frases hechas, publicitarias, desde tiempos
sin nombre,
esas frases para dormir y calmar la intemperie,
las máscaras políticas intentaron sonrisas muy blancas
para mostrar dientes uniformes,
y pretender un orden de las cosas y un sentido,
a mitad del camino de la vida,
a mitad de la furia,
a mitad del cansancio.

La ventana era el lugar del escape, mientras a la casa le llameaban las fauces.

No imaginar soluciones fáciles cuando la náusea tuerce el cuerpo y la lastimadura
es general,
entonces no hay éxtasis
ni origen,
el dolor es un instante que se sale del cuerpo,
la ventana, en cambio,
un capítulo
de la ficción.


*DE  “GUERNICA” (2017)











EL GUITARRISTA CIEGO*

-Fragmento-



Es posible que la música
                    sea una forma ciega de tomar las cosas,
                    una astilla en el ojo,
                    la astilla de un ojo que no quiere ver más.


O al menos una forma de guardar la noche,
esa noche donde nada es seguro.

Es posible que la música
          sea una forma ciega de verificar las relaciones,
          y el ojo abierto,
          apenas una trampa desde lo virtual.

Una pequeña bofetada a las ilusiones de este mundo.


                    Ya se sabe:
                    la música lo dice:
                    Estamos hechos para la muerte.





*DE “RESPLANDOR FINAL” (2011)














NUEVA MIRADA SOBRE NIÑOS*



Con la seducción de una luna
fragmentaria,
como si la condena fuera ver estanques helados
con niños que patinan,
y mirarlos desde esa brutalidad del que mide las cosas
con precisión imposible pero con un ahogo
nacido del fondo de los años,
ver esa selva oscura de Dante en las casitas de tejados blancos
y también adentro de figuras pintadas
que se deslizan en cuadros donde la nieve no disimula
el malestar futuro,
los cuartos
                  húmedos,
                                    vacíos,
como si siempre la condena fuera verlos
sin saber hasta cuándo se puede soportar
el saber que ya la violencia
se organiza
en los ojos
                    de los niños.


*DE “CAZADORES EN LA NIEVE” (2014)










POSIBILIDADES*




Claro que hay palomas feroces y quemados vivos que se deleitan y mujeres de quinqué

que razonan genocidios

y hay mujeres que se devoran sus hijos y caballos brutales y toros que pacen hierba feliz

de los valles

y guerreros inmortales de epopeyas y ventanas que abren vacíos y bombillas eléctricas

que desean vivamente oscurecer

y mujeres que desean perderse y que sus heridas les adornen el cuerpo como bellos

tatuajes

y hasta es posible que haya techos que leviten de placer y paredes que se derrumben

como las que caen en brazos del amante y terrazas que suban a las nubes,

y el horizonte, ya sabemos, se tuerce hacia cualquier parte,

eso nos permite hacer de cuenta que no, señores, no,

hasta es posible

mirar

hacia

otra

parte.




*DE  “GUERNICA” (2017)










NOLI ME TANGERE*



Y si no tocar es la consigna,
y si sólo me es dada la transparencia de la opacidad,
y si lo sagrado se revela escondiéndose,
y si en una zona de combustión sucede lo invisible,
y si sólo tengo la heterogeneidad en el vacío,
y si guardamos en una partitura la desarmonía del cosmos,
y si no es posible domesticar el absurdo,
y si Minos puede encerrar nuestra sed en un palacio sin salida,
y si sólo puedo verme en la región de los sueños donde los jardineros se disfrazan de follaje:

celebro las computadoras que rezan
letanías para convocar la inexistencia.


*DE “SINFONÍA EN LLAMAS” (1990)










*


Era una compañera de escuela de los últimos años de la secundaria y se llamaba Paulina. Caminaba como distraída del mundo, con los carteles que le colocábamos en su espalda: "no sirvo para nada", "estoy loca", por ejemplo, los más suaves. Si supiera que la recuerdo siempre y que regresa en todos mis cuentos, asoma la cabecita un poco extraña y diferenciada de todas, en muchos de mis poemas y novelas. Ella era de otro mundo, de algún paraíso único y absurdo, lejano a nuestras risas, a nuestra grosería, a mi propio miedo de ser como ella, de otro planeta.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com



-Liliana Díaz Mindurry presenta la Poesía Completa publicada hasta ahora (1990- 2017) por Editorial Ruinas Circulares.
El jueves 22 de noviembre  en el Bar Lavalle, Lavalle 1693, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, a las 19 horas.
Presentan: Enrique Solinas, Eugenio Polisky y Mariano Diaz Barbosa. Música de José Antonio Cadórniga.







