*Obra de Sandra
Caschera.
LA CASA SOBRE LA NOCHE*
“El patio es el declive
por el cual se derrama el cielo en la casa.”
Jorge Luís Borges
Las nubes se posicionan
contra el hambre de las estrellas
sobre el techo frígido de la vieja casa
que con su patio de ladrillos
reparte miradas paródicas
hacia el inhóspito hábitat de lo absoluto
que busca extenderse
con el trasiego sucedáneo del ojo agraz
y desde allí erguirse vertical,
como árbol destinado a crecer
sobre la corteza del asombro,
desafiante a los incrédulos,
candados colgados en sus puertas huidizas
sin importar el que las llaves del cielo
sean sólo palabras ciegas.
SOBRE LA CORTEZA DEL ASOMBRO...
*
Haz un pozo en la nieve.
Con la punta del zapato, haz un pozo en la nieve.
Hunde con fuerza el pie.
Siente la forma en que la nieve
cede
frente al peso firme de tu cuerpo.
Quita el zapato del pozo.
Sacúdete la nieve del pantalón frío.
Mira el pozo.
Mira la nieve que rodea el pozo.
Mira el pozo.
Algo de pasto vive en el fondo.
Mira el pozo
Podrías poner ahí tu corazón,
dormirlo como un pájaro en un nido blanco.
dormir tu corazón en un nido blanco,
sobre todo el invierno.
Mira el pozo.
Mira toda la nieve que lo rodea.
Mira la nieve que rodea el pasto
que vive en el fondo del pozo.
Tu coraje se parece al pasto
y eso es bueno.
Tu ilusión se parece al pasto
y eso es alentador.
Tu corazón se parece al pasto.
¿Qué hace tu corazón verde
en un nido blanco?
-Valeria Pariso nació en 1970 en la
provincia de Buenos Aires. Publicó los libros de poesía: "Cero
sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013);
"Donde termina esta casa",
Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la
noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza"
(2017) Editorial Detodoslosmares. La trilogía –Uva negra /
Mascarón de proa / El castillo de Rouen- (Vela al viento ediciones
patagónicas, 2018)
Varios de sus poemas fueron traducidos al portugués y al italiano.
En el año 2014 crea, en Bella Vista, un ciclo de poesía destinado a
la lectura de poesía contemporánea entre vecinos que continúa coordinando en la
actualidad, incluyendo fotografía a cargo de Karina
Giglio y música a cargo de César Jorge.
Coordina talleres de poesía.
La inútil espera*
Llegó el aire caminando con cuidado para no despertar
esta sensación que sabe, me destruye.
Los duendes del hastío lo seguían porque vieron
que todo el día estuve fracturando cerrojos.
La ropa fue tendida y recogida
guardada luego en estantes y cajones.
Y la forma de aquello que aguardaba
que esperé, que espero, que esperaré
aún no ha llegado.
Tal vez haya estado de pie
la vida entera a mi lado.
*
Cuando
te atraviese
el rayo
de la felicidad,
no te resistas.
En el precario
refugio
de los días
es el relámpago
que ilumina
las sombras.
Luego,
habrá
tiempo
para noches oscuras.
-Nació en
General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó:
Cuadernos
de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Fenoglio (El Mensú, 2015)
La hija
del pescador (La Magdalena, 2016) Y Piedras de
colores (Proyecto Hybris 2018)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.
DIGO LA REALIDAD*
Podríamos decir que la felicidad entre dos seres que se hallan dura
un rato, apenas el tiempo de contar los
primeros relatos, descubrir el olor de
la piel y la textura del cabello.
Podríamos decir con sorna, y seríamos unos sornosos pero podríamos,
realmente, podríamos decir y decirnos que el encanto dura precisamente lo que los encantos; hasta que el hechizo
desaparece. Y diríamos con secreta fruición que siempre el hechizo termina por
desvanecerse. Siempre.