Inventren







LA ESTACIÓN*




Salí al aire frío de las calles, abandonando la oscuridad del almacén. Alguien que no reconocí me despidió con un extraño ademán. Recordé confusamente que debía tomar un tren.
Pocos días antes me había sido enviada una carta en la que se me recomendaba un viaje. Adjunto venía un billete de ferrocarril, que ahora descansaba sobre la mesilla de la solitaria habitación en la que cada noche me entrego a los despóticos juegos del sueño. No me tomé siquiera la elemental molestia de averiguar quién era el remitente de tan curioso envío, ni busqué en una guía cualquiera el lugar de destino. Pero ¿Quién hubiese vacilado ante un reto semejante? ¿Quién se hubiese resistido a ese instinto que siempre nos lanza hacia lo inesperado con tanta decisión como desprecio ante los posibles peligros? Conjeturé que sólo la cobardía hubiera podido impedir que recogiese el guante que el destino había tenido a bien lanzar contra mi rostro. Y nunca fui cobarde.
Así, poco después de las cinco de la tarde, tras una corta pero intensa siesta, me puse mi único traje (que apenas había utilizado una vez) metí en una maleta adquirida dos días antes mis escasas pertenencias y partí hacia la estación, dejándome azotar por las continuas ráfagas de un viento helado que hería inclemente las esquinas, los árboles, y el tránsito fugaz de los peatones que surcaban con rapidez las avenidas.
A causa de la menuda e impertinente lluvia que había comenzado a desgranarse sobre la ciudad, me vi obligado a tomar un taxi. Muy pronto, el automóvil se detuvo frente a un moderno edificio de dos plantas, ante el que otros autos vomitaban su carga humana, partiendo raudos en busca de otros pasajeros, de otras historias.
Antes de entrar en la estación, me detuve un instante, con la viva sensación de haber pasado algo por alto, de no haber prestado la debida atención a algún ínfimo detalle, de ésos que luego resultan ser trascendentales, pero, no siendo capaz de concretar en que pudiera consistir ese olvido, me encogí de hombros y penetré en el edificio entre una muchedumbre de rostros desconocidos y bonitas muchachas uniformadas y empleados siempre dispuestos a la oportuna indicación, al breve diálogo.
Ya en el interior, me sentí invadido por un reconfortante calorcillo, más agradable, si cabe, teniendo en cuenta el frío que la llovizna había traído consigo allá afuera. Al fondo, al otro lado de las ventanillas ante las que el gentío formaba largas colas esperando su turno, pude ver una gran sala en la que multitud de personas charlaban, gesticulando. Un poderoso rumor se extendía a lo largo de toda la nave. Era la suma de las conversaciones de los presuntos viajeros, el eco de las despedidas, de las tópicas recomendaciones y las frases cariñosas. A la izquierda, un enorme mural representaba el mapa del país, cruzado por innumerables líneas rojas, como tantas otras arterias surcando el espacio, entrecruzándose, uniéndose, mezclándose y formando un complejo entramado que llegaba hasta los más recónditos rincones de la patria. Al lado, un cartel electrónico indicaba las próximas entradas y salidas, el horario previsto y el número del andén correspondiente. De cuando en cuando, se oía por los altavoces repartidos por todo el recinto una muy bien modulada voz femenina, anunciando la inminente partida de algún tren. Podían verse entonces algunas personas corriendo en todas direcciones, abalanzándose hacia las escaleras mecánicas que llevaban a los andenes. Otros paseaban con impaciencia frente a las ventanillas, lanzando insistentes miradas al electrónico, y escuchando con desmesurada atención cada uno de los mensajes que los altavoces vertían sobre el aire cálido de la sala espaciosa.