Diríamos a quien quisiera prestarnos oído que la realidad es esto
que acontece tal como debe, esta confección con hilván a la vista y corta de
mangas. Que la vida es lucha y sufrimiento y que todo acercamiento entre
personas que se encandilan puede evitarse portando lentes para sol; que en
realidad y dejando que la vista se acostumbre, ni lentes hacen falta para que
la luz sorprendente en los otros ojos se transforme en un reflejo apenas
notable.
Y diríamos entonces que de nada sirve atrapar una cintura con los
brazos, porque somos grandes, hemos visto mucho, sabemos que el abrazo se
transformará como en las malas fábulas en el estrangular de la enredadera al
árbol fascinado.
Si yo anduve siempre en amores, qué me van a hablar de amor.
Cantaríamos con voz desengañada el tango triste.
Y la vida es esto pibe, no te engañes. La vida es el camino al
laburo a la mañana pibe, el beso desganado, la compañía sufrida con resignación
de aquel o aquella que una vez fue hermoso y único pero ya es una sombra más en
el pavimento, esa voz que nos recrimina por boletas impagas del pasado obscuro,
esa carne que ya no se encabrita debajo de la mano.
Diríamos que las cosas son así. Que la tristeza es endémica, que
toda flor turgente es un futuro papel quebradizo sobre la lápida de un cierto
mármol. Y tendríamos razón. Pero quién me saca la sonrisa que se me va para
adentro y se me abre en el pecho. Y
quién me dice que la realidad no es este pequeño instante, este precioso
momento entre los momentos, que su belleza depende precisamente de su futura
desaparición.
El sentido común me haría decir muchas cosas sensatas. Digo la
realidad es este paso en la ancha acera, esta única libélula sostenida en un
pedacito de firmamento, este intervalo cardíaco, este breve amanecer.
Y si después cae la sombra, no borrará la luz de la memoria. Si los
milagros fuesen perdurables, no formarían parte de la maravilla.
No podrá negarlos la inexorable acumulación del tiempo ni el que la
marea desgaste y redondee las aristas.
Aquí están. Hay que atraparlos al vuelo, montarlos hasta que
desciendan, atreverse a morir un poco cada vez que toquen tierra. Y creer con
ingenuidad que la realidad es esta cosa que acontece tan de vez en vez, tan
esporádica. Que lo demás es falso, que la verdad es la piedra con musgo en el
medio, justo en el medio del pedregal estéril.
Diría que lo real es el páramo si mi alma no cantase de alegría
posada en el mínimo verde.
Digo entonces "creo en el barco y no en la ancha mar, creo en
ese silencio resplandeciente y no en la abrumadora masa sonora, creo en este instante,
en este minúsculo instante creo en vos".
El agujero*
Cuando era pequeño y aprovechando que la habitación de mi primita
estaba al lado de la mía, abrí un agujero en la pared para poder observarla
mientras se desnudaba. Durante más de un año la miré entre la vergüenza de ser
descubierto y la curiosidad inevitable.
Después ella se marchó y yo quedé solo. La encontré a faltar. No
supe nunca si era por perder una compañera de juegos o por lo que había perdido
en mi condición de espía secreto. Algunas veces miraba por el agujero con la
vana esperanza de encontrarla en la habitación contigua.
La prima regresó al cabo de muchos años y a pesar de ser ya mayor,
lo primero que me vino a la mente fue que podría volver a verla a través de
aquel agujero de la pared. No pude quitarme de la mente éste pensamiento en
toda la tarde. En la cena tuve que hacer esfuerzos por concentrarme en la
conversación y dejar de imaginarme espiándola a través de la pared y
constatando la evolución del cuerpo de mi primita durante aquellos años. Por lo
que se podía deducir, la naturaleza la había dotado con generosidad.
Estuve sentado en la cama con los ojos fijos en la pared, luchado
contra una especie de vergüenza que sabía que no podía ni quería vencer. Me
levanté y me acerque cautelosamente, sin hacer ruido, y quedé parado delante
del agujero. Vencí fácilmente mis últimas aprensiones y acerqué el ojo al
agujero, despacio, encajando la mirada en el punto exacto. La sorpresa fue
mayúscula porque en lugar de ver el cuerpo de mi prima desvistiéndose me
encontré únicamente con su ojo que me observaba.