No dejó de llamar mi atención la aparente ausencia de escaleras ascendentes, ya que había, en efecto, un piso superior, que se veía a través de grandes cristales, y en el cual podían distinguirse varios grupos de personas, saboreando sus bebidas y riendo despreocupadamente. Otros, por el contrario, contemplaban con aire apesadumbrado el piso en el que yo me encontraba y callaban; sólo callaban ignorantes de las alegres risas que brotaban a su alrededor. (¿Habré de decir que en este lugar toda risa es forzada; toda alegría, aparente?) Enajenándome a esas tristes miradas, supuse que habría alguna escalera en el interior de la cafetería, pero esto aún no me preocupaba, puesto que mi intención no era subir a aquella atalaya acristalada, sino tomar un tren.
Sí, subir a ese vagón que el destino había puesto en mi camino y que ya no podía tardar mucho en hacer su entrada. Volví a consultar la lista de horarios sin hallar referencia alguna al tren que debía tomar, al itinerario que muy pronto había de emprender. Caminando con tranquilidad, me aproximé a uno de los numerosos bancos que ocupaban el centro de la enorme nave y me senté en él, situándome frente al letrero en el que, de un momento a otro, surgirían las mágicas palabras anunciando la llegada de mi tren, anunciando el comienzo de algo quizá maravilloso y excitante.
A mi lado, una mujer gorda dormitaba apaciblemente, y un poco más allá, un anciano miraba como hipnotizado, con expresión de ciego incapaz de admitir la ceguera, hacia el gigantesco mural. Niños ruidosos correteaban entre los bancos, pero, no sé por qué, en sus juegos se adivinaba como una falta: No denotaban la natural alegría que suelen atesorar la mayoría de los niños. Me dio la impresión de que ni siquiera estaban jugando sus propios juegos, sino cumpliendo un ritual insoportable y absurdo. No eran risas infantiles lo que llenaba el ámbito, no eran reales; y además, en sus rostros podía percibirse un deje de rutina y melancolía, como si tales carreras, tales saltos y gritos, no hiciesen sino aburrirles y fastidiarles. (¡Cómo no lo vi entonces! ¡Cómo no salí corriendo de aquel lugar, de este lugar en el que ahora estoy sentado y escribiendo estas agónicas frases que se han venido repitiendo una y otra vez en mí atormentada mente!)
Sonó la campanilla. De inmediato, oyose la dulce y acariciante voz de mujer, recitando la aprendida lección de entradas y salidas. Escuché con atención, sólo para comprobar que tampoco era éste el tren que esperaba. Volví a mirar el billete, para prevenir cualquier posible error por mi parte. Tomar un tren equivocado solía acarrear, según había oído decir, tremendas molestias e incontables transbordos posteriores, e incluso existía un rumor que aseguraba que, en caso de confusión, se hacía prácticamente imposible regresar a la estación de origen, descartando así toda probabilidad de emprender algún día el viaje proyectado, dada la gran complejidad de la red ferroviaria. (En algún momento, en el pasado, tuve la sensación de haber tomado un tren erróneo, pero eso ahora no es más que un vago recuerdo y las certezas no existen) Sin embargo, no es menos cierto que si procedemos con atención es en verdad difícil equivocarse, debido en gran medida a la asombrosa exactitud de las informaciones proporcionadas por los altavoces y por el cartel de horarios.
La mujer gorda respingó, miró en todas direcciones, se incorporó de un salto, se frotó los ojos con el dorso de la mano y leyó frenéticamente las ocho líneas electrónicas que resplandecían frente a ella. Después respiró con fuerza y volvió a sentarse, tal vez algo desalentada. Fue entonces cuando se percató de mi presencia. Me contempló con curiosidad durante un segundo. Luego preguntó sin protocolo alguno:
- ¿Ha salido ya el tren hacia Santos Unzué?
- No puedo estar seguro - contesté con amabilidad - Lo único que puedo asegurar que no lo ha hecho desde que estoy aquí - no dije nada más, tratando de rehuir el diálogo. Pero ella, ya más despierta, ensanchó un punto su sonrisa y dijo:
- Entonces ¿Llegó usted hace poco?
Iba a responderle con una escueta afirmación, demostrativa de mi escasa predisposición a entablar una conversación intranscendente, cuando me vi bruscamente interrumpido por el anciano que, con gran descortesía, increpó a la mujer:
- ¡Estás loca! - Gritó. Después se dirigió a mí en otro tono - Se lo he repetido cientos de veces. Su tren partió hace mucho. Pero ella se empeña en seguir esperando, aun cuando sabe de sobra que soy yo quien está en lo cierto - se volvió de nuevo hacia ella y con voz chillona agregó: - Nunca volverá ese tren ¡Nunca!
- Calla, viejo idiota - dijo ella entre sollozos - Tratas de confundirme.
Este amable caballero acaba de decir que aún no ha pasado. Yo sé que llegará y me marcharé en él, mientras tú te quedas ahí sentado, refunfuñando y soñando con un destino que jamás estuvo a tu alcance. A mí me queda la esperanza. A ti, nada más que la resignación o la locura.
- Yo nada espero. Eso es cierto - aceptó él con un tono más calmado - Hace tiempo que comprendí mi derrota. Pero tu esperanza ha de transformarse, ya lo verás, en una larga espera baldía, en sufrimiento y agonía, pues no quedan trenes que tu puedas coger, no hay destino que te reclame, ni andén que pueda llevarte hacia la luz.
- ¡Cállate! - Gritó la mujer en dirección al viejo. Luego, mirándome con los ojos arrasados en lágrimas, dijo: - Es insoportable. Siempre está gritando lo mismo. Siempre ahí sentado, malhumorado e insultante, como si su único fin fuese destrozar mis esperanzas. Siempre descargando sobre mí su odio de viejo egoísta, su desesperación de hombre abandonado. Pero no vaya a pensar que puedo huir de sus reconvenciones. No importa dónde vaya, allí está él para seguir machacándome. No deja de perseguirme, todo el santo día, de acá para allá. No sé si tendré fuerzas para seguir esperando mucho más.
Algo en las palabras de la mujer, en la actitud del anciano, hizo que, por un momento, me sintiera descolocado, como viviendo una situación irreal, un sueño absurdo del que no había escapatoria. Tratando de serenarme un poco, de superar con rapidez la confusión, miré al anciano a los ojos y, sin acritud, le espeté:
- ¿No le avergüenza tratar así a la señora? ¿Acaso carece del menor escrúpulo? ¿Es insensible al dolor que le causa con sus palabras?
Tras unos segundos de silencio, bajó los ojos, incapaz de soportar la hostilidad que se reflejaba en los míos. En voz baja, respondió:
- Tú también lo serás, cuando llegues a mi edad. Si hubieses estado aquí tanto tiempo como yo, quizá fueses más cruel - su tono fue subiendo poco a poco - ¿Qué derecho tienes tú a reprocharme nada? Te queda una larga vida, y se nota que no te falta ilusión. Tu tren llegará muy pronto y te marcharás,
como tantos otros, sin recordar nunca más esta escena, ni a ninguno de nosotros. No, muchacho, no tienes ningún derecho a juzgarme ¿Con qué propósito, pues, te inmiscuyes en asuntos que son completamente ajenos a ti?
Acabas de llegar y ya crees saberlo todo - su voz adquirió un tonillo irónico - pero no tienes la menor idea... Está bien, quédate ahí con esa chiflada. Así aprenderás. Yo me voy a otro lado.
Presa de una gran excitación, fingida al menos en parte, sacó de debajo del asiento unas muletas y se alejó con dificultad hacia otro banco próximo, desde el que también podía ver el luminoso. De nuevo esa sensación de irrealidad me fue subiendo por dentro, mezclada con un poco de frío, procedente de los andenes. En el exterior estaba anocheciendo y el viento castigaba con dureza las copas de los árboles y también a los pocos viandantes que circulaban a esa hora por las calles. Dentro se notaban, de cuando en cuando, pequeñas bocanadas de aire fresco que hacían bajar, lenta pero inevitablemente, la temperatura. Anochecía y mi tren no llegaba, y una sorda preocupación se iba abriendo paso en mi interior.
La mujer gorda, que había cesado en sus sollozos y secado las lágrimas, se apretó un poco contra mí, musitando en mi oído:
- Tal vez el tren que estamos esperando va a llegar pronto.