El culo de Marilyn Monroe*
Estoy en un pueblo que se llama Banff, en Canadá. Subo la montaña
hasta pasar el bosquecito de cedros. Hay un parador para los turistas. Es un
día soleado de primavera, en poco tiempo empezará el frío recio y ya no se
podrá subir. Sino que descenderán los alces y los osos. Ahora los alces están
en el período de apareamiento y se ponen bravos, hay que tener cuidado de no
enfrentarlos. Por el pueblo hay carteles con prevenciones, qué hacer si uno es
atacado por un alce. No parece que hablarles pueda hacerlos entrar en razón. Yo
apenas si ví algunos de lejos, indiferentes.
Los venados, en cambio, pasan cerca de uno husmeando si hay comida.
Igual, al parador no se acercan. Hay un plato especial que es Deer-steak, bife
de venado. Deberían ser caníbales o suicidas para andarse rondando por acá. El
dependiente es un señor muy viejo, de unos sesenta que le pesan como mil. Viene
y me pregunta con cara de pocos amigos qué quiero. Pido café. Hay una bicicleta
un poco oxidada aparcada dentro del parador, donde termina el mostrador. Cuando
el viejo trae el café, le pregunto si todavía la usa. Sí, responde. Debe darle
trabajo pedalear. Un poco, ¿la quiere? Se la puedo dejar en tres quinientos.
¿Tres quinientos qué? Dólares americanos, de los grandes. ¿¿Tres mil quinientos??
¿Usted sabe acaso quién montó acá? Por ese precio tendría que haber sido la
diosa Diana en persona. Acá apoyó su bello culo nada menos que Marilyn Monroe.
Ah. Vino el director de la película, paraban al principio en Calgary. Escenas
de rodeos. Después vinieron a filmar el Río del No Retorno, que es como se
llama la película. No hay un río así, así que entre seis ríos de montaña
hicieron uno solo, el del No Retorno. El celuloide hace milagros. Como sea, la
estrella se aburre. Quiere estirar las piernas, no le gusta estar en el set.
Según me enteré después, Mitchum, el co-protagonista, la cortejaba. Pero ella
no quería nada con Mitchum que era una especie de macho cabrío. Ella estaba
triste, sí, muy triste porque acababa de romper con el marido, el deportista.
Así que viene, sube hasta acá. Yo tengo diez años. Me dice: Me prestas la bici?
Yo no podía ni hablar y tenía miedo de hacerme en los pantalones. Sí,
tartamudeé. ¿Me acompañas, me enseñas el camino?, pregunta y monta. Esa imagen
no puedo quitármela de la cabeza; tengo dos divorcios encima, mis dos ex
esposas hablan de esta obsesión. Ni que le cuente. Yo subo en la bici de mi
hermano -murió hace diez años- y le muestro cosas del camino. Ella dice: “Mejor
no hablemos, tengo que practicar”. Se pone a cantar One silver
dollar, que después canta y se acompaña con una guitarrita en el
filme. Un dólar de plata, brillante, pasando de mano en mano… Tres quinientos
es un buen precio; pero pensándolo mejor no la vendo. Ya estoy viejo; es el
último recuerdo de amor verdadero que tengo…
*
La extranjera lee las instrucciones, crea cartografías inesperadas,
imágenes que se sacuden de cenizas y muestran la intimidad de las luces o el
lado de las sombras.
Primero hay que inventar el laberinto.
Surgen restos que buscan el cielo ventana de Magritte o del verano,
señales, rastros, se abren en capas como un interminable juego de muñecas
rusas.
Después vendrán los hilos.
Voces, hilos que cuentan poemas, se amuchedumbran para convencer a
la extranjera de la lengua que se deje tocar los costados huidizos.
Escribir poesía, esa manera de ganarle espacio a lo indecible, a la
muerte sin letra de lo mudo. Esa manera de hacerse, de dejar un testimonio de
lo que nos tocó vivir, para los que vendrán. Esa manera de tocar al dolor y a
la injusticia para que tengan, al menos, el consuelo-testigo de lo humano.
*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
LLAMANDO A LAS MINORÍAS
SILENCIOSAS*
Hey
Vengan
Salgan
Dondequiera que estén
Necesitamos tener un encuentro
en torno de este árbol
Que no ha sido
plantado
todavía.
*de June Jordan
(1936-2002)
-Fuente: Antología de poetas del Harlem con selección de Eduardo Dalter.
Inventren
KronoX*
Las generaciones futuras no recordarán mi nombre (y en el fondo,
quizá sea mejor así), pero yo inventé una máquina del tiempo (a esta altura,
utilizar el artículo la sería –probablemente- inexacto. Y algo pedante por mi
parte). Por otra parte, esta denominación –máquina del tiempo- quizá tampoco
sea del todo correcta. El lector juzgará una vez conozca los hechos. Sin más
preámbulos, procedo a relatar la historia.
Mi pretensión, en pocas palabras, era crear un nuevo software,
capaz de recrear el pasado y actuar sobre él. Sólo virtualmente, claro (o eso
me decía a mí mismo, pero la esperanza, esa maldita…). Tardé años en definirlo,
en atreverme a postular una ecuación irresoluble. En el transcurso de mis
investigaciones hubo altibajos. Tan pronto creía haber hecho un descubrimiento
asombroso, como me abandonaba a la desesperación por no sentirme preparado para
llevar a cabo tan magna empresa. Una de esas veces, en medio de la fiebre
nocturna, producto, sin duda, de una indigestión, soñé o imaginé que el viaje
podría ser real y tener lugar en un único sentido –al pasado- y sólo una vez.
Es decir: sin regreso.
Al día siguiente, sin embargo, no me atreví a reírme de tal disparate.
Algo había en mi planteamiento –algo que no era capaz de recordar y, no
obstante, me corroía por dentro. Aun así, no quise pensar más en ello: Tener
una única oportunidad me pareció estadísticamente arriesgado. Ese fue un
inconveniente que no supe solventar en la vigilia. El desánimo de esas horas
posteriores estuvo cerca de hacerme desistir. Luego, pensé que no tenía derecho
a renunciar. Tal vez con base en mi proyecto, me dije, alguien conseguiría
solucionar ese defecto formal. (Entonces era joven e irresponsable. Lo sé
ahora. Sólo descubrimos eso cuando ya es tarde. Un motivo más para implicarse
en la invención de mi máquina).
Pero la amargura no desapareció. Durante unos meses, el vodka y los
antidepresivos fueron mis más cercanos compañeros. Con ayuda de una mujer cuyo
nombre y rostro (me avergüenza confesarlo) se mezclan en mi memoria con otros
muchos nombres y rostros, de otras muchas mujeres, todas ellas memorables sin
duda, conseguí salir de ese vil estado y retomar mi trabajo.
Comento ahora otro punto sobre el que medité mucho: El ser humano
es capaz de darle un mal uso al mejor de los inventos, es sabido. La Historia
lo atestigua sobradamente. ¿Debería eso detenerme? La respuesta lógica,
racional (más aún si lo pienso ahora, cuando ya nada tiene remedio), hubiera
sido: SÍ. Pero el deseo del inventor es impermeable a razones que le alejen de
su objetivo. De nada sirve pensar en Hiroshima.
Así pues, emprendí la tarea. Fueron años de caos, esfuerzo,
dedicación, fiebre, noches en vela, soledad (porque hube de alejarme de todo
cuanto pudiese distraerme de mi meta), multitud de preguntas cuya respuesta
sabía informulable, fracasos, depresión y cansancio. Pero lo logré.
Antes de continuar escribiendo este relato de los hechos –o
cualquier otro, en cualquier otro lugar-, debería hablarles de la máquina,
detallar su funcionamiento, explicar las fases de su construcción… Pero no lo
haré. No sé si esta omisión es una especie de escudo ante mi mala conciencia,
aunque de sobra sé –ahora- que nada me justifica. Esta narración sólo es
informativa. Ni espero ni deseo ser perdonado o comprendido. El perdón o
incluso la tolerancia ante mis actos, lo confieso, me parecería injusta.