Por algún motivo que entonces no supe precisar, esas palabras me produjeron una intensa desazón, pero el calor de su cuerpo a mi lado, y el suave aroma que de él se desprendía, consiguieron adormecerme.
En el sueño, vi miles de trenes entrecruzándose, entrando, saliendo, cambiando de vía. Vi trenes lanzados a toda velocidad, galopando por extensas llanuras desiertas; vi trenes que descendían interminablemente, máquinas que arrastraban un número infinito de vagones vacíos y silenciosos; vi vagones repletos de gente y detenidos en medio de la vía, abandonados a su suerte entre los páramos. También pude ver, al fondo, allá en lo más profundo de mi sueño, un trenecito muy pequeño, antiguo, uno de esos que hace tiempo cayeron en desuso, algo desvaído por el paso de los años, aparentemente fuera de servicio. Pero una suave dulzura emanaba de sus gastadas maderas, de sus oxidados remaches, de sus cansadas ruedas. Y supe que ése era mi tren y que no debía perderlo. Y entonces recordé que estaba soñando; desperté sobresaltado, con la vista fija en el cartel, releyendo con precipitación cada una de sus líneas, sólo para comprobar con desaliento que mi tren seguía sin haber llegado a la estación.
Sentí un frío intenso. La mujer había desaparecido. En su lugar, aunque algo más alejado, estaba el anciano, contemplándome con curiosidad. Aturdido aún por el violento despertar, pregunté:
- ¿Qué ha sido de ella? ¿Llegó por fin su tren?
- De ningún modo - respondió él, sonriendo con amargura - Ese tren ya pasó y nunca regresan - hizo una breve pausa - Yo traté de avisarla cuando sucedió, pero se burló de mí, me insultó y desoyó mis consejos. No sé dónde habrá ido ahora. Lo más probable es que esté en la cafetería, tratando de subir al piso de arriba. Por la noche, cuando llega el frío, todo el mundo trata de resguardarse.
Algo se debatía en mis entrañas, como una inconcebible certeza de estar viviendo una situación que desafiaba toda razón. La increíble sospecha que se había ido asentando en mi mente desde el momento en que llegué, comenzaba a tomar forma; las palabras del viejo delineaban los contornos precisos de la pesadilla:
- Se dice que allá arriba no hace frío y que la gente es más amable, y la vida, más confortable. Pero nadie sabe cómo subir. A mí ha dejado de importarme. Apenas sería capaz de subir dos peldaños - al decir esto, remangó sus pantalones, dejando al descubierto dos piernecillas algo deformes y, sin duda, enfermas - Es por la humedad que viene cada noche desde los andenes y quizá también por las caminatas.
- ¿Caminatas? - Pregunté. Cada nueva revelación me iba arrastrando más y más hacia las desoladas regiones del pánico.
- Sí. Es preciso caminar mucho, para combatir el entumecimiento. De lo contrario, se corre el peligro de morir congelado. No ponga esa cara. Yo sé que todos se burlan de mis consejos, pero hágame caso: camine, camine todo lo que pueda. Todas las mañanas, los empleados tienen que retirar los cuerpos congelados de quienes no tomaron las debidas precauciones. Lo hacen con sigilo, fingiendo que nada ocurre, pero yo llevo demasiado tiempo en este lugar y nada se me escapa.
- ¿Sugiere usted que hay personas que pasan aquí la noche? - Dije. Algo en mi interior se resistía a creer en lo que estaba oyendo. No era posible.
Nada era verdad. Pronto despertaría en mi habitación, entre mis libros. Todo habría sido un sueño, desayunaría, me asearía y saldría hacia el trabajo, como cada mañana...
- Muchos días y muchas noches - respondió él con cierto desaliento - Hace años que espero, obstinado, la llegada de ese tren en el que ya no creo.
Pero no conozco otro camino.
- Sin embargo, yo no puedo esperar. Debo...
- Nadie puede, en realidad. Pero no me haga demasiado caso. No desespere. No es imposible que su tren llegue, en efecto, esta misma noche. En muchos casos sucede así. Permanezca atento a los altavoces. Trate de no dormirse.
Sea amable con los funcionarios, y ellos le corresponderán gestionando con rapidez los trámites de su partida. Pero, ante todo, deseche la prisa, reprima la ansiedad. Nada sucede antes de tiempo.