Voy pues, a los hechos: El día señalado llegó. El momento
definitivo –eso creía yo en mi ingenuidad. Me coloqué el casco, programé una
fecha y un lugar y presioné el botón Play.
Ese instante se eternizó. Cerré los ojos, asustado, esperanzado,
ansioso. Muchas imágenes pasaron por mi cabeza. Muchas posibilidades
entrecruzándose, como trenes en la estación de una metrópoli. Respiré hondo y
abrí los ojos.
Había funcionado.
Estaba en el lugar y tiempo programados. Con precisión
cronométrica. Para esta primera prueba, es obvio, había buscado una fecha lo
más próxima posible y un lugar conocido: El día de ayer, en mi taller. En la
pared oriental, el reloj marcaba la hora exacta que yo había previsto. Podía
moverme, tocar los objetos (el tacto de la mesa me resultó extraño, como si en
lugar de madera se tratase de plástico o algún material sintético), oír los
sonidos provenientes de afuera. También sentía los diferentes olores. Sopesé
tomar un trago de agua; la botella estaba ahí, sobre la nevera. Pero no me
atreví. El deseo fue más débil que el miedo. No sabía qué podría ocurrir
(Durante la ejecución del programa, uno no es consciente de estar viviendo una
simulación. Esa agua, para mí, era real. Pensé que beber de ella podría acarrearme
algún efecto secundario indeseado). Sólo fue un acto instintivo, irracional.
Seguí moviéndome por la sala. Reconociendo los objetos. Algunos de ellos
estaban marcados (para comprobar si la simulación funcionaba, había señalado
con tiza roja algunas cosas y luego las había cambiado de sitio) y ocupaban el
lugar donde ayer mismo habían estado. Lo maravilloso era la sensación de
realidad. Me asomé a la ventanita y pude contemplar el paisaje ya conocido,
sólo un poco ensombrecido por las nubes (ayer estuvo nublado todo el día,
aunque no llovió), pero tan nítido como en cualquier otro momento. Después de
un rato dando vueltas por toda la habitación, satisfecho y moderadamente feliz,
decidí regresar (por así decirlo).
Me quité el casco, abrí los ojos. Fui a la nevera y descorché la
botella de champán. Es triste beber solo, ya se dijo. Pero me sentía eufórico.
A la embriaguez por el descubrimiento, se unió la otra, más concreta: la
etílica. Terminé tirado en el sofá, en una posición ridícula e incómoda. En
medio de la exaltación y las burbujas, yo tenía un algo removiéndose en mis
entrañas y no sabía qué. Lo achaqué a la emoción del momento y me dormí,
entreviendo con detalle una sala de variedades parisina que jamás había
visitado.
Repetí el experimento varias veces, siempre satisfactoriamente. Al
principio fueron “viajes” (los llamo así porque no se me ocurre otra manera
mejor) cortos: Unos pocos días atrás, lugares cercanos. Como si esa prudencia
fuese necesaria. Como temiendo perderme y previniendo ese azar mediante la
proximidad geográfica y temporal. Poco a poco, previsiblemente, extendí el
campo de mi experimento. Quise ir cada vez más lejos, tanto en el espacio como
en el tiempo. Visité (¿de qué otro modo llamarlo?) Rosario a finales del siglo
XX, cuando el Museo de Arte Contemporáneo todavía no estaba ahí. Cuanto más
lejos iba, más extraña era la sensación que experimentaba dentro de esa
realidad virtual. Cada una de estas recreaciones era como una victoria. ¿Una
victoria sobre el tiempo? Creo que mi vanidad no era tanta. Más bien me sentía
un jugador inmerso en una partida que no terminaba de comprender. Y ganaba
siempre. Embriagado por el éxito, me planteé retos cada vez más difíciles. Fui
a Mendoza meses antes de la construcción del Arco del Desaguadero. Y en efecto,
no estaba. A Buenos Aires hacia finales del siglo XIX, cuando aún no existía la
Avenida de Mayo.
Yo esperaba que al irme alejando en el tiempo, y teniendo en cuenta
que los datos suministrados al programa eran, en muchos casos, fotos en sepia y
documentos sacados de archivos municipales, no del todo bien administrados –es
el caso decirlo-, los objetos, los lugares, irían perdiendo nitidez. Es decir:
Se verían como en esas fotos y esas descripciones. Pero (esto debió alertarme)
no era así en absoluto. Todo era como debió ser en realidad. Algunos edificios,
algunas esculturas, hoy corroídos por la erosión implacable, se veían nuevos,
radiantes, en la recreación. Mi juguete cada vez me emocionaba más.
Una tarde de 1876 me encontré paseando por Barcelona. La Sagrada
Familia aún era un proyecto en la mente del gran Gaudí. También me aventuré en
París, en New York, en Londres, siempre buscando fechas anteriores a la
construcción de edificios o monumentos emblemáticos, sólo por el placer de ver cómo
fue aquello antes de ser como es ahora (si es que aún puedo pronunciar la
palabra ahora sin cometer un terrible anacronismo). Mi ambición me llevó a
Granada en el siglo XII, Pisa en el XI y hasta la China anterior a la Gran
Muralla. Me sentí colmado. Salí del taller y me di cuenta de que llevaba allí
encerrado más de un mes, comiendo mal y durmiendo peor. Pero era feliz.
Decidí dejar de lado mi pasatiempo, al menos durante unas semanas.
Ver a unos pocos amigos, salir con una mujer, distraerme. Fue en vano: Dos días
más tarde estaba de nuevo sentado en el sillón de terciopelo rojo, con el casco
en mi cabeza y viviendo momentos de otro siglo y otro lugar. Me había vuelto un
adicto.
Entonces recordé –cegado por la euforia, había llegado a perder de
vista el objetivo principal- el motivo que me empujó a emprender este proyecto.
Los hechos capitales en la vida de todo ser humano son pocos. El
descubrimiento del amor, la primera visión del mar, la pérdida de un ser
querido, un éxito de tipo deportivo o social… En la mía, el hecho trascendental
fue una despedida. Ocurrió en el año 1960, en la estación José Ramón Sojo,
cerca de Saladillo, en la provincia de Buenos Aires. Era invierno o así lo he
recordado siempre. Ahora ya no sé qué pensar. Ni sé si invierno y verano son
conceptos diferentes. Ella (una mujer, sí; no podía ser de otro modo. Ya lo
dijo Aristóteles) se llamaba Natalia y durante los cuatro años anteriores a ese
momento crucial había ocupado cada minuto de mi vida y también de mis
pensamientos. Por ello, su marcha me resultó inconcebible. Como un mal sueño
del que muy pronto iba a despertar. Desde entonces habían transcurrido más de
cuarenta años y la pesadilla continuaba.
Otro, tal vez, se hubiese abandonado a la locura. Yo, en cambio,
diseñé una máquina para reparar ese instante del pasado. Si se mira bien, quizá
ambas cosas vengan a ser equivalentes, después de todo. Ese fue, es preciso
contarlo –por más que la vergüenza me oprima al confesarlo-, el único objetivo
de mi invención.
Al pensar con espíritu crítico en ese olvido, no me fue difícil
llegar a la conclusión obvia: No es que hubiese olvidado el porqué del
experimento. Simplemente, había ido posponiendo el viaje importante. Por miedo,
sin duda. Tememos enfrentarnos a nuestros más fervientes deseos, casi tanto
como desafiar a nuestras fobias crónicas. Mientras visitaba otras ciudades y
otras épocas remotas, mientras me maravillaba ante la visión de lugares que
ningún otro ser humano vivo había podido contemplar, ese invierno de 1960 y esa
estación casi jubilada (un año después –si la palabra año todavía significa
algo para mí- dejó de utilizarse) estaban siempre ahí, esperándome. Como la
musiquilla pertinaz que siempre retorna y nos acompaña, sin que acertemos a
recordar dónde la oímos o a que hecho va asociada.