- Pero es que debería regresar antes del lunes...
- ¿Regresar? ¿Cómo ha de regresar?
- Tengo que acudir al trabajo, o seré despedido. Son muy estrictos.
- ¡Vamos! ¡No sea hipócrita! Usted conoce perfectamente su situación. Sabe de sobra que no hay sitio al que regresar. ¿Acaso no lleva en su maleta todo aquello que considera imprescindible? ¿No arrojó la llave de su casa en una sucia alcantarilla? ¡Pues claro que lo hizo! Igual que lo hicimos todos, sabedores de que no hay regreso. Porque regresar equivale a fracasar ¿Y quién tiene el valor de reconocer el fracaso, de admitir el error? Antes la muerte, antes el sufrimiento más horroroso, que la confesión de la derrota.
¿No es, en rigor, la más completa verdad cuanto estoy diciendo? ¿Sería capaz de negarlo, de negármelo a mí?
Me sentí derrotado, desenmascarado. Con algo de vergüenza, admití:
- Sí... Es cierto. Eso es exactamente lo que hice... Pero en el fondo, yo esperaba regresar... ¿Cómo hubiese tenido, de lo contrario, el valor de partir? Es verdad. Sabía que el regreso no es posible, pero todo hombre necesita algo a lo que aferrarse, una referencia, un punto de apoyo para superar la terrible realidad... De modo que no me resta sino la espera. La espera que, según sus palabras, puede llegar a ser insoportable. Mas... siempre puedo bajar al andén y tomar el primer tren que llegue, aunque no sea el indicado...
- ¡De ningún modo! No hay dos trenes que puedan conducirle al mismo lugar.
Hay que atenerse al billete. Es imposible sospechar siquiera dónde podría terminar quien hubiese tomado un tren equivocado. Además, sepa que si baja al andén es muy posible que no pueda volver a subir, del mismo modo que resulta prácticamente imposible acceder desde aquí al piso de arriba.
Pensé en un número ilimitado de pisos, desconocidos entre sí. Un infinito edificio de incontables pisos desde cada uno de los cuales no fuese posible ver sino el superior y el inferior. Y en cada una de esas plantas, hombres idénticos a nosotros, hablando con nuestras palabras, compartiendo nuestros pensamientos, hasta los más íntimos; siendo, en suma, perfectas imitaciones nuestras (o lo que es peor: nosotros imitándoles, siendo meras caricaturas, marionetas cuyos hilos...) Preferí no pensar más, escuchar en todo caso al anciano, que seguía hablando, pero la idea infernal de la multiplicación infinita de los pisos me había conmocionado de tal modo, que ya no me sentía con ánimos para seguir oyéndole. Sólo una voz interior que me repetía una y otra vez la completa imposibilidad de tan absurdo pensamiento: No puede haber más que tres plantas, tres únicos niveles. Pero mi mente dudaba, y acaso...
La mujer gorda se aproximaba a nosotros, con la sombra de una aguda decepción oscureciendo su rostro. Sin una palabra, tomó asiento a mi lado y recostó su cabeza en mi hombro, disponiéndose, sin duda, a dormir un rato.
Yo, sin esperanza, hice lo mismo, pero mis oídos permanecieron atentos a los altavoces, mis ojos se abrían de cuando en cuando, vigilantes incansables del cartel electrónico. Esa noche no vino mi tren. Tampoco las siguientes.
El tiempo ha ido desgranándose y mi tren no ha llegado. Hay momentos de desesperación en los que pienso que no es imposible que haya descuidado la vigilancia durante unos minutos, quizá los necesarios para que ese tren hiciese, raudo, su entrada, reclamándome y partiendo sin respuesta, vacío de mí, corriendo inútilmente por una vía muerta.
Como todos he intentado en vano el ascenso al piso superior. Como todos, he pensado en bajar a los andenes y tomar un tren cualquiera, para terminar de una vez por todas con esta exasperante espera, pero siempre me fallan las fuerzas, y permanezco aquí, sentado en este viejo banco, con los ojos cansados de tanto mirar en la misma dirección, con el corazón atormentado y apagándose.