La partida de Natalia fue más dolorosa porque me quedó la sensación
de haber podido hacer algo para evitarla. No pensé entonces (lo repito, era
joven, era inexperto) que tal vez se fue solamente porque ya no encontraba
ningún aliciente en nuestra relación. Más bien creí que todo fue culpa mía y,
de haber actuado de otro modo, las cosas se hubieran arreglado y la tan amarga
separación nunca hubiese tenido lugar. Por eso, debía volver. Para saber.
Siempre queremos saber, encontrar una respuesta, aun cuando sepamos que ésta no
va a ser satisfactoria. Me obsesioné con esa idea en el pasado. Después no sé.
Quizá simplemente actuaba por inercia. O por obstinación.
Había llegado, pues, el momento: Con ansiedad, con temor, introduje
la fecha y las coordenadas de la estación. Pulsé el botón. Esperé. Abrí los
ojos. Natalia estaba a pocos pasos, mirándome, como extrañada.
Sentí que estaba de nuevo allí. Reviviendo –en toda su magnitud- el
momento atroz de la despedida. Me acerqué a ella, pronuncié algunas palabras
–imposible recordar cuáles desde este presente borroso, si presente es la
palabra, si recordar es el verbo-. Ella –igual que entonces- meneó la cabeza a
izquierda y derecha un par de veces. En sus ojos se apreciaba el dolor
producido por esa negativa inevitable. Regresé. Abatido, con el peso de los
muchos años transcurridos oprimiendo mi corazón. Desolado. Bebí, dormí. Después
amaneció y volví a intentarlo. El resultado fue idéntico. Aplaqué mi decepción
con otros viajes, pero cada mañana volvía a ese invierno, a esa estación, a
Natalia negando, al tren moviéndose, lento, sobre las vías, iniciando el viaje
sin retorno.
El dolor por esa separación multiplicada, no me dejó ver, al
principio, otro detalle más atroz. En alguna parte había leído que todo acto
conlleva consecuencias que ni alcanzamos a sospechar. Yo había actuado, sin
saberlo, de forma imprudente. Pronto iba a darme cuenta.
El primer indicio me causó perplejidad. Fue en una cafetería, a
media tarde. Estaba leyendo el periódico cuando mis ojos se posaron en una
imagen: Era París y el lugar de la Torre Eiffel estaba ocupado por un edificio
de ladrillo claro. Alrededor todo tenía unos colores mortecinos. Parpadeé un
par de veces, incrédulo. Examiné la foto con atención. No había dudas: Ése era el
sitio de la Torre y no estaba. Supuse que se trataba de una imagen trucada;
ahora todo el mundo maneja programas de retoque fotográfico. Pero ¿en el
diario? No me quedó otra que leer todo el artículo, para averiguar el motivo de
esa usurpación. En vano. No había allí la menor explicación. Me encogí de
hombros. Ni siquiera me dio por pensar que yo tuviese algo que ver con tal
misterio.
Unos días más tarde, escuché una conversación en el metro. Eran dos
hombres y hablaban en voz muy alta; era imposible sustraerse a sus palabras.
Todo el vagón fue testigo de la discusión. Ésta versaba sobre política y en
ella se mencionaba el nombre de algunos dirigentes de países vecinos. No
reconocí ni uno solo. Tampoco esto me pareció relevante, porque no suelo
prestar mucha atención a las noticias relacionadas con asuntos políticos. No
era extraña mi ignorancia acerca de tales nombres. Pero mentiría si afirmase
que ese desconocimiento no me causó cierto desasosiego. Podría ser simple
desidia, pero tal vez otra cosa. En mi estómago se cocía una verdad que no
estaba dispuesto a admitir sin resistencia.
El hecho definitivo, el que me abocó a esta sinrazón que hoy es mi
vida, fue algo en apariencia trivial: Marqué el número de mi amigo Celso, a
quien llevaba tiempo sin ver, y una voz agria me respondió que no había allí
nadie con ese nombre. Revisé mi agenda. Volví a marcar, uno a uno, los números
allí anotados. Con sumo cuidado, para no equivocarme. La misma voz. Esta vez
acompañó la negativa con un insulto. Desistí. Conjeturé un cambio de número,
nada más lógico. Llamé a información telefónica y pregunté: Nadie así llamado
tenía vinculado un número de teléfono en toda la ciudad, ni siquiera en la
provincia. ¿Deseaba consultar la guía nacional?, me preguntaron. En otras circunstancias,
me hubiese mostrado irónico y dudado de la eficiencia del operador que me
suministró la información, tal vez hubiera insistido o vuelto a llamar, por ver
si esta vez daba con un telefonista más eficaz. Pero de pronto, la verdad me
explotó en pleno rostro: En mi ventana, el paisaje no era el de siempre. No
supe precisar qué era, pero no hizo falta: Algo no era igual, algo había
cambiado. Las imágenes, las palabras, se agolparon en mi cabeza. Esta realidad
¡cómo admitirlo! era otra.
Salí a la calle, poseído por la fiebre. A causa de mi despiste, no
me había dado cuenta antes, pero era cierto. Nada estaba en su lugar. Me
pregunté cómo, cuándo, qué… pero ni siquiera atinaba a formular las preguntas.
Todo era demasiado inverosímil. Un tipo que no reconocí me dio un abrazo en la
entrada a un pasaje que nunca había visto. En un cine daban Terciopelo azul,
pero en los carteles, el director no era David Lynch. Recorrí la ciudad hasta
el cansancio. Quizá era sólo eso lo que buscaba: Agotarme hasta caer rendido,
evitando así el caos reinante en mi mente.
Caminé y bebí. Hice preguntas estúpidas, sólo para comprobar que
las respuestas no eran las ya conocidas por mí. En algún momento quise creer
que todo era un complot de mis conciudadanos para volverme loco. Llegué a casa
-¿De verdad podía aún llamar casa a algún lugar?- y me dejé caer en el sofá.
La frontera entre el mundo virtual y el llamado, tal vez
erróneamente, real, es más fina de lo que jamás hubiésemos sospechado. Sabemos
que son posibles múltiples mundos virtuales, por así llamarlos. Pero nunca
imaginamos que pudiesen combinarse o invadir el mundo real. Yo ¡irresponsable!
lo había hecho. Al despertar lo vi claro. Cada recreación erigía una nueva
realidad -o una nueva ficción, ahora ambos términos vienen a ser sinónimos- y
yo iba saltando de una a otra sin percibirlo. Me pregunté si en verdad estaba
mirando el río desde mi ventana o permanecía sentado en el sillón, con el casco
puesto y buscando una salida.
Desde entonces –y ahora la palabra entonces ha perdido su
significado, lo mismo que la palabra ahora- vivo recreando esa escena ocurrida
en la estación, sin impaciencia, porque la verdad desplegada ante mis ojos –la
coexistencia de múltiples vidas (o reflejos)-, me dice que hay una esperanza. Y
sueño con Natalia cambiando ese gesto de negación. Sueño su sonrisa y su mano
aferrando la mía, sus palabras diciendo que todo es aún posible, sueño ese tren
partiendo sin ella…
Sólo una cosa me inquieta: Si eso llega a suceder, ¿Tendrá esa
Natalia algo que ver con la original? ¿Será la misma de quien tanto tiempo
estuve enamorado? Y yo mismo: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Soy acaso aquel que
sufrió la decepción y el abandono? ¿El autor de estas líneas? ¿La misma persona
que proyectó la máquina? ¿O sólo el fantasma de alguien, vagando por
dimensiones infinitas y haciéndose preguntas sin respuesta?
-Próximas estaciones de escritura:
KM. 55.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Midland:
ELÍAS ROMERO. KM.
38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.
INTERCAMBIO MIDLAND.
JUAN TRONCONI.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Provincial:
CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR
DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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InventivaSocial
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