Miles de trenes han partido y ninguno era el que yo esperaba. La mujer y el anciano, simples sombras en mi memoria, desaparecieron hace tiempo. Tal vez llegó su tren; tal vez hayan muerto sin haber llegado a tomarlo, anónimos figurantes en una siniestra farsa que se nos va llevando sin concedernos una segunda oportunidad.
Pero también los demás han ido diluyéndose hasta dejar vacía la estación.
Los niños y sus fingidos juegos son ahora pasto del olvido y hasta los mendigos que solían estacionarse en la entrada han abandonado su antigua costumbre y han emigrado a otros lugares donde quizá haga menos frío, donde quizá haya limosnas.
La cafetería fue cerrada, y con ella se perdió mi última esperanza de ascender al piso de arriba, que ya ni siquiera puedo ver, y que tampoco me importa, si es que alguna vez me importó. Este nivel se ha quedado desierto por completo, a excepción de uno de los empleados, que permanece ahí, parapetado tras la rejilla y el cristal, que no habla ni responde a mis preguntas, que parece condenado a la eternidad sin fondo de las ventanillas.
Y la voz. La voz interminable, intolerable, anunciando trenes para nadie, melódicas burlas del destino, incongruentes frases sin destinatario. Es como si toda la estación estuviese aún abierta sólo por mí, únicamente para que yo pueda tomar mi tren y alejarme hacia otra quimera respirable. Y a veces aun creo que acaso sea posible, como si todo este tiempo no hubiese transcurrido, como si aún se pudiesen construir nuevas ciudades, edificar otras realidades menos lamentables, calles habitables, nítidas, parques de sol, fuentes de esperanza sincera y real, monasterios...
Y sin embargo, sé que todo es mentira, ¿por qué no confesarlo de una vez? Sé que mi tren no ha de pasar, que mi espera ha de ser forzosamente estéril.
Pienso que un viento frío, una de estas noches, apagará para siempre mis esperanzas, congelándome, y así el ciclo se habrá completado y la estación perderá definitivamente su razón de ser y desaparecerá, como todo lo que un día hubo en ella. Porque ese tren que espero es algo que nunca existió, una sórdida invención de mi cansado corazón urbano; porque fui yo mismo quien envió aquella carta, buscando un pretexto para escapar a la insufrible rutina de las tardes sin nadie y sin nada en el monótono horizonte de la casa vacía. Hay otras estaciones desiertas, otros hombres iguales a mí, igualmente abandonados por la suerte, idénticamente solos, esperando a un tren que saben no ha de llegar, aguardando sin fe un destino que no existe, sabiendo con implacable certeza que todo es inútil, que ya nada va a ocurrir...
Pero he aquí que la campanilla suena de nuevo, y aunque conozco de antemano la inutilidad de mi acción, escucho atento, y lo que oigo me llena de desconcierto y de alegría, porque esta vez, desafiando todas las leyes de la razón, es mi tren el que está entrando con poderosa lentitud en la estación abandonada. El letrero luminoso así lo atestigua, y acaso también la leve sonrisa que me ha parecido sorprender en el pétreo semblante del empleado.
Asombrado aún, con las piernas temblando de emoción, cojo mi maleta y corro hacia la escalera descendente para hundirme en las profundidades del andén, sabiendo ahora que hay, en efecto, una escalera que sube y sube hasta perderse en el infinito, sabiendo que es esta misma escalera por la que voy bajando hacia el andén desierto. Pero eso ha dejado de importar, y corro sin descanso hacia ese tren que viene a buscarme exclusivamente a mí, corro incansable hacia ese destino que viene a reclamarme.




*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com







-Próximas estaciones de escritura:



Km 55

-Por Ferrocarril Midland-


ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.










JUAN TRONCONI.

–Por Ferrocarril Provincial-


   CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.








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-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.


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